Un final perfecto - John Katzenbach (Parte 2)

Segunda parte


28

La señora de Lobo Feroz estaba extrañamente familiarizada con la turbulenta sensación que sacudía sus sentimientos. Era la ridícula esperanza de que todo volviese a ser como era, enturbiada por la certeza de que nada volvería a ser como antes. Había pasado por una enfermedad que había amenazado con robarle la vida, había experimentado la fría creencia de que su propio cuerpo estaba a punto de traicionarla y se había enfrentado a la idea de que la muerte inminente la esperaba.
Y había sobrevivido.
Sin embargo, no estaba segura de poder sobrevivir a lo que la esperaba ahora. «¿Puede matarme la verdad?», se preguntaba.
Sabía la respuesta a esa pregunta.
«Claro que sí.»
Se le llenó la cabeza de advertencias furibundas.
«Idiota. Idiota. Idiota. Nunca debiste abrir la puerta del despacho. Antes de hacer esa estupidez eras feliz. Nunca abras una puerta cerrada con llave. Nunca.»
Al otro lado de la habitación el Lobo Feroz examinaba el correo y descartaba casi todo en el cubo de plástico que utilizaban para el reciclaje, haciendo una mueca a la factura ocasional que aparecía entre folletos, catálogos y cartas que ponían «importante» en el sobre pero que, en realidad, eran señuelos para nuevas tarjetas de crédito o peticiones para donaciones a partidos políticos o para buenas causas. La señora de Lobo Feroz se dio cuenta de que su marido guardaba algunas de esas cartas; sabía que hacía pequeñas donaciones para la investigación sobre el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Se trataba de unos pocos dólares aquí o allá, donaciones que le hacían bromear y decir: «Solo intento asegurarme de que iremos al cielo.»
No estaba segura de que el cielo todavía fuese una posibilidad para cualquiera de los dos.
—¿Quieres que veamos un poco la tele? —preguntó el Lobo Feroz cuando, con una floritura tiró la última carta inútil a la basura.
La señora de Lobo Feroz sabía que la respuesta habitual era «sí», a la que le seguía que cada uno se sentase en su asiento habitual y zapease por los canales de siempre hasta encontrar los programas usuales. Había algo maravillosamente reconfortante, casi seductor, en la idea de que con solo decir «sí» y colocarse suavemente detrás de su marido, las cosas volverían a ser como antes. Con palomitas.
Albergaba muchas dudas. Gran parte de su ser insistía en callar la boca, hubiese pasado lo que hubiese pasado, y dejar que todo volviera inexorablemente a la vida que la había hecho tan feliz. Pero una pequeña parte de su ser se daba cuenta de que no había nada en el mundo más pernicioso que la incertidumbre. Había pasado por ello con la enfermedad y ahora se preguntaba si alguna vez podría volver a tomar la mano de su marido y estrecharla en la suya sin que la embargasen dudas persistentes y aterradoras.
Y mientras este debate se lidiaba en su interior y hacía que casi se marease por la ansiedad, oyó que decía:
—Tenemos que hablar.
Era como si alguien hubiese entrado en el salón y otra señora de Lobo Feroz hablase en voz alta, en un tono de voz siniestro y teatral, muy dramático. Quería gritar a esa intrusa: «¡Mantén la boca cerrada!» y «¿cómo te atreves a inmiscuirte entre mi marido y yo?».
El Lobo Feroz se volvió con lentitud hacia ella.
—¿Hablar? —preguntó.
—Sí.
—¿Sucede algo? ¿Te encuentras mal? ¿Tengo que llevarte al médico?
—No. Estoy bien.
—Qué alivio. ¿Tienes algún problema en el trabajo?
—No.
—Bien, de acuerdo. Hablemos. Será otra cosa, supongo. ¿Qué te pasa?
Parecía tan solo ligeramente confundido. Se encogió de hombros e hizo un gesto en su dirección, como invitándola a continuar.
La señora de Lobo Feroz se preguntó qué aspecto tenía su rostro. ¿Estaba pálida? ¿Estaba surcado por miedos? ¿Le temblaba el labio? ¿Tenía un tic en el ojo? ¿Por qué no veía la angustia que ella sabía que llevaba como un traje llamativo de vivos colores?
Pensó que era incapaz de respirar. Se preguntó si se iba a ahogar e iba a desplomarse en el suelo.
—Yo... —se calló.
—Sí. Tú, ¿qué? —respondió. El Lobo Feroz todavía parecía no darse cuenta de la terrible agonía que embargaba a su mujer.
—He leído lo que estás escribiendo —añadió.
La amplia sonrisa se borró rápidamente del rostro de su marido.
—¿Qué?
—Te dejaste las llaves del despacho cuando cambiamos de coche la otra noche. Entré y leí algunas de las páginas en el ordenador.
—Mi nuevo libro —repuso.
Ella asintió con la cabeza.
—No tenías que haberlo hecho —declaró el Lobo Feroz. El timbre de su voz había cambiado. Ya no tenía un tono divertido; este había sido reemplazado por un tono uniforme y monótono, como una sola nota disonante en una melodía de piano desafinada que se toca una y otra vez. Había esperado que gritase indignado e iracundo. La ecuanimidad de su voz la asustaba.
»Mi despacho, mi trabajo, me pertenecen. Es algo privado. No estoy preparado para enseñárselo a nadie. Ni siquiera a ti.
La señora de Lobo Feroz quería decir «perdóname» o «lo siento». De repente se sentía confusa. No estaba segura de quién de los dos había hecho algo peor. Ella, por violar el espacio y el trabajo o él, porque quizá fuese un asesino.
Pero se tragó todas sus disculpas como si fuese leche agria.
—¿Las vas a matar? —preguntó.
Le parecía increíble que hiciese esa pregunta. Se había pasado de directa. Si él contestaba que sí, ¿qué significaría para ella? Si decía no, ¿cómo podía creerle?
Él sonrió.
—¿Qué crees que voy a hacer? —preguntó. El timbre de su voz había cambiado de nuevo. Ahora hablaba como alguien que está repasando la lista de la compra.
—Yo creo que tienes intención de matarlas. No entiendo por qué.
—Puede que saques esa conclusión de lo que has leído —repuso.
—¿Son tres...? —empezó una pregunta, pero se detuvo porque no estaba segura de cuál debía ser.
—Sí. Tres. Es una situación única —contestó a algo que ella no había preguntado.
—La doctora Jackson y esa chica de mi colegio, Jordan...
—Y otra más —añadió interrumpiéndola—. Se llama Sarah. No la conoces. Pero es especial. Las tres son muy especiales.
Esta palabra, «especial», le parecía errónea, pensó, pero no sabría decir cómo o por qué. Negó con la cabeza.
—No lo entiendo —prosiguió—. No lo entiendo en absoluto.
—¿Hasta dónde has leído? —inquirió.
La señora de Lobo Feroz dudó. La conversación no se desarrollaba como ella había pensado. Había hablado cara a cara con su marido y le había preguntado si era un asesino y esto tendría que haberlo aclarado todo, sin embargo ahora hablaban sobre palabras.
—Solo un poco —contestó—. Quizás una página o dos.
—¿Eso es todo?
—Sí. —La señora de Lobo Feroz sabía que era la verdad, pero daba la sensación de ser una mentira.
—Así que en realidad no sabes de qué trata el libro, ¿no? Ni lo que intento conseguir ni en qué contexto. Si te pregunto sobre el argumento o sobre los personajes o sobre el estilo, no serías capaz de contestarme, ¿verdad que no?
La señora de Lobo Feroz negó con la cabeza. Tenía ganas de llorar.
—Trata de asesinatos.
—Todos mis libros tratan de asesinatos. Sobre eso escriben los escritores de novela negra o de misterio. Pensaba que te gustaban.
Este comentario, que incluso podría ser una crítica, dio en el blanco.
—Claro que me gustan. Ya lo sabes —contestó. Parecía como si lo que pronunciaba fuese un ruego. Lo que quería decir era «esos libros fueron lo que nos unió. Esos libros me salvaron la vida».
—Pero solo has leído... ¿qué es lo que has dicho? ¿Un par de páginas? ¿Y crees que sabes de lo que trata el libro?
—No, no, claro que no.
—¿Te das cuenta de que ese manuscrito tiene varios cientos de páginas que no has leído?
—Sí.
—Si coges una novela de espías de John Le Carré, por ejemplo, y lees dos o tres páginas al azar por en medio del libro, ¿crees que podrías decirme de qué trata?
—No.
—¿Sabes siquiera si mi novela está narrada en primera o en tercera persona?
—Parecía en primera persona. Hablabas sobre un asesinato...
Él la interrumpió.
—¿Yo? ¿O mi personaje?
De nuevo tenía ganas de llorar. Tenía ganas de sollozar y de tirarse al suelo porque no sabía la respuesta. Una parte de ella temía que fuese «tú» y otra parte rogaba que fuese «tu personaje».
—No lo sé. —Es todo lo que fue capaz de decir. Pronunció las palabras en una especie de lamento.
—¿No confías en mí? —preguntó.
Al final, las lágrimas empezaron a empañar los ojos de la señora de Lobo Feroz.
—Claro que confío en ti —repuso.
—Y, ¿no me quieres? —preguntó
Esta pregunta le afectó sobremanera.
—Sí, sí —repuso con voz ahogada—. Ya sabes que sí.
—Entonces, no veo cuál es el problema —añadió.
A la señora de Lobo Feroz le daba vueltas la cabeza. Nada sucedía como había pensado.
—Las fotografías de la pared. Los horarios. Los diagramas. Y después las palabras que he leído...
Esbozó una sonrisa bondadosa.
—Todo junto te ha hecho imaginar una cosa...
Ella asintió con la cabeza.
—... sin embargo, la verdad puede ser totalmente diferente. —Terminó su declaración.
Movía la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento.
—Así que —continuó hablando con voz suave, casi con las palabras sencillas que uno utilizaría con un niño—, todo lo que viste te preocupó, ¿no?
—Sí.
Se reclinó en el asiento.
—Pero soy escritor —prosiguió, con una amplia sonrisa en su rostro—. Y a veces para dejar volar la creatividad tienes que inventar algo real. Algo que parezca que está sucediendo delante de tus ojos. Algo más real que lo real, supongo. Es una buena manera de decirlo. Este es el procedimiento. ¿Crees que es así?
De nuevo temía ahogarse.
—Supongo que sí —repuso lentamente la señora de Lobo Feroz. Se secó algunas de las lágrimas en el rabillo del ojo—. Quiero creer... —empezó a decir pero se detuvo bruscamente. Volvió a respirar hondo. Se sentía como si estuviera debajo del agua.
—Piensa en los grandes escritores Hemingway, Faulkner, Dostoievski, Dickens... o los escritores actuales que más o menos nos gustan como Grisham y Connolly y Thomas Harris. ¿Crees que eran diferentes?
—No —contestó dubitativa.
—Lo que quiero decir es que, ¿cómo inventas a un Raskolnikov o a un Hannibal Lecter si no te metes completamente en su piel? Si no piensas como ellos. Si no actúas como ellos. Si no dejas que se conviertan en parte de ti.
El Lobo Feroz no parecía que quisiese una respuesta a su pregunta. Su esposa se sintió vapuleada de un lado a otro por la incertidumbre. Lo que le había parecido tan obvio y aterrador cuando invadió su despacho, ahora parecía algo diferente. Cuando leyó la novela que estaba escribiendo, ¿ya se había acercado a ella con sospechas o de forma ingenua e inocente? De pronto, se recordó sentada en la consulta médica austera y estéril, escuchando los complicados tratamientos y los programas terapéuticos, aunque en realidad solo oía las pocas posibilidades que tenía de vivir. Le parecía que toda esta conversación era igual. Tenía dificultad para oír cualquier otra cosa que no la reconfortase, aunque todo parecía volverlo más complejo. Pero al mismo tiempo, la señora de Lobo Feroz se agarraba a hilos de certeza. Una sola voz aterrorizada gritaba en su interior y al final cedió y formuló la atrevida pregunta.
—¿Has matado a alguien?
Hubiese deseado poder convertir esta pregunta en una exigencia, como un fiscal cargado de ira justificada e insistencia en la verdad en un juicio de ficción, pero sentía que se deshacía. Qué fácil era ser dura y firme en el colegio con todas las peticiones estúpidas de adolescentes egoístas y privilegiados. Ser dura con ellos no era un reto. Esto era distinto.
—¿Crees que he matado a alguien? —preguntó.
Cada vez que le devolvía las preguntas, ella se sentía más débil. Era como estar delante de uno de los espejos de la Casa de los Espejos y ver cómo el cuerpo se ensanchaba y era gorda y después se alargaba y era delgada y sabía que ese no era exactamente su aspecto, aunque temía de alguna forma quedar atrapada en la imagen distorsionada del espejo y que esa imagen deforme, rara, se convirtiese en ella. Con paso inseguro, la señora de Lobo Feroz se incorporó, caminó hasta donde había dejado su cartera y extrajo varios manojos de papel. Cogió todas las copias impresas y las hojas de cálculo que había recopilado ese día. La mano le temblaba mientras las sostenía, miró hacia abajo y de repente se sintió confusa; las había colocado en perfecto orden antes de salir del despacho. Estaban organizadas y ordenadas por horas y fechas y detalles como si demostrasen por sí mismas algunos puntos. Pero a la señora de Lobo Feroz le parecía que de alguna manera, como por arte de magia, habían cambiado. Ahora estaban completamente desordenadas, un desorden inconexo y enmarañado que no servía de nada.
—¿Qué es todo eso? —preguntó bruscamente el Lobo Feroz. De nuevo la irritación se había deslizado en su voz.
—¿Por qué guardabas recortes de periódico de estos asesinatos? —intentó formular una pregunta sensata, una pregunta que ayudase a aclarar las cosas.
—Documentación —repuso con rapidez en tono cortante—. Basar las novelas en hechos reales. Guardar recortes. Recordar la técnica que ha funcionado.
La miró fijamente.
—Así que no solo has leído mi nueva novela, sino que además has mirado mi álbum de recortes.
Se sintió como si la estuviesen interrogando. No lograba decir sí, de manera que se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Qué más? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué más? —preguntó de nuevo.
—Eso es todo —repuso. Las palabras, al pronunciarlas, le arañaban la garganta.
—Pero eso no es todo, ¿no es así?
Ahora las lágrimas sí que le quemaban los pómulos. Quería rendirse a la desesperación.
—He intentado comprobar —gimió.
No hacía falta que dijese lo que había intentado comprobar.
—¿Comprobar? ¿Cómo?
—He llamado al agente que se ocupaba de este caso.
Le pasó un recorte de periódico. El artículo trataba sobre una adolescente que había desaparecido cuando regresaba andando a casa desde el colegio. En el lenguaje periodístico de un periódico de poca monta, describía un terror inconmensurable. En un momento había desaparecido de la tierra y había sido asesinada. El caso era peor que una pesadilla y la señora de Lobo Feroz se estremeció levemente cuando su mano rozó la de su marido. Pensó que estaba atrapada entre la esterilidad del artículo periodístico y la verdad completamente terrible de los últimos minutos de la chica desaparecida. La señora de Lobo Feroz miró a su marido mientras sus ojos recorrían el artículo. Esperaba una explosión de ira de superioridad moral, aunque no estaba segura de por qué iba a reaccionar de esta manera. O de cualquier otra manera.
El Lobo Feroz echó una ojeada a las páginas y después se encogió de hombros. Se las devolvió a su mujer.
—¿Qué te dijo?
—No mucho. Es un caso abierto. Archivado. No espera que haya ningún avance.
—Eso es lo que hubiese esperado yo. Si me hubieras preguntado, te lo podría haber dicho. Seguramente has hablado con el mismo agente con el que yo hablé hace años, cuando estaba escribiendo el libro.
Eso no se le había ocurrido a la señora de Lobo Feroz.
—No sé si recuerdas, en mi novela la chica es de octavo curso. Es rubia y proviene de una familia desestructurada. —Ahora el Lobo Feroz hablaba como un maestro a una clase de alumnos especialmente tontos—. Pero como ves en esta fotografía, la víctima era más mayor, morena y formaba parte de una familia extendida.
La señora de Lobo Feroz se estremeció. «Claro. Tenías que haberlo recordado. Todo es diferente.»
El Lobo Feroz cruzó los brazos.
—Pensaba que siempre habíamos confiado el uno en el otro —prosiguió—. Cuando estuviste enferma, ¿no confiabas en que cuidaría de ti?
—Sí —masculló.
—Desde el mismísimo día en que nos conocimos, ¿no hemos tenido siempre, no sé, algo especial?
—Sí, sí, sí —contestó. Parecía que rogaba.
—Siempre hemos sido compañeros, ¿no es así? ¿Cuál es esa palabra tonta que utilizan los niños hoy en día? ¿Almas gemelas? Eso es. Bueno, dos palabras. Desde el primer momento supiste que estabas en la tierra para mí y yo supe que estaba aquí para ti...
De los labios de la señora de Lobo Feroz brotaban síes pronunciados con suavidad.
El Lobo Feroz sonrió.
—Entonces, no entiendo —añadió—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
—Las otras... —empezó a decir.
—¿Cuáles?
—Antes de que nos casásemos. Antes de conocernos.
—¿Otras mujeres?
—No, no, no...
—Entonces, ¿qué otras?
Hablaba con suavidad. Las palabras parecían flotar en el aire entre ellos, como nubes.
—Las mujeres en los artículos de los periódicos.
—¿Te refieres a los casos reales que utilicé para mis novelas?
—Sí.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Las asesinaste? ¿Y después escribiste sobre ellas?
El Lobo Feroz dudó. Señaló el sofá del salón, movió la mano para que su esposa ocupase su asiento habitual. Ella hizo lo que le indicaba, dejando que las preguntas reverberasen en la casa como un trueno lejano cuyo sonido disminuye entre el martilleo de la lluvia. Cuando se sentó, incómoda, el Lobo Feroz se dejó caer en el sillón donde normalmente se sentaba por las tardes. Se reclinó, como si se relajase, pero miró hacia el techo como buscando orientación.
—¿No tiene más sentido leer sobre esos casos y después escribir sobre ellos? —preguntó al final, bajando los ojos para fijarlos en los de ella.
La señora de Lobo Feroz intentaba organizar sus pensamientos, comparaba las fechas de las muertes con las fechas de publicación, añadiendo el tiempo que tomaba escribirlas, el intervalo entre la complexión y la publicación. Todos los factores matemáticos implicados. No entendía por qué las fechas que estaban claramente grabadas en su memoria ahora parecían borrosas e ilegibles.
—¿De verdad crees que he matado a alguien? ¿A cualquiera? ¿Crees que ese soy yo?
No estaba segura. Una parte de su ser quería decir sí. Pero otra parte no. Se encontró moviéndose hacia delante de forma involuntaria, de manera que estaba sentada al borde del sofá, casi a punto de deslizarse al suelo. Se sentía mal, tenía náuseas, la cabeza le daba vueltas y notaba un dolor inconexo por todo el cuerpo. El corazón le latía con fuerza, lo sentía empujando con furia contra su pecho y las sienes le palpitaban con un repentino y terrible dolor de cabeza. Tenía sed, la garganta reseca y de repente pensó: «Si me dice la verdad, ¿tendrá que matarme?
»Quizás eso sería mejor.»
—Por supuesto que no —repuso.
El Lobo Feroz suavizó la mirada y contempló a su mujer de la misma manera que un niño miraría a un gatito. Su cabeza no paraba, en parte felicitándose y en parte pensando con rapidez nuevos planes. En primer lugar, le parecía que la conversación había ido exactamente de la forma que esperaba. No había sabido «cuándo» su mujer iba a tropezarse con su realidad, pero sí había sabido que sucedería y en muchas ocasiones, solo en su despacho o encaramado en alguna atalaya observando a las tres pelirrojas, imaginaba lo que ella diría y cómo él le respondería. Y estaba contento con la forma en que había limitado las mentiras. Creía que era un factor importante. Siempre hay que decir la máxima verdad posible, para que así las mentiras sean bastante menos reconocibles.
Pero más allá de su sensación de satisfacción por haberse preparado para ese momento, ya estaba acelerando el siguiente paso. «Escribe un capítulo titulado “Mantener el disfraz adecuado” —se dijo—. La clave para un asesinato perfecto radica en crear el escondite apropiado. No tiene sentido ser un solitario, estar aislado, apestando a obsesión al primer policía que llegase olfateando algo. Los mejores asesinos parecían a simple vista ser algo muy diferente. Jamás nadie podría decir sobre él: “Parecía que tramaba algo malo.” No. Sobre el Lobo Feroz dirían que no tenían ni idea de que era tan especial. “Parecía tan normal. Pero no lo era, ¿no es así?”
»“No teníamos ni idea de que era tan increíble.”
»Eso es lo que dirán sobre mí.»
Miró a su mujer. Veía todos los problemas y las dudas que todavía retumbaban en su interior como si fuesen destellos de luz que brotaban de sus ojos.
El Lobo Feroz alargó el brazo y le cogió la mano. Todavía temblaba.
—Creo que he sido demasiado celoso de mi trabajo —declaró—. Demasiado, demasiado celoso —recalcó—. Me conoces tan bien —continuó, mintiendo ligeramente—. Creo que tendría mucho más sentido que estuvieses un poco más involucrada. Sabes tanto sobre literatura y te gustan tanto las palabras y me conoces tan bien, tal vez sería una ventaja que me ayudases un poco. Bueno, tú siempre has sido mi mejor fan. Tal vez con esta novela también podrías ayudarme un poco. Ser una especie de ayudante de producción o mi editora, de hecho.
Vio que su mujer levantaba un poco la cabeza. Su ternura tuvo un claro impacto.
—Sécate las lágrimas —dijo, mientras alargaba la mano y cogía un pañuelo de papel de una mesa auxiliar para después secarle los ojos con delicadeza.
La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza. Consiguió responder a su sonrisa con otra propia.
—Pero no estoy muy segura de lo que puedo hacer... —empezó a decir, pero él movió la mano en el espacio que había entre ellos, cortándola.
—Ya se me ocurrirá algo —repuso.
Se incorporó de su asiento habitual y se sentó a su lado.
—Me alegro de haber tenido esta charla —prosiguió—. Quiero hacerte sentir mejor y sé que cuando te preocupas tanto no es bueno para tu corazón.
—Estaba tan... —de nuevo dejó la frase inacabada.
«¿Asustada? ¿Preocupada? ¿Inquieta? —pensó—. Bueno, pues tenías todo el derecho a estarlo.»
Se rio y le dio un apretón de hombros, rodeándola con suavidad con sus brazos, como si fuesen un par de preadolescentes en su primera salida al cine.
—Es difícil vivir con un escritor —añadió.
La cabeza de la señora de Lobo Feroz subía y bajaba.
—Muy bien —dijo el Lobo Feroz con una sonrisa—. ¿Así que me ayudarás a matarlas?
Pronunció la palabra «matar» en un tono que implicaba que estaba rodeada de signos de interrogación. «Una mentira más —pensó—. Y después podremos ver la tele.»
La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza.
—En la ficción, claro —puntualizó el Lobo Feroz con una risa feliz.


29

El policía que le tomó declaración pensó que Pelirroja Tres estaba al borde de la histeria, pero el sargento era un veterano con veintiún años de experiencia en el cuerpo y dos hijas mellizas de catorce años en casa así que estaba acostumbrado a manejarse con el sonido agudo que las adolescentes utilizan como lenguaje en situaciones de estrés, aunque en secreto deseaba que todas tuviesen un control de volumen que se pudiese graduar para bajarlo un poco.
En su libreta escribió frases como «la he visto saltar» y «ha desaparecido por el borde» y «en un momento dado estaba ahí de pie y al otro había desaparecido», que Jordan había soltado a toda velocidad entre sollozos. Él había intentado que la adolescente describiese con exactitud a la mujer que había visto saltar desde el puente, pero Jordan, con los ojos desorbitados, se limitaba a mover los brazos y a decir: ropa oscura, abrigo, gorro, altura normal, treinta y pico.
El policía interrogó al entrenador, al ayudante del entrenador y a las otras jugadoras. Nadie había visto lo que Jordan vio. Todos dieron razones plausibles para explicar por qué su atención estaba en otra parte.
Se ofreció a llamar a una ambulancia, pues temía que Jordan, que continuaba alternando entre las lágrimas y una mirada retraída, gélida e inexpresiva, sufriese un ataque. Ciertamente, el policía creía que la reacción de la adolescente era la prueba más convincente de un suicidio en el puente.
«Vio algo», pensó.
Ninguno de los demás agentes de la media docena de coches de policía desplegados en el puente había conseguido nada importante. Las luces intermitentes rojas y azules de los coches de policía se reflejaban en la calzada húmeda y dificultaban que los agentes que iban y venían por la estrecha pasarela encontrasen alguna prueba. Los potentes focos dirigidos a las aguas que fluían con rapidez hacían resaltar pequeños trozos de la superficie negra del río. Mediante la inspección ocular de la zona se encontraron pocos indicios de suicidio; al principio de la acera del puente había una reveladora huella de barro de una zapatilla de correr de un número de mujer, y en el lugar donde Jordan había dicho que la mujer misteriosa se había tirado había una marca en el cemento. Sin embargo, la falta total de indicaciones manifiestas de una muerte no sorprendieron al policía. No era la primera vez que tenía que ir al puente porque habían informado de un suicidio. Era uno de los lugares preferidos de los suicidas. Sobraba mucha desesperación en la pequeña y decadente población dedicada a la industria textil donde los trabajos en las fábricas habían sido reemplazados por las drogas ilegales. Él, como muchos de sus conciudadanos, sabía que las fuertes corrientes podían arrastrar un cuerpo río abajo, quizás hacia la planta depuradora, posiblemente hacia las cataratas. La fuerza de las aguas implacables podría arrastrarlo kilómetros río abajo. También se podía dar el caso de que el cuerpo quedase atrapado entre los desechos que ensuciaban el lecho del río. A veces la policía había tardado semanas en recuperar los cuerpos de las personas que se habían lanzado desde el puente y algunos nunca se encontraron.
Ya estaba escribiendo en su mente el informe que iba a dejar a los agentes de la mañana. El seguimiento del caso les correspondería a ellos. Identificar a la persona. Notificar a sus familiares. El hecho de que para el policía no parecía haber una prueba fehaciente no significaba que no hubiese sucedido. Quería terminar con su parte del caso. Submarinistas de la policía y la tripulación de un barco patrulla esperarían hasta que se hiciese de día para empezar con la búsqueda del cadáver. «No se pondrán contentos cuando reciban esta orden», pensó. Era un trabajo oscuro y difícil en aguas negras como la tinta y con toda probabilidad una tarea totalmente inútil.
«Lo más probable es que el cadáver aparezca por accidente. Puede que un pescador lo enganche algún día este verano. Una buena sorpresa al enrollar el sedal.»
Puso una mano sobre el hombro de Jordan.
—¿Quieres que llame a una ambulancia y que te vea el médico? —preguntó con suavidad, pasando del tono de voz de policía al de padre.
Jordan negó con la cabeza.
—Estoy bien —contestó.
—Tenemos personal de apoyo en el colegio que puede ayudarla si lo necesita. Especialistas en experiencias traumáticas —interrumpió el entrenador.
El policía asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba un poco presuntuoso.
—¿Estás segura? —preguntó de nuevo, dirigiendo la pregunta a Jordan. No le gustaba el entrenador, parecía un poco enfadado con todo el asunto. «Como si fuera una gran molestia que una mujer se suicide justo cuando pasas tú», pensó el agente—. No me cuesta nada llamar —agregó, dirigiéndose a Jordan, que se enjugaba los ojos con el dorso de la mano y cuya respiración acelerada parecía ya más normal. No le importaba hacer esperar un poco más al entrenador en el puente, bajo la fría llovizna. Además, por experiencia sabía que los servicios de emergencias sanitarias eran mucho mejor para tratar este tipo de choques emocionales que cualquier otro.
—Gracias —repuso Jordan. Su voz parecía tener un poco más de fuerza—. Pero estoy bien. Lo único que quiero es volver al colegio.
El policía se encogió de hombros. Siempre resultaba tentador ver a través de los ojos de sus hijas a cualquier joven normal atrapado en una cuestión policial, pero sus años como policía le habían hecho más duro y le habían dado un aspecto más seco. Tenía las declaraciones. Tenía los teléfonos de contacto de todos los pasajeros de la furgoneta. Había ordenado a otros agentes que continuasen con el infructuoso registro de la zona.
Había hecho todo lo que estaba en su mano esa noche.
El policía vio que el entrenador marcaba un número en su móvil.
—¿A quién llama? —preguntó.
—A la dirección del colegio —repuso el entrenador—. Querrá saber por qué nos retrasamos. El comedor tiene que estar abierto. Y se encargará de que alguien hable con Jordan esta noche, si es necesario.
El policía pensó que, en realidad, lo que el entrenador pretendía era cerciorarse de que no le culpasen del retraso al regresar al colegio.
—Bien —dijo—, podéis marcharos. Si necesitamos algún seguimiento, un agente se pondrá en contacto con vosotros.
—Tendrán que llamar al despacho del director si quiere hablar con alguna de las chicas —repuso el entrenador.
—¿Ah sí? —contestó el policía. No añadió «por supuesto», que era lo que pensaba. Simplemente dejó que el tono escéptico que había utilizado con esa sola palabra transmitiese esa impresión.
Observó cómo el equipo se subía a la furgoneta. Algunas de las chicas todavía parecían afectadas e iban de la mano o se abrazaban. Se dio cuenta de que a Jordan nadie le puso un brazo sobre los hombros para consolarla y confió en que sus hijas fuesen más sensibles.
El policía observó que Jordan iba hasta el fondo de la furgoneta y que se sentaba sola.
Le dijo adiós cariñosamente con la mano, algo no muy profesional, pero que le salió de forma natural. Se puso contento cuando vio una sonrisa fugaz en el rostro de Jordan y que tímidamente le devolvía el saludo.
«Malditos chavales, qué crueles pueden ser», pensó. Sabía que no llegaría a casa antes de que sus hijas se acostasen, pero decidió que iría a verlas y a lo mejor se quedaría unos minutos observando sus rostros dormidos. Sabía que su mujer entendería por qué lo hacía y que no le haría ninguna pregunta.
No fue hasta la mañana siguiente, temprano, cuando los agentes asignados para completar la investigación del suicidio recibieron una llamada de dos empleados de la oficina local de registro de vehículos. Mientras estaban en la parada esperando el autobús, vieron el sobre que Pelirroja Dos había clavado en el árbol y diligentemente cumplieron lo que decía en su exterior y llamaron a la policía. Habían sido lo bastante inteligentes como para no tocar nada y lo bastante entregados como para esperar a que llegase un agente y cogiese la nota y la fotografía, a pesar de que esto supuso que llegasen tarde a trabajar.
Más o menos a la misma hora, Pelirroja Uno estaba sentada frente a una mujer tan solo un poco más joven que ella, pero el doble de tamaño. La mujer llevaba el pelo muy corto y tenía unos brazos enormes y un contorno acorde. Media docena de pendientes, como mínimo, perforaban su oreja y debajo de la blusa asomaba el borde de un tatuaje. Era el tipo de mujer que daba la sensación de que iba al trabajo en una Harley—Davidson y que por diversión retaba a los leñadores a echar un pulso que rara vez perdía. Sin embargo, a Karen le sorprendió su suave tono de voz.
—Esto es lo que podemos hacer —propuso la mujer—. Podemos proteger a su amiga. Podemos proteger a sus hijos. Podemos encontrarle un lugar seguro como transición a una nueva vida. Podemos ayudarles con el asesoramiento de asistentas sociales y con ayuda legal mientras se adaptan. También les podemos proporcionar terapeutas, porque una serie de psiquiatras muy destacados de la zona hacen trabajo voluntario con nosotros. Podemos ayudarles a empezar de nuevo.
—¿Sí? —dijo Karen porque percibió un «pero» al final.
—No hay nada infalible —repuso la mujer.
El sonido distante de unos niños riendo traspasaba las paredes.
Karen supuso que provenía de una guardería que debía de haber arriba.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Karen.
La mujer se reclinó en la silla de su escritorio, balanceándose hacia atrás como si descansase, pero con la mirada fija en el rostro de Karen, calibrando sus reacciones.
—Por ley estoy obligada a decirlo.
—Pero hay algo más, ¿no es así? —preguntó Karen.
La enorme mujer suspiró.
—Aquí en Lugar Seguro estamos a tres manzanas de la comisaría. Está abierta todo el día y todo el año. El tiempo de respuesta desde allí hasta nuestra puerta, después de una llamada al 911, es de menos de noventa segundos. Tenemos un acuerdo con la policía, tenemos una contraseña que el personal al completo y todos nuestros clientes conocen, eso significa que algún hombre se ha presentado con intención de hacer algo violento y la policía ha respondido con contundencia, con las armas desenfundadas. Organizamos esto después de un incidente que ocurrió el año pasado. Puede que usted lo recuerde.
Karen lo recordaba. Titulares e intensos artículos se prolongaron durante varios días. Un hombre, su ex mujer, dos niños, de seis y ocho años, y tres policías. Cuando terminó el tiroteo, la mujer y uno de los agentes estaban muertos y uno de los niños, herido de gravedad. El ex marido había intentado suicidarse, pero había gastado todas las balas de su pistola, así que se había arrodillado en la acera, con la pistola en la boca, apretando el gatillo que inútilmente hacía clic en la recámara vacía hasta que lo esposaron y se lo llevaron. El caso todavía se estaba juzgando. El hombre alegaba enajenación mental transitoria.
—Mi amiga está preocupada por el carácter violento de su marido —dijo Karen. Después negó con la cabeza—. Dicho de esta manera parece que se trate de un resfriado común. El tipo es un salvaje. Le ha pegado palizas tremendas, una y otra vez. Huesos rotos y ojos morados. La ha amenazado con matarla. No sabe adónde ir.
—Para eso estamos aquí —repuso la oronda mujer. Karen notaba la ira en sus palabras, dirigida hacia algún hombre anónimo. En este caso un hombre imaginario. La historia que Karen se había inventado era «una amiga, dos hijos pequeños, un marido violento, ella intenta huir antes de que él la mate». Había utilizado situaciones de la vida real y las había mezclado. Sabía que la directora de Lugar Seguro no iba a hacer demasiadas preguntas.
—Entonces serán tres, su amiga y los niños...
—Creo que a los niños los puede enviar con una familia con la que estarán seguros. Pero el marido perseguirá a mi amiga hasta el fin del mundo y más allá, si tiene que hacerlo. Está obsesionado y está loco.
—No sé si separarlos...
—A él no le importan los niños. Al fin y al cabo no son suyos, de manera que se interponen en el camino de lo que sea que pretende hacer. Es mi amiga la que está en peligro.
—Ya. ¿Está armado?
—No lo sé, pero supongo que sí.
Karen se preguntó qué tipo de armas tendría a mano el Lobo Feroz. Revólveres. Rifles. Espadas. Cuchillos. Bombas. Arcos y flechas. Venenos. Piedras y palos afilados. Sus manos. Cuchillas. Todas eran potencialmente letales. Cualquiera de ellas podría ser la que pretendía utilizar con las tres Pelirrojas.
—¿Y su amiga? ¿Va armada?
Karen se imaginó el revólver de Pelirroja Dos. Se preguntó si sería capaz de cargarlo, apuntar y disparar. Ni siquiera se atrevía a contemplar la parte de la ecuación que se ocupaba del asesinato.
—No —repuso.
La directora hizo una pausa.
—Se supone que esto no lo debería decir —añadió. Bajó la voz, casi un susurro, y se inclinó hacia delante—. Pero no voy a permitir otro incidente como el del año pasado.
Levantó la mano y colocó una pistola semiautomática grande en el escritorio. Era negra y despiadada. Karen la miró fijamente unos instantes y después asintió con la cabeza.
—Esto me hace sentir bastante mejor —dijo con una pequeña risa.
La directora guardó la pistola en el cajón de su escritorio.
—Tomo clases de tiro en el campo de tiro.
—Una afición acertada.
—Me he convertido en una experta tiradora.
—Resulta tranquilizador.
—¿Cuándo traerá a su amiga?
—Pronto —repuso Karen—. Muy pronto.
—La admisión es todo el día. Cualquier hora es la hora adecuada. Dos de la tarde. Dos de la mañana. ¿Entendido?
—Sí.
—Diré al personal que esperamos a una nueva huésped en cualquier momento.
—Será de gran ayuda.
Karen cogió sus cosas. Pensó que la entrevista se había acabado, pero la directora todavía tenía una última pregunta.
La directora la miró de cerca.
—Hablamos de una amiga, ¿no es así?
Pelirroja Uno solo tenía que hacer una parada antes de dirigirse a su consulta para el resto de la jornada. Era un lugar donde había estado muchas veces antes, pero que incluso con su formación médica y su experiencia como doctora le parecía irreprimiblemente triste.
Una de las cosas que siempre había notado en el hospital para enfermos terminales era que las luces de la entrada eran brillantes fluorescentes cegadores e implacables, pero que a medida que uno se adentraba en el edificio, se suavizaban, las sombras se hacían mayores y las paredes blancas adoptaban tonos de gris amarillento. El edificio en sí parecía reflejar el proceso de morir.
«Gaitas», recordó de su última visita.
Las enfermeras del hospital se sorprendieron un poco al ver a Karen. No la habían llamado.
—Solo vengo a revisar unos antiguos papeles —explicó Karen con aire despreocupado al pasar por delante de los escritorios donde las enfermeras se reunían cuando se tomaban breves descansos de la implacabilidad de la muerte que llenaba todas las habitaciones. Sabía que esa explicación era más que suficiente para tener privacidad.
Entró en una pequeña habitación lateral que tenía una fotocopiadora, una máquina de café en una mesa y tres archivadores grandes de metal negro. No tardó mucho tiempo en encontrar la carpeta de papel Manila que necesitaba.
Se la llevó a su escritorio. Por un momento, le tentó el paquete viejo de cigarrillos cuidadosamente marcado que la esperaba en el primer cajón. Se dio cuenta de que no había fumado en varios días.
«Bien por ti, señor Lobo Feroz —pensó—. Puede que me hayas ayudado a dejar el vicio de una vez por todas. Así que cuando me mates me estarás salvando de un final realmente horrible. No sé cómo agradecértelo.»
«Cáncer» era lo que buscaba en el informe. No exactamente la enfermedad. Pero era lo que había matado a la persona cuyo informe extendió sobre su escritorio.
Cynthia Harrison. «Un nombre bastante común —pensó Karen—. Eso es bueno.»
Treinta y ocho años. «Joven para un cáncer de mama. Eso era triste. Pero solo tres años mayor que Pelirroja Dos.»
Marido. Sin hijos. «Probablemente así es como descubrió la mala noticia: cuando no pudo concebir. Empezaron a hacerle las pruebas rutinarias de fertilidad y en los resultados aparecieron algunas indicaciones preocupantes. Después debió de ser una rápida sucesión de médicos, tratamientos y un dolor interminable.»
Solo tres semanas en el hospital para terminales, luego de las sesiones de radioterapia fallidas seguidas de cirugía igualmente fallida. «La enviaron aquí porque es el lugar menos caro para morir. Si se hubiese quedado en el hospital les hubiese costado miles de dólares. Y sabían que solo le quedaba el tiempo suficiente para que la familia hiciese las disposiciones adecuadas.»
Comprobó la información de la funeraria y vio cuál de sus compañeros había firmado el certificado de defunción. Había sido el cirujano. «Probablemente quería firmar y olvidar su fracaso.» Anotó toda la información necesaria en un bloc. Datos relevantes de Cynthia Harrison: fecha de nacimiento. Lugar de nacimiento. Último domicilio. Profesión. Familiares más cercanos. Número de la Seguridad Social. Historia médica relevante. Altura. Peso. Color de ojos. Color de pelo. Karen buscó el máximo de detalles en el extenso informe del hospital.
Después caminó por el pasillo en dirección a uno de los puestos de enfermería. Se trataba de la sencilla tarea de encontrar una bolsa de plástico roja con la leyenda: «¡Peligro! Residuos médicos infecciosos» y un recipiente grande sellado donde se tiraban las agujas, los recipientes de muestras y cualquier cosa que hubiese podido contaminarse con un potente virus o con bacterias letales.
—Lo siento, Cynthia —susurró—. Me hubiese gustado conocerte.
«Aunque ahora ya te conozco.» Karen terminó el pensamiento. Enrolló bien todo el informe, lo metió en la bolsa de plástico y la selló con cuidado antes de introducirlo en el recipiente cerrado diseñado con el único propósito de mantener a todo el mundo sano y salvo.
Pelirroja Dos bailaba.
Bailaba el vals con un compañero invisible. Bailaba el tango al son de un ritmo sensual. Saludó a un espacio vacío en la habitación, como si siguiese los majestuosos pasos de un elaborado baile en parejas de la época isabelina. Cuando la música cambió, empezó a contraerse y a moverse como si estuviese en una pista de baile moderna. «Bailando con las estrellaspensó—. No, Bailando con el Lobo.» Imitó bailes ridículos de los sesenta como el frug y el watusi que recordaba que sus padres le habían enseñado en ratos desenfadados. En un momento determinado incluso se lanzó con Macarena moviendo las caderas de forma sugerente. Al final, cuando el cansancio se apoderó de sus pasos, se convirtió en bailarina, moviendo los brazos lentamente por encima de la cabeza y dando vueltas. El lago de los cisnes, esperaba. De adolescente había visto el ballet. Conmovedor. Precioso. Era el tipo de recuerdo mágico que una impresionable adolescente de quince años nunca olvida. Hubo un tiempo en que esperaba llevar a su hija a ver un espectáculo similar. Ya no. En el pequeño mundo del sótano, levantó los brazos por encima de la cabeza e intentó ponerse de puntas, como haría una bailarina interpretando al cisne blanco, pero le resultó imposible.
Su música era contradictoria. Ninguna de las canciones que llenaban su cabeza coincidía con sus movimientos. El rock and roll no era como el baile por parejas, a pesar de que eso era lo que oía y lo que bailaba.
Pelirroja Tres le había dejado su iPod con varias listas de canciones con el nombre de «música de espera». No reconocía a todos los cantantes, nunca había escuchado a The David Wax Museum ni a The Iguanas y no tenía ni idea de quién era una tal Silina Musango o quién constituía el grupo llamado The Gourds. Pero la música que Pelirroja Tres había seleccionado era irreprimible, entusiasta, animada y ella agradecía los ritmos alegres y la desenfrenada energía que todas las canciones destilaban.
«Pelirroja Tres intenta ayudar —pensó Sarah—. Qué detalle por su parte. Sabía que después de suicidarme estaría aislada y un poco loca.»
«Chica lista.»
Pelirroja Tres había creado otra lista de canciones, pero Sarah no la había escuchado porque no creía que fuese el momento adecuado. Sabía que tendría sonidos y selecciones completamente diferentes. Esta lista de canciones se titulaba: «Música para matar.»
Cuando por fin la venció el cansancio, Sarah se quitó los auriculares y se desplomó en el suelo de cemento del sótano de Pelirroja Uno. Lo notaba frío contra su mejilla. Sabía que se estaba ensuciando, por todas partes había polvo y porquería y notaba el sudor que le caía por la barbilla, pero no le importaba. El aire era caliente y espeso debido a la caldera que había en un extremo y que se esforzaba en calentar la casa. No había ventanas, así que no podía mirar al exterior. Solo sabía que estaba escondida y que incluso aunque el Lobo Feroz estuviese aparcado en el exterior, vigilando la puerta principal, no podría verla. Una parte de su ser se preguntaba si cerrar la única bombilla que colgaba del techo e iluminaba la habitación con una débil luz sería como la negra turbulencia de las aguas del río en que había simulado lanzarse.
La noche anterior, cuando había corrido a través de la noche creciente hasta donde sabía que Pelirroja Uno la esperaba, había imaginado el grito desgarrador de Pelirroja Tres. «Seguro que ha convencido a todos.»
Se acurrucó en un ovillo.
«Sarah murió anoche —pensó—. Nota de suicidio y adiós me he ido para siempre. Me enterrarán al lado de mi marido y de mi hija. Pero no seré yo. Será un ataúd vacío.»
Sabía que su destino era convertirse en otra persona. No estaba segura de que eso le gustase.
Pero hasta que renaciese, tan solo sería Pelirroja Dos.
«Una mortífera Pelirroja Dos —se dijo—. Una Pelirroja Dos homicida.» Un escalofrío de furia la recorrió y una ira incontrolable se apoderó de ella.
Entonces, de pronto, se dejó llevar por todas las emociones que reverberaban en su interior y empezó a sollozar sin parar en el suelo mientras acunaba no una fotografía de su familia muerta, sino la Colt Magnum .357.


