28
La señora de Lobo Feroz estaba extrañamente familiarizada con la turbulenta
sensación que sacudía sus sentimientos. Era la ridícula esperanza de que todo
volviese a ser como era, enturbiada por la certeza de que nada volvería a ser
como antes. Había pasado por una enfermedad que había amenazado con robarle la
vida, había experimentado la fría creencia de que su propio cuerpo estaba a
punto de traicionarla y se había enfrentado a la idea de que la muerte
inminente la esperaba.
Y había sobrevivido.
Sin embargo, no estaba segura de poder sobrevivir a lo que la esperaba
ahora. «¿Puede matarme la verdad?», se preguntaba.
Sabía la respuesta a esa pregunta.
«Claro que sí.»
Se le llenó la cabeza de advertencias furibundas.
«Idiota. Idiota. Idiota. Nunca debiste abrir la puerta del despacho. Antes
de hacer esa estupidez eras feliz. Nunca abras una puerta cerrada con llave.
Nunca.»
Al otro lado de la habitación el Lobo Feroz examinaba el correo y
descartaba casi todo en el cubo de plástico que utilizaban para el reciclaje,
haciendo una mueca a la factura ocasional que aparecía entre folletos,
catálogos y cartas que ponían «importante» en el sobre pero que, en realidad,
eran señuelos para nuevas tarjetas de crédito o peticiones para donaciones a
partidos políticos o para buenas causas. La señora de Lobo Feroz se dio cuenta
de que su marido guardaba algunas de esas cartas; sabía que hacía pequeñas
donaciones para la investigación sobre el cáncer y las enfermedades
cardiovasculares. Se trataba de unos pocos dólares aquí o allá, donaciones que
le hacían bromear y decir: «Solo intento asegurarme de que iremos al cielo.»
No estaba segura de que el cielo todavía fuese una posibilidad para
cualquiera de los dos.
—¿Quieres que veamos un poco la tele? —preguntó el Lobo Feroz cuando, con
una floritura tiró la última carta inútil a la basura.
La señora de Lobo Feroz sabía que la respuesta habitual era «sí», a la que
le seguía que cada uno se sentase en su asiento habitual y zapease por los
canales de siempre hasta encontrar los programas usuales. Había algo
maravillosamente reconfortante, casi seductor, en la idea de que con solo decir
«sí» y colocarse suavemente detrás de su marido, las cosas volverían a ser como
antes. Con palomitas.
Albergaba muchas dudas. Gran parte de su ser insistía en callar la boca,
hubiese pasado lo que hubiese pasado, y dejar que todo volviera inexorablemente
a la vida que la había hecho tan feliz. Pero una pequeña parte de su ser se
daba cuenta de que no había nada en el mundo más pernicioso que la
incertidumbre. Había pasado por ello con la enfermedad y ahora se preguntaba si
alguna vez podría volver a tomar la mano de su marido y estrecharla en la suya
sin que la embargasen dudas persistentes y aterradoras.
Y mientras este debate se lidiaba en su interior y hacía que casi se
marease por la ansiedad, oyó que decía:
—Tenemos que hablar.
Era como si alguien hubiese entrado en el salón y otra señora de Lobo Feroz
hablase en voz alta, en un tono de voz siniestro y teatral, muy dramático.
Quería gritar a esa intrusa: «¡Mantén la boca cerrada!» y «¿cómo te atreves a
inmiscuirte entre mi marido y yo?».
El Lobo Feroz se volvió con lentitud hacia ella.
—¿Hablar? —preguntó.
—Sí.
—¿Sucede algo? ¿Te encuentras mal? ¿Tengo que llevarte al médico?
—No. Estoy bien.
—Qué alivio. ¿Tienes algún problema en el trabajo?
—No.
—Bien, de acuerdo. Hablemos. Será otra cosa, supongo. ¿Qué te pasa?
Parecía tan solo ligeramente confundido. Se encogió de hombros e hizo un
gesto en su dirección, como invitándola a continuar.
La señora de Lobo Feroz se preguntó qué aspecto tenía su rostro. ¿Estaba
pálida? ¿Estaba surcado por miedos? ¿Le temblaba el labio? ¿Tenía un tic en el
ojo? ¿Por qué no veía la angustia que ella sabía que llevaba como un traje
llamativo de vivos colores?
Pensó que era incapaz de respirar. Se preguntó si se iba a ahogar e iba a
desplomarse en el suelo.
—Yo... —se calló.
—Sí. Tú, ¿qué? —respondió. El Lobo Feroz todavía parecía no darse cuenta de
la terrible agonía que embargaba a su mujer.
—He leído lo que estás escribiendo —añadió.
La amplia sonrisa se borró rápidamente del rostro de su marido.
—¿Qué?
—Te dejaste las llaves del despacho cuando cambiamos de coche la otra
noche. Entré y leí algunas de las páginas en el ordenador.
—Mi nuevo libro —repuso.
Ella asintió con la cabeza.
—No tenías que haberlo hecho —declaró el Lobo Feroz. El timbre de su voz
había cambiado. Ya no tenía un tono divertido; este había sido reemplazado por
un tono uniforme y monótono, como una sola nota disonante en una melodía de
piano desafinada que se toca una y otra vez. Había esperado que gritase
indignado e iracundo. La ecuanimidad de su voz la asustaba.
»Mi despacho, mi trabajo, me pertenecen. Es algo privado. No estoy
preparado para enseñárselo a nadie. Ni siquiera a ti.
La señora de Lobo Feroz quería decir «perdóname» o «lo siento». De repente
se sentía confusa. No estaba segura de quién de los dos había hecho algo peor.
Ella, por violar el espacio y el trabajo o él, porque quizá fuese un asesino.
Pero se tragó todas sus disculpas como si fuese leche agria.
—¿Las vas a matar? —preguntó.
Le parecía increíble que hiciese esa pregunta. Se había pasado de directa.
Si él contestaba que sí, ¿qué significaría para ella? Si decía no, ¿cómo podía
creerle?
Él sonrió.
—¿Qué crees que voy a hacer? —preguntó. El timbre de su voz había cambiado
de nuevo. Ahora hablaba como alguien que está repasando la lista de la compra.
—Yo creo que tienes intención de matarlas. No entiendo por qué.
—Puede que saques esa conclusión de lo que has leído —repuso.
—¿Son tres...? —empezó una pregunta, pero se detuvo porque no estaba segura
de cuál debía ser.
—Sí. Tres. Es una situación única —contestó a algo que ella no había
preguntado.
—La doctora Jackson y esa chica de mi colegio, Jordan...
—Y otra más —añadió interrumpiéndola—. Se llama Sarah. No la conoces. Pero
es especial. Las tres son muy especiales.
Esta palabra, «especial», le parecía errónea, pensó, pero no sabría decir
cómo o por qué. Negó con la cabeza.
—No lo entiendo —prosiguió—. No lo entiendo en absoluto.
—¿Hasta dónde has leído? —inquirió.
La señora de Lobo Feroz dudó. La conversación no se desarrollaba como ella
había pensado. Había hablado cara a cara con su marido y le había preguntado si
era un asesino y esto tendría que haberlo aclarado todo, sin embargo ahora
hablaban sobre palabras.
—Solo un poco —contestó—. Quizás una página o dos.
—¿Eso es todo?
—Sí. —La señora de Lobo Feroz sabía que era la verdad, pero daba la
sensación de ser una mentira.
—Así que en realidad no sabes de qué trata el libro, ¿no? Ni lo que intento
conseguir ni en qué contexto. Si te pregunto sobre el argumento o sobre los
personajes o sobre el estilo, no serías capaz de contestarme, ¿verdad que no?
La señora de Lobo Feroz negó con la cabeza. Tenía ganas de llorar.
—Trata de asesinatos.
—Todos mis libros tratan de asesinatos. Sobre eso escriben los escritores
de novela negra o de misterio. Pensaba que te gustaban.
Este comentario, que incluso podría ser una crítica, dio en el blanco.
—Claro que me gustan. Ya lo sabes —contestó. Parecía como si lo que
pronunciaba fuese un ruego. Lo que quería decir era «esos libros fueron lo que
nos unió. Esos libros me salvaron la vida».
—Pero solo has leído... ¿qué es lo que has dicho? ¿Un par de páginas? ¿Y
crees que sabes de lo que trata el libro?
—No, no, claro que no.
—¿Te das cuenta de que ese manuscrito tiene varios cientos de páginas que
no has leído?
—Sí.
—Si coges una novela de espías de John Le Carré, por ejemplo, y lees dos o
tres páginas al azar por en medio del libro, ¿crees que podrías decirme de qué
trata?
—No.
—¿Sabes siquiera si mi novela está narrada en primera o en tercera persona?
—Parecía en primera persona. Hablabas sobre un asesinato...
Él la interrumpió.
—¿Yo? ¿O mi personaje?
De nuevo tenía ganas de llorar. Tenía ganas de sollozar y de tirarse al
suelo porque no sabía la respuesta. Una parte de ella temía que fuese «tú» y
otra parte rogaba que fuese «tu personaje».
—No lo sé. —Es todo lo que fue capaz de decir. Pronunció las palabras en
una especie de lamento.
—¿No confías en mí? —preguntó.
Al final, las lágrimas empezaron a empañar los ojos de la señora de Lobo
Feroz.
—Claro que confío en ti —repuso.
—Y, ¿no me quieres? —preguntó
Esta pregunta le afectó sobremanera.
—Sí, sí —repuso con voz ahogada—. Ya sabes que sí.
—Entonces, no veo cuál es el problema —añadió.
A la señora de Lobo Feroz le daba vueltas la cabeza. Nada sucedía como
había pensado.
—Las fotografías de la pared. Los horarios. Los diagramas. Y después las
palabras que he leído...
Esbozó una sonrisa bondadosa.
—Todo junto te ha hecho imaginar una cosa...
Ella asintió con la cabeza.
—... sin embargo, la verdad puede ser totalmente diferente. —Terminó su
declaración.
Movía la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento.
—Así que —continuó hablando con voz suave, casi con las palabras sencillas
que uno utilizaría con un niño—, todo lo que viste te preocupó, ¿no?
—Sí.
Se reclinó en el asiento.
—Pero soy escritor —prosiguió, con una amplia sonrisa en su rostro—. Y a
veces para dejar volar la creatividad tienes que inventar algo real. Algo que
parezca que está sucediendo delante de tus ojos. Algo más real que lo real,
supongo. Es una buena manera de decirlo. Este es el procedimiento. ¿Crees que
es así?
De nuevo temía ahogarse.
—Supongo que sí —repuso lentamente la señora de Lobo Feroz. Se secó algunas
de las lágrimas en el rabillo del ojo—. Quiero creer... —empezó a decir pero se
detuvo bruscamente. Volvió a respirar hondo. Se sentía como si estuviera debajo
del agua.
—Piensa en los grandes escritores Hemingway, Faulkner, Dostoievski,
Dickens... o los escritores actuales que más o menos nos gustan como Grisham y
Connolly y Thomas Harris. ¿Crees que eran diferentes?
—No —contestó dubitativa.
—Lo que quiero decir es que, ¿cómo inventas a un Raskolnikov o a un
Hannibal Lecter si no te metes completamente en su piel? Si no piensas como
ellos. Si no actúas como ellos. Si no dejas que se conviertan en parte de ti.
El Lobo Feroz no parecía que quisiese una respuesta a su pregunta. Su
esposa se sintió vapuleada de un lado a otro por la incertidumbre. Lo que le
había parecido tan obvio y aterrador cuando invadió su despacho, ahora parecía
algo diferente. Cuando leyó la novela que estaba escribiendo, ¿ya se había
acercado a ella con sospechas o de forma ingenua e inocente? De pronto, se
recordó sentada en la consulta médica austera y estéril, escuchando los
complicados tratamientos y los programas terapéuticos, aunque en realidad solo
oía las pocas posibilidades que tenía de vivir. Le parecía que toda esta
conversación era igual. Tenía dificultad para oír cualquier otra cosa que no la
reconfortase, aunque todo parecía volverlo más complejo. Pero al mismo tiempo,
la señora de Lobo Feroz se agarraba a hilos de certeza. Una sola voz
aterrorizada gritaba en su interior y al final cedió y formuló la atrevida
pregunta.
—¿Has matado a alguien?
Hubiese deseado poder convertir esta pregunta en una exigencia, como un
fiscal cargado de ira justificada e insistencia en la verdad en un juicio de
ficción, pero sentía que se deshacía. Qué fácil era ser dura y firme en el
colegio con todas las peticiones estúpidas de adolescentes egoístas y
privilegiados. Ser dura con ellos no era un reto. Esto era distinto.
—¿Crees que he matado a alguien? —preguntó.
Cada vez que le devolvía las preguntas, ella se sentía más débil. Era como
estar delante de uno de los espejos de la Casa de los Espejos y ver cómo el
cuerpo se ensanchaba y era gorda y después se alargaba y era delgada y sabía
que ese no era exactamente su aspecto, aunque temía de alguna forma quedar
atrapada en la imagen distorsionada del espejo y que esa imagen deforme, rara,
se convirtiese en ella. Con paso inseguro, la señora de Lobo Feroz se
incorporó, caminó hasta donde había dejado su cartera y extrajo varios manojos
de papel. Cogió todas las copias impresas y las hojas de cálculo que había
recopilado ese día. La mano le temblaba mientras las sostenía, miró hacia abajo
y de repente se sintió confusa; las había colocado en perfecto orden antes de
salir del despacho. Estaban organizadas y ordenadas por horas y fechas y
detalles como si demostrasen por sí mismas algunos puntos. Pero a la señora de
Lobo Feroz le parecía que de alguna manera, como por arte de magia, habían
cambiado. Ahora estaban completamente desordenadas, un desorden inconexo y
enmarañado que no servía de nada.
—¿Qué es todo eso? —preguntó bruscamente el Lobo Feroz. De nuevo la
irritación se había deslizado en su voz.
—¿Por qué guardabas recortes de periódico de estos asesinatos? —intentó
formular una pregunta sensata, una pregunta que ayudase a aclarar las cosas.
—Documentación —repuso con rapidez en tono cortante—. Basar las novelas en
hechos reales. Guardar recortes. Recordar la técnica que ha funcionado.
La miró fijamente.
—Así que no solo has leído mi nueva novela, sino que además has mirado mi
álbum de recortes.
Se sintió como si la estuviesen interrogando. No lograba decir sí, de
manera que se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Qué más? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué más? —preguntó de nuevo.
—Eso es todo —repuso. Las palabras, al pronunciarlas, le arañaban la
garganta.
—Pero eso no es todo, ¿no es así?
Ahora las lágrimas sí que le quemaban los pómulos. Quería rendirse a la
desesperación.
—He intentado comprobar —gimió.
No hacía falta que dijese lo que había intentado comprobar.
—¿Comprobar? ¿Cómo?
—He llamado al agente que se ocupaba de este caso.
Le pasó un recorte de periódico. El artículo trataba sobre una adolescente
que había desaparecido cuando regresaba andando a casa desde el colegio. En el
lenguaje periodístico de un periódico de poca monta, describía un terror
inconmensurable. En un momento había desaparecido de la tierra y había sido
asesinada. El caso era peor que una pesadilla y la señora de Lobo Feroz se
estremeció levemente cuando su mano rozó la de su marido. Pensó que estaba
atrapada entre la esterilidad del artículo periodístico y la verdad completamente
terrible de los últimos minutos de la chica desaparecida. La señora de Lobo
Feroz miró a su marido mientras sus ojos recorrían el artículo. Esperaba una
explosión de ira de superioridad moral, aunque no estaba segura de por qué iba
a reaccionar de esta manera. O de cualquier otra manera.
El Lobo Feroz echó una ojeada a las páginas y después se encogió de
hombros. Se las devolvió a su mujer.
—¿Qué te dijo?
—No mucho. Es un caso abierto. Archivado. No espera que haya ningún avance.
—Eso es lo que hubiese esperado yo. Si me hubieras preguntado, te lo podría
haber dicho. Seguramente has hablado con el mismo agente con el que yo hablé
hace años, cuando estaba escribiendo el libro.
Eso no se le había ocurrido a la señora de Lobo Feroz.
—No sé si recuerdas, en mi novela la chica es de octavo curso. Es rubia y
proviene de una familia desestructurada. —Ahora el Lobo Feroz hablaba como un
maestro a una clase de alumnos especialmente tontos—. Pero como ves en esta
fotografía, la víctima era más mayor, morena y formaba parte de una familia
extendida.
La señora de Lobo Feroz se estremeció. «Claro. Tenías que haberlo
recordado. Todo es diferente.»
El Lobo Feroz cruzó los brazos.
—Pensaba que siempre habíamos confiado el uno en el otro —prosiguió—.
Cuando estuviste enferma, ¿no confiabas en que cuidaría de ti?
—Sí —masculló.
—Desde el mismísimo día en que nos conocimos, ¿no hemos tenido siempre, no
sé, algo especial?
—Sí, sí, sí —contestó. Parecía que rogaba.
—Siempre hemos sido compañeros, ¿no es así? ¿Cuál es esa palabra tonta que
utilizan los niños hoy en día? ¿Almas gemelas? Eso es. Bueno, dos palabras.
Desde el primer momento supiste que estabas en la tierra para mí y yo supe que
estaba aquí para ti...
De los labios de la señora de Lobo Feroz brotaban síes pronunciados con
suavidad.
El Lobo Feroz sonrió.
—Entonces, no entiendo —añadió—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?
—Las otras... —empezó a decir.
—¿Cuáles?
—Antes de que nos casásemos. Antes de conocernos.
—¿Otras mujeres?
—No, no, no...
—Entonces, ¿qué otras?
Hablaba con suavidad. Las palabras parecían flotar en el aire entre ellos,
como nubes.
—Las mujeres en los artículos de los periódicos.
—¿Te refieres a los casos reales que utilicé para mis novelas?
—Sí.
—¿Qué pasa con ellos?
—¿Las asesinaste? ¿Y después escribiste sobre ellas?
El Lobo Feroz dudó. Señaló el sofá del salón, movió la mano para que su
esposa ocupase su asiento habitual. Ella hizo lo que le indicaba, dejando que
las preguntas reverberasen en la casa como un trueno lejano cuyo sonido
disminuye entre el martilleo de la lluvia. Cuando se sentó, incómoda, el Lobo
Feroz se dejó caer en el sillón donde normalmente se sentaba por las tardes. Se
reclinó, como si se relajase, pero miró hacia el techo como buscando
orientación.
—¿No tiene más sentido leer sobre esos casos y después escribir sobre
ellos? —preguntó al final, bajando los ojos para fijarlos en los de ella.
La señora de Lobo Feroz intentaba organizar sus pensamientos, comparaba las
fechas de las muertes con las fechas de publicación, añadiendo el tiempo que
tomaba escribirlas, el intervalo entre la complexión y la publicación. Todos
los factores matemáticos implicados. No entendía por qué las fechas que estaban
claramente grabadas en su memoria ahora parecían borrosas e ilegibles.
—¿De verdad crees que he matado a alguien? ¿A cualquiera? ¿Crees que ese
soy yo?
No estaba segura. Una parte de su ser quería decir sí. Pero otra parte no.
Se encontró moviéndose hacia delante de forma involuntaria, de manera que
estaba sentada al borde del sofá, casi a punto de deslizarse al suelo. Se
sentía mal, tenía náuseas, la cabeza le daba vueltas y notaba un dolor inconexo
por todo el cuerpo. El corazón le latía con fuerza, lo sentía empujando con
furia contra su pecho y las sienes le palpitaban con un repentino y terrible
dolor de cabeza. Tenía sed, la garganta reseca y de repente pensó: «Si me dice
la verdad, ¿tendrá que matarme?
»Quizás eso sería mejor.»
—Por supuesto que no —repuso.
El Lobo Feroz suavizó la mirada y contempló a su mujer de la misma manera
que un niño miraría a un gatito. Su cabeza no paraba, en parte felicitándose y
en parte pensando con rapidez nuevos planes. En primer lugar, le parecía que la
conversación había ido exactamente de la forma que esperaba. No había sabido
«cuándo» su mujer iba a tropezarse con su realidad, pero sí había sabido que
sucedería y en muchas ocasiones, solo en su despacho o encaramado en alguna
atalaya observando a las tres pelirrojas, imaginaba lo que ella diría y cómo él
le respondería. Y estaba contento con la forma en que había limitado las
mentiras. Creía que era un factor importante. Siempre hay que decir la máxima
verdad posible, para que así las mentiras sean bastante menos reconocibles.
Pero más allá de su sensación de satisfacción por haberse preparado para ese
momento, ya estaba acelerando el siguiente paso. «Escribe un capítulo titulado
“Mantener el disfraz adecuado” —se dijo—. La clave para un asesinato perfecto
radica en crear el escondite apropiado. No tiene sentido ser un solitario,
estar aislado, apestando a obsesión al primer policía que llegase olfateando
algo. Los mejores asesinos parecían a simple vista ser algo muy diferente.
Jamás nadie podría decir sobre él: “Parecía que tramaba algo malo.” No. Sobre
el Lobo Feroz dirían que no tenían ni idea de que era tan especial. “Parecía
tan normal. Pero no lo era, ¿no es así?”
»“No teníamos ni idea de que era tan increíble.”
»Eso es lo que dirán sobre mí.»
Miró a su mujer. Veía todos los problemas y las dudas que todavía
retumbaban en su interior como si fuesen destellos de luz que brotaban de sus
ojos.
El Lobo Feroz alargó el brazo y le cogió la mano. Todavía temblaba.
—Creo que he sido demasiado celoso de mi trabajo —declaró—. Demasiado,
demasiado celoso —recalcó—. Me conoces tan bien —continuó, mintiendo ligeramente—.
Creo que tendría mucho más sentido que estuvieses un poco más involucrada.
Sabes tanto sobre literatura y te gustan tanto las palabras y me conoces tan
bien, tal vez sería una ventaja que me ayudases un poco. Bueno, tú siempre has
sido mi mejor fan. Tal vez con esta novela también podrías ayudarme un poco.
Ser una especie de ayudante de producción o mi editora, de hecho.
Vio que su mujer levantaba un poco la cabeza. Su ternura tuvo un claro
impacto.
—Sécate las lágrimas —dijo, mientras alargaba la mano y cogía un pañuelo de
papel de una mesa auxiliar para después secarle los ojos con delicadeza.
La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza. Consiguió responder a su
sonrisa con otra propia.
—Pero no estoy muy segura de lo que puedo hacer... —empezó a decir, pero él
movió la mano en el espacio que había entre ellos, cortándola.
—Ya se me ocurrirá algo —repuso.
Se incorporó de su asiento habitual y se sentó a su lado.
—Me alegro de haber tenido esta charla —prosiguió—. Quiero hacerte sentir
mejor y sé que cuando te preocupas tanto no es bueno para tu corazón.
—Estaba tan... —de nuevo dejó la frase inacabada.
«¿Asustada? ¿Preocupada? ¿Inquieta? —pensó—. Bueno, pues tenías todo el
derecho a estarlo.»
Se rio y le dio un apretón de hombros, rodeándola con suavidad con sus
brazos, como si fuesen un par de preadolescentes en su primera salida al cine.
—Es difícil vivir con un escritor —añadió.
La cabeza de la señora de Lobo Feroz subía y bajaba.
—Muy bien —dijo el Lobo Feroz con una sonrisa—. ¿Así que me ayudarás a
matarlas?
Pronunció la palabra «matar» en un tono que implicaba que estaba rodeada de
signos de interrogación. «Una mentira más —pensó—. Y después podremos ver la
tele.»
La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza.
—En la ficción, claro —puntualizó el Lobo Feroz con una risa feliz.
29
El policía que le tomó declaración pensó que Pelirroja Tres estaba al borde
de la histeria, pero el sargento era un veterano con veintiún años de
experiencia en el cuerpo y dos hijas mellizas de catorce años en casa así que
estaba acostumbrado a manejarse con el sonido agudo que las adolescentes
utilizan como lenguaje en situaciones de estrés, aunque en secreto deseaba que
todas tuviesen un control de volumen que se pudiese graduar para bajarlo un
poco.
En su libreta escribió frases como «la he visto saltar» y «ha desaparecido
por el borde» y «en un momento dado estaba ahí de pie y al otro había
desaparecido», que Jordan había soltado a toda velocidad entre sollozos. Él
había intentado que la adolescente describiese con exactitud a la mujer que
había visto saltar desde el puente, pero Jordan, con los ojos desorbitados, se
limitaba a mover los brazos y a decir: ropa oscura, abrigo, gorro, altura
normal, treinta y pico.
El policía interrogó al entrenador, al ayudante del entrenador y a las
otras jugadoras. Nadie había visto lo que Jordan vio. Todos dieron razones
plausibles para explicar por qué su atención estaba en otra parte.
Se ofreció a llamar a una ambulancia, pues temía que Jordan, que continuaba
alternando entre las lágrimas y una mirada retraída, gélida e inexpresiva,
sufriese un ataque. Ciertamente, el policía creía que la reacción de la
adolescente era la prueba más convincente de un suicidio en el puente.
«Vio algo», pensó.
Ninguno de los demás agentes de la media docena de coches de policía
desplegados en el puente había conseguido nada importante. Las luces
intermitentes rojas y azules de los coches de policía se reflejaban en la
calzada húmeda y dificultaban que los agentes que iban y venían por la estrecha
pasarela encontrasen alguna prueba. Los potentes focos dirigidos a las aguas
que fluían con rapidez hacían resaltar pequeños trozos de la superficie negra
del río. Mediante la inspección ocular de la zona se encontraron pocos indicios
de suicidio; al principio de la acera del puente había una reveladora huella de
barro de una zapatilla de correr de un número de mujer, y en el lugar donde
Jordan había dicho que la mujer misteriosa se había tirado había una marca en
el cemento. Sin embargo, la falta total de indicaciones manifiestas de una
muerte no sorprendieron al policía. No era la primera vez que tenía que ir al
puente porque habían informado de un suicidio. Era uno de los lugares
preferidos de los suicidas. Sobraba mucha desesperación en la pequeña y decadente
población dedicada a la industria textil donde los trabajos en las fábricas
habían sido reemplazados por las drogas ilegales. Él, como muchos de sus
conciudadanos, sabía que las fuertes corrientes podían arrastrar un cuerpo río
abajo, quizás hacia la planta depuradora, posiblemente hacia las cataratas. La
fuerza de las aguas implacables podría arrastrarlo kilómetros río abajo.
También se podía dar el caso de que el cuerpo quedase atrapado entre los
desechos que ensuciaban el lecho del río. A veces la policía había tardado
semanas en recuperar los cuerpos de las personas que se habían lanzado desde el
puente y algunos nunca se encontraron.
Ya estaba escribiendo en su mente el informe que iba a dejar a los agentes
de la mañana. El seguimiento del caso les correspondería a ellos. Identificar a
la persona. Notificar a sus familiares. El hecho de que para el policía no
parecía haber una prueba fehaciente no significaba que no hubiese sucedido.
Quería terminar con su parte del caso. Submarinistas de la policía y la
tripulación de un barco patrulla esperarían hasta que se hiciese de día para
empezar con la búsqueda del cadáver. «No se pondrán contentos cuando reciban
esta orden», pensó. Era un trabajo oscuro y difícil en aguas negras como la
tinta y con toda probabilidad una tarea totalmente inútil.
«Lo más probable es que el cadáver aparezca por accidente. Puede que un
pescador lo enganche algún día este verano. Una buena sorpresa al enrollar el
sedal.»
Puso una mano sobre el hombro de Jordan.
—¿Quieres que llame a una ambulancia y que te vea el médico? —preguntó con
suavidad, pasando del tono de voz de policía al de padre.
Jordan negó con la cabeza.
—Estoy bien —contestó.
—Tenemos personal de apoyo en el colegio que puede ayudarla si lo necesita.
Especialistas en experiencias traumáticas —interrumpió el entrenador.
El policía asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba un poco presuntuoso.
—¿Estás segura? —preguntó de nuevo, dirigiendo la pregunta a Jordan. No le
gustaba el entrenador, parecía un poco enfadado con todo el asunto. «Como si
fuera una gran molestia que una mujer se suicide justo cuando pasas tú», pensó
el agente—. No me cuesta nada llamar —agregó, dirigiéndose a Jordan, que se
enjugaba los ojos con el dorso de la mano y cuya respiración acelerada parecía
ya más normal. No le importaba hacer esperar un poco más al entrenador en el
puente, bajo la fría llovizna. Además, por experiencia sabía que los servicios
de emergencias sanitarias eran mucho mejor para tratar este tipo de choques
emocionales que cualquier otro.
—Gracias —repuso Jordan. Su voz parecía tener un poco más de fuerza—. Pero
estoy bien. Lo único que quiero es volver al colegio.
El policía se encogió de hombros. Siempre resultaba tentador ver a través
de los ojos de sus hijas a cualquier joven normal atrapado en una cuestión
policial, pero sus años como policía le habían hecho más duro y le habían dado
un aspecto más seco. Tenía las declaraciones. Tenía los teléfonos de contacto
de todos los pasajeros de la furgoneta. Había ordenado a otros agentes que
continuasen con el infructuoso registro de la zona.
Había hecho todo lo que estaba en su mano esa noche.
El policía vio que el entrenador marcaba un número en su móvil.
—¿A quién llama? —preguntó.
—A la dirección del colegio —repuso el entrenador—. Querrá saber por qué
nos retrasamos. El comedor tiene que estar abierto. Y se encargará de que
alguien hable con Jordan esta noche, si es necesario.
El policía pensó que, en realidad, lo que el entrenador pretendía era
cerciorarse de que no le culpasen del retraso al regresar al colegio.
—Bien —dijo—, podéis marcharos. Si necesitamos algún seguimiento, un agente
se pondrá en contacto con vosotros.
—Tendrán que llamar al despacho del director si quiere hablar con alguna de
las chicas —repuso el entrenador.
—¿Ah sí? —contestó el policía. No añadió «por supuesto», que era lo que
pensaba. Simplemente dejó que el tono escéptico que había utilizado con esa
sola palabra transmitiese esa impresión.
Observó cómo el equipo se subía a la furgoneta. Algunas de las chicas
todavía parecían afectadas e iban de la mano o se abrazaban. Se dio cuenta de
que a Jordan nadie le puso un brazo sobre los hombros para consolarla y confió
en que sus hijas fuesen más sensibles.
El policía observó que Jordan iba hasta el fondo de la furgoneta y que se
sentaba sola.
Le dijo adiós cariñosamente con la mano, algo no muy profesional, pero que
le salió de forma natural. Se puso contento cuando vio una sonrisa fugaz en el
rostro de Jordan y que tímidamente le devolvía el saludo.
