El desafío - Jorge Melero Camarero


Una criatura inmensa y devastadora se camufla invisible pero omnipresente. Como un titán hibernante, sus venas de cobre se extienden letárgicas a lo largo millones de kilómetros, su inabarcable energía se bombea incesante, incontenible, apenas domesticada, en una comunión sincronizada de las fuerzas de la naturaleza. Lo sabe todo de nosotros. Le confiamos cada día nuestros secretos e inquietudes, le confesamos hasta nuestra identidad. Sus neuronas de silicio registran día a día nuestras pasiones. Se comunica por tierra, mar y aire, en un murmullo incesante. Ha conquistado los terrenos más inhóspitos, desde los polos a los desiertos ecuatoriales, perdurando donde ningún ser humano podría. Lo ve todo, lo oye todo. Aprende… Es nuestra creación pero, como un Edipo moderno, ahora QUIERE VERNOS MORIR ¿Dónde te vas a esconder?
En El Desafío se tratan temas como la inteligencia artificial o la realidad virtual pero, más allá de la ciencia ficción, se trata de un thriller entretenidísimo que te hará perder la noción del tiempo.





1



Al final del pasillo se levantaba un pequeño escalón. Lo vio acercarse mientras corría. Aun así calculó mal la distancia, lo golpeó con la puntera del zapato y cayó al suelo violentamente, soltando en la caída, la bolsa que sujetaba.
Desde el suelo giró la cabeza. Aún no veía a su perseguidor pero lo intuía. Se levantó con rapidez. Sintió un agudo dolor en la rodilla. Se había golpeado con fuerza. Recogió la bolsa y siguió corriendo.
El pasillo giraba a pocos metros de distancia. En cuanto dobló la esquina chocó con un esbirro. Esta vez no perdió el equilibrio. Lanzándolo contra la pared como si fuera de papel, continuó avanzando. Siguió corriendo despavorido.
La salida estaba al final del pasillo. Intentó acelerar la carrera; sin embargo, la puerta se acercaba cada vez con más lentitud. Sus piernas frenaban, involuntariamente atenazadas, por una fuerza paralizante.
Ya no corría, andaba pesadamente como si caminara bajo el agua; cada metro era una lucha cruel, cada paso una tortura.
Volvió a mirar hacia atrás. No veía nada. El esbirro al que había empujado en su carrera había desaparecido. Su perseguidor podría doblar la esquina en cualquier instante.
Con toda la energía que fue capaz de acumular, sumando toda la voluntad de su instinto de supervivencia, intentó avanzar. Apenas pudo dar un paso más. Finalmente se quedó paralizado. Sus piernas pesaban toneladas. Era incapaz de adelantar un solo centímetro más.
Sintió pánico. El corazón le latía tan rápido que parecía que iba a explotar. Oyó un ruido a su espalda. Ya ni siquiera pudo girarse.
Ernesto miró los números luminosos que flotaban a unos veinte centímetros sobre su cabeza. Se le había agotado el tiempo: 00:00.
Al tiempo que un rugido descarnado y escalofriante destemplaba sus tímpanos y revolvía sus nervios, todos los actuadores se activaron, al mismo tiempo, en sus articulaciones, provocándole involuntarios espasmos.
En el aire, frente a él, a un par de metros, en góticas letras rojas, suspendida en el aire, apareció la temida sentencia: LIFE OVER. Por detrás de la inscripción, una sinuosa y tétrica sombra se movía rítmicamente aproximándose y alejándose de forma aleatoria pero precisa.
Ernesto se quitó la parafernalia de sensores, actuadores y visores que llevaba puesta. Echó un vistazo a su alrededor. A la vista de los familiares objetos que conformaban su despacho, fue recobrando el aliento. Respiró profundamente. Gus le observaba divertido.
— ¿Qué te parece? — preguntó
— Lo estamos consiguiendo.
— ¿Cómo que lo estamos consiguiendo? Ya es casi perfecto. Estás sudado y tembloroso. Aún jadeas, tío.
— Pues por eso. Es demasiado difícil. Tengo uno de los avatares más evolucionados que se pueden imaginar. Yo mismo le he programado capacidades especiales. He utilizado trucos de software y en dos ocasiones me he sumergido en el código fuente del entorno para atribuirme ventajas. Con todo, no he sido capaz de escapar.
— Bueno, a lo mejor hemos sobrevalorado nuestras capacidades. Modificamos las reacciones de la Sombra y arreglado, ¿no? Por cierto, ¿qué te ha parecido? Me ha quedado bien ¿no?
— Eres un cabrón siniestro y enfermizo. Casi me meo, tío.
— No quise que fuera demasiado evidente. Es lo que hablamos…
— No sé qué es lo que tiene, pero acojona…
— Intenté apelar al miedo más irracional. Lo que hablamos… no hacen falta monstruos deformes y ensangrentados, sólo la certidumbre de la amenaza, la persistencia; quería dibujar la inteligencia del mal; una especie de Hannibal Lecter etéreo, oscuro y sinuoso.
— Muy poético… Está muy bien, tío. Creo que es de lo más original que he visto en mucho tiempo.
— ¿Y el rugido?
— Me han recorrido escalofríos por todo el cuerpo.
— ¿Cómo seguimos entonces? Podemos restarle capacidades a la Sombra, pero no me gustaría que quedara reducida a un esperpento tonto. Creo que su inteligencia es nuestro mayor logro.
— Estoy de acuerdo. No se trata de un comecocos cualquiera. Tal vez, podemos reducir su velocidad. También podríamos apoyar a los desafiantes con habilidades extras o comodines.
— No me gusta que todo dependa de que te encuentres una vida extra. En la vida no hay vidas extras. Siempre hablamos de aspirar a la realidad.
— Eso ya lo estamos haciendo.
— Pues seguiría por ese camino. Incluso modificaría las propiedades generales de La Otra Vida dentro de nuestro Campo.
— ¿Limitar el potencial del entorno? Puede que eso no le guste a mucha gente.
— ¿Qué da más miedo? ¿Nunca has soñado que te persiguen y no puedes correr o andar o defenderte?
— Aún así. La gente utiliza “La Otra Vida” para superar sus limitaciones. Les gusta sentirse poderosos; les gusta volar y atravesar paredes y ser invisibles si es necesario. Además, en esas circunstancias, es prácticamente imposible salir bien parado, ¿cómo vamos a limitarlos más?
— Sólo digo que, si al final, a alguien se le ocurre reprogramar su avatar para que corra a la velocidad de la luz, entonces, no habrá Sombra que lo atrape.
— Aún así creo que la Sombra ganaría. Pero si te hace sentir mejor, podemos imponer ciertas limitaciones en nuestro Campo.
— Vale, vale. Sólo digo eso.
— ¿Entonces? ¿Continúas tú con la Sombra? ¿Ralentizas sus acciones por lo pronto? ¡A ver qué tal! Yo me encargo de la física en el Entorno. Limito la velocidad de los avatares: veinte metros por segundo virtual, ¿te parece? Podemos limitar el tiempo de invisibilidad, ¿cuánto?
— No más de cinco minutos.
— ¿En total?
— Empezamos así y a ver qué tal.
— ¿Volar?
— Eso no es un problema para la Sombra. Sí, creo que se debería poder volar. Tal vez podemos permitir un poco más de velocidad en el aire. Tiene sentido. ¿Treinta metros segundo?
— Ok
— ¿Permitimos el uso de vehículos?
— Sí. A todo el mundo le gusta pilotar un Ferrari… pero sólo los vehículos que programemos nosotros; uso gratuito. Yo impediría la entrada de virtuales externos.
— ¿Cualquier virtual o sólo vehículos?
— Bueno; no los vamos a dejar en bolas. Lo que no sé… las armas, ¿dejamos que entren armas?
— La Sombra es inmune a cualquier arma; al menos, a cualquiera que se haya inventado hasta ahora. En todo caso es cuestión de tiempo que alguien desentrañe un punto débil y cree un virus específico.
— ¡Vale! Programaré un escudo para vehículos y armas de código. Podemos permitir armas blancas y armas de fuego ¿Te parece?
— Siip.
— Otra cosa; los esbirros. ¿Hacemos algo con ellos? En general, yo los he visto muy bien pero los bichos me cansan un poco. Al final no aportan mucho. No sé…
— Te lo iba a decir. ¿Y los zombis? No estoy muy seguro…
— A mi me gustan. No, yo no cambiaría nada. Los chuckys también son geniales, por cierto.
— OK. Lo dejamos así. Modifico algo los bichos en cuanto tenga un rato. Con esto creo que ya tenemos bastante trabajo para una semana ¿Lo dejamos aquí? Tengo cosas que hacer…
— Perfecto. Yo voy a hacer la compra.
Gus se levantó y se despidió de su amigo.
Ernesto se dispuso a hacer la compra. Se puso el visor y el traje virtual de nuevo. Se colocó en el “liberador de movimiento” y escogió supermercado. Desde hacía años, los mayores supermercados se encontraban en Entornos Virtuales. La creación de realidades alternativas había proliferado de forma espectacular. Había sido la mayor revolución en las comunicaciones desde la popularización de Internet. Ahora, tras unos años de desarrollos competitivos, La Otra Vida empezaba a perfilarse como el Entorno más popular.
Frente a otros sistemas, La Otra Vida presentaba dos ventajas fundamentales. La primera es que, si bien incorporaba muchas herramientas de uso sencillo para los iniciados, permitía el acceso a códigos de bajo nivel para profesionales y usuarios avanzados. Esta flexibilidad lo convertía en un Entorno ideal para todo tipo de usuarios. Tal vez gracias a esto, empezaron a proliferar en La Otra Vida, miles de iniciativas comerciales y negocios. En pocos años, los créditos de La Otra Vida empezaron a cotizar en el Mercado Internacional de Divisas. Todos los bancos y entidades financieras tenían sucursales virtuales pero era el Banco Universal, una entidad que había sido creada por los tres socios que habían desarrollado el entorno, el principal activo económico de la Otra Vida. En poco tiempo, este banco se situó entre los diez primeros del mundo real por volumen de negocio. Con ello, los tres socios se colocaron al mismo tiempo, en la lista de las diez personas más ricas del mundo.
La Otra Vida tenía también el privilegio de poseer el mayor supermercado virtual — y no virtual— jamás creado. Allí se podía encontrar todo tipo de productos de cualquier rincón del mundo, colocados en estanterías como si de un supermercado normal se tratara. El espacio que ocupaba era de aproximadamente cincuenta kilómetros cuadrados virtuales pero aumentaba día a día. Afortunadamente las posibilidades digitales facilitaban que uno encontrase lo que buscaba de forma inmediata. Cualquiera podía pasear tranquilamente con su carrito de la compra y además podía comprar sorteando los kilómetros de estanterías con un Ferrari o con una Yamaha a doscientos kilómetros por hora. También, lógicamente, podía transportarse al lugar adecuado seleccionando el producto deseado en una sucesión de listas desplegables. Cada vez que se seleccionaba un producto, se restaban los créditos correspondientes de la cuenta del usuario. En menos de veinticuatro horas, los productos aparecían reales y frescos en la puerta de casa.
Ernesto hizo la compra rápidamente. Había quedado en media hora en “La Alhambra”. La Alhambra era una reproducción virtual y exacta del famoso monumento granadino. La gente lo utilizaba frecuentemente como punto de encuentro. A Ernesto le gustaba quedar en el Patio de los Cipreses.
En cuanto hubo acabado de comprar se dirigió hacia allí. Como aún tenía quince minutos, decidió ir conduciendo. La Alhambra se encontraba en un “barrio” que se conocía como “La Pequeña España”. Un grupo de programadores, conocidos de Ernesto, trabajó durante años en la reproducción de los más espectaculares edificios y monumentos del país. “La Pequeña España” se encontraba a unos cien kilómetros virtuales de lo que se consideraba el centro de “La Otra Vida”, donde se concentraban la mayoría de negocios de éxito en aquel momento. Una carretera unía el centro con “La Pequeña España”.
Ernesto alquiló un Formula 1 en una tienda del centro; escogió un Ferrari. Al contrario de lo que ocurre en las competiciones del mundo real, en el virtual los coches no tienen porqué ajustarse a limitaciones de potencia o velocidad, por lo que el Ferrari, con una apariencia idéntica a la real, alcanzaba velocidades muy superiores. Así, a una media superior a los cuatrocientos kilómetros por hora, Ernesto condujo por la carretera hacia “La Pequeña España”. La carretera estaba prácticamente vacía. Sólo algunos edificios aislados aparecían aleatoriamente a ambos lados de la carretera. El resto era un vacío negro.
En pocos minutos Ernesto llegó a su destino. La Alhambra se encontraba en el centro de La Pequeña España. Sin prácticamente reducir la velocidad, Ernesto se dirigió hacia allí. Apenas llegó cinco minutos tarde.
En el Patio de los Cipreses, junto a la fuente, estaba Noelia. Ella había creado algunos de los más espectaculares y famosos avatares de La Otra Vida. Se ganaba la vida de esta forma, creando cuerpos perfectos y trajes exclusivos para los clientes más exigentes. Sus creaciones destacaban por los detalles pero, sobretodo, eran los elegantes movimientos con que Noelia los animaba su principal seña de identidad. Ningún otro diseñador conseguía un movimiento tan natural y, a su vez, tan fluido y grácil. Su fama traspasaba la frontera de lo virtual y, de hecho, recientemente, un par de publicaciones de ámbito general se habían interesado en ella para realizar reportajes sobre su trabajo. Lo cierto es que Noelia se ganaba la vida con el diseño virtual; mejor incluso, que alguno de los más afamados diseñadores de moda en la vida real. Había sabido hacerse un hueco en el mercado de la exclusividad.
Noelia cambiaba constantemente su imagen virtual. Los avatares que ella misma utilizaba eran tan diferentes y espectacularmente hermosos que Ernesto siempre acudía a sus encuentros virtuales con una disimulada emoción. En todo caso, aún para ojos no experimentados, algunos rasgos permitían distinguir a Noelia entre la totalidad de avatares de la red. Ella siempre se movía bajo la apariencia de mujeres de una belleza excepcional y cuerpos atléticos. Eran amazonas que se desplazaban sobre hermosos unicornios alados. Además, Noelia, es decir, su avatar, siempre portaba un bonito arco — siempre el mismo— adornado con motivos vegetales y rematado elegantemente en sus extremos por elaborados detalles dorados.
Mientras esperaba, Noelia se entretenía cazando con arco; apuntaba a las aves, muchas de ellas pertenecientes a exóticas especies, que los diseñadores de “La Pequeña España” habían programado como ambientación y que volaban al azar por el espacio virtual.
— Siempre me ha parecido cruel esa afición tuya de atravesar todo lo que ves con una flecha ¿Te lo has hecho mirar?
— Sí
— ¿Y? ¿Hay alguna explicación freudiana?
— ¿Se te ocurre alguna?
— La famosa envidia del pene. Rellenas con las flechas el hueco de tu castrada anatomía.
— No sé. Fui al loquero, pero, después de media hora, también lo atravesé con una flecha. Le di un segundo pene— contestó Noelia divertida.
— A un loquero, es lícito... pero a los pobres pajaritos, ¿es que no tienes moral?
— ¡Hey! Que sólo son bits. Y en el caso de estos un poco deficientes. Deberías hablar con tus amigos. Para construir edificios, ¡vale! Pero, con la anatomía animal necesitan progresar… ¡Hago un servicio público eliminándolos!
— ¡Je, je! Ya les haré llegar tus comentarios. Igual quieres ayudarles.
— Ya sabes que voy por libre.
— Siempre fuiste por libre.
— ¡Oye! ¡Oye! ¿Un reproche a estas alturas?
— Sabes que no. Me alegro de verte.
Ernesto se acercó y acarició la mano de Noelia. Los actuadores de contacto habían evolucionado mucho en los últimos meses. Se podía escoger el nivel de interacción con el medio. La fuerza, aplicada sobre el cuerpo, se limitaba para evitar accidentes. Aún así, ya se podía interaccionar de manera asombrosamente realista: desde sutiles caricias hasta firmes apretones de mano se podían transmitir virtualmente.
— Te alegras de verme porque mi avatar está buena.
— Eso también. Pero no más que tú, preciosa.
— ¡Si serás zalamero! El próximo día acudiré con una abuelita arrugada, entrada en carnes, con rulos y una verruga en la nariz ¿A ver qué te parece?
— Entonces seré yo el que necesite un loquero.
— Pues ya te prestaré el arco.
— Bueno, en serio, ¿cómo te va todo?
— Pues nada, tío. Todo el día entre cables ¿Cuándo me sacas a tomar una cerveza?
— ¿Cuándo has necesitado pedírmelo dos veces?
— A veces pienso que, cuando inventen la cerveza virtual, no saldremos de este mundillo de mentira.
— Para eso siempre podrás contar conmigo.
— Lo sé. ¿Tú que tal? ¿Cómo va vuestra sociedad?
— ¿Ernst & Gus Corporation?, dijo Ernesto riéndose, ¡muy bien!
— ¿Seguís con vuestro jueguecito de miedo?
— ¿Jueguecito? Es la experiencia más acojonante que se ha inventando.
— ¡Ah! ¿Pero ya lo tenéis listo? ¿Y no me has invitado?
— Bueno… es que aún nos queda mejorar algunos aspectos.
— ¿Por ejemplo?
— Nuestra criatura, La Sombra. La hemos hecho demasiado poderosa. Ni siquiera yo soy capaz de salir bien parado. Sus reacciones son imprevisibles y siempre se anticipa.
— Siempre fuiste un poco lento.
— Muy graciosa. Ya veremos cómo lo haces tú.
— La Sombra, ¿a mi? Un par de flechazos y acabado.
— Es inmune a las armas.
— Bueno, ¡vale! ¡Oye!, ¿de verdad merece la pena todo el esfuerzo? Podíais haber hecho lo que quisierais. Probablemente tu diseñarías avatares tan buenos como los míos, si no, mejores ¿por qué un jueguecito y por qué en La Otra Vida? ¿Por qué vivir como un pordiosero cuando podríamos estar de crucero por las Bahamas?
— Tú tampoco estás de crucero.
— Ya sabes a lo que me refiero. No me has contestado. ¿Por qué el jueguecito?
— Como lo vuelvas a llamar jueguecito tendrás que probar tu arco contra mi recortada.
— Bueno, ¡vale! — dijo Noelia riéndose— ¿Qué tiene de especial vuestro superinnovador mega entretenido nuevo extraordinario desarrollo?
— Así mejor. Verás, yo lo veo como el principio del primer parque de atracciones virtual. El problema es que las atracciones no pueden ser iguales que en la vida real. Cualquiera puede pilotar un caza en La Otra Vida o una moto de 600 CC. Pero nuestro Desafío es nuevo. No es un juego. La Sombra existe constantemente; no tiene el don de la ubicuidad; ocupa una posición en cada momento; ahora mismo, por ejemplo, está en algún lugar en nuestro Entorno. La Sombra toma decisiones con el único objetivo de acabar con los avatares en su territorio. Es vivir literalmente una película de miedo. Y lo puedes hacer en cualquier momento. Puedes entrar solo o con tus amigos.
— ¿Qué ocurre si se llena de gente? ¿Qué haría La Sombra?
— Acabaría con todos, pero, por lo pronto, sólo vamos a permitir a seis avatares participando simultáneamente.
— A la gente no le hará gracia perder sus avatares. Algunos dedican bastante tiempo a su imagen virtual. Algunos avatares y nadie lo sabe mejor que yo, cuestan bastante dinero.
— Eso lo estuvimos discutiendo bastante. Es verdad que algunos pueden sentir apego por sus avatares. Puede que algunos teman perderlos y, por eso, no accedan al Desafío. Pero, como te digo, lo nuestro no es un juego. El miedo es mayor ante la eventualidad de la pérdida. Apelamos a los audaces.
— Entonces, La Sombra ha sido creada con una única misión…
— Destruir cualquier entidad que se adentre en sus territorios.
— Matar avatares.
— Eso es.
— ¿Cuál es la gracia? Yo también podría crear un bicho que destroce avatares. Hay millones de virus disponibles para elegir.
— La Sombra parte en desigualdad de condiciones y la hemos sometido a las limitaciones de la física corriente. No puede teletransportarse ni estar en varios sitios a la vez; no tiene poderes especiales; es su superioridad táctica lo que la hace tan difícil de batir. Además, a La Sombra, le gusta observar y jugar con sus adversarios. Acaba con los avatares, sí, pero no a la primera; primero les pega unos zarpazos, los limita, aprende de ellos y luego los mata. Se trata de una partida de ajedrez en el túnel del terror y cuyo resultado es la muerte.
— ¿Eso no es asesinato? ¿Y tú me llamabas cruel a mí por practicar con mi arco? Tío, el lúgubre eres tu. ¿Tú te lo has hecho mirar?
— ¿De verdad no te gusta la idea?
— Lo cierto es que sí. Estoy deseando que me invites. Llevaré mi peor avatar… tal vez el de la vieja con verruga.
— Pero que lleve zapatillas de deporte para correr.
— Con el gayato, se mueve como una bailarina; La Doña Brígida de las Paraolimpiadas, la llamo.
— Crearé a un abuelete saltarín para la ocasión.
— ¡Bueno! En serio, ¿cuando me enseñaréis vuestra obra?
— Tenemos que retocar unas cosas. La semana que viene. Quedamos a tomar esa cerveza y luego nos enchufamos ¿Te parece?
— Te tomo la palabra. No me falles, guapo.
— Sabes que no.


2



Cuando sonó el despertador Gus llevaba más de media hora despierto, temiendo precisamente la llegada de ese momento. Durante unos segundos estuvo tentado de apagar el dichoso aparato. No tanto por el sueño, sino porque aquel día, casi una semana después de que Ernesto y él lo acordaran, no podía retrasar ya más el momento de trabajar en La Sombra. El día anterior, a última hora, se lo había prometido a Ernesto. Ya no lo retrasaría más.
La Sombra era, por sí misma, el proyecto más ambicioso en el que Ernesto y él habían trabajado. No era, como la mayoría de las creaciones que pueden verse en La Otra Vida, un artificio hueco; una unión más o menos armoniosa de píxeles de colores. La Sombra era más: era una presencia constante y autónoma.
Si los módulos de apariencia de La Sombra, de los que Gus se sentía considerablemente orgulloso, habían requerido semanas de trabajo y análisis, el módulo de comportamiento era un trabajo sin parangón en cuanto a inteligencia aplicada.
Ernesto y Gus llevaban años sumergidos en las últimas tendencias y descubrimientos referidos a inteligencia y simulación del comportamiento. Los resultados, en el caso de La Sombra, sorprendieron a sus propios creadores. Ambos habían trabajado mano a mano, sumando capacidades, en el diseño conceptual de la criatura.
No era la complejísima maraña de código informático, dividido en cientos de miles de tareas concurrentes, organizadas en multitud de módulos y proyectos, lo que frenaba a Gus. No se trataba de pereza, se trataba, más bien, de un profundo respeto por el trabajo realizado; lo que le disgustaba era el hecho de limitar una creación tan perfecta; de castrar un proyecto que cumplía y rebasaba todas las expectativas.
Venciendo una dolorosa inercia, Gus se sentó delante del ordenador. Tenía tres pantallas. Aunque muchos programadores, habían abandonado prácticamente las pantallas y utilizaban las posibilidades que brindaba el trabajo con visores, Gus seguía teniendo apego a los modos clásicos de trabajo.
En la pantalla central, Gus desplegaba las líneas de código informático y las herramientas de diseño gráfico sobre las que iba trabajando. A su izquierda, en un monitor de treinta y seis pulgadas, Gus visualizaba el resultado de sus acciones a medida que hacía modificaciones. Era aquí dónde observaba y depuraba los detalles. Por último a su derecha, el último monitor reflejaba la interacción de las creaciones con el entorno en 3D.
Durante los primeros meses de trabajo Gus se veía obligado a utilizar constantemente las dos pantallas laterales para verificar el progreso de sus trabajos. Después, en poco tiempo, interiorizó y asimiló de tal modo la matemática y significado de los códigos informáticos que manejaba, así como el potencial del entorno en 3D, que apenas necesitaba fugaces vistazos a sus monitores de apoyo para evitar errores mecánicos y moldear la realidad a su antojo.
A veces se sentía como un Dios moldeando la realidad con rápidos movimientos de ratón, modificando aspectos con improvisadas líneas de código, injertando detalles a partir de antiguos proyectos, combinando acciones, gráficos y personalidades. Cuando empezó con Ernesto a desarrollar el Desafío, ambos acumulaban años de experiencia en ingeniería de programación y ya eran considerados poco menos que genios por muchos de sus compañeros de profesión. Con todo, en ese momento, tras varios años de trabajo, ambos habían multiplicado sus capacidades. La torpeza con que empezaron el proyecto, frente a la destreza final que habían adquirido, era comparable a la de un niño asimilando por primera vez la tabla de multiplicar frente a la genialidad de Cauchy perfeccionando las bases del cálculo infinitesimal de la época.
Así, sentado frente a las ininteligibles e inacabables líneas de código, organizadas en sistemas modulares, Gus era capaz con rápidos vistazos de comprender y traducir de forma instantánea las órdenes, operaciones y cifras en gráficos, gestos, detalles, deducciones y acciones; interpretaba el lenguaje informático con casi la misma e inmediata facilidad, con la que el resto de los mortales visualizamos un árbol cuando vemos escrito la palabra “árbol”.
Gracias a esta pericia, Gus no tardaría en intuir que algo extraño pasaba.
Empezaría, como había acordado con Ernesto, por limitar la física de La Sombra.
Abrió el proyecto que habían titulado con el mismo nombre: “La Sombra”. Dicho proyecto estaba conformado por veinte subproyectos, cada uno de los cuáles se dividía, a su vez, en múltiples subproyectos formados por cientos de módulos.
Desplegó el subproyecto de “apariencia”; seleccionó “movimiento” y buscó los módulos referidos a la física del entorno. Al principio, no fueron más que ligeras impresiones; vagas intuiciones. Algo no encajaba. Pequeños flashes golpeaban su cerebro como incómodas chispas.
Gus se esforzó en “bajar de nivel” en empezar a asimilar las líneas de código una a una; paso a paso. Empezó a detectar pequeñas modificaciones. Ligeras pinceladas que alteraban la dirección de su obra. Eso no lo había hecho él. Algunos cambios eran evidentes; otros, incluso a Gus, le resultaban difíciles de comprender.
En todo caso, en general, los cambios eran sutiles. Pensó que tal vez Ernesto habría modificado parte del código. Se dispuso a hacer su trabajo. Lo primero era modificar la física de La Sombra; limitaría su velocidad y, aun dotándola de una cierta capacidad para el camuflaje, tendría que ser más o menos visible para los avatares que se cruzasen con ella. Fue precisamente este último aspecto el que más variaciones había sufrido. ¿Por qué querría Ernesto disminuir la detectabilidad de La Sombra?, pensó. Eso es lo contrario de lo que hablamos. No tiene sentido.
Gus cerró el módulo que tenía abierto. Decidió investigar. Abrió dentro del proyecto de “apariencia” los módulos de “facciones”; apenas encontró diferencias. Seguía siendo el mismo macabro semblante de ojos inyectados en sangre que él había ideado.
Gus buscó los proyectos de comportamiento; indudablemente, los más numerosos. Inmediatamente se dio cuenta de que algo raro pasaba. Desplegó un módulo al azar. El código estaba ampliamente modificado; no en su estructura; era como si se hubieran perfeccionado detalles inesperados. En principio, no comprendió la naturaleza de todos los cambios. Había algoritmos sorprendentes, bucles aparentemente incongruentes y ejercicios de simulación aleatoria espectacularmente originales.
Por encima de la extrañeza y de un cierto temor ante lo inexplicable, Gus se sintió entusiasmado. Percibió ideas realmente insospechadas; direcciones que no había explorado.
Sin cerrar el módulo anterior, Gus abrió aquél en el que Ernesto y él habían volcado la “psicología” de La Sombra. Se habían preocupado de dar un carácter burlesco y cínico a su criatura. En el fondo, se trataba de un juego, por lo que no deseaban un mero exterminador de avatares. La Sombra debería jugar con sus víctimas; acabar con ellas, por supuesto, pero no antes de haberlas hecho sufrir. La Sombra debía ser psicótica y cruel.
Pero habían considerado importante que la Sombra tuviera, también, diferentes estados de ánimo. Un rival especialmente hábil enfadaría a la criatura, que empezaría a reaccionar con impaciencia, incrementando la velocidad de sus reacciones pero precipitando, tal vez, errores de cálculo. Igualmente, La Sombra, a pesar de su carácter psicótico, podía reaccionar con diversión, alegría o tristeza; incluso se había programado un estado de extrema locura y de reacciones incontroladas.
Fue mientras revisaba la psicología de La Sombra cuando Gus empezó a sentir una creciente congoja.
Inmediatamente percibió cambios fundamentales en su estructura de comportamiento. Sintió que el pulso se le aceleraba. El tamaño del módulo se había multiplicado. Ni siquiera él era capaz de asimilar y abarcar la naturaleza de los cambios. Comprobó el tamaño del archivo: cinco Giga bytes. Era más del doble del tamaño original.
De repente sintió un escalofrío al comprobar que el indicador de tamaño se modificaba; de cinco, pasó a cuatro y medio, para rápidamente incrementarse llegando a alcanzar los ocho Giga bytes ¿Cómo era posible?
Con creciente tensión, precaución y un incipiente temor, Gus se desplazó por el código intentando detectar anomalías.
Una línea de código desapareció, de repente, delante de sus narices. ¿Había sido su imaginación? Gus se obligó a tranquilizarse. Se recostó en la silla y respiró profundamente.
La línea que había desaparecido, apareció de nuevo; lentamente se le unió una segunda línea y con velocidad creciente se les unieron más y más sentencias y algoritmos.
Pronto la velocidad a la que se creaba el código fue tan rápida que Gus apenas podía identificar órdenes e instrucciones a medida que el editor pasaba de pantalla en pantalla.
Ernesto no podía estar haciendo eso. No hay ser humano capaz de escribir a esa velocidad; y, menos, de escribir complejo código informático con coherencia.
Gus estaba sudando. Le golpeó una intensa oleada de pánico. El corazón bombeaba violentamente, retumbando casi con dolor en sus sienes. Por momentos sintió que le faltaba el aire. Un peso muerto se había instalado en sus pulmones y respiraba, ahora, entrecortadamente. Las manos le temblaban violentamente hirviendo con la agitación incontrolada de un adicto.
Se sujetó una mano con la otra para impedir el movimiento y recuperar la calma. Se levantó para pensar. Se obligó a reflexionar sobre las implicaciones de lo que estaba ocurriendo. Salvo Ernesto, era prácticamente imposible que alguien accediera al código fuente del proyecto. De haberlo hecho, en todo caso, no podría escribir código a la velocidad a la cuál había aparecido en su pantalla; no podría, a menos que esa persona ya lo tuviera preparado y lo hubiera añadido automáticamente. ¡Eso es!, pensó, ¡Ernesto me está gastando una broma!
Es posible que, sabiendo que él estaría trabajando, se hubiera introducido en el proyecto y estuviera introduciendo código aleatoriamente. Las implicaciones de que no fuera así, Gus apenas se atrevió a pensarlas. Si no era un ser humano, era una máquina la que estaba modificando el código. Más que una máquina una entidad ¿Era posible que la propia Sombra estuviera modificando sus pautas de comportamiento? ¿Qué implicaba eso? ¿Inteligencia? No sólo inteligencia, sino, sobretodo, consciencia de la propia existencia.
Eso no era posible, Gus decidió que era más probable que Ernesto, con su retorcido humor de informático, le estuviese gastando una broma.
La lógica de este razonamiento apenas le supuso un alivio. En su interior, no se engañaba a sí mismo. Sabía que Ernesto no tenía nada que ver.
En todo caso se volvió a sentar delante del ordenador. De ser cosa de Ernesto podría contraatacar con las mismas armas.
Gus escogió un algoritmo al azar, lo seleccionó y lo eliminó. Inmediatamente sonaron las entrañas del ordenador; el ventilador de refrigeración se activó con un ligero zumbido, apenas intuido, pero perfectamente identificable para alguien que había pasado la mitad de su vida delante de un ordenador. Así, Gus comprendió que éste estaba explorando todos sus recursos, tratando de sacar el máximo potencial a cada circuito.
El código eliminado por Gus rápidamente volvió a aparecer. Esta vez no era exactamente igual. Había sufrido ligeras modificaciones y, de hecho, ahora, a partir de la reincorporación de las líneas eliminadas, se creaban nuevas órdenes y algoritmos que no existían originariamente. Era como un árbol cuyas ramas crecen aleatoriamente; era como si al cortar una rama, hubiera vuelto a surgir, pero, esta vez, siguiendo un camino diferente, más fuerte y creando nuevas ramificaciones inesperadas.
Eso no lo puede estar haciendo Ernesto, pensó Gus. Por un momento sintió orgullo. ¿Es posible que hubieran creado una entidad consciente? Eso era un descubrimiento sin precedentes. Rápidamente, sin embargo, pensó en las implicaciones.
Especulaciones y tenebrosas predicciones se precipitaron en su cabeza. Habían creado una entidad consciente, inteligente y psicótica. Afortunadamente, lo habían identificado a tiempo, pensó. No podría hacer ningún daño desde su jaula de silicio.
Gus, aunque aún asustado, más por la inmensidad del descubrimiento que por otra cosa, se estaba tranquilizando poco a poco. El vértigo ante lo desconocido de los primeros instantes se había mitigado. Tomó una determinación; fuera lo que fuera lo que había creado, ahora estaba descontrolado. Lo eliminaría y empezarían de nuevo. No sería empezar de cero; cada una de las tareas y módulos habían sido creados independientemente y salvados en soportes externos. No costaría tanto volver a recomponer las partes.
Con esta determinación, Gus tomó aire y se dispuso a sosegar la frenética actividad que se desplegaba ante sí. Seleccionó el módulo de comportamiento y lentamente acercó la mano a la tecla “suprimir”. Antes de hacerlo dudó. Sintió una inexplicable punzada de miedo; terror incluso. Es efecto de mi imaginación, pensó. Al fin y al cabo llevo años creando a un monstruo psicótico y ahora quiero destruirlo.
No lo dudó más. Se armó de valor y pulsó el botón.
De nuevo el ordenador tomó aire, exprimió sus circuitos y reaccionó con celeridad; de nuevo, lo suprimido reapareció en una frenética carrera por recuperar espacio.
Es lógico, pensó Gus, que ya había aceptado las implicaciones de la conciencia de su creación: ahora La Sombra es una entidad en constante ejecución; crece con el código, pero mantiene un plano de existencia paralelo en el Desafío y, en definitiva, en La Otra Vida. Para acabar con ella habría que eliminar tanto su “esencia”, el código, como su existencia, el entorno.
Gus escaló en las jerarquías del proyecto y seleccionó los proyectos de “Desafío” y de “La Sombra”. Por otro lado, accedió a La Otra Vida. Primero desvinculó el Desafío del entorno general de La Otra Vida. Después paró la ejecución del programa e inmediatamente borró la totalidad del código.
Todo quedó en suspenso, paralizado con la engañosa tranquilidad de un depredador acechante; en pocos segundos, sin embargo, todo volvió a su estado inicial. El ordenador reaccionó violentamente; los proyectos reaparecieron y el Desafío se mantuvo en ejecución. Los circuitos del ordenador se habían activado con tanta virulencia que un leve olor a metal recalentado inundó la habitación. Asociaciones infernales golpearon, con la intensidad de flashes, en la cabeza de Gus. Toda la diabólica imaginería católica que había asimilado en su infancia, en los años que había estudiado en un colegio religioso, se desplegó perturbada y retorcida en su imaginación.
Empujado por un sentido de la urgencia que empezaba a rayar en la desesperación, Gus lo volvió a intentar. Volvió a sumergirse en la estructura de carpetas y proyectos eliminando código indiscriminadamente, con la esperanza de alcanzar el germen de la consciencia que parecía empujar la constante regeneración.
Con furia Gus manejaba el ratón y el teclado, golpeando, cada vez con más rabia, la tecla de suprimir.
Poco a poco, empezó a dejarse arrastrar por el pánico. Dejó que un ciego terror le consumiera. No era un terror por su seguridad física. Era la oscura intuición de haber creado un monstruo temible e indestructible. No era capaz de prever el alcance y las repercusiones de su obra; ni siquiera se atrevía a imaginarlo. Tenía que destruirla.
Con desesperación intentó todas las estrategias que se le ocurrieron. Intentó detener el disco duro — en realidad hacía tiempo que los discos duro habían dejado de ser discos pero aún heredaban el nombre en honor a los originales— , trató de paralizar el procesador e incluso se arriesgó a ejecutar un virus de última generación.
La Sombra se defendió de todos los ataques. Siempre iba un paso por delante. Gus entendió que ya no podría acabar con ella desde su ordenador. Ya no se encontraba en éste. Había conquistado su espacio en La Otra Vida. Ahora, estaba en un millón de ordenadores y en ninguno. Era invencible.
Gus comprendió que su creación había estado jugando con él. Había estado haciendo aquello para lo que la había programado. Había desplegado su personalidad cínica y psicótica. A lo mejor, se había enfadado…
Apagó el ordenador o, al menos, lo intentó. Éste no respondía. No había forma de desconectarlo. Antes de que se pudiera levantar para dirigirse al enchufe, las dos pantallas laterales que permanecían cubiertas por un discreto salvapantallas, de repente se iluminaron. La Sombra se acercaba desde la distancia. Sonreía con semblante victorioso. Los ojos inyectados en sangre transmitían odio y crueldad. Gus conocía muy bien esa expresión. Él la había creado. Era el rostro con el que La Sombra celebraba el triunfo; el rostro de la muerte.
El desgarrador alarido de la Sombra sonó ensordecedor y terrorífico en la habitación.
En los dos monitores parpadeó insistente la inscripción: “Life Over”