30

El Lobo Feroz dio un grito ahogado y después empezó a chillar una retahíla incomprensible de maldiciones. Se volvió y tuvo que reprimirse para no golpear la pared de la cocina. En su lugar, estrujó en su puño la sección de noticias locales del periódico y cerró los ojos como si alguien estuviese arañando una pizarra con las uñas e hiciese un ruido que agrediese cada terminación nerviosa de su cuerpo. Debajo de sus dedos tenía el titular de un breve artículo: «Antigua maestra, presunto suicidio.»
—¡No, maldita sea! ¡No! —bramó con una ira repentina e incontrolable.
Una luz brillante se reflejaba en la superficie del río. Al fin había dejado de llover y la temperatura había subido un poco. El viento había parado de soplar y el sol de la mañana había aparecido en un cielo azul sin nubes. Una pequeña muchedumbre se había congregado en el puente, apoyada en la barrera de cemento de poca altura y mirando la actividad abajo. Un reducido equipo de noticias parecía aburrido, la cámara de hombros yacía inútil en el suelo, junto a la rueda de su furgoneta. Los coches que pasaban por el puente disminuían la velocidad y sus ocupantes miraban boquiabiertos la actividad antes de acelerar. Tres mujeres hispanas, cada una empujando una sillita de paseo con un bebé, se habían detenido y hablaban deprisa y gesticulaban señalando la superficie plana de agua negra. Una mujer cruzó rápidamente tres veces. El Lobo Feroz se deslizó entre un par de hombres no mucho mayores que él. Sabía que los dos serían observadores y que compartirían sus opiniones de buena gana. Fumaban y dejaban que las volutas de humo llenasen el aire de un olor acre.
—Te lo digo yo, no van a encontrar nada —dijo uno de los hombres con seguridad, a pesar de que no le habían preguntado nada. Llevaba un abrigo gris andrajoso y un sombrero de fieltro gastado calado en la frente curtida. Se protegió los ojos del sol de la mañana con la mano.
—Yo no me metería ahí —repuso su compañero—. Ni siquiera con una cuerda de seguridad.
—Tendrían que poner carteles de Prohibido bañarse por todo el puente.
—Sí, lo único que no están buscando a ninguna nadadora.
Los dos hombres gruñeron en señal de asentimiento.
A treinta metros de los pilares del puente había dos pequeñas lanchas fueraborda de aluminio. Dos policías, con trajes de buzo negros y con dos botellas de oxígeno cada uno, se turnaban para sumergirse en el río, mientras otros sujetaban cuerdas y maniobraban las lanchas en la fuerte corriente.
El Lobo Feroz observaba con detenimiento. Había algo fascinante en la forma en que desaparecía un submarinista, dejando un rastro de burbujas y una ligera alteración en la superficie del agua, para emerger al cabo de unos instantes, luchando contra la fuerte corriente del río. Percibía la frustración y el cansancio cuando sacaban a los submarinistas del agua y las lanchas se dirigían a una ubicación distinta. «Una búsqueda por cuadrículas —pensó el Lobo Feroz—. Procedimiento policial estándar: dividir la zona en segmentos manejables e inspeccionar cada uno antes de pasar al siguiente.»
—¿Han encontrado algo? —preguntó a los dos hombres que sin duda llevaban toda la mañana mirando. Utilizó un tono de mera curiosidad escogido con cuidado.
—Algunas porquerías. Como una chaqueta de niño o algo así. Eso les ha tenido entusiasmados un rato y los dos tipos se han sumergido unos quince minutos. Pero nada más. Así que ahora van de un lado a otro. Supongo que con la esperanza de tener suerte.
—A veces pesco en ese tramo —añadió su compañero—. Pero nadie es tan tonto como para acercarse al río antes del verano, cuando baja el nivel. Al menos nadie que quiera vivir. —Este otro viejo llevaba una gorra de béisbol con el nombre del USS Oriskani, un portaaviones de la época de la guerra de Vietnam, retirado de servicio, que fue hundido para formar un arrecife artificial. La gorra tenía una visera deshilachada. El Lobo Feroz se dio cuenta de que tenía unas manos nudosas llenas de cicatrices, como las raíces de un vetusto roble.
—Que te lo digo yo, no van a encontrar nada —repitió el otro hombre—. Lo único que hacen es malgastar el dinero de nuestros impuestos. Compran todos esos sofisticados aparejos de submarinismo y no tienen oportunidad de utilizarlos.
—Enseguida se van a rendir —dijo el de la gorra al del sombrero.
El Lobo Feroz decidió seguir observando. Pero pensó que probablemente el viejo tuviese razón.
«No van a encontrar nada.»
«Puede —pensó—, que no haya nada que encontrar.»
Pero no estaba seguro, cosa que lo irritaba sobremanera. Sabía que la certeza era la base del asesinato. Pequeños detalles y valoraciones exactas. A veces se consideraba un contable del asesinato. Este era uno de esos momentos en que la atención al detalle era decisiva. «Es como hacer una declaración de la renta sobre la muerte.»
«Quizá la haya matado —pensó. Ciertamente la intensa presión que había ejercido el Lobo Feroz era suficiente para empujar a una persona a suicidarse—. Si sabes que están a punto de asesinarte, ¿no preferirías suicidarte?» Tenía cierto sentido. Pensó en los prisioneros que esperaban su ejecución y que se ahorcaban en sus celdas o en las personas a las que les diagnostican una enfermedad terminal. Le vino a la mente la imagen de los desgraciados agentes financieros y oficinistas que se lanzaron al vacío desde las Torres Gemelas el 11 de Septiembre. «La incertidumbre de esperar a que te maten puede ser mucho peor que el dolor del suicidio.» Y sabía que Pelirroja Dos era la más débil de las tres. Si se había tirado al río, bueno, pues era «casi» lo mismo que si la hubiese estrangulado él. Por un momento sintió la tensión en las manos, como si rodeasen el cuello de Pelirroja Dos y la estuviese estrangulando debajo de él. «Verdaderamente merece la pena hacer una muesca en la pistola», se dijo, pensando como un viejo pistolero del Oeste.
«La muerte es como la verdad. Responde las preguntas.»
Pensó que tenía que recordarlo para ponerlo en el siguiente capítulo.
Quizá pudiese revindicar legítimamente su muerte junto con el asesinato de las otras dos. Consideró esta posibilidad y pensó que la ira que le había embargado podría haber estado mal enfocada. «Los lectores estarán intrigados con la idea de que he logrado que se quite la vida. Será espeluznante. Como todas esas personas disminuyendo la velocidad en el puente para intentar ver algo, los lectores necesitarán ver lo que sucede después. Hará que se sientan más intranquilos por Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. Y eso supondrá que los últimos días de las Pelirrojas que quedan sean más fáciles de manejar con una parada menos en el camino de la muerte.»
Como un periodista que reúne los elementos de un artículo con una fecha de entrega y que ha de ser publicado en un futuro cercano, el Lobo Feroz miró a su alrededor. Se fijó en los policías que trabajaban en el río, contó las personas que observaban desde el puente, se percató del equipo de noticias que guardaba las cámaras y los aparatos de sonido y se preparaba para irse en busca de una historia mejor y más importante. Esto le hizo sonreír. «No lo saben —pensó—, pero esta es la mejor historia de toda la zona. Con diferencia.»
Sonrió.
«Pero esta historia es toda mía.»
El Lobo Feroz decidió que daría a los agentes que peinaban el río media hora más para que sacasen a Pelirroja Dos de la negra corriente, pero no más. Se instaló en su atalaya sobre el río y esperó las respuestas que en realidad no pensaba obtener. Mientras miraba, formuló otras maneras de encontrar esas mismas respuestas.
El director se apoyó en la puerta y esbozó una leve sonrisa a la señora de Lobo Feroz. Parecía preocupado, tanto por el tono suave de su voz como por su postura encorvada.
—¿Ha leído el informe del entrenador del equipo de baloncesto? Han tenido un viaje de regreso al colegio muy movido. —Mientras decía esto negaba con la cabeza.
En la pantalla del ordenador, la señora de Lobo Feroz tenía una copia del informe de una sola página que el entrenador había enviado por correo electrónico al director. Se trataba de una corta descripción, tan solo un breve informe de las razones del retraso de su regreso después de la victoria. Tuvo la clara impresión de que el entrenador hubiese preferido escribir sobre la victoria, no sobre lo que sucedió después. Hizo un gesto de asentimiento al director con la cabeza.
—Envíe una nota y un correo electrónico de seguimiento al profesor de Historia de Jordan Ellis. Esa es la clase que tiene la próxima hora. Dígale que envíe a Jordan a mi despacho antes del almuerzo.
—Ahora mismo —repuso la señora de Lobo Feroz jovialmente.
—Dígale que quiero verla —añadió el director después de pensar unos segundos.
Tecleó los mensajes. Después de enviarlos, abrió el horario de Jordan en la pantalla. Después miró el reloj de la pared y supuso que Jordan cruzaría la puerta del despacho a las once.
Se equivocó por dos minutos.
Jordan parecía distraída, como con prisa.
La señora de Lobo Feroz adoptó su expresión más compasiva y utilizó su tono de voz más comprensivo.
—Dios mío, anoche tuvo que ser terrible. Me imagino lo que te debiste de asustar. Tuvo que ser horrible para ti. Y tan triste.
—Estoy bien —repuso Jordan con brusquedad—. ¿Está en el despacho? —Hizo un gesto señalando el despacho interior.
—Te está esperando. Ya puedes pasar.
La señora de Lobo Feroz sintió cómo se le aceleraba el corazón. No se había dado cuenta de lo emocionante que iba a ser para ella estar cerca de Jordan, saber que era un modelo literario de una víctima de asesinato. De repente se sintió viva, como si estuviese atrapada en el remolino de la creación de secretos. Las respuestas hurañas de Jordan y su actitud pasota y despectiva hicieron que la señora de Lobo Feroz asintiese con la cabeza con total comprensión. «No me extraña que la haya elegido.» De repente encontraba cientos de razones para matar a Jordan.
«Mátala —pensó la señora de Lobo Feroz—. En el libro.»
Las manos le temblaron ligeramente, estremeciéndose con una deliciosa especie de intriga. «Es como si estuviese atrapada en mi propia novela», se dijo.
La señora de Lobo Feroz sintió que resbalaba, como si se deslizase en un mundo donde la ficción y la realidad ya no eran distintas. Era como introducirse en un baño caliente y relajante.
Jordan pasó por delante de su escritorio a grandes zancadas y la señora de Lobo Feroz la observó por detrás. De pronto veía la arrogancia, el egoísmo, el aislamiento de adolescente y el carácter desagradable presentes en cada una de sus zancadas.
Respiraba de forma superficial y tenía ganas de soltar una carcajada. Era como cuando te hacen partícipe de un secreto enorme y maravilloso. De repente podía imaginar todo el proceso de la escritura, convertir a una joven privilegiada y egoísta en personaje de una novela. Era como estar presente en la creación, pensó, aunque admitía que tal vez eso fuera exagerar un poco.
Jordan no había cerrado la puerta del despacho interior del director, que era lo que se suponía que tenía que hacer. Normalmente, la señora de Lobo Feroz se hubiese levantado con un bufido y la hubiese cerrado enfadada para darle privacidad al director cuando hablaba con una alumna, especialmente una con tantos problemas con las notas como Jordan. Se había medio incorporado en la silla cuando se dio cuenta de que podía escuchar toda la conversación del interior del despacho. Y en el mismo instante se dio cuenta de que quizás oyese algo que pudiera ayudar.
«Soy mucho más que una secretaria», pensó.
Estiró la cabeza para escuchar y colocó un bloc en el escritorio delante de ella para tomar notas.
Lo primero que escuchó fue:
—Mire, estoy bien. No necesito hablar con nadie, especialmente con un psicólogo ultracomprensivo y tocón. —La voz de Jordan sonaba enfadada y cargada de desprecio.
—Mira, Jordan —repuso el director lentamente—, este tipo de incidentes traumáticos tienen repercusiones ocultas. Ser testigo del suicidio de una mujer, como fuiste tú, no es algo intrascendente.
—Estoy bien —repitió Jordan tozuda. En su fuero interno estaba desesperada por salir del despacho. Cada segundo que pasaba sin ocuparse de la verdadera amenaza era potencialmente peligroso. Sabía que el único respiro lejos del Lobo Feroz eran los momentos que pasaba en la cancha de baloncesto donde lograba perderse en el esfuerzo. Quería gritarle al director: «¿No sabe que estoy haciendo algo mil veces más importante que una clase o una sesión con un psiquiatra o cualquier cosa que pueda imaginar en su pequeña mente cerrada de colegio privado?»
No dijo nada de esto. En cambio sintió una tensión en su interior que apretaba como un nudo y sabía que tenía que decir lo adecuado para poder salir y regresar a otro asunto más serio que consistía en evitar ser asesinada.
—Bueno, bien, te creo —continuó el director—. Y me fiaré de tus palabras. Pero insisto en que veas a alguien. Si lo haces y el médico te da el alta, dice que todo está bien, entonces ya está. Pero quiero que te vea un profesional. ¿Dormiste anoche?
—Sí. Ocho horas. Dormí como un bebé. —Jordan salió con un cliché, aunque en realidad no imaginaba que el director la creyese.
Negó con la cabeza.
—Lo dudo, Jordan —dijo. No añadió «por qué me mientes», aunque eso es lo que le pasó por la cabeza.
Le entregó un papel.
—A las seis en punto. Esta tarde en el centro médico para el alumnado. Te estarán esperando.
—Bueno, bueno, iré, si eso es lo que quiere —repuso Jordan.
—Eso es lo que quiero —contestó el director—. Pero también debería ser lo que tú quieres. —Intentó decirlo en un tono más suave, más comprensivo, pero era como tirar palabras a una playa pedregosa, pensó.
—¿Puedo irme?
—Sí. —Suspiró el director—. A las seis en punto. Y si no te presentas, nos volveremos a ver aquí mañana por la mañana, y haremos lo mismo de nuevo, solo que esta vez haré que te acompañen a la cita.
Jordan metió el papel de la cita en la mochila. Se levantó y salió sin decir nada más. El director la observó al marchar y pensó que jamás había visto a nadie tan decidido como Jordan a tirar por la borda cualquier oportunidad.
Fuera del despacho, la señora de Lobo Feroz se apresuró a anotar todo lo que había oído. «Seis de la tarde. Centro médico para el alumnado.» Levantó la vista cuando Jordan pasó por delante de ella y cogió el teléfono. La adolescente ni siquiera miró en su dirección.


31

Jordan no veía nada por la ventana salvo la creciente oscuridad. El ángulo a través del cristal mostraba canchas vacías que se mezclaban con hileras de árboles lejanos que marcaban el principio de la zona protegida de tierra sin explotar. Esto era algo típico en los colegios privados de Nueva Inglaterra; preferían la imagen arbolada, aislada y boscosa que daba a los visitantes la impresión de que no había nada que distrajese del mundo del estudio, los deportes y las artes que el colegio promovía. Jordan sabía que en otras direcciones había luces brillantes, música a todo volumen y los típicos problemas que habitualmente encontraban las adolescentes. Sus problemas no tenían nada que ver con el de ellas.
Esperó pacientemente a que la psicóloga que estaba sentada detrás del escritorio frente a ella terminase la conversación que mantenía con un psiquiatra local especializado en soluciones farmacológicas para los miedos adolescentes. Discutían sobre una receta de Ritalin, el medicamento preferido para el tratamiento por déficit de atención con hiperactividad. La psicóloga, una mujer joven angulosa y desaliñada, probablemente tan solo unos diez años mayor que Jordan pero que se esforzaba en parecer más madura, tenía cuidado de no mencionar nombres porque estaba Jordan. Parece que el problema era una nueva receta que no se debería haber extendido. Jordan sabía exactamente por qué este alumno anónimo se había quedado sin Ritalin antes de tiempo: porque había vendido algunas o le habían robado unas cuantas, o quizá las dos cosas. Se trataba de una de las drogas preferidas para las fiestas.
«Diversión para algunos —pensó—, y ahora el chaval no se puede concentrar lo suficiente para aprobar el examen trimestral de Historia.»
Tenía ganas de reír por el dilema y por la forma patética en que el alumno había intentado convencer a la psicóloga para que le recetase más. Jordan sabía que el colegio controlaba el número de pastillas que cada alumno «debía» tener en un momento dado: lo justo para un respiro de la distracción una vez al día.
La psicóloga gesticuló en el aire, como si quisiese puntualizar algo y, con el teléfono todavía en la oreja, hizo un gesto en dirección a Jordan, un movimiento que significaba «espera un momento», y Jordan volvió a mirar por la ventana. Distinguía su reflejo en un extremo de la hoja de cristal, pálida, como si la imagen fuese algo diferente a Jordan. «Esa es Pelirroja Tres, no Jordan», decidió.
La psicóloga colgó el teléfono con un coro de «de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo» repetidos antes de desplomarse en la silla y mirar a la adolescente. Sonrió.
—Bueno, Jordan, háblame sobre lo que viste anoche.
«No se anda con rodeos», pensó Jordan.
—Tal vez si me diese una receta de Ritalin... —empezó Jordan.
La psicóloga fingió reírse.
—Era una conversación bastante predecible, ¿no crees?
Jordan asintió con la cabeza.
—Pero intentar sin éxito convencer al personal de que no hay necesidad de utilizar sustancias de clase 4 no es lo mismo que ver cómo se suicida una mujer.
«Directa al grano», pensó Jordan.
—Volvíamos al colegio en la furgoneta después del partido. Yo era la única que miraba por la ventanilla. Vi a una mujer que se subía a la barandilla del puente y la vi saltar. Entonces grité. Simplemente una reacción natural, supongo.
La psicóloga se inclinó hacia delante esperando más.
Jordan se encogió de hombros.
—No es como si yo la hubiese matado.
«Pero ahora ella es libre», pensó Jordan. Era como ver a alguien que recibe un regalo que le hace una ilusión especial. Envidiaba a Pelirroja Dos.
Jordan se revolvió en su asiento. La psicóloga le hacía más preguntas, pretendiendo averiguar los sentimientos, las impresiones. Era inevitable que intentase encajar esta conversación con una discusión sobre sus padres, sus notas y su mala actitud. Jordan ya se lo esperaba y contestó de la forma más escueta posible. Solo quería irse de la consulta con el mínimo daño posible y retomar la tarea de salvar su vida. Estaba dispuesta a decir cualquier cosa, a comportarse como fuese necesario o a actuar de la forma más indicada para lograrlo.
«Nada de lo que diga aquí significa nada.»
Por un instante se planteó contarle todo a la psicóloga: las cartas. El vídeo. Todo lo que suponía haberse convertido en Pelirroja Tres. Era como contarse un chiste y tuvo que reprimir una sonrisa.
«¿Y qué hará? Pensará que estoy loca. O quizá llame al director. Es una idiota bien intencionada y llamará a la policía. Más idiotas bien intencionados. Y entonces el Lobo Feroz simplemente desaparecerá en el bosque y esperará hasta que vuelva a estar sola y pueda hacer lo que le dé la gana. Quizá me dé un año o dos y después volveré a ser Pelirroja Tres de nuevo. Y sé lo que él hará entonces.»
Jordan se oía a sí misma contestando a las preguntas de la psicóloga, pero apenas prestaba atención a lo que ella decía. Las palabras que pronunciaban sus labios eran inconsistentes y débiles y no guardaban una verdadera relación con lo que le estaba sucediendo. Creía que el hierro forjado y el acero verdaderos estaban en su interior, bien guardados por el momento, reservados para cuando los necesitase de verdad. «Que será bastante pronto —pensó.
»El Lobo Feroz es nuestro problema —se dijo—. Y lo resolveremos nosotras.»
Sonrió a la psicóloga, preguntándose despreocupadamente si una sonrisa era justo la reacción adecuada, pensando que quizá la forma más rápida de salir de la consulta y de la visita sería admitir un pequeño trauma para que la psicóloga tuviese algo de lo que escribir en un informe para enviarle al director y que todo el mundo pensase que estaban haciendo su trabajo. De manera que Jordan se planteó durante un instante esta posibilidad y dijo:
—Me da un poco de miedo tener pesadillas. Me refiero a que veo a esa pobre mujer al saltar. Fue tan triste. Sería terrible estar así de triste.
La psicóloga asintió con la cabeza. Escribió algo en un bloc de notas. «Pastillas para dormir —pensó Jordan—. Me va a recetar somníferos. Pero solo un par para que no pueda suicidarme.»
Sobre la entrada del centro médico había una única luz tenue y Jordan se detuvo un instante al salir para contemplar la noche que se extendía ante ella. El edificio estaba encajado en una bocacalle de una de las zonas menos concurrida del campus, de manera que Jordan supo que tendría que pasar por una zona en penumbra a esas horas para llegar a un lugar donde hubiese estudiantes por los senderos.
De pronto, sintió una vacilante sensación de soledad, como si la oscuridad tuviese la misma cualidad trémula e incierta que las olas de calor en una calzada un abrasador día de verano. Esto no tenía sentido para Jordan; hacía frío. Tendría que haber sido un mundo de claridad casi helada, pero no lo era.
Al salir, encogió los hombros para protegerse del frío que había arreciado y avanzó con premura.
No había dado más de media docena de pasos cuando vio la figura en las sombras, en el lugar donde un roble grande rozaba contra la parte trasera de uno de los edificios de clases ahora vacías.
Fue como ver a un fantasma. A punto estuvo de tropezar y caer. Tuvo la típica sensación de que el corazón se le paraba y todo empezaba en el mismo microsegundo.
La figura iba vestida de negro. Una bufanda y un gorro escondían su rostro. El único rasgo que parecía brillar con vida eran sus ojos.
Jordan levantó una mano, moviéndola a través de la noche delante de ella, como si quisiese borrar la visión. La figura permaneció quieta, mirándola. Lentamente, vio cómo el hombre levantaba la mano y la señalaba.
La voz parecía amortiguada, como si la brisa la hubiese llevado hasta ella desde varias direcciones diferentes.
—Hola, Pelirroja Tres.
Una parte de su ser se quedó clavada. Otra entró en pánico, como si se hubiese soltado de algún amarradero en su interior. Quería echar a correr, pero tenía los pies pegados al suelo. Era como si el miedo hubiese dividido su cuerpo en dos y como gotas de mercurio que caen en el suelo y se dispersan, partes de Jordan se desperdigaban en diferentes direcciones. Por su cabeza pasaban órdenes contradictorias, todas fuera de control. Sintió que la debilidad de sus rodillas se extendía como una infección por todo su cuerpo y pensó que se desmoronaría en el suelo, se acurrucaría en posición fetal y simplemente esperaría. «Ha llegado el momento —pasó por su cabeza, seguido de—: ¡me va a matar ya!»
Jordan retrocedió tambaleándose, como si la hubiesen golpeado.
La figura pareció deshacerse en el grueso tronco negro del árbol. Era como si Jordan ya no pudiese enfocar la mirada, ya no pudiese diferenciar entre una persona y una sombra. Sin darse cuenta, levantó los dos brazos y los mantuvo así delante de su rostro, como si quisiese protegerse de un golpe.
Un extraño sonido la rodeaba, al principio no lo reconoció, pero de repente se dio cuenta de que era su respiración, superficial, áspera y convertida en un gimoteo infantil.
Miró a su alrededor descontrolada, pensando «que alguien me ayude», pero no lograba formar estas palabras con la lengua y los labios para después gritarlas. No había nada excepto oscuridad y silencio. Cuando dirigió de nuevo los ojos a la figura, ya no estaba. Como si se tratase del espectáculo de un mago, había desaparecido en las sombras.
«Corre», gritó para sus adentros.
Apenas fue consciente de haber dado la espalda al lugar donde había visto la figura y se había lanzado hacia delante.
Era una atleta y era rápida. Daba igual que llevara la mochila cargada de libros o, dado el caso, los tacones de una reina del baile de fin de curso. No había hielo en los senderos y daba unas zancadas cada vez más largas. Sus pies machacaban el macadán negro del sendero con un crujido que parecían disparos que se oyen a lo lejos. Movió los brazos y corrió a toda velocidad, la desesperación le hacía ganar rapidez y lo único que era capaz de pensar era que no lograría ser lo bastante veloz. Notaba al lobo detrás de ella, acortando la distancia, intentando morderle los talones con las fauces, los dientes acercándosele. La sensación de que solo le quedaban segundos de vida la destrozó y quiso gritar que no era justo, que quería vivir, que no quería morir allí, esa noche, en un colegio que odiaba, rodeada de personas que no eran sus amigos. Jadeando pronunció las palabras: «¡Mamá, socorro!» A pesar de que sabía que su madre no podría ayudarla, porque nunca había ayudado a nadie salvo a sí misma. Se sintió como una niña pequeña, poco mayor que un bebé, impotente e indefensa, aterrorizada y asustada de la oscuridad, de los truenos, de los relámpagos, a pesar de que el mundo a su alrededor todavía permanecía en calma.
Justo en el instante en que notó una mano que la agarraba por detrás, tropezó. Parecía que todo le daba vueltas y se cayó, despatarrada como un patinador que pierde el equilibrio. Extendió las manos para protegerse de la caída y dio un pequeño grito. La superficie dura del sendero le había arañado dolorosamente las palmas y se había golpeado la rodilla. Le dolía todo el cuerpo y se quedó aturdida durante unos instantes. Estaba boca abajo sobre la tierra fría, pero tuvo la sensatez de darse la vuelta y darle una patada al lobo que sabía que le había mordisqueado los tobillos y la había hecho caer. Podía oír sus gritos «¡Largo! ¡Largo!», como si viniesen de otro lugar y no de ahí en ese mismo instante. Todo parecía deshilvanado, inconexo, irreal y extraño.
Devolvió los golpes. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Dio puñetazos, luchó utilizando todos los músculos, los tendones tirantes hasta el límite, golpeando la oscuridad que la amenazaba. Sintió que sus manos golpeaban el pelo, la piel y los dientes desnudos y afilados que la desgarraban; sintió la saliva y la sangre caliente que le salpicaban en la cara, impidiéndole ver bien. Sintió que la agarraban y la levantaban y ella arañaba y rasgaba, utilizando hasta la última fibra porque no estaba dispuesta a morir ahí. Luchó con todas sus fuerzas.
Contra nada.
Tardó unos segundos, segundos que parecieron mucho más que cualquier espacio de tiempo que Jordan había experimentado jamás, incluso el final de un partido reñido, donde la tensión y el tiempo se fundían para que todo pareciese ir más deprisa o más lento, como si las reglas de la naturaleza hubiesen quedado suspendidas, en darse cuenta: «Estoy completamente sola.»
«Nada de lobo.»
«Nada de asesino.»
«Nada de morir.»
«Al menos no todavía.»
Jordan estaba tumbada despatarrada sobre el suelo frío. Sentía el calor que emanaba rápidamente de su cuerpo. Miró el cielo negro de la noche y vio estrellas que parpadeaban. Cerró los ojos y escuchó. Sonidos familiares abarrotaban su oído: un coche lejano que aceleraba, estudiantes ruidosos en el internado, unos pocos acordes de una guitarra eléctrica acompañados de las fuertes notas de un saxofón. Cerró bien los ojos, antes de abrirlos de golpe.
«Pasos.»
Dio un grito ahogado de nuevo y se sentó. Miró a la derecha y después a la izquierda, girando la cabeza de un lado a otro.
«Nadie.»
—Pero le he oído —murmuró en alto, como si estuviese discutiendo consigo misma. Pelirroja Tres pensaba una cosa. Jordan Ellis pensaba otra.
Escuchó atentamente e imaginó que oía un lejano y mortecino aullido de lobo inconfundible, imposible. Sabía que tenía que ser una alucinación, pero a ella le parecía real. Era como estar atrapada en una época diferente, en un mundo distinto donde los depredadores merodeaban a sus anchas después del atardecer. Sabía que formaba parte de la vida moderna, con todas las luces y la energía del progreso, pero que el grito desesperado que había escuchado con claridad pertenecía a una época muy distinta. Existía y no existía a la vez.
Jordan se puso de pie como pudo. Tenía los vaqueros desgarrados y sentía la sangre pegajosa en las palmas de las manos y en la rodilla. Con urgencia buscó entre las sombras a su alrededor otra señal del Lobo Feroz.
Pero solo encontró sombras negras.
Jordan notaba cómo el miedo desaparecía y la urgencia lo reemplazaba y empezó a correr de nuevo. Pero esta vez el ritmo era más controlado, sencillamente sabía que tenía que regresar a algún lugar iluminado lo antes posible.
Cuando el móvil sonó en su bolso, Pelirroja Uno estaba de pie en el rellano de la escalera que bajaba hasta el sótano y llevaba una bandeja con una ensalada, un sándwich de jamón y una botella de agua. Había llamado a Pelirroja Dos, que la esperaba abajo, fuera de la vista, oculta de las miradas fisgonas.
Dejó la bandeja y sacó el teléfono de la cartera.
—¿Sí? ¿Jordan? —contestó Karen.
—Estaba aquí, estaba aquí mismo, me estaba esperando y me ha perseguido, al menos, eso creo, pero he conseguido escapar. O quizá, no lo sé... —Jordan hablaba deprisa, excitada, las palabras apenas se entendían, pero el impacto era inconfundible.
La voz de la adolescente se fue debilitando hasta acabar en una confusión silenciosa.
La racionalidad de la doctora tomó el relevo.
—¿Qué has visto exactamente?
—Estaba en el centro médico. Me han obligado a ver a una psicóloga porque creen que estoy traumatizada después de haber informado del suicidio de Sarah...
—Aunque tú sabías...
—Sí, claro, yo sabía que ella estaba bien, ese era el plan, pero cuando salí había un hombre entre las sombras, lo vi, pero después ya no estaba allí...
—¿Estás segura?
Pelirroja Tres dudó. Jordan no estaba en absoluto segura de nada. El miedo, lo entendía, crea confusión. Así que no fue completamente honesta.
—Sí. Estoy segura. Bastante segura. Me habló. Le oí llamarme Pelirroja Tres. Al menos, eso creo que oí.
—¿Cómo podía saber que estabas en el centro médico?
—No lo sé. Tal vez me había seguido antes y yo no me había dado cuenta y se limitó a esperarme fuera.
—De acuerdo —repuso Karen con lentitud.
—¿Karen? —dijo Jordan bruscamente.
—¿Sí?
—Me siento muy sola.
Karen quería decir algo reconfortante, pero no se le ocurría ninguna palabra que pudiese ayudar. En cambio, la cabeza le bullía de ideas.
—¿Estás segura de que era él?
—Sí. Todo lo segura que puedo estar.
—No estás sola. Estamos en esto todas juntas —añadió Karen, aunque en realidad no lo creía—. Mira, Jordan, aguanta. Te llamaré más tarde. —Cerró el teléfono y miró a Sarah.
»Coge tus cosas —dijo, con la brusca decisión de un capitán marino—. Tenemos un par de minutos. El Lobo Feroz ha estado siguiendo a Jordan, así que sabemos que ahora mismo no está aquí fuera. Tenemos que irnos.
—¿Jordan está bien? ¿Crees que deberíamos ir a verla?
—Estaba asustada. Pero se le pasará, creo. Tenemos que seguir con el plan. No puede enterarse de que estás viva. Tenemos que mantenerte oculta. Es la única forma.
Sarah asintió con la cabeza. Todo lo que tenía era una pequeña talega de lona con algunas prendas que Karen le había dejado, el ordenador portátil de Karen y algunas hojas de papel llenas de información sobre una mujer fallecida llamada Cynthia Harrison. También llevaba el revólver de su difunto marido. Ese revólver era lo único de la vida pasada de Sarah Locksley que permanecía intacto.
Las dos mujeres, que se movían lo más rápido posible y comprendían que algo había pasado esa noche que debería asustarlas, salieron de la casa como una exhalación y cruzaron a toda prisa el jardín hasta el coche de Karen. Esta introdujo la llave en el contacto y al acelerar las ruedas giraron sobre el camino de entrada de tierra y grava.
—Te están esperando en cualquier momento —dijo—. Y aunque él sospeche algo, ya no sabrá dónde buscar. Al menos estarás a salvo mientras hacemos lo que debemos hacer.
Ni Pelirroja Uno ni Pelirroja Dos se creían por completo esta afirmación. Quizá, pensaban ambas, tal vez pequeñas partes de sus vidas podrían estar seguras.
Pero toda no.
La puerta principal se cerró con un golpe sordo. Oyó lanzar una chaqueta al colgador y guardar las botas en un armario.
—Hola, cariño. Siento haber llegado tarde.
—No te preocupes. La cena estará lista en un par de minutos.
—Quiero tomar unas cuantas notas y luego salgo.
—¿Qué tal ha ido?
—Guay. Muy guay. He ido a la cita como me dijiste. La he visto entrar. Fue fantástico. Fantástico de verdad. El tipo de escena que ayudará de veras al libro. Me hubiera gustado poder entrar en la consulta con ella para escuchar lo que decía. Pero eso me lo puedo inventar, no es problema. Conseguir plasmar bien el lenguaje de los adolescentes es todo un reto. Vaya, lo ha sido desde que J. D. Salinger en cierto modo definiese el género entero. Pero añadir estos pequeños detalles es lo que da vida a la historia. La verdad es que te debo una.
La señora de Lobo Feroz sintió una oleada de placer. Cuando le llamó no estaba segura de si su marido iba a estar interesado en la cita. Ahora sentía que realmente formaba parte del proceso creativo.
—Eso es lo que esperaba. Por eso te llamé. Así que si me debes un favor, ¿fregarás los platos esta noche?
El Lobo Feroz besó a su mujer en la mejilla, después le pellizcó el trasero y ella dio un pequeño chillido de placer y le pegó en la mano con una indignación fingida.
—Sí. Por supuesto. —Los dos se rieron—. Solo voy a apuntar algunas ideas para el próximo capítulo, me lavo y estoy listo para cenar. Me muero de hambre.
El Lobo Feroz estaba sorprendido del hambre que tenía. Acercarse tanto a Pelirroja Tres, aunque solo hubiesen sido unos pocos segundos, le había provocado un hambre atroz. Sintió una sensación paralela de deseo; era todo lo que podía hacer para no agarrar a su mujer y arrancarle la ropa. Se maravilló ante la intensidad de sus sensaciones. «La pasión y la muerte van de la mano», pensó.
—¿Pronto me dejarás leer un poco más?
Sonrió.
—Pronto. Cuando esté más cerca del final.
Hubo un momento de duda en la cocina, cuando el Lobo Feroz hizo una pausa, antes de dirigirse a su despacho. Volvió la vista atrás para mirar a la señora de Lobo Feroz que estaba de pie delante de la cocina, removiendo el arroz que hervía en una cazuela. Tarareaba una canción y él intentó reconocer cuál. Le resultaba familiar y estaba a punto de recordarla. Solo necesitaba oír unas cuantas notas más. Miró a su alrededor durante unos instantes. Vio la mesa puesta con dos cubiertos y olió el pollo que se asaba en el horno. Se deleitó con la casi aplastante normalidad de toda la escena. «Eso es lo que hace que asesinar sea especial —pensó—. En un momento dado estás sentado en la cabina cumpliendo con tu rutina, completamente prosaica, comprobaciones previas al vuelo hechas un millón de veces, y al cabo de un minuto estás acelerando por la pista de despegue, ganando velocidad e impulso para despegar hacia algo completamente diferente cada vez. Te liberas de todas las ataduras terrenales.»
La señora de Lobo Feroz golpeaba el borde de la cazuela que hervía a fuego lento con una cuchara de palo grande. Como un batería que intenta capturar un ritmo esquivo, se dio cuenta de que el ritmo de su vida había cambiado de una forma misteriosa y agradable. «Escribir, asesinar y amar —pensó—, todas son a su manera exactamente la misma cosa, como diferentes puntadas en la misma tela.» Golpeó el borde de la cazuela con el mango de la cuchara con una secuencia conocida: bum, pam bum, pam bum bum. El famoso compás del bajo de Not Fade Away, la canción de Buddy Holly tantas veces versionada.