«Malditos chavales, qué crueles pueden ser», pensó. Sabía que no llegaría a
casa antes de que sus hijas se acostasen, pero decidió que iría a verlas y a lo
mejor se quedaría unos minutos observando sus rostros dormidos. Sabía que su
mujer entendería por qué lo hacía y que no le haría ninguna pregunta.
No fue hasta la mañana siguiente, temprano, cuando los agentes asignados
para completar la investigación del suicidio recibieron una llamada de dos
empleados de la oficina local de registro de vehículos. Mientras estaban en la
parada esperando el autobús, vieron el sobre que Pelirroja Dos había clavado en
el árbol y diligentemente cumplieron lo que decía en su exterior y llamaron a
la policía. Habían sido lo bastante inteligentes como para no tocar nada y lo
bastante entregados como para esperar a que llegase un agente y cogiese la nota
y la fotografía, a pesar de que esto supuso que llegasen tarde a trabajar.
Más o menos a la misma hora, Pelirroja Uno estaba sentada frente a una
mujer tan solo un poco más joven que ella, pero el doble de tamaño. La mujer
llevaba el pelo muy corto y tenía unos brazos enormes y un contorno acorde.
Media docena de pendientes, como mínimo, perforaban su oreja y debajo de la
blusa asomaba el borde de un tatuaje. Era el tipo de mujer que daba la
sensación de que iba al trabajo en una Harley—Davidson y que por diversión
retaba a los leñadores a echar un pulso que rara vez perdía. Sin embargo, a
Karen le sorprendió su suave tono de voz.
—Esto es lo que podemos hacer —propuso la mujer—. Podemos proteger a su
amiga. Podemos proteger a sus hijos. Podemos encontrarle un lugar seguro como
transición a una nueva vida. Podemos ayudarles con el asesoramiento de
asistentas sociales y con ayuda legal mientras se adaptan. También les podemos
proporcionar terapeutas, porque una serie de psiquiatras muy destacados de la
zona hacen trabajo voluntario con nosotros. Podemos ayudarles a empezar de
nuevo.
—¿Sí? —dijo Karen porque percibió un «pero» al final.
—No hay nada infalible —repuso la mujer.
El sonido distante de unos niños riendo traspasaba las paredes.
Karen supuso que provenía de una guardería que debía de haber arriba.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Karen.
La mujer se reclinó en la silla de su escritorio, balanceándose hacia atrás
como si descansase, pero con la mirada fija en el rostro de Karen, calibrando
sus reacciones.
—Por ley estoy obligada a decirlo.
—Pero hay algo más, ¿no es así? —preguntó Karen.
La enorme mujer suspiró.
—Aquí en Lugar Seguro estamos a tres manzanas de la comisaría. Está abierta
todo el día y todo el año. El tiempo de respuesta desde allí hasta nuestra
puerta, después de una llamada al 911, es de menos de noventa segundos. Tenemos
un acuerdo con la policía, tenemos una contraseña que el personal al completo y
todos nuestros clientes conocen, eso significa que algún hombre se ha
presentado con intención de hacer algo violento y la policía ha respondido con
contundencia, con las armas desenfundadas. Organizamos esto después de un
incidente que ocurrió el año pasado. Puede que usted lo recuerde.
Karen lo recordaba. Titulares e intensos artículos se prolongaron durante
varios días. Un hombre, su ex mujer, dos niños, de seis y ocho años, y tres
policías. Cuando terminó el tiroteo, la mujer y uno de los agentes estaban
muertos y uno de los niños, herido de gravedad. El ex marido había intentado
suicidarse, pero había gastado todas las balas de su pistola, así que se había
arrodillado en la acera, con la pistola en la boca, apretando el gatillo que
inútilmente hacía clic en la recámara vacía hasta que lo esposaron y se lo
llevaron. El caso todavía se estaba juzgando. El hombre alegaba enajenación
mental transitoria.
—Mi amiga está preocupada por el carácter violento de su marido —dijo
Karen. Después negó con la cabeza—. Dicho de esta manera parece que se trate de
un resfriado común. El tipo es un salvaje. Le ha pegado palizas tremendas, una
y otra vez. Huesos rotos y ojos morados. La ha amenazado con matarla. No sabe
adónde ir.
—Para eso estamos aquí —repuso la oronda mujer. Karen notaba la ira en sus
palabras, dirigida hacia algún hombre anónimo. En este caso un hombre
imaginario. La historia que Karen se había inventado era «una amiga, dos hijos
pequeños, un marido violento, ella intenta huir antes de que él la mate». Había
utilizado situaciones de la vida real y las había mezclado. Sabía que la
directora de Lugar Seguro no iba a hacer demasiadas preguntas.
—Entonces serán tres, su amiga y los niños...
—Creo que a los niños los puede enviar con una familia con la que estarán
seguros. Pero el marido perseguirá a mi amiga hasta el fin del mundo y más
allá, si tiene que hacerlo. Está obsesionado y está loco.
—No sé si separarlos...
—A él no le importan los niños. Al fin y al cabo no son suyos, de manera
que se interponen en el camino de lo que sea que pretende hacer. Es mi amiga la
que está en peligro.
—Ya. ¿Está armado?
—No lo sé, pero supongo que sí.
Karen se preguntó qué tipo de armas tendría a mano el Lobo Feroz.
Revólveres. Rifles. Espadas. Cuchillos. Bombas. Arcos y flechas. Venenos.
Piedras y palos afilados. Sus manos. Cuchillas. Todas eran potencialmente
letales. Cualquiera de ellas podría ser la que pretendía utilizar con las tres
Pelirrojas.
—¿Y su amiga? ¿Va armada?
Karen se imaginó el revólver de Pelirroja Dos. Se preguntó si sería capaz de
cargarlo, apuntar y disparar. Ni siquiera se atrevía a contemplar la parte de
la ecuación que se ocupaba del asesinato.
—No —repuso.
La directora hizo una pausa.
—Se supone que esto no lo debería decir —añadió. Bajó la voz, casi un
susurro, y se inclinó hacia delante—. Pero no voy a permitir otro incidente
como el del año pasado.
Levantó la mano y colocó una pistola semiautomática grande en el
escritorio. Era negra y despiadada. Karen la miró fijamente unos instantes y
después asintió con la cabeza.
—Esto me hace sentir bastante mejor —dijo con una pequeña risa.
La directora guardó la pistola en el cajón de su escritorio.
—Tomo clases de tiro en el campo de tiro.
—Una afición acertada.
—Me he convertido en una experta tiradora.
—Resulta tranquilizador.
—¿Cuándo traerá a su amiga?
—Pronto —repuso Karen—. Muy pronto.
—La admisión es todo el día. Cualquier hora es la hora adecuada. Dos de la
tarde. Dos de la mañana. ¿Entendido?
—Sí.
—Diré al personal que esperamos a una nueva huésped en cualquier momento.
—Será de gran ayuda.
Karen cogió sus cosas. Pensó que la entrevista se había acabado, pero la
directora todavía tenía una última pregunta.
La directora la miró de cerca.
—Hablamos de una amiga, ¿no es así?
Pelirroja Uno solo tenía que hacer una parada antes de dirigirse a su
consulta para el resto de la jornada. Era un lugar donde había estado muchas
veces antes, pero que incluso con su formación médica y su experiencia como
doctora le parecía irreprimiblemente triste.
Una de las cosas que siempre había notado en el hospital para enfermos
terminales era que las luces de la entrada eran brillantes fluorescentes
cegadores e implacables, pero que a medida que uno se adentraba en el edificio,
se suavizaban, las sombras se hacían mayores y las paredes blancas adoptaban
tonos de gris amarillento. El edificio en sí parecía reflejar el proceso de
morir.
«Gaitas», recordó de su última visita.
Las enfermeras del hospital se sorprendieron un poco al ver a Karen. No la
habían llamado.
—Solo vengo a revisar unos antiguos papeles —explicó Karen con aire
despreocupado al pasar por delante de los escritorios donde las enfermeras se
reunían cuando se tomaban breves descansos de la implacabilidad de la muerte
que llenaba todas las habitaciones. Sabía que esa explicación era más que
suficiente para tener privacidad.
Entró en una pequeña habitación lateral que tenía una fotocopiadora, una
máquina de café en una mesa y tres archivadores grandes de metal negro. No
tardó mucho tiempo en encontrar la carpeta de papel Manila que necesitaba.
Se la llevó a su escritorio. Por un momento, le tentó el paquete viejo de
cigarrillos cuidadosamente marcado que la esperaba en el primer cajón. Se dio
cuenta de que no había fumado en varios días.
«Bien por ti, señor Lobo Feroz —pensó—. Puede que me hayas ayudado a dejar
el vicio de una vez por todas. Así que cuando me mates me estarás salvando de
un final realmente horrible. No sé cómo agradecértelo.»
«Cáncer» era lo que buscaba en el informe. No exactamente la enfermedad.
Pero era lo que había matado a la persona cuyo informe extendió sobre su
escritorio.
Cynthia Harrison. «Un nombre bastante común —pensó Karen—. Eso es bueno.»
Treinta y ocho años. «Joven para un cáncer de mama. Eso era triste. Pero
solo tres años mayor que Pelirroja Dos.»
Marido. Sin hijos. «Probablemente así es como descubrió la mala noticia:
cuando no pudo concebir. Empezaron a hacerle las pruebas rutinarias de
fertilidad y en los resultados aparecieron algunas indicaciones preocupantes.
Después debió de ser una rápida sucesión de médicos, tratamientos y un dolor
interminable.»
Solo tres semanas en el hospital para terminales, luego de las sesiones de
radioterapia fallidas seguidas de cirugía igualmente fallida. «La enviaron aquí
porque es el lugar menos caro para morir. Si se hubiese quedado en el hospital
les hubiese costado miles de dólares. Y sabían que solo le quedaba el tiempo
suficiente para que la familia hiciese las disposiciones adecuadas.»
Comprobó la información de la funeraria y vio cuál de sus compañeros había
firmado el certificado de defunción. Había sido el cirujano. «Probablemente
quería firmar y olvidar su fracaso.» Anotó toda la información necesaria en un
bloc. Datos relevantes de Cynthia Harrison: fecha de nacimiento. Lugar de
nacimiento. Último domicilio. Profesión. Familiares más cercanos. Número de la
Seguridad Social. Historia médica relevante. Altura. Peso. Color de ojos. Color
de pelo. Karen buscó el máximo de detalles en el extenso informe del hospital.
Después caminó por el pasillo en dirección a uno de los puestos de
enfermería. Se trataba de la sencilla tarea de encontrar una bolsa de plástico
roja con la leyenda: «¡Peligro! Residuos médicos infecciosos» y un recipiente
grande sellado donde se tiraban las agujas, los recipientes de muestras y
cualquier cosa que hubiese podido contaminarse con un potente virus o con
bacterias letales.
—Lo siento, Cynthia —susurró—. Me hubiese gustado conocerte.
«Aunque ahora ya te conozco.» Karen terminó el pensamiento. Enrolló bien
todo el informe, lo metió en la bolsa de plástico y la selló con cuidado antes
de introducirlo en el recipiente cerrado diseñado con el único propósito de
mantener a todo el mundo sano y salvo.
Pelirroja Dos bailaba.
Bailaba el vals con un compañero invisible. Bailaba el tango al son de un
ritmo sensual. Saludó a un espacio vacío en la habitación, como si siguiese los
majestuosos pasos de un elaborado baile en parejas de la época isabelina.
Cuando la música cambió, empezó a contraerse y a moverse como si estuviese en
una pista de baile moderna. «Bailando con las estrellas —pensó—. No, Bailando con el
Lobo.» Imitó bailes ridículos de
los sesenta como el frug y el watusi que recordaba que sus padres le
habían enseñado en ratos desenfadados. En un momento determinado incluso se
lanzó con Macarena moviendo las
caderas de forma sugerente. Al final, cuando el cansancio se apoderó de sus
pasos, se convirtió en bailarina, moviendo los brazos lentamente por encima de
la cabeza y dando vueltas. El lago de los
cisnes, esperaba. De adolescente había visto el ballet. Conmovedor.
Precioso. Era el tipo de recuerdo mágico que una impresionable adolescente de
quince años nunca olvida. Hubo un tiempo en que esperaba llevar a su hija a ver
un espectáculo similar. Ya no. En el pequeño mundo del sótano, levantó los
brazos por encima de la cabeza e intentó ponerse de puntas, como haría una
bailarina interpretando al cisne blanco, pero le resultó imposible.
Su música era contradictoria. Ninguna de las canciones que llenaban su
cabeza coincidía con sus movimientos. El rock and roll no era como el baile por
parejas, a pesar de que eso era lo que oía y lo que bailaba.
Pelirroja Tres le había dejado su iPod con varias listas de canciones con
el nombre de «música de espera». No reconocía a todos los cantantes, nunca
había escuchado a The David Wax Museum ni a The Iguanas y no tenía ni idea de
quién era una tal Silina Musango o quién constituía el grupo llamado The
Gourds. Pero la música que Pelirroja Tres había seleccionado era irreprimible,
entusiasta, animada y ella agradecía los ritmos alegres y la desenfrenada
energía que todas las canciones destilaban.
«Pelirroja Tres intenta ayudar —pensó Sarah—. Qué detalle por su parte.
Sabía que después de suicidarme estaría aislada y un poco loca.»
«Chica lista.»
Pelirroja Tres había creado otra lista de canciones, pero Sarah no la había
escuchado porque no creía que fuese el momento adecuado. Sabía que tendría
sonidos y selecciones completamente diferentes. Esta lista de canciones se
titulaba: «Música para matar.»
Cuando por fin la venció el cansancio, Sarah se quitó los auriculares y se
desplomó en el suelo de cemento del sótano de Pelirroja Uno. Lo notaba frío
contra su mejilla. Sabía que se estaba ensuciando, por todas partes había polvo
y porquería y notaba el sudor que le caía por la barbilla, pero no le
importaba. El aire era caliente y espeso debido a la caldera que había en un
extremo y que se esforzaba en calentar la casa. No había ventanas, así que no
podía mirar al exterior. Solo sabía que estaba escondida y que incluso aunque
el Lobo Feroz estuviese aparcado en el exterior, vigilando la puerta principal,
no podría verla. Una parte de su ser se preguntaba si cerrar la única bombilla
que colgaba del techo e iluminaba la habitación con una débil luz sería como la
negra turbulencia de las aguas del río en que había simulado lanzarse.
La noche anterior, cuando había corrido a través de la noche creciente
hasta donde sabía que Pelirroja Uno la esperaba, había imaginado el grito
desgarrador de Pelirroja Tres. «Seguro que ha convencido a todos.»
Se acurrucó en un ovillo.
«Sarah murió anoche —pensó—. Nota de suicidio y adiós me he ido para
siempre. Me enterrarán al lado de mi marido y de mi hija. Pero no seré yo. Será
un ataúd vacío.»
Sabía que su destino era convertirse en otra persona. No estaba segura de
que eso le gustase.
Pero hasta que renaciese, tan solo sería Pelirroja Dos.
«Una mortífera Pelirroja Dos —se dijo—. Una Pelirroja Dos homicida.» Un
escalofrío de furia la recorrió y una ira incontrolable se apoderó de ella.
Entonces, de pronto, se dejó llevar por todas las emociones que
reverberaban en su interior y empezó a sollozar sin parar en el suelo mientras
acunaba no una fotografía de su familia muerta, sino la Colt Magnum .357.
30
El Lobo Feroz dio un grito ahogado y después empezó a chillar una retahíla
incomprensible de maldiciones. Se volvió y tuvo que reprimirse para no golpear
la pared de la cocina. En su lugar, estrujó en su puño la sección de noticias
locales del periódico y cerró los ojos como si alguien estuviese arañando una
pizarra con las uñas e hiciese un ruido que agrediese cada terminación nerviosa
de su cuerpo. Debajo de sus dedos tenía el titular de un breve artículo:
«Antigua maestra, presunto suicidio.»
—¡No, maldita sea! ¡No! —bramó con una ira repentina e incontrolable.
Una luz brillante se reflejaba en la superficie del río. Al fin había
dejado de llover y la temperatura había subido un poco. El viento había parado
de soplar y el sol de la mañana había aparecido en un cielo azul sin nubes. Una
pequeña muchedumbre se había congregado en el puente, apoyada en la barrera de
cemento de poca altura y mirando la actividad abajo. Un reducido equipo de
noticias parecía aburrido, la cámara de hombros yacía inútil en el suelo, junto
a la rueda de su furgoneta. Los coches que pasaban por el puente disminuían la
velocidad y sus ocupantes miraban boquiabiertos la actividad antes de acelerar.
Tres mujeres hispanas, cada una empujando una sillita de paseo con un bebé, se
habían detenido y hablaban deprisa y gesticulaban señalando la superficie plana
de agua negra. Una mujer cruzó rápidamente tres veces. El Lobo Feroz se deslizó
entre un par de hombres no mucho mayores que él. Sabía que los dos serían
observadores y que compartirían sus opiniones de buena gana. Fumaban y dejaban que
las volutas de humo llenasen el aire de un olor acre.
—Te lo digo yo, no van a encontrar nada —dijo uno de los hombres con
seguridad, a pesar de que no le habían preguntado nada. Llevaba un abrigo gris
andrajoso y un sombrero de fieltro gastado calado en la frente curtida. Se
protegió los ojos del sol de la mañana con la mano.
—Yo no me metería ahí —repuso su compañero—. Ni siquiera con una cuerda de
seguridad.
—Tendrían que poner carteles de Prohibido bañarse por todo el puente.
—Sí, lo único que no están buscando a ninguna nadadora.
Los dos hombres gruñeron en señal de asentimiento.
A treinta metros de los pilares del puente había dos pequeñas lanchas
fueraborda de aluminio. Dos policías, con trajes de buzo negros y con dos
botellas de oxígeno cada uno, se turnaban para sumergirse en el río, mientras
otros sujetaban cuerdas y maniobraban las lanchas en la fuerte corriente.
El Lobo Feroz observaba con detenimiento. Había algo fascinante en la forma
en que desaparecía un submarinista, dejando un rastro de burbujas y una ligera
alteración en la superficie del agua, para emerger al cabo de unos instantes,
luchando contra la fuerte corriente del río. Percibía la frustración y el
cansancio cuando sacaban a los submarinistas del agua y las lanchas se dirigían
a una ubicación distinta. «Una búsqueda por cuadrículas —pensó el Lobo Feroz—.
Procedimiento policial estándar: dividir la zona en segmentos manejables e
inspeccionar cada uno antes de pasar al siguiente.»
—¿Han encontrado algo? —preguntó a los dos hombres que sin duda llevaban
toda la mañana mirando. Utilizó un tono de mera curiosidad escogido con
cuidado.
—Algunas porquerías. Como una chaqueta de niño o algo así. Eso les ha
tenido entusiasmados un rato y los dos tipos se han sumergido unos quince
minutos. Pero nada más. Así que ahora van de un lado a otro. Supongo que con la
esperanza de tener suerte.
—A veces pesco en ese tramo —añadió su compañero—. Pero nadie es tan tonto
como para acercarse al río antes del verano, cuando baja el nivel. Al menos
nadie que quiera vivir. —Este otro viejo llevaba una gorra de béisbol con el
nombre del USS Oriskani, un
portaaviones de la época de la guerra de Vietnam, retirado de servicio, que fue
hundido para formar un arrecife artificial. La gorra tenía una visera
deshilachada. El Lobo Feroz se dio cuenta de que tenía unas manos nudosas
llenas de cicatrices, como las raíces de un vetusto roble.
—Que te lo digo yo, no van a encontrar nada —repitió el otro hombre—. Lo
único que hacen es malgastar el dinero de nuestros impuestos. Compran todos
esos sofisticados aparejos de submarinismo y no tienen oportunidad de
utilizarlos.
—Enseguida se van a rendir —dijo el de la gorra al del sombrero.
El Lobo Feroz decidió seguir observando. Pero pensó que probablemente el
viejo tuviese razón.
«No van a encontrar nada.»
«Puede —pensó—, que no haya nada que encontrar.»
Pero no estaba seguro, cosa que lo irritaba sobremanera. Sabía que la
certeza era la base del asesinato. Pequeños detalles y valoraciones exactas. A
veces se consideraba un contable del asesinato. Este era uno de esos momentos
en que la atención al detalle era decisiva. «Es como hacer una declaración de
la renta sobre la muerte.»
«Quizá la haya matado —pensó. Ciertamente la intensa presión que había
ejercido el Lobo Feroz era suficiente para empujar a una persona a suicidarse—.
Si sabes que están a punto de asesinarte, ¿no preferirías suicidarte?» Tenía
cierto sentido. Pensó en los prisioneros que esperaban su ejecución y que se
ahorcaban en sus celdas o en las personas a las que les diagnostican una
enfermedad terminal. Le vino a la mente la imagen de los desgraciados agentes
financieros y oficinistas que se lanzaron al vacío desde las Torres Gemelas el
11 de Septiembre. «La incertidumbre de esperar a que te maten puede ser mucho peor
que el dolor del suicidio.» Y sabía que Pelirroja Dos era la más débil de las
tres. Si se había tirado al río, bueno, pues era «casi» lo mismo que si la
hubiese estrangulado él. Por un momento sintió la tensión en las manos, como si
rodeasen el cuello de Pelirroja Dos y la estuviese estrangulando debajo de él.
«Verdaderamente merece la pena hacer una muesca en la pistola», se dijo,
pensando como un viejo pistolero del Oeste.
«La muerte es como la verdad. Responde las preguntas.»
Pensó que tenía que recordarlo para ponerlo en el siguiente capítulo.
Quizá pudiese revindicar legítimamente su muerte junto con el asesinato de
las otras dos. Consideró esta posibilidad y pensó que la ira que le había
embargado podría haber estado mal enfocada. «Los lectores estarán intrigados
con la idea de que he logrado que se quite la vida. Será espeluznante. Como
todas esas personas disminuyendo la velocidad en el puente para intentar ver
algo, los lectores necesitarán ver lo que sucede después. Hará que se sientan
más intranquilos por Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. Y eso supondrá que los
últimos días de las Pelirrojas que quedan sean más fáciles de manejar con una
parada menos en el camino de la muerte.»
Como un periodista que reúne los elementos de un artículo con una fecha de
entrega y que ha de ser publicado en un futuro cercano, el Lobo Feroz miró a su
alrededor. Se fijó en los policías que trabajaban en el río, contó las personas
que observaban desde el puente, se percató del equipo de noticias que guardaba
las cámaras y los aparatos de sonido y se preparaba para irse en busca de una
historia mejor y más importante. Esto le hizo sonreír. «No lo saben —pensó—,
pero esta es la mejor historia de toda la zona. Con diferencia.»
Sonrió.
«Pero esta historia es toda mía.»
El Lobo Feroz decidió que daría a los agentes que peinaban el río media
hora más para que sacasen a Pelirroja Dos de la negra corriente, pero no más.
Se instaló en su atalaya sobre el río y esperó las respuestas que en realidad
no pensaba obtener. Mientras miraba, formuló otras maneras de encontrar esas
mismas respuestas.
El director se apoyó en la puerta y esbozó una leve sonrisa a la señora de
Lobo Feroz. Parecía preocupado, tanto por el tono suave de su voz como por su
postura encorvada.
—¿Ha leído el informe del entrenador del equipo de baloncesto? Han tenido
un viaje de regreso al colegio muy movido. —Mientras decía esto negaba con la
cabeza.
En la pantalla del ordenador, la señora de Lobo Feroz tenía una copia del
informe de una sola página que el entrenador había enviado por correo
electrónico al director. Se trataba de una corta descripción, tan solo un breve
informe de las razones del retraso de su regreso después de la victoria. Tuvo
la clara impresión de que el entrenador hubiese preferido escribir sobre la
victoria, no sobre lo que sucedió después. Hizo un gesto de asentimiento al
director con la cabeza.
—Envíe una nota y un correo electrónico de seguimiento al profesor de
Historia de Jordan Ellis. Esa es la clase que tiene la próxima hora. Dígale que
envíe a Jordan a mi despacho antes del almuerzo.
—Ahora mismo —repuso la señora de Lobo Feroz jovialmente.
—Dígale que quiero verla —añadió el director después de pensar unos
segundos.
Tecleó los mensajes. Después de enviarlos, abrió el horario de Jordan en la
pantalla. Después miró el reloj de la pared y supuso que Jordan cruzaría la
puerta del despacho a las once.
Se equivocó por dos minutos.
Jordan parecía distraída, como con prisa.
La señora de Lobo Feroz adoptó su expresión más compasiva y utilizó su tono
de voz más comprensivo.
—Dios mío, anoche tuvo que ser terrible. Me imagino lo que te debiste de
asustar. Tuvo que ser horrible para ti. Y tan triste.
—Estoy bien —repuso Jordan con brusquedad—. ¿Está en el despacho? —Hizo un
gesto señalando el despacho interior.
—Te está esperando. Ya puedes pasar.
La señora de Lobo Feroz sintió cómo se le aceleraba el corazón. No se había
dado cuenta de lo emocionante que iba a ser para ella estar cerca de Jordan,
saber que era un modelo literario de una víctima de asesinato. De repente se
sintió viva, como si estuviese atrapada en el remolino de la creación de
secretos. Las respuestas hurañas de Jordan y su actitud pasota y despectiva
hicieron que la señora de Lobo Feroz asintiese con la cabeza con total
comprensión. «No me extraña que la haya elegido.» De repente encontraba cientos
de razones para matar a Jordan.
«Mátala —pensó la señora de Lobo Feroz—. En el libro.»
Las manos le temblaron ligeramente, estremeciéndose con una deliciosa
especie de intriga. «Es como si estuviese atrapada en mi propia novela», se
dijo.
La señora de Lobo Feroz sintió que resbalaba, como si se deslizase en un
mundo donde la ficción y la realidad ya no eran distintas. Era como
introducirse en un baño caliente y relajante.
Jordan pasó por delante de su escritorio a grandes zancadas y la señora de
Lobo Feroz la observó por detrás. De pronto veía la arrogancia, el egoísmo, el
aislamiento de adolescente y el carácter desagradable presentes en cada una de
sus zancadas.
Respiraba de forma superficial y tenía ganas de soltar una carcajada. Era
como cuando te hacen partícipe de un secreto enorme y maravilloso. De repente
podía imaginar todo el proceso de la escritura, convertir a una joven
privilegiada y egoísta en personaje de una novela. Era como estar presente en
la creación, pensó, aunque admitía que tal vez eso fuera exagerar un poco.
Jordan no había cerrado la puerta del despacho interior del director, que
era lo que se suponía que tenía que hacer. Normalmente, la señora de Lobo Feroz
se hubiese levantado con un bufido y la hubiese cerrado enfadada para darle
privacidad al director cuando hablaba con una alumna, especialmente una con
tantos problemas con las notas como Jordan. Se había medio incorporado en la
silla cuando se dio cuenta de que podía escuchar toda la conversación del
interior del despacho. Y en el mismo instante se dio cuenta de que quizás oyese
algo que pudiera ayudar.
«Soy mucho más que una secretaria», pensó.
Estiró la cabeza para escuchar y colocó un bloc en el escritorio delante de
ella para tomar notas.
Lo primero que escuchó fue:
—Mire, estoy bien. No necesito hablar con nadie, especialmente con un
psicólogo ultracomprensivo y tocón. —La voz de Jordan sonaba enfadada y cargada
de desprecio.
—Mira, Jordan —repuso el director lentamente—, este tipo de incidentes
traumáticos tienen repercusiones ocultas. Ser testigo del suicidio de una
mujer, como fuiste tú, no es algo intrascendente.
—Estoy bien —repitió Jordan tozuda. En su fuero interno estaba desesperada
por salir del despacho. Cada segundo que pasaba sin ocuparse de la verdadera
amenaza era potencialmente peligroso. Sabía que el único respiro lejos del Lobo
Feroz eran los momentos que pasaba en la cancha de baloncesto donde lograba
perderse en el esfuerzo. Quería gritarle al director: «¿No sabe que estoy
haciendo algo mil veces más importante que una clase o una sesión con un
psiquiatra o cualquier cosa que pueda imaginar en su pequeña mente cerrada de
colegio privado?»
No dijo nada de esto. En cambio sintió una tensión en su interior que
apretaba como un nudo y sabía que tenía que decir lo adecuado para poder salir
y regresar a otro asunto más serio que consistía en evitar ser asesinada.
—Bueno, bien, te creo —continuó el director—. Y me fiaré de tus palabras.
Pero insisto en que veas a alguien. Si lo haces y el médico te da el alta, dice
que todo está bien, entonces ya está. Pero quiero que te vea un profesional.
¿Dormiste anoche?
—Sí. Ocho horas. Dormí como un bebé. —Jordan salió con un cliché, aunque en
realidad no imaginaba que el director la creyese.
Negó con la cabeza.
—Lo dudo, Jordan —dijo. No añadió «por qué me mientes», aunque eso es lo
que le pasó por la cabeza.
Le entregó un papel.
—A las seis en punto. Esta tarde en el centro médico para el alumnado. Te
estarán esperando.
—Bueno, bueno, iré, si eso es lo que quiere —repuso Jordan.
—Eso es lo que quiero —contestó el director—. Pero también debería ser lo
que tú quieres. —Intentó decirlo en un tono más suave, más comprensivo, pero
era como tirar palabras a una playa pedregosa, pensó.
—¿Puedo irme?
—Sí. —Suspiró el director—. A las seis en punto. Y si no te presentas, nos
volveremos a ver aquí mañana por la mañana, y haremos lo mismo de nuevo, solo
que esta vez haré que te acompañen a la cita.
Jordan metió el papel de la cita en la mochila. Se levantó y salió sin
decir nada más. El director la observó al marchar y pensó que jamás había visto
a nadie tan decidido como Jordan a tirar por la borda cualquier oportunidad.
Fuera del despacho, la señora de Lobo Feroz se apresuró a anotar todo lo
que había oído. «Seis de la tarde. Centro médico para el alumnado.» Levantó la
vista cuando Jordan pasó por delante de ella y cogió el teléfono. La
adolescente ni siquiera miró en su dirección.
31
Jordan no veía nada por la ventana salvo la creciente oscuridad. El ángulo
a través del cristal mostraba canchas vacías que se mezclaban con hileras de
árboles lejanos que marcaban el principio de la zona protegida de tierra sin
explotar. Esto era algo típico en los colegios privados de Nueva Inglaterra;
preferían la imagen arbolada, aislada y boscosa que daba a los visitantes la
impresión de que no había nada que distrajese del mundo del estudio, los
deportes y las artes que el colegio promovía. Jordan sabía que en otras
direcciones había luces brillantes, música a todo volumen y los típicos
problemas que habitualmente encontraban las adolescentes. Sus problemas no
tenían nada que ver con el de ellas.