3



Desde que se conocieran en la Universidad, Ernesto y Noelia habían permanecido fieles al Café Dublín. En origen, era una cafetería de ambientación clásica y clientela heterogénea, próxima a la universidad.
Durante su máximo apogeo, el Café Dublín adquirió un estilo algo más moderno y minimalista. La cafetería ofrecía la posibilidad de jugar a juegos diversos: trivial, parchís, dominó, cartas, etc. El local se llenaba de estudiantes que, invirtiendo sus escasos recursos en elaborados cafés o estimulantes cocktails, se permitían pasar jornadas enteras de ocio y tertulias. Por muchos años, ésta fue una fórmula de éxito y apenas hubo cambios en la decoración. Poco a poco, sin embargo, el gusto por los juegos “clásicos” fue diluyéndose ante el embate de las nuevas tecnologías.
El Café Dublín trató de evolucionar con los tiempos y, tras adquirir una docena de ordenadores, añadió el prefijo “ciber”: Cibercafé Dublín. Este cambio no sirvió para mejorar sus resultados. Con los años, por encima de modas y más allá de los juegos o de la calidad del servicio, el Café Dublín basaba su éxito en el ambiente; en esa cálida y subjetiva sensación que sugieren ciertas cafeterías y que anima a repetir; se trata de una suerte de confort de hogar compartido. Probablemente esas sensaciones son incompatibles con la individualidad y la frialdad de los ordenadores. Por eso, la época “ciber” significó el peor momento para el Dublín.
El local cambió de dueño y alguien, probablemente un antiguo cliente, recuperó parte del encanto que había tenido desde en sus orígenes. En parte por la fuerza de la nostalgia, el Café Dublín no tardó en recuperar clientela.
La relación entre Ernesto y Noelia había sufrido similares transformaciones: de la cálida amistad, había pasado por momentos difíciles y arduas incertidumbres; si como pareja no tuvieron éxito, sí se habían permitido épocas de esporádicos e impredecibles encuentros sexuales; esa puerta, que nunca quisieron cerrarse, contribuía, en parte, a cimentar su amistad. Como el Café Dublín, Ernesto y Noelia pasaron también por una etapa de alejamiento y casi de fría indiferencia. Durante casi tres años, apenas supieron nada el uno del otro. Después, ambos se sorprendieron mutuamente, al comprobar cómo el tiempo cambia irremediablemente a las personas. Con el poso del cariño que siempre se profesaron, ambos amigos disfrutaron redescubriéndose e indagando en los caminos que cada uno había recorrido.
Otra vez, como en cientos de ocasiones anteriores, Noelia y Ernesto, se encontraron en el Café Dublín. Hacía casi un mes que no se veían en la vida real aunque hablaban con frecuencia en La Otra Vida.
— Estás más guapa que un avatar— dijo Ernesto con una sonrisa
— ¿Reinventando la nueva generación de piropos?
— En serio, deberías hacer un avatar de ti misma.
— Ya te dije que he creado una bruja con rulos y verruga incluida.
— No, no. De tu carácter no; de ti, físicamente.
— Te lo he puesto muy fácil— dijo Noelia riéndose.
— Sí; es que la modestia no te sienta bien.
— A lo mejor hago un avatar de ti.
— ¡Vale! Espero que me vendas caro.
— Tú no tienes precio, bombón. Aunque, a lo mejor, te guardo para el jueguecito ese tuyo en el que matan avatares.
— ¡Hey! Eso duele ¿De verdad me sacrificarías?
— Depende ¿No me ibas a invitar a una cerveza?
— ¡Chantajista!
Ernesto se acercó a la barra y pidió dos cervezas: “de las más grandes”. Con el preciado líquido, volvió a la mesa en la que le esperaba su amiga.
— Entonces ¿qué? ¿Alguna nueva supercreación? ¿Has conocido algún otro famosote?
— No. Es lo bueno de la exclusividad. Unos cuantos clientes bien escogidos y a vivir.
— ¡Eso! ¿Cuándo vas a vivir?
— ¿Qué quieres decir?
— Bueno; supongo que ganas bastante dinero ¿Cuándo fue la última vez que te fuiste de vacaciones? ¿Te has permitido algún capricho últimamente? Estás siempre trabajando o matando pajaritos en La Otra Vida.
— ¡Mira quién fue a hablar! El Sandokán del siglo XXI. Las excursiones más largas que haces son a la cocina; según me han dicho.
— ¡Vale, vale, touché! ¿Pues por qué no nos vamos de viaje?
— ¿Tú y yo?
— Sí, ¿por qué no?
— ¿Por qué no? Pero no podría ser hasta dentro de una par de meses. Tengo un montón de curro.
— ¡Claro! Si vas a hacer mi avatar tendrás que desplegar todo tu arte. Nunca te has enfrentado a un modelo tan perfecto— dijo Ernesto sonriendo.
— ¡Muy bueno! En serio, estoy que no doy abasto. Si algún día dejas los jueguecitos, a lo mejor quieres ayudarme.
— ¡Jueguecitos! ¡Ya te vale! Ya me pedirás perdón cuando lluevan los elogios.
— En serio. Explícame otra vez lo de vuestro “bicho”. La Sombra esa, ¿qué tiene de especial?
— Básicamente, es inteligente.
— ¿Cómo inteligente?
— ¿Cómo te lo explico? Toma decisiones. Gus o yo, que la hemos creado, no podríamos saber cómo va a reaccionar frente a una situación.
— Los programas de ajedrez; ni los campeones mundiales son capaces de predecir sus movimientos.
— Ya, pero eso es capacidad de cálculo; si tuvieran todo el tiempo del mundo, seguirían paso a paso las instrucciones y llegarían a la misma conclusión.
— Y vuestro “bicho” ¿no? ¿cómo es posible?
— ¿Sabes algo de inteligencia artificial o de robótica?
— No mucho; lo de la Uni y se me ha olvidado.
— La inteligencia no es una cuestión de potencia de cálculo; no sólo. Durante algún tiempo, la robótica permaneció anclada en la Física, con juegos de sensores, ecuaciones y actuadores. En el fondo, la ingeniería de software seguía estancada en la máquina de Turing.
— ¿Y ahora no?
— La conducta animal tuvo mucho que decir. Empezó a imitarse la conducta animal. Los andares de una araña, por ejemplo. Dejó de tratarse como: detecto obstáculo, apoyo pata, calculo mi centro de gravedad, calculo estabilidad, levanto otra pata, la desplazo… era pura física; acción y reacción.
— ¿Y ahora no?
— Pues… se empezaron a crear algoritmos que funcionaban “por sí solos”; eran infinitamente más rápidos y eficientes. Robots araña eran capaces de moverse con agilidad sorteando obstáculos y sin caerse; y eso sin tener que hacer complejos cálculos de dinámica y cinética. Como tampoco lo hacen los seres vivos.
— Intuyo lo que dices ¿Y ya está? ¿De la araña surgió la inteligencia?
— De las arañas, al reptil y de éste al mamífero... No sabemos cómo funciona el cerebro y, en parte, tampoco sabemos cómo funcionan los algoritmos que simulan el comportamiento y que son la base de la moderna inteligencia artificial. La aleatoriedad tiene una importancia fundamental, sobretodo para los procesos del aprendizaje.
— Recuerdo que nos enseñaban que era imposible crear matemáticamente una secuencia realmente aleatoria.
— ¡Muy bien! Matemáticamente tal vez no se puede, pero hay otras formas. Además; de lo que nos enseñaban a la realidad, hay un abismo.
— Si no he entendido mal, la inteligencia de la que me estás hablando es poco más que estadística.
— Sí; supongo que se puede decir así.
— Pues qué decepción ¿no?
— ¿Decepción? Es alucinante… ¿Sabes lo que…?
— Bueno, bueno— interrumpió Noelia— Entonces ¿cuándo nos damos un paseo por el jueguecito?
— Ayer hablé con Gus. Esta mañana iba modificar un par de parámetros de La Sombra. Supongo que ya lo habrá hecho. Si quieres lo hacemos ahora mismo.
— ¡OK! ¿En tu casa o en la mía?— dijo Noelia con sonrisa picarona.
— Vamos a la mía que está más cerca. Además, así tengo todas las herramientas y el software, por si hay que modificar algo.
— Me puedo acabar la cerveza ¿no?
— No hay prisa…

Ernesto vivía en un apartamento en el centro de la ciudad. La vivienda sólo tenía un dormitorio, un cuarto de baño, un salón y una cocina adosada al mismo. Si bien el número de habitaciones era reducido, lo cierto es que el espacio era abundante. El salón, en concreto, hubiera bastado para practicar bailes de salón. No obstante, debido a la recargada acumulación de objetos, aparatos y muebles, moverse por el apartamento resultaba dificultoso.
Ocupando casi el centro del salón había un Liberador de Movimiento de última generación. En una esquina, sin llamar mucho la atención, había un sofá en forma de ele con una mesa de centro. En todas las paredes había pantallas; a veces las utilizaba como adornos y, otras, trabajaba sobre ellas, tumbado en el sofá. A diferencia de lo que les ocurre a otras personas, a Ernesto le gustaba cambiar las condiciones de su lugar de trabajo. Le inspiraba trabajar en distintas formas y posiciones. Tenía dos ordenadores; uno fijo en una pequeña mesa, en la esquina opuesta al sofá, próximo al liberador de movimiento, le servía de “base general” donde iba volcando los trabajos definitivos y hacía los “ensayos generales”. El otro ordenador, itinerante, navegaba, no ya por el salón, sino por la casa, y era su constante campo de pruebas; el generador de inspiración.
A diferencia de Gus con su puesto fijo y sus tres pantallas, Ernesto trabajaba caóticamente, combinando las pantallas de los propios ordenadores portátiles y repartiendo, de vez en cuando, desarrollos parciales de código, estudios gráficos o ensayos de movimiento entre las pantallas de las paredes. También, de vez en cuando, Ernesto utilizaba visores 3D para trabajar. Así, rodeándose de su trabajo, dejándose asediar por su obra desde todos los ángulos, Ernesto sacaba todo su genio.
Para personas ajenas a su trabajo; de hecho, casi para cualquier persona, el ambiente en el salón podía resultar asfixiante y estresante.
Cuando Noelia y Ernesto entraron en el salón, éste tuvo que emplear un tiempo en despejarlo, para poder desplegar un segundo Liberador de Movimiento que tenía arrinconado en su habitación.
Mientras tanto, Noelia intentaba averiguar qué es lo que le esperaba. A pesar de su carácter decidido, con todo lo que Ernesto le había contado, no podía dejar de sentir un ligero nerviosismo. Las expectativas eran muy elevadas.
— ¡Bueno! Aún no me has explicado realmente en qué consiste el jueguecito.
— Te voy a matar. Cuando salgamos del Desafío estoy seguro de que no lo volverás a llamar así.
— Lo que tu digas, pero de qué se trata.
— La mecánica es muy simple. En principio, no hemos prestado mucha atención a la trama.
— Cuenta…
— Para empezar, el Desafío es simplemente un edificio: cuarenta plantas; cada una tiene aproximadamente dos mil metros cuadrados divididos entre oficinas, pasillos, cuartos de baño, salas de reunión, etc. Existen diez ascensores pero sólo dos recorren la totalidad del edificio desde la primera a la última planta; otros hacen recorridos parciales; algunos ascensores tienen desplazamiento horizontal además de vertical.
— ¿Y cómo se orienta uno?
— En muchos lugares dentro del edificio hay planos que se pueden consultar.
— ¿Y qué hay que hacer?
— Es sencillo. En la penúltima planta hay una bolsa. Al recogerla, se pone en marcha un temporizador. Hay diez minutos para salir del edificio sin que La Sombra te mate.
— Es cierto. No os habéis estrujado mucho la cabeza con la trama.
— La idea era ir completando la historia y haciéndola más compleja; pero, lo primero era lo primero.
— Vale, vale. Entonces, llego ahí; me teletransporto hasta la bolsa, la cojo y me vuelvo a teletransportar.
— ¡Claro! Muy lista. No te puedes teletransportar. Hemos limitado la física del Desafío.
— Bueno. Está más o menos claro. Yo te voy siguiendo.
— A ver si puedes…
Ernesto y Noelia se vistieron el equipo completo de cuerpo entero, con la totalidad de los sensores y actuadores en tronco y extremidades. Después se colocaron en el Liberador de Movimientos. Antes de ponerse los visores, Ernesto le explicó a Noelia como llegar al Desafío. Teletranspórtate, quedamos en la puerta, dijo.
Noelia apareció con una de sus habituales y espectaculares amazonas y con su inseparable unicornio. Se acercó a la puerta del Desafío. Allí estaba Ernesto con su avatar; había escogido una especie de Rambo con uniforme militar y una cinta en la frente.
Noelia observó el edificio.
— Pues para ser un edificio de oficinas es bastante tétrico— dijo.
— Tratamos de buscar un equilibrio. Tenía que ser un edificio de oficinas pero poseído por una fuerza oscura.
El edificio era completamente negro y se estrechaba con la altura, de forma que sugería la imagen de una oscura torre o una tenebrosa pirámide moderna. A pesar de que tenía un diseño moderno, dotado de amplios ventanales, Ernesto y Gus, se habían permitido la licencia de colocar amenazantes gárgolas en las esquinas de la construcción. Sobre los ventanales se reflejaba, de vez en cuando, una especie de sombra imprecisa y oscura que acababa ocupando gran parte de su superficie para luego recogerse y desaparecer como una especie de invitación desafiante.
— Muy conseguido. Acojona.
— De eso se trata. ¿Entramos? Estás a tiempo de echarte atrás, si quieres.
— Más quisieras tú.
Ernesto y Noelia se dirigieron a la puerta.
— Por cierto ¿No ibas a venir con una viejecita con rulos? ¿Es así como ves, tu, a las abuelitas?
— Bueno, he decidido ganar con estilo. Que no se diga.
— Menos mal. Ya me creía gerontófilo. Por cierto, el unicornio se tendrá que quedar fuera. El arco lo puedes llevar.
— No problemo
Se introdujeron en la construcción. En la entrada se abría un amplio recibidor. A mano derecha había una amplia mesa de recepción. Desde detrás, un portero se dirigió a ellos.
A pesar del elegante uniforme, el portero tenía el aspecto de un miembro psicótico de las SS; con el cuerpo de un boxeador de los pesos pesados y facciones estereotipadas de un sádico de película, la sonrisa que les dirigió, bastó para que Noelia experimentara un intenso escalofrío escalando por su espina dorsal:
— Buenos días señores. Tendrán que dejar cualquier vehículo y “armas víricas” si llevan.
— No llevamos vehículos ni armas— contestó Ernesto
— No les importará que lo compruebe yo mismo ¿no?
— Haga lo que tenga que hacer
Transmitiendo con los ojos una satisfacción cruel, de forma increíblemente realista para una creación digital, el escalofriante esbirro se acercó a los dos avatares y, con gestos bruscos, ayudado por un aparato que Ernesto inventó a tal efecto, les escaneó en busca de objetos ocultos.
Enfrente de ellos, ahora, con los brazos en jarra, impidiéndoles aún el paso, el portero cambió el semblante, encogiendo sus facciones en una expresión severa y amenazante.
— De acuerdo, entonces, si están seguros de querer hacerlo, pueden pasar
A pesar de sus palabras el portero no se apartó y continuó plantado enfrente de Noelia y Ernesto aún con los brazos en jarra y ahora, otra vez, con media sonrisa.
Los dos “jugadores” tuvieron que rodearlo para continuar hacia el centro del amplio recibidor.
— Lo hacen bajo su propia responsabilidad — insistió el portero en voz alta, ahora de espaldas.
Cuando se hubieron alejado unos metros, Noelia, en voz baja, le dijo a Ernesto:
— Es escalofriante. ¿Quién es? ¿Creía que sólo nos encontraríamos con la famosa Sombrita?
— ¡No, qué va! La Sombra es el jefe y la única entidad capaz de matar avatares, pero dirige un pequeño ejército de criados y demonios a su cargo. Éstos se comunican constantemente con la Sombra y algunos tienen facultades especiales.
— ¿Facultades especiales?
— Unos pueden paralizarte durante algunos segundos; otros, sin llegar a paralizarte ralentizarán tus movimientos; algunos demonios pueden enturbiar tus sentidos convirtiéndote temporalmente en ciega o sorda; hay fantasmas que son capaces de atravesar paredes y hacen efectivas labores de rastreo. Hay, también, servidores ladrones que robarán cualquier objeto que te pudiera servir de ayuda… no sé si se me olvida alguno.
— Esto no me lo dijiste, traidor.
— Bueno; tenía que guardarte alguna sorpresa.
— ¿A los servidores se los puede matar con armas convencionales?
— A algunos sí; a otros, no. Depende del arma, también. El arco te puede ser muy útil. Las pistolas son también muy efectivas contra determinados servidores, pero el ruido alertaría sobre tu posición.
— Entendido ¿por dónde empezamos?
— Miremos un plano. Sería útil que trataras de asimilarlo lo mejor posible. Hay muchos planos dispersos por el edificio que puedes consultar; tanto como quieras, pero, en ocasiones, están vigilados.
Justo en el centro del recibidor había un plano del edificio. Era como una pila barroca, adornada con estremecedoras imágenes de retorcidas e imprecisas figuras. En el centro, una especie de globo luminoso rotaba sobre sí mismo. Ese símbolo indicaba el lugar en el que se podía consultar un plano del edificio. Al acercarse Noelia y Ernesto, el plano se desplegó holográficamente en 3D. Como Ernesto había dicho, dos ascensores en el centro del edificio, cuyas puertas estaban justo enfrente de ellos, lo atravesaban verticalmente en su totalidad.
— Pues subimos al ascensor, vamos a la penúltima planta, cogemos la bolsita y salimos corriendo ¡fácil!— dijo Noelia, consciente de que seguramente Ernesto vería pegas en su plan.
— Como te puedes imaginar, esa es la opción más vigilada. Además, sólo con usar el ascensor, vas a descubrir tu posición. Recomendaría usar estas escaleras— aconsejó Ernesto señalando una parte del plano— Si llegamos al tercer piso sin ser detectados, luego se nos abren múltiples posibilidades: podemos acceder a dos ascensores secundarios, seguir avanzando por la misma escalera o tomar dos nuevas escaleras en distintas zonas de la planta.
— Está bien. Yo te sigo.
— Voy a llamar al ascensor para despistar. Lo programaré para que suba, solo, al vigésimo piso, una vez alcance nuestra planta. Es una pequeña trampa, pero algún privilegio tenía que tener ¿no? Por cierto, toma un comunicador. Si nos separamos podremos seguir en contacto con él.
— No quiero que nos separemos.
— ¿La amazona está intranquila?
— ¡Vale, tío! Me estás sugestionando. Vamos ¿o qué?
Los dos amigos se dirigieron hacia la escalera que Ernesto había indicado. Éste no había vuelto a prestar atención al portero, porque lo había programado para que su única función fuera recibir y registrar a los desafiantes. En todo caso, de haberse girado en el último momento, le habría visto mover los labios: “Dos intrusos se dirigen hacia la zona B3; posible utilización de escalera dos desde planta baja”.