32

Durante los días siguientes, el Lobo Feroz vio todos los noticiarios, leyó todos los artículos en los periódicos locales, incluso puso la emisora de radio local con la esperanza de descubrir dónde paraba Pelirroja Dos. Diligentemente, procuró pasar por el lugar del suicidio a menudo, para ver si la policía había descubierto el cadáver. Se enfadó cuando pareció que habían desistido de buscarla. Eso no quería decir que no estuviese en el fondo del río. Maldijo a los policías y pensó que eran unos incompetentes. Necesitaba respuestas y se suponía que ellos debían dárselas.
Dos noches después de haber seguido a Pelirroja Tres hasta el exterior del edificio del centro médico —un delicioso punto álgido—, pasó una hora frustrante caminando por el vecindario de Pelirroja Dos. En su casa las luces estaban apagadas y lo habían estado desde la noche en que presuntamente había saltado y no vio ningún signo de vida, salvo un ramo de flores blancas que alguien había dejado apoyado en la puerta principal. Las flores ya empezaban a marchitarse.
Parado en la calle al lado de la casa, se dio cuenta de que ya no tenía que esconderse de ella. Se había ido, eso estaba claro.
Estaba enfadado y se sentía engañado.
La noche anterior había dejado la compañía de su mujer y se había encerrado en su despacho. Había comprobado dos y tres veces su extenso informe sobre Pelirroja Dos. Nada en su investigación sugería que alguien, familiares lejanos o amigos ocasionales, la hubiese acogido para esconderla de él. Se reprendió porque imaginaba que, de algún modo, se le había pasado alguna conexión.
Pero entonces recordó las tumbas con los dos nombres, que ahora esperaba un tercero. Esos dos nombres eran la principal razón por la que se le había ocurrido escoger a Pelirroja Dos. «Nunca, nunca, los abandonaría. No podía. Solo había dos maneras de unirse a ellos: yo o ese dichoso puente sobre ese maldito río.»
Para el Lobo Feroz era algo doloroso. Sabía que había hecho todo lo necesario para abocarla al suicidio. Pero creía que había sido lo bastante listo como para llevarla justo al borde, de manera que cuando él llegase a su lado, por extraño que parezca, ella aceptaría la muerte.
Sabía que esto suponía un reto literario. Sus lectores querrían saber cada paso que había dado. Querrían experimentar la tensión y sentir la opción por la que Pelirroja Dos se había inclinado. Morir de una manera. O morir de otra.
«Siempre hay que pensar en los lectores», recordó.
Hizo las comprobaciones rutinarias con Pelirroja Uno. Parecía que continuaba con su día a día, como había sospechado que haría. Por muy asustada que estuviese por la muerte de Pelirroja Dos, entendía que Pelirroja Uno encontraba seguridad manteniendo una fachada normal, algo que a él le tranquilizaba. Ya no frecuentaba los clubes de la comedia ni siquiera se fumaba un cigarrillo a escondidas en un aparcamiento. «Demasiado asustada para permitirse una adicción», pensó. Llegaba al trabajo temprano y se quedaba hasta tarde y después se iba en coche directamente a casa. Esto le complacía. Y no creía que Pelirroja Tres fuese a huir. «Ese es uno de los grandes misterios de matar —pensó mientras observaba la casa a oscuras de Pelirroja Dos—. Nuestro lado racional piensa que podemos huir, escondernos, pedir ayuda a los amigos y, de alguna forma, tomar medidas para mantenernos a salvo. Sin embargo nunca lo hacemos. Cuando la distancia entre el cazador y la presa se va estrechando, uno se muestra más centrado, más experto y con una mayor determinación, mientras que el mundo del otro se empequeñece cada vez más, se deteriora y cada vez le cuesta más pensar con claridad.»
Pensó en los documentales del Discovery Channel de leones que persiguen a antílopes o de lobos como él que siguen a los caribúes. Las presas corren como locas de un lado a otro, aterrorizadas, descontroladas. El cazador se acerca de forma singular, cortando todas las posibilidades de huida. Decidido. Directo. No pensaba que él fuese diferente. Tenía que subrayar ese punto en la novela.
Se le ocurrió un pensamiento extraño: «Los leones dejan que las leonas cacen, pero son los primeros en devorar a la presa.» Se preguntó si los lobos harían lo mismo. «No lo creo. No somos perezosos.»
El Lobo Feroz dirigió una última mirada furtiva a la casa de Pelirroja Dos. No creía que fuese a regresar otra vez, sin embargo en ese mismo instante tuvo la sensación de que apenas lograba apartarse de allí. Recordó el placer que le había procurado pasar con el coche por delante de la casa de Pelirroja Dos y espiarla durante semanas y meses. Le costó pensar que esa fase había tocado a su fin. Era hora de irse a casa, pero no podía sacudirse la sensación de que algo quedaba incompleto. Esperaba que asesinar a Pelirroja Uno y a Pelirroja Tres le produciría el placer que ansiaba. Pero por primera vez estaba preocupado. Arrastraba los pies por la acera y sintió que su paso perdía alegría. Mientras regresaba al coche hablaba entre dientes.
—Has trabajado muy duro y entonces se presenta algo inesperado y lo fastidia todo.
Pensó que no tenía que ser tan severo consigo mismo. Todo estaba saliendo según lo planeado. Dejó que su creciente enfado definiese su insistencia en que nada más podía fallar. Citó al poeta erróneamente en voz alta: «Oh, los mejores planes de ratones y hombres a menudo se extravían.»
El Lobo Feroz soltó una carcajada. «Flexibilidad —pensó. Tenía que escribir algunas páginas sobre la flexibilidad—. Estar preparado para lo inesperado. No importa que las cosas salgan según lo previsto, siempre hay que estar preparado para los cambios repentinos.»
Cuando llegó al coche, se desplomó en el asiento como si estuviese exhausto.
—Ahora ya solo faltan unos días —dijo de nuevo en voz alta aunque estaba solo. Le gustaba la contundencia de su voz. Cuando puso la marcha, empezó a pensar en armas y ubicaciones. Durante unos instantes pensó que debería dividir el manuscrito en dos partes: «La caza» y «El asesinato».
Karen estaba sentada con remilgo enfrente del director de la funeraria.
—Se trata de una petición inusual —titubeó—, pero no imposible.
El despacho tenía un apropiado tono sombrío, mucha madera oscura y ventanas sombreadas que evitaban que entrase demasiada luz. El director era un hombre calvo, bajo y robusto de dedos regordetes, que incluso con su impecable traje negro parecía un hombre simpático. «Un fuerte apretón de manos, una sonrisa cálida y una voz entusiasta cuando el asunto es la muerte», pensó Karen. Había esperado un cliché, un hombre estilo Uriah Heep, alto y cadavérico de voz profunda.
—Simplemente un funeral muy reducido —dijo Karen—. Me temo que desde el accidente que la dejó viuda, Sarah abandonó todas sus amistades. Estaba sola y muy aislada. Pero eso no quiere decir que no haya algunos amigos que quieran darle el último adiós. Tal vez algunos maestros con los que trabajó o algunos compañeros de su marido del parque de bomberos.
—Sí, cierto —añadió el director de la funeraria—. ¿Y la familia?
—Desgraciadamente está muy esparcida. Era hija única y sus padres ya fallecieron. Y los primos que le quedan no quieren aceptar la realidad de su muerte. O puede que simplemente les dé igual.
Karen evitó utilizar la palabra «suicidio», como sabía que también la evitaría el director de la funeraria.
—Es una pena —manifestó el director, aunque implicaba lo contrario, que todo sería mucho más fácil.
—Pensé en hacerlo en mi casa, ¿sabe? —continuó Karen—, una sencilla reunión para hablar de nuestro cariño por la difunta, pero me pareció que resultaría demasiado informal.
Ella sabía que al director no le iba a gustar esta sugerencia.
—No, no, en la iglesia o en una de nuestras salas pequeñas es mucho mejor. He visto que en muchos casos personas que dejaron de ver a sus amigos se sorprenderían de la gran concurrencia.
«Eso, se sorprenderían si no estuviesen muertas», pensó Karen. Asintió.
—Cuánta razón tiene —añadió. «Y en mi casa no cobraría»—. Entonces, ¿me puede enseñar las salas disponibles?
—Por supuesto —repuso el director con una sonrisa—. Permítame que traiga los horarios también.
Condujo a Karen por un pasillo estrecho y enmoquetado con una moqueta gruesa y con las paredes pintadas en sombríos tonos de blanco roto. Se detuvo al lado de un conjunto de puertas dobles con una placa con la leyenda: Sala de la paz eterna.
—¿Ataúd?
—No —contestó Karen—. La policía todavía no ha recuperado el cadáver, si es que alguna vez lo recupera. He pensado que bastan unos arreglos florales alrededor de un montaje fotográfico.
Asintió con la cabeza.
—Ah, quedará precioso.
Karen tuvo la impresión de que podría haber dicho: «Quiero mostrar unas películas pornográficas caseras», y él hubiese contestado: «Ah, quedará precioso.»
El director le sujetó la puerta para que pasara.
Era una sala con asientos para unas cincuenta personas. En las paredes, unos altavoces empotrados emitían suave música funeraria de órgano. En las esquinas había jarrones para poner flores. Resultaba muy artificial y sin alma. Karen pensó que era perfecta.
—Oh, está muy bien —exclamó, mientras en su fuero interno pensaba que si el Lobo Feroz lograba asesinarla, no podría imaginar un lugar peor para yacer en capilla ardiente. «Dios santo, espero que si gana él, alguien coja mi cuerpo sin vida y lo suba a un escenario y convoque a todos los cómicos del país para que se pasen por allí y hagan los peores chistes, lo más escandalosos posible, para que todo el mundo se divierta a mi costa.»
»Bonitas cortinas —comentó, mientras señalaba la parte trasera. Eran de imitación a seda.
—Sí —repuso el director—. Dan a una pequeña sala que hay detrás. Ya sabe, algunas familias necesitan más privacidad.
—Por supuesto —dijo Karen. Pensó que eran perfectas para lo que tenía planeado.
Como el Lobo Feroz, Pelirroja Tres pensaba en armas mientras la furgoneta del colegio entraba en el aparcamiento del centro comercial.
—Ya sabéis, solo dos horas, comprobad ahora los relojes —anunció un profesor joven, mientras abría la puerta para que saliese la docena de alumnos que iba en el vehículo—. Y no os separéis. Portaos bien. Y que nadie se meta en problemas.
El colegio llevaba regularmente a los alumnos al centro comercial para ir de compras. Jordan pocas veces se había apuntado a este tipo de excursiones. No le gustaban en especial las luces brillantes y la música enlatada que llenaban el lugar, tampoco disfrutaba mirando escaparates o probándose lo que se suponía era moda para adolescentes, pero que en general era ropa llamativa y barata.
El profesor, un joven de treinta y pocos que impartía Geografía, se tomaría un café demasiado caro y buscaría un lugar en la zona de restaurantes para leer y esperar a que pasasen las dos horas. Su función consistía principalmente en contar cabezas y en hacer que se cumpliesen las normas del colegio o del centro comercial.
La intención de Jordan era básicamente saltarse una norma importante.
Llevaba en el bolsillo una de las tarjetas de crédito de Pelirroja Uno e instrucciones específicas sobre qué artículos comprar. No tenía demasiado tiempo, no solo porque el profesor había puesto una hora límite en el centro comercial, sino porque Jordan sabía que después, más tarde, Karen llamaría a la central de tarjetas de crédito para decir que había perdido la tarjeta o que se la habían robado y la cancelaría.
Su primera parada fue una tienda de electrónica. La cámara de vídeo que el vendedor tenía tantas ganas de vender era un poco más grande que un teléfono móvil y se podía manejar con una sola mano. Como accesorio, tenía también un gran angular y a Jordan le pareció que podía ser útil. Enseguida le aceptaron la tarjeta de crédito de Pelirroja Uno y le empaquetaron la compra.
Su siguiente tarea no la había comentado con Karen. Se sintió un poco culpable al entrar en la tienda de ropa. Se trataba de una tienda elegante, dirigida a una clientela de jóvenes profesionales. Fue directamente a las estanterías de jerséis caros de cachemir y de algodón y escogió uno que le gustó, un jersey negro de cuello alto de su talla. Lo llevó a la caja, donde una chica apenas mayor que ella esperaba detrás del mostrador.
—Es un regalo para mi madre —dijo Jordan con una sonrisa falsa.
La cajera pasó la tarjeta de crédito.
—¿Quieres una caja de regalo? —preguntó.
—Sí —repuso Jordan. Había contado con este pequeño detalle, que las tiendas del centro comercial ya no empaquetaban los artículos en cajas para regalo. Ahora se limitaban a poner una caja doblada y el jersey en una bolsa de papel con el logo de la tienda.
Jordan firmó el recibo con un garabato que imitaba el nombre de Karen. Echó un vistazo al reloj. Tenía que darse prisa.
Hizo una parada rápida en una papelería y compró una felicitación de cumpleaños, un llamativo papel plateado y celo. Después caminó con paso decidido por los pasillos del centro comercial hasta el otro extremo donde se encontraba una tienda grande que pertenecía a una cadena especializada en artículos deportivos. Rodeada de camisetas Nike, Adidas y Under Armor, sudaderas y maniquíes vestidas con prendas para correr de última moda, Jordan fue directamente a la sección de caza y pesca. El dependiente, un hombre de mediana edad, estaba oculto entre prendas de camuflaje, cañas de pescar y cebos y kayaks en brillantes colores rojos, azules y amarillos, con montones de chalecos de seguridad y cascos para kayak distribuidos por las paredes.
—Hola —saludó Jordan con energía—. ¿Podría ayudarme?
El dependiente no parecía estar demasiado ocupado. Levantó la vista mientras ponía los precios a los arcos y las flechas y Jordan se dio cuenta de que enseguida había decidido no hacerle caso. Las adolescentes como ella solían ir a la sección de las zapatillas de correr o buscaban auriculares para un iPod.
—A mi padre le gusta mucho cazar y pescar —dijo Jordan riendo. Quiero comprarle algo para su cumpleaños.
—Bien, ¿qué tipo de regalo? —preguntó el dependiente.
—Le encanta traer pescado fresco a casa para la cena —repuso—. Tiene una barca de pesca.
El padre de Jordan era un ejecutivo de una sociedad de inversión en Wall Street. Que ella supiera, nunca había pasado una noche al aire libre y evitaba dejar su despacho para cualquier cosa más rústica que una comida de negocios y un par de martinis en un restaurante francés.
Señaló un expositor.
—¿Qué le parece algo así? ¿Cree que utilizará uno de esos?
El dependiente siguió su mirada.
—Bueno —repuso—, no hay pescador al que le guste llevar la pesca a casa que no tenga uno. Son muy buenos. De lo mejor. Un poco caros, pero le encantará.
Jordan asintió con la cabeza.
—Pues eso es lo que me voy a llevar.
El dependiente cogió del expositor el cuchillo para filetear con hoja de 20 cm.
—Son suecos y tienen una garantía indefinida de afilado.
Jordan admiró la hoja estrecha y curvada y la empuñadura negra. «Como una cuchilla», pensó.
No le quedaba mucho tiempo antes de que el profesor empezase a recoger a los alumnos para llevarlos en la furgoneta de regreso al colegio, así que deprisa se dirigió a los aseos de señora de la segunda planta, pues pensó que estarían menos concurridos que los más cercanos a la zona de restaurantes de mayor tamaño. Entró corriendo y para su alivio, no había nadie.
Cogió el cuchillo de pescar de la bolsa de plástico y sacó la hoja de la funda de cuero. Cogió un pañuelo de papel y lo cortó con facilidad. Después, blandió el cuchillo en el aire, como un espadachín. «Me servirá», pensó. A continuación, con cuidado, lo deslizó entre los pliegues del jersey negro de cuello alto. Colocó el jersey en la caja que le habían dado en la tienda. Después, trabajando lo más rápido posible, cogió el papel de vivos colores y el lazo y envolvió el paquete, cerrando todos los pliegues con celo. Cogió la tarjeta de felicitación y en su interior escribió: «Feliz cumpleaños, mamá. Espero que todo vaya bien. Con cariño, Jordan.» La puso en un sobre y lo pegó con celo en el paquete.
El colegio no permitía que los alumnos tuviesen armas de ningún tipo, pero Jordan sabía que necesitaba una. No tenía intención de enviar el jersey a su madre, además faltaban muchos meses para su cumpleaños. Pero ningún profesor le pediría que desenvolviese un paquete así e incluso si lo hiciese, echaría un vistazo al jersey pero no miraría entre los pliegues para ver si había algo más.
Jordan se preguntó si el Lobo Feroz sería tan buen contrabandista como ella.
Intentó recrear la sensación de clavarle un cuchillo de pescar entre las costillas y hasta el corazón. «Clávaselo por debajo del esternón —pensó—. Tienes que ser implacable. Clavarlo con todo tu peso y con todas las fuerzas que seas capaz de reunir y sin titubear. Mátalo antes de que te mate él a ti.» La idea de sorprender al Lobo Feroz con un arma tan letal como un cuchillo de pescar le dio una sensación de seguridad, aunque, en su asesinato imaginario, el Lobo Feroz, cada vez que imaginaba en su mente un enfrentamiento, siempre estaba mal preparado y a su merced. Y cuando imaginaba su encuentro cara a cara, el Lobo Feroz nunca llevaba una pistola o un cuchillo o cualquier otra arma. En su imaginación, Jordan no lograba exactamente reconstruir cómo conseguía tener ventaja, solo sabía que tenía que encontrar una manera.
Una de las primeras cosas que Sarah notó sobre Lugar Seguro fue que algunas de las leyes comunes que la gente normalmente da por hechas, se ignoraban por completo. Esto le gustó. Tenía toda la intención de saltarse otras normas en los días venideros.
Por ejemplo, cuando se encorvó sobre el ordenador portátil y empezó a construir una nueva identidad con la información sobre Cynthia Harrison que Pelirroja Uno le había proporcionado, pensó que tendría que mantener en secreto lo que hacía, y entonces descubrió que el personal que trabajaba en el centro de acogida era experto en crear identidades nuevas a partir de estelas electrónicas.
En poco tiempo, la habían ayudado a conseguir una copia de la partida de nacimiento de Cynthia Harrison, en la pequeña ciudad donde había nacido la mujer fallecida, que posteriormente lograron legalizar ante notario y así tener una maravillosa copia mágicamente oficial. Solicitaron una nueva tarjeta de la seguridad social y mediante mareantes tejemanejes informáticos tramitaron un nuevo carné de conducir. Y con algo de efectivo que Karen le había dado, abrieron una cuenta bancaria en un importante banco nacional, nada local que se pudiese localizar.
Sarah estaba desapareciendo. En su lugar se formaba una nueva Cynthia.
No era la primera vez, le había dicho la directora del centro, que la línea de acción más fácil para una mujer maltratada y víctima de violencia doméstica era sencillamente convertirse en otra persona. La policía local conocía esos métodos marginales del centro y no hacía nada para evitarlos. Tenían un acuerdo tácito, si alguien intentaba evitar convertirse en víctima, la policía miraba al otro lado.
Esconder era el principal propósito del centro.
La protección era el segundo.
Cuando Karen la dejó en la puerta del centro para que ella entrase, la habían recibido con abrazos y palabras de aliento. Antes de llevarla a una habitación pequeña y funcional, iluminada por el sol y situada en la tercera planta de una antigua casa victoriana, la habían acompañado al despacho principal y la directora le había hecho varias preguntas. Preguntas muy moderadas sobre lo peligroso que era el hombre que ellas creían que era su marido.
Sarah no dijo nada sobre Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. No mencionó al Lobo Feroz. Se mantuvo fiel a las líneas generales de la historia que Karen había inventado: víctima de violencia doméstica y perseguida.
—¿Vas armada? —le habían preguntado.
Su primer instinto había sido mentir sobre el revólver que llevaba en el bolso. Pero estaba mintiendo sobre tantas otras cosas, que decir esa mentira adicional le parecía fatal así que había respondido:
—He robado un revólver.
—Déjamelo ver —le había pedido la directora.
Sarah había sacado el revólver y se lo había entregado por la culata. La directora había abierto el cilindro con manos expertas y había sacado las balas. Las había sostenido en la mano, acariciando el bronce pulido antes de volver a cargar el revólver, mirar el cañón y decir «Bang» en voz baja y devolvérsela a Sarah.
—Es una buena arma —había dicho.
—Nunca la he utilizado —había contestado Sarah.
—Bueno, eso se puede arreglar —había proseguido la directora—. Pero siempre es motivo de preocupación cuando los niños se quedan aquí con las madres. No queremos un accidente. Y los niños, ya sabes, los más mayores, de ocho, nueve, diez años, pueden estar tentados porque tienen mucho miedo de los hombres que puedan aparecer por aquí.
Entonces había buscado en un cajón del escritorio, había sacado un candado para el gatillo y se lo había entregado a Sarah.
—La combinación es siete, seis, siete —le había dicho a Sarah—. Es fácil de recordar porque es el equivalente numérico de SOS. Bien, ¿sabes cómo utilizar una pistola?
De nuevo Sarah se había decidido por la honestidad, pero esta vez era una verdad fácil.
—No. La verdad es que no.
La directora había sonreído.
—Yo te enseñaré —había contestado—. Es mucho mejor saber qué hacer y no tener que hacerlo, que no saber qué hacer y necesitar hacerlo sin remedio.
En ese instante Sarah pensó que durante todo el tiempo que le quedaba como Pelirroja Dos, tendría esa idea en mente.



33

«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»
Karen había aparcado a una manzana de la casa vacía de Sarah, había esperado a que se hiciese de noche y había recorrido dos manzanas más en la dirección equivocada, mirando constantemente hacia atrás por encima del hombro para asegurarse de que no la seguían. Pensó que simplemente por encontrarse en el vecindario de Pelirroja Dos su destino era muy evidente y el Lobo Feroz probablemente estaría al acecho en algún lugar oculto. Sus sentimientos eran típicos del comportamiento loco que el Lobo Feroz había provocado en las tres: «Camina en dirección contraria. Imagina que hay un asesino fuera de tu ventana. Oye cosas. Ve cosas. No confíes en nadie, porque si bajas la guardia morirás y, si no la bajas, igual también te matan.»
Karen se detuvo en la calle y respiró lentamente. Llevaba una pequeña mochila al hombro y la ajustó, como si le molestase, cuando sabía que no era la mochila, sino todo lo demás. Su lado científico tenía en cuenta la intensidad del miedo y la alteración que había provocado en cada una de las Pelirrojas. «Yo no puedo ser médico ni humorista. Sarah no puede ser una viuda. Jordan no puede ser una adolescente normal si es que eso existe.» Le abrumaba la idea de que todos nos enfrentamos con el fin algún día, pero es la incertidumbre del último acto lo que hace que las personas sigan tirando. Cambia la ecuación —introduce una enfermedad mortal o un repentino accidente o un asesino sin rostro en el algoritmo de la muerte— y nada es exactamente igual.
Intentó tranquilizarse. No lo consiguió.
«Pelirroja Uno siempre tiene miedo y le embargan las dudas. Como en el cuento.
»—Qué dientes tan largos tienes, abuelita.
»—Para comerte mejor, nietecita mía.»
Esto lo tenía claro.
Pero ¿qué es Karen?
Se hizo la pregunta una y otra vez, las palabras resonaban en su cabeza con el mismo ritmo regular con que sus zancadas golpeaban la acera. Giró bruscamente y bajó la calle que discurría por detrás de la casa de Sarah.
«Los vecinos de la parte posterior tienen contraventanas azules en las ventanas delanteras y la puerta pintada de un rojo vivo. La casa está pintada de un blanco luminoso. Todo muy patriótico. No hay valla en la parte delantera, puedes entrar directamente al patio trasero. Por detrás, en una esquina, hay una estructura de madera para niños. Puedes subir hasta la mitad de la escalera y desde allí saltar por encima de la cadena que separa mi casa de la de ellos. Hay un árbol en el borde de la parcela. Escóndete ahí un momento y después agáchate y ve a la parte de atrás. Nadie te verá.»
Las instrucciones de Sarah eran explícitas; un plan bien pensado preparado por una maestra: «Haced esto. Haced lo otro. ¡Niños, prestad atención!» Karen mantuvo la cabeza agachada, mirando furtivamente las casas de la calle, buscando la casa roja, blanca y azul. Cuando la localizó, dudó, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y fue consciente de que, como siempre, era imposible estar segura, y pegándose a la fachada lateral de la casa, se agachó y entró en el patio trasero.
Avanzaba lo más rápido posible, casi a la carrera. Vio la estructura de juego y se dirigió corriendo hacia ella. Oyó a un perro ladrar a lo lejos, «al menos no es un lobo», pensó, y tal como Sarah le había dicho, subió hasta la mitad de la escalera. La estructura se movió un poco cuando extendió el pie derecho hasta la parte superior de la cadena de separación y, entonces, con un impulso, se tiró.
Perdió el equilibrio, se cayó de bruces sobre la hierba húmeda detrás de la casa de Pelirroja Dos. Se acercó con dificultad hasta la base del árbol donde Sarah le había dicho que se escondiese y esperó hasta que la respiración se le normalizó. La adrenalina que le subía hasta los oídos era como el ruido de una catarata y tardó varios minutos en tranquilizarse lo bastante para poder oír los ruidos de la noche: un coche a varias manzanas de distancia. Una sirena lejana. Más perros, pero no tan ruidosos como para que alguien pensase que estaban alarmados de verdad.
«Espera», se dijo.
Aguzó el oído por si oía pasos amortiguados. Dirigió las orejas hacia cualquier ruido que pudiese ser un hombre siguiendo sus pasos.
«Nada.»
No logró sentirse más tranquila.
Lo que necesitaba de la casa de Pelirroja Dos no era complicado. Si hubiese estado centrada, le habría dicho a Sarah que trajese algunas cosas con ella cuando simuló el suicidio. Pero Karen no había estado tan acertada y ahora tenía que cogerlas ella.
Se había planteado limitarse a caminar hasta la puerta principal y entrar, sin importarle si el lobo la veía o no. Pero esta muestra de bravuconería no le pareció bien. «Es mejor el secretismo», se dijo, aunque no sabría decir por qué.
Si hubiese podido observarse desde alguna atalaya segura, quizás habría visto que cada movimiento estaba definido por el miedo. Pero eso ya no era posible, ni siquiera para alguien tan sensato y culto como Karen.
«Estamos cerca del final», lo sabía. Y eso hacía que cada maniobra fuera mucho más peligrosa.
«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»
Karen se puso en pie con dificultad, se encorvó y corrió como un soldado que esquiva las balas enemigas.
En los escalones que llevaban a la casa dudó y hundió las manos en la tierra fría de la maceta. Le costó unos segundos encontrar la llave, limpiarla y llegar hasta la puerta. Tanteó un poco en la oscuridad para introducirla en la cerradura, pero le dio media vuelta y oyó el clic del pestillo, se abrió y se lanzó al interior.
Las sombras llenaban la casa. Había un poco de luz que llegaba de la casa de los vecinos y de una farola en el exterior, pero esto poco servía para que la casa fuese algo más que una variedad de negros. Karen, sensata, había traído una linterna, no iba a encender luces y, como un ladrón, se movía con sigilo por los pasillos, mientras su pequeña linterna dibujaba círculos de luz al moverla de un lado a otro.
La asustaba hasta su respiración.
Era consciente de que no estaba haciendo nada malo.
Pero la casa parecía cargada de muerte.
Veía la luz lánguida de la linterna temblando en su mano. Sarah le había dicho dónde tenía que buscar, pero todavía se sentía como si estuviese caminando por un paisaje extraño en un mundo que no era el nuestro y, si hacía algún ruido, despertaría a los fantasmas dormidos a su alrededor.
Tirando de la mochila que llevaba al hombro, Karen empezó a coger las pocas cosas que necesitaba. Iba de una habitación a otra evitando entrar en el estudio del difunto marido y en el dormitorio de la hija muerta, como Sarah le había indicado. Una fotografía enmarcada que estaba en un pasillo, una fotografía pegada a la nevera con un imán; Karen cogía fotografías para hacer un montaje. «Tiene que parecer que ha muerto. Las fotografías tienen que subrayar una época diferente, cuando Sarah rebosaba esperanza. El contraste es importante.»
Es lo que habían acordado.
Estaba a punto de terminar, tan solo le quedaba buscar un último retrato familiar que según Sarah le había explicado estaba en la pared de su dormitorio, cuando de repente creyó oír un ruido que provenía de la parte delantera.
Era incapaz de describir el tipo de ruido que era. Puede que fuese un chirrido, quizás el crujir de papeles. Su primera y aterradora sensación fue que alguien estaba en la casa con ella.
«Alguien no. Él.»
«Me va a matar aquí.»
Para Karen esto no tenía sentido. «Sarah debería morir aquí. Es su casa.» Esto tampoco tenía sentido. Es como si no se hubiese planteado la posibilidad de que el Lobo Feroz matase donde quisiera y que le daba igual dónde muriesen, siempre y cuando él las matase.
Karen se quedó paralizada, inmóvil mientras apagaba la linterna. Pensó que cada respiración entrecortada que robaba a la noche sonaba fuerte, como un estruendo.
Esperar le parecía terrible. No sabía si esconderse debajo de la cama o en el armario o arrastrarse hasta un rincón de la habitación y esperar acurrucada a que la asesinasen.
Aguzó el oído. «Nada.»
«Los oídos te están jugando una mala pasada.»
Aun así cogió el último retrato de la pared y lo metió en la mochila. Pensó que incluso el sonido de la cremallera al cerrar la mochila era fuerte y estridente.
Avanzando poco a poco, se abrió camino hasta el pasillo y miró a través de la oscuridad hacia la parte delantera. Algo veía a través del ventanal del salón.
Miró fijamente. Parecía como si las sombras se fundieran en una forma. La forma reunía bordes del negro de la noche que se convertían en brazos, piernas, torso, cabeza. Karen veía unos ojos cuya mirada la quemaba.
«El Lobo.»
Sabía que era una alucinación. Sabía que estaba creando algo de la nada, pero también sabía que todos los depredadores preferían las horas vacuas después del atardecer y sabía lo que Jordan le había dicho que había visto en el exterior del centro médico, así que Karen creó la misma imagen en sus ojos.
—No estás aquí —susurró mientras miraba fijamente la forma, como si las palabras por sí solas pudiesen hacer explotar la imagen que tenía ante ella.
Las sombras se movieron. Jamás había imaginado que pudiesen existir tantos tonos de negro.
De puntillas, se replegó en la casa de Sarah, consciente de que la neblina—lobo detrás de ella seguía sus pasos. Cuando llegó a la puerta de la cocina, se detuvo, dio media vuelta y miró hacia atrás.
La forma había desaparecido.
Se volvió de nuevo hacia la puerta.
«No, está ahí. Esperándome.»
Intentó decirse que estaba completamente loca. «Así que esto es lo que se siente con la locura.» No estaba segura de que esta advertencia fuese útil.
Le costó un inmenso esfuerzo lanzarse por la puerta. Estuvo a punto de tropezar y de caerse por las escaleras. Corrió hasta la valla trasera esperando caerse en cualquier momento y se sorprendió cuando fue capaz de agarrarse a la parte superior y treparla. La cadena de separación parecía que intentaba agarrarla, como dedos desesperados que se aferraban a sus ropas.
En la casa roja, blanca y azul se encendió una luz.
La ignoró y corrió hacia la noche acogedora.
Por segunda vez esa noche, a Karen le tembló la mano. Se le cayeron las llaves del coche al suelo y maldijo en voz alta mientras se agachaba y las buscaba a tientas antes de encontrarlas. Órdenes contradictorias reverberaban en su interior: «¡Sal de aquí!», que chocaban con: «Tómate tu tiempo.» «Mantén la calma.»
Pasaron varios minutos y varios kilómetros antes de que se le tranquilizara el corazón desbocado. Se imaginó que era un ciervo que había logrado escapar de una manada de perros salvajes. Quería acurrucarse en un rincón oscuro de algún café hasta recobrar la compostura.
Un coche la adelantó zumbando. Controló el impulso de girar bruscamente, como si el otro vehículo se hubiese acercado demasiado, cuando en realidad la había adelantado de una forma normal, rutinaria. «Ese es el Lobo, que me espera», pensó entontes. Negó con la cabeza, en un intento de deshacerse de todos los miedos que la ahogaban. Eso formaba parte de su miedo: que lo que en realidad era normal y ordinario se transformase en algo escalofriante y aterrador.
Ningún curso de psicología de los que había hecho cuando empezó sus estudios universitarios, ni los que hizo durante sus años como estudiante de medicina, le habían enseñado la realidad del terror.
Mientras reflexionaba al respecto y dejaba que los pensamientos se arremolinasen descontroladamente en su interior, sonó el teléfono. De nuevo estuvo a punto de dar un volantazo. El timbre del teléfono era desgarrador, alargó la mano y a punto estuvo de soltar el volante. No era el móvil especial con el número que solo tenían Jordan y Sarah. Era el normal. Lo cogió del asiento del pasajero.
«Una emergencia médica», fue su primer y único pensamiento.
—¿Doctora Jayson? —preguntó una voz seca y autoritaria.
—Al habla.
—Llamamos de Alpha Alarm Systems. ¿Está en casa?
Karen no entendía. Entonces recordó el sistema de alarma que había instalado en su casa después de recibir la primera carta del Lobo Feroz y el caro servicio de alarma que había contratado.
—No, estoy en el coche. ¿Hay algún problema?
—Su sistema muestra una intrusión. ¿No está en casa?
—No, maldita sea, ya se lo he dicho. ¿Qué tipo de intrusión?
—De acuerdo con el protocolo tengo que decirle que no regrese a su casa antes de que contactemos con la policía local para que así puedan esperarla allí. Si están robando en su casa, no queremos que sorprenda al ladrón. Ese es el trabajo de la policía.
Karen intentó responder, pero no lograba articular las palabras.
Un coche de policía esperaba en el camino de entrada. Un policía joven estaba de pie, ocioso, al lado de la puerta del conductor, esperándola. Estaba apoyado en su vehículo y no daba la impresión de que hubiese ninguna emergencia.
—Esta es mi casa —dijo Karen mientras bajaba la ventanilla—. ¿Qué ha pasado?
—Su documentación, por favor —contestó el policía.
Le entregó el carné de conducir. El policía lo cogió, aparentemente sin notar su mano temblorosa, lo miró y comparó su cara con la de la fotografía del carné antes de devolvérselo.
—Ya hemos registrado la casa —añadió—. Allí arriba hay otro coche patrulla. ¿Puede seguirme, por favor? —Era una pregunta formulada como una orden.
Karen hizo lo que le decía. Como había dicho el joven agente, había otro coche de policía delante de su garaje. Estaba ocupado por dos agentes, uno de ellos era una joven nerviosa que tenía la mano en la culata de su pistola 9 mm enfundada en la pistolera, el otro era un hombre bastante más mayor, con mechones grises que le sobresalían por debajo de la gorra.
Al salir del coche, Karen sintió que le temblaban las piernas. Temía tropezar y caer de bruces o que la voz se le quebrase por el miedo.
—Hola, doctora —saludó el policía más mayor de manera jovial—. Ha tenido suerte de no llegar a casa antes.
—¿Suerte? —preguntó Karen. Era todo lo que pudo estrujar en una sola palabra.
—Déjeme que le enseñe.
Acompañó a Karen hasta una ventana adyacente, pasando primero por delante de la puerta principal que estaba abierta. El cristal de la ventana estaba roto, había fragmentos esparcidos por el suelo del interior.
—Por aquí es por donde ha entrado —indicó el policía—. Entonces, cuando sonó el teléfono, eso es lo que hace la empresa de seguridad, llamar a la casa y si responde le piden la contraseña, y si después de sonar cuatro veces no hay respuesta, nos llaman, bueno, el teléfono suena, el ladrón ve la identidad de quien llama, le entra el pánico, puede que agarre algo, sale corriendo por la puerta principal y se dirige hacia el bosque o hacia donde sea que haya aparcado su coche. Tardamos unos minutos en llegar, pero ya hacía mucho que se había marchado y...
—¿Cuántos minutos? —interrumpió Karen. Su voz parecía pálida, como si las palabras pudiesen perder su color.
—Tal vez cinco. Diez como mucho. Hemos venido enseguida. Uno de nuestros agentes estaba a tan solo unos tres kilómetros en la carretera principal en un control de velocidad cuando recibimos la llamada. Dio la vuelta, puso las luces y la sirena y llegó aquí enseguida.
Karen asintió con la cabeza.
—Ya he llamado a un cristalero. Espero que no le importe. En los archivos de la comisaría tenemos algunos nombres de trabajadores que vienen inmediatamente, día o noche.
—No, está bien.
—Estará al llegar. Le cambiará el cristal roto. Le conectará de nuevo el sistema de alarma. Pero mientras esperamos, nos gustaría inspeccionar la casa, para ver lo que ha cogido antes de salir corriendo. Los del seguro, ya sabe. Quieren que el informe de la policía contenga la mayor cantidad de información posible para cuando haga la reclamación.
De nuevo, Karen asintió con la cabeza. No se le ocurría nada que decir. Su mente rebosaba con demasiadas posibilidades.
«Era el Lobo.»
«No, ha sido demasiado burdo. Él tiene que ser más sutil. Más listo.»
«¿Por qué iba otra persona a entrar en la casa? No puede ser una coincidencia.»
«¿Ha venido a matarme?»
No sabía qué decirle al policía. En lugar de decir algo, se limitó a caminar despacio por su casa, en busca de alguna señal que indicase que algo faltaba. Pero aparte de los cristales debajo de la ventana rota, no encontraba nada más. Parecía como si quienquiera que fuese hubiese roto la ventana, hubiese saltado al interior, se hubiese dado media vuelta inmediatamente y se hubiese marchado. «Y el Lobo sabía que yo no estaba en casa.»
Con el policía cernido sobre su hombro, Karen entró en todas las habitaciones, comprobó todos los armarios, abrió todas las puertas y encendió todas las luces. No faltaba nada. Esto todavía la confundió más.
A mitad de inspección, un hombre de mediana edad de «Reparación de cristales Smith 24 horas», se presentó en su casa y enseguida empezó a reparar la ventana. El cristalero había saludado a los policías como si fuesen de la familia y Karen supuso que quizá lo fuesen.
—¿Alguna cosa? —preguntó el policía canoso.
—No. Todo parece estar en su sitio.
—Siga mirando —sugirió el policía—. A veces no es tan obvio como un televisor de plasma arrancado de la pared. ¿Tenía dinero en efectivo o joyas en la casa?
Karen miró por los cajones de la cómoda de su dormitorio. Su exigua colección de pendientes y de collares estaba donde la había dejado por la mañana.
—No falta nada —dijo. Sabía que debería sentirse más tranquila, pero por el contrario, se sentía mareada, con náuseas.
—Ha tenido suerte. Creo que el sistema de alarma ha cumplido su función.
Karen no se sentía afortunada.
Siguió inspeccionando la casa. Seguía habiendo algo que le parecía que no cuadraba y tardó un segundo en darse cuenta de que Martin y Lewis no se veían por ninguna parte.
—Tengo dos gatos... —empezó.
El policía miró a un lado y a otro.
—Vive sola, debería tener un perro grande y agresivo.
—Ya lo sé. Pero no están aquí —repuso—. Son gatos de interior, ya sabe, apenas salen fuera.
El policía se encogió de hombros.
—Probablemente salieron como balas por la puerta principal detrás del ladrón, tan asustados como él. Yo diría que están escondidos en algún matorral por aquí cerca. Ponga un recipiente con comida en la pasarela trasera cuando nos vayamos. Regresarán enseguida. Los gatos, ya lo sabe, se saben cuidar muy bien. Yo no me preocuparía. Aparecerán cuando tengan hambre o haga mucho frío. Pero de todas formas lo pondré en el informe.
Karen pensó que debería llamar a Martin y a Lewis. Pero sabía que no vendrían.
No porque no obedeciesen cuando les llamaba sino porque estaba completamente segura, cien por cien segura, de que estaban muertos.