Esperó pacientemente a que la psicóloga que estaba sentada detrás del
escritorio frente a ella terminase la conversación que mantenía con un
psiquiatra local especializado en soluciones farmacológicas para los miedos
adolescentes. Discutían sobre una receta de Ritalin, el medicamento preferido
para el tratamiento por déficit de atención con hiperactividad. La psicóloga,
una mujer joven angulosa y desaliñada, probablemente tan solo unos diez años
mayor que Jordan pero que se esforzaba en parecer más madura, tenía cuidado de
no mencionar nombres porque estaba Jordan. Parece que el problema era una nueva
receta que no se debería haber extendido. Jordan sabía exactamente por qué este
alumno anónimo se había quedado sin Ritalin antes de tiempo: porque había
vendido algunas o le habían robado unas cuantas, o quizá las dos cosas. Se
trataba de una de las drogas preferidas para las fiestas.
«Diversión para algunos —pensó—, y ahora el chaval no se puede concentrar
lo suficiente para aprobar el examen trimestral de Historia.»
Tenía ganas de reír por el dilema y por la forma patética en que el alumno
había intentado convencer a la psicóloga para que le recetase más. Jordan sabía
que el colegio controlaba el número de pastillas que cada alumno «debía» tener
en un momento dado: lo justo para un respiro de la distracción una vez al día.
La psicóloga gesticuló en el aire, como si quisiese puntualizar algo y, con
el teléfono todavía en la oreja, hizo un gesto en dirección a Jordan, un
movimiento que significaba «espera un momento», y Jordan volvió a mirar por la
ventana. Distinguía su reflejo en un extremo de la hoja de cristal, pálida,
como si la imagen fuese algo diferente a Jordan. «Esa es Pelirroja Tres, no
Jordan», decidió.
La psicóloga colgó el teléfono con un coro de «de acuerdo, de acuerdo, de
acuerdo» repetidos antes de desplomarse en la silla y mirar a la adolescente.
Sonrió.
—Bueno, Jordan, háblame sobre lo que viste anoche.
«No se anda con rodeos», pensó Jordan.
—Tal vez si me diese una receta de Ritalin... —empezó Jordan.
La psicóloga fingió reírse.
—Era una conversación bastante predecible, ¿no crees?
Jordan asintió con la cabeza.
—Pero intentar sin éxito convencer al personal de que no hay necesidad de
utilizar sustancias de clase 4 no es lo mismo que ver cómo se suicida una
mujer.
«Directa al grano», pensó Jordan.
—Volvíamos al colegio en la furgoneta después del partido. Yo era la única
que miraba por la ventanilla. Vi a una mujer que se subía a la barandilla del
puente y la vi saltar. Entonces grité. Simplemente una reacción natural,
supongo.
La psicóloga se inclinó hacia delante esperando más.
Jordan se encogió de hombros.
—No es como si yo la hubiese matado.
«Pero ahora ella es libre», pensó Jordan. Era como ver a alguien que recibe
un regalo que le hace una ilusión especial. Envidiaba a Pelirroja Dos.
Jordan se revolvió en su asiento. La psicóloga le hacía más preguntas,
pretendiendo averiguar los sentimientos, las impresiones. Era inevitable que
intentase encajar esta conversación con una discusión sobre sus padres, sus
notas y su mala actitud. Jordan ya se lo esperaba y contestó de la forma más
escueta posible. Solo quería irse de la consulta con el mínimo daño posible y
retomar la tarea de salvar su vida. Estaba dispuesta a decir cualquier cosa, a
comportarse como fuese necesario o a actuar de la forma más indicada para
lograrlo.
«Nada de lo que diga aquí significa nada.»
Por un instante se planteó contarle todo a la psicóloga: las cartas. El
vídeo. Todo lo que suponía haberse convertido en Pelirroja Tres. Era como
contarse un chiste y tuvo que reprimir una sonrisa.
«¿Y qué hará? Pensará que estoy loca. O quizá llame al director. Es una
idiota bien intencionada y llamará a la policía. Más idiotas bien
intencionados. Y entonces el Lobo Feroz simplemente desaparecerá en el bosque y
esperará hasta que vuelva a estar sola y pueda hacer lo que le dé la gana. Quizá
me dé un año o dos y después volveré a ser Pelirroja Tres de nuevo. Y sé lo que
él hará entonces.»
Jordan se oía a sí misma contestando a las preguntas de la psicóloga, pero
apenas prestaba atención a lo que ella decía. Las palabras que pronunciaban sus
labios eran inconsistentes y débiles y no guardaban una verdadera relación con
lo que le estaba sucediendo. Creía que el hierro forjado y el acero verdaderos
estaban en su interior, bien guardados por el momento, reservados para cuando
los necesitase de verdad. «Que será bastante pronto —pensó.
»El Lobo Feroz es nuestro problema —se dijo—. Y lo resolveremos nosotras.»
Sonrió a la psicóloga, preguntándose despreocupadamente si una sonrisa era
justo la reacción adecuada, pensando que quizá la forma más rápida de salir de
la consulta y de la visita sería admitir un pequeño trauma para que la
psicóloga tuviese algo de lo que escribir en un informe para enviarle al
director y que todo el mundo pensase que estaban haciendo su trabajo. De manera
que Jordan se planteó durante un instante esta posibilidad y dijo:
—Me da un poco de miedo tener pesadillas. Me refiero a que veo a esa pobre
mujer al saltar. Fue tan triste. Sería terrible estar así de triste.
La psicóloga asintió con la cabeza. Escribió algo en un bloc de notas.
«Pastillas para dormir —pensó Jordan—. Me va a recetar somníferos. Pero solo un
par para que no pueda suicidarme.»
Sobre la entrada del centro médico había una única luz tenue y Jordan se
detuvo un instante al salir para contemplar la noche que se extendía ante ella.
El edificio estaba encajado en una bocacalle de una de las zonas menos
concurrida del campus, de manera que Jordan supo que tendría que pasar por una
zona en penumbra a esas horas para llegar a un lugar donde hubiese estudiantes
por los senderos.
De pronto, sintió una vacilante sensación de soledad, como si la oscuridad
tuviese la misma cualidad trémula e incierta que las olas de calor en una
calzada un abrasador día de verano. Esto no tenía sentido para Jordan; hacía
frío. Tendría que haber sido un mundo de claridad casi helada, pero no lo era.
Al salir, encogió los hombros para protegerse del frío que había arreciado
y avanzó con premura.
No había dado más de media docena de pasos cuando vio la figura en las
sombras, en el lugar donde un roble grande rozaba contra la parte trasera de
uno de los edificios de clases ahora vacías.
Fue como ver a un fantasma. A punto estuvo de tropezar y caer. Tuvo la
típica sensación de que el corazón se le paraba y todo empezaba en el mismo
microsegundo.
La figura iba vestida de negro. Una bufanda y un gorro escondían su rostro.
El único rasgo que parecía brillar con vida eran sus ojos.
Jordan levantó una mano, moviéndola a través de la noche delante de ella,
como si quisiese borrar la visión. La figura permaneció quieta, mirándola.
Lentamente, vio cómo el hombre levantaba la mano y la señalaba.
La voz parecía amortiguada, como si la brisa la hubiese llevado hasta ella
desde varias direcciones diferentes.
—Hola, Pelirroja Tres.
Una parte de su ser se quedó clavada. Otra entró en pánico, como si se
hubiese soltado de algún amarradero en su interior. Quería echar a correr, pero
tenía los pies pegados al suelo. Era como si el miedo hubiese dividido su
cuerpo en dos y como gotas de mercurio que caen en el suelo y se dispersan,
partes de Jordan se desperdigaban en diferentes direcciones. Por su cabeza
pasaban órdenes contradictorias, todas fuera de control. Sintió que la
debilidad de sus rodillas se extendía como una infección por todo su cuerpo y
pensó que se desmoronaría en el suelo, se acurrucaría en posición fetal y
simplemente esperaría. «Ha llegado el momento —pasó por su cabeza, seguido de—:
¡me va a matar ya!»
Jordan retrocedió tambaleándose, como si la hubiesen golpeado.
La figura pareció deshacerse en el grueso tronco negro del árbol. Era como
si Jordan ya no pudiese enfocar la mirada, ya no pudiese diferenciar entre una
persona y una sombra. Sin darse cuenta, levantó los dos brazos y los mantuvo
así delante de su rostro, como si quisiese protegerse de un golpe.
Un extraño sonido la rodeaba, al principio no lo reconoció, pero de repente
se dio cuenta de que era su respiración, superficial, áspera y convertida en un
gimoteo infantil.
Miró a su alrededor descontrolada, pensando «que alguien me ayude», pero no
lograba formar estas palabras con la lengua y los labios para después
gritarlas. No había nada excepto oscuridad y silencio. Cuando dirigió de nuevo
los ojos a la figura, ya no estaba. Como si se tratase del espectáculo de un
mago, había desaparecido en las sombras.
«Corre», gritó para sus adentros.
Apenas fue consciente de haber dado la espalda al lugar donde había visto
la figura y se había lanzado hacia delante.
Era una atleta y era rápida. Daba igual que llevara la mochila cargada de
libros o, dado el caso, los tacones de una reina del baile de fin de curso. No
había hielo en los senderos y daba unas zancadas cada vez más largas. Sus pies
machacaban el macadán negro del sendero con un crujido que parecían disparos
que se oyen a lo lejos. Movió los brazos y corrió a toda velocidad, la
desesperación le hacía ganar rapidez y lo único que era capaz de pensar era que
no lograría ser lo bastante veloz. Notaba al lobo detrás de ella, acortando la
distancia, intentando morderle los talones con las fauces, los dientes
acercándosele. La sensación de que solo le quedaban segundos de vida la
destrozó y quiso gritar que no era justo, que quería vivir, que no quería morir
allí, esa noche, en un colegio que odiaba, rodeada de personas que no eran sus
amigos. Jadeando pronunció las palabras: «¡Mamá, socorro!» A pesar de que sabía
que su madre no podría ayudarla, porque nunca había ayudado a nadie salvo a sí
misma. Se sintió como una niña pequeña, poco mayor que un bebé, impotente e
indefensa, aterrorizada y asustada de la oscuridad, de los truenos, de los
relámpagos, a pesar de que el mundo a su alrededor todavía permanecía en calma.
Justo en el instante en que notó una mano que la agarraba por detrás,
tropezó. Parecía que todo le daba vueltas y se cayó, despatarrada como un patinador
que pierde el equilibrio. Extendió las manos para protegerse de la caída y dio
un pequeño grito. La superficie dura del sendero le había arañado dolorosamente
las palmas y se había golpeado la rodilla. Le dolía todo el cuerpo y se quedó
aturdida durante unos instantes. Estaba boca abajo sobre la tierra fría, pero
tuvo la sensatez de darse la vuelta y darle una patada al lobo que sabía que le
había mordisqueado los tobillos y la había hecho caer. Podía oír sus gritos
«¡Largo! ¡Largo!», como si viniesen de otro lugar y no de ahí en ese mismo
instante. Todo parecía deshilvanado, inconexo, irreal y extraño.
Devolvió los golpes. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Dio puñetazos,
luchó utilizando todos los músculos, los tendones tirantes hasta el límite,
golpeando la oscuridad que la amenazaba. Sintió que sus manos golpeaban el
pelo, la piel y los dientes desnudos y afilados que la desgarraban; sintió la
saliva y la sangre caliente que le salpicaban en la cara, impidiéndole ver
bien. Sintió que la agarraban y la levantaban y ella arañaba y rasgaba,
utilizando hasta la última fibra porque no estaba dispuesta a morir ahí. Luchó
con todas sus fuerzas.
Contra nada.
Tardó unos segundos, segundos que parecieron mucho más que cualquier
espacio de tiempo que Jordan había experimentado jamás, incluso el final de un
partido reñido, donde la tensión y el tiempo se fundían para que todo pareciese
ir más deprisa o más lento, como si las reglas de la naturaleza hubiesen
quedado suspendidas, en darse cuenta: «Estoy completamente sola.»
«Nada de lobo.»
«Nada de asesino.»
«Nada de morir.»
«Al menos no todavía.»
Jordan estaba tumbada despatarrada sobre el suelo frío. Sentía el calor que
emanaba rápidamente de su cuerpo. Miró el cielo negro de la noche y vio
estrellas que parpadeaban. Cerró los ojos y escuchó. Sonidos familiares
abarrotaban su oído: un coche lejano que aceleraba, estudiantes ruidosos en el
internado, unos pocos acordes de una guitarra eléctrica acompañados de las
fuertes notas de un saxofón. Cerró bien los ojos, antes de abrirlos de golpe.
«Pasos.»
Dio un grito ahogado de nuevo y se sentó. Miró a la derecha y después a la
izquierda, girando la cabeza de un lado a otro.
«Nadie.»
—Pero le he oído —murmuró en alto, como si estuviese discutiendo consigo
misma. Pelirroja Tres pensaba una cosa. Jordan Ellis pensaba otra.
Escuchó atentamente e imaginó que oía un lejano y mortecino aullido de lobo
inconfundible, imposible. Sabía que tenía que ser una alucinación, pero a ella
le parecía real. Era como estar atrapada en una época diferente, en un mundo
distinto donde los depredadores merodeaban a sus anchas después del atardecer.
Sabía que formaba parte de la vida moderna, con todas las luces y la energía
del progreso, pero que el grito desesperado que había escuchado con claridad
pertenecía a una época muy distinta. Existía y no existía a la vez.
Jordan se puso de pie como pudo. Tenía los vaqueros desgarrados y sentía la
sangre pegajosa en las palmas de las manos y en la rodilla. Con urgencia buscó
entre las sombras a su alrededor otra señal del Lobo Feroz.
Pero solo encontró sombras negras.
Jordan notaba cómo el miedo desaparecía y la urgencia lo reemplazaba y
empezó a correr de nuevo. Pero esta vez el ritmo era más controlado,
sencillamente sabía que tenía que regresar a algún lugar iluminado lo antes
posible.
Cuando el móvil sonó en su bolso, Pelirroja Uno estaba de pie en el rellano
de la escalera que bajaba hasta el sótano y llevaba una bandeja con una
ensalada, un sándwich de jamón y una botella de agua. Había llamado a Pelirroja
Dos, que la esperaba abajo, fuera de la vista, oculta de las miradas fisgonas.
Dejó la bandeja y sacó el teléfono de la cartera.
—¿Sí? ¿Jordan? —contestó Karen.
—Estaba aquí, estaba aquí mismo, me estaba esperando y me ha perseguido, al
menos, eso creo, pero he conseguido escapar. O quizá, no lo sé... —Jordan
hablaba deprisa, excitada, las palabras apenas se entendían, pero el impacto
era inconfundible.
La voz de la adolescente se fue debilitando hasta acabar en una confusión
silenciosa.
La racionalidad de la doctora tomó el relevo.
—¿Qué has visto exactamente?
—Estaba en el centro médico. Me han obligado a ver a una psicóloga porque
creen que estoy traumatizada después de haber informado del suicidio de
Sarah...
—Aunque tú sabías...
—Sí, claro, yo sabía que ella estaba bien, ese era el plan, pero cuando
salí había un hombre entre las sombras, lo vi, pero después ya no estaba
allí...
—¿Estás segura?
Pelirroja Tres dudó. Jordan no estaba en absoluto segura de nada. El miedo,
lo entendía, crea confusión. Así que no fue completamente honesta.
—Sí. Estoy segura. Bastante segura. Me habló. Le oí llamarme Pelirroja
Tres. Al menos, eso creo que oí.
—¿Cómo podía saber que estabas en el centro médico?
—No lo sé. Tal vez me había seguido antes y yo no me había dado cuenta y se
limitó a esperarme fuera.
—De acuerdo —repuso Karen con lentitud.
—¿Karen? —dijo Jordan bruscamente.
—¿Sí?
—Me siento muy sola.
Karen quería decir algo reconfortante, pero no se le ocurría ninguna
palabra que pudiese ayudar. En cambio, la cabeza le bullía de ideas.
—¿Estás segura de que era él?
—Sí. Todo lo segura que puedo estar.
—No estás sola. Estamos en esto todas juntas —añadió Karen, aunque en
realidad no lo creía—. Mira, Jordan, aguanta. Te llamaré más tarde. —Cerró el
teléfono y miró a Sarah.
»Coge tus cosas —dijo, con la brusca decisión de un capitán marino—.
Tenemos un par de minutos. El Lobo Feroz ha estado siguiendo a Jordan, así que
sabemos que ahora mismo no está aquí fuera. Tenemos que irnos.
—¿Jordan está bien? ¿Crees que deberíamos ir a verla?
—Estaba asustada. Pero se le pasará, creo. Tenemos que seguir con el plan.
No puede enterarse de que estás viva. Tenemos que mantenerte oculta. Es la
única forma.
Sarah asintió con la cabeza. Todo lo que tenía era una pequeña talega de
lona con algunas prendas que Karen le había dejado, el ordenador portátil de
Karen y algunas hojas de papel llenas de información sobre una mujer fallecida
llamada Cynthia Harrison. También llevaba el revólver de su difunto marido. Ese
revólver era lo único de la vida pasada de Sarah Locksley que permanecía
intacto.
Las dos mujeres, que se movían lo más rápido posible y comprendían que algo
había pasado esa noche que debería asustarlas, salieron de la casa como una
exhalación y cruzaron a toda prisa el jardín hasta el coche de Karen. Esta
introdujo la llave en el contacto y al acelerar las ruedas giraron sobre el
camino de entrada de tierra y grava.
—Te están esperando en cualquier momento —dijo—. Y aunque él sospeche algo,
ya no sabrá dónde buscar. Al menos estarás a salvo mientras hacemos lo que
debemos hacer.
Ni Pelirroja Uno ni Pelirroja Dos se creían por completo esta afirmación.
Quizá, pensaban ambas, tal vez pequeñas partes de sus vidas podrían estar
seguras.
Pero toda no.
La puerta principal se cerró con un golpe sordo. Oyó lanzar una chaqueta al
colgador y guardar las botas en un armario.
—Hola, cariño. Siento haber llegado tarde.
—No te preocupes. La cena estará lista en un par de minutos.
—Quiero tomar unas cuantas notas y luego salgo.
—¿Qué tal ha ido?
—Guay. Muy guay. He ido a la cita como me dijiste. La he visto entrar. Fue
fantástico. Fantástico de verdad. El tipo de escena que ayudará de veras al
libro. Me hubiera gustado poder entrar en la consulta con ella para escuchar lo
que decía. Pero eso me lo puedo inventar, no es problema. Conseguir plasmar
bien el lenguaje de los adolescentes es todo un reto. Vaya, lo ha sido desde
que J. D. Salinger en cierto modo definiese el género entero. Pero añadir estos
pequeños detalles es lo que da vida a la historia. La verdad es que te debo
una.
La señora de Lobo Feroz sintió una oleada de placer. Cuando le llamó no
estaba segura de si su marido iba a estar interesado en la cita. Ahora sentía
que realmente formaba parte del proceso creativo.
—Eso es lo que esperaba. Por eso te llamé. Así que si me debes un favor,
¿fregarás los platos esta noche?
El Lobo Feroz besó a su mujer en la mejilla, después le pellizcó el trasero
y ella dio un pequeño chillido de placer y le pegó en la mano con una
indignación fingida.
—Sí. Por supuesto. —Los dos se rieron—. Solo voy a apuntar algunas ideas
para el próximo capítulo, me lavo y estoy listo para cenar. Me muero de hambre.
El Lobo Feroz estaba sorprendido del hambre que tenía. Acercarse tanto a
Pelirroja Tres, aunque solo hubiesen sido unos pocos segundos, le había
provocado un hambre atroz. Sintió una sensación paralela de deseo; era todo lo
que podía hacer para no agarrar a su mujer y arrancarle la ropa. Se maravilló
ante la intensidad de sus sensaciones. «La pasión y la muerte van de la mano»,
pensó.
—¿Pronto me dejarás leer un poco más?
Sonrió.
—Pronto. Cuando esté más cerca del final.
Hubo un momento de duda en la cocina, cuando el Lobo Feroz hizo una pausa,
antes de dirigirse a su despacho. Volvió la vista atrás para mirar a la señora
de Lobo Feroz que estaba de pie delante de la cocina, removiendo el arroz que
hervía en una cazuela. Tarareaba una canción y él intentó reconocer cuál. Le
resultaba familiar y estaba a punto de recordarla. Solo necesitaba oír unas
cuantas notas más. Miró a su alrededor durante unos instantes. Vio la mesa
puesta con dos cubiertos y olió el pollo que se asaba en el horno. Se deleitó
con la casi aplastante normalidad de toda la escena. «Eso es lo que hace que
asesinar sea especial —pensó—. En un momento dado estás sentado en la cabina
cumpliendo con tu rutina, completamente prosaica, comprobaciones previas al
vuelo hechas un millón de veces, y al cabo de un minuto estás acelerando por la
pista de despegue, ganando velocidad e impulso para despegar hacia algo
completamente diferente cada vez. Te liberas de todas las ataduras terrenales.»
La señora de Lobo Feroz golpeaba el borde de la cazuela que hervía a fuego
lento con una cuchara de palo grande. Como un batería que intenta capturar un
ritmo esquivo, se dio cuenta de que el ritmo de su vida había cambiado de una
forma misteriosa y agradable. «Escribir, asesinar y amar —pensó—, todas son a
su manera exactamente la misma cosa, como diferentes puntadas en la misma
tela.» Golpeó el borde de la cazuela con el mango de la cuchara con una
secuencia conocida: bum, pam bum, pam bum bum. El famoso compás del bajo de Not Fade Away, la canción de Buddy Holly
tantas veces versionada.
32
Durante los días siguientes, el Lobo Feroz vio todos los noticiarios, leyó
todos los artículos en los periódicos locales, incluso puso la emisora de radio
local con la esperanza de descubrir dónde paraba Pelirroja Dos. Diligentemente,
procuró pasar por el lugar del suicidio a menudo, para ver si la policía había
descubierto el cadáver. Se enfadó cuando pareció que habían desistido de
buscarla. Eso no quería decir que no estuviese en el fondo del río. Maldijo a
los policías y pensó que eran unos incompetentes. Necesitaba respuestas y se
suponía que ellos debían dárselas.
Dos noches después de haber seguido a Pelirroja Tres hasta el exterior del
edificio del centro médico —un delicioso punto álgido—, pasó una hora
frustrante caminando por el vecindario de Pelirroja Dos. En su casa las luces
estaban apagadas y lo habían estado desde la noche en que presuntamente había
saltado y no vio ningún signo de vida, salvo un ramo de flores blancas que
alguien había dejado apoyado en la puerta principal. Las flores ya empezaban a
marchitarse.
Parado en la calle al lado de la casa, se dio cuenta de que ya no tenía que
esconderse de ella. Se había ido, eso estaba claro.
Estaba enfadado y se sentía engañado.
La noche anterior había dejado la compañía de su mujer y se había encerrado
en su despacho. Había comprobado dos y tres veces su extenso informe sobre
Pelirroja Dos. Nada en su investigación sugería que alguien, familiares lejanos
o amigos ocasionales, la hubiese acogido para esconderla de él. Se reprendió
porque imaginaba que, de algún modo, se le había pasado alguna conexión.
Pero entonces recordó las tumbas con los dos nombres, que ahora esperaba un
tercero. Esos dos nombres eran la principal razón por la que se le había
ocurrido escoger a Pelirroja Dos. «Nunca, nunca, los abandonaría. No podía.
Solo había dos maneras de unirse a ellos: yo o ese dichoso puente sobre ese
maldito río.»
Para el Lobo Feroz era algo doloroso. Sabía que había hecho todo lo
necesario para abocarla al suicidio. Pero creía que había sido lo bastante
listo como para llevarla justo al borde, de manera que cuando él llegase a su
lado, por extraño que parezca, ella aceptaría la muerte.
Sabía que esto suponía un reto literario. Sus lectores querrían saber cada
paso que había dado. Querrían experimentar la tensión y sentir la opción por la
que Pelirroja Dos se había inclinado. Morir de una manera. O morir de otra.
«Siempre hay que pensar en los lectores», recordó.
Hizo las comprobaciones rutinarias con Pelirroja Uno. Parecía que
continuaba con su día a día, como había sospechado que haría. Por muy asustada
que estuviese por la muerte de Pelirroja Dos, entendía que Pelirroja Uno
encontraba seguridad manteniendo una fachada normal, algo que a él le
tranquilizaba. Ya no frecuentaba los clubes de la comedia ni siquiera se fumaba
un cigarrillo a escondidas en un aparcamiento. «Demasiado asustada para
permitirse una adicción», pensó. Llegaba al trabajo temprano y se quedaba hasta
tarde y después se iba en coche directamente a casa. Esto le complacía. Y no
creía que Pelirroja Tres fuese a huir. «Ese es uno de los grandes misterios de matar
—pensó mientras observaba la casa a oscuras de Pelirroja Dos—. Nuestro lado
racional piensa que podemos huir, escondernos, pedir ayuda a los amigos y, de
alguna forma, tomar medidas para mantenernos a salvo. Sin embargo nunca lo
hacemos. Cuando la distancia entre el cazador y la presa se va estrechando, uno
se muestra más centrado, más experto y con una mayor determinación, mientras
que el mundo del otro se empequeñece cada vez más, se deteriora y cada vez le
cuesta más pensar con claridad.»
Pensó en los documentales del Discovery Channel de leones que persiguen a
antílopes o de lobos como él que siguen a los caribúes. Las presas corren como
locas de un lado a otro, aterrorizadas, descontroladas. El cazador se acerca de
forma singular, cortando todas las posibilidades de huida. Decidido. Directo.
No pensaba que él fuese diferente. Tenía que subrayar ese punto en la novela.
Se le ocurrió un pensamiento extraño: «Los leones dejan que las leonas
cacen, pero son los primeros en devorar a la presa.» Se preguntó si los lobos
harían lo mismo. «No lo creo. No somos perezosos.»
El Lobo Feroz dirigió una última mirada furtiva a la casa de Pelirroja Dos.
No creía que fuese a regresar otra vez, sin embargo en ese mismo instante tuvo
la sensación de que apenas lograba apartarse de allí. Recordó el placer que le
había procurado pasar con el coche por delante de la casa de Pelirroja Dos y
espiarla durante semanas y meses. Le costó pensar que esa fase había tocado a
su fin. Era hora de irse a casa, pero no podía sacudirse la sensación de que
algo quedaba incompleto. Esperaba que asesinar a Pelirroja Uno y a Pelirroja
Tres le produciría el placer que ansiaba. Pero por primera vez estaba
preocupado. Arrastraba los pies por la acera y sintió que su paso perdía
alegría. Mientras regresaba al coche hablaba entre dientes.
—Has trabajado muy duro y entonces se presenta algo inesperado y lo
fastidia todo.
Pensó que no tenía que ser tan severo consigo mismo. Todo estaba saliendo
según lo planeado. Dejó que su creciente enfado definiese su insistencia en que
nada más podía fallar. Citó al poeta erróneamente en voz alta: «Oh, los mejores
planes de ratones y hombres a menudo se extravían.»
El Lobo Feroz soltó una carcajada. «Flexibilidad —pensó. Tenía que escribir
algunas páginas sobre la flexibilidad—. Estar preparado para lo inesperado. No
importa que las cosas salgan según lo previsto, siempre hay que estar preparado
para los cambios repentinos.»
Cuando llegó al coche, se desplomó en el asiento como si estuviese
exhausto.
—Ahora ya solo faltan unos días —dijo de nuevo en voz alta aunque estaba
solo. Le gustaba la contundencia de su voz. Cuando puso la marcha, empezó a
pensar en armas y ubicaciones. Durante unos instantes pensó que debería dividir
el manuscrito en dos partes: «La caza» y «El asesinato».
Karen estaba sentada con remilgo enfrente del director de la funeraria.
—Se trata de una petición inusual —titubeó—, pero no imposible.
El despacho tenía un apropiado tono sombrío, mucha madera oscura y ventanas
sombreadas que evitaban que entrase demasiada luz. El director era un hombre
calvo, bajo y robusto de dedos regordetes, que incluso con su impecable traje
negro parecía un hombre simpático. «Un fuerte apretón de manos, una sonrisa
cálida y una voz entusiasta cuando el asunto es la muerte», pensó Karen. Había
esperado un cliché, un hombre estilo Uriah Heep, alto y cadavérico de voz
profunda.
—Simplemente un funeral muy reducido —dijo Karen—. Me temo que desde el
accidente que la dejó viuda, Sarah abandonó todas sus amistades. Estaba sola y
muy aislada. Pero eso no quiere decir que no haya algunos amigos que quieran
darle el último adiós. Tal vez algunos maestros con los que trabajó o algunos
compañeros de su marido del parque de bomberos.
—Sí, cierto —añadió el director de la funeraria—. ¿Y la familia?
—Desgraciadamente está muy esparcida. Era hija única y sus padres ya
fallecieron. Y los primos que le quedan no quieren aceptar la realidad de su
muerte. O puede que simplemente les dé igual.
Karen evitó utilizar la palabra «suicidio», como sabía que también la
evitaría el director de la funeraria.
—Es una pena —manifestó el director, aunque implicaba lo contrario, que
todo sería mucho más fácil.
—Pensé en hacerlo en mi casa, ¿sabe? —continuó Karen—, una sencilla reunión
para hablar de nuestro cariño por la difunta, pero me pareció que resultaría
demasiado informal.
Ella sabía que al director no le iba a gustar esta sugerencia.
—No, no, en la iglesia o en una de nuestras salas pequeñas es mucho mejor.
He visto que en muchos casos personas que dejaron de ver a sus amigos se
sorprenderían de la gran concurrencia.
«Eso, se sorprenderían si no estuviesen muertas», pensó Karen. Asintió.
—Cuánta razón tiene —añadió. «Y en mi casa no cobraría»—. Entonces, ¿me
puede enseñar las salas disponibles?
—Por supuesto —repuso el director con una sonrisa—. Permítame que traiga
los horarios también.
Condujo a Karen por un pasillo estrecho y enmoquetado con una moqueta
gruesa y con las paredes pintadas en sombríos tonos de blanco roto. Se detuvo
al lado de un conjunto de puertas dobles con una placa con la leyenda: Sala de
la paz eterna.
—¿Ataúd?
—No —contestó Karen—. La policía todavía no ha recuperado el cadáver, si es
que alguna vez lo recupera. He pensado que bastan unos arreglos florales
alrededor de un montaje fotográfico.
Asintió con la cabeza.