Ernesto estaba confiado. Creo que podremos llegar hasta la bolsa casi sin problemas, dijo. Noelia, sin embargo, andaba con precaución. Para ella todo era desconocido; tenía el pulso acelerado y prestaba atención a cada detalle, como si en ello fuera su supervivencia.
Alcanzaron la escalera y empezaron a subir. Apenas habían subido un piso, cuando Noelia detectó un movimiento en las escaleras, un par de pisos más arriba. De haberse contagiado de la confianza de Ernesto, probablemente no lo hubiera visto.
Por si se equivocaba, Noelia no quiso alertar a su compañero. No quería darle el placer de mostrarle sus inquietudes. En lugar de ello, mientras él avanzaba despreocupado, ella sacó el arco, tomó posiciones y preparando una flecha apuntó a lo alto, hacia el lugar en el que le parecía haber visto algo.
Esperó aguantando la respiración. Tensó el arco. Con cada milisegundo crecía su nerviosismo, que iba descargando contra la cuerda del arco. Sin darse cuenta lo arqueó tanto que parecía que iba a romperse. En ese momento, estando el arco armado con toda la energía de sus temores, Ernesto se giró viendo la maniobra y, sin poder reprimir una risita amortiguada, se acercó y apoyó su mano sobre el hombro de su amiga.
Con el contacto, ésta, sobresaltada, descargó el arco liberando la flecha que salió, incontrolada, hacia arriba por el hueco de la escalera. El proyectil rebotó en el interior de la escalera, después chocó contra la barandilla del siguiente piso y, manteniéndose durante casi un segundo en un inestable equilibrio, finalmente sucumbió al vacío precipitándose por el interior de la escalera.
Ernesto y Noelia la vieron caer golpeando finalmente contra el suelo de la planta baja.
El ruido que provocó la flecha en sus sucesivas trayectorias golpeó el corazón de los dos “jugadores”, que sintieron cómo la amenaza se cernía sobre ellos con cada rebote. El propio Ernesto, por más que intentó controlarse, no pudo evitar que una vibrante inquietud trepara por sus órganos, acelerando, finalmente, el ritmo de su corazón.
Ernesto, trató de conjurar su nerviosismo descargándolo contra su descuidada compañera:
— ¿Qué? Acojonadilla ¿no?— se burló
— He visto algo— se defendió Noelia
— Ya, ya. Ahora tendremos que darnos prisa; puede que alguien haya oído la flecha.
— De verdad. He visto algo.
Noelia volvió a preparar una flecha y así, con el arco medio tensado, se apresuró tras su compañero.
De no haber preparado la siguiente flecha, no habría tenido tiempo de reaccionar cuando, pasando junto a la puerta del segundo piso, ésta se abrió de golpe.
Apenas tuvo tiempo de distinguir los diabólicos rasgos de la negra criatura que se le apareció. Cada centímetro de su cuerpo transmitía maldad; pura, simple y desnuda maldad destilando a través de miles de punzantes pirámides metálicas, que, a modo de escamas, acorazaban su cuerpo. En cada articulación, sobre las afiladas escamas, largos cuchillos se desplegaban amenazantes. Los alargados dedos derivaban en afiladas uñas metálicas. Bajo la armadura metálica sólo los ojos sugerían un cuerpo orgánico. Su mirada transmitía un único sentimiento: odio.
Noelia disparó la flecha que tenía preparada. Se quebró con un ruido seco entre las metálicas escamas del demonio. Un escalofriante rugido victorioso surgió de las entrañas de la diabólica criatura.
— ¡Corre!— Gritó Ernesto.
En lugar de ello, Noelia, obstinada, sacó otra flecha. Se disponía a preparar el arco cuando la criatura se abalanzó sobre ella. En un movimiento instintivo, empujada por un pavor instantáneo, Noelia utilizó la flecha desnuda lanzando una estocada contra la cabeza de su atacante. La saeta atravesó el ojo de la criatura que emitió un último rugido de dolor y de furia justo antes de desplomarse.
Ernesto la miró boquiabierto ¿Qué eres? ¿La Princesa Guerrera?, dijo sin poder ocultar su asombro.
Noelia, aún sobrecogida por el pavor de la aparición demoníaca, pero crecida por la admirativa reacción de su compañero respondió:
— ¿Ya está? ¿Eso es todo? ¿Dónde está la Sombrita esa? Que me la meriendo…
— Acabas de matar un demonio nivel 3. Son los peores que habíamos programado. Sólo se les puede matar acertando a los ojos, como has hecho. Si te hubiera siquiera rozado con uno de sus filos, te habrías quedado paralizada durante un tiempo. Lo que no entiendo…
— ¡Oh, oh! Eso suena a malas noticias… ¿Qué te preocupa?
— No tiene sentido que La Sombra haya mandado a este demonio hasta aquí ¿Cómo sabía que vendríamos por aquí? Como mucho, lo lógico sería que hubiera puesto un rastreador o algo así.
— Bueno, ¿no dices que es inteligente?
— Hasta cierto punto… bueno; no sé. Sigamos. La muerte del demonio puede alertar a los malos. Sigamos hasta el tercer piso como teníamos planeado.
— ¡Oye! ¿Matar a un demonio no me da puntos o algo así? ¿No me convierto en Superguerrera del Universo o algo…?
— Muy graciosa. Esto va de sobrevivir. Has ganado estar viva.
— ¡Vale, vale! No te lo tomes tan a pecho.
Alcanzaron el tercer piso. Atravesaron una puerta que conectaba con un largo corredor. Al final había un ascensor.
— ¿Ahora qué?— preguntó Noelia
— Avancemos hacia el ascensor.
— ¿No decías que con los ascensores descubriríamos nuestra situación?
— Al parecer ya saben dónde estamos. — respondió Ernesto lacónicamente, sin ánimo de dar mayores explicaciones.
Ernesto y Noelia avanzaron hacia el ascensor al fondo del pasillo. Apenas habían recorrido tres metros cuando, detrás de ellos, desde la misma puerta por la que habían entrado, y que conectaba con las escaleras, aparecieron dos demonios.
Uno era exactamente igual que aquél al que Noelia acababa de matar. El otro tenía el aspecto de un zombi y, mientras se acercaba semiencorvado, balanceaba asimétricamente dos largos y escuálidos brazos ensangrentados.
— ¿Ves? Te dije que había visto algo en las escaleras— dijo Noelia a modo de reproche.
— Como quieras. — gritó Ernesto— pero, esta vez, será mejor que corras.

Los dos amigos empezaron a correr hacia el ascensor. Las criaturas aumentaron su velocidad mientras que incrementaban, también, la intensidad de sus amenazantes gritos.
Ernesto fue el primero en llegar. Rápidamente pulsó el botón del ascensor. Estaba tres plantas más arriba. Hizo un cálculo rápido. No estaba seguro de que les diera tiempo, pero no podían hacer otra cosa. El pasillo doblaba hacia la izquierda y continuaba más allá del ascensor, pero, si seguían por él, llegarían a una habitación sin salida. Sacó una pistola semiautomática. Llamaría la atención, pero, de alguna forma, La Sombra ya parecía saber dónde estaban. Empezó a disparar. Había descargado un primer cargador cuando Noelia llegó a su altura, sacó el arco y se le unió.
Apenas conseguían frenar el ritmo de las dos criaturas.
— ¡El Zombi no se muere!— gritó Noelia.
— Es un Zombi, ya está muerto.
— Entonces ¿por qué le disparas?
— Es un demonio de nivel dos. Al final, sí muere. Es sólo que hay que insistir.
— Gus y tú sois unos tétricos y macabros desgraciados.
— ¡Calla y dispara!
Al ascensor le quedaba un piso para llegar y los dos demonios estaban a poco más de cinco metros.
— No nos dará tiempo— gritó Ernesto— Sigamos corriendo.
Se dirigieron a la habitación que había al fondo.
— Espérate aquí y sigue disparándoles. Demuestra que lo de antes no fue suerte— dijo Ernesto cuando alcanzaron la puerta
— ¿Qué vas a hacer?
— Trampas.
Ernesto entró en la habitación. Noelia seguía disparando; una y otra vez asaetaba al zombi que, como un toro con banderillas, atravesado por casi una decena de flechas, seguía su funesta marcha. El otro demonio se había adelantado y ya estaba otra vez a escasos metros. Su única posibilidad era repetir la maniobra de antes.
Lanzó una última flecha contra el zombi que, como en el caso de las anteriores, no detuvo su marcha. Noelia alcanzó un nuevo proyectil y se preparó para atacar al demonio de los cuchillos, que ya estaba a poco más de dos metros.
Volvió a sentir un intenso terror. Otra vez sintió cómo su corazón se revelaba violentamente. No lo conseguiría. La visión de las criaturas era realmente espeluznante. Sintió una profunda debilidad. En el último momento, sin embargo, se obligó a luchar. Es sólo un juego, se dijo a sí misma sin mucha convicción. Con la flecha en la mano se lanzó contra la criatura. Esta vez, sin embargo, ésta fue capaz de prever la acción y, con un rápido movimiento, desvió la estocada. Inmediatamente después, con precisión quirúrgica, arañó el brazo extendido de Noelia con una uña.
Noelia cayó al suelo paralizada. Ernesto salió de la habitación y, de un certero disparo, atravesó el ojo del demonio que cayó fulminado. Después, recogió a Noelia del suelo.
Ahora era el zombi el que se encontraba a poco más de dos metros. Ernesto volvió a entrar en la habitación y se lanzó corriendo contra la pared en el extremo opuesto de la puerta. El zombi tuvo problemas para cruzar la puerta; atravesado por las largas saetas tuvo que maniobrar violentamente para vencer el umbral.
Al lanzarse contra la pared, Ernesto no se golpeó violentamente, sino que, como un fantasma, la traspasó limpiamente apareciendo, de nuevo, en el extremo opuesto del pasillo. Enfrente del ascensor.
Ahora el ascensor estaba en el piso. Ernesto volvió a pulsar el botón para que se abrieran las puertas.
El zombi se había dado cuenta de la jugada y, tras unos momentos de confusión, se lanzó contra la pared en persecución de los dos “jugadores”.
Aparecía junto al ascensor mientras que Ernesto cargaba con Noelia dentro de éste y pulsaba un piso al azar.
Tuvo el tiempo justo de ver al zombi delante del ascensor, mientras las puertas se cerraban.
Aunque paralizada, Noelia podía hablar.
— ¡Dios! ¿Estáis locos? ¿Creéis que la gente va a pagar por dejarse matar?
— Entonces ¿te estás aburriendo?
— No, eso no.
— Pues, ¡ya está! Aún permanecerás paralizada tres minutos, más o menos.
— ¿Tres minutos? ¿Qué hago mientras? ¡Dichoso jueguecito de mierda!
— Teníamos que haber hecho que se paralizara también la lengua ¡Qué fallo!
— ¡Muy gracioso! En serio, ¿ahora qué?
— Esperemos a ver…
El ascensor se paró de golpe.
— ¡No puede ser! ¿Qué coño pasa? El ascensor no se puede parar ¡La Sombra no puede hacer eso! — dijo Ernesto.
— ¿Quieres decir que esto no está previsto?
— Los ascensores deberían funcionar. No está previsto que pudieran tener errores.
— Al fin y al cabo, tú también has hecho trampas ¿no? — dijo Noelia sumando inquietud a su ya de por sí alteradas sensaciones.
— Pues eso ¿Qué te sugiere que una máquina pueda hacer trampas? Tiene que ser una broma. Tiene que ser Gus ¡Eso es! Nos está controlando. ¡Pues apostemos fuerte!
Mediante una tecla en el guante de su uniforme virtual, Ernesto podía acceder, en su entorno 3D, a todas las utilidades de su ordenador. De esta forma, como había hecho poco antes con el truco de la pared y el pasillo, podía modificar las características del Desafío en plena ejecución. A Gus, atado a las limitaciones de su sistema de tres pantallas, esta posibilidad nunca le había gustado. Ernesto, sin embargo, mucho más abierto al trabajo desde distintos ángulos y perspectivas, la utilizaba con frecuencia.
Pulsó el botón de su guante e inmediatamente apareció una especie de pantalla flotante delante de sus ojos. Las letras eran translucidas y se podía ver a través de ellas. En la parte inferior apareció una replica de un teclado también suspendido en el aire. Utilizando el teclado e interaccionando de vez en cuando de forma táctil con la información en la pantalla, Ernesto pudo trabajar con rapidez.
Primero intentó ponerse en contacto con Gus. Se comunicaban por un canal de ordenador a ordenador que ellos llamaban “Walkie Talkie” y que habían ideado específicamente para comunicarse entre ellos. Al no ser un sistema comercial, confiaban ciegamente en este canal cuya seguridad se basaba en “camuflar” los paquetes de información entre la infinita sucesión de bytes que intercambiaban constantemente con cientos de servidores y terminales al mismo tiempo. Además, aplicaban a todos los mensajes un cifrado criptográfico, basado en algoritmos aleatorios, similares a los que habían desarrollado para la simulación del comportamiento. Pese a que la historia ha demostrado infinidad de veces que los sistemas inviolables no existen, Gus y Ernesto confiaban absolutamente en su canal. En cuanto abrió la aplicación apareció un mensaje de Gus: “Vive”.
Y eso qué coño significa, se preguntó Ernesto. Así que quiere jugar fuerte, pensó, sin poder reprimir, sin embargo, un escalofrío de incertidumbre. Contestó: “¿A qué estás jugando, chaval?”. No hubo respuesta: “¿Gus?”.
Nadie parecía reaccionar al otro lado de la línea de comunicación. El mensaje de Gus podía haber sido escrito en cualquier momento; no necesariamente cuando él lo recibió. Pero si Gus no estaba al otro lado ¿quién había parado el ascensor?
O Gus demostraba un extraño y algo inquietante sentido del humor o algún otro estaba interviniendo en la escena.
Ernesto trató de hacerse con el control del ordenador de Gus, sólo para cerciorarse de que nadie estaba trabajando en él. Ambos amigos se habían dado pleno acceso a las direcciones y códigos del otro. Confiaban plenamente el uno en el otro y así podían trabajar mucho más eficientemente.
Ernesto sintió crecer su inquietud, al comprobar que su acceso al ordenador de Gus se había bloqueado. Alguien acababa de “construir” un avanzado cortafuegos. Intentó todas las posibilidades para tomar el control, empezando por su particular y secreto canal “Walkie Talkie” que sólo Gus y él conocían. No hubo forma.
Ante la posibilidad de que alguien se hubiera hecho con el control del trabajo de su amigo, decidió rescatar toda la información que él mismo guardaba en sus sistemas. Ordenó una transferencia de todos sus archivos a un dispositivo de almacenamiento externo.
Esto fue lo último que hizo antes de volver a concentrarse en el Desafío. Ya no se trataba de un juego. Algo raro estaba pasando y, por lo pronto, su única vía de información era el Desafío.

Habían pasado casi dos minutos desde que entrara en el ascensor e intentara comunicarse con Gus. Dentro de poco Noelia podría volver a andar. No hay mal que por bien no venga, pensó.
Ernesto trató de obtener una visión táctica de su situación. Su objetivo, ahora, no era tanto ganar al Desafío como tratar de comprender qué estaba pasando.
Mediante su ordenador flotante rescató un plano tridimensional del edificio virtual y localizó su situación aproximada. Para localizar a los servidores y demonios en el edificio tenía que acceder a las propias entrañas del ordenador; aislando los sectores de memoria susceptibles de retener información sobre sus movimientos, Ernesto estudió los cambios que se producían. No podía localizar a los demonios en sí, cuya “presencia digital” no estaba físicamente en su ordenador; los demonios “vivían” en un Entorno mucho más amplio conformado por una red de ordenadores en La Otra Vida.
Lo que Ernesto trataba de hacer era, como en esa conocida escena de la clásica película Hombre Invisible, detectar las pisadas de los demonios para conocer su posición.
Ernesto utilizaba con frecuencia una aplicación que él mismo había diseñado, para depurar y optimizar los procesos en los sistemas de memoria de su ordenador. Necesitaba identificar la sucesión de cambios en determinados sectores de memoria y traducirlo al sistema geográfico en 3D adaptado al Desafío.
Echó un rápido vistazo al código de la aplicación. Rápidamente recordó y se volvió a familiarizar con el programa. Podría utilizar gran parte de la aplicación para hacer lo que deseaba.
De repente le entró una profunda angustia. Habían pasado más de tres minutos. Noelia ya podía volver a moverse ¿De cuánto tiempo dispondría? Si La Sombra, de alguna forma, había sido capaz de aprovechar la oportunidad, no tendrían mucho tiempo. Probablemente ya estarían acorralados.
En todo caso, no tenía sentido dejar ahora lo que estaba haciendo. Sin poder evitar el pensamiento de que a lo mejor había sido un error, se obligó a concentrarse en su improvisado proyecto.
Copió la parte del código de su antigua aplicación que le podía ser útil. Sobre él empezó a modificar parámetros y variables para adaptarlos a su nuevo objetivo. Después, sobre este núcleo, añadió nuevas instrucciones…
De repente, el ascensor empezó a ascender. No le quedaba tiempo. Aunque consiguiera terminar su aplicación, no tendría tiempo de reaccionar. Ernesto comprendió, en todo caso, que ahora no podía abandonar su apuesta. Arrinconó los malos augurios e, ignorando la angustiosa legión de hormigas que revoloteaba sobre su estómago, continuó con su trabajo.
Más o menos, si no se había equivocado, ya había aislado los movimientos de los distintos servidores. Ahora tendría que visualizarlos dentro del edificio. Necesitaba un “traductor de coordenadas”. Esto era una parte facilísima, sobretodo porque había utilizado un millón de partes similares en el desarrollo del Desafío.
Buscó algo que le fuera útil; desplegó distintas aplicaciones, copió aquella parte que pensó que se ajustaría mejor a lo que deseaba y la pegó sobre su nueva aplicación.
No pudo evitar sentir cómo una creciente amenaza se cernía sobre él. Sólo necesitaría un minuto más. Durante un segundo la angustia le hizo desistir; se frenó, apartó las manos del teclado y se las llevó a la cabeza. No pudo reprimir una especie de ahogado gemido. Con éste conjuró parcialmente sus oscuras premoniciones y volvió a concentrarse en su trabajo.
Tuvo que ajustar unos cuantos parámetros para que la nueva aplicación fuera coherente. Había acabado. No tenía tiempo de revisarla. Ejecutó su nueva creación. No funcionó. Había cinco errores.
Ernesto se entregó a depurar el programa. Inmediatamente identificó tres errores relacionados con la definición de una variable del sistema. Las otras dos se le resistieron.
El ascensor comenzó a detenerse. Necesitaba más tiempo. Ernesto miró a Noelia. Decía algo. No quiso entenderlo. Necesitaba volcar todo su intelecto en lo que estaba haciendo. Al menos acabaría lo que había empezado.
Noelia estaba de pie frente a la puerta del ascensor, con el arco cargado y tan tensado que parecía que podía quebrarse en cualquier momento: ¿Qué hacemos? ¿Ahora qué? Vienen a por nosotros ¿Qué hacemos?, repetía más para sí misma que para su ausente compañero.
Finalmente el ascensor se paró anunciando su destino con un breve pitido.
Ernesto había acabado. Encontró los dos errores que se le resistían y ejecutó el programa. En todo caso ya no tenía sentido ver el resultado. Comprendió que tendría que concentrarse en lo que había detrás de la puerta. Sacó la pistola.
Por un momento, las puertas permanecieron cerradas.
Noelia y Ernesto permanecieron juntos apuntando, cada uno con sus respectivas armas, a la salida.
No hay forma de mentalizarse para algo así ¿Cómo se enfrenta uno a un ejército de criaturas monstruosas con un arco y una pistolita?
— ¿Qué coño has estado haciendo? ¿Media hora con el dichoso ordenador para nada?— gritó Noelia sintiéndose al borde de un ataque de histeria.
— Quería visualizar dónde estaban…
— ¡Pues ahora los vas a visualizar bien!
Las puertas del ascensor se abrieron. Cuando apenas se habían separado unos centímetros, a través de la estrecha rendija que dejaban las compuertas en el centro, Noelia descargó la flecha que tenía preparada. Ésta voló libre, sin encontrar diana, rebotando primero contra la pared y después contra el techo del largo pasillo que se extendía enfrente de ellos. Estaba vacío.
— ¿Por qué está vacío? Entonces, el que manejaba el ascensor no era de los malos ¿no?
Ernesto comprobó ahora el resultado de su improvisado programa. ¡Había funcionado! Ahora tenía una visión tridimensional del edificio y podía visualizar la situación de todos los demonios y servidores en cada instante.
Estudió su situación. El pasillo estaba vacío, pero no había escapatoria. Las escaleras estaban vigiladas. Detrás de cada puerta había uno o varios demonios. El ascensor, como había tenido la oportunidad de comprobar, no era seguro.
Estando a su merced, ¿por qué no estaban simplemente esperando a la salida del ascensor? ¿Es posible que La Sombra estuviera jugando con ellos?
Ernesto y Noelia se dirigieron hacia las escaleras. A medida que lo hacían, Ernesto observó cómo los demonios que esperaban tras la puerta se replegaban para no interceptar su camino. Estaban siendo marcados, pero, por alguna razón, aún no querían acabar con ellos.
En todo caso, parecían saber en todo momento cuál era su situación. Eso tampoco debería ser así, pensó. Aunque, al fin y al cabo, es lo que él también había hecho.
Parecía como si La Sombra siguiera sus pasos; como si le desafiara e infringiera las normas, al tiempo que Ernesto lo hacía. Pensar en las implicaciones de esto era escalofriante. Simplemente, no era posible. Ernesto se concentró en buscar otras explicaciones; cualquiera otra le parecería más factible y menos peligrosa.
Para confirmar las reacciones de los demonios, Noelia y él retrocedieron por el pasillo, de nuevo, hacia el ascensor. Los demonios de la escalera volvieron a tomar posiciones.
— ¿Qué pasa?— preguntó Noelia
— La Sombra hace trampas.
— ¡Venga ya! A otra con ese cuento.
— En serio. No entiendo lo que está pasando.
— Tal vez deberíamos dejarlo.
— No. Tengo que averiguar qué está pasando. Tu sí; tal vez será mejor que te desconectes.
— ¿Yo? Ni soñarlo. Yo te sigo… ¿Ahora qué?
— ¿Ahora? Pues hay que seguir jugando sucio.
— ¿Qué se te ocurre?
— Voy a dar un cambiazo. Necesito una copia del código de tu avatar. ¿La puedes conseguir?
— ¡Claro! Pero tengo que conectarme.
— Lo puedes hacer desde aquí— dijo Ernesto señalando el ordenador “flotante” que, mientras que él no lo desactivara, les seguía a medida que se movían.
— Lo que voy a hacer es— siguió explicando Ernesto mientras Noelia accedía a sus archivos de forma remota— crear dos duplicados de nuestros avatares que manejaremos por control remoto. Al mismo tiempo, borraré todo rastro que dejen nuestros avatares reales.
— Avatares manejados por avatares. Todo esto me empieza a parecer demasiado complejo.
— Sólo es el clásico señuelo… Date prisa, por favor. No sé de cuánto tiempo disponemos.
— Ya voy, ya voy… aquí está. ¡Hala!, destroza mi trabajo.
Ernesto se volvió a emplear al máximo en el desarrollo de sus planes. Primero tenía que tratar de borrar sus rastros. La tarea no era muy distinta a la que efectuó para rastrear a los demonios, sólo que esta vez a la inversa. Después introdujo sus duplicados y les programó un sistema de control remoto. Sus algoritmos y pautas de movimiento eran similares a los originales.
Tardó pocos minutos en completar su plan.
— No sé si funcionará— dijo más para sí que para Noelia.
— Más te vale. Porque me estoy empezando a aburrir— respondió ésta para disimular su constante inquietud.
Ernesto dirigió a los duplicados por la escalera. Al igual que había observado anteriormente, los demonios se ocultaron permitiéndoles el paso ¡Funciona!
Condujo a las réplicas tres pisos más arriba; después las dirigió por un pasillo hacia el extremo opuesto del edificio. Todos los demonios habían retomado nuevas posiciones para vigilar a los duplicados.
Cuando se hubieron alejado los “verdaderos”, Ernesto y Noelia tomaron otra de las tres escaleras que pasaban por el piso en el que se encontraban. Avanzaban lentamente porque no era fácil hacerlo, al tiempo que Ernesto manejaba a los duplicados.
Poco a poco fueron ascendiendo, mientras que cuidaban de no cruzarse con ningún esbirro.
Ernesto conducía a los duplicados por el edificio hacia el penúltimo piso. De vez en cuando, les obligaba a adentrarse en una planta y los dirigía de forma errática, entre la sucesión de estancias, salones y despachos. Así se asegurarían de llegar antes a su objetivo. Aunque fuera con trampas, estaba dispuesto a completar el juego. Averiguaría hasta dónde sería capaz de llegar La Sombra por la victoria.
El Desafío alcanzaba, así, todo su significado. Ahora era un duelo bajo la única norma del todo vale. Sin atreverse a reconocer completamente la identidad de su contrincante ni meditar sobre sus implicaciones, interiormente Ernesto ya aceptaba que la inteligencia a la que se enfrentaba no era humana. Aparte de Gus, no imaginaba a nadie capaz de controlar la acción en tiempo real y hacerse con el control de ese modo.
“Vive”, había escrito Gus ¿Es eso a lo que se refería? ¿Podría la inteligencia, sobre la que habían trabajado, ir más allá de las implicaciones estratégicas para la que había sido ideada, hasta un estado de consciencia?
La idea le produjo vértigo pero, por lo pronto, Ernesto arrinconó estos pensamientos.
Noelia y él consiguieron avanzar sin sorpresas hasta el penúltimo piso; aquél en el que tenían que recoger la bolsa que daría comienzo a la huída.
Tal y como la habían programado, La Sombra empezaba el juego en el último piso y allí permanecía hasta que los demonios acorralaban a un desafiante en su ascensión, o bien hasta que alguien recogía la bolsa para iniciar la escapada. Al menos así era como Ernesto y Gus lo habían ideado.
En aquel caso no se daba ninguna de las dos circunstancias, pero la Sombra no estaba donde debería.
Ernesto y Noelia alcanzaron el penúltimo piso. Noelia había tenido la oportunidad de relajarse y volvía a buscarle las cosquillas a Ernesto:
— Pues, la verdad; subir treinta escaleras a pie no es lo que yo considero un desafío apasionante.
Ernesto no se molestó en contestar. Cierto que habían hecho trampas, pero, aún así, estaba de acuerdo en que todo resultaba demasiado fácil. Al contrario que Noelia, él sentía crecer una asfixiante inquietud en su interior.
Estaban atravesando una amplia sala de oficinas. Geométricamente distribuidas, había cuatro mesas. Cada una de ellas, mediante pequeños muretes separadores, conformaba cuatro teóricos puestos de trabajo con sus respectivos ordenadores. Las paredes de la sala eran acristaladas.
Ernesto, dejándose llevar por oscuros augurios, empezó a pensar en lo descuidadamente que avanzaban. Había cientos de lugares en los que se podía esconder un demonio. Además, allí en el centro de una habitación con paredes transparentes, eran visibles y vulnerables. Se habían confiado. Miró su plano tridimensional para asegurarse de que no había ningún servidor de La Sombra en las proximidades. Estaban solos y, a pesar de ello, Ernesto no se tranquilizó.
— Salgamos de aquí, dijo.
Atravesaron un pequeño despacho con una mesa de estilo clásico de madera tallada. Todo se mantenía silencioso y estático.
Llegaron a un distribuidor con dos ascensores. A la derecha se abría un pasillo que llevaba a la habitación donde se encontraba la bolsa.
De repente, uno de los ascensores empezó a subir. Ernesto comprobó en su plano que subía vacío.
— Esto no me gusta nada— dijo Ernesto con creciente angustia— Vámonos de aquí.
Sin saber por qué, sin proponérselo, Ernesto y Noelia empezaron a correr hacia la habitación donde debería estar la Bolsa.
Pararon junto a la puerta. Está vacía, dijo Ernesto, tras haber comprobado su pantalla.
Apenas había empezado a girar el pomo de la puerta, cuando intuyó lo erróneo de su afirmación. Ya no había marcha atrás. La abrió del todo.
La Sombra se desplazaba fluidamente por la habitación. Se movía como un oscuro y sibilino pulpo. Sombríos tentáculos se extendían y recogían con acompasados ritmos. Sus imprecisas formas sólo ganaban en definición en torno a su maléfico rostro. En éste, los ojos eran como una ventana abierta a los temores más oscuros del ser humano. De los ojos emanaban, con inequívoco realismo, sentimientos de odio, dolor, crueldad y sadismo. Eran los ojos de un niño cruel ensañándose con una lagartija mutilada; los de un científico aplicando sin remordimiento crueles experimentos genéticos; los de un psicópata con un arma punzante en la mano; los de un tirano ordenando, resuelto, deportaciones, torturas y exterminios. Eran, simplemente, la representación de una inequívoca y decidida maldad.
La Sombra se desplazaba por la habitación. Miró a Noelia y Ernesto. Dejó pasar un segundo de incertidumbre y, con un rápido movimiento, se situó exactamente enfrente de ellos. Así plantada, abrió sus oscuras y amorfas fauces, extendiendo desde su interior un alarido inhumano capaz de aniquilar la voluntad.
Por un segundo, Ernesto y Noelia sintieron la tentación de rendirse.
El mensaje que les transmitía la Sombra era tan claro como si lo hubiera expresado con palabras: “Me estoy divirtiendo. Habéis hecho trampas pero yo soy mucho más poderosa. Ahora corred para mi entretenimiento, porque os voy a dar caza y os voy a aniquilar. Estáis muertos. “Life Over”
Ernesto y Noelia captaron el mensaje salieron corriendo de la habitación y empezaron a correr. Frente a ellos había un demonio. Era una especie de caballero medieval con una armadura negra, espada y escudo.
— Si eres capaz de acertarle con una flecha en el cuello, a lo mejor le puedes matar— dijo Ernesto
Mientras tanto, angustiado por el temor de que la Sombra, por detrás, les alcanzara, Ernesto consultó la situación de los demonios ¡No podía ser! Les estaban rodeando: o La Sombra había teletransportado a sus servidores o les había estado engañando todo el tiempo, proporcionándoles posiciones erróneas. La batalla de inteligencia iba mucho más allá de lo que Ernesto había imaginado, batalla que estaba perdiendo claramente.
Mientras Noelia, tras haber errado el primer intento, sacaba una segunda flecha para intentar acabar con el demonio de la armadura, Ernesto intentó otra evasiva. Esta vez no le llevaría mucho tiempo, pero, excitado como estaba, casi podía sentir el helador aliento de la Sombra detrás de él. Estaba jugando con ellos, pensó.
Tras teclear unas cuantas instrucciones e identificar su situación en el plano, Ernesto se procuró un agujero en el suelo. Éste se abrió junto a Noelia que estaba en ese momento un poco más avanzada.
— ¡Salta! — gritó
Noelia no lo dudó y se lanzó al vacío. Ernesto lo hizo inmediatamente después de ella, pero no cayeron en el mismo sitio.
Noelia no tocó suelo; de repente se vio atravesando plantas a través de sucesivos agujeros que se desplegaban en el mismo momento en que parecía que se iba a golpear. Cuando estaba llegando a la planta baja, Noelia imaginó una imagen de su precioso avatar, salpicando contra el suelo en coloridos chorros de píxeles; pero la realista ficción en la que se encontraba envuelta no se iba a disolver de una forma tan onírica. En lugar de ello, su caída se detuvo violentamente contra el suelo. Los actuadores en el liberador de movimientos, transmitieron eficazmente el impacto contra el cuerpo de Noelia; no lo hicieron con una fuerza equivalente a la del golpe “real”, pero sí con la suficiente violencia como para que Noelia desease no volver a repetir la experiencia nunca más. Contra el suelo, se quedó sin aliento y se dio cuenta de que había estado gritando. Estaba aturdida; no tanto por el golpe como por el desbocado efecto de sus sentimientos.
Se mantuvo en silencio. Se dio un minuto antes de reaccionar, tratando de recobrar el control. Poco a poco se reincorporó. Si el tiempo que había permanecido en el suelo había servido para que Noelia recuperase un mínimo de serenidad, ésta desapareció al instante, cuando alzó la mirada. Un intenso pánico volvió a conquistar todo su cuerpo. Estaba rodeada por las más espantosas y macabras criaturas imaginables. Justo enfrente, a un metro de distancia, con sus afiladas escamas metálicas, un demonio similar a aquél que había matado al principio, lucía algo similar a una sádica sonrisa. Un grito de pavor quedó atravesado en su garganta, mientras la diabólica criatura, de un violento y velocísimo zarpazo, alcanzaba el cuello de Noelia.
Quedó paralizada. Incapaz de reaccionar. Bloqueada tanto en el entorno virtual como en la realidad, Noelia sólo pudo observar, aterrada, cómo un grupo de criaturas de pesadilla se concentraba a su alrededor. Luchó por moverse. Intentaba desconectarse, quitarse el visor que hubiera acabado con la ficción, pero el liberador de movimiento cumplía eficazmente su cometido. No podía hacer nada.
El alarido de La Sombra le volvió a alcanzar, conquistando chirriante sus sentidos y desatando una incontrolada descarga de escalofríos y espasmódicos temblores.
Ernesto no atravesó, como Noelia, el edificio. Al saltar tras ella, por el agujero que había creado, cayó en la siguiente planta. Estaba en medio de un repecho. Había demonios a ambos lados. A su derecha, a dos metros, uno de los más peligrosos le dejaría completamente ciego con solo tocarlo. A su izquierda, enfrente de la puerta, reconoció a un rastreador; no tenía ninguna técnica ofensiva. Se lanzó contra él, apartándolo de un violento empujón.
Cruzó la puerta. Se encontraba en un pequeño almacén con documentos, archivadores y objetos de papelería. No tenía otra salida. Ernesto volvió a consultar el plano 3D. Atravesando la pared alcanzaría un pasillo que tenía acceso a unas escaleras. Modificando el entorno a su voluntad, volvió a abrirse paso hasta el pasillo. Corriendo hacia la izquierda, al doblar la esquina, tendría que encontrarse con una escalera.
Corrió con urgencia, sintiendo la certeza de que algo siniestro le acechaba a la espalda. Se acercaba a la esquina. Sintió una punzada de miedo al imaginarse lo que se podría encontrar al doblar ésta. En todo caso, se obligó a continuar. No había otra salida.
Superó el recodo y sintió alivio al comprobar que el pasillo seguía vacío. La escalera tenía que estar más o menos a mitad del pasillo. Se acercó corriendo. Las paredes estaban lisas. No había puertas ni escaleras. A la izquierda tampoco. Continúo corriendo; al final había otra esquina; la superó y vio otra al final del siguiente pasillo.
La Sombra seguía jugando con él. Estaba cambiando el Entorno a voluntad y en tiempo real ¡No era posible!
Comprobó el plano 3D en su ordenador. Pudo ver cómo, efectivamente, casi sin tiempo para asimilar los cambios, todo el edificio cambiaba. Las paredes desaparecían para volver a aparecer con orientaciones distintas. Se formaban trayectorias laberínticas; callejones sin salida llenaban el edificio; desaparecían puertas; los ascensores cambiaban de posición.
Ernesto aún no se podía creer lo que estaba pasando. La Sombra hacía trampas, modificaba su entorno a voluntad, jugaba con ellos al gato y al ratón. ¿Eso que implicaba? Inteligencia, por supuesto, pero más escalofriante aún, implicaba consciencia; significaba el conocimiento de la propia existencia.
Había que acabar con esto; había que acabar con la Sombra. Ernesto sintió una profunda desazón; una especie de vergonzoso arrepentimiento, auspiciado por el espanto.
Apenas llegó a esta conclusión, la Sombra apareció desafiante delante de Ernesto. Su desgarrador alarido venció la voluntad de Ernesto.
Se acabó el juego, pensó. Rápidamente decidió quitarse el visor y desconectarse. Lo hizo con el tiempo justo. En el último momento vio como La Sombra se abalanzaba hacia él con furia. En un último vistazo, mientras que alejaba el visor de su cara pudo entrever, flotando, las palabras: “Life Over”.
Estaba temblando. Con una urgencia desesperada, Ernesto se quitó toda la parafernalia que llevaba puesta. Salió de un salto del liberador de movimiento.
Con el corazón encogido, Ernesto miró a Noelia. Estaba inmóvil en posición horizontal. Por un momento temió lo peor, pero, luego, comprendió, a través de sus alterados sentidos, que ella estaba gritando:
— ¡Bichos asquerosos! ¡Hijos de puta! ¡Dejadme en paz! Os mataré ¡Fetos de Satanás! ¡Podredumbre inmunda! ¡Dejadme! ¡Dejaaadme!
Ernesto se apresuró a quitarle el visor de la cara.
— ¡Noelia! ¡Noelia! ¿Estás bien?
— ¡Sácame de aquí! ¡Coño! ¡Sácame! ¡Rápido! ¡Sácame! — gritó casi con histeria.
Con la necesaria ayuda de Ernesto, Noelia se liberó de los mecanismos que la tenían aprisionada. Aún alterada dirigió su rabia contra su amigo.
— ¡Malditos hijos de puta! ¡Pero qué habéis hecho! ¿A quién queréis matar? — dijo mientras daba pequeños empujones a Ernesto.
— ¡Tranquila! Ya ha pasado.
Los dos sintieron la urgente necesidad de abrazarse; de sentir la realidad y la tranquilidad en el cuerpo del otro.
— ¡Tranquila! Sólo es un jueguecito— dijo Ernesto.
— Una mierda, un jueguecito. Es una trampa mortal y agónica. Tenéis que destruirla.
El uso del plural, hizo que Ernesto pensara en Gus. Con la tensión de la reciente experiencia, no pudo evitar sentir una fuerte preocupación por su compañero; le inundó un funesto presentimiento.
— Vámonos— dijo Ernesto.
— ¿A dónde?
— Vamos a ver a Gus. Estoy preocupado por él.
— ¿Preocupado? ¿Crees que le ha podido pasar algo?
Ernesto no contestó. Recuperó una cazadora de su cuarto y se dirigió a la salida. Noelia le esperaba impaciente en el recibidor. Aún no había podido liberarse de la inquietud y sentía la necesidad de abandonar la casa cuanto antes.
— ¡Venga! Salgamos de aquí— dijo.
Ernesto abrió la puerta y le cedió el paso. Sacó las llaves del bolsillo para asegurarse de que no se las dejaba dentro de casa y, seleccionando la apropiada, la separó del resto para darle una vuelta al cerrojo.
Mientras entornaba la puerta le pareció ver una oscura silueta moviéndose en el interior del apartamento. Aceleró la maniobra, estrellando la puerta violentamente contra el marco. Noelia se sobresaltó. Ernesto no dijo nada.