34

El Lobo Feroz sostenía en la mano un cuchillo de caza de 23 cm, balanceándolo en la palma. Tenía un peso adecuado, no era ni muy pesado para resultar aparatoso ni tan ligero que no pudiese utilizarse para cortar piel, músculos, tendones e incluso hueso. Colocó el pulgar contra la hoja dentada, pero controló la tentación de pasarlo por el borde afilado. En cambio, movió el dedo índice por la parte plana y con suavidad golpeó la longitud del cuchillo, hasta que llegó a la punta y se detuvo. Al cabo de un instante, rascó un poquito de sangre seca cerca de la empuñadura, antes de sacar de debajo de su escritorio un espray de desinfectante para la cocina y aplicarlo con generosidad por todo el cuchillo y a continuación, limpiar cuidadosamente toda la superficie para destruir cualquier resto de ADN.
—No queremos mezclar la sangre de gato con la sangre de la Pelirroja —dijo en voz alta. Aunque no era mucho más que un susurro, pues no quería que la señora de Lobo Feroz oyese nada. Y recordó para sus adentros que ella no aprobaría en absoluto que matase lindos gatitos, ni aunque le dijese que era esencial para el plan general.
Ni siquiera le habían arañado. Se preguntó por un momento cómo se llamarían. Ese era un detalle que tendría que haber aparecido en su investigación sobre la vida de Pelirroja Uno. Odiaba los deslices.
Entonces sonrió. «Puede que no esté muy segura respecto al asesinato, pero no respecto a matar gatos.»
Esta contradicción estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada. Se removió en el asiento, miró el cuchillo y la pantalla del ordenador y se recordó:
«Sé meticuloso.
»Los detalles de la muerte hay que sopesarlos, anticiparlos, diseñarlos al milímetro. La documentación ha de ser igual de precisa. Las descripciones que escribes han de ser completamente perfectas.»
—No olvides —volvió a hablar para sí—, que también eres periodista.
Estaba en su despacho, rodeado de sus fotografías, sus palabras, sus planes y sus libros. No solo se sentía en casa, sino que sentía una inmensa sensación de comodidad con todo lo que había sucedido desde el día que había enviado a cada Pelirroja su primera carta.
—Hemos llegado al final del juego —dijo en voz alta, esta vez girándose hacia la pared llena de fotografías y dirigiéndose a cada Pelirroja. Apuntó el cuchillo a las imágenes.
Quería bailar una danza de la victoria tipo «yo soy el mejor» a lo Muhammad Ali, pero contuvo el impulso, porque en realidad todavía no había concluido nada.
El Lobo Feroz blandió en el aire la navaja una vez más, cortando cuellos imaginarios antes de bajarla al escritorio. A continuación, dio un pequeño empujón a la silla de escritorio para que girase y fuese hasta la librería. Cogió varios volúmenes: Para ser novelista, el último de John Gardner; The Making of a Story, de Alice LaPlante; Mientras escribo, de Stephen King. Colocó estos libros al lado de la copia de The Elements of Style, de Strunk y White que siempre tenía a mano. Sonrió y pensó: «Algunos asesinos locos leen la Biblia y el Corán para encontrar una justificación y una guía en las escrituras. Creen que hay mensajes en cada palabra sagrada dirigidos solo a ellos. Pero los escritores creen que Strunk y White son de hecho la biblia de su oficio. Y yo prefiero John Gardner porque sus consejos son serios a pesar de que estaba un poco loco. O quizás es que era muy excéntrico: conducía una Harley—Davidson, vivía en el bosque en la parte norte del estado de Nueva York y tenía una melena plateada hasta los hombros, que a veces le hacía parecer un loco.»
«Como yo.»
Movió el cuchillo para ponerlo al lado de los libros como si estuvieran relacionados.
Entonces escribió:
Un cuchillo es una elección maravillosa y a la vez una mala elección como arma para matar. Por un lado, ofrece la intimidad que requiere la experiencia de matar. Los psicólogos y los freudianos de poca monta creen que representa algún tipo de sustituto del pene, pero evidentemente eso simplifica las cosas de manera significativa. Lo que logra es crear la proximidad necesaria y una gran intimidad en el asesinato, de modo que no haya barreras en ese momento final entre el asesino y la víctima, que es el néctar del que todos bebemos. La unión va más allá de la que existe entre compañeros, entre gemelos, entre amantes.
Por otro lado es muy escandalosa.
La sangre es a la vez el deseo del asesino y su enemigo. Sale a chorros de forma incontrolable. Fluye con rapidez. Mancha, se filtra por las suelas de los zapatos, en los puños de las camisas y deja pequeños recordatorios microscópicos del asesinato que algún policía pesado puede encontrar en una fase posterior de la investigación. Todo esto la convierte en la sustancia más peligrosa con la que entrar en contacto.
Una de las mejores teorías sobre los infames asesinatos de Fall River cometidos por Lizzie Borden en 1892 —«Lizzie Borden cogió un hacha y golpeó a su madre cuarenta veces... y cuando vio lo que había hecho, golpeó a su padre cuarenta y una...»— es que se desnudó para matar a sus padres y una vez que hubo terminado, se bañó y se vistió, de manera que cuando apareció la policía, no había nada en ella que la incriminase.
Salvo, evidentemente, los dos cuerpos en la casa. No te puedes llevar nada del lugar del asesinato a no ser que estés seguro al cien por cien —una prenda o un mechón—, y siempre has de ser consciente de que al final puede suponer tu perdición.
Se detuvo, los dedos sobre el teclado, y pensó: «No soy como tantos asesinos baratos; no necesito un recuerdo sangriento. Tengo mis recuerdos y todos esos artículos de periódico tan detallados. Son como críticas de mi trabajo. Buenas críticas. Críticas positivas. Críticas exultantes, fantásticas, loables. El tipo de críticas que obtienen cuatro estrellas.»
Se inclinó otra vez sobre el escrito:
El riesgo, por supuesto, siempre resulta atractivo y la sangre siempre es un riesgo. Un asesino de verdad ha de comprender la naturaleza narcotizadora, adictiva, de su alma. No la puedes ignorar, pero tampoco puedes dejar que te esclavice.
Pero lo mejor es el riesgo controlado.
El equilibrio es importante. Disparar a alguien con una pistola, o incluso con un antiguo arco y una flecha, te da la distancia necesaria para eliminar muchos de los sutiles hilos que llevan a la detección, pero al mismo tiempo aumenta otros riesgos. ¿La pistola es robada? ¿Hay huellas en los casquillos de las balas? Ahora bien, mi antipatía por las pistolas es diferente; odio la separación. Cada paso que te alejas de tu Pelirroja disminuye la sensación. Obviamente no quieres alejarte de un asesinato planeado con todo detalle con una sensación de frustración y de haber dejado algo inacabado.
Por lo tanto, el asesino cuidadoso anticipa los problemas y toma medidas para evitarlos. Sabe que con cada elección hay problemas. Los guantes quirúrgicos, por ejemplo. ¿Vas a utilizar cuchillo? Buena elección, pero no exenta de peligros. Esos guantes son una parafernalia imprescindible.
Durante unos minutos se preocupó de sus palabras. Le inquietaba que su tono fuese demasiado familiar y hablar a sus futuros lectores de una forma demasiado directa. Se preguntó durante unos instantes si debería rehacer las últimas páginas. John Gardner, en particular, y Stephen King también escribieron extensamente sobre la planificación detallada y sobre la importancia de rescribir. Sin embargo, no quería que el manuscrito perdiese espontaneidad por haberlo trabajado en exceso. «Eso es lo que hará que los lectores vayan a las librerías —pensó—. Sabrán que están conmigo en cada paso del camino.»
«Pelirroja Uno. Pelirroja Tres.»
Con rapidez, dio una vuelta, se apartó del escritorio y salió disparado hasta la librería, pasó un dedo de arriba abajo por los lomos de los libros allí reunidos. En el tercer estante que examinó, encontró lo que buscaba: A Time to Die, las memorias del fallecido columnista Tom Wicker sobre el levantamiento y aplastamiento de la prisión estatal de Attica. Hojeó las primeras páginas, antes de encontrar el párrafo que buscaba. En él, el autor se lamentaba de que pese al reconocimiento como periodista y como escritor, en su opinión no había hecho lo suficiente para dar un significado a su vida.
Se rio a carcajadas.
«Eso no va a ser un problema para mí.»
Regresó al ordenador, se encorvó y escribió febrilmente.
He estudiado. He revisado. He observado. Un asesino es como un psicólogo y como un amante. Uno debe conocer a fondo su objetivo. Pelirroja Uno es más vulnerable en el espacio que se encuentra entre la puerta principal y el lugar donde aparca en el exterior de su casa. La noche es mejor que la mañana porque cuando llega a casa tiene miedo de lo que le espera en el interior. No se centra en la distancia entre el coche —seguridad— y la puerta principal —posible seguridad, amenaza potencial—. Esa ha sido una ventaja secundaria de mis pequeñas entradas. Se ve obligada a concentrarse en lo que puede esperarle dentro de las paredes de la casa. Igual que Caperucita Roja, esperará que esté en el interior. La distancia entre el coche y la puerta principal es de menos de seis metros. En la puerta principal hay una luz potente que se enciende antes de que ella llegue por la noche. Toda la casa tiene temporizador. Recuerda ese detalle. Si rompo la luz exterior para darme un poco más de margen, sospechará. Quizá no salga, dará la vuelta con el coche y huirá. No, aunque disminuye el número de sombras en las que me puedo esconder, tengo que dejarla que brille radiantemente.
Se detuvo e hizo memoria: «El Lobo irá hasta ella desde el bosque. No me verá llegar.»
«El mayor problema —pensó— es, en realidad, el periodo de tiempo entre los asesinatos.»
Prosiguió donde lo había dejado:
El momento más vulnerable de Pelirroja Tres también es la noche, cuando atraviesa sola el campus andando. Pero su otro momento más vulnerable es el martes por la mañana. No tiene clase hasta las 9.45. Sus compañeras de residencia tienen clases una hora antes, a primera hora de la mañana. Así que los martes a mi Pelirrojita Tres le gusta dormir un poco más y no se da cuenta de que está sola en esa vieja casita, porque la señora García, responsable de la residencia, esos días también tiene compromisos en el colegio temprano por la mañana.
Pelirroja Tres se levanta con lentitud y perezosamente se dirige a la ducha que está al final del pasillo con el cepillo de dientes y el champú, está medio dormida, se restriega el sueño de los ojos y no tiene la más ligera idea de lo que le puede esperar allí.
Sonrió y asintió con la cabeza. Habló para sí:
—Así que tendrá que ser un martes: Pelirroja Tres por la mañana y Pelirroja Uno por la noche.
Al Lobo Feroz esto le gustaba. Tendría que haber sido mañana, tarde y noche, cosa que le frustraba. «Habría ido a por Pelirroja Dos después de medianoche.» Pero sobre eso ya no había nada que hacer.
Se percató de un problema obvio: ¿Y si Pelirroja Uno se entera del asesinato de Pelirroja Tres? Entonces sabrá que ese es su último día. Sabrá que está tan solo a unos minutos de su propia muerte.
«Ese espacio de tiempo entre asesinatos, ese es el dilema.»
«De modo que para todo el mundo tiene que parecer que Pelirroja Tres no está muerta. Tan solo extrañamente ausente. De clase. Del baloncesto. De las comidas. Pero no ausente de la vida, que es precisamente como estará.»
Cogió el libro de Strunk y White de su escritorio. «Siempre abogan por la sencillez y la sinceridad. Lo mismo se puede decir de matar.»
El Lobo Feroz regresó a su ordenador.
Escribió:
Pelirroja Tres cada día está más guapa. Su cuerpo, a medida que se hace mujer, es cada vez más ágil, más flexible. Ella es la que más va a perder.
Pelirroja Uno es lo contrario. Envejece un poco con cada hora que pasa. Encanece y sabe que su muerte está a la vuelta del próximo minuto y se le nota en la figura, de la misma forma que le corroe el corazón.
El Lobo Feroz trabajó un poco más antes de decidirse a imprimir unas pocas páginas. Le gustaría ser poeta para describir con más elocuencia a las dos víctimas que le quedaban. Se entristeció un poco al pensar en Pelirroja Dos. «Esto será difícil —se dijo—, pero tendrás que escribir su epitafio en un capítulo dedicado solo a ello.» Asintió con la cabeza, rápidamente escribió algunas notas en un archivo que decidió titular: «Última voluntad y testamento de Pelirroja Dos», y, antes de cerrar el capítulo en el que estaba trabajando, se preguntó si había necesidad de encriptar sus archivos. Pensó que ya no tenía nada que temer de la señora de Lobo Feroz. Imaginó que nunca había tenido nada que temer de ella. Ella le amaba. Él la amaba a ella. El resto formaba parte de la convivencia.
Mientras pensaba en estas cosas, entró en Internet para pasar el rato, con la intención inicial de jugar un solitario. Pasó por la habitual avalancha diaria de mensajes que recibía de Reader’s Digest, de Script y de otras publicaciones instándole a inscribirse, a gastar algo de dinero y, a través de seminarios on line o del acceso a DVD sobre todos los trucos de la profesión literaria, lograr que lo publicasen o que le garantizasen una opción o que paso a paso y dólar a dólar le indicasen todos los elementos necesarios para crear su propio libro electrónico. En lugar de hacer esto, se dirigió a la página web de un noticiario local, con objeto de consultar la previsión meteorológica de la semana. Sabía que para su plan del martes lo mejor sería una lluvia fría y constante. Pero antes de consultar el tiempo, un breve y enigmático titular de un resumen de noticias le llamó la atención:
El funeral por la ex maestra
se celebrará el sábado


35

Pelirroja Dos se preguntó: «¿Qué puede decir uno sobre su propia muerte? O, quizá, ¿qué te gustaría que otra persona dijese? ¿Fui una buena persona? Tal vez no.»
Sarah forcejeó con las ideas que inundaban su cabeza. Se sentía atrapada entre la vida y la muerte. El sonido amortiguado de los disparos parecía el de truenos lejanos y penetraba en los gruesos protectores de oído que llevaba. En la cabina de al lado, la directora de Lugar Seguro disparaba a toda velocidad con una pistola de 9 mm y llenaba el aire de furiosas explosiones. Sarah levantó el arma de su marido muerto, la sujetó con las dos manos de la forma en que le habían enseñado, la apuntó a la silueta negra de un hombre de cartón que sujetaba un cuchillo grande con una expresión furiosa y una cicatriz en la mejilla y en el pecho una diana pintada y apretó tres veces el gatillo. Dudaba de que el objetivo se pareciese mucho al Lobo Feroz, pero no había manera de saberlo.
El retroceso le envió ondas expansivas por los brazos, pero en el fondo estaba contenta de no haberse tambaleado hacia atrás o haberse caído, pues era lo que había esperado.
Levantó la vista y echó una ojeada al campo de tiro. Vio que dos disparos habían quedado en el borde de la diana, pero el tercero había destrozado el mismísimo centro del papel. No sabía si correspondía al primer disparo o al último, pero estaba contenta de que al menos uno habría sido mortal.
—Así me gusta —dijo la directora, mientras se inclinaba sobre la pequeña división que separaban las galerías de tiro—. Intenta controlar la desviación del arma hacia un lado o hacia el otro cuando disparas rápido. Y una cosa, vacía el cargador. Dispara las seis balas. De esa manera tienes más posibilidades. Tenemos munición y tiempo de sobras.
«Munición de sobras, vale —pensó Sarah—. Pero tiempo no.»
Abrió el cilindro para volver a cargar con la munición de una caja que estaba en la plataforma de tiro a la altura de su cintura.
«Sarah Locksley, nacida hace treinta y tres años. Antaño feliz. Ya no mucho. Fallecida en un río, asesinada por un psicópata que la condujo a una desesperación aún mayor al amenazarla con asesinarla, aunque ya no le quedaba nada por lo que vivir porque el puto conductor de un camión cisterna se saltó un stop.»
Levantó el arma y apuntó otra vez.
«Esto no servirá. Es un funeral. Un poquito de tristeza y sobre todo cosas amables, seguras, dichas sobre alguien cuya vida acabó demasiado pronto a causa de una tragedia.»
«Esa soy yo. Yo soy ese alguien. O quizá sea la antigua yo.»
La diana emergió delante de ella. Entrecerró los ojos. Tarareó para sí con objeto de bloquear el ruido de las otras armas que disparaban.
«Ni una palabra sobre la verdad de Sarah Locksley.»
Sonrió. Una parte de su ser desearía poder asistir al funeral. Seguro que le ayudaría a despedirse de Sarah.
«Hasta pronto, Sarah. Hola, Cynthia Harrison. Es un placer conocerte. Y estoy encantada de retomar tu vida.»
Oyó el eco de los disparos a su alrededor y el arma le saltó en la mano.
«Cynthia Harrison —pensó—. Me pregunto si estarías avergonzada, decepcionada o enfadada al saber que la primerísima cosa que voy a hacer con tu identidad es matar a un hombre. A un hombre muy especial. Un Lobo Feroz que sin duda merece morir. Al fin y al cabo ya me ha matado una vez.»
En esta ocasión, cuatro de los seis disparos aterrizaron en el mismísimo centro y el quinto agujereó la frente del objetivo.
Veinte minutos antes de que empezase el funeral, Pelirroja Tres cogió la cámara de vídeo que había conseguido en el centro comercial y la colocó en un lugar desde el que enfocaba a las personas que entrarían por la puerta, se detendrían y firmarían en el libro de firmas, antes de tomar asiento en la pequeña sala. Estaba programada para grabar durante dos horas, tiempo que según Jordan sería más que suficiente.
Echó un vistazo a la parte delantera de la sala. Karen había realizado un montaje con fotografías de Sarah y de su familia fallecida. Ramos de lirios blancos flanqueaban el montaje fotográfico realizado en un póster blanco sobre un tablón y colocado en un trípode frente a las pocas sillas que la funeraria había preparado. Había un pequeño podio con un micrófono, desde donde Karen diría unas palabras a las personas congregadas.
Una parte de Pelirroja Tres quería quedarse. Pensaba que podía esconderse detrás de una cortina, permanecer inmóvil y contener la respiración.
Pero sabía que quedarse, aunque escondida, era peligroso.
Así que en lugar de quedarse, se preparó y salió con la cabeza agachada unos minutos antes de que las primeras personas estacionasen en el aparcamiento de la funeraria. Llevaba una sudadera oscura con capucha debajo de su vieja parka, se puso la capucha y se alejó lo más rápido posible de la funeraria en dirección a la parada de autobús más cercana.
Por primera vez en varios días, sabía que no la seguían. Para Jordan esto no tenía mucha lógica, pero no tenía intención de descartar una sensación que le hacía sentir que hacía algo que tal vez le ayudase a salvar la vida.
Cuando el autobús chirrió a su lado y se abrieron las puertas con el típico puushh de sonido hidráulico, subió. Jordan era consciente de que se había saltado varias normas del colegio al haber salido del campus un sábado sin permiso. No le importaba. Pensó que saltarse unas cuantas reglas onerosas era el menor de los problemas a los que se acercaba con rapidez.
Karen se encontraba en la sala contigua, ataviada con un elegante vestido negro, con el aspecto de una puritana auténtica, estudiando con detenimiento dos hojas de papel en las que había escrito un breve discurso con los detalles que Sarah le había dado sobre su vida.
Las palabras en la hoja se unían. Se sentía como una disléxica, todas las letras se movían y saltaban en el papel quisiera o no, amenazando con interrumpir todo lo que planeaba decir. Hizo unos ejercicios de respiración como hacía antes de salir al escenario con un nuevo número humorístico. Inspirar lentamente. Expirar lentamente. Y calmar los acelerados latidos de su corazón.
—Sé que estás aquí —susurró. Uno de los directores de la funeraria, que estaba al otro lado de la sala, alzó la vista con una mirada experta, hipócritamente nostálgica, y Karen se dio cuenta de que él pensaba que hablaba con su apreciada amiga y no con un asesino.
—La gente está empezando a llegar —dijo el director de la funeraria. Era mucho más joven que el hombre con el que había hablado a principios de la semana, aunque ya había logrado dominar los tonos solemnes y sonoros de la pérdida. Supuso que era un hijo o un sobrino al que estaban introduciendo en el negocio familiar y este funeral en particular no era precisamente un reto para la funeraria. No hacía falta que estuviese el jefe. No había ataúd. No había cadáver. Unas pocas flores. Y algunos sentimientos al azar.
«Si está aquí, será porque necesita saber, quiere ver y quiere oír.» Karen notaba que se le aceleraba el pulso al pensar que podía estar de pie delante del Lobo.
—Voy a salir ya —repuso con un hilo de voz.
Antes había colocado una silla de respaldo rígido cerca del micrófono. Sonriendo, asintiendo con la cabeza a las personas que llegaban desde el aparcamiento, se dirigió en esa dirección. No conocía a ninguno de los rostros que le devolvían la sonrisa. Cada paso que daba era como caminar hacia un foco. Sabía que estaba en peligro en todo momento. No se podía hacer nada. Como si pronunciase un mantra oriental, no dejó de decirse que no iba a matarla precisamente entonces. Nunca había oído de nadie que hubiese asesinado a una persona en una funeraria delante de los asistentes al duelo. Llevar la muerte a un lugar de muerte. Esto resultaba tan ilógico, que intentó utilizar esa improbabilidad para tranquilizarse.
Karen nunca había hecho un panegírico y menos para alguien que apenas conocía y que en realidad no estaba muerta. Pensó que si no fuese porque era lo único que se le había ocurrido para seguir con vida, la situación sería cómica.
«No hay que hablar mal de los muertos», pensó. Se preguntó quién habría acuñado esa máxima.
A Karen le satisfizo el número de personas que acudía. No sabía si iban a ser cinco o cincuenta. Cero también había sido una posibilidad, sin embargo la cantidad iba a superar las mejores expectativas. Eso estaba bien. Perfecto, incluso. «Si hay muchas personas se sentirá seguro. Pensará que se puede mezclar. Si no hubiese asistido nadie, probablemente no se atrevería a venir, no querría arriesgarse a sobresalir en una sala vacía.»
Sentía la electricidad, no muy distinta a la que sentía al subir a un escenario.
«Hazlo bien. Sé persuasiva. Haz que parezca que Sarah ha muerto.»
Había actuado muchas veces, pero ninguna, pensó, había sido, ni por asomo, tan importante como esta ocasión.
Karen miró a una mujer y a un hombre que llevaban de la mano a un niño pequeño vestido con una camisa blanca que le quedaba estrecha y una corbata roja en el cuello que ya se había aflojado. El niño se apoyaba en una hermana mayor, de unos trece o catorce años, que se secaba los ojos delicadamente con un pañuelo. La familia se detuvo delante del montaje fotográfico y dedicó unos respetuosos momentos a mirar la colección de fotografías antes de tomar asiento. «Una antigua alumna de primaria —pensó—, y un hermano pequeño que no tiene ningunas ganas de estar aquí.»
«No un lobo.»
La sala empezó a llenarse —hombres y mujeres de todas las edades acompañados de algunos niños—. La música solemne y falsa de la funeraria se oía a través de altavoces escondidos y fluía alrededor de Karen como humo, como si oscureciese su visión. Esperó hasta que disminuyó el flujo de gente que se detenía para firmar en el libro de firmas y entonces se levantó. Por el rabillo del ojo vio al joven director de la funeraria accionar un pequeño interruptor en la pared y la música se interrumpió en mitad de una nota. Miró brevemente a las personas allí reunidas y empezó su discurso.
—Me gustaría agradeceros vuestra presencia. Sois muchos los que habéis venido, mi querida amiga Sarah hubiese estado muy contenta al ver a tanta gente.
Tenía ganas de mirar a los ojos a todos los presentes en la sala, como si pudiese reconocer al Lobo Feroz solo por el brillo de sus ojos. Sin embargo, mantuvo la cabeza baja, como si estuviese conmovida por la emoción del falso funeral, esperando que la cámara de Jordan hiciese el trabajo por ella. Leyó palabras que no significaban nada, intentando sonar profundamente respetuosa cuando lo que en realidad quería hacer era gritar.
Comprendía que era una jugada arriesgada. «Puede que sea lo bastante listo como para no aparecer y todo esto no habrá servido de nada.»
«Pero puede que no.»
«Tal vez sienta la necesidad de venir aquí, porque el olor que ha estado siguiendo es tan fuerte que le impide detenerse.»
Eso era lo que las tres pelirrojas esperaban.
Pensó en el refrán: «Por querer saber la zorra perdió la cola.»
«Quizás el lobo pierda otra cosa.»