—Ah, quedará precioso.
Karen tuvo la impresión de que podría haber dicho: «Quiero mostrar unas
películas pornográficas caseras», y él hubiese contestado: «Ah, quedará
precioso.»
El director le sujetó la puerta para que pasara.
Era una sala con asientos para unas cincuenta personas. En las paredes,
unos altavoces empotrados emitían suave música funeraria de órgano. En las
esquinas había jarrones para poner flores. Resultaba muy artificial y sin alma.
Karen pensó que era perfecta.
—Oh, está muy bien —exclamó, mientras en su fuero interno pensaba que si el
Lobo Feroz lograba asesinarla, no podría imaginar un lugar peor para yacer en
capilla ardiente. «Dios santo, espero que si gana él, alguien coja mi cuerpo
sin vida y lo suba a un escenario y convoque a todos los cómicos del país para
que se pasen por allí y hagan los peores chistes, lo más escandalosos posible,
para que todo el mundo se divierta a mi costa.»
»Bonitas cortinas —comentó, mientras señalaba la parte trasera. Eran de
imitación a seda.
—Sí —repuso el director—. Dan a una pequeña sala que hay detrás. Ya sabe,
algunas familias necesitan más privacidad.
—Por supuesto —dijo Karen. Pensó que eran perfectas para lo que tenía
planeado.
Como el Lobo Feroz, Pelirroja Tres pensaba en armas mientras la furgoneta
del colegio entraba en el aparcamiento del centro comercial.
—Ya sabéis, solo dos horas, comprobad ahora los relojes —anunció un
profesor joven, mientras abría la puerta para que saliese la docena de alumnos
que iba en el vehículo—. Y no os separéis. Portaos bien. Y que nadie se meta en
problemas.
El colegio llevaba regularmente a los alumnos al centro comercial para ir
de compras. Jordan pocas veces se había apuntado a este tipo de excursiones. No
le gustaban en especial las luces brillantes y la música enlatada que llenaban
el lugar, tampoco disfrutaba mirando escaparates o probándose lo que se suponía
era moda para adolescentes, pero que en general era ropa llamativa y barata.
El profesor, un joven de treinta y pocos que impartía Geografía, se tomaría
un café demasiado caro y buscaría un lugar en la zona de restaurantes para leer
y esperar a que pasasen las dos horas. Su función consistía principalmente en
contar cabezas y en hacer que se cumpliesen las normas del colegio o del centro
comercial.
La intención de Jordan era básicamente saltarse una norma importante.
Llevaba en el bolsillo una de las tarjetas de crédito de Pelirroja Uno e
instrucciones específicas sobre qué artículos comprar. No tenía demasiado tiempo,
no solo porque el profesor había puesto una hora límite en el centro comercial,
sino porque Jordan sabía que después, más tarde, Karen llamaría a la central de
tarjetas de crédito para decir que había perdido la tarjeta o que se la habían
robado y la cancelaría.
Su primera parada fue una tienda de electrónica. La cámara de vídeo que el
vendedor tenía tantas ganas de vender era un poco más grande que un teléfono
móvil y se podía manejar con una sola mano. Como accesorio, tenía también un
gran angular y a Jordan le pareció que podía ser útil. Enseguida le aceptaron
la tarjeta de crédito de Pelirroja Uno y le empaquetaron la compra.
Su siguiente tarea no la había comentado con Karen. Se sintió un poco
culpable al entrar en la tienda de ropa. Se trataba de una tienda elegante,
dirigida a una clientela de jóvenes profesionales. Fue directamente a las
estanterías de jerséis caros de cachemir y de algodón y escogió uno que le
gustó, un jersey negro de cuello alto de su talla. Lo llevó a la caja, donde
una chica apenas mayor que ella esperaba detrás del mostrador.
—Es un regalo para mi madre —dijo Jordan con una sonrisa falsa.
La cajera pasó la tarjeta de crédito.
—¿Quieres una caja de regalo? —preguntó.
—Sí —repuso Jordan. Había contado con este pequeño detalle, que las tiendas
del centro comercial ya no empaquetaban los artículos en cajas para regalo.
Ahora se limitaban a poner una caja doblada y el jersey en una bolsa de papel
con el logo de la tienda.
Jordan firmó el recibo con un garabato que imitaba el nombre de Karen. Echó
un vistazo al reloj. Tenía que darse prisa.
Hizo una parada rápida en una papelería y compró una felicitación de
cumpleaños, un llamativo papel plateado y celo. Después caminó con paso
decidido por los pasillos del centro comercial hasta el otro extremo donde se
encontraba una tienda grande que pertenecía a una cadena especializada en
artículos deportivos. Rodeada de camisetas Nike, Adidas y Under Armor,
sudaderas y maniquíes vestidas con prendas para correr de última moda, Jordan
fue directamente a la sección de caza y pesca. El dependiente, un hombre de
mediana edad, estaba oculto entre prendas de camuflaje, cañas de pescar y cebos
y kayaks en brillantes colores rojos, azules y amarillos, con montones de
chalecos de seguridad y cascos para kayak distribuidos por las paredes.
—Hola —saludó Jordan con energía—. ¿Podría ayudarme?
El dependiente no parecía estar demasiado ocupado. Levantó la vista
mientras ponía los precios a los arcos y las flechas y Jordan se dio cuenta de
que enseguida había decidido no hacerle caso. Las adolescentes como ella solían
ir a la sección de las zapatillas de correr o buscaban auriculares para un
iPod.
—A mi padre le gusta mucho cazar y pescar —dijo Jordan riendo. Quiero
comprarle algo para su cumpleaños.
—Bien, ¿qué tipo de regalo? —preguntó el dependiente.
—Le encanta traer pescado fresco a casa para la cena —repuso—. Tiene una
barca de pesca.
El padre de Jordan era un ejecutivo de una sociedad de inversión en Wall
Street. Que ella supiera, nunca había pasado una noche al aire libre y evitaba
dejar su despacho para cualquier cosa más rústica que una comida de negocios y
un par de martinis en un restaurante francés.
Señaló un expositor.
—¿Qué le parece algo así? ¿Cree que utilizará uno de esos?
El dependiente siguió su mirada.
—Bueno —repuso—, no hay pescador al que le guste llevar la pesca a casa que
no tenga uno. Son muy buenos. De lo mejor. Un poco caros, pero le encantará.
Jordan asintió con la cabeza.
—Pues eso es lo que me voy a llevar.
El dependiente cogió del expositor el cuchillo para filetear con hoja de 20
cm.
—Son suecos y tienen una garantía indefinida de afilado.
Jordan admiró la hoja estrecha y curvada y la empuñadura negra. «Como una
cuchilla», pensó.
No le quedaba mucho tiempo antes de que el profesor empezase a recoger a
los alumnos para llevarlos en la furgoneta de regreso al colegio, así que
deprisa se dirigió a los aseos de señora de la segunda planta, pues pensó que
estarían menos concurridos que los más cercanos a la zona de restaurantes de
mayor tamaño. Entró corriendo y para su alivio, no había nadie.
Cogió el cuchillo de pescar de la bolsa de plástico y sacó la hoja de la
funda de cuero. Cogió un pañuelo de papel y lo cortó con facilidad. Después,
blandió el cuchillo en el aire, como un espadachín. «Me servirá», pensó. A
continuación, con cuidado, lo deslizó entre los pliegues del jersey negro de
cuello alto. Colocó el jersey en la caja que le habían dado en la tienda.
Después, trabajando lo más rápido posible, cogió el papel de vivos colores y el
lazo y envolvió el paquete, cerrando todos los pliegues con celo. Cogió la
tarjeta de felicitación y en su interior escribió: «Feliz cumpleaños, mamá.
Espero que todo vaya bien. Con cariño, Jordan.» La puso en un sobre y lo pegó
con celo en el paquete.
El colegio no permitía que los alumnos tuviesen armas de ningún tipo, pero
Jordan sabía que necesitaba una. No tenía intención de enviar el jersey a su
madre, además faltaban muchos meses para su cumpleaños. Pero ningún profesor le
pediría que desenvolviese un paquete así e incluso si lo hiciese, echaría un
vistazo al jersey pero no miraría entre los pliegues para ver si había algo
más.
Jordan se preguntó si el Lobo Feroz sería tan buen contrabandista como
ella.
Intentó recrear la sensación de clavarle un cuchillo de pescar entre las
costillas y hasta el corazón. «Clávaselo por debajo del esternón —pensó—.
Tienes que ser implacable. Clavarlo con todo tu peso y con todas las fuerzas
que seas capaz de reunir y sin titubear. Mátalo antes de que te mate él a ti.»
La idea de sorprender al Lobo Feroz con un arma tan letal como un cuchillo de
pescar le dio una sensación de seguridad, aunque, en su asesinato imaginario,
el Lobo Feroz, cada vez que imaginaba en su mente un enfrentamiento, siempre
estaba mal preparado y a su merced. Y cuando imaginaba su encuentro cara a
cara, el Lobo Feroz nunca llevaba una pistola o un cuchillo o cualquier otra
arma. En su imaginación, Jordan no lograba exactamente reconstruir cómo
conseguía tener ventaja, solo sabía que tenía que encontrar una manera.
Una de las primeras cosas que Sarah notó sobre Lugar Seguro fue que algunas
de las leyes comunes que la gente normalmente da por hechas, se ignoraban por
completo. Esto le gustó. Tenía toda la intención de saltarse otras normas en
los días venideros.
Por ejemplo, cuando se encorvó sobre el ordenador portátil y empezó a
construir una nueva identidad con la información sobre Cynthia Harrison que
Pelirroja Uno le había proporcionado, pensó que tendría que mantener en secreto
lo que hacía, y entonces descubrió que el personal que trabajaba en el centro
de acogida era experto en crear identidades nuevas a partir de estelas
electrónicas.
En poco tiempo, la habían ayudado a conseguir una copia de la partida de
nacimiento de Cynthia Harrison, en la pequeña ciudad donde había nacido la
mujer fallecida, que posteriormente lograron legalizar ante notario y así tener
una maravillosa copia mágicamente oficial. Solicitaron una nueva tarjeta de la
seguridad social y mediante mareantes tejemanejes informáticos tramitaron un
nuevo carné de conducir. Y con algo de efectivo que Karen le había dado,
abrieron una cuenta bancaria en un importante banco nacional, nada local que se
pudiese localizar.
Sarah estaba desapareciendo. En su lugar se formaba una nueva Cynthia.
No era la primera vez, le había dicho la directora del centro, que la línea
de acción más fácil para una mujer maltratada y víctima de violencia doméstica
era sencillamente convertirse en otra persona. La policía local conocía esos
métodos marginales del centro y no hacía nada para evitarlos. Tenían un acuerdo
tácito, si alguien intentaba evitar convertirse en víctima, la policía miraba
al otro lado.
Esconder era el principal propósito del centro.
La protección era el segundo.
Cuando Karen la dejó en la puerta del centro para que ella entrase, la
habían recibido con abrazos y palabras de aliento. Antes de llevarla a una
habitación pequeña y funcional, iluminada por el sol y situada en la tercera
planta de una antigua casa victoriana, la habían acompañado al despacho
principal y la directora le había hecho varias preguntas. Preguntas muy
moderadas sobre lo peligroso que era el hombre que ellas creían que era su
marido.
Sarah no dijo nada sobre Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. No
mencionó al Lobo Feroz. Se mantuvo fiel a las líneas generales de la historia
que Karen había inventado: víctima de violencia doméstica y perseguida.
—¿Vas armada? —le habían preguntado.
Su primer instinto había sido mentir sobre el revólver que llevaba en el
bolso. Pero estaba mintiendo sobre tantas otras cosas, que decir esa mentira
adicional le parecía fatal así que había respondido:
—He robado un revólver.
—Déjamelo ver —le había pedido la directora.
Sarah había sacado el revólver y se lo había entregado por la culata. La
directora había abierto el cilindro con manos expertas y había sacado las
balas. Las había sostenido en la mano, acariciando el bronce pulido antes de
volver a cargar el revólver, mirar el cañón y decir «Bang» en voz baja y
devolvérsela a Sarah.
—Es una buena arma —había dicho.
—Nunca la he utilizado —había contestado Sarah.
—Bueno, eso se puede arreglar —había proseguido la directora—. Pero siempre
es motivo de preocupación cuando los niños se quedan aquí con las madres. No
queremos un accidente. Y los niños, ya sabes, los más mayores, de ocho, nueve,
diez años, pueden estar tentados porque tienen mucho miedo de los hombres que
puedan aparecer por aquí.
Entonces había buscado en un cajón del escritorio, había sacado un candado
para el gatillo y se lo había entregado a Sarah.
—La combinación es siete, seis, siete —le había dicho a Sarah—. Es fácil de
recordar porque es el equivalente numérico de SOS. Bien, ¿sabes cómo utilizar
una pistola?
De nuevo Sarah se había decidido por la honestidad, pero esta vez era una
verdad fácil.
—No. La verdad es que no.
La directora había sonreído.
—Yo te enseñaré —había contestado—. Es mucho mejor saber qué hacer y no
tener que hacerlo, que no saber qué hacer y necesitar hacerlo sin remedio.
En ese
instante Sarah pensó que durante todo el tiempo que le quedaba como Pelirroja
Dos, tendría esa idea en mente.
33
«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»
Karen había aparcado a una manzana de la casa vacía de Sarah, había
esperado a que se hiciese de noche y había recorrido dos manzanas más en la
dirección equivocada, mirando constantemente hacia atrás por encima del hombro
para asegurarse de que no la seguían. Pensó que simplemente por encontrarse en
el vecindario de Pelirroja Dos su destino era muy evidente y el Lobo Feroz
probablemente estaría al acecho en algún lugar oculto. Sus sentimientos eran
típicos del comportamiento loco que el Lobo Feroz había provocado en las tres:
«Camina en dirección contraria. Imagina que hay un asesino fuera de tu ventana.
Oye cosas. Ve cosas. No confíes en nadie, porque si bajas la guardia morirás y,
si no la bajas, igual también te matan.»
Karen se detuvo en la calle y respiró lentamente. Llevaba una pequeña
mochila al hombro y la ajustó, como si le molestase, cuando sabía que no era la
mochila, sino todo lo demás. Su lado científico tenía en cuenta la intensidad
del miedo y la alteración que había provocado en cada una de las Pelirrojas.
«Yo no puedo ser médico ni humorista. Sarah no puede ser una viuda. Jordan no
puede ser una adolescente normal si es que eso existe.» Le abrumaba la idea de
que todos nos enfrentamos con el fin algún día, pero es la incertidumbre del
último acto lo que hace que las personas sigan tirando. Cambia la ecuación
—introduce una enfermedad mortal o un repentino accidente o un asesino sin
rostro en el algoritmo de la muerte— y nada es exactamente igual.
Intentó tranquilizarse. No lo consiguió.
«Pelirroja Uno siempre tiene miedo y le embargan las dudas. Como en el
cuento.
»—Qué dientes tan largos tienes, abuelita.
»—Para comerte mejor, nietecita mía.»
Esto lo tenía claro.
Pero ¿qué es Karen?
Se hizo la pregunta una y otra vez, las palabras resonaban en su cabeza con
el mismo ritmo regular con que sus zancadas golpeaban la acera. Giró
bruscamente y bajó la calle que discurría por detrás de la casa de Sarah.
«Los vecinos de la parte posterior tienen contraventanas azules en las
ventanas delanteras y la puerta pintada de un rojo vivo. La casa está pintada
de un blanco luminoso. Todo muy patriótico. No hay valla en la parte delantera,
puedes entrar directamente al patio trasero. Por detrás, en una esquina, hay
una estructura de madera para niños. Puedes subir hasta la mitad de la escalera
y desde allí saltar por encima de la cadena que separa mi casa de la de ellos.
Hay un árbol en el borde de la parcela. Escóndete ahí un momento y después
agáchate y ve a la parte de atrás. Nadie te verá.»
Las instrucciones de Sarah eran explícitas; un plan bien pensado preparado
por una maestra: «Haced esto. Haced lo otro. ¡Niños, prestad atención!» Karen
mantuvo la cabeza agachada, mirando furtivamente las casas de la calle,
buscando la casa roja, blanca y azul. Cuando la localizó, dudó, miró a su
alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y fue consciente de que,
como siempre, era imposible estar segura, y pegándose a la fachada lateral de
la casa, se agachó y entró en el patio trasero.
Avanzaba lo más rápido posible, casi a la carrera. Vio la estructura de
juego y se dirigió corriendo hacia ella. Oyó a un perro ladrar a lo lejos, «al
menos no es un lobo», pensó, y tal como Sarah le había dicho, subió hasta la
mitad de la escalera. La estructura se movió un poco cuando extendió el pie
derecho hasta la parte superior de la cadena de separación y, entonces, con un
impulso, se tiró.
Perdió el equilibrio, se cayó de bruces sobre la hierba húmeda detrás de la
casa de Pelirroja Dos. Se acercó con dificultad hasta la base del árbol donde
Sarah le había dicho que se escondiese y esperó hasta que la respiración se le
normalizó. La adrenalina que le subía hasta los oídos era como el ruido de una
catarata y tardó varios minutos en tranquilizarse lo bastante para poder oír
los ruidos de la noche: un coche a varias manzanas de distancia. Una sirena
lejana. Más perros, pero no tan ruidosos como para que alguien pensase que
estaban alarmados de verdad.
«Espera», se dijo.
Aguzó el oído por si oía pasos amortiguados. Dirigió las orejas hacia
cualquier ruido que pudiese ser un hombre siguiendo sus pasos.
«Nada.»
No logró sentirse más tranquila.
Lo que necesitaba de la casa de Pelirroja Dos no era complicado. Si hubiese
estado centrada, le habría dicho a Sarah que trajese algunas cosas con ella
cuando simuló el suicidio. Pero Karen no había estado tan acertada y ahora
tenía que cogerlas ella.
Se había planteado limitarse a caminar hasta la puerta principal y entrar,
sin importarle si el lobo la veía o no. Pero esta muestra de bravuconería no le
pareció bien. «Es mejor el secretismo», se dijo, aunque no sabría decir por
qué.
Si hubiese podido observarse desde alguna atalaya segura, quizás habría
visto que cada movimiento estaba definido por el miedo. Pero eso ya no era
posible, ni siquiera para alguien tan sensato y culto como Karen.
«Estamos cerca del final», lo sabía. Y eso hacía que cada maniobra fuera mucho
más peligrosa.
«Puerta trasera. Maceta. Llave de repuesto.»
Karen se puso en pie con dificultad, se encorvó y corrió como un soldado
que esquiva las balas enemigas.
En los escalones que llevaban a la casa dudó y hundió las manos en la
tierra fría de la maceta. Le costó unos segundos encontrar la llave, limpiarla
y llegar hasta la puerta. Tanteó un poco en la oscuridad para introducirla en
la cerradura, pero le dio media vuelta y oyó el clic del pestillo, se abrió y
se lanzó al interior.
Las sombras llenaban la casa. Había un poco de luz que llegaba de la casa
de los vecinos y de una farola en el exterior, pero esto poco servía para que
la casa fuese algo más que una variedad de negros. Karen, sensata, había traído
una linterna, no iba a encender luces y, como un ladrón, se movía con sigilo
por los pasillos, mientras su pequeña linterna dibujaba círculos de luz al
moverla de un lado a otro.
La asustaba hasta su respiración.
Era consciente de que no estaba haciendo nada malo.
Pero la casa parecía cargada de muerte.
Veía la luz lánguida de la linterna temblando en su mano. Sarah le había
dicho dónde tenía que buscar, pero todavía se sentía como si estuviese
caminando por un paisaje extraño en un mundo que no era el nuestro y, si hacía
algún ruido, despertaría a los fantasmas dormidos a su alrededor.
Tirando de la mochila que llevaba al hombro, Karen empezó a coger las pocas
cosas que necesitaba. Iba de una habitación a otra evitando entrar en el
estudio del difunto marido y en el dormitorio de la hija muerta, como Sarah le
había indicado. Una fotografía enmarcada que estaba en un pasillo, una
fotografía pegada a la nevera con un imán; Karen cogía fotografías para hacer
un montaje. «Tiene que parecer que ha muerto. Las fotografías tienen que
subrayar una época diferente, cuando Sarah rebosaba esperanza. El contraste es
importante.»
Es lo que habían acordado.
Estaba a punto de terminar, tan solo le quedaba buscar un último retrato
familiar que según Sarah le había explicado estaba en la pared de su
dormitorio, cuando de repente creyó oír un ruido que provenía de la parte
delantera.
Era incapaz de describir el tipo de ruido que era. Puede que fuese un
chirrido, quizás el crujir de papeles. Su primera y aterradora sensación fue
que alguien estaba en la casa con ella.
«Alguien no. Él.»
«Me va a matar aquí.»
Para Karen esto no tenía sentido. «Sarah debería morir aquí. Es su casa.»
Esto tampoco tenía sentido. Es como si no se hubiese planteado la posibilidad
de que el Lobo Feroz matase donde quisiera y que le daba igual dónde muriesen,
siempre y cuando él las matase.
Karen se quedó paralizada, inmóvil mientras apagaba la linterna. Pensó que
cada respiración entrecortada que robaba a la noche sonaba fuerte, como un
estruendo.
Esperar le parecía terrible. No sabía si esconderse debajo de la cama o en
el armario o arrastrarse hasta un rincón de la habitación y esperar acurrucada
a que la asesinasen.
Aguzó el oído. «Nada.»
«Los oídos te están jugando una mala pasada.»
Aun así cogió el último retrato de la pared y lo metió en la mochila. Pensó
que incluso el sonido de la cremallera al cerrar la mochila era fuerte y
estridente.
Avanzando poco a poco, se abrió camino hasta el pasillo y miró a través de
la oscuridad hacia la parte delantera. Algo veía a través del ventanal del salón.
Miró fijamente. Parecía como si las sombras se fundieran en una forma. La
forma reunía bordes del negro de la noche que se convertían en brazos, piernas,
torso, cabeza. Karen veía unos ojos cuya mirada la quemaba.
«El Lobo.»
Sabía que era una alucinación. Sabía que estaba creando algo de la nada,
pero también sabía que todos los depredadores preferían las horas vacuas
después del atardecer y sabía lo que Jordan le había dicho que había visto en
el exterior del centro médico, así que Karen creó la misma imagen en sus ojos.
—No estás aquí —susurró mientras miraba fijamente la forma, como si las
palabras por sí solas pudiesen hacer explotar la imagen que tenía ante ella.
Las sombras se movieron. Jamás había imaginado que pudiesen existir tantos
tonos de negro.
De puntillas, se replegó en la casa de Sarah, consciente de que la neblina—lobo
detrás de ella seguía sus pasos. Cuando llegó a la puerta de la cocina, se
detuvo, dio media vuelta y miró hacia atrás.
La forma había desaparecido.
Se volvió de nuevo hacia la puerta.
«No, está ahí. Esperándome.»
Intentó decirse que estaba completamente loca. «Así que esto es lo que se
siente con la locura.» No estaba segura de que esta advertencia fuese útil.
Le costó un inmenso esfuerzo lanzarse por la puerta. Estuvo a punto de
tropezar y de caerse por las escaleras. Corrió hasta la valla trasera esperando
caerse en cualquier momento y se sorprendió cuando fue capaz de agarrarse a la
parte superior y treparla. La cadena de separación parecía que intentaba
agarrarla, como dedos desesperados que se aferraban a sus ropas.
En la casa roja, blanca y azul se encendió una luz.
La ignoró y corrió hacia la noche acogedora.
Por segunda vez esa noche, a Karen le tembló la mano. Se le cayeron las
llaves del coche al suelo y maldijo en voz alta mientras se agachaba y las
buscaba a tientas antes de encontrarlas. Órdenes contradictorias reverberaban
en su interior: «¡Sal de aquí!», que chocaban con: «Tómate tu tiempo.» «Mantén
la calma.»
Pasaron varios minutos y varios kilómetros antes de que se le tranquilizara
el corazón desbocado. Se imaginó que era un ciervo que había logrado escapar de
una manada de perros salvajes. Quería acurrucarse en un rincón oscuro de algún
café hasta recobrar la compostura.
Un coche la adelantó zumbando. Controló el impulso de girar bruscamente,
como si el otro vehículo se hubiese acercado demasiado, cuando en realidad la
había adelantado de una forma normal, rutinaria. «Ese es el Lobo, que me
espera», pensó entontes. Negó con la cabeza, en un intento de deshacerse de
todos los miedos que la ahogaban. Eso formaba parte de su miedo: que lo que en
realidad era normal y ordinario se transformase en algo escalofriante y
aterrador.
Ningún curso de psicología de los que había hecho cuando empezó sus
estudios universitarios, ni los que hizo durante sus años como estudiante de
medicina, le habían enseñado la realidad del terror.
Mientras reflexionaba al respecto y dejaba que los pensamientos se
arremolinasen descontroladamente en su interior, sonó el teléfono. De nuevo estuvo
a punto de dar un volantazo. El timbre del teléfono era desgarrador, alargó la
mano y a punto estuvo de soltar el volante. No era el móvil especial con el
número que solo tenían Jordan y Sarah. Era el normal. Lo cogió del asiento del
pasajero.
«Una emergencia médica», fue su primer y único pensamiento.
—¿Doctora Jayson? —preguntó una voz seca y autoritaria.
—Al habla.
—Llamamos de Alpha Alarm Systems. ¿Está en casa?
Karen no entendía. Entonces recordó el sistema de alarma que había
instalado en su casa después de recibir la primera carta del Lobo Feroz y el
caro servicio de alarma que había contratado.
—No, estoy en el coche. ¿Hay algún problema?
—Su sistema muestra una intrusión. ¿No está en casa?
—No, maldita sea, ya se lo he dicho. ¿Qué tipo de intrusión?
—De acuerdo con el protocolo tengo que decirle que no regrese a su casa
antes de que contactemos con la policía local para que así puedan esperarla
allí. Si están robando en su casa, no queremos que sorprenda al ladrón. Ese es
el trabajo de la policía.
Karen intentó responder, pero no lograba articular las palabras.
Un coche de policía esperaba en el camino de entrada. Un policía joven
estaba de pie, ocioso, al lado de la puerta del conductor, esperándola. Estaba
apoyado en su vehículo y no daba la impresión de que hubiese ninguna
emergencia.
—Esta es mi casa —dijo Karen mientras bajaba la ventanilla—. ¿Qué ha
pasado?
—Su documentación, por favor —contestó el policía.
Le entregó el carné de conducir. El policía lo cogió, aparentemente sin
notar su mano temblorosa, lo miró y comparó su cara con la de la fotografía del
carné antes de devolvérselo.
—Ya hemos registrado la casa —añadió—. Allí arriba hay otro coche patrulla.
¿Puede seguirme, por favor? —Era una pregunta formulada como una orden.
Karen hizo lo que le decía. Como había dicho el joven agente, había otro
coche de policía delante de su garaje. Estaba ocupado por dos agentes, uno de
ellos era una joven nerviosa que tenía la mano en la culata de su pistola 9 mm
enfundada en la pistolera, el otro era un hombre bastante más mayor, con
mechones grises que le sobresalían por debajo de la gorra.
Al salir del coche, Karen sintió que le temblaban las piernas. Temía
tropezar y caer de bruces o que la voz se le quebrase por el miedo.
—Hola, doctora —saludó el policía más mayor de manera jovial—. Ha tenido
suerte de no llegar a casa antes.
—¿Suerte? —preguntó Karen. Era todo lo que pudo estrujar en una sola
palabra.
—Déjeme que le enseñe.
Acompañó a Karen hasta una ventana adyacente, pasando primero por delante de
la puerta principal que estaba abierta. El cristal de la ventana estaba roto,
había fragmentos esparcidos por el suelo del interior.
—Por aquí es por donde ha entrado —indicó el policía—. Entonces, cuando
sonó el teléfono, eso es lo que hace la empresa de seguridad, llamar a la casa
y si responde le piden la contraseña, y si después de sonar cuatro veces no hay
respuesta, nos llaman, bueno, el teléfono suena, el ladrón ve la identidad de
quien llama, le entra el pánico, puede que agarre algo, sale corriendo por la
puerta principal y se dirige hacia el bosque o hacia donde sea que haya
aparcado su coche. Tardamos unos minutos en llegar, pero ya hacía mucho que se
había marchado y...
—¿Cuántos minutos? —interrumpió Karen. Su voz parecía pálida, como si las palabras
pudiesen perder su color.
—Tal vez cinco. Diez como mucho. Hemos venido enseguida. Uno de nuestros
agentes estaba a tan solo unos tres kilómetros en la carretera principal en un
control de velocidad cuando recibimos la llamada. Dio la vuelta, puso las luces
y la sirena y llegó aquí enseguida.
Karen asintió con la cabeza.
—Ya he llamado a un cristalero. Espero que no le importe. En los archivos
de la comisaría tenemos algunos nombres de trabajadores que vienen
inmediatamente, día o noche.
—No, está bien.
—Estará al llegar. Le cambiará el cristal roto. Le conectará de nuevo el
sistema de alarma. Pero mientras esperamos, nos gustaría inspeccionar la casa,
para ver lo que ha cogido antes de salir corriendo. Los del seguro, ya sabe.
Quieren que el informe de la policía contenga la mayor cantidad de información
posible para cuando haga la reclamación.
De nuevo, Karen asintió con la cabeza. No se le ocurría nada que decir. Su
mente rebosaba con demasiadas posibilidades.
«Era el Lobo.»
«No, ha sido demasiado burdo. Él tiene que ser más sutil. Más listo.»
«¿Por qué iba otra persona a entrar en la casa? No puede ser una
coincidencia.»
«¿Ha venido a matarme?»
No sabía qué decirle al policía. En lugar de decir algo, se limitó a
caminar despacio por su casa, en busca de alguna señal que indicase que algo
faltaba. Pero aparte de los cristales debajo de la ventana rota, no encontraba
nada más. Parecía como si quienquiera que fuese hubiese roto la ventana,
hubiese saltado al interior, se hubiese dado media vuelta inmediatamente y se
hubiese marchado. «Y el Lobo sabía que yo no estaba en casa.»
Con el policía cernido sobre su hombro, Karen entró en todas las
habitaciones, comprobó todos los armarios, abrió todas las puertas y encendió
todas las luces. No faltaba nada. Esto todavía la confundió más.
A mitad de inspección, un hombre de mediana edad de «Reparación de
cristales Smith 24 horas», se presentó en su casa y enseguida empezó a reparar
la ventana. El cristalero había saludado a los policías como si fuesen de la
familia y Karen supuso que quizá lo fuesen.
—¿Alguna cosa? —preguntó el policía canoso.