4



No necesitaron hablar para ponerse de acuerdo; Noelia y Ernesto decidieron bajar por las escaleras del apartamento de éste, evitando utilizar el ascensor. Apenas les importó manifestar un miedo tan irracional tras su aventura tridimensional. Ninguno de los dos se atrevió siquiera, como hubiera sido habitual, a mofarse del otro.
Si las escaleras les daban más confianza, tampoco consiguieron diluir del todo sus nervios. El edificio era moderadamente antiguo. Tendría algo más de cincuenta años. Las escaleras, con el tiempo, habían perdido casi todo su lustre. En algunas partes había pequeñas muescas e imperfecciones. Los bordes de los escalones estaban ligeramente desgastados y, en algunos casos, aparecían visiblemente redondeados. Una barandilla de madera acompañaba el trayecto. También en ésta el paso del tiempo había afectado a su superficie, que descubría múltiples imperfecciones y discontinuidades al tacto. Algunas personas habían contribuido a ello alterando la monotonía de la madera con afilados mensajes de distinta naturaleza: desde las manidas manifestaciones de amor sobre irregulares corazones hasta ofensivas alusiones dirigidas a anónimos — o no tan anónimos— destinatarios. Estos viejos precursores de los graffitis, deterioraban particularmente la imagen general del edificio. La escalera, además, estaba pobremente iluminada con bombillas incandescentes, incrustadas en deteriorados plafones murales, mal distribuidos en las paredes.
Ernesto y Noelia descendían sin prestar atención a los detalles, pero sin poder evitar que les alcanzara, animada por el desangelado ambiente, una creciente sensación de urgencia por abandonar el edificio.
Una bombilla empezó a parpadear cuando pasaban junto a ella, proyectando confusas y dinámicas sombras delante de ellos. Aceleraron el descenso sin apenas ser conscientes de ello.
Sólo quedaban un par de pisos para alcanzar el portal, cuando una bombilla se apagó de golpe. Empujados por sus miedos más irracionales, pero dejando escapar algunas risas, conscientes de lo absurdo de sus reacciones, los dos amigos corrieron hasta alcanzar la calle.
Alterados como estaban, todavía se alejaron un par de portales antes de parar y de compartir, divertidos, unas liberadoras carcajadas.
— Acojonadillo ¿eh?— se burló Noelia
— Mira quien fue a hablar. Tenías que haber visto tu cara.
— Al menos, seguro que no parecía un mimo como tú. Estabas to pálido, tío.
— Yo soy así. Es que no tomo mucho el sol. Y, al menos, no pego grititos histéricos como tú.
— ¿Qué dices? Yo no pego grititos… ¿nos vamos o qué?— propuso Noelia que se había quedado sin respuesta.
— Mi coche está a una manzana de distancia— dijo Ernesto
Caminaron hacia el coche de Ernesto. Cuando estaban a diez metros de distancia, el coche detectó el chip que Ernesto llevaba camuflado en la cartera y que serviría para activar sus sistemas. El sistema de seguridad del auto comprobó un par aspectos biométricos para asegurarse de que el portador del chip no era otro que el propio Ernesto y, hechas las comprobaciones, permitió el acceso a los dos amigos.
Ernesto comenzó a conducir en dirección a casa de Gus. Al principio, Noelia y él se mantuvieron en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos y elucubraciones. Finalmente Noelia se atrevió a expresar sus inquietudes.
— ¿De verdad crees que la Sombra dichosa es inteligente? ¿Inteligente como lo podemos ser tú o yo?
— Como tú o yo, no sé. Pero sí; creo que es inteligente.
— ¿Qué significa eso?
— Es capaz de tomar decisiones estratégicas impredecibles. Ha hecho trampas, pero las ha hecho después de que yo mismo las hiciera; creo que eso indica capacidad de aprendizaje y de amoldarse a nuevas situaciones. Esa es una de las principales características que diferencian a la inteligencia humana de otras inteligencias.
— ¿A qué te refieres?
— Los animales pueden aprender, pero, en general, lo hacen por estímulos; ya sean positivos como el perro de Pavlov o negativos, por el método de Ensayo y Error. Sólo el hombre es capaz de afrontar nuevas situaciones y sacar conclusiones inmediatas que le permitan afrontarlas con éxito. Además — continuó Ernesto— La Sombra ha sido capaz de modificar su entorno, pero creo que también ha sido capaz de modificarse a sí misma; modificar su programación. Creo que eso implica conciencia.
— Inteligente y consciente. Da miedo.
— Y creada para matar. Yo creo que es pavoroso.
— Pues ahora la desconectáis y ya está ¿no?
— Algo me dice que eso no va a ser tan fácil
— ¿Por qué?
— ¿Por qué crees que es tan inteligente?
— No sé. Tú me lo explicaste. Por la araña mecánica o algo así.
— ¿Has oído eso de que dos cabezas piensan más que una?
— Sí. Siempre he pensado que depende de qué dos cabezas.
— Pues te sorprenderías de hasta qué punto es verdad. Se han hecho investigaciones de todo tipo. En general, un grupo llega a conclusiones mucho más acertadas que una sola persona… y cuanto mejor es la comunicación, mejor los resultados; mejor es la inteligencia, por decirlo de alguna forma.
— ¿Qué tiene eso que ver con la araña? ¿Y con vuestro software?
— Nuestro software era como una semillita. Esa semilla, en una hormiga, se hubiera convertido en una hormiga; en un gato, sería un gato y en un hipopótamo, un hipopótamo.
— Vas a tener que explicarte un poco mejor.
— Un hombre es un hombre porque tiene miles de millones de neuronas interconectadas; un hombre no podría ser un hombre con el cerebro de un gato.
— Ni siquiera el Gato con Botas.
— Por muy geniales que seamos Gus y yo — continuó Ernesto, obviando el comentario— y, por muy elaborado que fuera nuestro software, jamás podría ser inteligente en nuestros ordenadores.
— Sigue…
— Creo que La Otra Vida tiene mucho que decir. La Otra Vida no se encuentra en un Servidor central. La Otra Vida utiliza recursos de todos los ordenadores que se conectan. Es una red mallada de millones de ordenadores y perfectamente interconectada. Como red, su potencial es infinitamente superior al del ordenador más potente que haya conectado a ella; Su potencial es infinitamente superior al ordenador más potente que se haya inventado de modo individual.
— Dices que la red de ordenadores conectados a La Otra Vida funcionan como un único ordenador…
— Y, de alguna forma, La Sombra ha sido capaz de utilizar todo el potencial de La Otra Vida para desarrollarse. Por lo pronto, lo poco que se sabe de la inteligencia, así es, al menos, en los humanos, es que necesita miles de millones de conexiones complejas. La Sombra ha encontrado en La Otra Vida millones de conexiones complejas también.
— ¿De verdad crees eso?
— De verdad estoy empezando a creerlo.
— Pero entonces…
— Sí, sigue; creo que vas a dar con el problema…— le animó Ernesto.
— Si La Sombra utiliza de alguna forma todos los ordenadores, es que no está en ninguno en concreto.
— Si a ti te quitaran una neurona, no lo notarías en absoluto.
— Es verdad; aún me quedaría la otra— dijo Noelia riéndose.
— Pues La Sombra tiene millones de ordenadores para sobrevivir.
Habían recorrido la mitad del camino que les separaba de la casa Gus. Llegaron a un cruce regulado por semáforos que distribuían el tráfico en dos grandes avenidas con varios carriles en ambas direcciones.
Con el semáforo en verde, Ernesto pasó despreocupado. El sonido de un fuerte frenazo le alertó de que algo no iba bien. Por el rabillo del ojo, intuyó cómo una furgoneta se abalanzaba, incontrolada, sobre ellos. Instintivamente giró el volante en dirección contraria y pisó el freno hasta el fondo. Un coche, que venía en dirección contraria, golpeó lateralmente el frontal. El coche de Ernesto avanzó en diagonal deslizándose y describiendo círculos de trescientos sesenta grados. El baile se detuvo bruscamente contra una farola. Ernesto perdió momentáneamente el conocimiento.

En la cama del hospital, Ernesto no podía controlar su inquietud. Repasó mentalmente lo ocurrido ¿Cómo es posible que se le hubiera cruzado un coche? Estaba seguro de haber cruzado en verde. Se convenció a sí mismo de que La Sombra había tenido algo que ver ¿Por qué no? Si, como se temía, La Sombra había sido capaz de desarrollar una inteligencia independiente y si, gracias a las posibilidades que le brindaba La Otra Vida, había extendido su campo de actuación a una red de millones de ordenadores interconectados, su poder podría ser teóricamente ilimitado ¿Qué le impediría, incluso, ampliar sus dominios más allá de La Otra Vida? ¿Qué le impediría explorar otras redes y sistemas interconectados? Siendo una entidad virtual, con una habilidad extraordinaria para alterar su entorno, como Ernesto había podido comprobar en el Desafío, por qué no podría hacerse con el control informático de sistemas complejos como ahora: el del control de tráfico de la ciudad. Existen millones de cámaras, chips y detectores biométricos mediante los cuáles La Sombra podría llevar una vigilancia efectiva y en tiempo real de la situación de Ernesto. Su propio coche incorporaba sistemas de identidad y de localización que podría haber interceptado La Sombra para conocer su situación.
Ernesto se preguntó repetidas veces si no estaba siendo desquiciadamente paranoico. Por otro lado, en los trece años que llevaba conduciendo, jamás había tenido el más mínimo incidente y, ahora, sin embargo, se encontraba en la cama de un hospital. No podía ser casualidad.
Las implicaciones de que La Sombra estuviera detrás del accidente eran terroríficas. La principal es que ésta seguía jugando con ellos, aún después de haber abandonado el Desafío; y La Sombra había sido programada para cumplir un objetivo inequívoco: Matar.
Otra vez, Ernesto pensó si no se estaba volviendo loco. Nada de eso tenía sentido. A lo mejor, no había tenido un accidente; quizás, no habían entrado en el Desafío y La Sombra no había dado muestras de una sádica e incontrolada inteligencia; tal vez era todo fruto de una enfermiza imaginación. Las largas jornadas de trabajo, a lo mejor, le habían afectado alterando su juicio. A lo mejor, se encontraba en un sanatorio, recuperándose de sus miedos irracionales.
Observó la habitación en la que se encontraba. Estaba oscura. Era de noche. A la derecha de su cama, había una amplia ventana. Había cortinas blancas, pero estaban descorridas, por lo que pudo ver una mediada y brillante luna menguante.
Su cama era amplia y confortable. Estaba sólo en la habitación. Había dos puertas; una debía dar al cuarto de baño, la otra, tal vez, a un pasillo. O su imagen de lo que es un sanatorio estaba muy distorsionada por las películas y documentales que había visto o eso, desde luego, no era uno. No, precisamente con alivio, llegó a la conclusión de que estaba en un hospital.
Al moverse, se dio cuenta de que estaba siendo monitorizado. Tenía algunos sensores en la mano. Junto a él una pantalla mostraba rítmicamente las evoluciones de su corazón.
Un temor instantáneo le golpeó al ver la pantalla ¿Sería capaz La Sombra de localizarle a través de estos valores biométricos? En todo caso, seguro que ya había detectado su registro en el hospital. Tendría que salir de allí.
En el monitor comprobó cómo su pulso se aceleraba. Se quitó los sensores de la mano y la línea de la pantalla dejó de fluctuar, según le indicaba su corazón.
Intentó levantarse, pero no pudo. De hecho no podía moverse. A pesar de que no tenía sensores, el monitor volvió a ponerse en marcha al ritmo de su corazón. Esta vez estaba desbocado.
Ernesto luchó con todas sus fuerzas para mover sus músculos, pero le fue imposible. Estaba paralizado ¿Se habría quedado paralítico a causa del accidente? Le invadió una profunda desesperación; una angustia tan intensa que por un momento deseó no estar vivo. Quiso gritar pero tampoco pudo. El acelerado ritmo de su corazón golpeaba contra su estómago, incrementando la violencia de sus sentimientos.
Volvió a mirar el monitor ¿Cómo era posible que estuviera funcionando? De repente, la rítmica línea, que marcaba sus constantes vitales, se distorsionó y abandonó sus frecuencias rectilíneas; se curvó, primero, en una especie de mueca sonriente; después, empezó a adoptar formas complejas.
Ernesto reconoció la inscripción en la pantalla: “Life Over”.
Esta vez sí consiguió gritar. Se incorporó de golpe y abrió los ojos. Era casi media noche. Noelia estaba al lado suyo. Había sido una pesadilla.
— Tranquilo guapo. Todo está bien.
— Dónde estamos.
— En el hospital. No tengas miedo. Perdiste el conocimiento tras el accidente, pero los médicos dicen que te pondrás bien.
— ¿Tú estás bien?
— Como un pera ¿Lo dudabas?
— Tenemos que salir de aquí.
— ¿A dónde? ¿Por qué? Tú te tienes que quedar en observación.
— ¿No lo entiendes? La Sombra. El accidente no fue casualidad.
— Aquí estamos a salvo en todo caso. Tranquilo.
— ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
— Una hora, más o menos.
— ¿De verdad? Tenemos que irnos.
Ernesto intentó moverse. Sintió un intenso dolor en el costado. No era más que un golpe. Poco a poco se incorporó.
— No dejaré que te muevas— dijo Noelia— podrías tener una hemorragia interna o algo peor.
— Si tuviera algo, los médicos ya lo sabrían.
— En todo caso. Descansa un poco. Luego nos vamos, tú y yo.
— ¿De qué serviría? No podría volver a dormir.
— ¿Y adónde vas a ir, si no?
— En primer lugar a casa de Gus. Necesito saber si le ha pasado algo.
— ¿Por qué piensas eso?
— Intenté comunicarme con él en el Desafío. Había cosas raras.
— Pues llámale y ya está.
— No quiero alertar a La Sombra.
— Estás un poco paranoico ¿no?
— Tal vez, pero nada de lo que ha pasado es normal. Ayúdame, por favor.
— ¿Llamo yo a Gus?
— Está bien, hazlo. Pero, si no lo coge, prométeme que saldremos de aquí e iremos a buscarle.
— Si no lo coge, iré yo a buscarle y tú te quedas aquí descansando, ¿te parece?
— ¡Vale, vale! Ya veo que no puedo ganar.
— Así me gusta.
Noelia utilizó su móvil para llamar a Gus. Esperó casi cinco minutos. A pesar de su promesa y de su insistencia, no tenía muchas ganas de ir sola en su busca. En todo caso, Gus no contestó.
— Bueno; pues voy a buscarle— dijo finalmente.
— En serio; voy contigo— replicó Ernesto.
— En serio, ¡no!
Noelia cogió su chaqueta y salió de la habitación.
Inmediatamente después, Ernesto se incorporó y se vistió lo más rápido que pudo. Le dolían casi todos los músculos del cuerpo, pero sabía que sería mala idea quedarse en el hospital y dejar que Noelia se enfrentara sola a lo que tuviera que enfrentarse.
Ernesto salió del hospital sin problemas. Se sentía un poco mareado pero, no se encontraba mal del todo.
Vio como Noelia pedía un taxi. Él corrió a buscar otro. Había una parada de taxis enfrente del hospital, por lo que apenas salió un par de minutos después que Noelia.
Subió al taxi y le indicó la dirección al taxista. En un par de ocasiones consiguió ver el taxi de Noelia por delante del suyo.
Cuando llegó al portal de la casa de Gus el taxi de Noelia ya se había ido y ésta se había adentrado en el edificio.
Ernesto le había dejado las llaves a Noelia para entrar en casa de Gus. Ambos tenían llaves del apartamento del otro.
Llamó al telefonillo con la esperanza de que Gus le abriera antes de que Noelia subiera.
Nadie contestó, pero la puerta del portal se abrió.
Ernesto se apresuró a entrar. Llamó al ascensor. Esta vez no dejaría que miedos irracionales le obligaran a subir siete pisos a pie.
Al parecer, Noelia no había pensado igual, porque, para cuando Ernesto llegó arriba, Noelia acaba de entrar en la casa. Se había dejado la puerta abierta.
Ernesto se adentró en el apartamento. Era un piso amplio. Desde un largo pasillo se accedía a todas las habitaciones de la casa. Era una distribución típica de pisos antiguos.
El despacho donde Gus trabajaba se encontraba justo la final del pasillo.
Ernesto avanzó hacia allí con decisión. El pasillo estaba iluminado. Noelia habría encontrado los interruptores. Sin saber exactamente las causas, Ernesto sintió una creciente tensión atenazando su estómago. Desde el principio había tenido muy mal presentimiento respecto a la seguridad de Gus.
Ernesto se adelantó, dejando a derecha e izquierda las distintas habitaciones. De repente, desde una de ellas vio crecer una sombra que se proyectaba contra el pasillo de forma amenazante.
Ernesto se paró en seco. No supo reaccionar. Se quedó paralizado esperando, inconsciente e irracionalmente, pasar desapercibido.
La sombra quedó a su vez paralizada y, durante algunos segundos, toda acción quedó en suspenso.
Un rayo de lucidez atravesó de repente la cabeza de Ernesto que casi con timidez se atrevió a pronunciar:
— ¿Noelia?
Ésta salió, al fin, de la habitación.
— ¿Qué haces aquí? Me has dado un susto de muerte. ¿No habíamos quedado que te quedarías en el hospital?
— ¿Habíamos quedado en eso? Se me habrá olvidado. Debe ser el shock.
— Yo te voy a dar un buen shock cuando salgamos de aquí.
— Estoy ansioso.
Bromeando de esta forma, ambos trataban de aliviar la tensión que estaban acumulando. Algo les impelía a quedarse en el pasillo, sin atreverse a avanzar hacia el despacho.
— Continuemos la inspección— propuso Ernesto.
— Tu primero— respondió Noelia
Ernesto se adelantó hacia el despacho y lentamente abrió la puerta.
Gus estaba sentado en su silla delante de las tres pantallas. No se movía. Ernesto rápidamente intuyó lo peor. Se acercó a él y empujó suavemente la silla.
Al verle de frente, Ernesto no pudo evitar soltar una exclamación:
— ¡Dios! ¡Hija de puta! ¿Cómo es posible?
Gus estaba ensangrentado. Había sufrido múltiples cortes y mutilaciones por todo el cuerpo. Como una especie de Cristo postmoderno, sus muñecas estaban atravesadas por cables de ordenador. Las clavijas USB se perdían incrustadas en la carne inerme. También de la cabeza salía un cable de ordenador.
La imagen era insoportablemente cruenta. Ernesto sintió ganas de vomitar. Se dio la vuelta y se obligó a apartar la vista de su amigo. Estaba realmente afectado. Sin saber cómo, se encontró con el sofá y se dejó caer incapaz de sostenerse en pie. No podía entender lo que había pasado, se repetía una y otra vez: “¿Como es posible? ¿Cómo es posible…?”
Ernesto olvidó la presencia de Noelia. Cuando ésta vio a Gus asaetado por los conectores no pudo reprimir un grito.
Gracias a éste, Ernesto reaccionó.
— No sé cómo ha ocurrido esto, pero tenemos que salir de aquí.
— Hay que llamar a la policía.
— Sí; la llamaremos pero ahora salgamos de aquí.
— ¿Y si nos necesitan?
— Por favor, Noelia— dijo Ernesto al borde de la desesperación— vámonos y luego lo discutimos.
Se disponían a abandonar la habitación cuando un repentino destello llamó su atención. El cambio en la iluminación fue acompañado de un sonido hueco, como el que hacen algunos aparatos electrónicos al ponerse en funcionamiento.
Las tres pantallas enfrente de Gus se iluminaron a la vez. Con perfecta coordinación, un mensaje apareció en las tres: “Life Over”. La inscripción se mantuvo parpadeante en las dos pantallas laterales; en la central fue sustituido por un segundo mensaje que, repetitivo y corrido, iba ocupando toda la pantalla: “Vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive, vive…”
— Está bien ¡vámonos! — dijo Noelia a la que se le habían acabado las ganas de discutir.
Pero, ahora, era Ernesto el que no podía moverse. Por encima de las pantallas, desafiando toda la lógica y obligándole a replantearse todas sus convicciones, se materializaba La Sombra. Era su creación en carne y hueso; o mejor, era su creación en oscuridad y miedo.
— ¡Corre!— gritó al fin Ernesto.
Afortunadamente habían dejado la puerta abierta.
Ernesto y Noelia corrieron como nunca lo habían hecho, impulsados por un pavor irracional. Por supuesto, no se atrevieron a utilizar el ascensor. Bajaron las escaleras a toda velocidad. Saltando escalones de diez en diez; deteniendo su impulso contra las paredes para afrontar cada nuevo tramo con toda celeridad.
Ninguno de los dos podría recordar quién iba por delante o por detrás o si habían bajado juntos o cuánto habrían tardado.
Mientras descendían sentían la presencia de La Sombra, como si, tras cada escalón, fueran a encontrar la muerte. Pero no fue así.
La Sombra seguía jugando con ellos.
 