36

«Lo gracioso —pensó— es que con todos los asesinatos que he cometido, no me gusta mucho ir a funerales. Me hacen sentir incómodo. Están demasiado cargados de emociones descontroladas o de falsos sentimientos.»
Sin querer, se puso a silbar una serie de notas inconexas, no una melodía reconocible. «Gente real como las Pelirrojas. Personajes inventados en mis libros. Muchos tipos de muertes diferentes en mis manos. Tanto si es en una página en prosa o tendidas en una mesa de amortajamiento en el depósito de cadáveres esperando el coche fúnebre y un viaje al crematorio o a un hoyo a dos metros bajo tierra, seguís estando como témpanos. Tanto si morís de viejo, por enfermedad o por muerte repentina, por un navajazo o por un disparo o por el capricho de un autor, al final todo es lo mismo.»
Resopló y pensó que parecía un predicador dándose un sermón.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —recitó en un tono burlón, profundo y sonoro.
El Lobo Feroz pensaba que había mezclado a la perfección sus mundos de ficción con la realidad. Era un asesino en ambos mundos. Para él, ya no había mucha diferencia entre los dos —un feliz subproducto de la elección que había hecho de las tres pelirrojas— y rehacerlas en personajes. Se consideraba un maestro de lo real y de lo ficticio. Ser tan competente en ambos ruedos avivó su entusiasmo.
—Tic tac, tic tac. El tiempo avanza, señoras —se dijo.
Rio un poco y se preguntó qué resultaría más estimulante: matar o escribir sobre ello. Las dos cosas eran terriblemente atractivas. Su única preocupación constante era cómo plasmar de forma exacta la muerte de Pelirroja Dos. Era el tipo de nudo desafiante que todo escritor quiere deshacer. «James Ellroy —pensó en unos de sus autores favoritos—. LA Confidential. Le gustan los argumentos complicados y retorcidos para después desenredarlos con un lenguaje convincente. Y violencia. Mucha violencia. Cuesta olvidar toda la brutalidad que plasma en el final.» El Lobo Feroz sabía que tenía que conseguir que los últimos momentos de Pelirroja Dos al borde del puente pareciesen tan reales como los que estaba a punto de crear para Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. El problema era que no lo había presenciado. Esto le hizo murmurar una maldición. «Maldita sea.» Tenía que asegurarse de que los lectores supiesen que cuando Pelirroja Dos se lanza a las aguas oscuras, cae en el olvido gracias a su empujón.
—Sabes lo suficiente. Tienes los detalles. Solo es cuestión de escribir la descripción adecuada —dijo. Siempre le resultaba reconfortante hablarse en tercera persona.
Hizo una lista mental: «Pánico: lo conoces. Duda: la entiendes. Miedo: bueno, ¿quién lo conoce mejor que tú? Junta esas tres cosas en la mente de Pelirroja Dos y ya lo tienes.»
Pensó en prepararse un baño cuando regresase a casa, sumergir la cabeza debajo del agua e intentar imitar la sensación de ahogarse. «No será lo mismo. No habrá agua negra ni fuertes corrientes que te empujen hacia el fondo. Pero al menos conseguiré entenderlo un poco para hacer que funcione sobre el papel.
»Aguanta la respiración. Y cuando notes que vas a desmayarte, lo sabrás.»
Eso tendría que funcionar.
«Conocer de lo que escribes. Hemingway conocía la guerra. Dickens conocía el sistema de clases británico. Faulkner conocía el sur.
»Todos los buenos escritores llevan a un pequeño periodista dentro.»
Había estacionado el coche en un pequeño aparcamiento de tierra adyacente al parque natural, no lejos de la casa de Pelirroja Uno. La parte trasera de su parcela daba al parque. Había un sendero muy frecuentado por excursionistas de la zona y que llevaba hasta el interior del bosque y subía por un camino empinado pero abordable hasta una colina desde la que se veía el valle en el que vivían las tres pelirrojas y él. Se trataba de un lugar concurrido y en las bonitas mañanas de domingo llegaba a estar atestado con más de una docena de coches y se oían las risas que penetraban por entre los árboles y los arbustos mientras la gente subía y bajaba alegre por el sendero. Pero los días laborables estaba casi vacío, pues muy pocas personas tenían ganas de hacer el camino, aunque no llegaba a ser agotador, después de una larga jornada en un trabajo aburrido. Aquel mediodía solo había tres coches en el aparcamiento, pese a que era fin de semana. El cielo cubierto y gris amenazaba lluvia y el aire era tan frío que veía el vaho de su respiración al bajar la ventanilla. En zonas más altas quizás estuviera nevando. Esto le preocupaba. No quería dejar huellas en la tierra helada. El barro resbaladizo y húmedo ocultaría las huellas de sus zapatos. El barro que se helaba con la caída de las temperaturas revestiría las huellas de las suelas de sus zapatos casi tan bien como un molde de plastilina. Había leído en más de una ocasión sobre asesinos que habían sido identificados por las huella de sus zapatos y era consciente de que incluso el cuerpo de policía más rural sabía cómo identificar huellas de zapatos y de neumáticos.
Miró a su alrededor, a sabiendas de que solo había un par de esforzados senderistas en el bosque, pero quería estar seguro de que nadie veía cómo, incómodo, se cambiaba el traje azul barato para ponerse unos vaqueros, un polar y un cortavientos y pasar rápidamente de un atuendo de funeral a ropa de calle. Tuvo que contorsionarse en el asiento delantero del vehículo para quitarse los pantalones y eso le recordó que se estaba haciendo viejo. Las rodillas le crujían y la espalda se contraía, pero no tenía remedio. Se quitó los zapatos Oxford y deslizó los pies en unos gruesos calcetines de lana y en resistentes botas impermeables.
Después de cambiarse, volvió a comprobar en el retrovisor el bigote y la perilla postizos que llevaba, para asegurarse de que seguían pegados a su rostro y no se habían movido de forma ridícula al ponerse el jersey de cuello alto.
Una vez leyó —en la época anterior a las cámaras de seguridad y a los sistemas de control con vídeo— sobre un atracador de bancos que nunca llevaba máscara para ocultar su identidad, sino que por sistema utilizaba maquillaje de cine para pintarse una impresionante cicatriz falsa en el rostro, que se extendía desde la parte superior de la ceja hasta debajo de la barbilla pasando por la mejilla. «Ese sí que entendía la psicología del crimen», pensó el Lobo Feroz. Cada vez que la policía pedía a los empleados del banco y a otros testigos que describiesen al atracador, todos respondían igual: «No se les escapará porque tiene una cicatriz...», que pasaban a describir con gran detalle. Lo único en lo que se habían fijado era en la cicatriz falsa. Ni en el color de los ojos ni en el del pelo ni en la forma de los pómulos ni en la curva de la nariz ni en la forma de la mandíbula. Eso siempre le había gustado. «La gente solo ve lo obvio. No lo sutil», se dijo.
Sin embargo, la sutileza era la religión que él profesaba.
Del maletero del coche sacó una mochila corriente de color rosa vivo que había comprado en una cadena de tiendas de cosméticos y otros artículos. Estaba adornada con un unicornio blanco encabritado. Era el tipo de mochila que utilizaban las niñitas de guardería para llevar sus cosas. También sacó un bastón de caminar de madera nudosa, al que ató un pañuelo arcoíris de varios colores, una prenda básica entre la comunidad gay y lesbiana de la zona. Se caló en la cabeza una gorra de lana azul marino adornada con el logo de los New England Patriots, un equipo de fútbol americano.
El Lobo Feroz sabía que todos estos artículos juntos creaban un conjunto excéntrico e incongruente y, como la cicatriz del atracador, lo harían invisible ante cualquiera que pudiese encontrarse en el bosque. «Se acordarán de todas las cosas equivocadas», se dijo.
En la mochila rosa había guardado seis cosas: un bocadillo, una pequeña linterna, un termo con café y un par de binoculares de visión nocturna por si decidía quedarse hasta después del atardecer, un catalejo plegable y un ejemplar de Birds of North America, de Audubon.
El libro, que nunca había abierto ni se había preocupado de leer, lo llevaba por si se encontraba a una persona lo bastante curiosa como para pararle, por ejemplo, un guarda del parque, aunque dudaba de que esa tarde hubiese alguien en los senderos. Y no era un águila calva o un búho blanco lo que en realidad tenía intención de espiar.
Empezó a silbar de nuevo. Una melodía alegre y despreocupada. Miró el reloj de muñeca. «La elección del momento es importante», se recordó. Esperó hasta que el minutero llegó a las doce y entonces el Lobo Feroz empezó a subir con rapidez el sendero hasta la zona protegida, buscando la pequeña muesca que había hecho en el tronco de un árbol del sendero para marcar una ruta que descendiese a través del bosque hasta la parte trasera de la casa de Pelirroja Uno.
«Carrera de prueba», pensó. La próxima vez no será una mochila rosa de niña ni un bastón de caminar del orgullo gay. La próxima vez solo llevará el cuchillo de caza.
Pensó en todo lo que había planeado: «Martes. Un día normal y corriente. Un aburrido día en mitad de la semana laboral. Los martes no tienen nada de especial.»
«Salvo que este martes será diferente.»
Contó concienzudamente los minutos que tardó en abrirse camino en la maraña del bosque. Más tarde, pensó, contaría las horas que faltaban hasta el martes por la noche.
«En el exterior de la puerta lateral. Pasada la tienda de ultramarinos y de pizzas. Agáchate por el pasaje que hay detrás del aparcamiento. Mantén la cabeza baja y camina deprisa.»
Pelirroja Dos avanzó deprisa en la luz mortecina del final de la tarde. Había empezado a lloviznar de nuevo y encorvó los hombros y metió la barbilla hacia el pecho para protegerse del frío. Llevaba una vieja y andrajosa gorra negra de béisbol que de poco servía para esconder su mata de pelo, pero era mejor que nada. En la visera se formaron unas gotitas.
La iglesia episcopal local les había parecido un buen lugar para reunirse. Estaba a cuatro manzanas del centro de acogida donde Sarah se ocultaba, cerca de la línea de autobús que venía del colegio de Jordan y a una rápida caminata a través de la principal zona comercial de la población desde el garaje donde Karen podía estacionar el coche y asegurarse de que no la seguían subiendo y bajando varias veces en el ascensor.
«El pastor tiene un despacho en el sótano que nos deja utilizar —había explicado Pelirroja Uno por teléfono—. Le he dicho que intentábamos ayudar a una amiga, esa eres tú, Sarah, en Lugar Seguro y que necesitábamos un lugar para reunirnos en privado y ha sido de lo más comprensivo. Me contó que muchas veces daba sermones sobre la violencia doméstica, así que hice ver que estábamos preocupadas por un marido violento.»
No había dicho: «Ningún Lobo nos seguirá hasta el interior de una iglesia...» Que es lo que Sarah estaba pensando mientras cruzaba el asfalto negro del estacionamiento que brillaba con la lluvia. Un loco pensamiento sobre tierra consagrada o sagrada reverberaba en su interior, aunque, se dijo, eso son los vampiros y no los lobos.
Pelirroja Uno le había dicho que no utilizase la entrada principal de la iglesia, así que la rodeó hasta llegar a la parte posterior. Había una pequeña entrada al sótano con un cartel al lado de la puerta que decía: «Prohibida la entrada durante la misa dominical. El Grupo de AA se reúne lunes, miércoles y viernes de siete a nueve de la noche.»
Pisó un charco, soltó una maldición y siguió deprisa hacia delante. Se sentía casi como un fantasma, como si de repente fuese invisible. Se preguntaba si se debía al funeral; «mucha gente cree que estoy muerta. No dejes que nadie que conocía a la antigua Sarah vea a la nueva Cynthia».
Abrió la puerta y entró en el sótano de la iglesia.
Un radiador silbaba y el vapor emitía un ruido metálico en unas tuberías escondidas. Sarah avanzó por un pasillo estrecho iluminado con bombillas peladas que daban a las paredes encaladas un brillo duro. Al final, el pasillo se abría a un espacio más amplio con un techo bajo e insonorizado y un suelo de linóleo, con un estrado en un extremo y varias filas de sillas plegables de acero gris colocadas delante de un podio vacío. Se trataba de un lugar sórdido y triste y supuso que era allí donde se celebraban las reuniones de Alcohólicos Anónimos.
En una esquina había una puerta abierta y oyó voces. Se dirigió hacia allí y dentro vio a Karen de pie al lado de un escritorio de roble macizo. En las paredes había algunas fotografías informales de un hombre canoso vestido con sotana y celebrando una ceremonia y un par de diplomas de teología, pero no había ni rastro del sacerdote. Jordan estaba al lado de Karen jugueteando con una cámara, algunos cables y un ordenador portátil.
Jordan levantó la vista, sonrió y dijo de broma:
—Eh, difunta, ¿qué tal va?
—Bastante bien. Adaptándome —repuso Sarah.
—Guay.
Karen se acercó y le dio un abrazo a Sarah, cosa que sorprendió a la joven, aunque notaba una especie de calidez que fluía en el abrazo. No era exactamente un abrazo de amiga, era un gesto de «estamos en esto juntas».
—¿Cómo ha ido? —preguntó Sarah. Pensó que se trataba de una pregunta de lo más curiosa, preguntar a alguien cómo había ido su funeral. Pero comprendió que el Lobo había provocado que hiciesen preguntas que estaban muy lejos de cualquier normalidad.
Karen se encogió de hombros y sonrió irónicamente.
—Ha estado bien. Un poco raro, pero bien. Tenías muchos más amigos de los que decías que iban a venir. La gente estaba triste de verdad... —se detuvo antes de terminar la frase, pero Jordan saltó.
—... porque te has suicidado.
La adolescente sonrió y se rio.
Sarah esbozó una sonrisa tímida. Pensó que no había nada en absoluto gracioso en su situación ni en lo que habían hecho ni en lo que planeaban hacer ni en despedirse de su antigua vida, pero al mismo tiempo la respuesta de Jordan era totalmente acertada: todo era muy gracioso, una inmensa broma.
Las tres pelirrojas guardaron silencio unos instantes.
—¿Ha estado allí? —preguntó Sarah.
—No lo sé —repuso Karen—. Había muchos hombres y familias, pero no sabría decir si había algún hombre en concreto. No iba a llevar un cartel que dijese: «Hola, soy el Lobo» o pretender destacar de alguna forma. Yo intentaba mirar a los ojos, pero era difícil...
—Ha tenido que venir —interrumpió Jordan de nuevo, hablando de forma brusca con toda la determinación de una atleta y la seguridad de una adolescente que está totalmente, cien por cien, segura de algo. Las otras dos Pelirrojas eran más mayores y, por lo tanto, estaban más acostumbradas a las dudas—. Quiero decir, venga. ¿Cómo no iba a presentarse en el funeral de lo que él ha creado? Ha estado encima de nosotras en todas las malditas formas posibles, ¿cómo va a mantenerse al margen ahora? Sería como ganar un premio importante de la lotería y no aparecer para reclamarlo.
Karen, por supuesto, imaginó un millón de razones por las que el Lobo podría no haber aparecido. «O una razón —pensó, pero no lo dijo en voz alta—, porque es listo y no necesitaba estar allí porque nos está esperando fuera. O cerca. O a la vuelta de la maldita esquina o en mi casa o en mi consulta o en cualquier sitio donde no me lo espero y ahí es donde voy a morir.»
Negó con la cabeza, pero no necesariamente como respuesta a todo lo que Jordan había dicho, sino más bien contestando de rebote a sus miedos.
Karen tuvo un pensamiento extraño, un recuerdo extraído de repente de un curso de Literatura que había hecho antes de la universidad, años antes de la Química Orgánica y la Estadística y la Física y los meses interminables en la facultad de Medicina. Era un curso sobre Escritura Existencial y no había pensado en él en décadas.
«Madre ha muerto hoy. O quizás ayer; no estoy segura.»
Le entraron ganas de gritar.
«Karen morirá mañana. O quizá pasado mañana; no estoy segura.»
Jordan tecleaba en el ordenador y levantó la vista.
—Eh, funciona. ¡Empieza el espectáculo! —rio secamente—. Lo único que falta son unas palomitas.
Las tres mujeres se inclinaron sobre el escritorio y miraron la pantalla del ordenador llena de imágenes de personas que entraban por la puerta al funeral. Sonaba una música de fondo enlatada. No se oía mucho más, pues los asistentes, respetuosos, estaban en silencio mientras sin saberlo se situaban en el ángulo de visión de la cámara y después se marchaban.
—Triangula —dijo Karen con suavidad—. Cuando necesitas saber una ubicación, piensa en un triángulo y tendrás la respuesta que necesitas.
—Eso somos nosotras —repuso Jordan—. Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. Tres lados del mismo triángulo.
—Continúa mirando —prosiguió Karen—. Sarah, deberías identificar a todo el que puedas. —Abrió el libro de firmas que la funeraria les había proporcionado y donde los asistentes habían escrito breves notas o simplemente habían firmado.
Sarah miró fijamente a la primera persona que se acercó al libro en el vídeo.
—Bien, ese es mi vecino, su mujer y sus dos hijos. El súper patriota rojo, blanco y azul cuyo patio trasero utilizaste la otra noche —le dijo a Karen.
Karen cogió un lápiz e hizo una anotación en el margen del libro.
—Y esos son los padres de una de mis alumnas. Y esa es su hija. Estaba en mi clase antes de que yo dejase la docencia. Ha crecido este año.
A Sarah le entraron ganas de llorar.
—Está muy guapa —susurró.
Escribió otra anotación en el margen.
—Sigue —dijo Karen forzadamente.
Rostros, a veces nombres, muchas veces contextos que saltaban de la pantalla del ordenador a las tres pelirrojas. Jordan manipuló el ratón del ordenador para que el flujo fuese más despacio y una o dos veces para congelar la imagen cuando a Sarah le costaba ubicar a una persona. A veces dudaba y otras era una cuestión instantánea; era como ver una extraña representación teatral, donde no había ni diálogo ni argumento, pero en la que cada imagen separada creaba una profunda y clara impresión. Varias veces Sarah tuvo que parar y caminar por la habitación mientras hurgaba profundamente en los recuerdos para recordar quién era alguna persona. Las tres pelirrojas estaban pendientes de cada hombre que entraba en la fila, se detenía ante el libro, cogía el bolígrafo que había puesto la funeraria y después salía del campo de visión de la cámara.
—Venga, joder —susurró Jordan—. Sé que estás ahí.
El flujo de personas disminuyó y al final cesó.
—Mierda, mierda, mierda —maldijo Jordan de nuevo. En la pantalla se veía la imagen del libro de firmas esperando inútilmente sobre la mesa. La música cesó y se oyeron las primeras palabras del discurso panegírico de Karen—. Cabronazo —añadió Jordan.
—Veámoslo otra vez —sugirió Karen con calma. Tenía que esforzarse mucho para evitar levantar la voz por el pánico.
—No ha venido —concluyó Sarah. Tenía la sensación de que iba a desplomarse. Tenía la impresión de haber perdido el punto de apoyo en la ladera de una montaña y de repente caer al vacío.
Karen vio que Jordan apretaba los puños y golpeaba el aire, en un intento de estampárselos en la cara al Lobo, que estaba y no estaba con ellas.
—Tenemos que verlo otra vez —sugirió Karen, un poco más suave, pero con toda la furia insistente que fue capaz de reunir—. Se nos ha tenido que pasar algo.
Pero en su fuero interno le embargaba el miedo, porque tal vez no se les había pasado nada. Notaba que la ansiedad amenazaba con quebrar cada palabra que pronunciaba y que los latidos del corazón se aceleraban. «Esto tiene que funcionar», gritó para sí. Y no se le ocurría ninguna otra idea. Tenía ganas de echarse a llorar y le costó un inmenso esfuerzo controlarse.
—Empezaremos desde el principio. Y, Jordan, esta vez congela la imagen en cada persona que firma.
Era una tarea meticulosa. Lenta y pausada. Con cada persona que no era el Lobo, crecía la tensión en la habitación. Ninguna sabía exactamente qué buscaban. Les empujaba la disparatada idea de que algo resultaría completamente obvio, aunque las tres pensaban que precisamente lo contrario sería lo más probable.
Jordan quería coger algo y estamparlo. Karen quería gritar bien fuerte y después seguir gritando. Sarah estaba al borde del llanto, pues pensaba que decepcionaba a las otras dos.
Jordan congeló la imagen de un grupo familiar que se entretuvo en el libro de firmas.
—Bueno —dijo, con la voz cargada de frustración—. Y ahora, ¿quién demonios son estos?
—El hombre es un técnico de emergencias médicas que trabajaba en el departamento de bomberos donde mi marido era jefe de turno. Creo que él es quien llamó para...
Se detuvo, incapaz de pronunciar las palabras «el accidente». Se levantó, caminó por la habitación unos pocos metros arbitrarios, como si de repente tuviese miedo de contemplar una segunda vez las imágenes de la pantalla.
Karen comprendió enseguida qué era lo que le hacía dudar a Sarah. Prosiguió ella en un intento de persuadir a Pelirroja Dos para que continuase con el proceso.
—Bien, así que trabajó con tu marido, ¿y las personas que le acompañan quiénes son?
Sarah detuvo sus pasos y volvió a las imágenes. Pero se quedó unos metros alejada, como si la distancia de alguna manera la mantuviese a salvo de sus recuerdos.
—Esa debe de ser su mujer, la que lleva al niño de la mano y al bebé en brazos. Vinieron una o dos veces a cenar. Y supongo que la mujer que está detrás de ella es la suegra. Me acuerdo. Tenían una suegra que vivía con ellos. Creo que mi marido me dijo que estaba cansado de escuchar sus quejas...
—Vale. Sigamos —instó Jordan—, a no ser que creas que el técnico de emergencias es un Lobo.
Karen se detuvo. Había algo que no le gustaba, pero no sabía decir exactamente qué.
—No —repuso con cuidado—. Retrocede un poco y después avanza muy despacio.
Volvió a ver a la familia. El marido llevaba un traje azul. Le quedaba un poco estrecho y se movía con rigidez al acercarse a la mesa y al libro de firmas. Llevaba una corbata que parecía que lo iba a estrangular y tenía un aspecto que hablaba de pérdida. La esposa, de la edad de Sarah, guapa, pero con el pelo un poco despeinado y un maquillaje que parecía que se lo había aplicado a toda prisa, llevaba un bonito vestido floreado y un abrigo y del hombro le colgaba una bolsa de bebé que indudablemente contenía biberones, pañales y sonajeros. Le costaba sujetar en brazos al bebé, que no paraba de moverse, y a la vez agarrar de la muñeca al otro niño para que no saliese corriendo. Era la típica coreografía madre—hijo tan habitual, una de las tantas obligaciones, de las tantas responsabilidades en la situación limitada en que se encontraban: un momento de adultos nada apropiado para niños pequeños.
—Esto no está bien —dijo Karen.
Sarah negó con la cabeza.
—No, lo conozco. Quiero decir que es un hombre dedicado a su trabajo. Salva vidas. No es un asesino.
—Eso no se puede saber con certeza —añadió Jordan con frustración—. El Lobo puede ser cualquiera.
Eso no era lo que preocupaba a Karen sobre la imagen, pero había algo que no estaba bien. No podía estar segura de qué era, pero se inclinó hacia delante, para mirar fijamente y con atención.
—Avanza lentamente —indicó.
Jordan movió el ratón del ordenador.
La suegra apareció en la pantalla, pero su imagen, al inclinarse sobre el libro, estaba parcialmente oculta por la esposa, el marido y los niños.
—Esto no está bien —repitió Karen.
—¿Qué? —preguntó Sarah.
—La madre lo está pasando mal con los niños. ¿Por qué no le da uno a su madre cuando firma en el libro? Pero no lo hace. Quiero decir, ¿no es para eso para lo que les ha acompañado la suegra? ¿Para ayudarlos? Y está claro que la chica necesita...
Karen se calló.
Todas se inclinaron hacia delante.
—No le veo bien la cara —dijo Sarah—. ¡Maldita sea, mira hacia aquí! —casi gritó a la figura que aparecía en la pantalla del ordenador.
—¿Llegaste a conocer a la suegra? —preguntó de repente Karen.
—No.
—Entonces no podemos estar seguras de que...
Calló. Se volvió, como si el hecho de mover el cuerpo hiciese que la imagen de la mujer se viese con mayor claridad. Jordan adelantó la imagen tan solo un poco y acercó su rostro a la pantalla del ordenador.
—¿Sabes quién es? —preguntó Karen bruscamente.
—No —contestó Sarah.
Karen respiró hondo. Dio un grito ahogado al reconocerla de repente.
—Yo sí —añadió.
Hubo un silencio en la habitación. Pensó: «¿Una mujer que asiste a un funeral y no conoce al difunto?» Las tres pelirrojas oían la calefacción que silbaba en las tuberías ocultas en el techo sobre ellas.
—Yo también —dijo Jordan en voz baja. En ese instante, toda su bravuconería de adolescente se había esfumado y palideció.


37

Escribió todo lo que recordaba en una libreta que había comprado en una papelería local. Estaba entusiasmada, como una adolescente que espera el baile de fin de curso. Por primera vez sentía que de verdad formaba parte del misterioso proceso. Describió a los asistentes con detalle al imaginarlos mentalmente: «Este hombre mayor llevaba un traje azul que no le quedaba bien y una corbata verde lima; esta mujer estaba embarazada como mínimo de siete meses y estaba muy incómoda.» Citaba cada palabra y cada frase que recordaba del panegírico de la doctora: «Nadie salvo Sarah sabe por qué tomó su última decisión...» Identificó los temas musicales que reconoció —Jesús, Alegría de los Hombres, de Bach y una sonata de Mendelssohn—. Puso por escrito todos los fragmentos de conversaciones insustanciales que había conseguido oír mientras estaba en la cola de las personas que entraban en la pequeña sala de la funeraria: «Odio los funerales» y «qué triste» y «chsss niños, ahora a callar...».
Al final de su informe, la señora de Lobo Feroz añadió: «Estoy segura de que la doctora Jayson no me ha reconocido. He desviado la mirada y me he escondido entre la gente. Me he sentado en el fondo de la sala y en cuanto ella ha acabado de hablar he agachado la cabeza. Después he esperado al otro lado de la calle, frente al aparcamiento de la funeraria hasta que todo el mundo se ha ido, incluida la doctora. Ni siquiera ha mirado hacia donde yo estaba.»
Añadió una anotación más: «No ha habido señal de Jordan en ningún momento. Si hubiese venido al funeral, la habría visto enseguida.»
La señora de Lobo Feroz siempre había pensado que sus rasgos anodinos e insulsos eran una traba. En un grupo nunca destacaba y siempre, durante toda su vida, había estado celosa de las chicas populares —entonces mujeres— que sí destacaban. Incluso se irritó un poco porque su doctora no pareció darse cuenta de su presencia, pese a que había tomado medidas para que no la vieran. Pero esta sensación de ligero enfado había sido sustituida por la idea de que su aspecto —precisamente su mediocridad y el hecho de mezclarse a la perfección en un grupo— era de repente una ventaja.
No sabía que su marido, el asesino, había dicho casi lo mismo al principio de su libro.
«Era como una mosca en la pared —pensó—, lo veía y lo oía todo y nadie se daba cuenta de mi presencia.»
Miró hacia abajo a las hojas escritas con su informe: una letra clara, fácilmente legible y una forma de escribir concisa, muy en el estilo preciso de una secretaria.
Era, imaginó, una forma completamente diferente de ponerse en pie y que contasen contigo. «No hace falta hacer mucho ruido o ser muy guapa —se dijo a sí misma—. No hay que medir un metro ochenta y ser pelirroja como las mujeres que protagonizan el libro. Cuando tienes las palabras a tu disposición, eres especial de forma automática.» Para ella era muy seductor y totalmente romántico. Miró las anotaciones escritas en las hojas de rayas que tenía ante sí y esperó haber utilizado un lenguaje descriptivo y exacto.
De pronto se dio cuenta de que su marido nunca antes le había pedido que escribiese algo para él. Esto lo hacía todavía más especial.
El hecho de que hubiese confiado en ella para que asistiese al funeral resultaba muy satisfactorio.
—Es crucial, para todo lo que voy a incluir en la nueva novela —le había dicho su marido mientras contemplaba cómo se arreglaba; había escogido una sencilla y anodina chaqueta gris, pantalones negros y unas gafas tintadas, no exactamente gafas de sol, pero que servían para ocultarle los ojos—. Yo no puedo estar allí, pero necesito saber todo lo que pasa.
No había preguntado por qué ni había dudado de él cuando le dijo que tenía que evitar en todo momento que la reconociesen. Se limitó a arreglarse el pelo con un estilo completamente diferente al habitual. Se había sorprendido al mirarse en el espejo porque la mujer que la miraba no era ella.
Él también le había indicado lo que tenía que decir si alguien la reconocía. «Simplemente hazte la sorprendida y di que conocías al marido de Sarah de hacía años, de su época de estudiante. Eso funcionará. Nadie te hará más preguntas.»
Con una sonrisa, le había informado de la escuela a la que había asistido el marido y en qué universidad había estudiado antes de entrar en el cuerpo de bomberos. También le explicó que el marido de Sarah había asistido a unos cursos nocturnos de Literatura en la escuela de adultos local. «Simplemente di que ahí es donde le conociste —le había dicho—. Un interés común desgraciadamente interrumpido por el accidente.»
Ella había seguido todas las instrucciones al pie de la letra y lo había hecho mejor de lo que él jamás hubiese esperado, o eso creía.
Se felicitó: «Tendrías que haber sido actriz. Artista. Esta ha sido la primera vez que has subido a un escenario y la has bordado.»
Por un momento, pensó que era como si escribiese un capítulo propio que se incluiría palabra por palabra en el libro, lo cual la emocionó sobremanera.
No conseguía estarse quieta en la silla mientras se inclinaba sobre sus notas, rebuscando entre todo lo que recordaba del funeral, añadiendo todo elemento que le venía a la mente, porque sabía que incluso la más pequeña observación podría servir para que toda la descripción funcionase y eso haría que la escena también funcionase y, por último, el capítulo y, en última instancia, el libro entero.
Levantó la vista y de repente vio unos focos que aparecían en la noche y que se adentraban en el camino de entrada a su casa. Se puso en pie, entusiasmada.
La señora de Lobo Feroz se dirigió a la puerta principal para abrirle a su marido. Parecía como si los años que la llevaban hasta los linderos de la vejez se esfumasen en ese momento. Ya no era la mujer tímida, preocupada y enfermiza que ocupaba una posición discreta y sin importancia a su lado. Rebosaba de intensa pasión, como una de las primeras noches en que se conocieron. Era, pensó, «Mata Hari. Una mujer fatal».
Ahora que sabían algo, todavía estaban más asustadas porque subrayaba lo poquísimo que sabían antes.
Las tres pelirrojas hablaban a gritos.
—No tenía ningún motivo para estar allí, lo que significa que solo hay una razón —dijo Jordan con contundencia—. Ella tiene algo que ver con esto.
—No lo sabemos con certeza —repuso Karen con vehemencia—. Maldita sea, Jordan, no podemos sacar conclusiones precipitadas que creemos que son obvias, porque puede que nos equivoquemos.
—Tú dijiste tres lados de un triángulo. Eso es lo que necesitaríamos para entender quién es el Lobo Feroz. Pero solo veo dos. —Sarah saltó en medio de la discusión—. No tengo ni idea de quién es esta mujer y por qué ha venido a mi funeral. Así que, ¿dónde está el tercer lado?
—El hecho de que no sepas quién es y que nosotras sí lo sepamos, ese es el tercer lado —resopló Jordan.
—Eso no tiene sentido —repuso Karen.
—Entonces, déjame que te pregunte una cosa: ¿perseguir a tres desconocidas que da la casualidad que son pelirrojas porque tienes algún tipo de obsesión de mierda por los cuentos tiene sentido? En serio, ¿tiene sentido?
—Debe de tenerlo. De alguna forma. De alguna manera. Tiene sentido.
—Fantástico. ¿Estás diciendo que no estamos más cerca de descubrir nada y de hacer algo sobre ese Lobo de mierda porque no estamos seguras? Estupendo. De verdad, estupendo de cojones.
Jordan caminaba por la habitación moviendo las manos de la rabia. Solo sabía una cosa: que quería hacer algo. Cualquier cosa. La idea de esperar a la muerte la estaba matando, pensó. La ironía se le escapaba. Sabía que se estaba comportando de forma impulsiva. Pero ya no pensaba que eso fuese un error.
Sarah se dejó caer en la silla, intentando entender por qué una desconocida había ido a su funeral y por qué eso la disgustaba tanto. Se dijo que tenía que haber otros asistentes, personas que no eran antiguos amigos, conocidos o familia de los alumnos a los que había dado clase. Tenía que haber aficionados a los funerales que ocupaban sus vidas desesperadas asistiendo a todo tipo de funeral que viesen anunciado, para poder derramar falsas lágrimas y pensar que eran afortunados porque sus vidas, por tristes que fuesen, no habían acabado.
Miró fijamente la pantalla del ordenador: el rostro parcialmente oculto de la mujer estaba congelado. «¿Por qué no podría esa mujer ser uno de esos?»
«Claro que podría.»
«Pero también podría ser alguien totalmente diferente.»
Sarah dirigió la mirada a Karen y a Jordan. Las dos representaban polos opuestos. Una tenía prisa por contraatacar. La otra era excesivamente prudente. «Hubiese estado bien —pensó—, si ella hubiese encajado entre las dos, la fuerza de la razón.» Pero este no era el caso: en parte quería salir corriendo, en ese preciso instante, aprovecharse de su nueva vida como Cynthia y dejar a las otras dos atrás para que se enfrentasen al Lobo. Estaría a salvo. Él estaría satisfecho con las otras dos pelirrojas. Ella sería libre. Una oleada de egoísmo y de miedo a punto estuvo de vencerla.
La rechazó.
—Solo podemos hacer una cosa —dijo bruscamente, como una maestra imponiendo orden a una clase desobediente—. Ahora vamos a ser nosotras quienes vamos a vigilarla.
Jordan esperó hasta que oyó en su dormitorio el sonido de la puerta al cerrarse. Se dirigió a la ventana y vigiló hasta que vio a la profesora responsable de la residencia escabullirse rápidamente en la oscuridad de la noche.
Justo detrás de Jordan había una pandilla de adolescentes, sus compañeras de habitación. Todas se iban a un baile en la galería de arte del colegio. Ya se oían por el campus los acordes estridentes de un grupo de rock local que tocaba una versión de la vieja canción de Wilson Pickett In the Midnight Hour. Entonces cogió un destornillador, de los que se utilizaban para reparar aparatos electrónicos, y el carné de estudiante plastificado. Ya se había descalzado para poder caminar por el pasillo sin hacer ruido.
Vivir en una antigua casa victoriana de más de ciento cincuenta años convertida en dormitorios individuales para alumnos de clase alta tenía una ventaja importante. Era de sobras conocido que las cerraduras de las puertas eran muy viejas y endebles y la información que siempre pasaba de un ocupante de un dormitorio al siguiente era cómo utilizar el borde del carné de estudiante de plástico duro para forzar cualquier cerradura y abrirla.
Esperaba que la puerta del modesto apartamento de la planta baja que ocupaba la profesora responsable de la residencia tuviese la misma descuidada seguridad.
La tenía.
Pasó el borde de la tarjeta entre la jamba y la cerradura, dobló la tarjeta con un movimiento experto y la puerta se abrió. Encima tuvo la suerte de que la profesora había dejado la lámpara del escritorio encendida, así que Jordan pudo moverse con rapidez por las habitaciones, sin tropezarse con muebles distribuidos de una manera para ella desconocida.
Lo que buscaba podía estar en el escritorio o cerca del teléfono de la mesilla del dormitorio. Jordan no tardó más de noventa segundos en localizarlo.
Se trataba de una carpeta azul con el nombre y el logo del colegio debajo de las palabras: Confidencial/Directorio del personal y del cuerpo docente. Los alumnos no tenían acceso al directorio. Si ellos o sus padres, invariablemente enfadados, querían contactar con alguien de la administración o del personal docente, en la página web del colegio aparecía la lista de los correos electrónicos y los números de teléfono oficiales. Sin embargo, el directorio que Jordan había cogido de debajo de un montón de trabajos de alumnos tenía información que no era tan fácil de obtener.
Lo abrió en la sección titulada: «Despacho del Director.»
Allí, al lado de «Secretaria de Administración» había un nombre. Estaba el número de la oficina y el número privado, además de la dirección y, todavía mejor, entre paréntesis aparecía un nombre masculino. El marido de la secretaria.
La mano le tembló cuando leyó el nombre.
«¿Eres el Lobo?»
Durante un instante, la cabeza le dio vueltas con frenesí. Jordan respiró hondo para calmar el pulso acelerado y el nudo en el estómago. A continuación, copió toda la información de la entrada del directorio con tinta negra en el dorso de la mano. Tenía miedo de perder un trozo de papel. Quería esta información tatuada en la piel.
Sintió que una mezcla de miedos y seguridades se debatían en su interior. Intentó vencer esas sensaciones, diciéndose que debía conservar la calma, que debía mantener la concentración para dejar el directorio exactamente igual como lo había encontrado. Se recordó que debía asegurarse de que no había cambiado nada y que no había dejado ningún rastro en el apartamento de la profesora, ni siquiera el olor de su miedo. El aire en el apartamento parecía agrio, como humo amargo. Se instó a ser sigilosa y a asegurarse de que salía de la habitación con el mismo sigilo y secretismo que había utilizado al entrar.
«Que nadie te vea, Jordan», se había advertido.
«Sé invisible.»
Durante un instante pensó que tenía su gracia. Había entrado en el apartamento y había actuado como un ladrón, había quebrantado una norma del colegio que significaba la expulsión inmediata, sin embargo, no había robado nada, tan solo una información que quizá fuese mucho más importante que cualquier cosa que jamás había tenido en sus manos. Era como robar algo que podía ser muy valioso o, por el contrario, no valer nada.
Se desplazó con sigilo por la habitación y apretó la oreja contra la puerta. No se oía a nadie en el exterior. Inspiró rápidamente, como si fuese una submarinista preparándose para zambullirse bajo aguas oscuras y giró poco a poco el pomo de la puerta para salir. Lo extraño fue que en ese segundo deseó haber traído el cuchillo de filetear. Decidió que a partir de ese momento lo tendría siempre a mano.
El grupo estaba tocando una versión de She’s so Cold, de los Rolling Stones, y hacía una imitación pasable de Mick, Keith y el resto de la banda, incluidas las lastimeras súplicas del cantante condensadas en las letras. El grupo local estaba en una esquina de la sala principal de la galería de arte. Normalmente, la galería exponía obras de los estudiantes, del profesorado y de ex alumnos, pero el espacio abierto se podía convertir con facilidad en una pista de baile. Alguien había sustituido las luces del techo por una gigantesca bola plateada que reflejaba destellos de luz sobre la pista abarrotada. La música reverberaba en las paredes; los estudiantes giraban o, en diferentes grupos, muy juntos, gritaban más fuerte que la música del grupo. Hacía mucho calor y había mucho ruido. En un lateral había una mesa con refrescos atendida por dos de los profesores más jóvenes que repartían vasos de plástico con un ponche aguado rojo. Otro par de profesores situado a los lados de la pista vigilaba a los alumnos e intentaba asegurarse de que no saliesen a hurtadillas cogidos de la mano para tener un encuentro ilícito. Era una tarea imposible; Jordan sabía que el calor de la sala se traduciría en conectar. «Más de uno perderá la virginidad esta noche», se dijo.
Tres veces se había abierto camino a codazos a través de la masa densa y móvil de alumnos que bailaban, las tres veces atravesando la pista en diagonal, deteniéndose un par de veces para mover el cuerpo en círculos para que así la confundiesen con una de las asistentes a la fiesta. Sin embargo, tenía la mirada fija en las salidas y en los profesores que intentaban evitar las inevitables escapadas a lugares más oscuros y tranquilos.
Jordan había asistido a suficientes bailes de este tipo como para saber lo que sucedería. Los profesores descubrirían a una pareja intentando salir junta. O serían lo bastante listos como para darse cuenta de que la alumna de segundo que salía por la puerta derecha tenía intención de encontrarse con el alumno del último curso que salía por la puerta izquierda y pararían a los dos.
Jordan esperó el momento oportuno. Cuando vio una pareja que intentaba salir, se deslizó tras ellos. Sabía lo que iba a pasar.
—¿Adónde se supone que vais? —exigió saber el profesor.
Interrogó a la pareja, que al menos tuvo la sensatez de soltarse de la mano y contestó con timidez y sudando que solo querían salir y que no hacían nada malo y que no tenían la menor idea de lo que el profesor pensaba que iban a hacer.
Y mientras discutían, Jordan se coló por la puerta.
Se dirigió rápidamente pasillo abajo. Con cada paso, la música se iba desvaneciendo tras ella. Al final del pasillo se detuvo. A su derecha había una escalera, a su izquierda otro pasillo que llevaba a los servicios. Habría profesores vigilando todos los lavabos. Era un lugar obvio para que las parejas se metiesen mano a toda prisa o para tragarse con rapidez una pastilla o esnifar cocaína. Los chavales que querían utilizar el baile como tapadera para fumar marihuana siempre eran lo bastante listos como para salir al exterior para que el revelador olor de la droga no pudiese ser detectado por las narices de sabueso de los profesores.
Las escaleras de la derecha bajaban a una segunda planta donde se encontraban los estudios de dibujo y de escultura.
Jordan miró por encima del hombro, se había convertido en algo habitual asegurarse de que no la seguían, y entonces voló escaleras abajo.
Un profesor que hacía rondas cada quince minutos más o menos vigilaba los estudios, que eran uno de los lugares preferidos para enrollarse. Jordan pretendía esquivar estos lugares tan obvios y salir por una puerta de la planta baja y, pegada a las sombras, dirigirse hasta al edificio contiguo, el de Ciencias y Física. Parecía como si fuese un prisionero de guerra que esquiva las torres de control y a los guardias.
Estar en el último curso y llevar cuatro años en el colegio era una ventaja. Para cuando llegaba el momento de la graduación, ya se conocían todas las pequeñas manías y las idiosincrasias del colegio, por ejemplo, que las puertas no las cerraban con llave.
Jordan ignoró las clases que estaban nada más entrar y bajó por unas escaleras. Los laboratorios estaban abajo y sus ventanas no daban a los principales pasajes y patios del colegio sino a los campos de deporte. Estaba oscuro, la única luz era la del edificio de Arte, donde se celebraba el baile, que estaba bien iluminado. Estaba en silencio; el ruido de sus zapatillas deportivas al golpear el suelo y su respiración era lo único que se oía cerca, todo lo demás era el rhythm and blues y el rock and roll de la banda que tocaba en el edificio de al lado.
Jordan se paró en la puerta del tercer laboratorio y la abrió. El interior era negro y gris. Distinguía las sombras de los aparatos del laboratorio colocados sobre mesas amplias donde los alumnos hacían los experimentos.
—¿Karen? ¿Sarah? —susurró.
—Estamos aquí —respondieron desde la sombra de una esquina.