—No. Todo parece estar en su sitio.
—Siga mirando —sugirió el policía—. A veces no es tan obvio como un
televisor de plasma arrancado de la pared. ¿Tenía dinero en efectivo o joyas en
la casa?
Karen miró por los cajones de la cómoda de su dormitorio. Su exigua
colección de pendientes y de collares estaba donde la había dejado por la
mañana.
—No falta nada —dijo. Sabía que debería sentirse más tranquila, pero por el
contrario, se sentía mareada, con náuseas.
—Ha tenido suerte. Creo que el sistema de alarma ha cumplido su función.
Karen no se sentía afortunada.
Siguió inspeccionando la casa. Seguía habiendo algo que le parecía que no
cuadraba y tardó un segundo en darse cuenta de que Martin y Lewis no se
veían por ninguna parte.
—Tengo dos gatos... —empezó.
El policía miró a un lado y a otro.
—Vive sola, debería tener un perro grande y agresivo.
—Ya lo sé. Pero no están aquí —repuso—. Son gatos de interior, ya sabe,
apenas salen fuera.
El policía se encogió de hombros.
—Probablemente salieron como balas por la puerta principal detrás del
ladrón, tan asustados como él. Yo diría que están escondidos en algún matorral
por aquí cerca. Ponga un recipiente con comida en la pasarela trasera cuando
nos vayamos. Regresarán enseguida. Los gatos, ya lo sabe, se saben cuidar muy
bien. Yo no me preocuparía. Aparecerán cuando tengan hambre o haga mucho frío.
Pero de todas formas lo pondré en el informe.
Karen pensó que debería llamar a Martin
y a Lewis. Pero sabía que no
vendrían.
No porque no obedeciesen cuando les llamaba sino porque estaba
completamente segura, cien por cien segura, de que estaban muertos.
34
El Lobo Feroz sostenía en la mano un cuchillo de caza de 23 cm,
balanceándolo en la palma. Tenía un peso adecuado, no era ni muy pesado para
resultar aparatoso ni tan ligero que no pudiese utilizarse para cortar piel,
músculos, tendones e incluso hueso. Colocó el pulgar contra la hoja dentada,
pero controló la tentación de pasarlo por el borde afilado. En cambio, movió el
dedo índice por la parte plana y con suavidad golpeó la longitud del cuchillo,
hasta que llegó a la punta y se detuvo. Al cabo de un instante, rascó un
poquito de sangre seca cerca de la empuñadura, antes de sacar de debajo de su
escritorio un espray de desinfectante para la cocina y aplicarlo con
generosidad por todo el cuchillo y a continuación, limpiar cuidadosamente toda
la superficie para destruir cualquier resto de ADN.
—No queremos mezclar la sangre de gato con la sangre de la Pelirroja —dijo
en voz alta. Aunque no era mucho más que un susurro, pues no quería que la
señora de Lobo Feroz oyese nada. Y recordó para sus adentros que ella no
aprobaría en absoluto que matase lindos gatitos, ni aunque le dijese que era esencial
para el plan general.
Ni siquiera le habían arañado. Se preguntó por un momento cómo se
llamarían. Ese era un detalle que tendría que haber aparecido en su
investigación sobre la vida de Pelirroja Uno. Odiaba los deslices.
Entonces sonrió. «Puede que no esté muy segura respecto al asesinato, pero
no respecto a matar gatos.»
Esta contradicción estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada. Se
removió en el asiento, miró el cuchillo y la pantalla del ordenador y se
recordó:
«Sé meticuloso.
»Los detalles de la muerte hay que sopesarlos, anticiparlos, diseñarlos al
milímetro. La documentación ha de ser igual de precisa. Las descripciones que
escribes han de ser completamente perfectas.»
—No olvides —volvió a hablar para sí—, que también eres periodista.
Estaba en su despacho, rodeado de sus fotografías, sus palabras, sus planes
y sus libros. No solo se sentía en casa, sino que sentía una inmensa sensación
de comodidad con todo lo que había sucedido desde el día que había enviado a
cada Pelirroja su primera carta.
—Hemos llegado al final del juego —dijo en voz alta, esta vez girándose
hacia la pared llena de fotografías y dirigiéndose a cada Pelirroja. Apuntó el
cuchillo a las imágenes.
Quería bailar una danza de la victoria tipo «yo soy el mejor» a lo Muhammad
Ali, pero contuvo el impulso, porque en realidad todavía no había concluido
nada.
El Lobo Feroz blandió en el aire la navaja una vez más, cortando cuellos
imaginarios antes de bajarla al escritorio. A continuación, dio un pequeño
empujón a la silla de escritorio para que girase y fuese hasta la librería.
Cogió varios volúmenes: Para ser
novelista, el último de John Gardner; The
Making of a Story, de Alice
LaPlante; Mientras escribo, de Stephen King. Colocó estos libros al
lado de la copia de The Elements of Style, de Strunk y White que siempre tenía a
mano. Sonrió y pensó: «Algunos asesinos locos leen la Biblia y el Corán para
encontrar una justificación y una guía en las escrituras. Creen que hay
mensajes en cada palabra sagrada dirigidos solo a ellos. Pero los escritores
creen que Strunk y White son de hecho la biblia de su oficio. Y yo prefiero
John Gardner porque sus consejos son serios a pesar de que estaba un poco loco.
O quizás es que era muy excéntrico: conducía una Harley—Davidson, vivía en el
bosque en la parte norte del estado de Nueva York y tenía una melena plateada
hasta los hombros, que a veces le hacía parecer un loco.»
«Como yo.»
Movió el cuchillo para ponerlo al lado de los libros como si estuvieran
relacionados.
Entonces escribió:
Un cuchillo es una elección maravillosa y a la vez una mala elección como
arma para matar. Por un lado, ofrece la intimidad que requiere la experiencia
de matar. Los psicólogos y los freudianos de poca monta creen que representa
algún tipo de sustituto del pene, pero evidentemente eso simplifica las cosas
de manera significativa. Lo que logra es crear la proximidad necesaria y una
gran intimidad en el asesinato, de modo que no haya barreras en ese momento
final entre el asesino y la víctima, que es el néctar del que todos bebemos. La
unión va más allá de la que existe entre compañeros, entre gemelos, entre
amantes.
Por otro lado es muy escandalosa.
La sangre es a la vez el deseo del asesino y su enemigo. Sale a chorros de
forma incontrolable. Fluye con rapidez. Mancha, se filtra por las suelas de los
zapatos, en los puños de las camisas y deja pequeños recordatorios
microscópicos del asesinato que algún policía pesado puede encontrar en una
fase posterior de la investigación. Todo esto la convierte en la sustancia más
peligrosa con la que entrar en contacto.
Una de las mejores teorías sobre los infames asesinatos de Fall River
cometidos por Lizzie Borden en 1892 —«Lizzie Borden cogió un hacha y golpeó a
su madre cuarenta veces... y cuando vio lo que había hecho, golpeó a su padre
cuarenta y una...»— es que se desnudó para matar a sus padres y una vez que
hubo terminado, se bañó y se vistió, de manera que cuando apareció la policía,
no había nada en ella que la incriminase.
Salvo, evidentemente, los dos cuerpos en la casa. No te puedes llevar nada
del lugar del asesinato a no ser que estés seguro al cien por cien —una prenda
o un mechón—, y siempre has de ser consciente de que al final puede suponer tu
perdición.
Se detuvo, los dedos sobre el teclado, y pensó: «No soy como tantos
asesinos baratos; no necesito un recuerdo sangriento. Tengo mis recuerdos y
todos esos artículos de periódico tan detallados. Son como críticas de mi
trabajo. Buenas críticas. Críticas positivas. Críticas exultantes, fantásticas,
loables. El tipo de críticas que obtienen cuatro estrellas.»
Se inclinó otra vez sobre el escrito:
El riesgo, por supuesto, siempre resulta atractivo y la sangre siempre es
un riesgo. Un asesino de verdad ha de comprender la naturaleza narcotizadora,
adictiva, de su alma. No la puedes ignorar, pero tampoco puedes dejar que te
esclavice.
Pero lo mejor es el riesgo controlado.
El equilibrio es importante. Disparar a alguien con una pistola, o incluso
con un antiguo arco y una flecha, te da la distancia necesaria para eliminar
muchos de los sutiles hilos que llevan a la detección, pero al mismo tiempo
aumenta otros riesgos. ¿La pistola es robada? ¿Hay huellas en los casquillos de
las balas? Ahora bien, mi antipatía por las pistolas es diferente; odio la
separación. Cada paso que te alejas de tu Pelirroja disminuye la sensación.
Obviamente no quieres alejarte de un asesinato planeado con todo detalle con
una sensación de frustración y de haber dejado algo inacabado.
Por lo tanto, el asesino cuidadoso anticipa los problemas y toma medidas
para evitarlos. Sabe que con cada elección hay problemas. Los guantes
quirúrgicos, por ejemplo. ¿Vas a utilizar cuchillo? Buena elección, pero no
exenta de peligros. Esos guantes son una parafernalia imprescindible.
Durante unos minutos se preocupó de sus palabras. Le inquietaba que su tono
fuese demasiado familiar y hablar a sus futuros lectores de una forma demasiado
directa. Se preguntó durante unos instantes si debería rehacer las últimas
páginas. John Gardner, en particular, y Stephen King también escribieron
extensamente sobre la planificación detallada y sobre la importancia de
rescribir. Sin embargo, no quería que el manuscrito perdiese espontaneidad por
haberlo trabajado en exceso. «Eso es lo que hará que los lectores vayan a las
librerías —pensó—. Sabrán que están conmigo en cada paso del camino.»
«Pelirroja Uno. Pelirroja Tres.»
Con rapidez, dio una vuelta, se apartó del escritorio y salió disparado
hasta la librería, pasó un dedo de arriba abajo por los lomos de los libros
allí reunidos. En el tercer estante que examinó, encontró lo que buscaba: A Time to Die, las memorias del
fallecido columnista Tom Wicker sobre el levantamiento y aplastamiento de la
prisión estatal de Attica. Hojeó las primeras páginas, antes de encontrar el
párrafo que buscaba. En él, el autor se lamentaba de que pese al reconocimiento
como periodista y como escritor, en su opinión no había hecho lo suficiente
para dar un significado a su vida.
Se rio a carcajadas.
«Eso no va a ser un problema para mí.»
Regresó al ordenador, se encorvó y escribió febrilmente.
He estudiado. He revisado. He observado. Un asesino es como un psicólogo y
como un amante. Uno debe conocer a fondo su objetivo. Pelirroja Uno es más
vulnerable en el espacio que se encuentra entre la puerta principal y el lugar
donde aparca en el exterior de su casa. La noche es mejor que la mañana porque
cuando llega a casa tiene miedo de lo que le espera en el interior. No se
centra en la distancia entre el coche —seguridad— y la puerta principal
—posible seguridad, amenaza potencial—. Esa ha sido una ventaja secundaria de
mis pequeñas entradas. Se ve obligada a concentrarse en lo que puede esperarle
dentro de las paredes de la casa. Igual que Caperucita Roja, esperará que esté
en el interior. La distancia entre el coche y la puerta principal es de menos
de seis metros. En la puerta principal hay una luz potente que se enciende
antes de que ella llegue por la noche. Toda la casa tiene temporizador.
Recuerda ese detalle. Si rompo la luz exterior para darme un poco más de
margen, sospechará. Quizá no salga, dará la vuelta con el coche y huirá. No,
aunque disminuye el número de sombras en las que me puedo esconder, tengo que
dejarla que brille radiantemente.
Se detuvo e hizo memoria: «El Lobo irá hasta ella desde el bosque. No me
verá llegar.»
«El mayor problema —pensó— es, en realidad, el periodo de tiempo entre los
asesinatos.»
Prosiguió donde lo había dejado:
El momento más vulnerable de Pelirroja Tres también es la noche, cuando
atraviesa sola el campus andando. Pero su otro momento más vulnerable es el
martes por la mañana. No tiene clase hasta las 9.45. Sus compañeras de
residencia tienen clases una hora antes, a primera hora de la mañana. Así que
los martes a mi Pelirrojita Tres le gusta dormir un poco más y no se da cuenta
de que está sola en esa vieja casita, porque la señora García, responsable de
la residencia, esos días también tiene compromisos en el colegio temprano por
la mañana.
Pelirroja Tres se levanta con lentitud y perezosamente se dirige a la ducha
que está al final del pasillo con el cepillo de dientes y el champú, está medio
dormida, se restriega el sueño de los ojos y no tiene la más ligera idea de lo
que le puede esperar allí.
Sonrió y asintió con la cabeza. Habló para sí:
—Así que tendrá que ser un martes: Pelirroja Tres por la mañana y Pelirroja
Uno por la noche.
Al Lobo Feroz esto le gustaba. Tendría que haber sido mañana, tarde y
noche, cosa que le frustraba. «Habría ido a por Pelirroja Dos después de
medianoche.» Pero sobre eso ya no había nada que hacer.
Se percató de un problema obvio: ¿Y si Pelirroja Uno se entera del
asesinato de Pelirroja Tres? Entonces sabrá que ese es su último día. Sabrá que
está tan solo a unos minutos de su propia muerte.
«Ese espacio de tiempo entre asesinatos, ese es el dilema.»
«De modo que para todo el mundo tiene que parecer que Pelirroja Tres no
está muerta. Tan solo extrañamente ausente. De clase. Del baloncesto. De las
comidas. Pero no ausente de la vida, que es precisamente como estará.»
Cogió el libro de Strunk y White de su escritorio. «Siempre abogan por la
sencillez y la sinceridad. Lo mismo se puede decir de matar.»
El Lobo Feroz regresó a su ordenador.
Escribió:
Pelirroja Tres cada día está más guapa. Su cuerpo, a medida que se hace
mujer, es cada vez más ágil, más flexible. Ella es la que más va a perder.
Pelirroja Uno es lo contrario. Envejece un poco con cada hora que pasa.
Encanece y sabe que su muerte está a la vuelta del próximo minuto y se le nota
en la figura, de la misma forma que le corroe el corazón.
El Lobo Feroz trabajó un poco más antes de decidirse a imprimir unas pocas
páginas. Le gustaría ser poeta para describir con más elocuencia a las dos
víctimas que le quedaban. Se entristeció un poco al pensar en Pelirroja Dos.
«Esto será difícil —se dijo—, pero tendrás que escribir su epitafio en un
capítulo dedicado solo a ello.» Asintió con la cabeza, rápidamente escribió
algunas notas en un archivo que decidió titular: «Última voluntad y testamento
de Pelirroja Dos», y, antes de cerrar
el capítulo en el que estaba trabajando, se preguntó si había necesidad de
encriptar sus archivos. Pensó que ya no tenía nada que temer de la señora de
Lobo Feroz. Imaginó que nunca había tenido nada que temer de ella. Ella le
amaba. Él la amaba a ella. El resto formaba parte de la convivencia.
Mientras pensaba en estas cosas, entró en Internet para pasar el rato, con
la intención inicial de jugar un solitario. Pasó por la habitual avalancha
diaria de mensajes que recibía de Reader’s
Digest, de Script y de otras publicaciones instándole a inscribirse, a gastar
algo de dinero y, a través de seminarios on line o del acceso a DVD sobre todos
los trucos de la profesión literaria, lograr que lo publicasen o que le
garantizasen una opción o que paso a paso y dólar a dólar le indicasen todos
los elementos necesarios para crear su propio libro electrónico. En lugar de
hacer esto, se dirigió a la página web de un noticiario local, con objeto de
consultar la previsión meteorológica de la semana. Sabía que para su plan del
martes lo mejor sería una lluvia fría y constante. Pero antes de consultar el
tiempo, un breve y enigmático titular de un resumen de noticias le llamó la
atención:
El funeral por la ex maestra
se celebrará el sábado
35
Pelirroja Dos se preguntó: «¿Qué puede decir uno sobre su propia muerte? O,
quizá, ¿qué te gustaría que otra persona dijese? ¿Fui una buena persona? Tal
vez no.»
Sarah forcejeó con las ideas que inundaban su cabeza. Se sentía atrapada
entre la vida y la muerte. El sonido amortiguado de los disparos parecía el de
truenos lejanos y penetraba en los gruesos protectores de oído que llevaba. En
la cabina de al lado, la directora de Lugar Seguro disparaba a toda velocidad
con una pistola de 9 mm y llenaba el aire de furiosas explosiones. Sarah levantó
el arma de su marido muerto, la sujetó con las dos manos de la forma en que le
habían enseñado, la apuntó a la silueta negra de un hombre de cartón que
sujetaba un cuchillo grande con una expresión furiosa y una cicatriz en la
mejilla y en el pecho una diana pintada y apretó tres veces el gatillo. Dudaba
de que el objetivo se pareciese mucho al Lobo Feroz, pero no había manera de
saberlo.
El retroceso le envió ondas expansivas por los brazos, pero en el fondo
estaba contenta de no haberse tambaleado hacia atrás o haberse caído, pues era
lo que había esperado.
Levantó la vista y echó una ojeada al campo de tiro. Vio que dos disparos
habían quedado en el borde de la diana, pero el tercero había destrozado el
mismísimo centro del papel. No sabía si correspondía al primer disparo o al
último, pero estaba contenta de que al menos uno habría sido mortal.
—Así me gusta —dijo la directora, mientras se inclinaba sobre la pequeña
división que separaban las galerías de tiro—. Intenta controlar la desviación
del arma hacia un lado o hacia el otro cuando disparas rápido. Y una cosa,
vacía el cargador. Dispara las seis balas. De esa manera tienes más
posibilidades. Tenemos munición y tiempo de sobras.
«Munición de sobras, vale —pensó Sarah—. Pero tiempo no.»
Abrió el cilindro para volver a cargar con la munición de una caja que
estaba en la plataforma de tiro a la altura de su cintura.
«Sarah Locksley, nacida hace treinta y tres años. Antaño feliz. Ya no
mucho. Fallecida en un río, asesinada por un psicópata que la condujo a una
desesperación aún mayor al amenazarla con asesinarla, aunque ya no le quedaba
nada por lo que vivir porque el puto conductor de un camión cisterna se saltó
un stop.»
Levantó el arma y apuntó otra vez.
«Esto no servirá. Es un funeral. Un poquito de tristeza y sobre todo cosas
amables, seguras, dichas sobre alguien cuya vida acabó demasiado pronto a causa
de una tragedia.»
«Esa soy yo. Yo soy ese alguien. O quizá sea la antigua yo.»
La diana emergió delante de ella. Entrecerró los ojos. Tarareó para sí con
objeto de bloquear el ruido de las otras armas que disparaban.
«Ni una palabra sobre la verdad de Sarah Locksley.»
Sonrió. Una parte de su ser desearía poder asistir al funeral. Seguro que
le ayudaría a despedirse de Sarah.
«Hasta pronto, Sarah. Hola, Cynthia Harrison. Es un placer conocerte. Y
estoy encantada de retomar tu vida.»
Oyó el eco de los disparos a su alrededor y el arma le saltó en la mano.
«Cynthia Harrison —pensó—. Me pregunto si estarías avergonzada,
decepcionada o enfadada al saber que la primerísima cosa que voy a hacer con tu
identidad es matar a un hombre. A un hombre muy especial. Un Lobo Feroz que sin
duda merece morir. Al fin y al cabo ya me ha matado una vez.»
En esta ocasión, cuatro de los seis disparos aterrizaron en el mismísimo
centro y el quinto agujereó la frente del objetivo.
Veinte minutos antes de que empezase el funeral, Pelirroja Tres cogió la
cámara de vídeo que había conseguido en el centro comercial y la colocó en un
lugar desde el que enfocaba a las personas que entrarían por la puerta, se
detendrían y firmarían en el libro de firmas, antes de tomar asiento en la
pequeña sala. Estaba programada para grabar durante dos horas, tiempo que según
Jordan sería más que suficiente.
Echó un vistazo a la parte delantera de la sala. Karen había realizado un
montaje con fotografías de Sarah y de su familia fallecida. Ramos de lirios
blancos flanqueaban el montaje fotográfico realizado en un póster blanco sobre
un tablón y colocado en un trípode frente a las pocas sillas que la funeraria
había preparado. Había un pequeño podio con un micrófono, desde donde Karen
diría unas palabras a las personas congregadas.
Una parte de Pelirroja Tres quería quedarse. Pensaba que podía esconderse
detrás de una cortina, permanecer inmóvil y contener la respiración.
Pero sabía que quedarse, aunque escondida, era peligroso.
Así que en lugar de quedarse, se preparó y salió con la cabeza agachada
unos minutos antes de que las primeras personas estacionasen en el aparcamiento
de la funeraria. Llevaba una sudadera oscura con capucha debajo de su vieja
parka, se puso la capucha y se alejó lo más rápido posible de la funeraria en
dirección a la parada de autobús más cercana.
Por primera vez en varios días, sabía que no la seguían. Para Jordan esto
no tenía mucha lógica, pero no tenía intención de descartar una sensación que
le hacía sentir que hacía algo que tal vez le ayudase a salvar la vida.
Cuando el autobús chirrió a su lado y se abrieron las puertas con el típico
puushh de sonido hidráulico, subió.
Jordan era consciente de que se había saltado varias normas del colegio al
haber salido del campus un sábado sin permiso. No le importaba. Pensó que
saltarse unas cuantas reglas onerosas era el menor de los problemas a los que
se acercaba con rapidez.
Karen se encontraba en la sala contigua, ataviada con un elegante vestido
negro, con el aspecto de una puritana auténtica, estudiando con detenimiento
dos hojas de papel en las que había escrito un breve discurso con los detalles
que Sarah le había dado sobre su vida.
Las palabras en la hoja se unían. Se sentía como una disléxica, todas las
letras se movían y saltaban en el papel quisiera o no, amenazando con
interrumpir todo lo que planeaba decir. Hizo unos ejercicios de respiración
como hacía antes de salir al escenario con un nuevo número humorístico.
Inspirar lentamente. Expirar lentamente. Y calmar los acelerados latidos de su
corazón.
—Sé que estás aquí —susurró. Uno de los directores de la funeraria, que
estaba al otro lado de la sala, alzó la vista con una mirada experta,
hipócritamente nostálgica, y Karen se dio cuenta de que él pensaba que hablaba
con su apreciada amiga y no con un asesino.
—La gente está empezando a llegar —dijo el director de la funeraria. Era
mucho más joven que el hombre con el que había hablado a principios de la
semana, aunque ya había logrado dominar los tonos solemnes y sonoros de la
pérdida. Supuso que era un hijo o un sobrino al que estaban introduciendo en el
negocio familiar y este funeral en particular no era precisamente un reto para
la funeraria. No hacía falta que estuviese el jefe. No había ataúd. No había
cadáver. Unas pocas flores. Y algunos sentimientos al azar.
«Si está aquí, será porque necesita saber, quiere ver y quiere oír.» Karen
notaba que se le aceleraba el pulso al pensar que podía estar de pie delante
del Lobo.
—Voy a salir ya —repuso con un hilo de voz.
Antes había colocado una silla de respaldo rígido cerca del micrófono.
Sonriendo, asintiendo con la cabeza a las personas que llegaban desde el
aparcamiento, se dirigió en esa dirección. No conocía a ninguno de los rostros
que le devolvían la sonrisa. Cada paso que daba era como caminar hacia un foco.
Sabía que estaba en peligro en todo momento. No se podía hacer nada. Como si
pronunciase un mantra oriental, no dejó de decirse que no iba a matarla
precisamente entonces. Nunca había oído de nadie que hubiese asesinado a una
persona en una funeraria delante de los asistentes al duelo. Llevar la muerte a
un lugar de muerte. Esto resultaba tan ilógico, que intentó utilizar esa
improbabilidad para tranquilizarse.
Karen nunca había hecho un panegírico y menos para alguien que apenas
conocía y que en realidad no estaba muerta. Pensó que si no fuese porque era lo
único que se le había ocurrido para seguir con vida, la situación sería cómica.
«No hay que hablar mal de los muertos», pensó. Se preguntó quién habría
acuñado esa máxima.
A Karen le satisfizo el número de personas que acudía. No sabía si iban a
ser cinco o cincuenta. Cero también había sido una posibilidad, sin embargo la
cantidad iba a superar las mejores expectativas. Eso estaba bien. Perfecto,
incluso. «Si hay muchas personas se sentirá seguro. Pensará que se puede
mezclar. Si no hubiese asistido nadie, probablemente no se atrevería a venir,
no querría arriesgarse a sobresalir en una sala vacía.»
Sentía la electricidad, no muy distinta a la que sentía al subir a un
escenario.
«Hazlo bien. Sé persuasiva. Haz que parezca que Sarah ha muerto.»
Había actuado muchas veces, pero ninguna, pensó, había sido, ni por asomo,
tan importante como esta ocasión.
Karen miró a una mujer y a un hombre que llevaban de la mano a un niño
pequeño vestido con una camisa blanca que le quedaba estrecha y una corbata
roja en el cuello que ya se había aflojado. El niño se apoyaba en una hermana
mayor, de unos trece o catorce años, que se secaba los ojos delicadamente con
un pañuelo. La familia se detuvo delante del montaje fotográfico y dedicó unos
respetuosos momentos a mirar la colección de fotografías antes de tomar
asiento. «Una antigua alumna de primaria —pensó—, y un hermano pequeño que no
tiene ningunas ganas de estar aquí.»
«No un lobo.»
La sala empezó a llenarse —hombres y mujeres de todas las edades
acompañados de algunos niños—. La música solemne y falsa de la funeraria se oía
a través de altavoces escondidos y fluía alrededor de Karen como humo, como si
oscureciese su visión. Esperó hasta que disminuyó el flujo de gente que se
detenía para firmar en el libro de firmas y entonces se levantó. Por el rabillo
del ojo vio al joven director de la funeraria accionar un pequeño interruptor
en la pared y la música se interrumpió en mitad de una nota. Miró brevemente a
las personas allí reunidas y empezó su discurso.
—Me gustaría agradeceros vuestra presencia. Sois muchos los que habéis
venido, mi querida amiga Sarah hubiese estado muy contenta al ver a tanta
gente.
Tenía ganas de mirar a los ojos a todos los presentes en la sala, como si
pudiese reconocer al Lobo Feroz solo por el brillo de sus ojos. Sin embargo,
mantuvo la cabeza baja, como si estuviese conmovida por la emoción del falso
funeral, esperando que la cámara de Jordan hiciese el trabajo por ella. Leyó
palabras que no significaban nada, intentando sonar profundamente respetuosa
cuando lo que en realidad quería hacer era gritar.
Comprendía que era una jugada arriesgada. «Puede que sea lo bastante listo
como para no aparecer y todo esto no habrá servido de nada.»
«Pero puede que no.»
«Tal vez sienta la necesidad de venir aquí, porque el olor que ha estado
siguiendo es tan fuerte que le impide detenerse.»
Eso era lo que las tres pelirrojas esperaban.
Pensó en el refrán: «Por querer saber la zorra perdió la cola.»
«Quizás el lobo pierda otra cosa.»
36
«Lo gracioso —pensó— es que con todos los asesinatos que he cometido, no me
gusta mucho ir a funerales. Me hacen sentir incómodo. Están demasiado cargados
de emociones descontroladas o de falsos sentimientos.»
Sin querer, se puso a silbar una serie de notas inconexas, no una melodía
reconocible. «Gente real como las Pelirrojas. Personajes inventados en mis
libros. Muchos tipos de muertes diferentes en mis manos. Tanto si es en una
página en prosa o tendidas en una mesa de amortajamiento en el depósito de
cadáveres esperando el coche fúnebre y un viaje al crematorio o a un hoyo a dos
metros bajo tierra, seguís estando como témpanos. Tanto si morís de viejo, por
enfermedad o por muerte repentina, por un navajazo o por un disparo o por el
capricho de un autor, al final todo es lo mismo.»
Resopló y pensó que parecía un predicador dándose un sermón.
—Polvo eres y en polvo te convertirás —recitó en un tono burlón, profundo y
sonoro.
El Lobo Feroz pensaba que había mezclado a la perfección sus mundos de
ficción con la realidad. Era un asesino en ambos mundos. Para él, ya no había
mucha diferencia entre los dos —un feliz subproducto de la elección que había
hecho de las tres pelirrojas— y rehacerlas en personajes. Se consideraba un
maestro de lo real y de lo ficticio. Ser tan competente en ambos ruedos avivó
su entusiasmo.
—Tic tac, tic tac. El tiempo avanza, señoras —se dijo.
Rio un poco y se preguntó qué resultaría más estimulante: matar o escribir
sobre ello. Las dos cosas eran terriblemente atractivas. Su única preocupación
constante era cómo plasmar de forma exacta la muerte de Pelirroja Dos. Era el tipo
de nudo desafiante que todo escritor quiere deshacer. «James Ellroy —pensó en
unos de sus autores favoritos—. LA
Confidential. Le gustan los argumentos complicados y retorcidos para
después desenredarlos con un lenguaje convincente. Y violencia. Mucha
violencia. Cuesta olvidar toda la brutalidad que plasma en el final.» El Lobo
Feroz sabía que tenía que conseguir que los últimos momentos de Pelirroja Dos
al borde del puente pareciesen tan reales como los que estaba a punto de crear
para Pelirroja Uno y Pelirroja Tres. El problema era que no lo había
presenciado. Esto le hizo murmurar una maldición. «Maldita sea.» Tenía que
asegurarse de que los lectores supiesen que cuando Pelirroja Dos se lanza a las
aguas oscuras, cae en el olvido gracias a su empujón.
—Sabes lo suficiente. Tienes los detalles. Solo es cuestión de escribir la
descripción adecuada —dijo. Siempre le resultaba reconfortante hablarse en
tercera persona.
Hizo una lista mental: «Pánico: lo conoces. Duda: la entiendes. Miedo:
bueno, ¿quién lo conoce mejor que tú? Junta esas tres cosas en la mente de
Pelirroja Dos y ya lo tienes.»
Pensó en prepararse un baño cuando regresase a casa, sumergir la cabeza
debajo del agua e intentar imitar la sensación de ahogarse. «No será lo mismo.
No habrá agua negra ni fuertes corrientes que te empujen hacia el fondo. Pero
al menos conseguiré entenderlo un poco para hacer que funcione sobre el papel.
»Aguanta la respiración. Y cuando notes que vas a desmayarte, lo sabrás.»
Eso tendría que funcionar.
«Conocer de lo que escribes. Hemingway conocía la guerra. Dickens conocía
el sistema de clases británico. Faulkner conocía el sur.
»Todos los buenos escritores llevan a un pequeño periodista dentro.»