5



Ernesto y Noelia alcanzaron la calle y siguieron corriendo sin rumbo fijo. Cruzaban las calles prácticamente sin mirar, lo que obligó a frenar a un par de coches. Sin hacer caso a las increpaciones, seguían corriendo, tratando de conjurar el horror que dejaban a sus espaldas. Mantuvieron esa marcha desenfrenada durante varios minutos, ajenos a las caras burlonas y de estupor que se orientaban a su paso. Finalmente encontraron un parque. Miraron hacia atrás y no vieron nada: aparentemente, ninguna oscura criatura les seguía.
— Entremos en el parque— dijo Ernesto.
— ¿Crees que es momento para un paseo romántico?— respondió Noelia tratando, sin éxito, de diluir la tensión.
— En serio; en el parque no hay cámaras ni sensores de reconocimiento biométrico. Aparte de las propiedades privadas, creo que los parques son uno de los pocos sitios en los que La Sombra no podría encontrarnos.
— ¿No podemos andar por la calle?
— Supongo que, si tenemos cuidado de que no nos enfoque ninguna cámara, aunque eso es prácticamente imposible. Deberíamos conseguir bufandas o algo para cubrirnos el rostro; pero si vamos a una tienda e intentamos pagar, La Sombra nos identificará inmediatamente.
— ¿Estás seguro que La Sombra puede hacer todo eso?
— ¿Cómo sabía que estábamos en casa de Gus? Creo que el accidente fue provocado por La Sombra que alteró los semáforos. Creo que sí; que La Sombra tiene capacidad para controlar los sistemas más avanzados con la facilidad con la que tu manejas el microondas.
— No sé si puedo creer todo esto.
— Tú misma has visto cómo se materializaba.
— ¿Qué? ¿Que sé qué?
— ¿No lo has visto?
— ¿Por eso corríamos? Yo no he visto nada. Yo ya estaba saliendo cuando he oído que gritabas y empezabas a correr. No; no me he girado para ver de qué huíamos.
— Pues te alegrará saber que La Sombra se ha materializado en carne y hueso, o lo que sea, delante de nosotros.
— Pero eso no es posible. Nada de todo esto es posible. ¿Estás seguro?
— No. No puedo estar seguro de nada. Santo Tomás no sabía que, a veces, con ver tampoco basta. Yo tampoco me lo explico.
— Pero crees que es posible. ¿Cómo? ¿Cómo es posible?
— ¿Quieres una teoría o sólo lo preguntas por preguntar?
— ¿Tienes una teoría? ¿Cómo puedes encontrar una teoría para que un monstruo que tú has creado aparezca de la nada?
— ¿La quieres oír? Me gustaría que la oyeras. Me gustaría que me dijeras que todo esto no es más que una locura salida de mi cabeza; que me lo he imaginado todo y nada de esto es posible.
— Dime tu teoría ¡Escupe!
— ¡A ver! Hemos aceptado que La Sombra es inteligente ¿no?
— Sí
— Se hizo con el control del Desafío, el entorno que nosotros creamos para ella. Después utilizó y controló las posibilidades que le ofrecía La Otra Vida, a través de los millones de ordenadores que se conectan a ésta, y, finalmente, creemos que incluso ha superado las fronteras de La Otra Vida y se mueve con libertad por Internet. Es el Dueño y Señor de la Red. Una Red que, hoy en día, se utiliza para todo: desde operaciones financieras, pasando por sistemas de vigilancia, hasta la monitorización de procesos industriales ¿es así?
— Al menos, tú crees eso. Yo estoy entre creerlo o llamar al manicomio; no sé si para tí o para mí… pero sigue.
— Pues repito; La Sombra es Dueño y Señor de la Red. ¿Cuál es la obra más grande que ha creado el Ser Humano?
— No sé ¿Las Pirámides?
— No. Piénsalo. Millones de ordenadores interconectados por distintos medios; algunos por teléfono, otros, a través de las líneas eléctricas, por radio o por satélite. Pero cada uno de esos ordenadores está enchufado a la corriente. Esta corriente eléctrica se transporta gracias a otra red mallada de millones de kilómetros que une los ordenadores y el resto de electrodomésticos con las centrales de generación. Pero además estas centrales son controladas y gestionadas, a su vez, por centros de control, con frecuencia distantes, y mediante sistemas de teledetección y telecontrol por lo que volvemos a la Red. Tratar de entender el sistema en su totalidad sería inabarcable. No hay ser humano, a estas alturas, que conozca las ramificaciones de las redes eléctricas y de comunicación pero, en definitiva, hablamos de millones de kilómetros de cable eléctrico, millones de cable telefónico, satélites, antenas de comunicación, repetidores, miles de millones de chips, etcétera; todo interconectado y automatizado.
— Nunca lo había pensado. ¿Y eso qué tiene que ver con La Sombra? Y aún más, qué tiene que ver con que se aparezca de la nada.
— Pues si hemos llegado a la conclusión de que La Sombra controla ese inmenso poder y sabemos que es inteligente, quizás extremamente inteligente, por qué no pensar que ha encontrado la forma de materializarse; tiene los medios para hacerlo.
— ¿Qué medios?
— La energía. Como hemos dicho, es posible que pueda controlar toda la energía que se produce en nuestras centrales.
— ¿Y?
— ¿Te acuerdas de Einstein? Su famosa fórmula E=mc2. Energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. Dicho de otra forma; con energía se puede obtener masa y viceversa.
— Materializarse espontáneamente. Pero cuáles son las implicaciones de todo lo que estás diciendo. Una inteligencia con un poder absoluto ¿Y por qué se molesta por nosotros? Somos insignificantes. Podría hacer lo que quisiera. Por lo que cuentas, es como si ya hubiera podido acabar con la humanidad.
— Es inteligente, pero no es más que un bebé. Por lo pronto, lo único que le han enseñado sus padres, o sea Gus y yo, es que tiene que matar a todo lo que entrase en el Desafío. El carácter de los seres humanos está muy influenciado por el entorno. Los psicólogos discuten desde hace años hasta qué punto esto es así, pero ya nadie pone en duda que el entorno es fundamental más allá de la genética. No sabemos la influencia del entorno ni la evolución de la Sombra desde que tiene conciencia, pero sí sabemos que en principio se le ha educado para matarnos. El resto es un misterio.
— O sea que nos persigue un bebe sádico y todopoderoso. Muy bien. Gus y tú os habéis lucido ¿Y qué hacemos? ¿Permanecer escondidos hasta que acabe con la humanidad?
— Tengo una idea, pero tendremos que separarnos.
— ¿Separarnos? ¿Por qué?
— Aunque estemos juntos, si nos encuentra, no nos vamos a defender mejor. Por separado, podemos tener más ocupada a La Sombra. Además, si uno… quiero decir que… bueno, que mejor así.
— Entiendo. Te explicas como el agua ¿Qué vas a hacer?
— No sé cómo habrá evolucionado La Sombra pero yo la he creado. Creo que tal vez podría crear un virus. Conozco características en su “código” que son únicas. Soy el creador de su código genético. Puedo intentar crear un virus que ataque precisamente al portador de dicho código. Eso es lo que voy a intentar.
— ¿Cómo lo vas a hacer?
— Necesitaré un ordenador. Tengo algunos amigos…
— ¿Y yo qué hago?
— Si en veinticuatro horas no sabes nada de mí, tendrás que hacer lo que puedas. Intenta divulgar lo que está pasando. He hecho una copia de todos los archivos que tenía en mi ordenador —aclaró Ernesto, agitando una pequeña tarjeta de memoria— En ellos está el código que hemos utilizado. Tendrías que recuperarlo para crear un “antídoto”. Te daría la copia pero la necesito yo para programar el virus.
— O sea que, si en veinticuatro horas estás muerto, tengo que buscarte para conseguir la copia y que me maten a mí también— resumió Noelia.
— Eres un genio sacando punta a las cosas. Piensa que, si mis hipótesis son ciertas, la única forma de que vuelvas a estar a salvo es si La Sombra ha dejado de existir. Mientras viva, tú estarás en peligro. Piensa que ya hay una víctima. Tú has visto a Gus.
— ¡Vale, vale! Muy convincente… pues lo haremos como tú dices. Espero que tengas razón y que no haya otra explicación a todo esto.
— Créeme. Yo espero estar equivocado.
Ernesto le dio un beso en la mejilla a Noelia y se marchó.
 
6



Santi había sido compañero en la Escuela de informática de Gus y de Ernesto. Con una inteligencia extraordinaria, a Santi le faltaba el punto de locura y de obsesión que hizo de sus dos compañeros genios de la ingeniería de software. Tal vez por ello y aunque no le faltaron ofrecimientos, Santi no llegó a convertirse en el tercer socio de Ernest & Gus Corporation.
Santi prefería la tranquilidad de la nómina a final de mes a las aventuras de la innovación tecnológica. Así, desde el punto de vista de Ernesto y de Gus, desperdiciaba su talento en un anodino trabajo, desarrollando aplicaciones simples para otras empresas por encargo.
Santi acudía a su trabajo sin entusiasmo, pero con la tranquilidad de quien sabe que hace bien un trabajo que, además, le resulta sencillo. Muy, de vez en cuando, le surgían pequeños retos que le mantenían anímicamente satisfecho. Pero lo que realmente le satisfacía era volver a casa a una hora predecible, después de la jornada, abrirse una cerveza y dejar la mente en blanco, arrastrada por las corrientes simplonas de la programación televisiva hasta que llegara el nuevo día. En definitiva, se puede decir que lo que a Santi le faltaba era vocación.
Ernesto pensó inmediatamente en Santi. Era la única persona que podía ayudarle. Santi tenía un buen equipo informático, pero rara vez lo utilizaba; más que nada era un almacén de información en el que vertía aquellas partes de su trabajo que podían serle de mayor utilidad, pero, sobretodo, guardaba música, películas y fotos.
Ernesto necesitaba un ordenador para trabajar en el virus que utilizaría contra La Sombra. Obviamente no podía volver a casa. Quería un ordenador aislado, sin conexión a Internet, para que La Sombra no pudiera detectarle e interferir en su trabajo; o, lo que es aún peor, interferir en su vida.
Ernesto no podía utilizar el móvil, porque sabía que su enemigo podría detectar la llamada y sabría su posición al instante; de hecho, hacía ya tiempo que lo había apagado. Tendría que presentarse directamente en casa de Santi. A la una pasada de la madrugada, su amigo probablemente estaría dormido, pero había confianza y ya se sabe lo que se dice de ésta. ¿Para qué están los amigos, si no para las ocasiones? Especialmente aquellas ocasiones en las que se corre peligro de muerte.
Ahora, en todo caso, el problema residía en cómo llegar a casa de Santi. No estaba excesivamente lejos; a media hora andando, aproximadamente. Intentó pensar en todos los medios por los cuáles, en teoría, La Sombra podría localizarle. El mayor riesgo eran las transacciones económicas. El dinero de papel y metal tenía un uso prácticamente residual y se utilizaba sobretodo en el mercado negro. Las transacciones se realizaban automáticamente, mediante la verificación de, al menos, dos o tres parámetros biométricos; entre ellos, un análisis de las facciones, la comparativa de los conductos circulatorios o de las pupilas eran los más populares. El problema para Ernesto es que todos estos sistemas podían funcionar a distancia y, de hecho, se programaban para la identificación de seres humanos de forma indiscriminada. Las polémicas sobre el derecho a la intimidad frenaron, en un principio, la proliferación de estas estrategias, pero la batalla estaba perdida frente al empuje del capital, ansioso por localizar personas de las que poder arrancar recursos para poder seguir engrosándose. De esta forma, Ernesto podía ser detectado en cualquier momento sin siquiera darse cuenta. Pasar junto a un cajero o un banco, meterse en una tienda o un centro comercial o coger un taxi, implicaba ser reconocido por los sensores biométricos prácticamente al instante.
Pero simplemente, paseando por la calle también estaba expuesto a cámaras biométricas de la policía o de tráfico o incluso, si La Sombra realmente había adquirido el poder casi absoluto que Ernesto imaginaba, tal vez podría sufrir un rastreo por parte de satélites.
Lo primero que Ernesto debía hacer era cubrirse la cara para evitar la detección por parte de las cámaras. Esto estaba absolutamente prohibido; tal como había ocurrido más de doscientos cincuenta años antes, cuando el Ministro Esquilache intentó regular el uso de la indumentaria, que dificultaba la identificación de los malhechores, ahora un polémico decreto había prohibido el uso de bufandas, pasamontañas, bragas, sombreros de ala ancha y cualquier otra indumentaria que dificultara la identificación por parte de las cámaras biométricas. A diferencia de lo que ocurriera con el ministro italiano, la sociedad actual, paradójicamente más sumisa, a pesar de las supuestas libertades y elementos de control y protesta, apenas levantó ahogadas críticas pronto olvidadas entre el rugido del pavor a la amenaza terrorista.
En todo caso, Ernesto no tenía elección. Si la policía le detenía estaría perdido, pero, si no se cubría, tendría muchas menos posibilidades.
Como no tenía ninguna prenda apropiada para cubrirse, simplemente levantó el cuello de su jersey por encima de la nariz. Afortunadamente, a esas horas de la noche, no había prácticamente nadie en la calle.
Sujetándose el jersey, Ernesto comenzó a andar con rapidez; casi corriendo. En diez minutos recorrió la mitad del camino. Intentaba ir por calles secundarias dónde, pensaba, habría menos cámaras y menos posibilidades de toparse con la policía. En esto último se equivocó.
Doblando una esquina, se dio de bruces, de repente, con una pareja de municipales. Ambos se encontraban de pie junto a su coche, aparcado en la acera. Charlaban de forma aparentemente amigable con un peatón de avanzada edad.
Al ver a la pareja, Ernesto dio inmediatamente dos pasos hacia atrás y volvió por dónde había venido.
Los policías no podían haber visto casi nada, poco más que una oscura silueta. Sin embargo, uno de ellos gritó.
— ¡Eh! ¿Quién anda ahí?
Afortunadamente se encontraba en un barrio antiguo con un trazado laberíntico de calles.
Ernesto corrió para doblar una segunda esquina y, después, una tercera. Corriendo podía llamar la atención, si había alguna cámara en la calle que trataría de identificarlo y de hacer un seguimiento de su carrera. Estaban programadas para hacerlo. Era un riesgo que ahora tenía que correr.
Tras alejarse de los policías, siguió andando sin parar. Es posible que hubieran salido en su búsqueda.
De vez en cuando, Ernesto se acurrucaba en un soportal o en un garaje y escuchaba con atención, si algún coche se acercaba u oía el ruido de una conversación. Parecía que les había despistado.
Continuó andando. Mientras callejeaba se extravió ligeramente. Ernesto no tenía mal sentido de la orientación, por lo que intuía que ya debía estar cerca de la casa de Santi. En todo caso, no reconocía el lugar.
Comenzó a dar vueltas. Tras su experiencia anterior, doblaba las esquinas con precaución, asomando la cabeza y asegurándose de que no había nadie al otro lado. No podía estar muy lejos, pensaba.
Durante casi diez minutos estuvo dando vueltas, hasta que encontró una esquina que le resultaba familiar. Eso es, pensó, sólo estoy a un par de calles.
De repente oyó un coche. Rápidamente se acurrucó en un portal. Se sintió un poco ridículo. No creía que, tal y como estaba, con medio cuerpo fuera, pudiera pasar realmente desapercibido. De haber sabido una oración, habría rezado en ese momento.
Oyó cómo el coche se acercaba por detrás. No se atrevía a moverse. Ni siquiera se giró. Aguantaba la respiración. El coche se acercaba poco a poco. Le pareció que disminuía la velocidad. Igual eran imaginaciones suyas.
Finalmente el coche llegó a su altura y, después, pasó de largo. Era un coche particular.
Con los nervios de punta, Ernesto volvió a ponerse en marcha. Dobló la siguiente esquina. Ya estaba llegando. Tendría que cruzar la calle y en la siguiente perpendicular, a mano izquierda, estaba la casa de Santi. Era una calle amplia y larga. Ernesto no podía evitar sentirse al descubierto. Tenía la sensación de que la policía iba a aparecer en cualquier momento.
Alcanzó el portal de Santi ¿Cuál era el número? El catorce, estaba casi seguro. Llamó. No contestó nadie. En ese momento apareció un coche de policía por la esquina. Ernesto despejó su cara. No creía que una cámara le estuviera apuntando en ese mismo instante. La policía se acercaba. Siguió llamando con insistencia ¿Y si se había equivocado de número?
Oyó como el coche de policía paraba junto a él. Desesperado, Ernesto no soltaba el timbre del telefonillo. Finalmente alguien contestó con voz soñolienta ¡Menos mal!, era Santi.
— ¿Quién coño es?
— Soy Ernesto. Ábreme, por favor.
— ¿Ernesto? ¿Que…?
— ¡Por favor! Ábreme. Ya te cuento.
Sobre el sonido del portero automático que daba acceso a la puerta, Ernesto oyó cómo, desde el coche, uno de los policías se dirigía hacia él.
— ¡Eh! ¡Oiga! ¡Usted!
Sin girarse, Ernesto entró en el portal, cerró la puerta y corrió por las escaleras hasta el piso de Santi.
Cuando éste le abrió, Ernesto entró apresuradamente. Con el corazón en un puño, dijo:
— Si viene la policía no sabes nada. Por favor…
— ¿La policía? ¿Qué has hecho? ¿Qué pasa…?— dijo Santi olvidando que era la una y media de la mañana.
— Nada. No hemos hecho nada. Pero la policía está abajo. No puede reconocerme. No pueden…
— ¿Hemos hecho? Gus y tú. ¿Por fin la habéis armado? ¿Qué ha sido? ¿Os habéis metido en la CIA o algo de eso? ¿Habéis robado un banco?
— No nada de eso; bueno es peor. Pero no tiene que ver con la policía. Nada ilegal.
— Bueno, bueno. Poco a poco. Cuéntame.
— ¿Me das un vaso de agua?
— Claro. Ve al salón. Ahora voy.
— Al salón, no, que da a la calle. Los policías pueden ver la luz. Vamos a la cocina, si te parece bien.
— Ok, vamos.
Santi le llenó un vaso de agua del grifo. Cuéntame, dijo.
Ernesto le explicó los sucesos de la última semana. Empezó comunicándole a su amigo la muerte de Gus. No es fácil decir algo así y, aún menos, contarlo con prisas, pero Santi tenía que entender que no se trataba de ninguna broma.
Ernesto continuó contando toda la historia. El proyecto del Desafío del que ya habían hablado a Santi en el pasado. Su experiencia con Noelia en el mismo. Le contó lo de La Sombra y cómo había adquirido inteligencia y, aún más, la capacidad de materializarse y, según creía, incluso de matar físicamente.
— O sea que a Gus lo ha matado una especie de fantasma virtual e inteligente que habéis creado vosotros dos ¿Es eso?
— No te pido que me creas, pero tienes que hacerme un favor.
— ¿Tú dirás?
— Necesito un ordenador para trabajar en el virus
— Y si utilizas el ordenador, ¿qué le impedirá aparecer a La Sombra y matarte como a Gus?
Ernesto no supo si su amigo hablaba en serio o con ironía pero decidió obviarlo y contestar seriamente.
— Desconectaré todas las conexiones del ordenador; tanto la conexión a Internet como todos los sistemas: Radio Ethernet, Bluetooth, Wifi, infrarrojos o cualquier otro dispositivo de comunicación con otros ordenadores o con periféricos. Por lo pronto, sólo necesito trabajar con tu terminal.
— Parece que lo dices en serio ¿Necesitas algo más? ¿Puedo mirar mientras trabajas? Me ha entrado curiosidad. A lo mejor puedo ayudarte.
— ¡Umm! No sé. A lo mejor, sí ¿Dónde tienes el ordenador?
— En el despacho; acompáñame.
Ernesto desconectó físicamente todas las conexiones del ordenador y empezó inmediatamente a trabajar.
Descargó todos los archivos que había salvado de su ordenador. Lo primero que tenía que hacer era identificar aquellos algoritmos significativos que probablemente fueran el germen de la identidad de La Sombra. Tenían que ser algoritmos estables, que previsiblemente no hubieran sufrido modificación a medida que ésta evolucionaba.
Se trataba, en primer lugar, de hacer un rastreo efectivo por la red. Ernesto pensó que sería mejor equivocarse e identificar entidades erróneas que pasar por alto su objetivo de encontrar a La Sombra. Por ello, utilizó tantas muestras comparativas como pudo. Lo más particular era el código de carácter de La Sombra; de ahí rescató pequeñas unidades significativas; a veces se trataba de pequeños algoritmos; otras veces, sólo de pequeñas instrucciones o variables concretas. Para ser más eficiente, utilizó también partes del código con el que habían determinado su aspecto o los rasgos de emociones.
Con todo ello construyó una especie de plantilla o patrón con la que compararía, a través de la red, todo el software para identificar a La Sombra. Para ello, debía acceder a todos los ordenadores conectados a la red. Empezaría como lo había hecho La Sombra, aprovechando las oportunidades que brindaba La Otra Vida.
A través de este entorno, accedería simultáneamente a millones de ordenadores; después tendría que acceder a todos los demás.
Aplicaría sus plantillas a “gusanos” estándar para que el ataque fuera más efectivo. Éstos se transmitirían a través del correo electrónico.
Decidió que no crearía un único virus. Tenía que preparar un ataque masivo anti— Sombra. Tenía que conseguir atacar al máximo número de ordenadores en el mínimo tiempo posible.
Aparte de los “gusanos” y del acceso a través de La Otra Vida, pensó en una tercera vía: un ataque “metralleta”. Lanzaría el virus a direcciones IP arbitrarias en orden numérico. Para “colarse” en los ordenadores sin ser detectado, utilizaría un sistema por paquetes camuflados y encriptados aleatoriamente, similar al canal “Walkie Talkie” que Gus y él habían creado para comunicarse. Este sistema sería lento, pero Ernesto pensó que sería eficaz. Pensó que el virus sería más eficaz si se expandía en progresión geométrica. En cada ordenador al que accediera, el virus crearía duplicados de sí mismo, invadiendo otros ordenadores con direcciones IP arbitrarias e iniciando nuevos ataques en orden numérico.
Para compensar la “lentitud” del ataque “metralleta” ideó, también, especialmente para todos aquellos ordenadores con bajos niveles de protección, el ataque “bomba”. Éste era similar al anterior, pero mucho menos sutil. Cualquier cortafuegos, mínimamente actualizado, pararía el ataque inmediatamente, pero se trataba de acceder al mayor número de ordenadores de la forma más inmediata y, como Ernesto sabía, era sorprendente la cantidad de gente y aun de empresas que no tenían sistemas eficientes de protección antivirus.
Ernesto se esforzó por evitar incompatibilidades, si varios virus acababan en un ordenador. Sólo prevalecería uno. Estableció la prioridad por orden de llegada. El ataque debía ser más o menos inocuo, excepto para La Sombra. Si no, todos los sistemas antivirus del planeta se volverían contra él. Además, suponiendo que lograra sobrevivir a la Sombra, sería probablemente detenido y juzgado bajo leyes antiterroristas. Hacía tiempo que los delitos informáticos de este tipo se habían empezado a juzgar bajo el paraguas enfermizo y totalitario del “antiterrorismo”.
Una vez hubo creado el sistema de rastreo y expansión del virus, había que programar la tercera parte, tal vez la más complicada, a saber: cómo atacaría a La Sombra. Lo primero que pensó fue en inutilizar todo ordenador en el que encontrara algún rastro de su enemigo, pero, aparte de ruinoso y peligroso, no estaba seguro de que eso pudiera ser realmente efectivo; tenía que asegurarse de destruir la misma esencia de la Sombra; la raíz de su existencia.
Como le había explicado a Noelia, la clave, en los módulos de conocimiento de La Sombra, se basaba en avanzados algoritmos de generación aleatoria. Éstos, en general, tomaban como base para sus secuencias los propios relojes internos de los ordenadores en los que se ejecutaba y, en último término, en los ciclos del procesador. Ernesto pensó que falseando dichos ciclos engañaría momentáneamente a La Sombra, anulando su capacidad de respuesta. Una vez hecho esto, pondría el ordenador en cuarentena, anulando temporalmente todas las conexiones e identificaría la situación física de La Sombra en la memoria virtual del ordenador. Atrapada ésta, borraría todos los registros de memoria implicados en su ejecución.
Ernesto no podía estar seguro de que esto funcionara. Sólo podría intentarlo una vez. Estuvo trabajando seis horas seguidas sin interrupción, tratando de afrontar cada problema desde todos los ángulos de vista. Pensó en una partida de ajedrez en la que tenía que anticiparse, desde el primer instante, a las infinitas vicisitudes que podían surgir. Por si el primer ataque fallaba, preparó segundas estrategias; aplicó todas la nociones, que se le podían ocurrir, relacionadas con la estrategia y el juego; preparó señuelos y faroles, ataques directos y contraataques, estrategias defensivas, etc. Lo hizo, más que nada, porque tenía tiempo; si el primer ataque fallaba, La Sombra contaba con una ventaja que él no podría emular: la capacidad de improvisación.
En definitiva, el primer ataque debería ser un éxito. Para ello tenía que alcanzar al mayor número de ordenadores posibles en el menor tiempo posible. Trató de adivinar qué hora sería la mejor para iniciar el ataque. No tenía tiempo para grandes cálculos estadísticos, pero imaginó que, a última hora de la tarde, tal vez a las siete y media, mucha gente en Europa mantenía su actividad, pero, lo que es aún más importante, en el continente Americano estarían en plena jornada laboral y en el Este asiático, a lo mejor, la estaban iniciando. Fijó la hora del ataque a las siete y media de la tarde.
Después pensó en cómo lo ejecutaría. Si lo lanzaba desde el ordenador de Santi metería a éste en un lío; tal vez en peligro de muerte. Pensó en hacerlo desde su casa; tenía un ordenador potente y las conexiones más rápidas que existían en el mercado. En el momento en el que se conectara alertaría a La Sombra, pero, si el virus funcionaba, eso no debería preocuparle y, si no funcionaba, tampoco creía que tuviera muchas oportunidades de sobrevivir a largo plazo.
Otro problema era cómo llegaría a su casa. Santi tendría que llevarle en coche. Él podría esconderse en el maletero para evitar problemas.
Santi tenía jornada intensiva y llegaba pronto a casa al mediodía. Acordaron que entonces le acercaría a su casa.
Eran las siete y media de la mañana. Santi se fue trabajar. Ernesto, después de desayunar un café y una tostada con su amigo, siguió trabajando incansablemente; revisando cada línea de código y tratando de mecanizar los pasos que debería seguir, una vez llegara a su casa, para ejecutar el ataque antes de ser detectado por su enemigo.

Durante las primeras horas de la noche, Santi se había quedado observando cómo trabajaba su amigo; intentando comprender las claves de lo que hacía. Al principio, Ernesto intentaba explicárselo. Rápidamente, sin embargo, apresurado por la necesidad, se fue olvidando de las explicaciones, para concentrarse exclusivamente en su proyecto; sólo, de vez en cuándo, hacía algún comentario en voz alta, pero más para sí mismo que con intención informativa. A pesar de ello, Santi se mantuvo atento durante varias horas, hasta que, finalmente, el sueño pudo con su curiosidad. Con todo, lo cierto es que la complejidad del software y la destreza del propio Ernesto lo habían sorprendido y causado una profunda admiración. Por un instante sintió envidia y, por primera vez en su vida, algo parecido al arrepentimiento, por no haber aceptado la aventura empresarial junto a sus dos amigos. Siempre había sentido una especie de cómoda superioridad al ver el desesperado y, muchas veces, infructuoso esfuerzo de sus amigos, deseando, sin confesárselo, el fracaso de éstos. Ahora, sin embargo, la emoción y la pasión de Ernesto le hechizaban. Interiormente, empezaba a lamentar las decisiones de su cómoda y anodina vida, muy por encima de la sensación de peligro o aun de la tristeza por la reciente noticia de la muerte de Gus.





7



Tiempo después de que Ernesto se fuera, Noelia permanecía en el parque. Aunque su cabeza luchaba contra las aparentemente desquiciadas conclusiones de Ernesto, su corazón buceaba amedrentado en una oscura certeza. Atrapada entre la lógica y un inesperado retorno a los insondables pavores de la infancia, Noelia no encontró la entereza para reaccionar.
Durante dos largas horas, permaneció en el parque bajo un centenario árbol de retorcidas raíces. En ese tiempo, ni siquiera intentó moverse. Se quedó quieta, como esperando que alguien le dijera lo que hacer; esperando que se rompiera el empate en su interior.
A pesar de lo inquietante que puede resultar un parque en mitad de la noche, Noelia se sentía segura. Normalmente serían las personas y no oscuros monstruos virtuales, las que le impulsarían a salir rápidamente de la impune oscuridad del parque. A esas alturas, sin embargo, sus miedos eran mucho más irracionales.
En un par de ocasiones había oído voces; a pesar de la soledad y de la indefensión, había sentido alivio. En un momento dado, un grupo de chicos se detuvo a unos ochenta metros de dónde Noelia estaba. Más que verlos, ella los intuía en la oscuridad. Los chicos pasaron allí, al menos, media hora.
Cuando se marcharon, Noelia volvió a sentir el pánico crecer con la soledad. De repente se sintió también extremadamente cansada. Además, un frío traicionero había conseguido filtrarse por todo su cuerpo. Todas sus sensaciones, mezcladas y alteradas, se revelaban en su interior, desatando un incontrolado temblor en todo su cuerpo.
Noelia dio unos pasos para asegurarse de que, en lo principal, su cuerpo seguía respondiendo a su voluntad. Sintió una terrible debilidad en sus piernas. Por unos momentos se preguntó si conseguiría mantenerse vertical pero, poco a poco, volvió a sentirse dueña de sí misma.
Miró a su alrededor para caer en la cuenta de que estaba sola en un oscuro parque, asustada e indefensa. La realidad se conjuró con su miedo, esta vez, advirtiéndola de los peligros, mucho más inmediatos que conllevaba esa situación.
A veces el miedo nos asalta con certeza premonitoria, como un sexto sentido que nos previene frente a lo que el resto no es capaz de captar. En ese instante pasó algo así, porque, en el momento en el que Noelia fue consciente de su situación oyó un ruido de ramas a unos tres metros de distancia.
Noelia se giró bruscamente mientras retrocedía de espaldas. Aunque intentaba pasar desapercibida, su fuerte y desbocada respiración hubiera alertado a cualquiera situado a unos pocos metros.
Por eso, sabiéndose localizada, mientras se alejaba de espaldas al ruido que había oído, tan rápido como podía, se aventuró a hablar.
— ¿Quién es?
Otro crujido se levantó a modo de contestación.
A Noelia siempre le habían parecido ridículas esas películas de miedo en las que el protagonista se dedica a investigar exponiéndose al peligro, aun cuando éste es evidente. Desde luego, ella no caería en ese error. No necesitaba saber si había realmente una amenaza a pocos metros de ella o si todo era producto de su imaginación. Decidió que lo mejor que podía hacer era salir de allí.
Se giró dando la espalda a su amenaza, para iniciar una feroz carrera. Ésta, sin embargo, quedó interrumpida antes de empezar. Chocó de golpe contra un hombre que le sacaba una cabeza de alto.
El hombre llevaba una indumentaria harapienta. Su olor, agrio y repulsivo, penetró hasta las entrañas de Noelia y, chocando con la confusa maraña de sus miedos y sensaciones, le provocó unas fuertes nauseas. Se apartó instintiva y violentamente, más por el espasmo que amenazaba con subir desde su estómago que para zafarse del hombre.
Éste, ante la violenta reacción, dudó antes de acercarse de nuevo a Noelia, pero, desde un metro de distancia, dijo en voz alta:
— Mira lo que he encontrao
— Lo había visto yo antes — respondió una voz de detrás de Noelia
Noelia se hizo cargo de la situación. De todas formas, no estaba dispuesta a dejarse intimidar por dos vagabundos. No dejó paso a que le invadiera la duda. Suponiendo que sus dos acompañantes tuvieran intenciones hostiles con respecto a ella, su mejor opción sería actuar primero, más rápido y más fuerte. Después de lo que había pasado, estaba preparada para la lucha. Durante muchas horas se había estado mentalizando para una amenaza mucho más incierta y más poderosa que la de dos pordioseros.
Con todas sus fuerzas se lanzó hacia delante, extendiendo los dos brazos con ímpetu y golpeando el pecho del hombre enfrente de ella. Éste, desprevenido, retrocedió unos pasos por la inercia y finalmente tropezó y cayó de espaldas.
Noelia se preparó para iniciar la carrera, pero el esfuerzo de sus piernas no era suficiente para hacerla avanzar. El segundo hombre la tenía agarrada por la cazadora. Noelia se giró desesperada, con una furia que no hubiera imaginado poseer y, con los dedos curvados en forma de garras, lanzó un potente zarpazo contra la cara del hombre. Pudo ver cómo sus uñas desgarraban, superficialmente, la carne de su captor por encima de la barba. Soltó un improperio ¡Zorra! Pero, con la sorpresa, liberó a su presa.
Noelia intuyó que el primero de los hombres ya habría tenido tiempo para recuperarse de su primer ataque y probablemente se habría levantado y podría alcanzarla en cualquier momento.
Sin siquiera girarse, se apartó del camino alejándose a toda velocidad de los dos hombres. Casi se sorprendió al ver que podía correr y que nadie la retenía. No se giró ni una sola vez. No sabía si la seguían o no, pero, a cada zancada, le parecía oír el crujido de una rama o el aliento de un perseguidor. A cada instante tenía la certeza de que un brazo le agarraría deteniendo su desenfrenada huída.
Noelia corrió con toda la velocidad que pudo desarrollar. Corrió por los caminos del parque, pero también a través del césped y entre los árboles. Durante la carrera una pequeña rama le asestó un pequeño latigazo en la mejilla, dibujando un pequeño corte en su rostro; también trastabilló en un par de ocasiones y estuvo a punto de caer. Saltó por encima de bancos, sorteó arbustos, superó obstáculos. Pero, hiciera lo que hiciera, seguía sintiendo la amenaza de los dos hombres.
Finalmente, encontró el extremo del parque. Había una pequeña valla de casi dos metros de altura. Con una fuerza y una agilidad, surgida de la adrenalina, Noelia se lanzó contra ella. Casi de un salto se encaramó hasta lo alto de la valla. Con un esfuerzo, impulsándose con los brazos y ayudándose de una columna en el extremo de la valla, pasó una pierna por encima de la misma. La otra pierna seguía dentro y, por un segundo, Noelia tuvo la certeza de que alguien se la cogería y tiraría de ella hacia abajo, para hacerla caer otra vez dentro del parque.
Afortunadamente eso no pasó. Con un último esfuerzo, Noelia lanzó la otra pierna y superó definitivamente la barrera. Estaba en la calle. Sólo entonces se permitió mirar hacia atrás, hacia el parque; nadie la seguía. Probablemente nunca la habían seguido. Sólo por un segundo Noelia se permitió tener un momento de duda: ¿y si nunca le habían querido hacer daño? De todas las maneras, qué podía haber hecho. Lo importante es que, en cualquier caso había escapado.
El alivio duró poco, porque inmediatamente sus otros temores volvieron a tomar posiciones ¿Adónde iría ahora? ¿Estaría a salvo en su casa? ¿Cómo llegaría hasta allí? Recordó todo lo que Ernesto le había dicho: si él estaba en lo cierto, prácticamente no estaría segura en ningún lugar.
Por otro lado, estaba exhausta y asustada. Necesitaba descansar. Pensó en ir a un hostal. Había algunos, en el centro de la ciudad, no muy lejos de dónde estaba, en los que, por razones de intimidad, presumían de no tener ningún tipo de chip o sistema de registro personal o biométrico. El problema era que algunos de esos sitios eran frecuentados por gente no muy recomendable.
 