38

El lugar presentaba un aire conspirador.
Las sombras oscuras que se filtraban por las esquinas, la luz tenue del cercano edificio de Arte, las formas extrañas del material de laboratorio diseminado por el espacio amplio y largo, se conjuraban para que pareciese el tipo de lugar donde se tramaban malas ideas y planes descabellados. Hacía años que Karen no había estado en el laboratorio de un colegio y la sensibilidad científica de Sarah se reducía a los estudios de patos y ranas y animales de establo en las clases de primaria. Sin embargo, a Jordan le encantaba ese lugar, no por la ciencia que contenía, sino porque le parecía que allí podían combinarse raros productos químicos y extrañas sustancias para producir fracasos olorosos o éxitos explosivos, algo que se parecía a la situación en la que ella creía que se encontraban. También le agradaba la idea de que se trataba de un lugar de fórmulas bien definidas y de razonamientos indiscutibles, por lo que el orden y el entendimiento que la ciencia intentaba imponer al mundo podrían ayudarles a planear sus próximos pasos.
Las tres pelirrojas estaban sentadas en el suelo detrás de una mesa larga con las piernas cruzadas. Tenían entre ellas el ordenador portátil de Karen y se inclinaron hacia delante cuando Jordan escribió varios fragmentos de información.
—Aquí —indicó Jordan. Señaló la pantalla—. Las imágenes de Google son increíbles.
La imagen poco atractiva de un hombre de unos sesenta años les devolvió la mirada. Tenía abundante pelo canoso alrededor de las orejas, pero en la parte superior le empezaba a clarear y llevaba unas gafas de montura de concha apoyadas en la punta de la nariz. La fotografía se la habían hecho unos años antes en unas sesiones de lectura de una librería local. Se veía claramente que medía un poco menos de metro ochenta y que no era corpulento, pero tampoco atlético. Su normalidad era el rasgo que más llamaba la atención.
—¿Creéis que es un asesino? —preguntó Jordan.
—No tiene el aspecto que imaginaba que tendría el Lobo —repuso Karen.
—¿Qué aspecto tienen los asesinos? —inquirió Jordan—. ¿Y qué aspecto crees que tiene un Lobo?
—Alto. Fuerte. Depredador. No veo eso —dijo Karen en voz baja.
—Es escritor. Novelas de misterio y de suspense —añadió Sarah.
—¿Eso significa algo? —respondió Karen.
—Bueno, supongo que quiere decir que sabe algo de crímenes —repuso Sarah—. ¿No crees que cualquier escritor lo bastante bueno como para que le publiquen un libro ha de saber cómo cometer un crimen?
—Sí, probablemente —contestó Karen con sequedad—. Pero también sabe cómo los pillan.
Se dirigió a Jordan.
—Háblanos sobre la esposa —pidió.
—Una hija de puta —contestó de forma brusca.
—Eso no nos dice mucho —añadió Karen.
—Sí que nos dice —interrumpió Sarah.
—La mujer se sienta muy derecha en el despacho del director y nunca sonríe —explicó Jordan—. Nunca saluda. Parece como si estuviese molesta cuando apareces para que el director te eche una reprimenda por cualquier cosa que hayas hecho mal, como si de alguna manera le fastidiases el día.
—Entonces, solo porque es un poco maleducada, tú crees que... —Karen calló.
«El pensamiento de los adolescentes es simplón —se recordó Karen—. Salvo cuando no lo es, y entonces te sorprenden con alguna idea u observación verdaderamente profética.» Observó a Jordan a través de la oscuridad, intentando discernir de qué momento se trataba. Jordan era la que estaba más enfadada de las tres. Incluso en la penumbra del laboratorio veía cómo su rostro se encendía con una ira apenas contenida. Karen imaginó que era esa ira de adolescente lo que la hacía tan osada. Y también tan atractiva. No le asaltaban las dudas o, al menos, no dudas que Karen percibiese. Se preguntaba si alguna vez había sido como Jordan y sospechó que la respuesta a esa pregunta era «sí», porque la línea entre la ira y la determinación solía ser muy fina. Al menos esperaba que en el pasado fuese así. De repente se sintió mayor, y entonces pensó: «No, no es eso lo que siento. Lo que pasa es que ya siento la derrota de lo que tal vez tengamos que hacer.»
—Sigo pensando que es una hija de puta —repuso Jordan.
La adolescente dudó y en ese segundo dio un grito seco y ahogado, que retumbó en el laboratorio de ciencias.
—¿Qué pasa? —preguntó Sarah.
A Jordan le temblaba la voz, como si algo aterrador hubiese entrado repentinamente en la habitación y estuviese gruñendo y afilándose las garras en una esquina. Contrastaba enormemente con la Jordan intensa y vehemente a la que las otras pelirrojas se habían acostumbrado.
—Acabo de caer en la cuenta: la hija de puta viene a todos los partidos de baloncesto.
—Bueno, entonces eso... —empezó a decir Sarah solo para que Jordan saltase alterada con una retahíla de palabras.
—Todos los partidos. Me refiero a que está siempre allí arriba, en medio de las gradas, la he visto un millón de veces viéndonos jugar. Solo que yo pensaba que nos veía jugar. Pero quizás era solo a mí. Y si ella está allí, apuesto a que su marido también está, justo a su lado.
—Bueno, pero ¿le has visto alguna vez?
—Sí. Seguro. Probablemente. ¿Cómo iba a saber quién era?
Esto tenía sentido.
—Y eso no es todo —prosiguió Jordan, cada vez más rápido—. En el despacho del director tiene acceso a mi expediente. Puede saber todas las actividades programadas a las que tengo que asistir. Puede saber si tengo que estar en clase, en la comida o camino del baloncesto o de la biblioteca. Puede saberlo casi todo. O al menos, se lo puede imaginar.
Sarah se echó hacia atrás. Estaba muy preocupada. «Coges una cosa y le añades otra, combinas una observación con algo más que has notado y todo parece que significa algo cuando quizá no sea así.»
Para Jordan, de pronto todo era obvio: secretaria mezquina. Marido. Partidos. Todos sus viajes al gimnasio. Todas las citas fallidas con los psicólogos para que volviese al buen camino. Pensó: «Tiene que haber alguna relación.» Pero para las otras dos pelirrojas no era así. Jordan golpeó con brusquedad las teclas del ordenador y en la pantalla aparecieron fotografías de las sobrecubiertas de los cuatro libros del marido.
Las imágenes eran escabrosas, sugerentes y exageradas. En una destacaba un hombre empuñando un cuchillo ensangrentado. Una pistola grande sobre una mesa era el centro de otra. En la tercera aparecía una misteriosa figura al acecho en un callejón. La imagen de esta sobrecubierta hizo que Karen se estremeciese.
—No ha publicado nada desde hace años. Tal vez se haya jubilado —sugirió Karen. Ni una sola de las palabras que pronunciaban sus labios sonaba convincente.
—Sí. O puede que otra cosa —agregó Jordan burlona—. Puede que se cansase de escribir sobre asesinos y decidiese intentar algo más real a ver si le gustaba.
Las tres pelirrojas guardaron silencio, pese a que la observación de Jordan las había asustado de maneras distintas. Oían la música del baile a lo lejos. El ritmo intenso del rock and roll contrastaba con los oscuros sentimientos que sentían.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Sarah—. Puede que sea él. Puede que no lo sea. Lo que quiero decir es, ¿qué demonios podemos hacer? ¿Qué alternativas tenemos?
De nuevo el silencio rodeó a las tres mujeres.
Karen, la más organizada de las tres, tardó varios minutos en contestar.
—Uno, no hacemos nada...
—Un plan fantástico —interrumpió Jordan—. ¿Y esperamos a que nos mate?
—Todavía no lo ha hecho. Quizá no lo haga. Puede que todo sea simplemente, no sé... —Señaló con un gesto el material del laboratorio de ciencias—, un extraño experimento, el tipo de idea extravagante que se le ocurre a un escritor...
Calló.
—No tenemos ninguna prueba, salvo su palabra, de que el Lobo pretende matarnos.
—¡Tonterías! Nos ha estado siguiendo y... —interrumpió Sarah.
—¿Y qué me dices de tus gatos muertos? —preguntó Jordan.
—No estoy segura de que estén muertos. Solo sé...
Karen sabía que lo que decía contradecía todo lo que creía de verdad.
—¡Tonterías! —interrumpió Jordan, repitiendo la palabra de Sarah—. Sí que lo sabes, joder.
Karen lo sabía, pero prosiguió, con la voz cargada de falsas razones e incómodos compromisos.
—Puede que eso sea todo lo que hay. Puede que simplemente quiera seguir hostigándonos y martirizándonos y amenazándonos durante años.
Jordan movió la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—Cualquiera de los muchos psicólogos a los que mis dichosos padres me han obligado a ir a lo largo de los años diría: «Eso es una negación total...» con una amplia sonrisa de imbécil en la cara como si dijese algo maravilloso que al instante me enderezaría y me convertiría en una adolescente normal, feliz, equilibrada, como si eso existiese en alguna parte del mundo.
Tanto Karen como Sarah se alegraron de estar a oscuras, porque las dos, pese al miedo, sonrieron. Karen pensó que eso era exactamente lo que le gustaba de Jordan. «Si logra sobrevivir a todo esto —pensó—, se convertirá en alguien especial.»
La palabra «si» le resultó casi físicamente dolorosa, como si fuese un repentino retortijón de barriga o una bofetada en la cara.
—Bueno, entonces «nada» y «esperaremos a ver si nos mata» es una opción —dijo Sarah—. ¿Y?
—Podemos intentar la confrontación —prosiguió Karen—. Ver si eso le ahuyenta.
—Quieres decir —interrumpió Jordan—, que, por ejemplo, llamamos a su puerta y decimos: «Hola. Somos las tres pelirrojas. Una de nosotras ya ha simulado su muerte, pero nos encantaría que dejase de decir que nos va a matar, porfa.» Eso sí que es un plan con el que las tres podemos estar de acuerdo.
El sarcasmo de Jordan llenó la estancia.
Sarah asintió con la cabeza.
—Por supuesto, si hacemos eso o algo parecido, lo más probable es que le obliguemos a actuar. Podría acelerar sus planes. Pensad en todas las películas que habéis visto en las que los secuestradores dicen a la familia de la víctima: «No llaméis a la policía.» Y, o llaman a la policía o no la llaman, pero ninguna de la dos respuestas es la correcta, nunca, porque las dos ponen la rueda en marcha. Es como si estuviésemos secuestradas.
—Y otra cosa —añadió Jordan—. Si hablamos con él, perdemos todas nuestras ventajas. Él se limita a negar que es el Lobo y nos da con la puerta en las narices y nosotras tenemos que volver a empezar desde cero. Y puede que estemos muertas mañana o la semana que viene o el año que viene. Puede que decida inventar un nuevo plan y ponerlo en práctica y otra vez empezamos desde cero. Lo único que hacemos es aumentar la incertidumbre en nuestras vidas.
Karen se sujetó la cabeza con las manos durante unos instantes. Intentaba ver con claridad a través de una niebla de posibilidades. Era como si estuviese revisando los síntomas de un paciente muy enfermo. Un paso en falso, un diagnóstico equivocado y el paciente puede morir.
—No sabemos a ciencia cierta si es el Lobo —declaró—. ¿Cómo podemos actuar sin estar seguras al cien por cien? —Estaba un poco sorprendida por la duda que se filtraba en sus palabras. Intentaba ser agresiva, decidida. Le resultaba difícil. Se sentía como si acabase de explicar un chiste sin gracia y se riesen de ella y no con ella.
Jordan se encogió de hombros.
—¿Y qué? No estamos ante un tribunal. No vamos a ir a la policía con una historia de locos sobre unos mensajes y un lobo y andar a escondidas todo este tiempo, simplemente para que un policía piense que estamos como una chota.
Jordan hablaba deprisa. Probablemente demasiado deprisa, pensaron las otras dos pelirrojas.
—La idea es aprovechar la ventaja. Mantener el control. Solo podemos hacer una cosa.
Karen sabía lo que iba a decir Jordan, no obstante, dejó que la adolescente lo dijera.
—Seremos más listas que el Lobo.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Sarah. Ya sabía la respuesta a su pregunta. Le aterrorizaba.
Karen también sabía la respuesta. Se echó hacia atrás y sintió una ola de tensión muscular que le recorría todo el cuerpo, como si se hubiese estremecido de la cabeza a los pies. La poca lógica que le quedaba la obligó a pronunciar unas palabras.
—No podemos ir y matarlo. Así de simple. ¿Esperar junto a la puerta de su casa y cuando salga a coger el periódico por la mañana, acercarse y pegarle un tiro para después intentar desaparecer? ¿Montar nuestro pequeño tiroteo urbano desde el coche? Nosotras no somos así. Y además acabaríamos en la cárcel, porque no es en defensa propia, es un asesinato y, que yo sepa, ninguna de nosotras es una asesina consumada.
Su sarcasmo resultaba mucho más suave que la versión adolescente de Jordan.
—¿Cómo podemos conseguir que sea en defensa propia? —preguntó Sarah—. ¿Una trampa? ¿Esperamos a que intente matarnos antes? Aunque quizá ya lo haya hecho.
—No lo sé —repuso Karen—. Ninguna de nosotras ha hecho nunca algo así.
—¿Estás segura? —Sarah dejó que la frustración se plasmase en su voz—. Hemos inventado mi muerte. Todas hemos sido manipuladoras, intrigantes, lo que sea, en algún momento de nuestras vidas. Todos somos así. Todos mentimos. Todos hacemos trampas. Creces y aprendes. Lo que hemos de hacer es crear algo que el Lobo no espere jamás. ¿Por qué no?
—¿A qué te refieres con crear algo...? —empezó a decir Karen, pero Sarah la interrumpió.
—Algo que él nunca esperaría.
—¿Y qué...?
—¿No te parece que todo lo que ha hecho depende de que nosotras actuemos como gente normal y agradable, sensible y amable? Si dejamos de hacer las cosas que nos convierten en quienes somos. O en quienes éramos.
Las tres pelirrojas callaron unos instantes.
—Quiero matarlo —dijo Jordan despacio, interrumpiendo un silencio que parecía letal—. Quiero acabar con el Lobo. Y ya no me importa nada, salvo que actuemos y que actuemos con rapidez. Y la cárcel es mejor que una tumba.
—¿Estás segura? —preguntó Karen.
Jordan no le contestó. «Es una buena pregunta», pensó. A esta idea inmediatamente le siguió la vehemente respuesta automática de una persona joven a todas las dudas importantes: ahh, joder.
—Pero ¿cómo? —preguntó Sarah con sequedad—. ¿Qué hacemos?
Le costaba creer que en realidad estaba de acuerdo con el asesinato. Tampoco podía creer no estar de acuerdo con el asesinato. Ni siquiera estaba totalmente segura de que estuviesen hablando de asesinato, aunque eso es lo que parecía. Parecía como si en la oscuridad del laboratorio de ciencias, cualquier posibilidad de pensamiento lógico se disipase alrededor de ellas.
Karen estaba a punto de decir algo, pero se contuvo. «¿Eres una asesina?», se preguntó de repente.
No sabía cuál era la respuesta correcta, lo único que sabía era que estaba a punto de averiguarlo.
Jordan asentía con la cabeza. Tecleó algunos números en el sistema de búsqueda del ordenador.
En la pantalla apareció la imagen de Google Earth de una casa modesta de un barrio periférico y mediocre. Jordan pulsó «vista de la calle» y de repente subían y bajaban por la calle donde vivían el escritor y la secretaria. No era muy distinto al antiguo barrio de Sarah: casas bien conservadas, con los laterales blancos y los jardines bien cuidados. Era un típico barrio de Nueva Inglaterra, no del tipo que aparece en las postales o en los folletos de viajes con imponentes casas antiguas o granjas. Estas eran sencillas hileras de casas construidas hacía treinta años, con un aire de posguerra, bien mantenidas por generaciones de obreros y sus familias, que se enorgullecían de la propiedad como parte del sueño americano de ascender en la clase social. Era el típico lugar donde los vecinos iban al instituto del barrio los viernes por la tarde a animar al equipo de fútbol americano y que los domingos, después de misa, comían pastel de carne. Sus habitantes podían ser furibundos seguidores de los Red Sox y de los Patriots, pero no podían costear los precios exagerados de las entradas, salvo quizás una vez al año. Sus hijos crecían con la esperanza de obtener un buen trabajo con un buen convenio, para repetir la misma trayectoria que sus padres, pero un poco mejor. Era el tipo de lugar que condensaba todo lo bueno y todo lo malo de Estados Unidos, porque detrás de todos esos jardines de césped bien podado y de los revestimientos de aluminio se ocultaban quizá más de un problema de alcoholismo o de drogadicción y de violencia doméstica y otros tipos de desgracias que comúnmente se encuentran bajo la superficie de falsa normalidad. Las tres Pelirrojas miraron las imágenes de la casa y de la calle, desde arriba, desde la parte delantera, desde detrás, e intentaron imaginar si alguien tan malvado como el Lobo podría prosperar en un lugar así. Parecía imposible que un asesino viviese allí. Pelirroja Uno pensó: «Es gente que viene a verme para que la ayude cuando está enferma.» Pelirroja Dos pensó: «Esta gente es exactamente igual que yo.» Pelirroja Tres pensó: «No tengo nada en común con esta gente y si viesen mi colegio privado, mi ropa cara y mi rica familia me odiarían al instante.»
Sarah fue la primera en hablar.
—No sé si esa es la casa del Lobo —aventuró—, pero no tenemos otras pistas. Ni otras ideas. No hay nadie más que pueda ser una posibilidad. Así que creo que deberíamos ir.
—Estoy de acuerdo —convino Karen.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Jordan con suavidad—, Caperucita Roja no se da precisamente media vuelta y huye cuando el Lobo le habla. Le hace las preguntas difíciles. Como «qué dientes tan grandes tienes, abuelita...».
Las otras callaban.
—Tenemos que hacer algunas preguntas difíciles a ese escritor y a su mujer, la secretaria. No podemos esperar. No podemos retrasarlo. A cada minuto que pasa, le damos más tiempo para que se nos acerque. Tenemos que cambiar completamente el juego, a partir de este instante. Tenemos que tomar el control. Si esperamos un segundo más, podría matarnos. Ha sido así desde el principio, o probablemente hayamos tentado a la suerte lo indecible. «Qué dientes tan grandes tienes, abuelita...» Tenemos que ser capaces de hacer esa pregunta de tal forma que no puedan mentirnos. Solo entonces, sabremos la verdad. Y sabremos qué hacer, pero en ese mismísimo instante será obvio de cojones.
Hizo una pausa y susurró:
—Nada de mentiras, nada de mentiras, no más mentiras. Ya no más.
—¿Cómo podemos garantizarlo? —preguntó Sarah—. ¿Cómo haces una pregunta que no se pueda contestar con una mentira?
Sabía la respuesta a esa pregunta.
Karen también.
Jordan se agachó y de repente las otras vieron el cuchillo que tenía en la mano. La hoja delgada y afilada reflejó un haz de luz difusa que se había colado por una de las ventanas del laboratorio y brillaba como el mercurio plateado.


39

Pelirroja Uno pensó que era como inventar un mordaz número humorístico para un público difícil y rebelde.
Pelirroja Dos pensó que era como un trabajo de primaria en papel maché, unido con cuerda y celo.
Pelirroja Tres pensó que era como estudiar para un examen difícil de una asignatura de la que se había saltado muchas clases.
En realidad, ninguna de las tres lo llamó por su nombre: «Prepararse para matar a una persona.»
Cada una tenía partes dispares de un todo. Esa había sido la idea aproximada de Karen y había insistido en ello, aunque no podía explicar a las otras dos pelirrojas exactamente por qué. Simplemente le parecía que compartir el esfuerzo tenía sentido, de una forma vagamente democrática. Ninguna de las tres imaginaba que el Lobo Feroz habría encontrado este aspecto de su plan apresurado y desorganizado, completamente delicioso y decididamente inteligente; habría admirado la inevitable confusión que tres personas que trabajan de forma independiente para crear un complicado asesinato habrían provocado en cualquier investigador que siguiese el caso.
El Lobo Feroz había pulido su propio plan para dejarlo en lo que él consideraba una sencillez satisfactoria. Se parecía al famoso juego de mesa que prácticamente estaba en todas las habitaciones de juego guardado en algún estante polvoriento o en las casas de veraneo: Cluedo. Salvo que para él no sería el «coronel Mostaza en la despensa con una vela». Sería «el Lobo con un cuchillo de caza cuando menos lo esperen». En realidad, el Lobo había entrado en una especie de fase zen del asesinato: las acciones estaban subordinadas a la interpretación. Mientras se movía con entusiasmo delante de la pantalla del ordenador escribió: «Ya están muertas. Lo más importante son las palabras que acompañan a la acción. Tengo que atraer a la gente para que me acompañe en este viaje. Llegar hasta los asesinatos tiene que ser algo muy tentador para los lectores; no pueden sentir repugnancia; han de sentir su propia ansia. Ha de ser como cuando pasas por delante de un accidente en la autopista. No puedes evitar mirar, aunque sabes que dejarte llevar por una curiosidad morbosa te convierte de algún modo en una persona menos honorable.»
Tanto las tres pelirrojas como el Lobo Feroz habían llegado a la misma conclusión: «Apresúrate y mata.»
El futuro de todos dependía de ello.
Jordan abandonó la biblioteca a primeras horas de la tarde con un ejemplar de A sangre fría, de Truman Capote, en la mochila. Solo le interesaban los primeros capítulos, que había leído dos veces antes de saltarse otros para enfrascarse en la parte central del libro con objeto de identificar qué era lo que había provocado a Perry Smith y a Richard Hickock. También había ido a la modesta sección de películas del colegio y había encontrado en un estante la versión original de Perros de paja, de Sam Peckinpah, y el primer capítulo de Scream: vigila quién llama, de Wes Craven. Supuestamente para sacarlas había que firmar una hoja de papel que había por allí. Empezó a escribir su nombre y después pensó que era mejor obviar ese requisito.
De regreso a su habitación, puso la primera película en la unidad de disco del ordenador y sacó una libreta para apuntar observaciones y notas. Antes, había pasado varias horas estudiando con detenimiento entradas de Internet que describían varios crímenes, pero todos con un tema único: «Asesinato al azar.» Jordan pensó que al final del día tendría que destruir todo lo que había escrito.
Cuando apareció la idílica campiña inglesa en la pantalla que tenía delante, supo que tendría que destruir su ordenador. Pausó la película y escribió un correo electrónico a sus distanciados padres:
Papá y mamá... Este maldito ordenador sigue bloqueándose y por su culpa he perdido un trabajo muy importante en el que he trabajado un montón, ahora tengo que repetirlo y seguramente lo presentaré tarde y el retraso me repercutirá en la nota. Os estoy enviando este correo desde el portátil de una amiga. Necesito un ordenador nuevo ya, porque tendré los exámenes finales enseguida. Puedo ir al centro comercial hoy, ¿os parece?, pero tendré que utilizar vuestra tarjeta de crédito.
Sabía que ni su padre ni su madre le negarían esta petición. Probablemente estarían contentos de que les comunicase alguna cosa, aunque solo fuese la necesidad de gastar un par de miles de dólares. Pensó que haber añadido lo del trabajo perdido había sido una buena idea, porque nunca le negarían algo que supusiese suspender o aprobar una asignatura. Y su petición, pensó Jordan, les daría un motivo para discutir, cosa que sería una ventaja añadida.
El ordenador que miraba fijamente tenía una huella digital en el interior de la memoria que podía incriminar tanto como una huella dactilar en la escena de un crimen.
Jordan sonrió y siguió con la película.
Estaba contenta de convertirse en una criminal. «Tanto estudio al final está dando sus frutos», pensó.
Tres pares de zapatillas de correr de hombre. Tres números diferentes. De idéntica marca y modelo. Tres tiendas de deportes diferentes para comprarlas y pagarlas en efectivo.
Su lista de la compra era larga y la aparente forma aleatoria en la que tenía que comprar los artículos la complicaba todavía más. En una situación normal, se hubiese quejado de los recados añadidos y de los complicados rodeos que se le habían ocurrido para llevarlos a cabo, sin embargo el comportamiento ilógico y errático era una fortaleza y no una deficiencia. Se imaginó a un policía llegando al mismo lugar y mirando sin comprender las zapaterías de la competencia, incapaz de entender por qué un asesino había adquirido el mismo artículo en tres tiendas diferentes en lugar de comprar los tres pares a la vez. Esto había sido una sugerencia de Jordan:
«No hagáis cosas que sean lógicas.»
El sombrerero loco, Alicia en el país de las Maravillas, la reina roja gritando: «¡Cortadles la cabeza! Y después ya vendrá el juicio.» Sarah miró a su alrededor al elemento básico del mundo estadounidense: el centro comercial, y pensó que estaba viviendo una vida al revés. «Soy una mujer que está muerta y está comprando artículos para matar.»
Todo parecía un inmenso chiste cósmico. Se rio a carcajadas, algunos compradores se giraron y la miraron extrañados, y después prosiguió con sus tareas.
Logró comprar los artículos que le habían encargado. Compró el primer pasamontañas negro en una cadena de tiendas de deporte especializada en escalada y en kayaks. En este establecimiento, también adquirió tres conjuntos iguales de mallas sintéticas negras y tres pequeñas linternas de alta intensidad. Se dirigió a la cadena de la competencia para comprar los otros dos pasamontañas. También compró un fish Billy, un bastón de madera pulida de cuarenta y cinco centímetros de longitud con una tira de cuero para colocar en la muñeca y que los aficionados a la pesca utilizan supuestamente para doblegar a peces grandes y luchadores. Fue a una tienda que tenía mallas y artículos de danza para comprar tres pares de zapatillas de ballet. En una ferretería compró un rollo de cinta aislante gris, un conjunto de destornilladores y un pesado mazo de goma.
A continuación, como si hiciese las cosas sin venir a cuento, regresó a la tienda de deportes y añadió a su lista de la compra tres sudaderas negras con capucha. En una tienda cercana de bolsos y maletas, compró las tres pequeñas talegas de lona más baratas que tenían: una azul, otra amarilla y otra verde.
Cuando se encontraba en medio del centro comercial, rodeada de otros compradores que llevaban bolsas muy grandes de papel llenas de ropa barata fabricada en China y artículos electrónicos fabricados en Corea, Sarah hizo una pequeña pirueta de bailarina. No le importó que la gente la mirase. Se sentía libre. A diferencia de las otras dos pelirrojas, sabía que podía huir en cualquier momento.
Quería reír a carcajadas. Como pago por una nueva identidad y un nuevo futuro tenía una única obligación: asesinar.
A Sarah le gustaba la simetría de la situación. La muerte da vida.
Para ella tenía sentido. Reconocía que tal vez no fuese la mejor manera de empezar de nuevo, pero estaba atrapada en un mundo que apenas tenía pasado —su vida como Sarah parecía que se desvanecía con cada minuto que pasaba—, vinculada solo a dos pelirrojas que antes eran dos desconocidas y sin embargo ahora creía que las conocía mejor que a cualquiera de los amigos que había tenido en el pasado, y a un hombre que quería ser un lobo y un personaje de un cuento.
Se agachó para alcanzar una de las bolsas con las compras y se puso el asa de cuero del palo de madera en la muñeca. Pesaba y la superficie era lisa y pulida. Resultaba letal al tacto. Sonrió. Ella también se sentía letal.
«Si me ve, la hemos fastidiado.»
Era el único pensamiento que se colaba en el miedo de Karen.
De nuevo iba en un coche de alquiler. Llevaba gafas de sol, pese a la oscuridad de la tarde gris y encapotada. Su característico cabello pelirrojo estaba oculto bajo una gorra de esquí. En la mano derecha, llevaba la cámara de vídeo, con la izquierda manejaba con cuidado el volante. La ventanilla del asiento del pasajero estaba bajada, levantó la cámara y filmó mientras pasaba con lentitud por las manzanas adyacentes a la casa donde el Lobo Feroz tal vez vivía o tal vez no. Sabía que iban a ser unas imágenes movidas, mareantes, poco profesionales, pero el hecho de que las otras dos pelirrojas pudiesen ver el vecindario les ayudaría.
Estacionó en un lado de la calle a media manzana de la casa. Miró a un lado y a otro para asegurarse de que no había nadie. La vigilancia era importante, pero el secreto y la sorpresa lo eran todavía más.
Karen sentía cómo le latía el corazón y se reprendió «luego no puedes estar así». Las manos le temblaban y le supo mal que cuando les mostrase las imágenes a las otras dos pelirrojas se darían cuenta de lo asustada que había estado y eso la intranquilizaba, porque sabía que tenía que ser tenaz.
«No es lógico —pensó—. Se supone que yo soy la que dirige.»
Se imaginó que no era más que una doctora de la duda. Quizás una doctora de la muerte.
Calle abajo vio a un adolescente que salía de una casa cercana y se deslizaba detrás del volante de una camioneta pequeña de un color plateado mate. El chico no tenía absolutamente nada que ver con nada, eso lo sabía, pese a eso, se asustó tanto que tuvo que agacharse y en cuanto pasó por su lado con un estruendo, pisó el pedal del acelerador y se alejó del barrio. No solo tenía la impresión de que la seguían continuamente, sino que además sentía unos ojos que le quemaban en la nuca. Tuvo que recorrer varios kilómetros para calmarse y cuando la respiración se normalizó, se dio cuenta de que había llegado a una parte del condado que no conocía en absoluto.
Estaba perdida.
Tardó casi una hora en encontrar el camino de regreso a las calles que reconocía, porque se había negado a pararse y preguntar el camino, y otra hora para devolver el coche de alquiler, coger su coche y regresar a casa en la oscuridad.
Aparcó en el camino de entrada y descendió del coche por el lado del bosque que ocultaba su casa desde la carretera. Odiaba más que nunca el aislamiento de su casa. Se detuvo delante de la casa.
El sistema automático de iluminación se encendió.
Estaba a punto de parar el motor y entrar en su casa cuando dudó. Le abrumaban los miedos contradictorios: el lugar que debería ser seguro también constituía la mayor amenaza.
De repente, Karen puso una marcha y, con las ruedas chirriando, cambió de sentido.
Condujo como si la estuviesen persiguiendo, pese a que no había nadie en ninguna de las carreteras secundarias que tomó. De pronto, parecía como si el Lobo Feroz hubiera conseguido matar a todas excepto a ella. Estaba sola en el mundo, la única persona en pie, la única superviviente, esperando lo inevitable. Gritó en el coche, acelerando en la autopista, su voz descontrolada, elevándose en el reducido espacio, asustándola todavía más.
Cuando consiguió controlar un poco sus emociones, condujo hacia una de las autopistas principales. A los pocos segundos, vio un cartel: restaurante — gasolinera — motel.
El motel que estaba al final de la rampa de salida pertenecía a una cadena nacional. El aparcamiento no estaba lleno. Solo había una persona en la recepción. Parecía joven, una chica recién graduada haciendo un programa de formación en gestión que le exigía trabajar hasta tarde con una incontenible sonrisa extravertida, aunque estuviese cansada o no se encontrase muy bien. La joven hizo el registro de Karen, le preguntó si prefería una cama de matrimonio extragrande o dos camas dobles.
Karen contestó con un sarcasmo nervioso.
—Solo puedo dormir en una cama a la vez.
La joven sonrió y se rio.
—Pues es verdad. Entonces, ¿extragrande?
Karen le entregó la tarjeta de crédito. Esto era peligroso. Dejaba constancia de su estancia en el motel, pero no podía hacer mucho más.
—¿Una noche? —preguntó la joven.
Karen se estremeció.
—No. Dos. Negocios.
No pareció darse cuenta de que Karen no llevaba equipaje, de que solo llevaba una bolsa de ordenador.
En la pequeña habitación del hotel opresivamente pulcra, lo primero que hizo Karen fue darse el gusto de tomarse una ducha abrasadora. Se sentía sucia, sudorosa. Se preguntó si una hazaña podía hacerte sentir sucia. Pensó que probablemente esto se debía a estar muy cerca de alguien que ellas pensaban podría ser el Lobo Feroz.
Con el pelo húmedo y envuelta en un par de toallas, se dirigió al pequeño escritorio de la habitación y sacó el ordenador que utilizaba para sus números humorísticos. «Nada de chistes aquí», pensó. Empezó con varias páginas inmobiliarias, como Trulia y Zillow, seguidas de páginas de grandes bancos del negocio inmobiliario. No tardó mucho en encontrar la casa donde vivían la secretaria y su marido escritor. Una de las páginas ofrecía útiles fotografías del interior y una visita virtual.
Como cualquier posible comprador, siguió las imágenes en la pantalla. Puerta principal. A la derecha. Salón. Cocina—comedor. Despacho en la planta baja. Escaleras arriba. Dos pequeños dormitorios «perfectos para una familia que quiere crecer» y una habitación de matrimonio con baño. Sótano terminado.
Contempló las fotografías. Un modesto y residencial paraíso de Nueva Inglaterra. La gran promesa de la clase media norteamericana: una casa en propiedad. Incluso averiguó cuánto habían pagado al estado el año anterior la secretaria y el escritor en concepto de impuesto sobre la propiedad inmobiliaria.
En ese momento, mirando las fotografías de la casa que pretendía visitar, tuvo un breve recuerdo. Le vino a la mente la letra de una antigua canción de rock que ponían en las emisoras de viejos éxitos que solía escuchar a menudo y masculló siguiendo el ritmo de la música que oía en su interior: «Lunes, lunes. No hay que confiar en él.»
Karen ignoró este aviso y envió un SMS a las otras dos pelirrojas: «Mañana. Dos y dos.»
No le pareció que tuviese que añadir de la tarde y de la mañana. Ellas sabrían lo que quería decir.