Había estacionado el coche en un pequeño aparcamiento de tierra adyacente
al parque natural, no lejos de la casa de Pelirroja Uno. La parte trasera de su
parcela daba al parque. Había un sendero muy frecuentado por excursionistas de
la zona y que llevaba hasta el interior del bosque y subía por un camino
empinado pero abordable hasta una colina desde la que se veía el valle en el
que vivían las tres pelirrojas y él. Se trataba de un lugar concurrido y en las
bonitas mañanas de domingo llegaba a estar atestado con más de una docena de
coches y se oían las risas que penetraban por entre los árboles y los arbustos
mientras la gente subía y bajaba alegre por el sendero. Pero los días
laborables estaba casi vacío, pues muy pocas personas tenían ganas de hacer el
camino, aunque no llegaba a ser agotador, después de una larga jornada en un
trabajo aburrido. Aquel mediodía solo había tres coches en el aparcamiento,
pese a que era fin de semana. El cielo cubierto y gris amenazaba lluvia y el
aire era tan frío que veía el vaho de su respiración al bajar la ventanilla. En
zonas más altas quizás estuviera nevando. Esto le preocupaba. No quería dejar
huellas en la tierra helada. El barro resbaladizo y húmedo ocultaría las
huellas de sus zapatos. El barro que se helaba con la caída de las temperaturas
revestiría las huellas de las suelas de sus zapatos casi tan bien como un molde
de plastilina. Había leído en más de una ocasión sobre asesinos que habían sido
identificados por las huella de sus zapatos y era consciente de que incluso el
cuerpo de policía más rural sabía cómo identificar huellas de zapatos y de
neumáticos.
Miró a su alrededor, a sabiendas de que solo había un par de esforzados
senderistas en el bosque, pero quería estar seguro de que nadie veía cómo,
incómodo, se cambiaba el traje azul barato para ponerse unos vaqueros, un polar
y un cortavientos y pasar rápidamente de un atuendo de funeral a ropa de calle.
Tuvo que contorsionarse en el asiento delantero del vehículo para quitarse los
pantalones y eso le recordó que se estaba haciendo viejo. Las rodillas le
crujían y la espalda se contraía, pero no tenía remedio. Se quitó los zapatos
Oxford y deslizó los pies en unos gruesos calcetines de lana y en resistentes
botas impermeables.
Después de cambiarse, volvió a comprobar en el retrovisor el bigote y la
perilla postizos que llevaba, para asegurarse de que seguían pegados a su
rostro y no se habían movido de forma ridícula al ponerse el jersey de cuello
alto.
Una vez leyó —en la época anterior a las cámaras de seguridad y a los
sistemas de control con vídeo— sobre un atracador de bancos que nunca llevaba
máscara para ocultar su identidad, sino que por sistema utilizaba maquillaje de
cine para pintarse una impresionante cicatriz falsa en el rostro, que se
extendía desde la parte superior de la ceja hasta debajo de la barbilla pasando
por la mejilla. «Ese sí que entendía la psicología del crimen», pensó el Lobo
Feroz. Cada vez que la policía pedía a los empleados del banco y a otros
testigos que describiesen al atracador, todos respondían igual: «No se les
escapará porque tiene una cicatriz...», que pasaban a describir con gran
detalle. Lo único en lo que se habían fijado era en la cicatriz falsa. Ni en el
color de los ojos ni en el del pelo ni en la forma de los pómulos ni en la
curva de la nariz ni en la forma de la mandíbula. Eso siempre le había gustado.
«La gente solo ve lo obvio. No lo sutil», se dijo.
Sin embargo, la sutileza era la religión que él profesaba.
Del maletero del coche sacó una mochila corriente de color rosa vivo que
había comprado en una cadena de tiendas de cosméticos y otros artículos. Estaba
adornada con un unicornio blanco encabritado. Era el tipo de mochila que
utilizaban las niñitas de guardería para llevar sus cosas. También sacó un
bastón de caminar de madera nudosa, al que ató un pañuelo arcoíris de varios colores,
una prenda básica entre la comunidad gay y lesbiana de la zona. Se caló en la
cabeza una gorra de lana azul marino adornada con el logo de los New England
Patriots, un equipo de fútbol americano.
El Lobo Feroz sabía que todos estos artículos juntos creaban un conjunto
excéntrico e incongruente y, como la cicatriz del atracador, lo harían
invisible ante cualquiera que pudiese encontrarse en el bosque. «Se acordarán
de todas las cosas equivocadas», se dijo.
En la mochila rosa había guardado seis cosas: un bocadillo, una pequeña
linterna, un termo con café y un par de binoculares de visión nocturna por si
decidía quedarse hasta después del atardecer, un catalejo plegable y un
ejemplar de Birds of North America, de Audubon.
El libro, que nunca había abierto ni se había preocupado de leer, lo
llevaba por si se encontraba a una persona lo bastante curiosa como para
pararle, por ejemplo, un guarda del parque, aunque dudaba de que esa tarde
hubiese alguien en los senderos. Y no era un águila calva o un búho blanco lo
que en realidad tenía intención de espiar.
Empezó a silbar de nuevo. Una melodía alegre y despreocupada. Miró el reloj
de muñeca. «La elección del momento es importante», se recordó. Esperó hasta
que el minutero llegó a las doce y entonces el Lobo Feroz empezó a subir con
rapidez el sendero hasta la zona protegida, buscando la pequeña muesca que
había hecho en el tronco de un árbol del sendero para marcar una ruta que
descendiese a través del bosque hasta la parte trasera de la casa de Pelirroja
Uno.
«Carrera de prueba», pensó. La próxima vez no será una mochila rosa de niña
ni un bastón de caminar del orgullo gay. La próxima vez solo llevará el
cuchillo de caza.
Pensó en todo lo que había planeado: «Martes. Un día normal y corriente. Un
aburrido día en mitad de la semana laboral. Los martes no tienen nada de
especial.»
«Salvo que este martes será diferente.»
Contó concienzudamente los minutos que tardó en abrirse camino en la maraña
del bosque. Más tarde, pensó, contaría las horas que faltaban hasta el martes
por la noche.
«En el exterior de la puerta lateral. Pasada la tienda de ultramarinos y de
pizzas. Agáchate por el pasaje que hay detrás del aparcamiento. Mantén la
cabeza baja y camina deprisa.»
Pelirroja Dos avanzó deprisa en la luz mortecina del final de la tarde.
Había empezado a lloviznar de nuevo y encorvó los hombros y metió la barbilla
hacia el pecho para protegerse del frío. Llevaba una vieja y andrajosa gorra
negra de béisbol que de poco servía para esconder su mata de pelo, pero era
mejor que nada. En la visera se formaron unas gotitas.
La iglesia episcopal local les había parecido un buen lugar para reunirse.
Estaba a cuatro manzanas del centro de acogida donde Sarah se ocultaba, cerca
de la línea de autobús que venía del colegio de Jordan y a una rápida caminata
a través de la principal zona comercial de la población desde el garaje donde
Karen podía estacionar el coche y asegurarse de que no la seguían subiendo y
bajando varias veces en el ascensor.
«El pastor tiene un despacho en el sótano que nos deja utilizar —había
explicado Pelirroja Uno por teléfono—. Le he dicho que intentábamos ayudar a
una amiga, esa eres tú, Sarah, en Lugar Seguro y que necesitábamos un lugar
para reunirnos en privado y ha sido de lo más comprensivo. Me contó que muchas
veces daba sermones sobre la violencia doméstica, así que hice ver que
estábamos preocupadas por un marido violento.»
No había dicho: «Ningún Lobo nos seguirá hasta el interior de una
iglesia...» Que es lo que Sarah estaba pensando mientras cruzaba el asfalto
negro del estacionamiento que brillaba con la lluvia. Un loco pensamiento sobre
tierra consagrada o sagrada reverberaba en su interior, aunque, se dijo, eso
son los vampiros y no los lobos.
Pelirroja Uno le había dicho que no utilizase la entrada principal de la
iglesia, así que la rodeó hasta llegar a la parte posterior. Había una pequeña
entrada al sótano con un cartel al lado de la puerta que decía: «Prohibida la
entrada durante la misa dominical. El Grupo de AA se reúne lunes, miércoles y viernes
de siete a nueve de la noche.»
Pisó un charco, soltó una maldición y siguió deprisa hacia delante. Se
sentía casi como un fantasma, como si de repente fuese invisible. Se preguntaba
si se debía al funeral; «mucha gente cree que estoy muerta. No dejes que nadie
que conocía a la antigua Sarah vea a la nueva Cynthia».
Abrió la puerta y entró en el sótano de la iglesia.
Un radiador silbaba y el vapor emitía un ruido metálico en unas tuberías
escondidas. Sarah avanzó por un pasillo estrecho iluminado con bombillas
peladas que daban a las paredes encaladas un brillo duro. Al final, el pasillo
se abría a un espacio más amplio con un techo bajo e insonorizado y un suelo de
linóleo, con un estrado en un extremo y varias filas de sillas plegables de
acero gris colocadas delante de un podio vacío. Se trataba de un lugar sórdido
y triste y supuso que era allí donde se celebraban las reuniones de Alcohólicos
Anónimos.
En una esquina había una puerta abierta y oyó voces. Se dirigió hacia allí
y dentro vio a Karen de pie al lado de un escritorio de roble macizo. En las
paredes había algunas fotografías informales de un hombre canoso vestido con
sotana y celebrando una ceremonia y un par de diplomas de teología, pero no
había ni rastro del sacerdote. Jordan estaba al lado de Karen jugueteando con
una cámara, algunos cables y un ordenador portátil.
Jordan levantó la vista, sonrió y dijo de broma:
—Eh, difunta, ¿qué tal va?
—Bastante bien. Adaptándome —repuso Sarah.
—Guay.
Karen se acercó y le dio un abrazo a Sarah, cosa que sorprendió a la joven,
aunque notaba una especie de calidez que fluía en el abrazo. No era exactamente
un abrazo de amiga, era un gesto de «estamos en esto juntas».
—¿Cómo ha ido? —preguntó Sarah. Pensó que se trataba de una pregunta de lo
más curiosa, preguntar a alguien cómo había ido su funeral. Pero comprendió que
el Lobo había provocado que hiciesen preguntas que estaban muy lejos de
cualquier normalidad.
Karen se encogió de hombros y sonrió irónicamente.
—Ha estado bien. Un poco raro, pero bien. Tenías muchos más amigos de los
que decías que iban a venir. La gente estaba triste de verdad... —se detuvo
antes de terminar la frase, pero Jordan saltó.
—... porque te has suicidado.
La adolescente sonrió y se rio.
Sarah esbozó una sonrisa tímida. Pensó que no había nada en absoluto
gracioso en su situación ni en lo que habían hecho ni en lo que planeaban hacer
ni en despedirse de su antigua vida, pero al mismo tiempo la respuesta de
Jordan era totalmente acertada: todo era muy gracioso, una inmensa broma.
Las tres pelirrojas guardaron silencio unos instantes.
—¿Ha estado allí? —preguntó Sarah.
—No lo sé —repuso Karen—. Había muchos hombres y familias, pero no sabría
decir si había algún hombre en concreto. No iba a llevar un cartel que dijese:
«Hola, soy el Lobo» o pretender destacar de alguna forma. Yo intentaba mirar a
los ojos, pero era difícil...
—Ha tenido que venir —interrumpió Jordan de nuevo, hablando de forma brusca
con toda la determinación de una atleta y la seguridad de una adolescente que
está totalmente, cien por cien, segura de algo. Las otras dos Pelirrojas eran
más mayores y, por lo tanto, estaban más acostumbradas a las dudas—. Quiero
decir, venga. ¿Cómo no iba a presentarse en el funeral de lo que él ha creado?
Ha estado encima de nosotras en todas las malditas formas posibles, ¿cómo va a
mantenerse al margen ahora? Sería como ganar un premio importante de la lotería
y no aparecer para reclamarlo.
Karen, por supuesto, imaginó un millón de razones por las que el Lobo
podría no haber aparecido. «O una razón —pensó, pero no lo dijo en voz alta—,
porque es listo y no necesitaba estar allí porque nos está esperando fuera. O
cerca. O a la vuelta de la maldita esquina o en mi casa o en mi consulta o en
cualquier sitio donde no me lo espero y ahí es donde voy a morir.»
Negó con la cabeza, pero no necesariamente como respuesta a todo lo que
Jordan había dicho, sino más bien contestando de rebote a sus miedos.
Karen tuvo un pensamiento extraño, un recuerdo extraído de repente de un
curso de Literatura que había hecho antes de la universidad, años antes de la
Química Orgánica y la Estadística y la Física y los meses interminables en la
facultad de Medicina. Era un curso sobre Escritura Existencial y no había
pensado en él en décadas.
«Madre ha muerto hoy. O quizás ayer; no estoy segura.»
Le entraron ganas de gritar.
«Karen morirá mañana. O quizá pasado mañana; no estoy segura.»
Jordan tecleaba en el ordenador y levantó la vista.
—Eh, funciona. ¡Empieza el espectáculo! —rio secamente—. Lo único que falta
son unas palomitas.
Las tres mujeres se inclinaron sobre el escritorio y miraron la pantalla
del ordenador llena de imágenes de personas que entraban por la puerta al
funeral. Sonaba una música de fondo enlatada. No se oía mucho más, pues los
asistentes, respetuosos, estaban en silencio mientras sin saberlo se situaban
en el ángulo de visión de la cámara y después se marchaban.
—Triangula —dijo Karen con suavidad—. Cuando necesitas saber una ubicación,
piensa en un triángulo y tendrás la respuesta que necesitas.
—Eso somos nosotras —repuso Jordan—. Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y
Pelirroja Tres. Tres lados del mismo triángulo.
—Continúa mirando —prosiguió Karen—. Sarah, deberías identificar a todo el
que puedas. —Abrió el libro de firmas que la funeraria les había proporcionado
y donde los asistentes habían escrito breves notas o simplemente habían
firmado.
Sarah miró fijamente a la primera persona que se acercó al libro en el
vídeo.
—Bien, ese es mi vecino, su mujer y sus dos hijos. El súper patriota rojo,
blanco y azul cuyo patio trasero utilizaste la otra noche —le dijo a Karen.
Karen cogió un lápiz e hizo una anotación en el margen del libro.
—Y esos son los padres de una de mis alumnas. Y esa es su hija. Estaba en
mi clase antes de que yo dejase la docencia. Ha crecido este año.
A Sarah le entraron ganas de llorar.
—Está muy guapa —susurró.
Escribió otra anotación en el margen.
—Sigue —dijo Karen forzadamente.
Rostros, a veces nombres, muchas veces contextos que saltaban de la
pantalla del ordenador a las tres pelirrojas. Jordan manipuló el ratón del
ordenador para que el flujo fuese más despacio y una o dos veces para congelar
la imagen cuando a Sarah le costaba ubicar a una persona. A veces dudaba y
otras era una cuestión instantánea; era como ver una extraña representación
teatral, donde no había ni diálogo ni argumento, pero en la que cada imagen
separada creaba una profunda y clara impresión. Varias veces Sarah tuvo que
parar y caminar por la habitación mientras hurgaba profundamente en los
recuerdos para recordar quién era alguna persona. Las tres pelirrojas estaban
pendientes de cada hombre que entraba en la fila, se detenía ante el libro,
cogía el bolígrafo que había puesto la funeraria y después salía del campo de
visión de la cámara.
—Venga, joder —susurró Jordan—. Sé que estás ahí.
El flujo de personas disminuyó y al final cesó.
—Mierda, mierda, mierda —maldijo Jordan de nuevo. En la pantalla se veía la
imagen del libro de firmas esperando inútilmente sobre la mesa. La música cesó
y se oyeron las primeras palabras del discurso panegírico de Karen—. Cabronazo
—añadió Jordan.
—Veámoslo otra vez —sugirió Karen con calma. Tenía que esforzarse mucho
para evitar levantar la voz por el pánico.
—No ha venido —concluyó Sarah. Tenía la sensación de que iba a desplomarse.
Tenía la impresión de haber perdido el punto de apoyo en la ladera de una
montaña y de repente caer al vacío.
Karen vio que Jordan apretaba los puños y golpeaba el aire, en un intento
de estampárselos en la cara al Lobo, que estaba y no estaba con ellas.
—Tenemos que verlo otra vez —sugirió Karen, un poco más suave, pero con
toda la furia insistente que fue capaz de reunir—. Se nos ha tenido que pasar
algo.
Pero en su fuero interno le embargaba el miedo, porque tal vez no se les
había pasado nada. Notaba que la ansiedad amenazaba con quebrar cada palabra
que pronunciaba y que los latidos del corazón se aceleraban. «Esto tiene que
funcionar», gritó para sí. Y no se le ocurría ninguna otra idea. Tenía ganas de
echarse a llorar y le costó un inmenso esfuerzo controlarse.
—Empezaremos desde el principio. Y, Jordan, esta vez congela la imagen en
cada persona que firma.
Era una tarea meticulosa. Lenta y pausada. Con cada persona que no era el
Lobo, crecía la tensión en la habitación. Ninguna sabía exactamente qué
buscaban. Les empujaba la disparatada idea de que algo resultaría completamente
obvio, aunque las tres pensaban que precisamente lo contrario sería lo más
probable.
Jordan quería coger algo y estamparlo. Karen quería gritar bien fuerte y
después seguir gritando. Sarah estaba al borde del llanto, pues pensaba que
decepcionaba a las otras dos.
Jordan congeló la imagen de un grupo familiar que se entretuvo en el libro
de firmas.
—Bueno —dijo, con la voz cargada de frustración—. Y ahora, ¿quién demonios
son estos?
—El hombre es un técnico de emergencias médicas que trabajaba en el
departamento de bomberos donde mi marido era jefe de turno. Creo que él es
quien llamó para...
Se detuvo, incapaz de pronunciar las palabras «el accidente». Se levantó,
caminó por la habitación unos pocos metros arbitrarios, como si de repente
tuviese miedo de contemplar una segunda vez las imágenes de la pantalla.
Karen comprendió enseguida qué era lo que le hacía dudar a Sarah. Prosiguió
ella en un intento de persuadir a Pelirroja Dos para que continuase con el
proceso.
—Bien, así que trabajó con tu marido, ¿y las personas que le acompañan
quiénes son?
Sarah detuvo sus pasos y volvió a las imágenes. Pero se quedó unos metros
alejada, como si la distancia de alguna manera la mantuviese a salvo de sus
recuerdos.
—Esa debe de ser su mujer, la que lleva al niño de la mano y al bebé en
brazos. Vinieron una o dos veces a cenar. Y supongo que la mujer que está
detrás de ella es la suegra. Me acuerdo. Tenían una suegra que vivía con ellos.
Creo que mi marido me dijo que estaba cansado de escuchar sus quejas...
—Vale. Sigamos —instó Jordan—, a no ser que creas que el técnico de
emergencias es un Lobo.
Karen se detuvo. Había algo que no le gustaba, pero no sabía decir
exactamente qué.
—No —repuso con cuidado—. Retrocede un poco y después avanza muy despacio.
Volvió a ver a la familia. El marido llevaba un traje azul. Le quedaba un
poco estrecho y se movía con rigidez al acercarse a la mesa y al libro de
firmas. Llevaba una corbata que parecía que lo iba a estrangular y tenía un
aspecto que hablaba de pérdida. La esposa, de la edad de Sarah, guapa, pero con
el pelo un poco despeinado y un maquillaje que parecía que se lo había aplicado
a toda prisa, llevaba un bonito vestido floreado y un abrigo y del hombro le
colgaba una bolsa de bebé que indudablemente contenía biberones, pañales y
sonajeros. Le costaba sujetar en brazos al bebé, que no paraba de moverse, y a
la vez agarrar de la muñeca al otro niño para que no saliese corriendo. Era la
típica coreografía madre—hijo tan habitual, una de las tantas obligaciones, de
las tantas responsabilidades en la situación limitada en que se encontraban: un
momento de adultos nada apropiado para niños pequeños.
—Esto no está bien —dijo Karen.
Sarah negó con la cabeza.
—No, lo conozco. Quiero decir que es un hombre dedicado a su trabajo. Salva
vidas. No es un asesino.
—Eso no se puede saber con certeza —añadió Jordan con frustración—. El Lobo
puede ser cualquiera.
Eso no era lo que preocupaba a Karen sobre la imagen, pero había algo que
no estaba bien. No podía estar segura de qué era, pero se inclinó hacia
delante, para mirar fijamente y con atención.
—Avanza lentamente —indicó.
Jordan movió el ratón del ordenador.
La suegra apareció en la pantalla, pero su imagen, al inclinarse sobre el
libro, estaba parcialmente oculta por la esposa, el marido y los niños.
—Esto no está bien —repitió Karen.
—¿Qué? —preguntó Sarah.
—La madre lo está pasando mal con los niños. ¿Por qué no le da uno a su
madre cuando firma en el libro? Pero no lo hace. Quiero decir, ¿no es para eso
para lo que les ha acompañado la suegra? ¿Para ayudarlos? Y está claro que la
chica necesita...
Karen se calló.
Todas se inclinaron hacia delante.
—No le veo bien la cara —dijo Sarah—. ¡Maldita sea, mira hacia aquí! —casi
gritó a la figura que aparecía en la pantalla del ordenador.
—¿Llegaste a conocer a la suegra? —preguntó de repente Karen.
—No.
—Entonces no podemos estar seguras de que...
Calló. Se volvió, como si el hecho de mover el cuerpo hiciese que la imagen
de la mujer se viese con mayor claridad. Jordan adelantó la imagen tan solo un
poco y acercó su rostro a la pantalla del ordenador.
—¿Sabes quién es? —preguntó Karen bruscamente.
—No —contestó Sarah.
Karen respiró hondo. Dio un grito ahogado al reconocerla de repente.
—Yo sí —añadió.
Hubo un silencio en la habitación. Pensó: «¿Una mujer que asiste a un
funeral y no conoce al difunto?» Las tres pelirrojas oían la calefacción que
silbaba en las tuberías ocultas en el techo sobre ellas.
—Yo también —dijo Jordan en voz baja. En ese instante, toda su bravuconería
de adolescente se había esfumado y palideció.
37
Escribió todo lo que recordaba en una libreta que había comprado en una
papelería local. Estaba entusiasmada, como una adolescente que espera el baile
de fin de curso. Por primera vez sentía que de verdad formaba parte del
misterioso proceso. Describió a los asistentes con detalle al imaginarlos
mentalmente: «Este hombre mayor llevaba un traje azul que no le quedaba bien y
una corbata verde lima; esta mujer estaba embarazada como mínimo de siete meses
y estaba muy incómoda.» Citaba cada palabra y cada frase que recordaba del
panegírico de la doctora: «Nadie salvo Sarah sabe por qué tomó su última
decisión...» Identificó los temas musicales que reconoció —Jesús, Alegría de los Hombres,
de Bach y una sonata de Mendelssohn—. Puso por escrito todos los fragmentos
de conversaciones insustanciales que había conseguido oír mientras estaba en la
cola de las personas que entraban en la pequeña sala de la funeraria: «Odio los funerales» y «qué triste» y
«chsss niños, ahora a callar...».
Al final de su informe, la señora de Lobo Feroz añadió: «Estoy segura de
que la doctora Jayson no me ha reconocido. He desviado la mirada y me he
escondido entre la gente. Me he sentado en el fondo de la sala y en cuanto ella
ha acabado de hablar he agachado la cabeza. Después he esperado al otro lado de
la calle, frente al aparcamiento de la funeraria hasta que todo el mundo se ha
ido, incluida la doctora. Ni siquiera ha mirado hacia donde yo estaba.»
Añadió una anotación más: «No ha habido señal de Jordan en ningún momento.
Si hubiese venido al funeral, la habría visto enseguida.»
La señora de Lobo Feroz siempre había pensado que sus rasgos anodinos e
insulsos eran una traba. En un grupo nunca destacaba y siempre, durante toda su
vida, había estado celosa de las chicas populares —entonces mujeres— que sí
destacaban. Incluso se irritó un poco porque su doctora no pareció darse cuenta
de su presencia, pese a que había tomado medidas para que no la vieran. Pero
esta sensación de ligero enfado había sido sustituida por la idea de que su
aspecto —precisamente su mediocridad y el hecho de mezclarse a la perfección en
un grupo— era de repente una ventaja.
No sabía que su marido, el asesino, había dicho casi lo mismo al principio
de su libro.
«Era como una mosca en la pared —pensó—, lo veía y lo oía todo y nadie se
daba cuenta de mi presencia.»
Miró hacia abajo a las hojas escritas con su informe: una letra clara,
fácilmente legible y una forma de escribir concisa, muy en el estilo preciso de
una secretaria.
Era, imaginó, una forma completamente diferente de ponerse en pie y que
contasen contigo. «No hace falta hacer mucho ruido o ser muy guapa —se dijo a
sí misma—. No hay que medir un metro ochenta y ser pelirroja como las mujeres
que protagonizan el libro. Cuando tienes las palabras a tu disposición, eres
especial de forma automática.» Para ella era muy seductor y totalmente
romántico. Miró las anotaciones escritas en las hojas de rayas que tenía ante
sí y esperó haber utilizado un lenguaje descriptivo y exacto.
De pronto se dio cuenta de que su marido nunca antes le había pedido que
escribiese algo para él. Esto lo hacía todavía más especial.
El hecho de que hubiese confiado en ella para que asistiese al funeral
resultaba muy satisfactorio.
—Es crucial, para todo lo que voy a incluir en la nueva novela —le había
dicho su marido mientras contemplaba cómo se arreglaba; había escogido una
sencilla y anodina chaqueta gris, pantalones negros y unas gafas tintadas, no
exactamente gafas de sol, pero que servían para ocultarle los ojos—. Yo no
puedo estar allí, pero necesito saber todo lo que pasa.
No había preguntado por qué ni había dudado de él cuando le dijo que tenía
que evitar en todo momento que la reconociesen. Se limitó a arreglarse el pelo
con un estilo completamente diferente al habitual. Se había sorprendido al
mirarse en el espejo porque la mujer que la miraba no era ella.
Él también le había indicado lo que tenía que decir si alguien la
reconocía. «Simplemente hazte la sorprendida y di que conocías al marido de
Sarah de hacía años, de su época de estudiante. Eso funcionará. Nadie te hará
más preguntas.»
Con una sonrisa, le había informado de la escuela a la que había asistido
el marido y en qué universidad había estudiado antes de entrar en el cuerpo de
bomberos. También le explicó que el marido de Sarah había asistido a unos
cursos nocturnos de Literatura en la escuela de adultos local. «Simplemente di
que ahí es donde le conociste —le había dicho—. Un interés común
desgraciadamente interrumpido por el accidente.»
Ella había seguido todas las instrucciones al pie de la letra y lo había
hecho mejor de lo que él jamás hubiese esperado, o eso creía.
Se felicitó: «Tendrías que haber sido actriz. Artista. Esta ha sido la
primera vez que has subido a un escenario y la has bordado.»
Por un momento, pensó que era como si escribiese un capítulo propio que se
incluiría palabra por palabra en el libro, lo cual la emocionó sobremanera.
No conseguía estarse quieta en la silla mientras se inclinaba sobre sus
notas, rebuscando entre todo lo que recordaba del funeral, añadiendo todo
elemento que le venía a la mente, porque sabía que incluso la más pequeña
observación podría servir para que toda la descripción funcionase y eso haría
que la escena también funcionase y, por último, el capítulo y, en última
instancia, el libro entero.
Levantó la vista y de repente vio unos focos que aparecían en la noche y
que se adentraban en el camino de entrada a su casa. Se puso en pie,
entusiasmada.
La señora de Lobo Feroz se dirigió a la puerta principal para abrirle a su
marido. Parecía como si los años que la llevaban hasta los linderos de la vejez
se esfumasen en ese momento. Ya no era la mujer tímida, preocupada y enfermiza
que ocupaba una posición discreta y sin importancia a su lado. Rebosaba de
intensa pasión, como una de las primeras noches en que se conocieron. Era,
pensó, «Mata Hari. Una mujer fatal».
Ahora que sabían algo, todavía estaban más asustadas porque subrayaba lo
poquísimo que sabían antes.
Las tres pelirrojas hablaban a gritos.
—No tenía ningún motivo para estar allí, lo que significa que solo hay una
razón —dijo Jordan con contundencia—. Ella tiene algo que ver con esto.
—No lo sabemos con certeza —repuso Karen con vehemencia—. Maldita sea,
Jordan, no podemos sacar conclusiones precipitadas que creemos que son obvias,
porque puede que nos equivoquemos.
—Tú dijiste tres lados de un triángulo. Eso es lo que necesitaríamos para
entender quién es el Lobo Feroz. Pero solo veo dos. —Sarah saltó en medio de la
discusión—. No tengo ni idea de quién es esta mujer y por qué ha venido a mi
funeral. Así que, ¿dónde está el tercer lado?
—El hecho de que no sepas quién es y que nosotras sí lo sepamos, ese es el
tercer lado —resopló Jordan.
—Eso no tiene sentido —repuso Karen.
—Entonces, déjame que te pregunte una cosa: ¿perseguir a tres desconocidas
que da la casualidad que son pelirrojas porque tienes algún tipo de obsesión de
mierda por los cuentos tiene sentido? En serio, ¿tiene sentido?
—Debe de tenerlo. De alguna forma. De alguna manera. Tiene sentido.
—Fantástico. ¿Estás diciendo que no estamos más cerca de descubrir nada y
de hacer algo sobre ese Lobo de mierda porque no estamos seguras? Estupendo. De
verdad, estupendo de cojones.
Jordan caminaba por la habitación moviendo las manos de la rabia. Solo
sabía una cosa: que quería hacer algo. Cualquier cosa. La idea de esperar a la
muerte la estaba matando, pensó. La ironía se le escapaba. Sabía que se estaba comportando
de forma impulsiva. Pero ya no pensaba que eso fuese un error.
Sarah se dejó caer en la silla, intentando entender por qué una desconocida
había ido a su funeral y por qué eso la disgustaba tanto. Se dijo que tenía que
haber otros asistentes, personas que no eran antiguos amigos, conocidos o
familia de los alumnos a los que había dado clase. Tenía que haber aficionados
a los funerales que ocupaban sus vidas desesperadas asistiendo a todo tipo de
funeral que viesen anunciado, para poder derramar falsas lágrimas y pensar que
eran afortunados porque sus vidas, por tristes que fuesen, no habían acabado.
Miró fijamente la pantalla del ordenador: el rostro parcialmente oculto de
la mujer estaba congelado. «¿Por qué no podría esa mujer ser uno de esos?»
«Claro que podría.»
«Pero también podría ser alguien totalmente diferente.»