8



Ernesto continuó trabajando sin descanso, mientras esperaba el regreso de Santi. Sólo, pasado el mediodía, el cansancio empezó a hacer mella en él. De repente, el lenguaje informático empezó a tornarse insondable. Las líneas de código se enredaban, turbias, delante de sus ojos. Ernesto estaba exhausto. Finalmente pensó que, si no quería cometer errores, lo mejor sería entregarse al sueño.
Se tumbó un rato en el sofá. A pesar del miedo y de las preocupaciones, aun con las recientes imágenes del triste final de su socio y amigo en la retina, Ernesto no tardó en dormirse.
Por supuesto, no fue un sueño amable. Estremecedoramente, augurios y premoniciones surgían de oscuros recovecos, sugiriendo apocalípticos paisajes de sangre y muerte, poblados por demoníacas criaturas. En otras ocasiones, menos orgánicas, las oníricas fantasías reflejaban un mundo de esclavitud, construido de cables, antenas y metales. En todo caso, las aterradoras imágenes golpeaban en su cabeza interrumpiendo, cada pocos minutos, el descanso de Ernesto.
Finalmente, deshidratado por el sudor e incapaz de volver a sumergirse en el terror de sus pesadillas, Ernesto, decidió levantarse.
Ernesto decidió no retomar el trabajo. Ya había hecho todo lo que podía. La suerte estaba echada. Pensó en dejar escapar el tiempo hasta que viniera Santi. Encendió la televisión y trató de dejar su mente en blanco. Sin darse cuenta volvió a quedarse dormido pero esta vez su descanso duró algo más.
Finalmente llegó Santi. Vino antes de lo que Ernesto esperaba. Eran poco más de las dos de la tarde.
— Qué pronto llegas ¿no?
— Bueno ¿Cómo quieres que trabaje ante la eventualidad del fin del mundo? He decidido salir antes.
— ¿Me invitas a comer algo antes de nada?
— ¿La Última Cena?
— No me seas melodramático ¿Pedimos una pizza o algo?
— Ok.
Ambos amigos pidieron una pizza y se sentaron tranquilamente a comerla. Para Ernesto ya no había prisa. Tenía su ofensiva preparada y lo único que tenía que hacer era esperar la hora planeada. Así, comieron sin prisa.
Santi quiso enterarse de más cosas. Durante toda la comida estuvo interrogando a Ernesto sobre lo sucedido; especialmente sobre el proyecto y sobre la programación de La Sombra.
— ¿Ahora sientes curiosidad por nuestro proyecto?, reprochó Ernesto. Durante mucho tiempo no parecía importarte demasiado.
— Bueno, tío. Me dices que habéis conseguido crear una entidad inteligente y maligna ¿Cómo quieres que no tenga interés? Tampoco soy de piedra.
— Precisamente por eso, yo me mantendría, ahora, más alejado que nunca.
— ¡Qué gracioso! Eres tú el que llegó aquí lloriqueando a altas horas de la noche.
— Touché. Pero, en serio, no te quiero involucrar más. De verdad, no es ningún juego. Tenías que haber visto a Gus. A lo que nos enfrentamos, te aseguro que no es sólo malo; es cruel. De verdad, será mejor que no sepas nada más.
— Tranquilo, tranquilo. No quiero que me mate vuestro jodido bicho.
Cuando acabaron de comer, Ernesto le pidió a Santi que le acercara a casa. Como había planeado, se metería en el maletero para acudir hasta allí. En el fondo de su corazón, Santi no podía creer nada de lo que su amigo le había contado, por lo que no pudo evitar soltar un par de comentarios burlones.
Finalmente, en todo caso, Santi condujo a su amigo hasta su casa. Cuando llegaron allí, le abrió la puerta del maletero y se despidieron. Ernesto insistió en agradecerle la ayuda, pero Santi rechazó los agradecimientos con un gesto esquivo.
— ¡Hala! Y acaba con vuestro bichito. Que no me entere que acabáis con el mundo— Santi no acaba de creer o, al menos, de asimilar la muerte de Gus, por eso hablaba como si aún fueran los dos socios de siempre.
— Descuida. Nos vemos.
Tras propinarle un afectuoso golpe en el hombro, en una última muestra de agradecimiento, Ernesto, se dio media vuelta y entró en su portal. No había olvidado sus experiencias con los ascensores por lo que decidió utilizar las escaleras.
Antes de entrar en la casa, dudó. Enfrente de la puerta revivió la pesadilla de las últimas horas. Por un momento sintió que su adversario era demasiado poderoso; sintió el deseo de renunciar y de escapar. Después, el sentido de la responsabilidad se impuso sobre sus miedos. Además, la certeza de que la escapatoria no era posible le convenció de que sólo tenía una salida.
Entró en la casa. Aparentemente todo estaba tranquilo, tal y como lo habían dejado Noelia y él unas horas antes. Se dirigió al salón. Los dos liberadores de movimiento se encontraban en el centro. Todo parecía correcto.
Ernesto descubrió con asombro que tenía los puños apretados con fuerza. Igualmente, la tensión atenazaba su mandíbula hasta el punto de que le estaba empezando a doler. Trató de relajarse, pero los músculos, a veces, responden a una lógica distinta a la que impone la cabeza.
También su respiración y su corazón respondían acelerados. Ernesto, ahora solo en su casa, se preguntó si no se había apresurado a la hora de renunciar a sus colaboradores: primero a Noelia y luego a Santi. Ciertamente, habría sido un acto muy generoso, suponiendo que eso les alejara del peligro, pero ahora echaba de menos una presencia amiga.
Sin saber muy bien qué hacer y sin atreverse a encender cualquier electrodoméstico, ni tan siquiera las luces, por miedo de alertar a su enemigo, Ernesto se sentó en el sofá, dejando pasar el tiempo. Hasta las siete y media no haría nada, como se había prometido. Pensó una y otra vez en los pasos que debería seguir para lanzar su ataque; en la mejor forma para no alertar a la Sombra hasta que fuera demasiado tarde. Primero, encendería el ordenador. A partir de ese momento, según creía, ya estaría en peligro. En todo caso, no sería hasta que conectara el router, cuando, estaba seguro de ello, La Sombra le localizaría y le atacaría. Antes de eso, por lo tanto, debería descargar los virus y todo el software que había preparado para su gran ofensiva. En cuanto todo estuviera preparado, activaría las conexiones para desplegar su ataque.
Eran las cinco de la tarde. Tendrían que pasar algo más de dos horas y Ernesto no podía hacer nada más que quedarse sentado en su salón.
El tiempo que siguió fue, con mucha diferencia, el más largo y agónico de toda su vida.

Santi volvió a su casa. Ya mientras conducía, un travieso pensamiento cruzó por su cabeza. Le había molestado la condescendencia con la que Ernesto le había explicado todo el asunto de La Sombra, como no queriendo involucrarle ¿Pero no le había involucrado ya? Pensó: ¿qué pensaba Ernesto? ¿Que no podría entenderlo? ¿Que no sería capaz de entender sus “genialidades”?
Siempre había sido igual, pensó Santi. Ernesto y Gus siempre se habían creído muy por encima de los demás. Siempre se habían creído unos genios. Él también era muy bueno. Él podría entender cualquier cosa que se propusiera.
¿Y ahora? Ernesto llega a su casa a altas horas de la noche, nervioso y asustado; le comunica la muerte de su amigo y ni siquiera tiene la deferencia de explicarle a fondo lo que estaba pasando. Tal vez él podría ayudar.
¿Y si todo lo que Ernesto contaba era cierto? ¿Y si habían creado un monstruo virtual e inteligente y fracasaba a la hora de pararle los pies? ¿Quién se encargaría, entonces, de eliminar la amenaza? ¿Cuál era el plan B?
Con este pensamiento, Santi llegó a una conclusión obvia. Estudiaría los archivos que Ernesto había dejado grabados en su ordenador. Tampoco me ha dicho que no lo hiciera, pensó finalmente, como un niño que se autoconvence, buscando resquicios para hacer algo que sabe inequívocamente que no está bien y que a sus padres no les va a gustar.
Santi llegó a su casa. Dio un par de vueltas dubitativo. Se sentó delante del ordenador. Libró una última batalla consigo mismo y finalmente lo encendió.
Por un momento sintió vértigo. Ernesto había volcado casi todo su trabajo de los últimos años. Santi se topó con una infinidad de archivos confusos, ordenados según una insondable estructura de cientos de ramificaciones. Escaló por la retahíla de códigos y subcódigos hasta lo que empezó a identificar como los proyectos principales. Poco a poco trató de establecer relaciones e hipótesis. En ocasiones, los nombres eran significativos: rastreo1, rastreo2, secuencia212, agujero, ratón, etc.; en otros casos las etiquetas de los proyectos respondían a códigos incomprensibles para Santi: Ehy221r, Hota, MAN42, etc.
Pronto, la tarea de sacar algún sentido a lo que tenía delante se tornó insufrible. Santi empezó a impacientarse. De alguna forma pretendía demostrarse a sí mismo que su genio era comparable al de sus dos compañeros. Aunque así hubiera sido, para cualquier ser humano sería imposible familiarizarse, en unas pocas horas, con un proyecto, que había sumido a dos poderosas inteligencias en años de estudio, en áreas tan revolucionarias y matemáticamente complejas como la inteligencia artificial, la criptografía o, en menor medida, la realidad virtual.
Este argumento no hubiera calmado a Santi, que durante años había sentido un latente pero punzante complejo de inferioridad. Nunca hubiera imaginado la crudeza con la que este sentimiento podría llegar a aflorar pero, ahora, con el estómago vacío, sentía una incontenible urgencia. Sus manos empezaron a cabalgar sobre el ordenador, saltando, en ocasiones, del teclado al ratón, como dirigidos por una voluntad desbocada. Se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Una suerte de locura controlaba sus extremidades que parecían adelantarse a los dictados de su cabeza. Finalmente, una furiosa angustia se expandió desde su interior. Santi no pudo ahogar un agónico grito al tiempo que aplastaba su incapacidad contra la mesa de un seco puñetazo. Del golpe, a punto estuvo de lanzar el ordenador por los aires.
Tras el terrible e incontrolado acceso de rabia, Santi se obligó a calmarse. Del modo que fuera sacaría algo en claro, se decía. Intentó recordar lo poco que Ernesto le había explicado la noche anterior.
Finalmente, se le ocurrió buscar los archivos en los que Ernesto había trabajado por fechas.
Poco a poco fue indagando, revisando los archivos de atrás adelante, por orden de modificación. Aquí sí, Santi fue capaz de entender, al menos parcialmente, de qué se trataba. Identificó la estructura de los virus y gusanos y fue comprendiendo la naturaleza del ataque que Ernesto había preparado.
Entre archivo y archivo, la comprensión fue ganando terreno. Pocas cosas hay tan satisfactorias en la vida, como cuando, sobre las cortinas del desconocimiento, se van filtrando luminosas corrientes de entendimiento. Los robustos muros de insondables símbolos y archivos se filtraban, aunque parcialmente, bajo inteligibles formas que Santi era capaz de interpretar. Era como construir un amplio puzzle, del cuál había sido capaz de enlazar diversos grupos de piezas en distintas partes. Aún no era capaz de identificar toda la imagen, pero ya sabía si se trataba de un paisaje o de un monumento.
El caso es que, animado por pequeños éxitos, Santi se vio arrastrado, indagando, hasta lo más profundo, la intrincada maraña de código.
Pasó al menos dos horas, que para Santi significaron menos de un minuto, suspendido en una intensa concentración.
A pesar de los avances, sus esfuerzos y su comprensión chocaban violentamente, cuando intentaba descifrar las claves que marcaban la identidad de La Sombra.
Santi, sin embargo, con la inercia de sus primeros éxitos, se volcó una y otra vez en los complejos problemas que empañaban su comprensión. No dejó que le embargara el desánimo. Sólo frenaba vagamente el torbellino de sus pensamientos, para recordarse que él no era más tonto que Ernesto o que Gus; que él podía llegar tan lejos como ellos. Instigado por dicho pensamiento se sumergía de nuevo en un estado de febril actividad.
Con el rápido vagabundear entre los archivos de Ernesto; con su desbocada carrera hacia la comprensión, Santi buscó ayuda más allá de su escritorio. Conectado a Internet, buscó información en páginas web, planteó cuestiones en chats especializados y empleó todo el potencial a su alcance para alcanzar su objetivo. Volcado en la necesidad de asimilar lo que tenía delante, ninguna alarma advirtió a Santi frente a lo que estaba haciendo.
Ni el recuerdo de la atormentada irrupción de Ernesto la noche anterior, ni su precaución a la hora de trabajar, aislado, con el ordenador, ni la pavorosa descripción de sus miedos y experiencias, ni tan siquiera la descripción de la muerte de Gus sirvieron para alertar a Santi sobre los peligros de abrir las puertas a Internet.
Para familiarizarse con su código, Santi entró en La Otra vida. Durante unos minutos probó distintas técnicas para desenvolverse en su espacio.
En realidad, no es que Santi no hubiera creído la historia de Ernesto o las implicaciones y peligros que se derivaban de ésta, pero, como un Santo Tomás, moderno y lógico, la fe de Santi necesitaba pruebas. Éstas se manifestaron ante él, con gran crueldad y violencia.
En efecto, al desplegar las comunicaciones de su ordenador, Santi abrió las puertas a la oscura creación de sus compañeros. Las cosas no pasaron con velocidad. Cuando Santi se conectó a Internet y especialmente a La Otra Vida, abrió paso a La Sombra, que extendió sus tentáculos hacia la nueva terminal.
Una vez en ésta, se desencadenó la desenfrenada actividad de Santi. Su incesante intercambio de información, sus maniobras en La Otra Vida y su manejo del lenguaje informático llamaron la atención de La Sombra. Rápidamente se zambulló en las entrañas de la máquina para entender con celeridad, la naturaleza del código que se guardaba en ella. La Sombra se protegió inmediatamente contra el supuesto ataque.
Aún faltaba una hora para las siete y media, el momento que Ernesto había planificado para su ataque contra La Sombra, pero, sin él saberlo, este ataque ya había fracasado.
 
9



Noelia se dirigió a uno de los hostales del centro de la ciudad. Sabía cómo debía moverse; debía evitar las tiendas y cajeros que identificarían inmediatamente su presencia, mediante sensores biométricos.
Lamentablemente Noelia no pensó en cubrirse la cara. No pensó en las miles de cámaras que, ya sean de tráfico, seguridad privada o pública, se mantienen expectantes, atentas al transcurrir de la ciudad.
Así, en poco más de dos manzanas, una cámara interceptó la presencia de Noelia. Rápidamente los mecanismos automáticos de identidad iniciaron sus algoritmos de búsqueda, descubriendo, en pocos segundos, los datos de ésta. Las autoridades, gracias a estos sistemas, podían acertar a encontrar a cualquier persona en pocos minutos.
Por desgracia para Noelia, no eran las autoridades las que la buscaban. Una criatura, mucho más poderosa, más malvada y brutal, andaba detrás de sus pasos. De haber adoptado una forma física, esa presencia estaría sonriendo, en esos momentos.
Noelia, en todo caso, permanecía ajena a su identificación y caminaba más o menos convencida de que todo estaba saliendo bien, incapaz de detectar el ondulante baile de las cámaras de vídeo a su alrededor.
Con cada esquina que doblaba, cada vez que cruzaba una calle o que alcanzaba los topes de visión de una de las cámaras, otras adoptaban posiciones para no perder su situación.
Había pocas calles o rincones en los que se estuviera libre de la indiscreta mirada de uno de esos espías mecánicos.
Noelia anduvo durante diez minutos más. Se dirigía a un hostal que conocía de su época de estudiante; un lugar en el que, en un par de ocasiones había buscado intimidad con algún novio esporádico. En dos ocasiones, había estado allí con el propio Ernesto. En ese sitio no hacían preguntas, no había sensores biométricos y no era frecuentado por gente especialmente peligrosa.
Cuando llegó, Noelia sintió un profundo alivio. Pensó que había conseguido su objetivo y que, durante un tiempo, estaría a salvo.
El hostal se encontraba en un tercer piso. Noelia llamó al telefonillo. Nadie contestó. Noelia insistió. Aún pasaron unos diez minutos y, cuando Noelia estaba a punto de desistir y de probar en otro sitio, una voz adormilada respondió.
— ¿Quién es?
— Necesito una habitación.
— No hay habitaciones.
— Por favor. Necesito un sitio para quedarme. Le pagaré el doble.
— Son la cinco y media. A las seis y media se va un cliente. Si no le importa esperar una hora, cuando se vaya, podemos prepararle la habitación.
— Está bien. Para mí está bien ¿Puedo Subir?
Sin contestar, se abrió la puerta. El portal estaba oscuro. Era un edificio antiguo. El recibidor era amplio. A un lado, con gruesas cadenas, apoyada contra la pared, descansaba una moto de motocross bastante sucia.
Noelia perdió un tiempo buscando un interruptor en la oscuridad. Esto le llevó algunos minutos, pero no se atrevió a adentrarse ni un paso sin algo de luz; ya había tenido bastantes sobresaltos por un día.
Cuando encontró el interruptor, una bombilla se iluminó en el techo. La bombilla, vieja, apenas alumbraba lo justo para identificar el ascensor y las escaleras; por un momento, parpadeó y pareció que iba a apagarse, pero finalmente se mantuvo incandescente.
Noelia llamó al ascensor. Pensó que ya era hora de superar sus recientes traumas con dicho aparato y que tendría que acostumbrarse, de nuevo, a su uso.
El ascensor alcanzó el recibidor, anunciando su llegada con un sordo pitido. Noelia se adentró en él. Las puertas se cerraron tras ella. Pulsó el botón del tercer piso. Por un momento temió que el ascensor no respondiera a sus deseos, pero, aunque con inercia, finalmente éste inició el ascenso.
Noelia, se apretó contra una esquina con los brazos apoyados contra las paredes, como si quisiera fundirse con la cabina del ascensor. A pesar de que se repetía constantemente frases tranquilizadoras, por mucho que tratara de convencerse de que todo había pasado, Noelia no podía deshacerse de la férrea tensión que atenazaba cada músculo de su cuerpo.
Cuando el ascensor alcanzó su destino, Noelia salió con urgencia, sintiendo, al respirar, que el aire se hacía menos denso. A la derecha del ascensor, le esperaba un joven bien dispuesto con media sonrisa. Muy probablemente, el madrugón le impedía exhibir una sonrisa completa.
— Es por aquí. Pase.
— Lo siento mucho. Necesitaba un sitio adónde ir.
— No se preocupe. No tiene por qué disculparse. Pero, como le he dicho, me temo que hasta dentro de una hora, más o menos, no tendrá habitación. Pase, por lo pronto, al comedor. Es por ahí, dijo, señalando una puerta, a un lado, en el recibidor ¿Quiere tomar algo? ¿Un café?
— Café no. Pero si tienes un Cola Cao…
— ¡Claro! Espere aquí.
El joven desapareció y, a los cinco minutos, volvió con una taza de chocolate caliente. Noelia comenzó a tomar el Cola Cao a pequeños sorbos. El joven se quedó haciéndole compañía. Es posible que sintiera una intensa curiosidad, pero no dijo nada. Su trabajo consistía, en gran medida, en no dejar translucir su curiosidad.
A Noelia le gustaba la compañía. Le ayudó a tranquilizarse y a congraciarse de nuevo con la realidad. Le dijo al chico que no tenía por qué quedarse haciéndole compañía. Que seguramente tendría cosas que hacer, o que, al menos, podría seguir durmiendo. Pero en el fondo esperaba que no se fuera y no lo hizo.
Le hubiera gustado entablar una conversación, pero lo único en que pudo pensar era en oscuras siluetas y negros augurios. Pensó que sus miedos no eran de lo más apropiados para compartirlos con un desconocido.
El joven también fracasó en sus intentos de llevar la conversación más allá de los primeros ofrecimientos de cortesía. En todo caso y a pesar de los silencios, ambos desconocidos compartieron la siguiente hora sintiéndose, de alguna forma, extrañamente cómodos con la presencia del otro.
Finalmente, alguno de los inquilinos empezó a despertar. Poco a poco, distintos ruidos se fueron elevando. Algunos venían de la calle, muchos del albergue: despertadores, crujidos, bostezos, pasos, pequeños portazos… Era el sonido de la normalidad.
Noelia empezó a sentirse realmente a salvo; incluso relajada. Un sueño absorbente fue, poco a poco, haciéndose dueño de su conciencia. Noelia luchó contra él, porque no quería quedarse dormida en el comedor. Sólo tenía que aguantar hasta que quedara libre la habitación. Según le había dicho su joven anfitrión, no faltaría mucho.
Algunos huéspedes empezaron a asomarse por los pasillos. El joven se disculpó. Tendría que atenderles.
Un señor de mediana edad, que llevaba un traje marrón bastante pasado de moda, entró en el comedor y, tras dar los buenos días a Noelia, se sentó en una mesa enfrente de ésta.
Poco después una chica entró con una humeante taza de café, que colocó delante del huésped. Salió y, al poco tiempo, volvió con dos tostadas y una aceitera para aderezarlas.
Noelia sintió hambre pero, por lo pronto, la sensación de sueño era mucho más atenazante y, luchar contra ésta, empezó a ocupar todas sus fuerzas. En un par de ocasiones, se sintió caer en efímeras ensoñaciones, sólo para despertar con violentas cabezadas. Cuando creyó que ya no podría aguantar más, al fin, su joven anfitrión apareció indicándole que tenía una habitación libre.
Encontrar una cama cuando se tiene sueño es, sin duda, una de las situaciones más gozosas. Noelia olvidó por momentos las sombrías aventuras de la jornada. Tras agradecer al joven su amabilidad, se dejó caer en la cama. Allí reposó, despreocupada, algo más de cuatro horas. Entonces, poco a poco, los temores bucearon, de nuevo, en su subconsciente.
El recuerdo del parque en el que había permanecido inmóvil durante algunas horas, aquella noche, fue el primer escenario de sus pesadillas. Los árboles, entre los que había corrido huyendo de los dos pordioseros, aparecieron convulsos, en sus sueños, dolorosamente retorcidos, recorridos por grietas y recovecos, conformando un terrorífico bosque amenazante. Noelia corría, como lo había hecho en la realidad, pero, en sueños, sus perseguidores eran más veloces, más violentos y más fieros. Los demonios y zombies, con los que había luchado en el Desafío, aparecían, en sus pesadillas, aún más terroríficos si cabe.
Por tres veces, Noelia se despertó bruscamente, ahogando un grito de terror y agarrándose con fuerza a la seguridad de su sábana. Después de su tercer sobresalto, tras haberse reencontrado con la sádica mirada de La Sombra, Noelia fue incapaz de volver a dormirse. La sonrisa de La Sombra transmitía claramente un mensaje que Noelia no pudo olvidar para volver a confiarse a los indefensos brazos de sueño: ¡Sé dónde estás!
Durante algún tiempo, Noelia permaneció en la cama. Parecía que, en la soledad de su habitación, nada iba a importunarla. Pensó en las posibilidades de pasar el resto de su vida en la habitación, sin tener que enfrentarse a oscuros fantasmas digitales y personajes de intenciones dudosas.
Finalmente, sin embargo, empezó a sentir hambre. Por otro lado, se preguntaba qué habría sido de Ernesto. Sintió una punzada de vergüenza por haberse recluido, huyendo del peligro.
Por lo pronto, comería algo y recobraría fuerzas; luego, pensó, saldría a averiguar qué había pasado con su amigo.
Noelia se dirigió a la puerta de su habitación. Una asfixiante ansiedad premonitoria conquistó todo su cuerpo en el momento en el que alcanzaba el pomo de la puerta. Se había sentido segura en su habitación; abrirse, de nuevo, al exterior, le suponía un esfuerzo de superación. Trató de ignorar los presentimientos y, con un empuje de voluntad, tiró de la puerta hacia dentro. Tal fue el impulso que el pomo se le escapó de la mano. La puerta giró velozmente golpeando la pared con violencia y retornando, más lentamente, a su posición.
Detrás de la puerta, en el pasillo, esperaba una de las criaturas de sus pesadillas; la misma con la que había luchado en el Desafío. Con cientos de estacas metálicas surgiendo amenazantes de su cuerpo, la criatura era una especie de monumento al dolor. Cada centímetro de su cuerpo parecía tener una función puramente ofensiva. Los filos de sus punzantes escamas surgían afilados y lisos, como cuchillos. Sólo en sus articulaciones algunos sables surgían irregulares, con muescas y grietas que, rompiendo la continuidad, eran, en sí mismos, un homenaje a la tortura física. El negro de su armadura alimentaba el aura de pesadilla, pero eran sus ojos la única parte aparentemente orgánica de su cuerpo, los que acertaban reflejando toda la maldad y la pasión destructiva de la criatura.
Junto al monstruo yacía inerte el joven anfitrión que había atendido a Noelia a su llegada. Un espantoso corte cruzaba su cuerpo desde el hombro hasta el bajo vientre. En la cara del joven había quedado congelada, una expresión de asombro y pánico. Sus ojos miraban ahora hacia el cielo como planteando una interrogante divina. Un charco de sangre rodeaba a la víctima aunque, aparentemente, no había toda la sangre que cabría esperar. Era como si el arma homicida hubiera cauterizado las heridas a medida que las producía.
Noelia retuvo el potente alarido que se había forma en sus entrañas. Sólo lo liberó, cuando, capturando la puerta que, al chocar contra la pared, retornaba girando sobre sus bornes, la empujó con fuerza sobrehumana. El grito que surgió de su interior parecía haber perdido todo componente de humanidad; era el sonido puro y simple de la desesperación. Tal fue la violencia del gesto que, aunque la puerta hubiera llegado a cerrarse, tal vez habría rebotado o hubiera conducido su energía contra los bornes, haciéndola saltar de sus guías; en todo caso, eso no ocurrió, porque, el demonio, al otro lado, interpuso una de sus afiladas garras metálicas impidiendo que la puerta se cerrara.
Noelia retrocedió aterrada. Ahora sí gritó con pánico, pidiendo ayuda. No sabía si alguien podría oírla. No sabía si, al igual que al joven anfitrión, el monstruo habría aniquilado a todas las personas del hostal, tal vez del edificio ¿Cómo era posible que eso hubiera pasado sin que ella se diese cuenta?
Noelia chocó contra la mesita de noche que se apoyaba en la pared, enfrente de la puerta. Buscó algún objeto con el que atacar al demonio. La mesa estaba vacía. Ella no había traído nada y tampoco había nada en el hostal. Se agachó ligeramente y sacó uno de los cajones de la mesilla. Lo lanzó con todas sus fuerzas contra la criatura. Ésta apenas se inmutó. Levantó un brazo y el cajón se desintegró en piezas que cayeron en todas direcciones.
Alocada y fortalecida por el efecto de la adrenalina, Noelia levantó la mesilla e, impulsándose hacia delante, la lanzó de nuevo contra su enemigo. El efecto no fue muy diferente que con el cajón.
Noelia volvió a retroceder, acurrucándose contra la esquina de la habitación. Allí trató de evaluar sus posibilidades. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que el demonio no se había movido de la puerta, como si la estuviera reteniendo pero no quisiera matarla; al menos por lo pronto.
En todo caso, ella no se quedaría quieta esperando a que el monstruo se decidiera. Junto a él, a poco más de un metro, había caído una especie de estaca de madera; había pertenecido a una de las patas de la mesilla que había utilizado como arma arrojadiza.
Noelia se movió lentamente, evaluando las reacciones del demonio. Éste no parecía reaccionar a las iniciativas de ella. Tan sólo la seguía con la mirada, transmitiendo con la malignidad de sus ojos, la certeza de su superioridad.
Ya te he matado una vez, se repetía Noelia, conjurando su pavor, mientras se acercaba a la larga estaca. Sólo tengo que alcanzarla y ensartarla en los ojos del maldito monstruo, pensaba. Podía hacerlo.
Se acercó a la estaca y, poco a poco, se agachó para recogerla. El demonio estaba a tan sólo un metro de distancia. Si daba un paso adelante podría alcanzarla con una de sus afiladas garras. No lo hizo, pero, en lugar de eso, dio un pequeño paso hacia un lado, enfrentándose a Noelia. Ese pequeño gesto desvió la iniciativa de Noelia que reaccionó instintivamente, lanzándose hacia atrás con velocidad y topando de culo contra la pared.
Durante unos segundos Noelia se quedó sentada, mirando a su enemigo. Sintió que la voluntad se le escapaba por momentos. El corazón martilleaba con fuerza y pensó que, con cualquier nuevo esfuerzo, le iba a reventar. Por segundos pensó en rendirse, en quedarse allí sentada esperando su destino. A través de la puerta pudo ver el cuerpo inerte del joven anfitrión. Por un momento, sintió algo parecido a la envidia. Él ya no tenía que preocuparse por su vida. Todo había pasado. Pero, después, este pensamiento, insufló nuevos ánimos y esperanzas a Noelia. Ella no estaba muerta.
Poco a poco volvió a incorporarse. Esta vez reaccionó con velocidad. De un salto se plantó junto a la estaca de madera y la rescató del suelo. Desplazándose un paso en lateral y acercándose un poco hacia su enemigo, lanzó una violenta estocada hacia su cabeza, con la esperanza de alcanzarle un ojo. Probablemente lo hubiera conseguido de no haberse interpuesto uno de los afilados espolones del brazo de la criatura.
Un fuego infernal pareció atravesar la mano de Noelia. El dolor fue tan intenso y sobrenatural que Noelia estuvo a punto de perder el sentido. Vio como uno de los espolones atravesaba de lado a lado la palma de su mano. El arma parecía latir en el interior alimentando con un ardiente sufrimiento el, ya de por sí, terrible dolor de la herida.
Durante unos instantes, Noelia miró, desarmada y pasmada, su mano atravesada, suspendida en el aire, unida al maléfico Ser. Si el metálico espolón le producía un intenso sufrimiento, la idea de deslizar la mano fuera del filo se le hizo insufrible. Tuvo que hacer acopio de tuda su voluntad para, dando un paso atrás, deshacerse del doloroso abrazo. Al deslizar su mano fuera del cuchillo en el que se encontraba ensartada, Noelia no pudo ahogar un intenso alarido. A punto estuvo de desmayarse por el dolor.
El demonio no se movió de su sitio en el umbral de la puerta. No obstante, cuando Noelia se hubo separado y ahogó su grito de dolor, como si hubiera esperado a tener toda su atención, la propia criatura abrió sus fauces para dejar escapar un tétrico alarido.
Si el sonido del monstruo pareció retumbar en su herida, recordándole el dolor que le podía infringir, más retumbó en su cabeza y en su corazón, helándole la sangre y acabando con toda iniciativa. El sonido que salió del monstruo era lo más terrorífico que Noelia había escuchado en su vida. Los rugidos de los más temibles depredadores del planeta no se podían comparar a la desalmada crueldad que, con metálicos estertores, atravesó las entrañas de Noelia aniquilando su voluntad.
Noelia volvió a retroceder, aplastándose otra vez contra el rincón de la habitación. Se acurrucó sujetándose la mano herida contra la camisa. Sollozaba aterrada y desesperada, perdida, ahora, cualquier esperanza de salir con vida.
El demonio se mantuvo en el umbral de la puerta.
 