40

Dos de la tarde
La llevó a comer.
Fue un placer inesperado.
La señora de Lobo Feroz dejó en el escritorio del despacho evaluaciones e informes disciplinarios de alumnos que había que archivar correctamente en los expedientes. Puso a un lado un prolijo análisis de un comité fiduciario que examinaba nuevos flujos de ingresos y una larga petición escrita del director del departamento de Inglés para ofrecer cursos distintos a los de Literatura Tradicional como Dickens y Faulkner e impartir asignaturas sobre medios de comunicación modernos como Twitter y Facebook. Contenta, se encontró con el Lobo Feroz en un restaurante chino del centro de la ciudad, donde tomaron platos demasiado picantes y bebieron a sorbos un suave té verde. Supuso que él tenía algún motivo para sacarla a comer —como muchos matrimonios de muchos años las muestras espontáneas de afecto eran cada vez más raras—, pero no le importó. Se deleitó con las bolas de masa hervida y con la salsa de miso.
La camarera se acercó y les preguntó si deseaban postre.
—Yo una copa de helado —repuso el Lobo Feroz. Miró a su mujer.
—No, nada de dulce. Tengo que vigilar el peso.
—Venga —dijo él con un tono burlón—. ¿Solo esta vez?
Ella sonrió. Él estiró el brazo y le cogió la mano. «Como adolescentes», pensó ella.
—Bueno —sonrió a la camarera—. Yo también tomaré una copa de helado.
—Dos copas de vainilla —pidió el Lobo Feroz—. Somos gente corriente.
Era una broma que la camarera no captó y los dos rieron juntos cuando ella se alejó para traer lo que le habían pedido.
No le soltó la mano, sino que se inclinó sobre la estrecha mesa hacia su esposa.
—Mañana o pasado —dijo con toda la imprecisión que pudo, pero esbozando una sonrisa—. Es probable que tenga un horario un poco extraño. Ya sabes, que tenga que levantarme temprano, regresar tarde y quizá me salte algunas comidas.
—Bueno —dijo ella con un movimiento de cabeza.
—No tienes que preocuparte.
—No estoy preocupada. ¿Es importante?
—Los últimos retazos de la investigación.
Ella sonrió.
—¿Los últimos capítulos?
No contestó, se limitó a esbozar una sonrisa más amplia, lo que ella tomó como un sí. No le importaba. «La creatividad no es un trabajo de nueve a cinco.» Le miró. En lo profundo de su ser, reverberaban muchas palabras, que retumbaban con dudas y miedos. ¿Va a matar? Con una sorprendente tranquilidad, cerró todas las puertas a estas palabras. No le importaba lo más mínimo lo que hiciese o dejase de hacer. «Solo es trabajo de documentación.» Lo que existiese en el pasado, lo que pudiese suceder en el futuro, quienquiera que hubiese sido en el pasado, quienquiera que pudiese ser en el futuro, todo esto no era nada comparado con el momento actual, agarrados de la mano en un restaurante chino barato.
«El amor no tiene nada de vainilla», pensó.
El Lobo Feroz dejó a su mujer en el colegio con un juguetón gesto de la mano mientras ella desaparecía en el edificio de administración. Pero a los pocos segundos su interés estaba en otra parte.
Le quedaban por comprar dos cosas más.
Ninguna de las dos cosas era especialmente difícil: un traje de caza térmico, de camuflaje, que podía adquirir en la misma tienda de deportes que, aunque él no lo sabía, era la que Pelirroja Dos había visitado el día anterior; una americana azul y unos pantalones grises baratos de la tienda de segunda mano del Ejército de Salvación. Para Pelirroja Uno tenía que camuflarse a la perfección en el bosque que había detrás de la casa. Para Pelirroja Tres, tenía que parecer un profesor o un padre de visita y para eso necesitaba americana y corbata —por si acaso alguien lo veía en el campus, cosa poco probable—. Estaba claro que no quería destacar: una barba postiza. Gafas. El pelo engominado peinado hacia atrás. La posibilidad de que alguien lo reconociese era casi nula y ¿quién daría crédito a la identificación que algún chaval de secundaria pudiese hacer de una persona a la que hubiese visto de lejos unos segundos? Y, además, podían pasar horas hasta que descubriesen el cuerpo de Pelirroja Tres. Pensó que precisamente esto era lo excepcional de los dos asesinatos gemelos que había planeado. En los dos sería casi invisible.
El Lobo Feroz repasó mentalmente la lista.
Ropa. «Hecho.»
Transporte. «Una matrícula robada ayudaría.»
Arma. «El cuchillo estaba tan afilado que parecía una cuchilla.»
Lo único que quedaba por hacer era sumirse en la concentración absoluta necesaria hasta que se acercase el momento de matar a las dos pelirrojas que quedaban. Al alejarse del colegio en el coche, saboreando lo que le depararía el día siguiente, imaginó que sería como recibir una llamada de un viejo y lejano amigo, muy querido e importante. Evocó los recuerdos de hacía quince años, de la misma forma en que una voz característica que se oía a través de los años seguía siendo íntima y familiar.
El párroco estaba en el despacho del sótano para trabajar en el sermón del próximo domingo, así que las tres pelirrojas se encontraron entre bancos delante de una inmensa estatua de Cristo crucificado, con la corona de espinas y la cabeza agachada por la cercanía de la muerte.
Se sentaron, incómodas, mientras Karen les pasaba el vídeo de la calle. Se movían en la superficie dura de la madera, intentando memorizar detalles, puntos de referencia. Les resultaba difícil concentrarse. Sabían que tenían que convertirse rápidamente en expertas en matar y, sin embargo, cuando deberían estar totalmente concentradas, las tres pelirrojas se encontraron con que sus mentes divagaban por direcciones imposibles sin ninguna utilidad, como si el darse cuenta de lo que pretendían hacer las obligara a estar mentalmente en otro lugar. Karen empezó a disculparse por la calidad del vídeo, pero se calló porque no confiaba en su voz. Todo resultaba muy desorganizado y planeado de modo vergonzoso para alguien que se enorgullecía de una cauta organización. Karen pensó que su lado loco y descontrolado encarnado en su personaje del club de la comedia se había encargado de preparar un asesinato, en lugar de su lado disciplinado de doctora. No sabía cómo lograr que el lado adecuado tomase la iniciativa. En cambio golpeó el teclado del ordenador y con un par de clics apareció la información de la inmobiliaria que había conseguido la noche anterior.
Cuando dejaron de aparecer imágenes, las tres pelirrojas se echaron hacia atrás, en silencio.
Sarah se inclinó hacia el suelo pulido donde apoyaban los pies y sacó las tres talegas de lona. Entregó una bolsa a cada una con los artículos que había comprado. Ella se quedó con la amarilla.
En una situación que exigía docenas de preguntas, permanecieron en silencio durante varios minutos. Si un transeúnte las viese, pensaría que estaban rezando juntas.
Jordan levantó una vez la mirada de la pantalla y la posó en las imágenes religiosas que las rodeaban. La estatua era de un marrón profundo, taraceada con vetas doradas pintadas en lo que debería haber sido sangre roja. El techo de la iglesia reflejaba los tonos azules, verdes y amarillos de las grandes vidrieras. Pensó que era un lugar inusual para planear un asesinato, pero entonces se encogió de hombros de forma involuntaria y pensó que cualquier lugar donde una adolescente mimada, alumna de un colegio privado, planease un asesinato, probablemente sería bastante inusual. Miró de reojo a Karen. «Es médico. Ha estado en contacto con la muerte —pensó—. Tiene que saber lo que está haciendo.» Entonces, dirigió la mirada a Sarah y tuvo un pensamiento parecido. «La muerte llamó a su puerta, de una forma completamente injusta. Tuvo que enfurecerla tanto que ahora está lista para matar.»
Jordan pensó que era la única de las tres pelirrojas que no había tenido ninguna relación con la muerte. No esperaba que su virginidad pasase de esa noche.
Dos de la mañana
Karen se deslizó con cautela por la puerta trasera de su casa e inmediatamente se tiró al suelo. Se arrastró hacia delante hasta salir de la pequeña zona entarimada, utilizando los muebles de exterior que había olvidado guardar antes de la llegada del invierno para ocultarse, y se deslizó en la tierra fría y húmeda. La casa, detrás de ella, estaba totalmente a oscuras y ella se agarró a las sombras como un escalador se agarra a la cuerda de seguridad. Se incorporó un poco y, encorvada, corrió hacia la parte delantera.
«Si está vigilando, ahí es donde estará.»
Comprendió que esto no tenía lógica. Si el Lobo la estaba vigilando, entonces quería decir que no estaría en el lugar al que ellas se dirigían y todo lo que hicieran esa noche no serviría absolutamente para nada o quizás algo todavía peor. No sabría decirlo. Pero cada trocito de locura que tenía en su interior había tomado el relevo, así que se ocultó de los ojos que, si habían de tener éxito, no la estarían observando.
Se lanzó detrás del volante de su coche, mientras tiraba al asiento de detrás la talega azul. Buscó a tientas las llaves antes de encender el contacto y después utilizó la tenue luz de la luna para salir del camino de su casa sin encender los faros. Como antes, sabía que era una tontería.
Karen se detuvo antes de incorporarse a la carretera. Se dijo «cinco minutos». Si veía otro coche en ese periodo de tiempo, pensaría que era el Lobo.
Se preguntó: «¿Es eso lo que haría un asesino?»
Temblaba, respiró hondo varias veces para intentar tranquilizarse. «Lees libros. Ves la televisión. Vas al cine. Piensa en todas las veces que has visto a buenos y a malos llevar a cabo un plan asesino o una intriga en alguna situación ficticia. Haz lo mismo que hacen ellos. Solo que esta vez es real.»
Sabía que se trataba de un consejo ridículo.
«Puede que hayas visto millones de asesinatos de ficción —se dijo—. Pero todos esos asesinatos juntos no te indican lo que has de hacer.»
Puso una marcha, miraba continuamente por un retrovisor u otro, y condujo con rapidez pasando por las calles solitarias cercanas a su casa. Tuvo que hacer una parada crítica antes de recoger a las otras: su consulta.
Jordan no había dormido.
Poco después de la una de la mañana, después de yacer inmóvil mirando el techo de su habitación, se había levantado y se había vestido. Las mallas negras iban debajo de los vaqueros. Se puso la sudadera negra. Metió el móvil y el cuchillo en la talega verde y se puso el pasamontañas negro en la cabeza. Cogió las zapatillas de correr nuevas que Sarah había comprado y se las dejó arriba de todo, para poder cogerlas en cuanto estuviese fuera. Deslizó los pies en las zapatillas de ballet.
Se puso de pie y se dio la vuelta lentamente. La ropa que llevaba ni siquiera hizo ruido.
Jordan miró a su alrededor en un intento de recordar todo lo que era importante. La única luz en la habitación era la que venía de una farola de la calle que estaba debajo de su ventana y que otorgaba un resplandor amarillo a algunos rincones. Parecía que preparaba la maleta para irse de vacaciones; le preocupaba olvidarse algo importante. Salvo que en esta ocasión lo que temía olvidar no era un bañador o el pasaporte.
El simple hecho de vestirse para asesinar le producía un torrente de paroxismos de miedo en su interior. Contraía las manos y respiraba con rapidez. Tenía la garganta seca y le daba la sensación de que tenía un tic en el párpado derecho.
Se preguntaba adónde habían ido a parar todas sus bravuconadas, su seguridad y su fanfarronería. Le parecía que había sido tan categórica con la idea de asesinar al Lobo Feroz hacía mil años y en un país totalmente diferente. Ahora, cuando tal vez tenía un nombre, una dirección y de pronto se había convertido en algo más que una difusa amenaza, su seguridad se evaporaba. Se sentía como una niña pequeña que tiene miedo a la oscuridad. Tenía ganas de llorar.
Una inmensa parte de su ser intentaba persuadirla de que sería más inteligente quitarse la indumentaria de matar y esconderse bajo la colcha de su cama y esperar pacientemente a que el Lobo viniese a por ella. Venció este deseo, recordándose que las otras dos pelirrojas contaban con ella.
Aunque la idea de que esta noche podía ser de ayuda se desvanecía rápidamente en su interior, sustituida solo por la ansiedad y la duda.
Jordan se dirigió a la puerta pensando que esta podría ser la última noche de su vida tal como había sido hasta entonces. Se trataba de una de las sensaciones más agobiantes que había experimentado jamás: era como si durante todo el tiempo que el Lobo la había seguido se hubiese acostumbrado a un miedo determinado y esta noche prometía sustituirlo por uno totalmente distinto pero igualmente difícil de manejar. Quería gritar. Pero en lugar de gritar escuchó detenidamente para asegurarse de que ninguna de las chicas del dormitorio estaba despierta o estudiando o que se hubiese levantado para ir al baño.
En algún momento todos los alumnos del colegio habían salido a hurtadillas del dormitorio a deshoras, desacatando normas estrictas y arriesgándose a ser expulsados. «Nadie —pensó— ha hecho jamás esto por la razón que yo lo tengo que hacer.» Nada de una cita nocturna con un chico. Ni una juerga nocturna de drogas y alcohol. Nada de novatadas sádicas a los alumnos de primero. Esto era algo distinto.
El silencio y el sigilo que empleó eran los mismos. Pero las similitudes acababan ahí.
Apoyó la mano en la manilla de la puerta y pensó que la abría y que una nueva Jordan daría el paso al exterior, a un mundo completamente diferente. La vieja Jordan se quedaría allí para siempre.
Salió de la habitación con cuidado. Las zapatillas amortiguaban sus pasos y caminaba con suavidad, temerosa de que los viejos tablones del suelo rechinasen y crujiesen de forma reveladora.
A cada paso, la persona que una vez fue iba desapareciendo tras ella. Era igual que dejar una sombra atrás.
Cuando consiguió salir lentamente por la puerta principal, la recibió un aire frío. Tiritaba mientras se quitaba las zapatillas de ballet y se ataba los cordones de las zapatillas de correr. Aunque notaba el sudor en las axilas, el frío intenso era casi insoportable mientras se dirigía a su encuentro con las otras pelirrojas. Jordan temía congelarse si se quedaba quieta, así que echó a correr a través de la noche.
La salida de Sarah del centro de acogida fue igual de sigilosa; su problema era lograr pasar por delante del guarda de seguridad nocturno —una voluntaria de una de las facultades de la zona que llegaba a las nueve y se quedaba con ojos de sueño hasta el cambio de turno de la mañana, cuando llegaba un policía retirado con café recién hecho y donuts—. El problema, según Sarah, era salir sin ser vista por alguien inclinado sobre un montón de libros de texto que aprovechaba el opresivo silencio para estudiar. A los voluntarios nocturnos, un grupo de jóvenes de apenas veinte años, siempre se les decía que pecasen de prudentes. Cualquier altercado, cualquier cosa que se saliese de lo normal, podía acabar en una llamada a la directora del centro o quizás a la comisaría local.
Así que Sarah esperó más de una hora escondida en el descansillo de la segunda planta, sabiendo que al final la joven se levantaría para estirarse, o para ir al lavabo, o para dirigirse al despacho de al lado y servirse una taza de café o simplemente apoyaría la cabeza en los libros para dar una cabezadita.
El revólver de su marido estaba en la talega junto con la ropa. Pero en ese momento iba vestida exactamente igual que Jordan, incluidas las zapatillas de ballet que amortiguaban el ruido. Karen también debía llevar el mismo atuendo.
Sarah ni siquiera miró el reloj. Quería rezar alguna oración que hiciese que alguien fuese al lavabo. Notaba todo el cuerpo rígido por la expectación.
Se lamió los labios, de repente los había notado secos y agrietados. Se sintió avergonzada, tonta. Todos sus pensamientos se habían dirigido a lo que harían cuando las tres llegasen a lo que creían era la casa donde vivía el Lobo Feroz.
En ese mismo instante, estuvo a punto de reírse a carcajadas. Reprimió las ganas. No era por algo gracioso, sino más bien la acumulación de miedo.
«Somos imbéciles, lo hemos entendido todo al revés —pensó—. Es el Lobo quien va a los tres cerditos y les derriba las casas soplando, salvo la del más listo, porque la había construido de piedra y ladrillo.»
«Cuento equivocado.»
No se le había ocurrido que el primer problema podía ser insalvable; sencillamente salir y entrar de un lugar diseñado para mantener a las personas protegidas y escondidas. De pronto sintió que se encontraba en una cárcel extrañísima.
Oyó a alguien abajo que arrastraba los pies. Se inclinó hacia delante y escuchó.
A esto le siguió el ruido de cerrar un libro de golpe. Oyó: «Maldita esa, esto es imposible. Odio la química orgánica, odio la química orgánica, odio la química orgánica», repetido en un tono de enfado y de frustración.
Después de un par de segundos, la frase «odio la química orgánica» se convirtió en una incoherente canción inventada, unas veces cantada con voz aguda y otras en bajo profundo. Oyó pasos que cruzaban el vestíbulo. A continuación, oyó cómo se abría y se cerraba la puerta del lavabo y se lanzó escaleras abajo, de puntillas para no hacer ruido y apresurándose por salir a la calle antes de que la descubriesen. Era de vital importancia que todo el mundo pensase que la mujer que ahora se llamaba Cynthia Harrison estaba durmiendo en su cama.


41

Las tres pelirrojas esperaban en el coche de alquiler a unos cien metros de la casa. Tendrían que haberse dedicado a repasar los últimos detalles del plan, aunque de poco sirviese, pero más bien estaban enfrascadas en sus pensamientos. Faltaba poco para las tres de la mañana. Karen se había detenido en el lateral de la calle y había aparcado debajo de un roble grande. Jordan estaba en el asiento trasero, Sarah en el delantero. Karen colocó las llaves del coche en el suelo y se cercioró de que las otras dos sabían dónde las dejaba. A continuación, distribuyó tres pares de guantes quirúrgicos que, temblorosas, se pusieron. Los tres pares de ojos miraban arriba y abajo de la calle. Aparte de alguna que otra luz que algún vecino olvidadizo se había dejado encendida, la calle estaba oscura y dormida.
Las palabras estaban bajo mínimos. Ninguna de las tres pelirrojas confiaba en que la voz no le temblase, así que ahogaban las palabras lacónicamente. Parecía que cuanto más se acercaban al asesinato, menos había que decir.
—Dos puertas —dijo Karen—. Sarah y yo, por detrás, entramos. Jordan, si el Lobo intenta salir por la parte delantera, tienes que detenerlo. Cuando hayamos logrado entrar, te dejamos pasar.
Todas asintieron con la cabeza.
Ninguna de las tres dijo: «Si es que es el Lobo.» Aunque las tres tenían el mismo pensamiento.
Tampoco preguntó Jordan: «¿Cómo lo detengo exactamente?» o «¿qué quieres decir con “detenerlo”?». Y por último: «¿Qué pasa si escapa?» Preguntas todas ellas muy razonables esa noche. La incertidumbre se unía a la irreversibilidad; las tres pelirrojas habían entrado en una especie de extraño estado más allá de la lógica. Se hallaban en un cuento de su propia cosecha.
—Arriba y a la derecha. Tiene que ser la habitación de matrimonio. Ahí es donde vamos. Muévete deprisa. Estarán dormidos, de modo que tenemos el elemento sorpresa, aunque al entrar en la casa probablemente los despertemos.
—Supongamos... —empezó a decir Sarah, pero se interrumpió. De pronto se dio cuenta de que había cientos de «supongamos» e intentar anticiparlos todos era imposible.
La voz de Jordan sonaba entrecortada, débil.
—En A sangre fría, una vez dentro separan a la familia Cutter. ¿Vamos a...?
Ella también calló en mitad de la frase.
Ninguna de las tres había dicho las palabras allanamiento de morada, aunque eso era exactamente lo que planeaban hacer. El más despiadado de los delitos, el que ataca una de las convicciones más profundas de Norteamérica, la idea de que uno debe estar completamente seguro en su propia casa. Atracos de bancos, tiroteos desde vehículos, guerras entre bandas por narcotráfico, incluso parejas separadas que se divorcian a tiros, todos tenían una especie de lógica contextual. Un allanamiento de morada no. Generalmente el móvil eran fantasías extrañas de violaciones o de riquezas escondidas que nunca se materializaban. Era el tipo de delito que Jordan había estudiado los últimos días y que Sarah y Karen sabían que estaban a punto de llevar a cabo. Aunque, normalmente, en este tipo de crimen, según había aprendido Jordan, eran delincuentes, psicópatas, los que atentaban contra la seguridad de personas completamente inocentes. Esta noche era al revés, eran los inocentes los que allanaban la casa de un Lobo. Aunque el caso parecía ser tal dentro del coche, supuso que en algún lugar en el exterior, en el frío, todos los papeles podían dar un giro de ciento ochenta grados.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Karen.
—Respuestas —repuso Sarah tosiendo—. Vamos a intentar conseguir respuestas.
Las tres pelirrojas se deslizaron fuera del coche como si fuesen tinta negra derramada, arrugas en la noche. Se subieron las capuchas, se ajustaron los pasamontañas y se dirigieron con rapidez hacia la casa. Un perro ladró desde el interior de una casa vecina. Las tres pelirrojas tuvieron el mismo pensamiento aterrador: «Supón que tiene un perro. Un pitbull o un doberman dispuesto a defender a su dueño.» Ninguna expresó su preocupación. A Karen le pareció que cada paso que daban ponía de relieve lo poco que sabían sobre el hecho de cometer un delito, en especial, uno tan grave como el que iban a cometer.
Cada una de las tres pelirrojas quería coger a las otras dos, detenerlas en mitad del allanamiento y decir: «¿Qué diablos estamos haciendo?» En realidad, ninguna lo dijo; era como si las tres rodasen de bruces por una colina empinada y no hubiese nada donde agarrarse y detenerse.
A Pelirroja Uno se le revolvió el estómago.
Pelirroja Dos estaba mareada por las dudas.
Pelirroja Tres se sintió débil de repente.
Las tres estaban casi paralizadas por la tensión mientras avanzaban sigilosamente en la noche. El aire frío no ayudó mucho a disipar el calor de la ansiedad. Les parecía que todo lo que les había pasado las había, de alguna manera, empequeñecido.
En la parte delantera de la casa, Karen hizo gestos rápidos indicando los arbustos adyacentes a la puerta principal. Jordan se agachó, escondiéndose lo mejor que pudo. Las otras dos pelirrojas perfectamente sincronizadas se deslizaron alrededor del contorno de la casa, en dirección a la parte trasera.
De pronto, el hecho de encontrarse sola en medio de la noche estuvo a punto de acabar con Jordan. Estaba pendiente de algún ruido, temerosa de que su respiración se oyese tanto que despertase a los habitantes de la casa, despertase a los vecinos, despertase a la policía y a los bomberos. En cualquier momento, esperaba verse rodeada de sirenas, de luces intermitentes y de voces ordenándole que se incorporase manos arriba.
Poco a poco abrió la cremallera de la talega intentando hacer el menor ruido posible. Sacó el cuchillo y lo sujetó con fuerza.
Ya no pensaba que tuviese la fuerza necesaria para empuñarlo. La ferocidad que le había parecido tan fácil y natural unos días atrás, ahora le resultaba imposiblemente difícil. Parecía como si la atleta Jordan, más rápida que las otras Jordans, la Jordan más fuerte que cualquier otra jugadora del equipo; la Jordan más lista, más guapa, la Jordan de la que se burlaban y a la que tomaban el pelo, hubiesen desaparecido en ese momento de espera, sustituida por una Jordan extraña que ella no reconocía y en la que ciertamente no confiaba. Si hubiese sabido alguna oración, hubiera rezado en ese momento. En lugar de rezar, se agachó al lado de los escalones delanteros, su atuendo negro perfectamente confundido con la noche como si se tratase de la pieza de un rompecabezas, los músculos se contraían y estremecían, y ella esperaba que esta Jordan nueva e irreconocible fuese capaz de reunir la ira necesaria llegado el momento.
«Romper la ventana. Alcanzar el interior. Abrir el cerrojo. Atacar.»
El plan de Karen no tenía muchas sutilezas. En las películas, siempre parece sencillo: los actores están tranquilos, son inteligentes, no muestran prisas, toman decisiones acertadas y se comportan con una fácil determinación.
«La vida no es tan sencilla —pensó—. Todo conspira para ponerte la zancadilla. Especialmente la persona que uno es. Y esto no es lo que nosotras somos. Yo soy una médica, por el amor de Dios. No soy una artista del allanamiento. Y no soy una asesina.» Sujetó el mazo de goma en la mano, preparándose para hacer añicos el cristal y entrar en la casa, pero entonces Sarah le sujetó el brazo bruscamente, justo en el momento en que Karen había iniciado su furioso swing de retroceso. Karen oyó la rápida y profunda respiración que la joven arrebataba al frío de la noche. Se volvió hacia ella preguntándose qué la había hecho actuar de forma tan precipitada.
Sarah no dijo nada, se limitó a señalar a su derecha. En la ventana, que supusieron era la de la cocina, había una pegatina. Un escudo estampado con las palabras: Protegida por Ace Security.
A Karen le dio vueltas la cabeza. No se le escapó la sencilla ironía: se trataba de la misma empresa que había contratado para que le instalasen el sistema de alarma en su casa, después de haber recibido la primera carta del Lobo Feroz.
Dudó. Después susurró:
—Bueno, esto es lo que va a pasar. Entramos. Se dispara una alarma silenciosa en la sede central de la empresa. Esta llama al propietario de la casa, que tiene que contestar con una señal predeterminada que indica que están bien, que es un error o que hay problemas, en ese caso la empresa llama a la policía, que se presenta en un par de minutos.
Sarah asintió con la cabeza. Las dos pelirrojas se quedaron bloqueadas un segundo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sarah.
—No lo sé —repuso Karen. De pronto era consciente de que cada segundo que permaneciesen en el exterior, cada momento que dejaban a Jordan en la parte delantera, los riesgos aumentaban de forma exponencial. Era como observar en el laboratorio células peligrosas que se deslizan para unirse y se convierten con cada segundo que pasa en células mayores y más complejas.
—Decídete —dijo Sarah—. Seguimos o nos vamos.
Una ira lenta y abrasadora arraigó en Karen. «Si salimos corriendo, puede que corramos hacia la muerte. Quizá no esta noche. Quizá mañana. O pasado mañana. O la próxima semana. O el mes que viene. Nunca sabremos cuándo.»
Aspiró el aire frío de la noche.
—¿Tienes la pistola? —preguntó.
—Sí.
—Bien. En cuanto entremos ve hacia el dormitorio. Yo iré detrás. Abriré a Jordan. Y Sarah...
—¿Qué?
—No dudes.
Sarah asintió con la cabeza. «Fácil de decir. Difícil de hacer.»
Quedó sin decir a qué se refería con «no dudes» y qué tenía que hacer. «¿Matarlos a los dos? ¿Empezar a disparar? ¿Y si no es el Lobo?»
Karen sabía que si esperaba un segundo más, el pánico sustituiría a la determinación. Cogió el mazo y lo balanceó con fuerza.
En la parte delantera, Jordan oyó el tintineo del cristal al romperse. Si segundos antes había pensado que su respiración era atronadora, este ruido le pareció como una violenta explosión. Retrocedió, aferrándose a los bordes de las sombras como el abrazo de una persona al ahogarse.
Una esquirla perdida desgarró la sudadera de Karen. Por un momento pensó que le había hecho un corte en el brazo y emitió un sonido gutural ahogado que le salió de lo más profundo del pecho. Imaginó que la sangre oscura de las arterias corría por la sudadera y esperaba que un rayo de dolor la alcanzase. Esto no sucedió, cosa que le pareció un misterio. Ni siquiera tenía un rasguño. Pasó el brazo por la ventana rota y descorrió el cerrojo. En un segundo abrió la puerta de un empujón.
Sarah la adelantó. Corrió hacia delante, la linterna en una mano y la pistola en la otra. El pequeño rayo de luz se movía como loco de un lado a otro mientras ella corría por la casa.
«Arriba y a la derecha. Arriba y a la derecha.»
Sarah no estaba segura de si esto lo pensaba, lo decía en voz alta, lo gritaba o lo cantaba. Se lanzó hacia delante, agarró la barandilla y subió la escalera a saltos.
Karen se dirigió a la puerta principal y tanteó la cerradura. Tardó un segundo en abrirla.
—¡Jordan, ya! —susurró con la mayor intensidad posible.
Jordan estaba agachada a un lado, oculta en la oscuridad. La noche parecía zarcillos que la envolvían con tanta fuerza que la inmovilizaban. Notaba que le daba órdenes a los músculos pero no respondían. Entonces, como si estuviera flotando por encima de ella, mirando hacia abajo como una figura espectral, vio a la extraña Jordan que se levantaba, a punto de tropezar con los escalones, y entraba en la casa tambaleándose. Se agarró a Karen para evitar caer.
Karen ayudó a incorporarse a la más joven de las tres Pelirrojas, cerró de golpe la puerta principal tras ellas y saltó a las escaleras que subió a toda prisa intentando alcanzar a Pelirroja Dos.
No hacían mucho ruido.
Pero fue suficiente.
Arrancado por los ruidos del allanamiento del difuso territorio entre sueño y realidad, el Lobo Feroz sintió un abrasador rayo de miedo que le partía el corazón. Se incorporó en la cama, su respiración de repente convertida en jadeos superficiales, y lanzó un puñetazo al aire negro, golpeando a un terror desconocido e invisible, cortando las palabras en una especie de grito animal, sin saber si estaba atacando a una pesadilla o a algo real pero fantasmagórico. A su lado, su esposa emitió un grito que más parecía un gorjeo que un grito propiamente dicho. La señora de Lobo Feroz sintió que se le cerraba la garganta, como si alguien la ahogase.
La puerta del dormitorio se abrió y una figura —en la oscuridad no podían distinguir si era humana, pues era una forma que se confundía con la noche— se lanzó hacia ellos. Rayos de luz cortaban la oscuridad de un extremo a otro de la habitación, mientras Sarah agitaba la linterna hacia delante y hacia atrás.
Levantó la pistola, intentando recordar todo lo que la directora del centro de acogida le había enseñado.
«Utiliza ambas manos.»
«Quita el seguro.»
«Aguanta la respiración.»
«Apunta con cuidado.»
«Haz que todo disparo cuente.»
Tiró la linterna al suelo para poder coger la pistola como le habían enseñado y la pareja que tenía delante, en la cama, desapareció en sombras grotescas. Pensó que gritaba: «¡Mátalo!» «¡Mátalo!», pero de nuevo no oía las palabras ni siquiera sentía que los labios se moviesen y pronunciase algún sonido. En ese momento de duda, un impacto naranja y rojo explotó en sus ojos cuando el hombre al que quería disparar le golpeó el rostro con un salvaje gancho. El Lobo, todo él instinto de lucha, se había lanzado contra Sarah, golpeándola de lado, mientras la señora de Lobo Feroz había retrocedido.
Sarah se tambaleó y mientras se tambaleaba un segundo puñetazo la golpeó en el pecho y la dejó sin respiración. Rebotó contra una cómoda, salió despedida de lado y cayó encima de la cama. De repente, notó cómo una mano agarraba la pistola. Solo sabía que tenía que luchar, pero cómo hacerlo era algo que se le escapaba. Su único pensamiento era: «¡No la sueltes! ¡No la sueltes!» Se retorcía, daba vueltas y sentía que los pies se deslizaban mientras caía por el borde de la cama y golpeaba el suelo, un repentino peso encima de ella y uñas afiladas arañándole la cara como si intentase arrancarle el pasamontañas.
Detrás de ella, otras dos sombras negras irrumpieron en la habitación. Karen llevaba el bastón en la mano y lo balanceaba descontrolada e ineficazmente. Golpeó una lámpara de la mesilla e hizo añicos la porcelana. Un segundo golpe sin control se estrelló contra las baratijas que había sobre una cómoda y que salieron volando.
La oscuridad engañaba a todos.
El Lobo Feroz y su señora luchaban de forma salvaje, desesperada. Los dos daban patadas, mordían, golpeaban, utilizaban los dientes, los puños, los pies. La ropa de cama acabó amontonada en el suelo. La estructura de madera de la cama crujía bajo el frenesí. La señora de Lobo Feroz había agarrado la pistola que sujetaba Sarah con las manos, luchando de un lado a otro, intentando frenéticamente que la soltase. Apenas comprendía qué era, solo sabía que era algo que los podía matar y que debía cogerlo y no soltarlo. Como animales, solo conscientes de que del sueño habían pasado a luchar por sobrevivir, peleaban con encarnizamiento.
El Lobo Feroz saltó y cruzó la negra habitación hasta Karen. Le dio un puñetazo en la oreja. La cabeza le daba vueltas. Otro golpe se estampó en el diafragma y la doctora sintió cómo se rompía una costilla y un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Esperaba un tercer golpe, uno que la dejase inconsciente y balanceando el bastón desesperadamente lo notó crujir contra piel y huesos y oyó un grito de dolor, pero no estaba segura de si provenía del remolino contra el que luchaba o de sus propios labios.
Un repentino y fuerte aullido atravesó la habitación. Jordan había atacado al Lobo Feroz con su cuchillo y le había alcanzado en el brazo cuando lo llevaba hacia atrás para golpear a Karen. Con un rugido de dolor, el Lobo Feroz agarró a Karen y la lanzó con saña contra Jordan, la menor de las pelirrojas chocó contra la pared y su cabeza se estrelló contra una fotografía enmarcada que se hizo añicos con un estallido.
El Lobo peleó; ahora ya sabía que había un bastón, un cuchillo y una pistola, aunque su mujer parecía tener agarrada esta última. La única luz que había en la habitación provenía de la linterna abandonada que había rodado inútilmente a una esquina, de manera que la pelea tenía poco de organizada y ninguna lógica, no era más que sangre, golpes e intentar ganar y sobrevivir en la oscuridad y la sombra.
Todavía no sabía contra quién luchaba. Si hubiese tenido un segundo para reflexionar, hubiese percibido tres formas, todas femeninas y tal vez esto le hubiese clarificado la aritmética del forcejeo. Pero los golpes que le llovían, el dolor del corte en el brazo y el susto de pasar del sueño a un ataque mortal conspiraban para dejar de lado la lógica. Lo único en lo que era capaz de pensar era en coger el cuchillo de caza que tenía en el escritorio de su despacho en la planta baja y de alguna manera lograr igualar la pelea.
Apartó a Karen de un empujón, lanzándola contra la misma pared donde Jordan yacía desplomada. Se lanzó contra las dos figuras —su mujer y una sombra— enzarzadas en el forcejeo por la pistola. Se estrelló contra las dos sin saber qué cuerpo era de quién, aporreando todo cuerpo que notaba. En la confusión, el Lobo Feroz oyó el ruido distintivo del arma al quedar libre y caer al suelo. La buscó a tientas pero no la encontró.
Y, de repente, le tiraron la cabeza hacia atrás con ensañamiento. Notó la hoja de un cuchillo en el cuello.
Las palabras parecían provenir del inconsciente.
—Si te mueves, te mato.
Jordan estaba detrás de él, casi sentada a horcajadas, con una mano le sujetaba la frente y con la otra empuñaba el cuchillo, como un granjero listo para sacrificar a un animal para la cena.
Su primer impulso fue lanzarse hacia delante. La presión del cuchillo lo disuadió.
Y en ese momento sonó el teléfono.


42. «Qué ojos tan grandes tienes, abuelita...»