Sarah dirigió la mirada a Karen y a Jordan. Las dos representaban polos
opuestos. Una tenía prisa por contraatacar. La otra era excesivamente prudente.
«Hubiese estado bien —pensó—, si ella hubiese encajado entre las dos, la fuerza
de la razón.» Pero este no era el caso: en parte quería salir corriendo, en ese
preciso instante, aprovecharse de su nueva vida como Cynthia y dejar a las
otras dos atrás para que se enfrentasen al Lobo. Estaría a salvo. Él estaría
satisfecho con las otras dos pelirrojas. Ella sería libre. Una oleada de
egoísmo y de miedo a punto estuvo de vencerla.
La rechazó.
—Solo podemos hacer una cosa —dijo bruscamente, como una maestra imponiendo
orden a una clase desobediente—. Ahora vamos a ser nosotras quienes vamos a
vigilarla.
Jordan esperó hasta que oyó en su dormitorio el sonido de la puerta al
cerrarse. Se dirigió a la ventana y vigiló hasta que vio a la profesora
responsable de la residencia escabullirse rápidamente en la oscuridad de la
noche.
Justo detrás de Jordan había una pandilla de adolescentes, sus compañeras
de habitación. Todas se iban a un baile en la galería de arte del colegio. Ya
se oían por el campus los acordes estridentes de un grupo de rock local que
tocaba una versión de la vieja canción de Wilson Pickett In the Midnight Hour. Entonces cogió un destornillador, de los que
se utilizaban para reparar aparatos electrónicos, y el carné de estudiante
plastificado. Ya se había descalzado para poder caminar por el pasillo sin
hacer ruido.
Vivir en una antigua casa victoriana de más de ciento cincuenta años
convertida en dormitorios individuales para alumnos de clase alta tenía una
ventaja importante. Era de sobras conocido que las cerraduras de las puertas
eran muy viejas y endebles y la información que siempre pasaba de un ocupante
de un dormitorio al siguiente era cómo utilizar el borde del carné de
estudiante de plástico duro para forzar cualquier cerradura y abrirla.
Esperaba que la puerta del modesto apartamento de la planta baja que
ocupaba la profesora responsable de la residencia tuviese la misma descuidada
seguridad.
La tenía.
Pasó el borde de la tarjeta entre la jamba y la cerradura, dobló la tarjeta
con un movimiento experto y la puerta se abrió. Encima tuvo la suerte de que la
profesora había dejado la lámpara del escritorio encendida, así que Jordan pudo
moverse con rapidez por las habitaciones, sin tropezarse con muebles
distribuidos de una manera para ella desconocida.
Lo que buscaba podía estar en el escritorio o cerca del teléfono de la
mesilla del dormitorio. Jordan no tardó más de noventa segundos en localizarlo.
Se trataba de una carpeta azul con el nombre y el logo del colegio debajo
de las palabras: Confidencial/Directorio del personal y del cuerpo docente. Los
alumnos no tenían acceso al directorio. Si ellos o sus padres, invariablemente
enfadados, querían contactar con alguien de la administración o del personal
docente, en la página web del colegio aparecía la lista de los correos
electrónicos y los números de teléfono oficiales. Sin embargo, el directorio
que Jordan había cogido de debajo de un montón de trabajos de alumnos tenía
información que no era tan fácil de obtener.
Lo abrió en la sección titulada: «Despacho del Director.»
Allí, al lado de «Secretaria de Administración» había un nombre. Estaba el
número de la oficina y el número privado, además de la dirección y, todavía
mejor, entre paréntesis aparecía un nombre masculino. El marido de la
secretaria.
La mano le tembló cuando leyó el nombre.
«¿Eres el Lobo?»
Durante un instante, la cabeza le dio vueltas con frenesí. Jordan respiró
hondo para calmar el pulso acelerado y el nudo en el estómago. A continuación,
copió toda la información de la entrada del directorio con tinta negra en el
dorso de la mano. Tenía miedo de perder un trozo de papel. Quería esta
información tatuada en la piel.
Sintió que una mezcla de miedos y seguridades se debatían en su interior.
Intentó vencer esas sensaciones, diciéndose que debía conservar la calma, que
debía mantener la concentración para dejar el directorio exactamente igual como
lo había encontrado. Se recordó que debía asegurarse de que no había cambiado
nada y que no había dejado ningún rastro en el apartamento de la profesora, ni
siquiera el olor de su miedo. El aire en el apartamento parecía agrio, como
humo amargo. Se instó a ser sigilosa y a asegurarse de que salía de la
habitación con el mismo sigilo y secretismo que había utilizado al entrar.
«Que nadie te vea, Jordan», se había advertido.
«Sé invisible.»
Durante un instante pensó que tenía su gracia. Había entrado en el
apartamento y había actuado como un ladrón, había quebrantado una norma del
colegio que significaba la expulsión inmediata, sin embargo, no había robado
nada, tan solo una información que quizá fuese mucho más importante que
cualquier cosa que jamás había tenido en sus manos. Era como robar algo que
podía ser muy valioso o, por el contrario, no valer nada.
Se desplazó con sigilo por la habitación y apretó la oreja contra la
puerta. No se oía a nadie en el exterior. Inspiró rápidamente, como si fuese
una submarinista preparándose para zambullirse bajo aguas oscuras y giró poco a
poco el pomo de la puerta para salir. Lo extraño fue que en ese segundo deseó
haber traído el cuchillo de filetear. Decidió que a partir de ese momento lo
tendría siempre a mano.
El grupo estaba tocando una versión de She’s
so Cold, de los Rolling Stones, y
hacía una imitación pasable de Mick, Keith y el resto de la banda, incluidas
las lastimeras súplicas del cantante condensadas en las letras. El grupo local
estaba en una esquina de la sala principal de la galería de arte. Normalmente,
la galería exponía obras de los estudiantes, del profesorado y de ex alumnos,
pero el espacio abierto se podía convertir con facilidad en una pista de baile.
Alguien había sustituido las luces del techo por una gigantesca bola plateada
que reflejaba destellos de luz sobre la pista abarrotada. La música reverberaba
en las paredes; los estudiantes giraban o, en diferentes grupos, muy juntos,
gritaban más fuerte que la música del grupo. Hacía mucho calor y había mucho
ruido. En un lateral había una mesa con refrescos atendida por dos de los
profesores más jóvenes que repartían vasos de plástico con un ponche aguado
rojo. Otro par de profesores situado a los lados de la pista vigilaba a los
alumnos e intentaba asegurarse de que no saliesen a hurtadillas cogidos de la
mano para tener un encuentro ilícito. Era una tarea imposible; Jordan sabía que
el calor de la sala se traduciría en conectar. «Más de uno perderá la
virginidad esta noche», se dijo.
Tres veces se había abierto camino a codazos a través de la masa densa y
móvil de alumnos que bailaban, las tres veces atravesando la pista en diagonal,
deteniéndose un par de veces para mover el cuerpo en círculos para que así la
confundiesen con una de las asistentes a la fiesta. Sin embargo, tenía la
mirada fija en las salidas y en los profesores que intentaban evitar las
inevitables escapadas a lugares más oscuros y tranquilos.
Jordan había asistido a suficientes bailes de este tipo como para saber lo
que sucedería. Los profesores descubrirían a una pareja intentando salir junta.
O serían lo bastante listos como para darse cuenta de que la alumna de segundo
que salía por la puerta derecha tenía intención de encontrarse con el alumno
del último curso que salía por la puerta izquierda y pararían a los dos.
Jordan esperó el momento oportuno. Cuando vio una pareja que intentaba
salir, se deslizó tras ellos. Sabía lo que iba a pasar.
—¿Adónde se supone que vais? —exigió saber el profesor.
Interrogó a la pareja, que al menos tuvo la sensatez de soltarse de la mano
y contestó con timidez y sudando que solo querían salir y que no hacían nada
malo y que no tenían la menor idea de lo que el profesor pensaba que iban a
hacer.
Y mientras discutían, Jordan se coló por la puerta.
Se dirigió rápidamente pasillo abajo. Con cada paso, la música se iba
desvaneciendo tras ella. Al final del pasillo se detuvo. A su derecha había una
escalera, a su izquierda otro pasillo que llevaba a los servicios. Habría
profesores vigilando todos los lavabos. Era un lugar obvio para que las parejas
se metiesen mano a toda prisa o para tragarse con rapidez una pastilla o
esnifar cocaína. Los chavales que querían utilizar el baile como tapadera para
fumar marihuana siempre eran lo bastante listos como para salir al exterior
para que el revelador olor de la droga no pudiese ser detectado por las narices
de sabueso de los profesores.
Las escaleras de la derecha bajaban a una segunda planta donde se
encontraban los estudios de dibujo y de escultura.
Jordan miró por encima del hombro, se había convertido en algo habitual
asegurarse de que no la seguían, y entonces voló escaleras abajo.
Un profesor que hacía rondas cada quince minutos más o menos vigilaba los
estudios, que eran uno de los lugares preferidos para enrollarse. Jordan
pretendía esquivar estos lugares tan obvios y salir por una puerta de la planta
baja y, pegada a las sombras, dirigirse hasta al edificio contiguo, el de
Ciencias y Física. Parecía como si fuese un prisionero de guerra que esquiva
las torres de control y a los guardias.
Estar en el último curso y llevar cuatro años en el colegio era una
ventaja. Para cuando llegaba el momento de la graduación, ya se conocían todas
las pequeñas manías y las idiosincrasias del colegio, por ejemplo, que las
puertas no las cerraban con llave.
Jordan ignoró las clases que estaban nada más entrar y bajó por unas
escaleras. Los laboratorios estaban abajo y sus ventanas no daban a los
principales pasajes y patios del colegio sino a los campos de deporte. Estaba
oscuro, la única luz era la del edificio de Arte, donde se celebraba el baile,
que estaba bien iluminado. Estaba en silencio; el ruido de sus zapatillas
deportivas al golpear el suelo y su respiración era lo único que se oía cerca,
todo lo demás era el rhythm and blues y el rock and roll de la banda que tocaba
en el edificio de al lado.
Jordan se paró en la puerta del tercer laboratorio y la abrió. El interior
era negro y gris. Distinguía las sombras de los aparatos del laboratorio
colocados sobre mesas amplias donde los alumnos hacían los experimentos.
—¿Karen? ¿Sarah? —susurró.
—Estamos aquí —respondieron desde la sombra de una esquina.
38
El lugar presentaba un aire conspirador.
Las sombras oscuras que se filtraban por las esquinas, la luz tenue del
cercano edificio de Arte, las formas extrañas del material de laboratorio
diseminado por el espacio amplio y largo, se conjuraban para que pareciese el
tipo de lugar donde se tramaban malas ideas y planes descabellados. Hacía años
que Karen no había estado en el laboratorio de un colegio y la sensibilidad
científica de Sarah se reducía a los estudios de patos y ranas y animales de
establo en las clases de primaria. Sin embargo, a Jordan le encantaba ese
lugar, no por la ciencia que contenía, sino porque le parecía que allí podían
combinarse raros productos químicos y extrañas sustancias para producir
fracasos olorosos o éxitos explosivos, algo que se parecía a la situación en la
que ella creía que se encontraban. También le agradaba la idea de que se
trataba de un lugar de fórmulas bien definidas y de razonamientos
indiscutibles, por lo que el orden y el entendimiento que la ciencia intentaba
imponer al mundo podrían ayudarles a planear sus próximos pasos.
Las tres pelirrojas estaban sentadas en el suelo detrás de una mesa larga
con las piernas cruzadas. Tenían entre ellas el ordenador portátil de Karen y
se inclinaron hacia delante cuando Jordan escribió varios fragmentos de información.
—Aquí —indicó Jordan. Señaló la pantalla—. Las imágenes de Google son
increíbles.
La imagen poco atractiva de un hombre de unos sesenta años les devolvió la
mirada. Tenía abundante pelo canoso alrededor de las orejas, pero en la parte
superior le empezaba a clarear y llevaba unas gafas de montura de concha
apoyadas en la punta de la nariz. La fotografía se la habían hecho unos años
antes en unas sesiones de lectura de una librería local. Se veía claramente que
medía un poco menos de metro ochenta y que no era corpulento, pero tampoco
atlético. Su normalidad era el rasgo que más llamaba la atención.
—¿Creéis que es un asesino? —preguntó Jordan.
—No tiene el aspecto que imaginaba que tendría el Lobo —repuso Karen.
—¿Qué aspecto tienen los asesinos? —inquirió Jordan—. ¿Y qué aspecto crees
que tiene un Lobo?
—Alto. Fuerte. Depredador. No veo eso —dijo Karen en voz baja.
—Es escritor. Novelas de misterio y de suspense —añadió Sarah.
—¿Eso significa algo? —respondió Karen.
—Bueno, supongo que quiere decir que sabe algo de crímenes —repuso Sarah—.
¿No crees que cualquier escritor lo bastante bueno como para que le publiquen
un libro ha de saber cómo cometer un crimen?
—Sí, probablemente —contestó Karen con sequedad—. Pero también sabe cómo
los pillan.
Se dirigió a Jordan.
—Háblanos sobre la esposa —pidió.
—Una hija de puta —contestó de forma brusca.
—Eso no nos dice mucho —añadió Karen.
—Sí que nos dice —interrumpió Sarah.
—La mujer se sienta muy derecha en el despacho del director y nunca sonríe
—explicó Jordan—. Nunca saluda. Parece como si estuviese molesta cuando
apareces para que el director te eche una reprimenda por cualquier cosa que
hayas hecho mal, como si de alguna manera le fastidiases el día.
—Entonces, solo porque es un poco maleducada, tú crees que... —Karen calló.
«El pensamiento de los adolescentes es simplón —se recordó Karen—. Salvo
cuando no lo es, y entonces te sorprenden con alguna idea u observación
verdaderamente profética.» Observó a Jordan a través de la oscuridad,
intentando discernir de qué momento se trataba. Jordan era la que estaba más
enfadada de las tres. Incluso en la penumbra del laboratorio veía cómo su
rostro se encendía con una ira apenas contenida. Karen imaginó que era esa ira
de adolescente lo que la hacía tan osada. Y también tan atractiva. No le
asaltaban las dudas o, al menos, no dudas que Karen percibiese. Se preguntaba
si alguna vez había sido como Jordan y sospechó que la respuesta a esa pregunta
era «sí», porque la línea entre la ira y la determinación solía ser muy fina.
Al menos esperaba que en el pasado fuese así. De repente se sintió mayor, y
entonces pensó: «No, no es eso lo que siento. Lo que pasa es que ya siento la
derrota de lo que tal vez tengamos que hacer.»
—Sigo pensando que es una hija de puta —repuso Jordan.
La adolescente dudó y en ese segundo dio un grito seco y ahogado, que
retumbó en el laboratorio de ciencias.
—¿Qué pasa? —preguntó Sarah.
A Jordan le temblaba la voz, como si algo aterrador hubiese entrado
repentinamente en la habitación y estuviese gruñendo y afilándose las garras en
una esquina. Contrastaba enormemente con la Jordan intensa y vehemente a la que
las otras pelirrojas se habían acostumbrado.
—Acabo de caer en la cuenta: la hija de puta viene a todos los partidos de
baloncesto.
—Bueno, entonces eso... —empezó a decir Sarah solo para que Jordan saltase
alterada con una retahíla de palabras.
—Todos los partidos. Me refiero a que está siempre allí arriba, en medio de
las gradas, la he visto un millón de veces viéndonos jugar. Solo que yo pensaba
que nos veía jugar. Pero quizás era solo a mí. Y si ella está allí, apuesto a
que su marido también está, justo a su lado.
—Bueno, pero ¿le has visto alguna vez?
—Sí. Seguro. Probablemente. ¿Cómo iba a saber quién era?
Esto tenía sentido.
—Y eso no es todo —prosiguió Jordan, cada vez más rápido—. En el despacho
del director tiene acceso a mi expediente. Puede saber todas las actividades
programadas a las que tengo que asistir. Puede saber si tengo que estar en
clase, en la comida o camino del baloncesto o de la biblioteca. Puede saberlo
casi todo. O al menos, se lo puede imaginar.
Sarah se echó hacia atrás. Estaba muy preocupada. «Coges una cosa y le
añades otra, combinas una observación con algo más que has notado y todo parece
que significa algo cuando quizá no sea así.»
Para Jordan, de pronto todo era obvio: secretaria mezquina. Marido.
Partidos. Todos sus viajes al gimnasio. Todas las citas fallidas con los
psicólogos para que volviese al buen camino. Pensó: «Tiene que haber alguna
relación.» Pero para las otras dos pelirrojas no era así. Jordan golpeó con
brusquedad las teclas del ordenador y en la pantalla aparecieron fotografías de
las sobrecubiertas de los cuatro libros del marido.
Las imágenes eran escabrosas, sugerentes y exageradas. En una destacaba un
hombre empuñando un cuchillo ensangrentado. Una pistola grande sobre una mesa
era el centro de otra. En la tercera aparecía una misteriosa figura al acecho
en un callejón. La imagen de esta sobrecubierta hizo que Karen se estremeciese.
—No ha publicado nada desde hace años. Tal vez se haya jubilado —sugirió
Karen. Ni una sola de las palabras que pronunciaban sus labios sonaba
convincente.
—Sí. O puede que otra cosa —agregó Jordan burlona—. Puede que se cansase de
escribir sobre asesinos y decidiese intentar algo más real a ver si le gustaba.
Las tres pelirrojas guardaron silencio, pese a que la observación de Jordan
las había asustado de maneras distintas. Oían la música del baile a lo lejos.
El ritmo intenso del rock and roll contrastaba con los oscuros sentimientos que
sentían.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró Sarah—. Puede que sea él. Puede que no lo
sea. Lo que quiero decir es, ¿qué demonios podemos hacer? ¿Qué alternativas
tenemos?
De nuevo el silencio rodeó a las tres mujeres.
Karen, la más organizada de las tres, tardó varios minutos en contestar.
—Uno, no hacemos nada...
—Un plan fantástico —interrumpió Jordan—. ¿Y esperamos a que nos mate?
—Todavía no lo ha hecho. Quizá no lo haga. Puede que todo sea simplemente,
no sé... —Señaló con un gesto el material del laboratorio de ciencias—, un
extraño experimento, el tipo de idea extravagante que se le ocurre a un
escritor...
Calló.
—No tenemos ninguna prueba, salvo su palabra, de que el Lobo pretende
matarnos.
—¡Tonterías! Nos ha estado siguiendo y... —interrumpió Sarah.
—¿Y qué me dices de tus gatos muertos? —preguntó Jordan.
—No estoy segura de que estén muertos. Solo sé...
Karen sabía que lo que decía contradecía todo lo que creía de verdad.
—¡Tonterías! —interrumpió Jordan, repitiendo la palabra de Sarah—. Sí que
lo sabes, joder.
Karen lo sabía, pero prosiguió, con la voz cargada de falsas razones e
incómodos compromisos.
—Puede que eso sea todo lo que hay. Puede que simplemente quiera seguir
hostigándonos y martirizándonos y amenazándonos durante años.
Jordan movió la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—Cualquiera de los muchos psicólogos a los que mis dichosos padres me han
obligado a ir a lo largo de los años diría: «Eso es una negación total...» con
una amplia sonrisa de imbécil en la cara como si dijese algo maravilloso que al
instante me enderezaría y me convertiría en una adolescente normal, feliz,
equilibrada, como si eso existiese en alguna parte del mundo.
Tanto Karen como Sarah se alegraron de estar a oscuras, porque las dos,
pese al miedo, sonrieron. Karen pensó que eso era exactamente lo que le gustaba
de Jordan. «Si logra sobrevivir a todo esto —pensó—, se convertirá en alguien
especial.»
La palabra «si» le resultó casi físicamente dolorosa, como si fuese un
repentino retortijón de barriga o una bofetada en la cara.
—Bueno, entonces «nada» y «esperaremos a ver si nos mata» es una opción
—dijo Sarah—. ¿Y?
—Podemos intentar la confrontación —prosiguió Karen—. Ver si eso le
ahuyenta.
—Quieres decir —interrumpió Jordan—, que, por ejemplo, llamamos a su puerta
y decimos: «Hola. Somos las tres pelirrojas. Una de nosotras ya ha simulado su
muerte, pero nos encantaría que dejase de decir que nos va a matar, porfa.» Eso
sí que es un plan con el que las tres podemos estar de acuerdo.
El sarcasmo de Jordan llenó la estancia.
Sarah asintió con la cabeza.
—Por supuesto, si hacemos eso o algo parecido, lo más probable es que le
obliguemos a actuar. Podría acelerar sus planes. Pensad en todas las películas
que habéis visto en las que los secuestradores dicen a la familia de la
víctima: «No llaméis a la policía.» Y, o llaman a la policía o no la llaman,
pero ninguna de la dos respuestas es la correcta, nunca, porque las dos ponen
la rueda en marcha. Es como si estuviésemos secuestradas.
—Y otra cosa —añadió Jordan—. Si hablamos con él, perdemos todas nuestras
ventajas. Él se limita a negar que es el Lobo y nos da con la puerta en las
narices y nosotras tenemos que volver a empezar desde cero. Y puede que estemos
muertas mañana o la semana que viene o el año que viene. Puede que decida
inventar un nuevo plan y ponerlo en práctica y otra vez empezamos desde cero.
Lo único que hacemos es aumentar la incertidumbre en nuestras vidas.
Karen se sujetó la cabeza con las manos durante unos instantes. Intentaba
ver con claridad a través de una niebla de posibilidades. Era como si estuviese
revisando los síntomas de un paciente muy enfermo. Un paso en falso, un
diagnóstico equivocado y el paciente puede morir.
—No sabemos a ciencia cierta si es el Lobo —declaró—. ¿Cómo podemos actuar
sin estar seguras al cien por cien? —Estaba un poco sorprendida por la duda que
se filtraba en sus palabras. Intentaba ser agresiva, decidida. Le resultaba
difícil. Se sentía como si acabase de explicar un chiste sin gracia y se riesen
de ella y no con ella.
Jordan se encogió de hombros.
—¿Y qué? No estamos ante un tribunal. No vamos a ir a la policía con una
historia de locos sobre unos mensajes y un lobo y andar a escondidas todo este
tiempo, simplemente para que un policía piense que estamos como una chota.
Jordan hablaba deprisa. Probablemente demasiado deprisa, pensaron las otras
dos pelirrojas.
—La idea es aprovechar la ventaja. Mantener el control. Solo podemos hacer
una cosa.
Karen sabía lo que iba a decir Jordan, no obstante, dejó que la adolescente
lo dijera.
—Seremos más listas que el Lobo.
—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Sarah. Ya sabía la respuesta a su
pregunta. Le aterrorizaba.
Karen también sabía la respuesta. Se echó hacia atrás y sintió una ola de
tensión muscular que le recorría todo el cuerpo, como si se hubiese estremecido
de la cabeza a los pies. La poca lógica que le quedaba la obligó a pronunciar
unas palabras.
—No podemos ir y matarlo. Así de simple. ¿Esperar junto a la puerta de su
casa y cuando salga a coger el periódico por la mañana, acercarse y pegarle un
tiro para después intentar desaparecer? ¿Montar nuestro pequeño tiroteo urbano
desde el coche? Nosotras no somos así. Y además acabaríamos en la cárcel,
porque no es en defensa propia, es un asesinato y, que yo sepa, ninguna de
nosotras es una asesina consumada.
Su sarcasmo resultaba mucho más suave que la versión adolescente de Jordan.
—¿Cómo podemos conseguir que sea en defensa propia? —preguntó Sarah—. ¿Una
trampa? ¿Esperamos a que intente matarnos antes? Aunque quizá ya lo haya hecho.
—No lo sé —repuso Karen—. Ninguna de nosotras ha hecho nunca algo así.
—¿Estás segura? —Sarah dejó que la frustración se plasmase en su voz—.
Hemos inventado mi muerte. Todas hemos sido manipuladoras, intrigantes, lo que
sea, en algún momento de nuestras vidas. Todos somos así. Todos mentimos. Todos
hacemos trampas. Creces y aprendes. Lo que hemos de hacer es crear algo que el
Lobo no espere jamás. ¿Por qué no?
—¿A qué te refieres con crear algo...? —empezó a decir Karen, pero Sarah la
interrumpió.
—Algo que él nunca esperaría.
—¿Y qué...?
—¿No te parece que todo lo que ha hecho depende de que nosotras actuemos
como gente normal y agradable, sensible y amable? Si dejamos de hacer las cosas
que nos convierten en quienes somos. O en quienes éramos.
Las tres pelirrojas callaron unos instantes.
—Quiero matarlo —dijo Jordan despacio, interrumpiendo un silencio que
parecía letal—. Quiero acabar con el Lobo. Y ya no me importa nada, salvo que
actuemos y que actuemos con rapidez. Y la cárcel es mejor que una tumba.
—¿Estás segura? —preguntó Karen.
Jordan no le contestó. «Es una buena pregunta», pensó. A esta idea
inmediatamente le siguió la vehemente respuesta automática de una persona joven
a todas las dudas importantes: ahh, joder.
—Pero ¿cómo? —preguntó Sarah con sequedad—. ¿Qué hacemos?
Le costaba creer que en realidad estaba de acuerdo con el asesinato.
Tampoco podía creer no estar de acuerdo con el asesinato. Ni siquiera estaba
totalmente segura de que estuviesen hablando de asesinato, aunque eso es lo que
parecía. Parecía como si en la oscuridad del laboratorio de ciencias, cualquier
posibilidad de pensamiento lógico se disipase alrededor de ellas.
Karen estaba a punto de decir algo, pero se contuvo. «¿Eres una asesina?»,
se preguntó de repente.
No sabía cuál era la respuesta correcta, lo único que sabía era que estaba
a punto de averiguarlo.
Jordan asentía con la cabeza. Tecleó algunos números en el sistema de
búsqueda del ordenador.
En la pantalla apareció la imagen de Google Earth de una casa modesta de un
barrio periférico y mediocre. Jordan pulsó «vista de la calle» y de repente
subían y bajaban por la calle donde vivían el escritor y la secretaria. No era
muy distinto al antiguo barrio de Sarah: casas bien conservadas, con los laterales
blancos y los jardines bien cuidados. Era un típico barrio de Nueva Inglaterra,
no del tipo que aparece en las postales o en los folletos de viajes con
imponentes casas antiguas o granjas. Estas eran sencillas hileras de casas
construidas hacía treinta años, con un aire de posguerra, bien mantenidas por
generaciones de obreros y sus familias, que se enorgullecían de la propiedad
como parte del sueño americano de ascender en la clase social. Era el típico
lugar donde los vecinos iban al instituto del barrio los viernes por la tarde a
animar al equipo de fútbol americano y que los domingos, después de misa,
comían pastel de carne. Sus habitantes podían ser furibundos seguidores de los
Red Sox y de los Patriots, pero no podían costear los precios exagerados de las
entradas, salvo quizás una vez al año. Sus hijos crecían con la esperanza de
obtener un buen trabajo con un buen convenio, para repetir la misma trayectoria
que sus padres, pero un poco mejor. Era el tipo de lugar que condensaba todo lo
bueno y todo lo malo de Estados Unidos, porque detrás de todos esos jardines de
césped bien podado y de los revestimientos de aluminio se ocultaban quizá más
de un problema de alcoholismo o de drogadicción y de violencia doméstica y
otros tipos de desgracias que comúnmente se encuentran bajo la superficie de
falsa normalidad. Las tres Pelirrojas miraron las imágenes de la casa y de la
calle, desde arriba, desde la parte delantera, desde detrás, e intentaron
imaginar si alguien tan malvado como el Lobo podría prosperar en un lugar así.
Parecía imposible que un asesino viviese allí. Pelirroja Uno pensó: «Es gente
que viene a verme para que la ayude cuando está enferma.» Pelirroja Dos pensó:
«Esta gente es exactamente igual que yo.» Pelirroja Tres pensó: «No tengo nada
en común con esta gente y si viesen mi colegio privado, mi ropa cara y mi rica
familia me odiarían al instante.»
Sarah fue la primera en hablar.
—No sé si esa es la casa del Lobo —aventuró—, pero no tenemos otras pistas.
Ni otras ideas. No hay nadie más que pueda ser una posibilidad. Así que creo
que deberíamos ir.
—Estoy de acuerdo —convino Karen.
—¿Sabéis una cosa? —dijo Jordan con suavidad—, Caperucita Roja no se da
precisamente media vuelta y huye cuando el Lobo le habla. Le hace las preguntas
difíciles. Como «qué dientes tan grandes tienes, abuelita...».
Las otras callaban.
—Tenemos que hacer algunas preguntas difíciles a ese escritor y a su mujer,
la secretaria. No podemos esperar. No podemos retrasarlo. A cada minuto que
pasa, le damos más tiempo para que se nos acerque. Tenemos que cambiar
completamente el juego, a partir de este instante. Tenemos que tomar el
control. Si esperamos un segundo más, podría matarnos. Ha sido así desde el
principio, o probablemente hayamos tentado a la suerte lo indecible. «Qué
dientes tan grandes tienes, abuelita...» Tenemos que ser capaces de hacer esa
pregunta de tal forma que no puedan mentirnos. Solo entonces, sabremos la
verdad. Y sabremos qué hacer, pero en ese mismísimo instante será obvio de
cojones.
Hizo una pausa y susurró:
—Nada de mentiras, nada de mentiras, no más mentiras. Ya no más.
—¿Cómo podemos garantizarlo? —preguntó Sarah—. ¿Cómo haces una pregunta que
no se pueda contestar con una mentira?
Sabía la respuesta a esa pregunta.
Karen también.
Jordan se
agachó y de repente las otras vieron el cuchillo que tenía en la mano. La hoja
delgada y afilada reflejó un haz de luz difusa que se había colado por una de
las ventanas del laboratorio y brillaba como el mercurio plateado.
39
Pelirroja Uno pensó que era como inventar un mordaz número humorístico para
un público difícil y rebelde.
Pelirroja Dos pensó que era como un trabajo de primaria en papel maché,
unido con cuerda y celo.
Pelirroja Tres pensó que era como estudiar para un examen difícil de una
asignatura de la que se había saltado muchas clases.
En realidad, ninguna de las tres lo llamó por su nombre: «Prepararse para
matar a una persona.»
Cada una tenía partes dispares de un todo. Esa había sido la idea
aproximada de Karen y había insistido en ello, aunque no podía explicar a las
otras dos pelirrojas exactamente por qué. Simplemente le parecía que compartir
el esfuerzo tenía sentido, de una forma vagamente democrática. Ninguna de las
tres imaginaba que el Lobo Feroz habría encontrado este aspecto de su plan apresurado
y desorganizado, completamente delicioso y decididamente inteligente; habría
admirado la inevitable confusión que tres personas que trabajan de forma
independiente para crear un complicado asesinato habrían provocado en cualquier
investigador que siguiese el caso.