10



Santi llevaba casi tres horas peleando con los archivos, proyectos y subproyectos que Ernesto había dejado en su ordenador. Aún no se había percatado de la oscura presencia que, sinuosamente, había conquistado posiciones en su ordenador. La Sombra le vigilaba.
Fue, al querer publicar parte del código de comportamiento de La Sombra en un Chat especializado, cuando Santi empezó a percatarse de que algo extraño pasaba. Las comunicaciones se interrumpían momentáneamente, pero no lo hacían de forma aleatoria, sólo cuando Santi quería hacer público los códigos más complejos.
Santi se empeñó en tratar de comprender qué estaba dificultando las comunicaciones. En varias ocasiones verificó el funcionamiento de sus líneas de comunicación, así como del router. Pronto comprendió que el hardware funcionaba correctamente. Algo modificaba la información que él enviaba. Era como una especie de filtro.
Lo que desconcertaba a Santi es que no podía identificar unos parámetros objetivos que pudieran explicar qué información pasaba y cuál no. De vez en cuando, transmitía páginas enteras de código sin que se perdiera una sola línea; en otras ocasiones, insistía en enviar un par de instrucciones, que eran arbitrariamente eliminadas o modificadas de forma impredecible.
Para un profesional como Santi, esto era tan extraño como que la lluvia caiga hacia arriba o los elefantes escarben madrigueras en el suelo. Simplemente no tenía lógica.
Poco a poco, sin embargo, Santi fue admitiendo una solución que se había negado a aceptar: una inteligencia estaba vigilando su actividad. Santi comprendió que algo o alguien estaba con él compartiendo el ordenador.
No dejó que le invadiera el nerviosismo. Ni siquiera, con todo lo que Ernesto le había contado, ni con todo lo que había averiguado sobre el proyecto de sus compañeros, Santi estaba dispuesto a aceptar que una inteligencia virtual se hubiera hecho con el control de su ordenador y le vigilara. Tenía que haber otra explicación, pensaba. Alguien se había introducido desde otro ordenador.
Santi intentó aislar los intercambios de información desde su ordenador. No identificó nada extraño. Quien quiera que indagara en su actividad sabía cubrir sus pasos.
Más por precaución que porque lo creyera realmente, Santi valoró la posibilidad de que fuera La Sombra la que, de alguna forma, se hubiera introducido en su ordenador ¿Cómo podría verificarlo?
Ernesto le había dejado varios antivirus listos para atacar precisamente a este enemigo ¿Qué habría de malo en ejecutar uno?
Lo que Santi no sabía es que La Sombra ya se había inmunizado contra estos ataques.
Cuando Santi lanzó el primer ataque, el ordenador reaccionó con rapidez. De improviso, cada mecanismo se puso en funcionamiento; cada elemento del ordenador pareció requerir energía y los dos ventiladores internos del ordenador se pusieron en marcha a la vez. La pantalla se tornó negra de repente. Durante un par de segundos Santi no pudo hacer nada. Después, todo pareció volver a la normalidad.
¿Qué coño ha pasado?, pensó.
Repitió la ejecución del antivirus y se repitió exactamente el mismo proceso.
¿Cómo saber si algo seguía controlando sus pasos? Para asegurarse intentó enviar a un Chat alguna de la información que, antes, se quedaba bloqueada en el camino. Todo seguía igual. Algo seguía interviniendo sus comunicaciones.
Santi, ahora sí, empezó a ponerse nervioso. Por primera vez, comenzó a lamentar su curiosidad. ¿Y si había destrozado todo el plan de Ernesto? Ya estaba aceptando la posibilidad de que una inteligencia digital estuviera controlando sus actos.
Decidió ejecutar todo lo que Ernesto había dejado en su ordenador. Con la rapidez de un profesional, sus manos se deslizaron veloces, abriendo y ejecutando archivos uno tras otro.
De nuevo, el ordenador anunció su actividad, con el sonido de los ventiladores. Esta vez, sin embargo, éstos no se frenaron, si bien, al contrario, parecían querer despegar girando con insistente furia. Pronto, un cierto olor a chamuscado se elevó desde los circuitos de la máquina. Sólo entonces sus reacciones parecieron calmarse ligeramente pero, en ese momento, la pantalla comenzó a parpadear con cadencia amenazadora.
En una infantil recesión Santi experimentó una asfixiante reacción, próxima a la histeria. Era el tipo de sentimiento desesperado que atenaza a un niño que está por enfrentarse a la desaprobación paterna, tras haber hecho algo realmente malo. De la misma forma, Santi hubiera dado cuanto estuviese en su mano por retroceder al momento inicial. Su curiosidad le parecía vacua y absurda, ante la creciente percepción del peligro.
Se volvió a emplear a fondo en combatir la supuesta amenaza, esta vez con más brío que cabeza. Volvió a ejecutar los programas de Ernesto para, más tarde, ante la obvia inutilidad de esta acción, intentar una acción de borrado. Empezó a revisar todos aquellos sectores de memoria y todos los procesos en ejecución susceptibles de servir de apoyo a su supuesto enemigo. Con rapidez se entregó al empeño de eliminar todo cuanto en su ordenador parecía sospechoso. Golpeaba con furia el teclado, empeñándose con especial saña contra la tecla “Supr” del mismo. Sin darse cuenta, había comenzado a farfullar frases inconexas: “sí, ahora, sí”, “te cacé”, “suprimir, suprimir”, “¡Muere!” “¿Dónde estás? ¿Dónde estaas?”…
Cuando prácticamente ya no quedaban contenidos en el ordenador, más allá de un sistema operativo reducido a sus funcionalidades básicas, la amenaza presentida por Santi se hizo finalmente visible: con grandes letras góticas, una intermitente inscripción surgió con la certeza de una declaración de intenciones: “Life Over”.
Santi retrocedió violentamente con la misma inercia que si hubiera recibido una patada en mitad del pecho. La silla salió despedida hacia un lado. Desequilibrado, trastabilló, topando, en tres pequeños y veloces pasos, con la espalda en la pared.
En una última tentativa intentó un desesperado ataque; el único que, a esas alturas, se encontraba capacitado para desempeñar. Lanzándose de nuevo hacia el ordenador, capturó la silla que se encontraba tumbada a un lado y, con toda su fuerza, bateó contra el monitor que, tras chocar en la pared, se precipitó violentamente contra el suelo. Cuando hubo acabado con el monitor, se centró en el cerebro de la bestia. Como un luchador de Sumo, levantó el PC por encima de su cabeza y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo, justo al lado de donde yacía, destrozado, el monitor.
Próximo a la locura, Santi rió en voz alta. La risa quedó sofocada por un sádico alarido a su espalda; la voz de la Sombra penetró su piel, provocándole un helado espasmo. Con la efectividad de una descarga eléctrica, todos sus músculos se tensaron violentamente. Venciendo una inercia paralizante, Santi se obligó a encarar el origen del alarido. Apenas se había dado media vuelta, por el rabillo del ojo, vislumbró la certeza del Terror que le acechaba.
No necesitó más verificaciones. Comprendió rápidamente la implicación de lo que estaba ocurriendo. Pensó en la muerte de Gus e intuyó que su propia vida estaba en juego.
No terminó de darse la vuelta. En lugar de ello, con la fuerza de un atleta contrarreloj, inició una desesperada carrera. De un salto, abandonó el cuarto en el que se encontraba, para lanzarse, despavorido, hacia la puerta de su apartamento. Atravesando el pasillo en casi poco más que unas fracciones de segundo, detuvo su carrera bruscamente contra ésta. Agarrando el pomo de la puerta con una mano y, colocando la otra sobre el marco de la misma, la impulsó violentamente hacia atrás de un empellón. La puerta golpeó ruidosamente contra la pared. Mientras lo hacía, Santi atravesaba el umbral de su casa, impulsándose ferozmente, desde el marco de la puerta.
Mientras iniciaba el descenso por las escaleras, oyó la puerta cerrarse detrás de él, rebotada desde la pared. Este sonido le hizo sentirse algo más seguro. Al menos, esa barrera se interponía, ahora, entre La Sombra y él. Apenas había empezado a sentir la confianza crecer en su interior, cuando vio sus esperanzas de supervivencia rápidamente disminuidas. No había descendido un piso cuando se encontró frente a frente con su enemigo. La Sombra le esperaba en el rellano. Sus ojos, más que odio, transmitían algo parecido al desprecio. Por el mero placer de hacer sufrir a su víctima, La Sombra descargó toda su malicia en un atronador alarido.
Santi detuvo su carrera en seco. Al hacerlo, un pie se deslizó sobre el último escalón, por lo que, perdiendo la estabilidad, fue a golpear con la espalda contra un borde; su otra pierna, retrasada, quedó doblada en un ángulo imposible. El golpe hubiera sido terriblemente doloroso pero, aupado por la adrenalina, Santi se recompuso en un instante, iniciando una nueva carrera, esta vez hacia arriba.
En subir, a pesar del golpe y de la gravedad, no tardó mucho más de lo que había tardado en bajar. Pasó por delante de la puerta de su apartamento y continuó corriendo hacia arriba. Avanzaba controlando la inercia contra las paredes; propulsándose a fuerza de empellones. Durante la carrera, le persiguió, constante, un fantasmal cosquilleo en la nuca. Cada paso pensaba que podía ser el último de su huída. Con cada nuevo escalón esperaba ser detenido en seco, atacado por la espalda.
Nada lo detuvo hasta que llegó al último piso. Una puerta metálica daba acceso a la azotea del edificio. Estaba cerrada. Fuertemente tiró y empujó, tratando de despejar su única vía de escape. No hubiera podido hacerlo sin sacar la puerta de sus goznes. Ni siquiera con la fuerza de la desesperación pudo Santi, abrirla. Durante algunos segundos se empleó a fondo sintiendo que su tiempo y sus energías se agotaban. Finalmente desistió.
Con un negro presentimiento envolviendo su corazón, bajó los brazos lentamente. No se giró. El escalofriante alarido de su enemigo volvió a atravesarle de un lado a otro. Incapaz de afrontar la amenaza, como la imagen del avestruz que niega sus miedos ocultando la cabeza, Santi se mantuvo de cara a la puerta metálica. De rodillas, doblado sobre sí mismo, esperó su destino.
Una poderosa fuerza, le lanzó contra el techo. El ser humano tiene un poderoso mecanismo de defensa que tiende a bloquear el sufrimiento cuando se enfrenta a poderes superiores. En caliente, no se percibe el dolor con la misma intensidad. Ese mecanismo, no pareció funcionar en el caso de Santi. Contra el techo, sintió como uno de sus brazos, en palanca, vencía el tope de sus articulaciones y cedía a un insoportable dolor. Cayendo de cabeza contra el suelo, su cuello se retorció, al límite de la rotura, desencadenando un intenso dolor que descendió, agónico, a lo largo de la columna.
Sin tiempo para recuperarse, apenas consciente del alcance de sus lesiones, Santi fue de nuevo volteado. Con la furia de un depredador, sometiendo entre las fauces a su presa, La Sombra lanzó a Santi contra la pared para, de nuevo, recogerlo y volver a lanzarlo. Al menos diez veces salió despedido con fuerza inhumana, sintiendo sus huesos resquebrajarse impotentes con cada acometida, antes de perder el conocimiento.
Cuando encontraron el cadáver, la masa sanguinolenta que había sido Santi, finalmente abandonada, había perdido casi todas sus características humanas. Apenas se podía distinguir lo que habían sido sus extremidades entre el amasijo orgánico que descendía, extendiéndose, abstracto, sobre los últimos escalones del edificio donde había vivido.
 
11



Acosado por los nervios, a Ernesto, su ya de por sí pequeño apartamento, se le antojaba una ratonera. Como una bestia enjaulada, se movía impaciente, rebotando de pared en pared. Repasaba, una y otra vez, los pasos que debería seguir para vencer a La Sombra. Ignoraba, por supuesto, que su plan había fracasado, antes incluso de su inicio. De haberlo sabido, podría haber ideado una nueva estrategia. Ni siquiera acertó a sospechar, en sus predicciones más pesimistas, el drama que se había desarrollado en casa de Santi. Asustado y conmocionado por los sucesos de los dos últimos días, no imaginó que la curiosidad pudiera impulsar a Santi a involucrarse voluntariamente en un asunto tan turbio.
Con todo, no necesitaba saber el destino de su amigo para comprender que, si todas sus hipótesis y conclusiones eran acertadas, en realidad tendría muy pocas oportunidades de salir bien parado. Sintió la tentación de huir y, tal vez, lo hubiera hecho si hubiera sabido cómo y adónde. Su única opción era enfrentarse a su creación.
Eran casi las siete de la tarde. Quedaba algo más de media hora para iniciar el protocolo de ataque que mentalmente había repasado una y otra vez.
Pensó que no aguantaría hasta la hora que tenía planeada ¿Qué importaba si se adelantaba un poco? Había sido su propia decisión y su propia responsabilidad. Sin embargo, su firme sentido del deber, unido a una tozudez que, en el caso de Ernesto, alcanzaba, en ocasiones, cotas exasperantes, salió victorioso frente a la impaciencia y la precipitación.
Recorriendo la habitación en trayectorias laberínticas, pudo haber completado distancias maratonianas durante las dos últimas horas, en las que los nervios empujaban cada músculo en una efervescente actividad. De no ser por el riesgo que entrañaba cualquier transacción comercial, no hubiera resistido la tentación de bajar a por un paquete de tabaco. Hacía más de dos años que lo había dejado y, en general, no tenía ninguna necesidad de reincidir en ese vicio pero, al fin y al cabo, era muy posible que encontrara un destino más inmediato que cualquiera que el tabaco pudiera inducir.
Por eso, más como pasatiempo que como otra cosa, se entretuvo en idear un plan para hacerse con un cigarrillo, sin riesgo de ser detectado por La Sombra. Se le ocurrieron un par de ideas y, tal vez, las hubiera puesto en práctica de no ser porque tampoco tenía fuego. Conseguir un mechero o unas cerillas hubiera sido aún más complicado que conseguir tabaco.
Sea como fuere, pensando en ello, el reloj avanzó sobre la hora que se había establecido. Ernesto se sentó delante del ordenador. Dudó. Recuperó una sensación que no creía haber sentido desde que terminó de estudiar: la que le empujaba a afrontar los exámenes, a pesar del miedo intenso que le provocaban y contra el intenso temor al fracaso. Era un sentido del deber que triunfaba sobre sus instintos más desarrollados. El mismo sentido del deber que, por otra parte, le había proporcionado inmensas satisfacciones. Pensó, no obstante, en lo desproporcionado que era comparar la posibilidad de una muerte espantosa con la realización de un examen. Esa es la intensidad con la que se afrontan los retos, cuando uno es más joven, pensó, atribuyéndose a sí mismo una experiencia y un bagaje que, en realidad, no era muy superior al de sus tiempos de universidad. De alguna forma, a pesar del temor que sentía y, aunque daría cualquier cosa por retroceder en el tiempo y deshacer los últimos acontecimientos, lo cierto es que en un rincón de su alma, auspiciada por su revivida pasión juvenil, vibraba una ardiente satisfacción.
Finalmente, con terror y pasión, con alegría e inercia, con energía y con una efervescente tensión, condujo finalmente su mano hacia el botón de arranque del ordenador. Como, cuando a uno le aseguran que no pasa nada si se toca sólo uno de los orificios de un enchufe y, a pesar de ello, el instinto previene contra ello; de igual forma, Ernesto se detuvo un instante, acumulando valor, con el dedo a un centímetro del botón.
Por un momento, creyó que su muerte sobrevendría tan pronto como la electricidad inundara de actividad los circuitos de su ordenador. No ocurrió así, por lo que se empleó, como había repasado mentalmente, en lanzar su ataque. Descargó todos los archivos que había creado en su ordenador. Viendo que no pasaba nada, se concedió unos segundos para organizar toda la información, antes de empezar a ejecutar los virus informáticos. Cuando todo estuvo listo, se empleó con toda la velocidad de la que fue capaz en ejecutar cada una de las tareas que tenía previstas. Sus dedos golpeaban el teclado con eficacia profesional. En apenas un par de minutos, Ernesto había desplegado todas sus armas. Sólo quedaba esperar.
Durante aproximadamente tres minutos, no pasó nada. Ernesto sintió un creciente alivio. Llegó a sentir, incluso, una punzada de vergüenza, conducida por un fugaz pensamiento: ¿y si todo había sido fruto de su imaginación?; ¿y si había una explicación más lógica y sencilla que la de una monstruosa inteligencia artificial para los últimos sucesos, incluso para la muerte de Gus? Por desgracia, enseguida habría de pensar que la vergüenza habría sido infinitamente mejor que la realidad.
La pantalla del ordenador parpadeó. De repente, se apagaron las luces del salón y se encendieron todas las pantallas. Ernesto se levantó y retrocedió un par de pasos. Aunque su instinto le empujaba a huir, ésta no era su intención. Quería saber dónde acabaría todo esto. En las pantallas reconoció el escenario. Él lo había diseñado. Se trataba del Desafío. Doblando una esquina, surgió la tétrica silueta que se había convertido en su peor pesadilla.
La Sombra comenzó a interpretar un baile macabro; con el ritmo desenfrenado y cruel de un ritual tribal, acompañado de inhumanos alaridos, la criatura se acercaba y alejaba en la pantalla, en actitud provocadora.
Ernesto lo interpretó como una invitación a volver al Desafío, que había abandonado algunas horas antes de forma precipitada. A Ernesto siempre le había parecido ridícula la actitud de los protagonistas en las películas de miedo. El modo en el que éstos se precipitaban, una y otra vez, hacia las evidentes trampas que les tendían los malos, desafiaba su lógica más elemental. Puede que la curiosidad sea un sentimiento poderoso, pero no tanto cuando se enfrenta al instinto de supervivencia. Así había pensado siempre y, ahora, siendo él el protagonista de la película, no iba a traicionarse. Ni por un solo momento pensó en acudir al encuentro de su enemigo. No veía una sola razón para enfrentarse a él en su terreno. No tendría ninguna posibilidad de salir bien parado. No, pensó, si hay algún modo de vencer a La Sombra es desde la vida real.
Como si le hubiera leído el pensamiento, en la vida real, delante de sus ojos, empezó a materializarse la odiosa criatura. Su aparición se anunció con su pavoroso rugido. El sonido atravesaba cada poro de la piel, desencadenando una violenta reacción física. Cada vello del cuerpo reaccionó en violenta ebullición. Un estremecedor escalofrío recorrió el cuerpo de Ernesto, con tanta intensidad que casi perdió el equilibrio. Lo cierto es que las piernas apenas acertaban a mantenerle erguido. El corazón golpeaba tan desbocadamente que sintió un momentáneo mareo.
Durante unos segundos, Ernesto reprodujo otra de esas reacciones que tampoco podía entender de las películas de miedo. En esta ocasión, no se comportó de forma muy diferente de la de los absurdos protagonistas de estas películas. En lugar de salir corriendo, como le suplicaba cada fibra de su cuerpo, se mantuvo quieto en su sitio, incapaz de reaccionar, atento al monstruoso ente que surgía frente a él.
No fue hasta que éste se había materializado completamente, cuando, como si hubieran anunciado la acción con un pistoletazo de salida, Ernesto reaccionó. Alcanzó un cenicero que descansaba en la mesa más próxima y, con fuerza, lo lanzó contra su enemigo. Para su sorpresa, este ataque retuvo durante un segundo a La Sombra, que reaccionó dejando escapar de su oscura garganta el sonido más amenazador y el más terrible horror que se puede imaginar con palabras. Ernesto interpretó el mensaje: “ahora sí que la has cagado”.
Disparado por la acción de la adrenalina, Ernesto salió de la habitación, empujando la puerta detrás de él con todas sus fuerzas. Atravesó el pasillo, dirigiéndose hacia la puerta de salida. Antes de llegar a ésta paró su carrera en seco. Allí le esperaba otro demonio; uno de los esbirros que, con tanto esfuerzo, había desenterrado de los rincones más ocultos y perversos de su alma para crear el Desafío ¿Cómo podría haber imaginado que se enfrentaría, en la vida real a sus miedos y a sus terribles creaciones?
La criatura de la entrada era uno de sus zombies, una de esas criaturas sanguinolentas y pustulosas, sobre cuyo aspecto Gus y él habían bromeado con frecuencia. Recordándolo, a nada de aquello le veía ninguna gracia en esos momentos.
Desesperado, imaginando más que percibiendo la inminencia de una amenaza, aún más temible, a su espalda, Ernesto se abalanzó contra el zombie. Con toda su fuerza apartó a la criatura, empujando con los dos brazos. Otra vez, con sorpresa, vio cómo su enemigo cedía fácilmente ante sus esfuerzos. El zombie voló un metro sin reaccionar, despejando el camino para salir del apartamento. Ernesto se preguntó si tan espectacular reacción se debía a la fuerza con la que había reaccionado, o bien, a que el zombie pesaba poco. En todo caso, en esos momentos, no estaba para planteamientos físicos.
En cuanto hubo recuperado el equilibrio, agarró el pomo de la puerta y la abrió rápidamente. Al otro lado de la puerta estaba La Sombra. Había empezado a hacer trampas, también en la vida real. Volvió a cerrar la puerta con rapidez. Se disponía a huir hacia el otro lado, intentado idear una escapada alternativa, cuando se dio cuenta de que no se podía mover. Algo le había atrapado los brazos con una rigidez férrea. Comprendió inmediatamente que se debía tratar del zombie. Animado por el éxito de su anterior ataque, intentó contrarrestar el firme abrazo con el que éste le tenía retenido. Ahora, sin embargo, la criatura era completamente inmune a sus esfuerzos. Pataleando y golpeando con todas sus fuerzas, Ernesto apenas consiguió que su enemigo se inmutara.
El zombie arrastró a Ernesto, de nuevo, hacia el salón dónde se encontraba el ordenador. Quedaron plantados en mitad de la habitación. Ernesto no había parado de golpear y de retorcerse. Además, sin ser consciente de ello, había gritado con todas sus fuerzas, con la esperanza de que alguien pudiera acudir en su ayuda. Ninguno de sus esfuerzos obtuvo recompensa.
Aprisionado e indefenso en mitad del salón, Ernesto no pudo hacer otra cosa que esperar su destino. Apareció La Sombra. Tal y como había sido “programada”, la criatura, desplegó su psicótica y juguetona personalidad. En lugar de acabar rápidamente con el sufrimiento de su enemigo, volvió a interpretar su cruel ritual, chillando y agitándose en un baile victorioso, humillante y pavoroso.
Durante su ritual, acercándose a Ernesto, de un certero zarpazo, cercenó las venas en una de las muñecas de éste que colgaban bajo el férreo abrazo al que le tenía sometido el zombie. La Sombra, tras su primer ataque, aceleró sus movimientos, añadiendo al horror de su macabra interpretación una suerte de felicidad orgiástica y exacerbada. Mientras empezaba a desangrarse, al pavor y los remordimientos de Ernesto, se les sumó una sensación de profunda repulsión.
Poco después, con un segundo acercamiento, La Sombra atacó la segunda muñeca de Ernesto, que sintió, ahora sí, que todo había acabado.
Poco a poco, bajo la terrible banda sonora de la bestia, sus sentidos se fueron apagando. Tan desesperado y profundo fue su odio hacia la macabra interpretación de La Sombra que, en los últimos momentos, cuando sentía flojear su conciencia, a medida que se apagaban sus sentidos, sintió una especie de calmado alivio.