Al principio, la insistencia del teléfono resultaba completamente extraña, una inyección de prosaica normalidad en una situación que no tenía ninguna. Interrumpió la pelea, todos se quedaron inmóviles en sus posiciones, como en un juego infantil.
Fue Karen la que enseguida comprendió la importancia del timbre del teléfono. Había que contestarlo sin demora. No se le ocurrió contestarlo ella.
Con frenesí, cogió la linterna de la esquina donde había caído y la enfocó a los ojos del Lobo Feroz.
—¡Contéstalo! —gritó. Era imposible, pues estaba clavado al lado de la cama, de rodillas en el suelo, entre Jordan y su cuchillo de filetear. El teléfono estaba en una mesita de noche al otro lado de la habitación.
Cada timbrazo sonaba más fuerte. Karen enfocó la linterna a la señora de Lobo Feroz, que estaba entrelazada con Sarah.
—¡Contesta! —gritó otra vez. Levantó el bastón con gesto amenazador, como si estuviese lista para aplastarle el cráneo a la mujer, pero incluso en la oleada casi de pánico que Karen sintió que le recorría el cuerpo, sabía que contradecía el propósito de la amenaza.
»Es la empresa de seguridad. ¡Contesta el puto teléfono!
Sarah, que de repente comprendió la urgencia, empujó a la señora de Lobo Feroz para levantarla y enviarla al teléfono, como una serpiente que se quita la piel vieja. La pistola, que yacía cerca, debajo de una cómoda, medio escondida entre sábanas y mantas tiradas en el fragor de la pelea de la habitación, de pronto parecía menos importante, aunque Sarah la cogió, reclamándola para sí. Ella también apuntó el arma a la señora de Lobo Feroz.
La señora de Lobo Feroz dudó. Abrió los ojos como platos cuando los fijó en la hoja del cuchillo en el cuello de su marido, ignorando el cañón de la pistola que le apuntaba a ella. Él consiguió hacer un pequeño gesto de asentimiento y ella se lanzó a través de la cama y agarró el auricular.
—¿Diga? —dijo con voz temblorosa.
—Aquí el Servicio de Seguridad Acer. Se ha disparado la alarma silenciosa de la casa. ¿Es usted la propietaria?
La señora de Lobo Feroz tartamudeó, en un intento de recuperar el aliento y responder a la vez.
—Sí, sí. La alarma, ah, qué...
—Su sistema de alarma indica una intrusión.
Sujetó el teléfono cerca de la oreja, pero los ojos miraban a su marido.
—¿Una intrusión?
—Sí. Un allanamiento.
—Estábamos dormidos —repuso. Pensaba lo más rápido posible—. Acaba de despertarnos. El timbre del teléfono nos ha dado un susto tremendo. Tenemos un cachorro nuevo —mintió—. Puede que él haya hecho saltar la alarma. ¿Me da un segundo para comprobarlo?
—Tiene que darme su código de seguridad —repuso con brusquedad la voz al otro lado del teléfono.
—Bueno, déjeme comprobarlo —repitió—. No tardaré más de un par de segundos. Tengo que ir a la planta baja. Sé que anoté el código y lo puse en el cajón de...
De nuevo volvió a mirar a su marido, buscando indicaciones.
Pero fue Karen quien susurró una interrupción.
—Si no le das el código adecuado, si no lo haces ahora mismo, llamará a la policía. No pasa nada —dijo esbozando una fugaz sonrisa de suficiencia—. Podemos esperar todos tranquilamente a que se presente la policía. Después, de buena gana les explicamos todo. Piénsalo: ¿es eso lo que quieres?
La pregunta estaba dirigida al Lobo Feroz.
El lado de Karen, que parecía cruel de pronto, encontró la situación deliciosa. «Bueno, señor Lobo Feroz, señor Asesino, señor Quienquiera que sea, ¿quiere explicar a algún policía sorprendido lo que sucede aquí esta noche?»
Esbozó una sonrisa falsa mientras hablaba en un tono quedo, iracundo. Se sentía al borde de un salvajismo total. Karen la humorista y Karen la doctora habían sido reemplazadas. No sabía si las otras dos pelirrojas habrían sufrido transformaciones parecidas.
—Querrán saber exactamente por qué tres mujeres que no se conocen entre sí han escogido esta noche para unirse y allanar esta casa. No una casa elegante, en la que hay dinero o joyas o valiosas obras de arte, porque te aseguro que no estamos aquí para robar nada. Esta casa en concreto. Una mierda de casa mediocre, ¿verdad? Y escucharán la historia que les explicaremos nosotras tres y les costará muchísimo creérsela. Pero eso solo hará que sientan mucha más curiosidad. Y entonces tendrán que hacerte algunas preguntas. Y serán preguntas difíciles. ¿Quieres responder a sus preguntas? ¿Es eso lo que te apetece hacer esta noche?
Abrió los ojos como platos.
—Entonces, si no eres el Lobo —prosiguió Karen con lentitud—, por favor, dales la respuesta de emergencia. Haz que venga la policía lo más rápido posible y que se nos lleve esposadas. Pero si eres...
Levantó el brazo, se quitó la capucha negra y apareció el pelo pelirrojo. Las otras dos pelirrojas hicieron lo mismo.
En el teléfono. La señora de Lobo Feroz dio un grito ahogado.
El Lobo dudó. Seguía notando la hoja del cuchillo que le hacía cosquillas en el cuello. Veía el miedo en los ojos de su esposa. Intentaba revisar sus opciones y solo se le ocurrió una. Ganar tiempo. Y esto no incluía una conversación con la policía. Puede que la policía local fuese ineficaz e incompetente, pero no tanto.
—Dale el código —masculló con enfado—. Diles que estamos bien. Que ha sido el perro que no tenemos, lo que has dicho antes.
La señora de Lobo Feroz apartó la mano del auricular.
—Estamos todos bien. Bien. Ha sido un error. El perro la ha disparado —repitió con cuidado—. Nuestro código para indicar que todo está bien es Inspector Javert. Jota, a, uve, e...
—Gracias —repuso la voz—. Un código interesante. Muy literario. Vi Los miserables el año pasado en Broadway. Le conecto de nuevo la alarma desde aquí.
La señora de Lobo Feroz dejó el auricular en su sitio.
—Ahora deberíamos matarlos a los dos —dijo Jordan. Las palabras que salieron de sus labios la sorprendieron. La Jordan débil y asustada que esperaba en el exterior había sido relegada y sustituida por una Jordan asesina, violenta e implacable. Había sucedido en cuestión de segundos. Pensó que tal vez el contacto físico había provocado que se liberara dentro de su ser. Que te golpeen contra una pared puede dejar al descubierto recursos ocultos que rara vez se necesitan. Pese a todo, sintió que la invadía un impulso frío y asesino y movió ligeramente la hoja del cuchillo hacia delante y hacia atrás, rasgando superficialmente la piel del Lobo Feroz, de forma que un hilo de sangre empezó a caerle por el pecho y le manchó la camisa del pijama.
Jordan se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en el Lobo Feroz, de manera que sus labios estaban cerca de su oreja.
—Pensabas que sería al revés, ¿no? Pensabas que serías tú quien me pusiese un cuchillo en el cuello, ¿eh? Y luego, ¿qué pretendías hacer?
No respondió. Una expresión de rabia le cruzó el rostro, apenas lograba contener su ira. Quería ponerle las manos en su cuello. En cualquier cuello. Pero estaba inmovilizado.
Sarah se arrodilló con dificultad. Sujetaba la pistola con las dos manos, apuntándole. Estaba frente al Lobo y el cañón del arma le apuntaba directamente a los ojos aproximadamente a cuarenta centímetros de distancia. Pensó: «Aprieta el gatillo y terminarás con todo lo que antes conformaba tu vida. Vuelve a empezar en este mismo instante y la nueva Sarah estará a salvo para siempre.» El Lobo estaba encajonado entre las dos pelirrojas. La pistola y el cuchillo formaban un paréntesis mortal.
—Pensaba que habías muerto —dijo el Lobo decepcionado.
—Fui a tu funeral —añadió la señora de Lobo Feroz lastimeramente desde el otro lado de la habitación, donde de repente se había desplomado en la cama, rodeándose las rodillas con los brazos a la altura del pecho, como una niña infeliz. Hablaba en un tono quejumbroso como si esta artimaña fuese de alguna manera poco honesta e injusta.
—Estoy muerta —repuso Sarah con crudeza sin apartar la vista del Lobo.
Miró por el cañón de la pistola entrecerrando los ojos.
—Jordan tiene razón —añadió con frialdad—. Matémoslos a los dos ya.
—No, por favor —gimió la señora de Lobo Feroz. Un hilillo de sangre le caía por la comisura de los labios, en el punto donde había aterrizado un afortunado golpe de Sarah. Tenía el pelo encrespado en una maraña de nudos. Estaba pálida y la parte de Karen que seguía siendo doctora pensó que en cuestión de segundos la mujer había envejecido años. De repente se acordó de su corazón. «Puede ceder en cualquier momento. Le habremos provocado un infarto. ¿En ese caso sería un asesinato? ¿O justicia?»
La señora de Lobo Feroz se dirigió a Karen.
—Por favor, doctora, por favor... —se volvió hacia Jordan—, Jordan, eres una buena chica, tú no puedes...
—No, no lo soy —la interrumpió Jordan furiosa—. Puede que lo fuese en otro tiempo, pero ya no. Y sí que puedo. —No dijo lo que «puedo» implicaba en ese preciso instante. Empuñó el cuchillo con más fuerza.
—Espera —dijo Karen.
Las otras dos pelirrojas la miraron.
—Todavía no lo hemos averiguado todo.
Pelirroja Dos y Pelirroja Tres la miraron con expresión burlona.
—Antes de matarlos, necesito saberlo todo —agregó.
Sentía una frialdad en su interior. Parecía como si por primera vez desde que había recibido su carta, su vida empezase a centrarse. La claridad por fin empezaba a borbotear cerca de la superficie, donde quizá lograse atraparla. Se agachó, bajó la cabeza y la acercó a la del Lobo Feroz, para que su aliento lo envolviese.
—Abuelita, abuelita, qué ojos tan grandes tienes.
Rio con una dureza que no sabía que poseía.
—Esa es la pregunta. La recuerdas, ¿no? ¿Y te acuerdas de dónde proviene? De un cuento. ¿Qué te parece? Un maldito cuento que ninguna de nosotras había leído desde que éramos niñas. Es igual, la respuesta adecuada es: «Para verte mejor, Caperucita.»
«La cinta aislante es algo fantástico —pensó Karen mientras ataba las manos y los pies de la señora de Lobo Feroz con la cinta—. Adhesiva y práctica. Estoy segura de que los verdaderos criminales la usan de buena gana continuamente.»
Los dos lobos estaban uno al lado del otro en el sofá del salón, inmovilizados con la cinta gris. Parecían una pareja de adolescentes en su primera cita, no llegaban a tocarse. La señora de Lobo Feroz tenía dificultades para controlar sus emociones. Parecía que retumbaban en su interior de cualquier manera. A su marido, por otra parte, le embargaba una profunda ira. Apenas decía nada, pero sus ojos seguían a las tres pelirrojas como si imaginase a cuál iba a matar primero cuando consiguiese, por arte de magia, soltarse, coger un arma y, de forma extraordinaria, volver las tornas a las tres mujeres.
—Perfecto —exclamó Karen, mientras retrocedía y admiraba su obra.
Pelirroja Dos y Pelirroja Tres estaban unos pasos detrás de ella. Las dos empuñando su arma.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jordan.
Ninguna de las tres pelirrojas se había percatado del cambio de dirección que había tenido lugar en la casa. El Lobo Feroz era totalmente consciente de la diferencia. Entraba perfectamente dentro de su especialidad.
Se rio, brevemente.
—Habéis cometido un error —dijo. Levantó las muñecas atadas con cinta—. Un error mayúsculo, maldita sea.
—¿Qué error? —espetó Jordan.
El Lobo Feroz sonrió.
—No tenéis ni idea de asesinar, ¿verdad?
Las tres pelirrojas no le contestaron. Él no esperaba que lo hicieran.
—En una pelea, en defensa propia —el Lobo Feroz sermoneaba despacio, con voz queda y regular, lo que subrayaba su conocimiento—, puedes hacer casi cualquier cosa. Todo depende de lo desesperado que estés. Apuñalar a una persona con un cuchillo. Apretar el gatillo de una pistola. Machacarle el cráneo a tu oponente. Salvarte en la lucha cuerpo a cuerpo. Es muy sencillo defenderte cuando luchas. Cualquiera puede encontrar la fuerza para vencer y hacer todo lo que sea necesario en medio del calor, la sangre y la lucha.
Se reclinó un poco en el sofá.
—Pero ahora ya no estamos peleando. La batalla ha terminado. Habéis vencido. Pero en realidad no habéis vencido, porque ahora, para poder sobrevivir a esta noche, tenéis que matar. A sangre fría. Es un poco tópico, ¿no os parece? Pero las tres lo sentís, ¿no es así? ¿Alguna de vosotras cree que tiene esa fuerza? Una cosa es una pelea. Otra cosa es un asesinato.
Las tres pelirrojas callaban.
El Lobo Feroz se instaló en el sofá. No parecía asustado, ni siquiera muy disgustado por la situación.
—Una madre es capaz de matar para defender a sus hijos. Un hombre puede que sea capaz de hacerlo para defender su hogar y su familia. Un soldado lo hará sin pensar para proteger a sus camaradas. Pero eso no es lo que tenemos aquí esta noche, ¿o me equivoco? ¿Cuál de vosotras cree que puede ser una asesina?
Empezó a reírse. Karen estaba desconcertada, como si la carga psicológica del momento la hubiese abofeteado en la cara. Jordan se dio cuenta de que su respiración era superficial, casi dolorosa. «¡Pero hemos vencido!», se dijo. En ese momento de duda, Sarah pasó por delante de las otras dos pelirrojas con un estallido de energía.
—¿Crees que no podemos matarte? —preguntó Sarah casi a gritos. Cruzó deprisa la habitación y clavó el cañón de la pistola en la frente del Lobo Feroz. Su esposa gimió, pero él se limitó a sonreír burlonamente.
—Demuéstrame que me equivoco —le retó. Mantuvo la mirada clavada en los ojos de Pelirroja Dos, ignorando el riesgo que corría.
Sarah liberó el martillo del percutor. El dedo se tensó en el gatillo. Lo soltó con un gemido largo e iracundo.
Y entonces retrocedió.
—No es fácil, ¿verdad? —dijo el Lobo Feroz.
Enseguida volvió a apuntar la pistola a su frente.
—Soy capaz de hacerlo —repuso.
—Si fueses capaz, ya lo habrías hecho —contestó.
Pelirroja Dos y el Lobo Feroz se estremecieron un poco.
Karen y Jordan estaban seguras de que iba a apretar el gatillo. Y ambas estaban seguras de que no lo haría. Ideas totalmente contradictorias batallaban en su interior.
Karen fue quien habló primero.
—Sarah, apártate.
Transcurrió un segundo, después otro y Sarah bajó el percutor de su pistola y se apartó del Lobo.
—Veis, creéis que habéis logrado algo esta noche aquí. Sin embargo, no es así. No sabéis nada sobre asesinar mientras que yo lo sé todo y eso significa que vosotras siempre perderéis y yo siempre ganaré.
Volvió a sonreír.
—¿Queréis saber una cosa obvia para cualquiera que realmente sepa lo que es asesinar?
Las tres pelirrojas no respondieron, pero el Lobo Feroz prosiguió igualmente.
—No va a entrar por la puerta ningún leñador fortachón con su buena hacha. No hay una abuelita a salvo escondida en el armario lista para salir a abrazar a Caperucita. Esta historia solo tiene un final verdadero y es el único que siempre ha sido posible. El primer final.
Las tres guardaban silencio.
—Nunca podréis salvaros. No una vez que yo haya empezado.
El Lobo se recostó. Sonrió.
—Sois inteligentes —prosiguió el Lobo Feroz. Su tono de voz era casi amable. Tenía esa especie de familiaridad de las bromas entre viejos amigos que se encuentran de forma inesperada—. Por eso os elegí, para empezar. Y las tres sois lo bastante listas como para saber que esta noche no tenéis escapatoria. Nunca debisteis haber venido. Tendríais que haberme dejado hacer lo que fuese que iba a hacer. O tal vez deberíais habernos asesinado a los dos arriba. Tal vez podríais haberlo hecho. Y tal vez, como dice Pelirroja Dos, incluso me podáis matar ahora. Tal vez, pero solo tal vez, estéis tan enfadadas y asustadas. Pero ¿sois capaces de matar a mi esposa? —Hizo un gesto con la cabeza señalando a su esposa—. Porque ella es inocente. Ella no ha hecho nada.
El Lobo Feroz se encogió de hombros.
—Para eso sí que se necesita una maldad especial. Matar a alguien simplemente porque está en el lugar adecuado en el momento equivocado. ¿Creéis que tenéis esa capacidad? ¿Sois capaces de ser tan malvadas?
A Karen le daba vueltas la cabeza. Era como si alguien hubiese impregnado la habitación de algún perfume que le impidiese pensar con claridad. Pensaba que todo lo que el Lobo decía era cierto. Nunca serían libres. «Asesinarlo y vivir siempre con la culpa. Perdonarle la vida y preguntarse siempre si las seguiría de nuevo. Asesinar a la mujer y somos igual que él.» Este pensamiento casi le produjo náuseas. A su lado, la mano de Sarah se contrajo. La pistola que sujetaba le resultaba de pronto increíblemente pesada y no estaba segura de tener la fuerza necesaria para seguir empuñándola. Ni siquiera estaba segura de que le quedasen fuerzas para apretar el gatillo. Parecía como si toda la energía de sus músculos se hubiese evaporado. Jordan se apoyó en la pared. Se hacía preguntas que no tenían respuesta.
Y en ese momento de debilidad para las tres pelirrojas, la señora de Lobo Feroz soltó:
—Solo es un libro. Es el libro que está escribiendo. Nadie tiene que morir esta noche.
«Todos los escritores necesitan historias —pensó Karen—. Las roban de sus propias vidas y de las vidas de las personas que los rodean. Las roban de sus familias y de sus amigos. Las roban de la historia y de los acontecimientos actuales. Las roban de los artículos de prensa y de las conversaciones que escuchan por casualidad y a veces incluso se las roban unos a otros.»
En ese instante oyó gritar a Jordan.
Era una mezcla de grito y de chillido, el sonido que una persona que se haya cortado accidentalmente profiere por la sorpresa y el susto. Los ojos de Karen se dirigieron inmediatamente al Lobo Feroz, que gruñó, y cuya imperturbable apariencia de indiferencia se empezaba a desvanecer. «Lo sabe», pensó.
—Ve tú —indicó Sarah. Hizo un gesto con la pistola en dirección a la explosión de Jordan. Sarah estaba sentada en el suelo enfrente de los dos Lobos, la espalda apoyada en la pared, la pistola sobre las rodillas que se había llevado al pecho.
Karen oyó que Jordan gritaba: «¡Aquí dentro!», y siguió el sonido de la voz, que parecía temblar con una nueva tensión. Cuando entró en la habitación oyó los sollozos de Jordan.
«Algo sucede —pensó—. Pelirroja Tres es fuerte. Ha sido fuerte desde el principio.»
Lo primero que vio fueron las lágrimas que resbalaban por su rostro. La adolescente era incapaz de decir nada. Se limitaba a señalar la pared.
No había tardado mucho en encontrar la puerta cerrada del despacho. Tampoco había sido difícil encontrar la llave; una de ellas se encontraba en el llavero del Lobo Feroz que estaba colgado al lado de la puerta principal.
Entonces entró en el despacho y vio lo que allí había acumulado y perdió el control.
Fotografías. Horarios. Perfiles. Un cuchillo de cazador.
Un estudio detallado de la vida de las tres.
Y la forma en que iba a acabar con ellas.
Karen se vio fumándose un cigarrillo a escondidas. Vio a Jordan en la cancha de baloncesto. Vio a Sarah en la puerta de una licorería. Imagen tras imagen, amontonadas una encima de otra, formaban el montaje de una obsesión mortal. Pero lo que vio que superaba el impacto que le habían provocado sus respectivas historias personales fue la energía que había invertido en crear todo lo que se encontraba en las paredes. Era como si las tres pelirrojas estuviesen de pie desnudas en el despacho del Lobo Feroz. Era una profunda violación de su intimidad. Era como si nunca hubiesen tenido un momento de privacidad, él había estado cerca cada segundo, pero ellas no lo habían sabido.
Le abrumaba el tiempo y la dedicación a la muerte. Sintió que las rodillas le flaqueaban y se arrodilló, como un suplicante en una iglesia.
—¿Qué pasa? —gritó Sarah desde la otra habitación.
—Somos nosotras —susurró como respuesta.
A Jordan le embargaba la ira. Cogió a Karen de los hombros y la levantó, zarandeándola.
—¡Tenemos que matarlo! —exclamó con voz ronca—. ¡No nos queda otra opción!
Karen no contestó. Lo único que podía pensar era: «¿Cómo podemos salir impunes? Él es el asesino. No nosotras.»
Dejó caer el hombro bruscamente. Jordan la soltó y con un angustiado grito de ira, saltó de pronto hacia las paredes y empezó a arrancar todas las fotografías. Arrancó todos los horarios y todos los perfiles de sus vidas. Arañaba todo elemento del mural que tenía ante sí. Los fragmentos de papel volaban a su alrededor. Sollozaba con sonidos guturales, pero Karen no conseguía entender las palabras.
Extendió el brazo para detener a Jordan, pero dudó. «Destrúyelo todo», pensó de pronto. Y se sumó a la tarea, arrancando fotografías y rompiéndolas en trozos diminutos, para después tirarlos por la habitación, como si al destrozar todo lo que el Lobo había construido para matarlas, lograsen de alguna forma liberarse.
Mientras Jordan golpeaba sin sentido la exposición y tiraba por el despacho los fragmentos del diseño de sus muertes, Karen se giró y vio el ordenador y las páginas de un manuscrito en el escritorio debajo de un álbum de recortes encuadernado en piel. Cogió el bastón y se disponía a hacer añicos la pantalla cuando Jordan dijo:
—Espera.
Se detuvo en mitad del movimiento.
—Si todo esto está ahí —añadió, señalando los trozos de lo que había en la pared—, ¿crees que todavía hay más ahí? —Jordan señaló el ordenador.
Karen asintió con la cabeza. Levantó el bastón por segunda vez.
—¿Qué más? —preguntó Jordan.
Y en ese momento, Karen encontró la respuesta.


43

Karen dispuso tres objetos delante del Lobo Feroz. Si hubiese podido extender el pie, los podría haber tocado con los dedos.
«Su ordenador.»
«Su manuscrito.»
«Su álbum de recortes.»
No dijo nada. Solo quería que el Lobo Feroz mirase esas cosas durante unos minutos y que digiriese lo que podría hacer con ellas.
Se revolvió en su asiento.
«¿Alguien ha pasado alguna vez una noche así con un asesino en serie?», se preguntó Karen durante un instante. Sospechó que la respuesta era negativa.
Esbozó ante el Lobo Feroz una sonrisa socarrona que esperó le intranquilizase todavía más. En sus adentros, se advertía: «Presiona. Pero no en exceso. Actúa, pero no sobreactúes. La facultad de Medicina no me enseñó nada sobre teatro. Lo he tenido que aprender sola.» Se preguntó si algún humorista se había encontrado alguna vez frente a un público tan hostil como el que tenía ante sí esa noche.
Dejó a Pelirroja Dos y a Pelirroja Tres delante de los lobos sin decirles tampoco nada mientras iba a la cocina y después al baño. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba: bolsitas de plástico. Tijeras. Un cuchillo grande del pan. Bastoncitos de algodón. Un rotulador negro.
Cuando volvió al salón parecía que regresaba de una extraña salida de compras. Sonreía, pese a que sentía las punzadas de las costillas donde le había golpeado, y cuando miró en dirección al Lobo Feroz, le dejó claro que cualquier duda que hubiese podido tener se había esfumado. Todo era pura interpretación por su parte, pero sabía cómo hacer para que un público molesto no le fastidiase el número. «Hay que seguir contando chistes. No aflojes. No dejes que el espectador molesto o el gilipollas que siempre interrumpe se hagan con el espectáculo. Tú eres quien manda.» Las otras dos pelirrojas no podían disimular su curiosidad. No tenían ni idea de lo que Karen estaba a punto de hacer.
Empezó a tararear y a cantar fragmentos inconexos de un éxito de los años sesenta. Daba igual lo mal que lo hiciese porque sabía que el Lobo Feroz probablemente reconocería su versión de la canción que Sam the Sham and the Pharaons hicieron famosa: «Ey, Caperucita Roja.» Esperaba que le irritase.
Esperó unos instantes y entonces le preguntó:
—¿A cuántas personas has matado?
El Lobo Feroz no respondió enseguida. Entornó los ojos y desplegó una amplia sonrisa. Sintió una repentina oleada de seguridad. Puede que tuviese las manos y los pies atados, pero Pelirroja Uno estaba entablando una conversación. Eso era tentador.
—Ninguna. Una. Cientos. ¿Cuántas crees? —repuso.
Karen le miró. Intentó identificar algún rasgo de su rostro, alguna indicación en la forma en que se sentaba en el sofá, algún olor corporal o postura, un tono de voz, cualquier cosa que reflejase lo que era. Era como contemplar la masa informe del mar azul grisáceo durante los últimos minutos del atardecer. Las ondulaciones de las olas en la superficie ocultaban todas las corrientes que confluirían con vientos y mareas cuando se cerniese la oscuridad y repentinamente se convertirían en un peligro. Comprendió que ahí radicaba su poder: en el aspecto poco atractivo que ocultaba su verdadera naturaleza.
A su lado, el cuerpo entero de la señora de Lobo Feroz tembló de ira. Frunció el ceño y casi gritó su respuesta a la misma pregunta.
—¿Qué te hace pensar que ha matado a alguien? —explotó—. ¡Lo he comprobado! Incluso he hablado con la policía. ¡No hay pruebas de nada! No es más que un escritor. Ya te lo he dicho. ¡Tiene que investigar!
Karen asintió con la cabeza, ignorando lo que la señora de Lobo Feroz había dicho.
—Siempre sales impune, ¿no es así?
El Lobo Feroz se encogió de hombros.
Se dirigió a la señora de Lobo Feroz.
—Y tú... —empezó, pero entonces calló la pregunta. Podía ver todas las respuestas que necesitaba en el rostro de la señora de Lobo Feroz. «Tu vida está cambiando esta noche, ¿no es así?» Quería preguntarle, pero algunas preguntas no hacía falta formularlas.
Karen se estremeció. Respiró hondo y volvió a dirigirse al Lobo Feroz.
—¿Qué es lo que más te gusta utilizar? —le preguntó—. ¿Pistola? ¿Cuchillo? ¿Las manos? ¿Otra cosa? ¿Cuántas maneras diferentes existen para matar a una persona?
—Cada arma tiene ventajas e inconvenientes —respondió—. Todo escritor de novela negra lo sabe. —Miró de reojo el manuscrito que tenía delante, en el suelo—. Está en el libro —añadió con sequedad.
Karen la doctora y Karen la humorista habían aprendido una lección en ambos ámbitos de su vida que se disponían a aplicar en ese instante.
—¿Puedes matar a una persona con la incertidumbre? —preguntó.
Las tres pelirrojas vieron cómo en ese instante el rostro del Lobo Feroz se paralizaba. Por primera vez, se dieron cuenta de que las mismas dudas que ellas habían experimentado desde el primer momento en que las contactó empezaban a enraizar en él. Su esposa, por otro lado, simplemente parecía confundida, como si no comprendiese la pregunta.
Karen no esperó una respuesta.
Se adelantó. Lo primero que hizo fue utilizar las tijeras para cortarle un mechón de pelo. Lo introdujo en una bolsita de plástico. Después, con un bastoncito de algodón cogió un poco de sangre coagulada del cuello, donde Jordan le había hecho un corte en la piel. Esa muestra también fue a parar a otra bolsita. Utilizó el rotulador negro para identificar las bolsas, escribiendo cuidadosamente en el exterior la hora y el día. Entonces levantó la mano enfundada en el guante quirúrgico y estiró la superficie estéril como si fuese una goma. Le susurró al Lobo Feroz:
—Me imagino que tus huellas están por todo el ordenador. Pero las nuestras no. —Volvió a estirar el guante cerca de su rostro por segunda vez. Cogió otro bastoncito de algodón—. Abre la boca —le ordenó, como si estuviese en su consulta.
El Lobo Feroz apretó los dientes. Karen le miró.
—Venga, va —le dijo en un tono amable que ocultaba toda su furia. Era el tono que hubiese utilizado con un paciente de pediatría reacio a hacer lo que le piden.
Estaba tan enfrascada en su tarea que el dolor prolongado de las costillas heridas se había evaporado.
—Unas pocas células extra —agregó. Dejó caer el bastoncillo en otra bolsa de plástico. A continuación, se acercó a la señora de Lobo Feroz—. El mismo procedimiento —dijo.
La señora de Lobo Feroz la miró sorprendida de verdad cuando un mechón de su pelo desapareció en la bolsa, seguido de una muestra de sangre y de un toque en el interior de la boca.
Karen reunió todas las muestras y las metió en la talega de Sarah. Después cogió uno de los teléfonos móviles y con rapidez sacó varias fotos de los dos lobos. Hizo varios primeros planos y se preocupó de que fuesen de perfil y de frente.
Cuando terminó, se dirigió al Lobo Feroz.
—Explícale a tu mujer lo que hemos hecho —dijo.
—Sangre. Pelo. ADN. La versión médica de quiénes somos —explicó quedamente.
—Puede que médica no —prosiguió Karen—. ¿No crees que forense es una palabra más adecuada?
»Me pregunto —añadió—, si habrá alguien por ahí interesado en estas muestras. ¿Crees que algún policía con un caso abierto podría encontrarlas... no sé... intrigantes?
Karen sonrió.
—La situación es la siguiente: todo este material va a un lugar seguro. Tal vez una caja de seguridad. Tal vez la caja fuerte del despacho de un abogado. Ya lo decidiremos. Pero te aseguro que va a ser un lugar que nunca vas a encontrar. Tu ordenador, el álbum de recortes, las fotografías... todo lo que hemos cogido esta noche. Tres personas tendrán acceso a ese escondite. Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. Dejaremos que Sarah, que es la única que no vas a poder encontrar jamás, escoja un bonito escondite muy lejos. Si algo, cualquier cosa, nos amenazase de nuevo, a nosotras las caperucitas, la persona que quede sabrá qué hacer. ¿Lo has entendido?
El Lobo Feroz asintió con la cabeza. Su rostro se había ensombrecido. Las tres pelirrojas imaginaron que en ese momento tensaba todos los músculos de su cuerpo para lograr liberarse de la cinta adhesiva. Su ira podía ser asesina. Pero mientras lo observaban, vieron cómo las venas hinchadas de su cuello se relajaban y una temerosa resignación se deslizaba sin querer en su mirada. Parecía como si viese un tipo diferente de atadura, mucho más restrictiva que la cinta adhesiva.
Todo lo que les había hecho, ahora se lo devolvían. La sonrisa de Karen había desaparecido. Por un instante, pensó: «¿A cuántas personas has asesinado?» Y comprendió, con la comprensión que un médico tiene de la muerte, que no podía hacer nada por las personas que ya habían muerto. Pero podía inmunizar al resto de ese momento en adelante. Así que utilizó el tono de voz que emplearía para comunicarle a alguien que odiase de veras que padecía una enfermedad mortal.
—No nos has dado más que incertidumbre y después querías matarnos. Ahora, nosotras te damos lo mismo. Nunca podrás oír que llaman a la puerta y no pensar que es la policía. Nunca podrás levantar la vista y ver un coche de policía detrás de ti y no pensar que esta vez todo se ha acabado, o caminar por una calle y no imaginar que un detective te sigue. Cuando te despiertes por la mañana, pensarás que puede ser tu último día de libertad. Cuando te vayas a la cama por la noche, no sabrás si al día siguiente tu patética e insignificante vida de mierda se acabará. Y otra cosa, no será solo la policía. Me imagino que habrá familiares de las víctimas que estarán interesados en estas conexiones. O quizás algunos abogados defensores que puedan utilizar estas pruebas para sacar de la cárcel a algún cliente. Y me pregunto cómo se sentirá con respecto a ti algún pobre cabrón que se haya pasado quince años en el corredor de la muerte. No creo que sean generosos.
Hizo un gesto indicando los objetos.
—Piensa en ellos como una enfermedad. Una enfermedad terminal.
Dudó y después añadió:
—No intentes huir. Si desapareces, nos enteraremos y todo esto se distribuirá... de la forma adecuada. Y no creo que puedas despedirte de nosotras y encontrar otra pobre mujer a quien asesinar para así darte el gusto. Todo ha terminado. Quienquiera que fueses hasta este mismo instante, se ha acabado. A partir de ahora, eres un tipo corriente que no tiene absolutamente nada de especial. Nada de nada. Suena bastante mal, ¿no te parece?
Karen respiró hondo. Pensó que pasar con tanta rapidez de la grandiosidad del lobo a menos de cero podía ser fatal. Eso esperaba. «La humillación —pensó— puede ser un arma peligrosa.»
—Te lo preguntaré otra vez: ¿puedes matar a una persona con la incertidumbre?
La habitación estaba en silencio. El Lobo Feroz sabía la respuesta a esa pregunta y sabía que no era necesario decirla en voz alta.
Karen se dirigió a las otras pelirrojas.
—Señoras —dijo—. Es hora de irse.
Agarró el cuchillo de sierra para el pan que había cogido en la cocina y lo colocó sobre el televisor.
—Tomad —dijo—. Os costará un poco llegar hasta aquí, cogedlo entre las manos y cortad las ataduras.
No pudo resistir hacer una broma sarcástica.
—Ya casi se ha hecho de día. Y no vayáis a llegar tarde al trabajo.
Recogieron todo. Cuando iban a salir, Jordan tampoco pudo contenerse. Susurró a las otras dos pelirrojas:
—¿Sabéis una cosa? He aprendido que odio con toda mi alma los malditos cuentos. —Se rio a carcajadas con un entusiasmo desmedido.
A continuación, cuando se dirigía hacia la puerta se dio media vuelta y le dijo al Lobo Feroz:
—Supongo que el último capítulo va a ser diferente a lo que pensabas, ¿no crees?
Ocho de la mañana
Pelirroja Tres insistió en llenar cada milímetro de la bandeja del desayuno con un bol de cereales con leche, un plato de tostadas con huevos, fruta, café y zumo de naranja. Esperó al final de la cola a que un gigantesco linebaker del equipo de fútbol americano del colegio se pusiese delante de ella para dirigirse hacia el mostrador de los desayunos y entonces interpuso la bandeja en su camino. La bandeja se cayó al suelo con un estrépito de platos rotos, un desastre instantáneo y asqueroso. Esa mañana, había cerca de setenta y cinco alumnos y profesores en el comedor. Los alumnos —como hacían siempre que se caía una bandeja— empezaron a aplaudir. Los profesores —también como siempre— se dispusieron inmediatamente a llamar a un bedel para que recogiese los platos rotos, y a hacer callar a los alumnos que aplaudían. Lo único que a Jordan le importaba es que todo el mundo se acordase de ella esa mañana y que la idea de que hubiese pasado parte de la noche enfrentándose a un asesino resultase totalmente irracional, una fantasía de adolescente que nadie en su sano juicio creería jamás.
Pelirroja Dos se deslizó entre el grupo de mujeres que preparaba a una manada de niños para subir al autobús escolar en el exterior del centro de acogida. Pese a todo el estrés que suponían las amenazas de sus ex parejas, los niños tenían que seguir yendo al colegio. Siempre era un momento de tensión y confusión —uno de los hombres podía aparecer repentinamente— y también de total normalidad del tipo «no vayas a llegar tarde al colegio». Parecía una melé y las mujeres que se alojaban en el centro apreciaban otro par de manos y de ojos mientras intentaban mantener alguna sensación de orden en unas vidas, que habían sido totalmente trastocadas por la violencia doméstica. Nadie se había dado cuenta de que Sarah se había sumado al grupo desde la calle y no desde el interior del centro. Solo sabían que la mujer sola que se llamaba Cynthia era ese día de gran ayuda, comprobando una vez más que los niños llevasen la comida y que hubiesen hecho los deberes, simpática, riendo y haciendo bromas con ellos mientras a la vez vigilaba con desconfianza que no apareciese alguna de las amenazas que sabía podían surgir en cualquier momento. Desconocían que por primera vez en muchos días, Cynthia sentía que podía ser libre.
Pelirroja Uno saludó al primer paciente del día con una alegría que podría haber parecido inapropiada al tratarse de una persona que padecía un doloroso herpes zóster. Karen bromeó mientras le examinaba y después le recetó un tratamiento. Se cercioró de que todas las anotaciones en el historial clínico electrónico del paciente indicasen la hora. Cuando acabó la consulta, acompañó al paciente a la sala de espera principal para que los otros pacientes que tenían cita esa mañana la viesen en ese día increíblemente típico, que no tenía en absoluto nada fuera de lo común. Antes de recibir al segundo paciente de la mañana, Karen se dirigió a la recepcionista.
—Ah —le dijo despreocupadamente a la mujer que estaba detrás de un pequeño tabique, como si esto fuese la cosa más sencilla del mundo. Le entregó el informe de la señora de Lobo Feroz—. Me gustaría que esta tarde llamase a esta paciente y concertase una cita en las próximas semanas. Me preocupa mucho su corazón.





Epílogo. El primer capítulo

Cogió la pistola y abrió el cilindro. Se trataba de un revólver corto Smith & Wesson del calibre treinta y ocho, un tipo de pistola muy utilizada por los detectives de los populares libros de novela negra de los años cuarenta y cincuenta porque se acoplaba cómodamente en las pistoleras de hombros que quedaban ocultas bajo la americana. «Un traje de los años cuarenta», pensó el Lobo Feroz. Detectives que llevaban elegantes sombreros de fieltro y decían cosas como: «Olvídalo, Jake. Es Chinatown.» El Lobo Feroz sabía que era un arma poco certera, aunque excepcionalmente efectiva a una distancia muy corta. Ya no se utilizaba habitualmente. En esta época moderna, los policías de verdad preferían armas semiautomáticas con más balas y que producían más impacto. Había comprado el arma a un comerciante de armas cerca de Vermont y había pagado un precio más elevado por ser un poco antigua y por su romanticismo. El comerciante apenas había hecho preguntas cuando vio el dinero en efectivo.
El Lobo Feroz sacó cinco o seis balas del cilindro y las puso derechas en fila delante de él. Hacía más de un mes que hacía lo mismo todas las mañanas.
Cerró el arma con un clic satisfactorio.
La sujetó delante de él y se detuvo.
Hemingway. Mishima. Kosinski. Brautigan. Thompson. Plath. Sexton. Pensó en todos ellos y en muchos más.
Una brusca punzada de tensión le atravesó el pecho. Oyó una lejana sirena en algún lugar del vecindario. Policía, bomberos o ambulancia, no era capaz de distinguirlo. Apenas respiró mientras escuchaba. La sirena cada vez se oía con más intensidad, más cerca, después, para su inmenso alivio, empezó a oírse más débil y al final desapareció.
El Lobo Feroz caminó por la habitación y se miró en un espejo grande. Levantó la pistola y se colocó el cañón en la sien. Abrió el percutor y rozó el gatillo con el índice. Se preguntó cuántos gramos de presión se necesitarían para disparar. ¿Quinientos gramos? ¿Mil? ¿Mil quinientos? ¿Un tirón de verdad o una ligera caricia? Mantuvo esa posición por lo menos durante treinta segundos. A continuación, cambió la posición de la pistola de manera que el cañón le quedaba ahora en la boca. Notaba el sabor del duro metal apoyado en la lengua. Pasaron otros treinta segundos. Después cambió la posición de la pistola por última vez en un ritual ahora tan habitual como cepillarse los dientes o peinarse, el cañón hacia arriba tocando la parte inferior de la barbilla. De nuevo, mantuvo esta posición hasta que ya no supo si habían pasado segundos, minutos o incluso horas. Cuando lentamente bajó el arma, tenía la marca rojiza del cañón en el lugar donde lo había apretado contra la piel.
Extendió el brazo y se apoyó en la mesilla de noche, sin dejar de mirarse en el espejo.
Pensó que ya no lograba reconocerse.
Parecía como si, igual que la lejana sirena, se estuviese desvaneciendo. Sabía que muy pronto desaparecería de su propia vista. Y cuando inevitablemente llegase ese momento, apretaría el gatillo.
La señora de Lobo Feroz contemplaba desde la ventana de su despacho la ceremonia de graduación que acababa de empezar en el patio de enfrente. No se decidía a bajar a verla, pese a que su jefe, el director, la había animado a que asistiese. Abrió la ventana, para oír la música de una banda de gaitas que acompañaba con pompa y boato a los estudiantes que se graduaban mientras estos ocupaban sus asientos. A través de una maraña de árboles de hojas verdes que se balanceaban en la brisa soleada de una bonita mañana de junio, la señora de Lobo Feroz buscó entre los engalanados padres, amigos y familiares que estaban allí para honrar a los que se graduaban. No le costó mucho localizar a dos mujeres pelirrojas que se sentaban juntas y observaban a la tercera del grupo que alegremente cruzaba el escenario a saltos para recoger su diploma.
«Lo bonito de la graduación es que es la antesala del futuro», pensó la señora de Lobo Feroz.
Se apartó de la ventana y regresó al escritorio. Habían pasado muchos días y muchas noches solitarias desde que había logrado cortar la cinta adhesiva de las muñecas y de los tobillos a tiempo para llegar al trabajo, como la doctora le había dicho.
Nunca había hablado con su marido sobre esa noche.
No era necesario.
—Cómo cambian las cosas —susurró.
La señora de Lobo Feroz se colocó delante de su ordenador. La embargaba el miedo, la duda y una certeza casi completa de que estaba a punto de hacer algo muy malo y muy bueno a la vez. Notaba el sudor de los nervios que se acumulaba en las axilas mientras ajustaba el teclado para que las manos se apoyasen cómodamente sobre las teclas. Echó un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie la miraba.
Tecleó unas cuantas letras.
Un documento nuevo y en blanco apareció en la pantalla que tenía delante. Se detuvo de nuevo y se dijo que nunca habría un mejor momento.
Escribió:
Las tres Pelirrojas. Primer capítulo.
Sangró varias líneas y volvió a escribir:
La noche de mi boda ignoraba que el hombre que se deslizaba a mi lado en la cama era un cruel asesino.
La señora de Lobo Feroz leyó la frase.
No estaba mal, se dijo. Podría funcionar. No sabía mucho sobre obras que no fuesen de ficción o sobre memorias, pero este no le parecía un mal comienzo.
Se preguntó si en algún lugar habría alguna frase que siguiese a la primera y si encontraría las palabras para formarla. Y en un momento excepcional, un increíble despliegue de palabras surgió repentinamente de su imaginación. Las palabras se divertían y retumbaban, brillaban y gritaban, rebotaban a su alrededor, súbitamente desencadenadas, aventureras y anhelando ser libres, explotando como fuegos artificiales y uniéndose para formar un gran despliegue pirotécnico de frases. La señora de Lobo Feroz sintió un cálido arrebato de emoción y se encorvó, inclinándose con avidez sobre la tarea que tenía entre manos.