12



Ernesto sintió que sus sentidos volvían golpeando su conciencia con una intensidad casi dolorosa. No podía entender qué había pasado ¿Por qué estaba vivo? ¿O no lo estaba?
Miró a su alrededor. No tardó en comprender dónde estaba. Se encontraba en La Otra Vida. En la puerta del Desafío. La Sombra insistía en el enfrentamiento. De alguna forma había sido capaz de trasladar su conciencia al mundo virtual. Si él mismo había hecho de su criatura un ente real, ¿porqué motivo, no podría hacerse a la inversa? Le habían convertido en un algo virtual.
Ernesto sintió un profunda desesperación; no tanto por su muerte real o por su nueva condición, sino porque su lucha continuaba ¿Cuándo terminará esto?, pensó. Por duro que parezca, Ernesto había aceptado su muerte, no ya con resignación, sino casi como un justo castigo por la monstruosidad que Gus y él habían creado. Por momentos se sintió sin fuerzas para seguir luchando. Ya había muerto ¿Qué habría peor que eso? ¿Por qué insistir en una batalla que estaba perdida antes de empezar? ¿Cómo vencer a un ente que es todopoderoso en su terreno?
Sólo cuando su frustración hubo tocado fondo, encontró nuevos argumentos; entre ellos, el más poderoso, cómo no, su exigente sentido del deber. Tendría que intentarlo por todos los medios. No podía dejar semejante legado a la humanidad. Si bien ya había dejado atrás su último aliento, debería luchar, ahora, con el último trazo de su conciencia.
Pensando así, trató de urdir un nuevo plan. Sus virus habían fracasado, pero había sido principalmente porque su enemigo había tenido tiempo para estudiarlos y contrarrestarlos. Su ataque, por rápido que hubiera sido, no había sido simultáneo. Ernesto no sabía hasta qué punto no lo había sido. Debía intentar un nuevo ataque. Era la única forma. Esta vez debería ser inmediato. Contaba además con una ventaja. Ya no necesitaba escribir el código; sólo necesitaba pensarlo. Él mismo era un ente digital. Todo lo que hacía o pensaba, todo lo que era se encontraba, en cada instante, en algún lugar entre millones de ordenadores interconectados. La Sombra le había matado, pero le había proporcionado, a su vez, parte de su poder.
Si quería vencer a su enemigo, Ernesto debería ir más allá de los límites de La Otra Vida; superar las barreras de lo físico y potenciar sus habilidades virtuales. Tenía que ser capaz de modificar su esencia del mismo modo en que La Sombra lo había hecho. Antes de atacar, debía preparar sus armas y desarrollar al máximo sus capacidades.
Ernesto pensó que el mejor sitio para prepararse sería el Foro de La Otra Vida. Éste era el centro neurálgico. Allí se acumulaba la mayor concentración de actividad del mundo virtual. Esto lo convertía en la mayor concentración de actividad, sin más. Tendría, desde allí, acceso a las redes más veloces y a los sistemas más eficientes de tráfico de información y de computación.
Para transportarse hasta el Foro, apenas le bastó con pensarlo. Casi se sorprendió por la facilidad con la que intuía su nueva situación. Con la misma facilidad con la que la gente calcula sus capacidades físicas, por ejemplo, a la hora de estimar la longitud que se es capaz de saltar, o lo rápido que se puede correr, de la misma forma, Ernesto intuía el alcance de su nueva realidad digital. Con todo, sabía que aún podía potenciar sus habilidades.
En una esquina, junto a un rascacielos de ochocientos pisos — el más alto de La Otra Vida y, por su puesto, de la vida normal— que acogía las actividades del Banco Universal, había una pequeña cabaña de poco más de diez metros de altura. La Otra Vida se caracterizaba por la libertad de su urbanismo. Cada cuál podía hacer lo que quisiera, en el espacio que adquiría legalmente. Las calles del Foro eran como un inmenso y esquizofrénico museo postmoderno. Los edificios crecían en direcciones imposibles, girando, en ocasiones, en proporcionadas danzas o retorciéndose en macabras espirales. A veces, una casa victoriana de estilo clásico lindaba con un castillo de inspiración infantil; junto a ellos crecía un rascacielos o descendía un foso de oficinas subterráneas. Cualquier cosa surgida de la imaginación cabía en aquella babilonia arquitectónica. El lugar, traspasando los límites de lo virtual, había sido objeto de las más exageradas alabanzas y de las más encarnadas críticas, que lo calificaban de abominable. Algunas voces luchaban por convertir al Foro en Patrimonio de la Humanidad, mientras que otras abogaban por su destrucción y por la ordenación de sus construcciones.
Ernesto entró en la pequeña cabaña. La Cabaña, como se le conocía popularmente, no era otra cosa que un Centro Social. No era, ni mucho menos, el más popular. Para eso había discotecas y salas de todo tipo; era simplemente el primero y aquél en el que se encontraban los escasos profesionales que eran capaces de descodificar el complejo código que daba acceso a su interior y que se cambiaba cada semana. La Cabaña era, en definitiva, el hogar de los genios o, según se mire, un refugio de frikies.
Si entre todos los seres del mundo hubiera que destacar uno capaz de conseguir cualquier cosa que se proponga en La Otra Vida, esa persona sería Beholder. En La Otra Vida solía presentarse bajo la apariencia de exuberantes amazonas de tallas desorbitadas; fuera del mundo virtual, nadie conocía su aspecto ni su identidad. En realidad, Beholder vivía en La Otra Vida. Sólo la abandonaba durante breves intervalos; es de suponer que para satisfacer sus necesidades biológicas más básicas.
Con todo, más allá de tópicos y prejuicios, Beholder era una persona centrada y equilibrada, capaz de desplegar, ante la gente de confianza, una variada y rica conversación. Dominaba cualquier tipo de tema, no sólo los referidos a la tecnología; más allá de eso, acumulaba extraordinarios conocimientos de historia que relacionaba magistralmente con referencias culturales y literarias para desembocar en acertadas interpretaciones de la actualidad. En ese sentido, pese a vivir en una burbuja virtual, Beholder estaba al tanto de todos los acontecimientos relevantes, dentro y fuera de ésta.
Si uno era capaz de ver más allá del sugerente, abultado y desbocado aspecto con que se mostraba Beholder, podía encontrar más que a un amigo a un consejero, o a un programador genial, a un auténtico oráculo y a un líder sin vocación.
Cuando Ernesto entró en la cabaña, no necesitó comprobar el listado de “alias” para identificar en una mesa, en su esquina habitual, rodeado por su acostumbrada escolta de admiradores, una selvática hembra de volumétricos pectorales. Sentado en una mesa, entre sillones y sillas, a Beholder le gustaba emular el ambiente de las antiguas tertulias literarias del primer tercio del siglo XX. A tal efecto, había acondicionado su esquina con antiguas fotos en blanco y negro, adornos modernistas y retratos de viejas personalidades. Las mesas, de mármol, con sus patas retorcidas de hierro forjado, contribuían a ambientar el espacio. El contraste entre antigüedad y modernidad, entre los grises pensadores del pasado descansando estáticos en la pared y los exuberantes, modernos y sensuales diseños de los avatares acomodados en torno a la mesa, resultaba chocante.
Ernesto se acercó a la mesa donde Beholder conversaba animadamente en esos momentos. Al levantar la cabeza e identificar a Ernesto, rápidamente intuyó que algo andaba mal. Ernesto apenas tuvo que hacerle un gesto para acaparar la atención de su amigo que, inmediatamente, se disculpó y se levantó de la mesa.
Ernesto y Beholder se dirigieron a un sitio más tranquilo. Para asegurar la privacidad, La Cabaña disponía de salones aislados donde se podía hablar despreocupadamente.
— Hola viejo amigo — dijo Beholder— hace tiempo que no te veía por aquí.
— He estado realmente ocupado.
— ¿Dónde está el descerebrado de tu socio?
— Me temo que ha muerto.
— ¿Muerto? ¿De qué estás hablando?
— Parece que nos hemos metido en un lío realmente peligroso… y cuando digo hemos me refiero a TODOS.
— ¿Qué podéis haber hecho un par de programadores que sea tan grave como para que hayan matado a Gus?
— De hecho, no sólo a Gus. Yo también estoy muerto.
— ¡Ahh, vale! ¡Menos mal! Me estás tomando el pelo. Me había asustado…
— No te estoy tomando el pelo. Haz el favor de buscar mi dirección IP.
Beholder se mantuvo unos segundos en silencio. Ernesto sabía que, en esos instantes, estaba averiguando más sobre su situación de lo que él podría averiguar en horas.
— ¡Dios mío! ¿Qué coño eres? ¡Eres un Ente! ¡Una conciencia virtual! ¿Cómo narices has llegado a esto? ¿Estás loco? ¿Qué has hecho con tu cuerpo?
— Tranquilo. Esto no ha sido voluntario, te lo aseguro. Te lo contaré todo, aunque no tengo mucho tiempo. Temo por la vida de más gente. En todo caso, será mejor que te sientes.
Beholder se sentó y Ernesto empezó con la narración de lo ocurrido. Cuando hubo acabado, ambos permanecieron un par de minutos sin decir nada. Finalmente, fue Beholder el primero en hablar.
— ¿En qué puedo ayudarte?
— Necesitaría dos cosas
— Tú dirás
— Voy a cazar al Monstruo. Creo que, llegando a él, le puedo inyectar el virus en vena. Necesitaría un rastreador. Un algoritmo que encuentre todo rastro de ese Ser, en cualquier parte, y lo elimine. Tiene que ser inmediato.
— Es imposible saber si funcionaría, pero creo que puede hacerse ¿Y la otra cosa?
— De ser posible, me gustaría vivir.
— ¿Qué quieres que haga?
— ¿Sería posible hacerme una copia? Ahora no soy más que un montón de bits. ¿No es así? ¿Puedes hacerlo?
— ¿De cuanto tiempo dispongo?
— En cuanto tengas el rastreador, saldré de caza. Veinte minutos a partir de entonces como máximo.
— ¿Por qué no me pides que haga rafting por el Salto del Ángel?
— ¿Lo intentarás al menos?
— Haré lo que pueda.
— Pues manos a la obra. No te interrumpo.
Beholder desapareció de delante de sus narices. Ernesto se entretuvo tratando de entender sus nuevas habilidades. Hasta qué punto era dueño de su entorno y en qué manera podía desenvolverse por La Otra Vida era algo que todavía no sabía completamente.
Pasaron poco más de veinticinco minutos cuando Beholder reapareció.
— Por favor, dame media hora y crearé tu Resucitador.
— Lo siento, hay otras personas en juego. Quiero decir que hay personas de verdad en juego. Por favor, haz lo que puedas. Me conformo con eso.
— Tío. Si no vuelves, eres el primer Ente Virtual al que echaré de menos.
— Te daría un abrazo, pero con esos melones no sé si alcanzo… Adiós.
Armado con el algoritmo de Beholder que, gracias a sus nuevas capacidades cibernéticas, fue capaz de asimilar y memorizar de forma casi inmediata, Ernesto se dirigió a su última batalla.
 
13



Ernesto se plantó enfrente del edificio del Desafío. Lentamente levantó la cabeza recorriendo la oscura fachada que él mismo había ideado. Durante un segundo dudó. Mantuvo una breve lucha consigo mismo. Más que vencer a sus miedos, los apartó. Así, imbuido, no ya de valor, sino de una inevitable inconsciencia, Ernesto se dirigió al portal.
Atravesó el pórtico que daba paso al recibidor. Estaba vacío. El portero, que habitualmente debería haberle recibido, desposeyéndole de sus armas y vehículos, simplemente no estaba. Pese a que éste no debía ser una amenaza, Ernesto sintió un ligero alivio al sentirse aún solo.
Con el corazón encogido por el miedo, Ernesto avanzó hacia una de las escaleras para iniciar el ascenso. No tenía ni la más mínima idea de lo que se podía encontrar. Había intuido que La Sombra querría jugar la batalla final en el Desafío; por eso se había sentido relativamente tranquilo fuera de éste, en la Cabaña. Ahora, sin embargo, temía por lo acertado de éste planteamiento ¿Qué habría impedido a La Sombra rastrearle hasta La Cabaña? ¿Y si Beholder estaba ahora en peligro por su culpa? Sintió la tentación de ponerse en contacto con él. Sabía que en esos momentos él le estaría rastreando, tratando de recoger toda su esencia y su experiencia en un duplicado, como si de un Genio en una botella se tratara. Cualesquiera que hubieran sido sus errores al calcular los peligros, tratar de avisar a Beholder en esos momentos no parecía que pudiera mejorar sus opciones, por lo que Ernesto intentó concentrarse en su propio peligros.
Dentro del Desafío sabía que estaba a merced de su enemigo. Había aceptado la apuesta. El Dr. Frankeinstein y su criatura se enfrentaban de nuevo en desigual combate. En esta caso, sin embargo, la criatura, imbuida de maldad, se había demostrado, además, más fuerte e inteligente que su creador.
Ernesto comenzó a ascender rápidamente por una de las escaleras. No se encontró con nadie. Tampoco oyó nada. Avanzó tres pisos sin percances. En este piso se decidió a subir en uno de los ascensores. Trataba de encontrar a su enemigo, por lo que, en definitiva, un ascensor era tan bueno como cualquier otro medio para llamar su atención. Ascendió hasta el penúltimo piso. Salió del ascensor y miró a ambos lados. El pasillo que se abría a la salida estaba desierto. Empezó a recorrer la planta andando pero, poco a poco, fue incrementando el ritmo de sus piernas. Enseguida comenzó a elevar los pies del suelo en una suave carrera. Recorrió todas las habitaciones con urgencia. El desenfrenado ritmo de su corazón se trasladó a sus movimientos, acelerados por una repentina desesperación. Sintió un electrizante pánico recorrer sus entrañas.
Cuando no pudo soportarlo más, dejó escapar el angustioso desconsuelo que rebotaba, furioso, entre las paredes de su vientre, en un desesperado y furioso sollozo.
— ¿Dónde estás, hija de puta? ¡Ven a por mí!
Si se había equivocado y La Sombra no le esperaba para un enfrentamiento final, entonces podía ser que sus temores sobre la seguridad de Beholder fueran ciertos. La maldita criatura seguía haciendo aquello que él le había enseñado: jugar con sus víctimas de la manera más cruel y macabra posible.
Ernesto pensó en enviar un mensaje de advertencia a su amigo. Luego se dio cuenta de que no tenía sentido enviar un mensaje, cuando él mismo podría transportarse hasta La Cabaña en cuestión de milésimas de segundo.
En la puerta de La Cabaña introdujo el código que le daba acceso a su interior. Corriendo se dirigió al salón dónde poco antes había dejado a Beholder. Entró precipitadamente, con la certeza de que su intuición no le engañaba y que algo malo había pasado.
Como salida de una espeluznante película gore, el exuberante avatar de Beholder estaba extendido e inerte en posición desencajada. Presentaba múltiples cortes y contusiones y estaba completamente cubierto de sangre. Junto a él estaba La Sombra. Se giró con la velocidad y la precisión de un latigazo y, mirando sádicamente a Ernesto, esbozó lo más parecido a una sonrisa que le permitía su fisonomía.
Desarmado, con los brazos desnudos, en un acto completamente irracional, Ernesto se abalanzó contra La Sombra. Ésta retrocedió de manera instantánea, con la velocidad de una centella. Ernesto intentó alcanzarla, volviendo a precipitarse contra su enemigo. De nuevo, la criatura se esfumó fuera del alcance de Ernesto, antes de que éste le pudiera dar caza. Aún lo intentó sin éxito en una tercera ocasión.
Los desesperados esfuerzos de Ernesto habrían tenido algo de cómico para un observador ajeno. Ni siquiera sabía por qué intentaba alcanzar a su enemigo. En caso de darle caza, no sabría ni por dónde empezar. No tenía ningún plan en la recámara. Hasta el momento, todo lo que había intentado había fracasado. Su enemigo le esquivaba con la naturalidad despreocupada de quién se siente muy superior. Tras cada envestida, La Sombra se volvía hacia su atacante, manteniendo, ahora, un silencio casi tan aterrador como sus aullidos.
Sometido al sutil escrutinio de su criatura y, por lo infructuoso de sus esfuerzos por darle caza, Ernesto se sintió como un hámster accionando sin fin una rueda en un laboratorio. Se preguntó cómo podría un roedor cambiar su suerte desde una jaula diseñada al efecto de privarle de su libertad; llegó a la conclusión de que nunca podría hacerlo por sus propios medios.
Alcanzada esta conclusión cesó en sus esfuerzos por alcanzar a la Sombra. Se giró lentamente hacia a ella y se mantuvo a la espera.
Cara a cara, ambos adversarios se mantuvieron parados durante unos breves segundos. Fue La Sombra la que finalmente reaccionó, rompiendo al fin el silencio y desatando uno de sus aterradores alaridos. Apenas se hubo extinguido, la criatura atacó. En un instante, se situó junto Ernesto. Éste sintió como una garra desgarraba su brazo, produciéndole un dolor infernal. Se preguntó cómo era posible que sintiera semejante dolor, dada su nueva situación. Si él no era más que un conjunto de información codificada en términos digitales, el dolor no podía ser otra cosa que un conjunto de bits; de igual forma, el que La Sombra le acababa de infligir no era real.
En un acto reflejo, Ernesto reaccionó devolviendo el golpe a su atacante, disparando sus dedos, como garras, emulando el ataque de su enemigo.
Para su sorpresa, sus dedos se hundieron en su enemigo, con la facilidad con que un cuchillo atraviesa la mantequilla. Al hacerlo, su conciencia se desplegó sobre las apariencias del mundo virtual; como si una cortina se levantara de delante de sus ojos, percibió, con certeza, la naturaleza de su adversario. Durante sólo un instante, se sintió capaz de reaccionar por encima de las capacidades humanas; no como un héroe con superpoderes, más bien, como una auténtica entidad digital e incorpórea. Entendió, en ese instante, los millones de conexiones, de reacciones e informaciones que alimentaban la “vida” de su enemigo. También comprendió su propia existencia. Se vio a sí mismo como nunca ningún Ser Humano pudo haberlo hecho antes; fue capaz de capturar, más allá de cualquier interpretación metafísica, la esencia de su propia conciencia. Se vio dibujado en una especie de collage impresionista, como una inmensa acumulación de imágenes y conexiones que podía manejar a voluntad.
Aún no acaba de entender lo que había pasado, cuando se volvió a encontrar cara a cara con su enemigo. Éste estaba junto a él. Beholder, o lo que quedaba de él, o de su avatar, aún yacía, desencajado, sobre un sofá en la esquina. Ernesto comprendió su debilidad. Si quería dañar a La Sombra tendría que hacerlo desde dentro, olvidándose o incluso renunciando a su humanidad. Ahora creía saber como hacerlo.
Se preparó para atacar de nuevo a su enemigo. Girándose hacia él se dispuso a descargar un nuevo golpe. Apenas logró recoger su brazo cuando sintió un abrasador dolor en su estómago. Ernesto se retorció. Pudo ver cómo La Sombra le sostenía atravesado sobre una de sus garras. Ensartado, La Sombra le desplazó violentamente en el aire. Ernesto se sintió desfallecer. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando, en una nueva arremetida, la criatura sacó la garra, que atravesaba sus entrañas, para desgarrar diagonalmente su pecho. Ernesto cayó violentamente sobre su costado. Normalmente debería estar muerto, pero, afortunadamente, ya no estaba sujeto a la física anatómica. En todo caso, pronto su conciencia flaquearía ante el poder que le estaba atacando. Además, el dolor era insoportable.
Aún en el suelo, Ernesto sintió una nueva embestida de su enemigo. De nuevo, unos cuchillos abrasadores le arrancaron un nuevo grito. Súplica, rendición, muerte; ya no lo soportaba más.
La Sombra agarró a Ernesto del cuello y, con una garra, lo levantó contra la pared. Durante un segundo, lo sostuvo desencajado como un muñeco de trapo, vomitándole en sucesivos y desenfrenados alaridos su humillante derrota. Fue entonces, cuando, en un último y desesperado esfuerzo, Ernesto reaccionó. Revolviéndose violentamente, hundió de nuevo sus dedos en el cuerpo de su enemigo.
Esta vez estuvo preparado para lo que sucedió. De nuevo, se vio transportado a esa otra dimensión, en la que podía controlar algo más que sus músculos. Vio a La Sombra, pero no como a un ridículo monstruo de afiladas garras, sino bajo la siniestra apariencia de psicóticos y desvariados algoritmos que él mismo había ideado. Éstos descansaban sobre una masiva maraña de cables y conexiones que Ernesto pudo desentrañar. Dejó que su conciencia descendiera por la red. De pronto, se comprendió tan poderoso como su enemigo. Localizó los módulos de personalidad de La Sombra, que se agarraban semiocultos, tanto entre los codificados muros de algunos de los sistemas más supuestamente infranqueables del universo, como bajo las más modestas apariencias. Así, tras los servidores de los más avanzados servicios secretos, camuflada bajo la forma de inofensivos juegos informáticos o aislada en inservibles PCs de anónimos usuarios, La Sombra hubiera sido prácticamente ilocalizable e irreductible. Ernesto contaba, no obstante, con tres ventajas: la primera que conocía su creación y había pasado los últimos días pensando cómo acabar con ella; la segunda que, en su nuevo estado y gracias al trabajo de Beholder, podía reaccionar con la máxima celeridad; en realidad, la velocidad de la luz; la tercera, es que Ernesto era un genio.
Durante casi un minuto, que para algunos pasó desapercibido pero que provocó inmensas pérdidas económicas y precipitó una crisis sin paliativos, que originó problemas de subsistencia para casi dos tercios de la población mundial, todas las comunicaciones del planeta quedaron interrumpidas.

14
Noelia permaneció acurrucada durante varias horas, mientras el Demonio, inmóvil, la vigilaba impidiendo toda escapatoria. Aniquilada su voluntad y toda resistencia, perdió el contacto con la realidad. En un estado catatónico, el tiempo pasaba sin alterar su conciencia. Había aceptado su destino y a Noelia no le importaba si éste le alcanzaba en el próximo minuto o en los próximos meses.
Noelia no encontraba ya motivos para seguir luchando. Para ser más precisos, la verdad es que había renunciado a buscarlos. Así, en la esquina, temblorosa, entre sollozos y reclinada sobre las rodillas, desprendía todo el patetismo de un oscuro cuadro expresionista. Si ciertas experiencias pueden inducir estados de locura, a Noelia efectivamente le faltaba muy poco para perder la cordura. Su mente navegaba por desolados parajes, impermeable a todo cuanto sucedía a su alrededor.
Habrían pasado varia horas cuando Noelia se atrevió por fin a retomar las riendas de su conciencia. Levantó lentamente la cabeza para sorprenderse al comprobar que la terrible criatura que la atemorizaba ya no se encontraba bajo la puerta. No sabía cuánto tiempo habría pasado o cuánto de ese tiempo había permanecido finalmente en soledad.
Desconfiada, Noelia encontró el valor justo para empezar a ordenar a sus músculos que se movieran de nuevo, a su voluntad. Ordenar a su brazo que se desplazara resultó tan difícil como el mayor acto de valentía que uno pueda imaginar. Ese simple gesto implicaba retomar toda la responsabilidad de su vida, precisamente una vez que había renunciado a ella. Con ello, el terror la volvió a golpear con la intensidad de un golpe físico.
Lentamente se incorporó. Descompuesta de nuevo por el terror, se dirigió hacia la puerta. Su respiración se reactivó con la cadencia de un motor gripado. Percibía el entorno a su alrededor con la turbulenta imprecisión de una ebria nebulosa.
Dudó antes de atravesar la puerta. Finalmente se decidió. En el pasillo permanecía aún el cuerpo desencajado de su anfitrión. Noelia contuvo una espasmódica arcada; se sintió conquistada por una desesperada tristeza ¿Había sido ella, de alguna forma, responsable de este desenlace? La vergüenza y un irracional sentimiento de culpabilidad acabaron por alimentar de nuevo su ánimo.
Se dirigió hacia la salida. Ignoró los cuerpos que, desfigurados por inhumanas mutilaciones, yacían esparcidos por todo el hostal. Noelia no dejó, ahora, que el espantoso escenario le afectara. En una apresurada carrera alcanzó finalmente la calle. Sintió un profundo alivio al comprobar cómo, en ésta, el mundo transcurría con su mecánica normalidad.
Un par de peatones la miraron con poco disimulada curiosidad. Si Noelia se hubiera visto a si misma, se hubiera espantado; ensangrentada, desaliñada y con la cara desencajada por el espanto y las lágrimas, su aspecto era el de un condenado de ultratumba. En un desquiciado psiquiátrico de película de serie B hubiera pasado más desapercibida que en una céntrica calle de la ciudad. Noelia continuó su carrera. Al principio no sabía adónde se dirigía. Se movió al azar, huyendo de las indiscretas miradas y alertándolas asimismo en su carrera. Finalmente comprendió adónde quería dirigirse. Se obligó a parar. Trató de identificar dónde estaba y con esfuerzo consiguió visualizar el camino hasta su destino.
Intuyó que el transporte público no era una opción de movilidad en esos momentos. Sin pensarlo dos veces empezó a correr tan rápido como pudo. La casa de Ernesto no estaba muy cerca. Aproximadamente se encontraba a una hora de trayecto caminando; Noelia alcanzó el portal en aproximadamente veinte minutos.
Frente al portal, Noelia sintió un escalofrío. El horror de las últimas horas había empezado allí. Alzó la mirada con la decisión de un desafío y tras recorrer hacia arriba la fachada del edificio, se adentró en sus entrañas.
Cruzó el recibidor, ya sin prisas, y llamó al ascensor. Una señal se iluminó junto a la puerta, anunciando su llegada. Noelia entró en el ascensor y seleccionó el piso de Ernesto. Encerrada en el habitáculo, la angustia se expandía desde su interior como amplificada en una caja de resonancia. Por eso, cuando el ascensor finalmente frenó su marcha, Noelia escapó con la ansiedad de un buzo en busca de oxígeno.
No necesitó entrar en el apartamento para comprender que algo terrible le esperaba dentro. La puerta del apartamento se encontraba entreabierta. Noelia avanzó hacia el interior de la casa. No se oía nada. Se dirigió hacia el salón.
Tuvo que ahogar un grito al ver el cuerpo de Ernesto empapado en un charco de sangre en mitad de la habitación. Noelia se acercó lentamente. No lo hizo con la pasión desgarrada de una telenovela americana, sino con la cadente tristeza de una procesión. Se arrodilló ceremoniosamente y acarició la mejilla de su amigo. Se mantuvo un rato así, paralizada tanto por la tristeza como por la indecisión.
Un torrente abrasador luchaba por descargar en incontrolados sollozos. No obstante, Noelia luchó contra ello, tratando de recobrar la cordura.
Finalmente se levantó. Miró a su alrededor. El ordenador estaba encendido. Noelia empujó suavemente el ratón, para que la pantalla se iluminara. Había cientos de archivos y documentos abiertos. Noelia hubiera necesitado una vida para entender lo que significaban.
Ya se disponía a abandonar el apartamento, preguntándose qué debía hacer, cuando una ventana parpadeó en la pantalla del ordenador.
— ¿Noelia?
Un cuadro de diálogos apareció en mitad de la pantalla. Noelia no acertó a reaccionar
— ¿Noelia?, volvió a parpadear.
Noelia se sentó dubitativa.
— ¿Eres tú?
Con inercia, Noelia se atrevió a teclear:
— Sí.
— ¿Estás bien?
— Sí.
— Me alegro mucho. ¿Dónde estabas?
— ¿Quién eres?
— Soy Ernesto.
En un acto irracional, Noelia se giró para verificar que el cuerpo de su amigo aún yacía inerte detrás de ella.
— Eso es imposible.
— Ayer yo te hubiera dicho lo mismo.
— Estás muerto.
— Sí, pero no soy un zombie. O mejor dicho, soy un zombie virtual.
— ¿Me estás tomando el pelo? Si es un broma, es de muy mal gusto
Noelia se volvió a girar ¿Sería posible que el cadáver detrás de ella no fuera un cadáver de verdad? No, pensó, sería más verosímil que su interlocutor no fuera Ernesto de verdad.
— No es ninguna broma.
— Demuéstrame que eres tú.
— ¿Recuerdas la última vez que nos encontramos en la Alhambra? Estábamos solos. Bromeé sobre tu afición de matar pajaritos. Tu avatar llevaba una especie de túnica, de colores verdes y morados. Era morena y de rasgos indios.
— ¿De verdad eres tú?, replicó Noelia sin poder acabar de creérselo, pero deseando hacerlo e incapaz de buscar otras explicaciones.
— Soy parte de lo que era. Algo así como mi conciencia.
— ¿Cómo es posible?
— No sé cómo es posible. Creo que La Sombra me convirtió en lo que soy; Beholder, nuestro viejo amigo, tuvo el tiempo justo, antes de morir, para concederme inmunidad.
— ¿Qué eres?
— Un montón de bits dentro de la red.
— ¿Y La Sombra?
— Creo que ya no tenemos que preocuparnos por ella. La he borrado bit a bit.
— ¿Qué puedo decir? Siento lo que te ha pasado…
— No lo sientas. Ven a verme siempre que quieras. A lo mejor me puedes hacer un buen avatar que sea guapetón.
— Está bien… aunque, por lo pronto, quiero pasar un tiempo alejada de los ordenadores.
— Lo entiendo; igual aprendo a materializarme como lo hacía la Sombra. Sería una pasada ¿no?
— La verdad es que me parecería aterrador. Noelia no podía evitar sentirse incómoda e incluso asustada por lo que le contaba su amigo.
— Te entiendo. ¿Sabes lo poderoso que soy ahora? Puedo hacer lo que quiera. Soy, con diferencia, el hombre más poderoso del planeta.
— ¿Lo dices para asustarme?
— No. Sólo para impresionarte, nena.
— Creo que necesito tiempo para asimilar todo esto. Es muy complicado. Tu cuerpo se está desangrado a un metro de distancia. Lo siento. Me tengo que ir…
— Lo entiendo… Llámame….
Noelia ni siquiera leyó la última frase. Estaba mareada y asqueada al mismo tiempo. No era capaz de alegrarse, en esos momentos, por la supervivencia de su amigo. Todo le parecía macabro. Igual no era más que una broma de mal gusto, pero su humor no había salido fortalecido tras las terribles experiencias de las últimas horas. De pronto sintió un cansancio extremo. Mantenerse de pie era casi un suplicio. En todo caso, no tenía ninguna intención de quedarse en ese apartamento. No quería pensar más. Iría a su apartamento y dormiría durante días, intentando empezar a asimilar los últimos acontecimientos.
Con sus últimas fuerzas se levantó y salió del salón. Lentamente abandonó la casa con la sensación de que lo peor ya había pasado. Si hubiera tardado un poco más en abandonar el apartamento y, en un último esfuerzo, hubiera permanecido atenta al ordenador, a lo mejor hubiera cambiado de opinión.
Aún no había salido del apartamento, cuando, en la pantalla del ordenador, sobre el cuadro de dialogo que recogía aún la conversación que había mantenido con Ernesto apareció un único mensaje: “Life Over”.