El Lobo Feroz había pulido su propio plan para dejarlo en lo que él
consideraba una sencillez satisfactoria. Se parecía al famoso juego de mesa que
prácticamente estaba en todas las habitaciones de juego guardado en algún
estante polvoriento o en las casas de veraneo: Cluedo. Salvo que para él no
sería el «coronel Mostaza en la despensa con una vela». Sería «el Lobo con un
cuchillo de caza cuando menos lo esperen». En realidad, el Lobo había entrado
en una especie de fase zen del asesinato: las acciones estaban subordinadas a
la interpretación. Mientras se movía con entusiasmo delante de la pantalla del
ordenador escribió: «Ya están muertas. Lo más importante son las palabras que
acompañan a la acción. Tengo que atraer a la gente para que me acompañe en este
viaje. Llegar hasta los asesinatos tiene que ser algo muy tentador para los
lectores; no pueden sentir repugnancia; han de sentir su propia ansia. Ha de
ser como cuando pasas por delante de un accidente en la autopista. No puedes
evitar mirar, aunque sabes que dejarte llevar por una curiosidad morbosa te
convierte de algún modo en una persona menos honorable.»
Tanto las tres pelirrojas como el Lobo Feroz habían llegado a la misma
conclusión: «Apresúrate y mata.»
El futuro de todos dependía de ello.
Jordan abandonó la biblioteca a primeras horas de la tarde con un ejemplar
de A sangre fría, de Truman Capote, en la mochila. Solo le interesaban los primeros
capítulos, que había leído dos veces antes de saltarse otros para enfrascarse
en la parte central del libro con objeto de identificar qué era lo que había
provocado a Perry Smith y a Richard Hickock. También había ido a la modesta
sección de películas del colegio y había encontrado en un estante la versión
original de Perros de paja, de Sam Peckinpah, y el primer capítulo
de Scream: vigila quién llama, de Wes Craven. Supuestamente para
sacarlas había que firmar una hoja de papel que había por allí. Empezó a
escribir su nombre y después pensó que era mejor obviar ese requisito.
De regreso a su habitación, puso la primera película en la unidad de disco
del ordenador y sacó una libreta para apuntar observaciones y notas. Antes,
había pasado varias horas estudiando con detenimiento entradas de Internet que
describían varios crímenes, pero todos con un tema único: «Asesinato al azar.»
Jordan pensó que al final del día tendría que destruir todo lo que había
escrito.
Cuando apareció la idílica campiña inglesa en la pantalla que tenía
delante, supo que tendría que destruir su ordenador. Pausó la película y
escribió un correo electrónico a sus distanciados padres:
Papá y mamá... Este maldito ordenador sigue bloqueándose y por su culpa he
perdido un trabajo muy importante en el que he trabajado un montón, ahora tengo
que repetirlo y seguramente lo presentaré tarde y el retraso me repercutirá en
la nota. Os estoy enviando este correo desde el portátil de una amiga. Necesito
un ordenador nuevo ya, porque tendré los exámenes finales enseguida. Puedo ir
al centro comercial hoy, ¿os parece?, pero tendré que utilizar vuestra tarjeta
de crédito.
Sabía que ni su padre ni su madre le negarían esta petición. Probablemente
estarían contentos de que les comunicase alguna cosa, aunque solo fuese la
necesidad de gastar un par de miles de dólares. Pensó que haber añadido lo del
trabajo perdido había sido una buena idea, porque nunca le negarían algo que
supusiese suspender o aprobar una asignatura. Y su petición, pensó Jordan, les
daría un motivo para discutir, cosa que sería una ventaja añadida.
El ordenador que miraba fijamente tenía una huella digital en el interior
de la memoria que podía incriminar tanto como una huella dactilar en la escena
de un crimen.
Jordan sonrió y siguió con la película.
Estaba contenta de convertirse en una criminal. «Tanto estudio al final está
dando sus frutos», pensó.
Tres pares de zapatillas de correr de hombre. Tres números diferentes. De
idéntica marca y modelo. Tres tiendas de deportes diferentes para comprarlas y
pagarlas en efectivo.
Su lista de la compra era larga y la aparente forma aleatoria en la que
tenía que comprar los artículos la complicaba todavía más. En una situación
normal, se hubiese quejado de los recados añadidos y de los complicados rodeos
que se le habían ocurrido para llevarlos a cabo, sin embargo el comportamiento
ilógico y errático era una fortaleza y no una deficiencia. Se imaginó a un
policía llegando al mismo lugar y mirando sin comprender las zapaterías de la
competencia, incapaz de entender por qué un asesino había adquirido el mismo
artículo en tres tiendas diferentes en lugar de comprar los tres pares a la
vez. Esto había sido una sugerencia de Jordan:
«No hagáis cosas que sean lógicas.»
El sombrerero loco, Alicia en el
país de las Maravillas, la reina roja gritando:
«¡Cortadles la cabeza! Y después ya vendrá el juicio.» Sarah miró a su
alrededor al elemento básico del mundo estadounidense: el centro comercial, y
pensó que estaba viviendo una vida al revés. «Soy una mujer que está muerta y
está comprando artículos para matar.»
Todo parecía un inmenso chiste cósmico. Se rio a carcajadas, algunos
compradores se giraron y la miraron extrañados, y después prosiguió con sus
tareas.
Logró comprar los artículos que le habían encargado. Compró el primer
pasamontañas negro en una cadena de tiendas de deporte especializada en
escalada y en kayaks. En este establecimiento, también adquirió tres conjuntos
iguales de mallas sintéticas negras y tres pequeñas linternas de alta
intensidad. Se dirigió a la cadena de la competencia para comprar los otros dos
pasamontañas. También compró un fish
Billy, un bastón de madera pulida de cuarenta y cinco centímetros de
longitud con una tira de cuero para colocar en la muñeca y que los aficionados
a la pesca utilizan supuestamente para doblegar a peces grandes y luchadores.
Fue a una tienda que tenía mallas y artículos de danza para comprar tres pares
de zapatillas de ballet. En una ferretería compró un rollo de cinta aislante
gris, un conjunto de destornilladores y un pesado mazo de goma.
A continuación, como si hiciese las cosas sin venir a cuento, regresó a la
tienda de deportes y añadió a su lista de la compra tres sudaderas negras con
capucha. En una tienda cercana de bolsos y maletas, compró las tres pequeñas
talegas de lona más baratas que tenían: una azul, otra amarilla y otra verde.
Cuando se encontraba en medio del centro comercial, rodeada de otros
compradores que llevaban bolsas muy grandes de papel llenas de ropa barata
fabricada en China y artículos electrónicos fabricados en Corea, Sarah hizo una
pequeña pirueta de bailarina. No le importó que la gente la mirase. Se sentía
libre. A diferencia de las otras dos pelirrojas, sabía que podía huir en
cualquier momento.
Quería reír a carcajadas. Como pago por una nueva identidad y un nuevo
futuro tenía una única obligación: asesinar.
A Sarah le gustaba la simetría de la situación. La muerte da vida.
Para ella tenía sentido. Reconocía que tal vez no fuese la mejor manera de
empezar de nuevo, pero estaba atrapada en un mundo que apenas tenía pasado —su
vida como Sarah parecía que se desvanecía con cada minuto que pasaba—,
vinculada solo a dos pelirrojas que antes eran dos desconocidas y sin embargo
ahora creía que las conocía mejor que a cualquiera de los amigos que había
tenido en el pasado, y a un hombre que quería ser un lobo y un personaje de un
cuento.
Se agachó para alcanzar una de las bolsas con las compras y se puso el asa
de cuero del palo de madera en la muñeca. Pesaba y la superficie era lisa y
pulida. Resultaba letal al tacto. Sonrió. Ella también se sentía letal.
«Si me ve, la hemos fastidiado.»
Era el único pensamiento que se colaba en el miedo de Karen.
De nuevo iba en un coche de alquiler. Llevaba gafas de sol, pese a la
oscuridad de la tarde gris y encapotada. Su característico cabello pelirrojo
estaba oculto bajo una gorra de esquí. En la mano derecha, llevaba la cámara de
vídeo, con la izquierda manejaba con cuidado el volante. La ventanilla del
asiento del pasajero estaba bajada, levantó la cámara y filmó mientras pasaba
con lentitud por las manzanas adyacentes a la casa donde el Lobo Feroz tal vez
vivía o tal vez no. Sabía que iban a ser unas imágenes movidas, mareantes, poco
profesionales, pero el hecho de que las otras dos pelirrojas pudiesen ver el
vecindario les ayudaría.
Estacionó en un lado de la calle a media manzana de la casa. Miró a un lado
y a otro para asegurarse de que no había nadie. La vigilancia era importante,
pero el secreto y la sorpresa lo eran todavía más.
Karen sentía cómo le latía el corazón y se reprendió «luego no puedes estar
así». Las manos le temblaban y le supo mal que cuando les mostrase las imágenes
a las otras dos pelirrojas se darían cuenta de lo asustada que había estado y
eso la intranquilizaba, porque sabía que tenía que ser tenaz.
«No es lógico —pensó—. Se supone que yo soy la que dirige.»
Se imaginó que no era más que una doctora de la duda. Quizás una doctora de
la muerte.
Calle abajo vio a un adolescente que salía de una casa cercana y se
deslizaba detrás del volante de una camioneta pequeña de un color plateado
mate. El chico no tenía absolutamente nada que ver con nada, eso lo sabía, pese
a eso, se asustó tanto que tuvo que agacharse y en cuanto pasó por su lado con
un estruendo, pisó el pedal del acelerador y se alejó del barrio. No solo tenía
la impresión de que la seguían continuamente, sino que además sentía unos ojos
que le quemaban en la nuca. Tuvo que recorrer varios kilómetros para calmarse y
cuando la respiración se normalizó, se dio cuenta de que había llegado a una
parte del condado que no conocía en absoluto.
Estaba perdida.
Tardó casi una hora en encontrar el camino de regreso a las calles que
reconocía, porque se había negado a pararse y preguntar el camino, y otra hora
para devolver el coche de alquiler, coger su coche y regresar a casa en la
oscuridad.
Aparcó en el camino de entrada y descendió del coche por el lado del bosque
que ocultaba su casa desde la carretera. Odiaba más que nunca el aislamiento de
su casa. Se detuvo delante de la casa.
El sistema automático de iluminación se encendió.
Estaba a punto de parar el motor y entrar en su casa cuando dudó. Le
abrumaban los miedos contradictorios: el lugar que debería ser seguro también
constituía la mayor amenaza.
De repente, Karen puso una marcha y, con las ruedas chirriando, cambió de
sentido.
Condujo como si la estuviesen persiguiendo, pese a que no había nadie en
ninguna de las carreteras secundarias que tomó. De pronto, parecía como si el
Lobo Feroz hubiera conseguido matar a todas excepto a ella. Estaba sola en el
mundo, la única persona en pie, la única superviviente, esperando lo
inevitable. Gritó en el coche, acelerando en la autopista, su voz
descontrolada, elevándose en el reducido espacio, asustándola todavía más.
Cuando consiguió controlar un poco sus emociones, condujo hacia una de las
autopistas principales. A los pocos segundos, vio un cartel: restaurante —
gasolinera — motel.
El motel que estaba al final de la rampa de salida pertenecía a una cadena
nacional. El aparcamiento no estaba lleno. Solo había una persona en la
recepción. Parecía joven, una chica recién graduada haciendo un programa de
formación en gestión que le exigía trabajar hasta tarde con una incontenible
sonrisa extravertida, aunque estuviese cansada o no se encontrase muy bien. La
joven hizo el registro de Karen, le preguntó si prefería una cama de matrimonio
extragrande o dos camas dobles.
Karen contestó con un sarcasmo nervioso.
—Solo puedo dormir en una cama a la vez.
La joven sonrió y se rio.
—Pues es verdad. Entonces, ¿extragrande?
Karen le entregó la tarjeta de crédito. Esto era peligroso. Dejaba
constancia de su estancia en el motel, pero no podía hacer mucho más.
—¿Una noche? —preguntó la joven.
Karen se estremeció.
—No. Dos. Negocios.
No pareció darse cuenta de que Karen no llevaba equipaje, de que solo
llevaba una bolsa de ordenador.
En la pequeña habitación del hotel opresivamente pulcra, lo primero que
hizo Karen fue darse el gusto de tomarse una ducha abrasadora. Se sentía sucia,
sudorosa. Se preguntó si una hazaña podía hacerte sentir sucia. Pensó que
probablemente esto se debía a estar muy cerca de alguien que ellas pensaban
podría ser el Lobo Feroz.
Con el pelo húmedo y envuelta en un par de toallas, se dirigió al pequeño
escritorio de la habitación y sacó el ordenador que utilizaba para sus números
humorísticos. «Nada de chistes aquí», pensó. Empezó con varias páginas
inmobiliarias, como Trulia y Zillow, seguidas de páginas de grandes bancos del
negocio inmobiliario. No tardó mucho en encontrar la casa donde vivían la
secretaria y su marido escritor. Una de las páginas ofrecía útiles fotografías
del interior y una visita virtual.
Como cualquier posible comprador, siguió las imágenes en la pantalla.
Puerta principal. A la derecha. Salón. Cocina—comedor. Despacho en la planta
baja. Escaleras arriba. Dos pequeños dormitorios «perfectos para una familia
que quiere crecer» y una habitación de matrimonio con baño. Sótano terminado.
Contempló las fotografías. Un modesto y residencial paraíso de Nueva
Inglaterra. La gran promesa de la clase media norteamericana: una casa en
propiedad. Incluso averiguó cuánto habían pagado al estado el año anterior la
secretaria y el escritor en concepto de impuesto sobre la propiedad
inmobiliaria.
En ese momento, mirando las fotografías de la casa que pretendía visitar,
tuvo un breve recuerdo. Le vino a la mente la letra de una antigua canción de
rock que ponían en las emisoras de viejos éxitos que solía escuchar a menudo y
masculló siguiendo el ritmo de la música que oía en su interior: «Lunes, lunes.
No hay que confiar en él.»
Karen ignoró este aviso y envió un SMS a las otras dos pelirrojas: «Mañana.
Dos y dos.»
No le pareció que tuviese que añadir de la tarde y de la mañana. Ellas
sabrían lo que quería decir.
40
Dos de la tarde
La llevó a comer.
Fue un placer inesperado.
La señora de Lobo Feroz dejó en el escritorio del despacho evaluaciones e
informes disciplinarios de alumnos que había que archivar correctamente en los
expedientes. Puso a un lado un prolijo análisis de un comité fiduciario que
examinaba nuevos flujos de ingresos y una larga petición escrita del director
del departamento de Inglés para ofrecer cursos distintos a los de Literatura
Tradicional como Dickens y Faulkner e impartir asignaturas sobre medios de
comunicación modernos como Twitter y Facebook. Contenta, se encontró con el
Lobo Feroz en un restaurante chino del centro de la ciudad, donde tomaron
platos demasiado picantes y bebieron a sorbos un suave té verde. Supuso que él
tenía algún motivo para sacarla a comer —como muchos matrimonios de muchos años
las muestras espontáneas de afecto eran cada vez más raras—, pero no le
importó. Se deleitó con las bolas de masa hervida y con la salsa de miso.
La camarera se acercó y les preguntó si deseaban postre.
—Yo una copa de helado —repuso el Lobo Feroz. Miró a su mujer.
—No, nada de dulce. Tengo que vigilar el peso.
—Venga —dijo él con un tono burlón—. ¿Solo esta vez?
Ella sonrió. Él estiró el brazo y le cogió la mano. «Como adolescentes»,
pensó ella.
—Bueno —sonrió a la camarera—. Yo también tomaré una copa de helado.
—Dos copas de vainilla —pidió el Lobo Feroz—. Somos gente corriente.
Era una broma que la camarera no captó y los dos rieron juntos cuando ella
se alejó para traer lo que le habían pedido.
No le soltó la mano, sino que se inclinó sobre la estrecha mesa hacia su
esposa.
—Mañana o pasado —dijo con toda la imprecisión que pudo, pero esbozando una
sonrisa—. Es probable que tenga un horario un poco extraño. Ya sabes, que tenga
que levantarme temprano, regresar tarde y quizá me salte algunas comidas.
—Bueno —dijo ella con un movimiento de cabeza.
—No tienes que preocuparte.
—No estoy preocupada. ¿Es importante?
—Los últimos retazos de la investigación.
Ella sonrió.
—¿Los últimos capítulos?
No contestó, se limitó a esbozar una sonrisa más amplia, lo que ella tomó
como un sí. No le importaba. «La creatividad no es un trabajo de nueve a
cinco.» Le miró. En lo profundo de su ser, reverberaban muchas palabras, que
retumbaban con dudas y miedos. ¿Va a matar? Con una sorprendente tranquilidad,
cerró todas las puertas a estas palabras. No le importaba lo más mínimo lo que
hiciese o dejase de hacer. «Solo es trabajo de documentación.» Lo que existiese
en el pasado, lo que pudiese suceder en el futuro, quienquiera que hubiese sido
en el pasado, quienquiera que pudiese ser en el futuro, todo esto no era nada
comparado con el momento actual, agarrados de la mano en un restaurante chino
barato.
«El amor no tiene nada de vainilla», pensó.
El Lobo Feroz dejó a su mujer en el colegio con un juguetón gesto de la
mano mientras ella desaparecía en el edificio de administración. Pero a los
pocos segundos su interés estaba en otra parte.
Le quedaban por comprar dos cosas más.
Ninguna de las dos cosas era especialmente difícil: un traje de caza
térmico, de camuflaje, que podía adquirir en la misma tienda de deportes que,
aunque él no lo sabía, era la que Pelirroja Dos había visitado el día anterior;
una americana azul y unos pantalones grises baratos de la tienda de segunda
mano del Ejército de Salvación. Para Pelirroja Uno tenía que camuflarse a la
perfección en el bosque que había detrás de la casa. Para Pelirroja Tres, tenía
que parecer un profesor o un padre de visita y para eso necesitaba americana y
corbata —por si acaso alguien lo veía en el campus, cosa poco probable—. Estaba
claro que no quería destacar: una barba postiza. Gafas. El pelo engominado
peinado hacia atrás. La posibilidad de que alguien lo reconociese era casi nula
y ¿quién daría crédito a la identificación que algún chaval de secundaria
pudiese hacer de una persona a la que hubiese visto de lejos unos segundos? Y,
además, podían pasar horas hasta que descubriesen el cuerpo de Pelirroja Tres.
Pensó que precisamente esto era lo excepcional de los dos asesinatos gemelos
que había planeado. En los dos sería casi invisible.
El Lobo Feroz repasó mentalmente la lista.
Ropa. «Hecho.»
Transporte. «Una matrícula robada ayudaría.»
Arma. «El cuchillo estaba tan afilado que parecía una cuchilla.»
Lo único que quedaba por hacer era sumirse en la concentración absoluta
necesaria hasta que se acercase el momento de matar a las dos pelirrojas que
quedaban. Al alejarse del colegio en el coche, saboreando lo que le depararía
el día siguiente, imaginó que sería como recibir una llamada de un viejo y
lejano amigo, muy querido e importante. Evocó los recuerdos de hacía quince
años, de la misma forma en que una voz característica que se oía a través de
los años seguía siendo íntima y familiar.
El párroco estaba en el despacho del sótano para trabajar en el sermón del
próximo domingo, así que las tres pelirrojas se encontraron entre bancos
delante de una inmensa estatua de Cristo crucificado, con la corona de espinas
y la cabeza agachada por la cercanía de la muerte.
Se sentaron, incómodas, mientras Karen les pasaba el vídeo de la calle. Se
movían en la superficie dura de la madera, intentando memorizar detalles,
puntos de referencia. Les resultaba difícil concentrarse. Sabían que tenían que
convertirse rápidamente en expertas en matar y, sin embargo, cuando deberían
estar totalmente concentradas, las tres pelirrojas se encontraron con que sus
mentes divagaban por direcciones imposibles sin ninguna utilidad, como si el
darse cuenta de lo que pretendían hacer las obligara a estar mentalmente en
otro lugar. Karen empezó a disculparse por la calidad del vídeo, pero se calló
porque no confiaba en su voz. Todo resultaba muy desorganizado y planeado de
modo vergonzoso para alguien que se enorgullecía de una cauta organización.
Karen pensó que su lado loco y descontrolado encarnado en su personaje del club
de la comedia se había encargado de preparar un asesinato, en lugar de su lado
disciplinado de doctora. No sabía cómo lograr que el lado adecuado tomase la
iniciativa. En cambio golpeó el teclado del ordenador y con un par de clics
apareció la información de la inmobiliaria que había conseguido la noche
anterior.
Cuando dejaron de aparecer imágenes, las tres pelirrojas se echaron hacia
atrás, en silencio.
Sarah se inclinó hacia el suelo pulido donde apoyaban los pies y sacó las
tres talegas de lona. Entregó una bolsa a cada una con los artículos que había
comprado. Ella se quedó con la amarilla.
En una situación que exigía docenas de preguntas, permanecieron en silencio
durante varios minutos. Si un transeúnte las viese, pensaría que estaban
rezando juntas.
Jordan levantó una vez la mirada de la pantalla y la posó en las imágenes
religiosas que las rodeaban. La estatua era de un marrón profundo, taraceada
con vetas doradas pintadas en lo que debería haber sido sangre roja. El techo
de la iglesia reflejaba los tonos azules, verdes y amarillos de las grandes
vidrieras. Pensó que era un lugar inusual para planear un asesinato, pero
entonces se encogió de hombros de forma involuntaria y pensó que cualquier
lugar donde una adolescente mimada, alumna de un colegio privado, planease un
asesinato, probablemente sería bastante inusual. Miró de reojo a Karen. «Es
médico. Ha estado en contacto con la muerte —pensó—. Tiene que saber lo que
está haciendo.» Entonces, dirigió la mirada a Sarah y tuvo un pensamiento
parecido. «La muerte llamó a su puerta, de una forma completamente injusta.
Tuvo que enfurecerla tanto que ahora está lista para matar.»
Jordan pensó que era la única de las tres pelirrojas que no había tenido
ninguna relación con la muerte. No esperaba que su virginidad pasase de esa
noche.
Dos de la mañana
Karen se deslizó con cautela por la puerta trasera de su casa e
inmediatamente se tiró al suelo. Se arrastró hacia delante hasta salir de la
pequeña zona entarimada, utilizando los muebles de exterior que había olvidado
guardar antes de la llegada del invierno para ocultarse, y se deslizó en la
tierra fría y húmeda. La casa, detrás de ella, estaba totalmente a oscuras y
ella se agarró a las sombras como un escalador se agarra a la cuerda de
seguridad. Se incorporó un poco y, encorvada, corrió hacia la parte delantera.
«Si está vigilando, ahí es donde estará.»
Comprendió que esto no tenía lógica. Si el Lobo la estaba vigilando,
entonces quería decir que no estaría en el lugar al que ellas se dirigían y
todo lo que hicieran esa noche no serviría absolutamente para nada o quizás
algo todavía peor. No sabría decirlo. Pero cada trocito de locura que tenía en
su interior había tomado el relevo, así que se ocultó de los ojos que, si
habían de tener éxito, no la estarían observando.
Se lanzó detrás del volante de su coche, mientras tiraba al asiento de
detrás la talega azul. Buscó a tientas las llaves antes de encender el contacto
y después utilizó la tenue luz de la luna para salir del camino de su casa sin
encender los faros. Como antes, sabía que era una tontería.
Karen se detuvo antes de incorporarse a la carretera. Se dijo «cinco
minutos». Si veía otro coche en ese periodo de tiempo, pensaría que era el
Lobo.
Se preguntó: «¿Es eso lo que haría un asesino?»
Temblaba, respiró hondo varias veces para intentar tranquilizarse. «Lees
libros. Ves la televisión. Vas al cine. Piensa en todas las veces que has visto
a buenos y a malos llevar a cabo un plan asesino o una intriga en alguna
situación ficticia. Haz lo mismo que hacen ellos. Solo que esta vez es real.»
Sabía que se trataba de un consejo ridículo.
«Puede que hayas visto millones de asesinatos de ficción —se dijo—. Pero
todos esos asesinatos juntos no te indican lo que has de hacer.»
Puso una marcha, miraba continuamente por un retrovisor u otro, y condujo
con rapidez pasando por las calles solitarias cercanas a su casa. Tuvo que
hacer una parada crítica antes de recoger a las otras: su consulta.
Jordan no había dormido.
Poco después de la una de la mañana, después de yacer inmóvil mirando el
techo de su habitación, se había levantado y se había vestido. Las mallas
negras iban debajo de los vaqueros. Se puso la sudadera negra. Metió el móvil y
el cuchillo en la talega verde y se puso el pasamontañas negro en la cabeza.
Cogió las zapatillas de correr nuevas que Sarah había comprado y se las dejó
arriba de todo, para poder cogerlas en cuanto estuviese fuera. Deslizó los pies
en las zapatillas de ballet.
Se puso de pie y se dio la vuelta lentamente. La ropa que llevaba ni
siquiera hizo ruido.
Jordan miró a su alrededor en un intento de recordar todo lo que era
importante. La única luz en la habitación era la que venía de una farola de la
calle que estaba debajo de su ventana y que otorgaba un resplandor amarillo a
algunos rincones. Parecía que preparaba la maleta para irse de vacaciones; le
preocupaba olvidarse algo importante. Salvo que en esta ocasión lo que temía
olvidar no era un bañador o el pasaporte.
El simple hecho de vestirse para asesinar le producía un torrente de
paroxismos de miedo en su interior. Contraía las manos y respiraba con rapidez.
Tenía la garganta seca y le daba la sensación de que tenía un tic en el párpado
derecho.
Se preguntaba adónde habían ido a parar todas sus bravuconadas, su
seguridad y su fanfarronería. Le parecía que había sido tan categórica con la
idea de asesinar al Lobo Feroz hacía mil años y en un país totalmente
diferente. Ahora, cuando tal vez tenía un nombre, una dirección y de pronto se
había convertido en algo más que una difusa amenaza, su seguridad se evaporaba.
Se sentía como una niña pequeña que tiene miedo a la oscuridad. Tenía ganas de
llorar.
Una inmensa parte de su ser intentaba persuadirla de que sería más
inteligente quitarse la indumentaria de matar y esconderse bajo la colcha de su
cama y esperar pacientemente a que el Lobo viniese a por ella. Venció este
deseo, recordándose que las otras dos pelirrojas contaban con ella.
Aunque la idea de que esta noche podía ser de ayuda se desvanecía
rápidamente en su interior, sustituida solo por la ansiedad y la duda.
Jordan se dirigió a la puerta pensando que esta podría ser la última noche
de su vida tal como había sido hasta entonces. Se trataba de una de las
sensaciones más agobiantes que había experimentado jamás: era como si durante
todo el tiempo que el Lobo la había seguido se hubiese acostumbrado a un miedo
determinado y esta noche prometía sustituirlo por uno totalmente distinto pero
igualmente difícil de manejar. Quería gritar. Pero en lugar de gritar escuchó
detenidamente para asegurarse de que ninguna de las chicas del dormitorio
estaba despierta o estudiando o que se hubiese levantado para ir al baño.
En algún momento todos los alumnos del colegio habían salido a hurtadillas
del dormitorio a deshoras, desacatando normas estrictas y arriesgándose a ser
expulsados. «Nadie —pensó— ha hecho jamás esto por la razón que yo lo tengo que
hacer.» Nada de una cita nocturna con un chico. Ni una juerga nocturna de
drogas y alcohol. Nada de novatadas sádicas a los alumnos de primero. Esto era
algo distinto.
El silencio y el sigilo que empleó eran los mismos. Pero las similitudes
acababan ahí.
Apoyó la mano en la manilla de la puerta y pensó que la abría y que una
nueva Jordan daría el paso al exterior, a un mundo completamente diferente. La
vieja Jordan se quedaría allí para siempre.
Salió de la habitación con cuidado. Las zapatillas amortiguaban sus pasos y
caminaba con suavidad, temerosa de que los viejos tablones del suelo rechinasen
y crujiesen de forma reveladora.
A cada paso, la persona que una vez fue iba desapareciendo tras ella. Era
igual que dejar una sombra atrás.
Cuando consiguió salir lentamente por la puerta principal, la recibió un
aire frío. Tiritaba mientras se quitaba las zapatillas de ballet y se ataba los
cordones de las zapatillas de correr. Aunque notaba el sudor en las axilas, el
frío intenso era casi insoportable mientras se dirigía a su encuentro con las
otras pelirrojas. Jordan temía congelarse si se quedaba quieta, así que echó a
correr a través de la noche.
La salida de Sarah del centro de acogida fue igual de sigilosa; su problema
era lograr pasar por delante del guarda de seguridad nocturno —una voluntaria
de una de las facultades de la zona que llegaba a las nueve y se quedaba con
ojos de sueño hasta el cambio de turno de la mañana, cuando llegaba un policía
retirado con café recién hecho y donuts—. El problema, según Sarah, era salir
sin ser vista por alguien inclinado sobre un montón de libros de texto que
aprovechaba el opresivo silencio para estudiar. A los voluntarios nocturnos, un
grupo de jóvenes de apenas veinte años, siempre se les decía que pecasen de
prudentes. Cualquier altercado, cualquier cosa que se saliese de lo normal,
podía acabar en una llamada a la directora del centro o quizás a la comisaría
local.
Así que Sarah esperó más de una hora escondida en el descansillo de la
segunda planta, sabiendo que al final la joven se levantaría para estirarse, o
para ir al lavabo, o para dirigirse al despacho de al lado y servirse una taza
de café o simplemente apoyaría la cabeza en los libros para dar una cabezadita.
El revólver de su marido estaba en la talega junto con la ropa. Pero en ese
momento iba vestida exactamente igual que Jordan, incluidas las zapatillas de
ballet que amortiguaban el ruido. Karen también debía llevar el mismo atuendo.
Sarah ni siquiera miró el reloj. Quería rezar alguna oración que hiciese
que alguien fuese al lavabo. Notaba todo el cuerpo rígido por la expectación.
Se lamió los labios, de repente los había notado secos y agrietados. Se
sintió avergonzada, tonta. Todos sus pensamientos se habían dirigido a lo que
harían cuando las tres llegasen a lo que creían era la casa donde vivía el Lobo
Feroz.
En ese mismo instante, estuvo a punto de reírse a carcajadas. Reprimió las
ganas. No era por algo gracioso, sino más bien la acumulación de miedo.
«Somos imbéciles, lo hemos entendido todo al revés —pensó—. Es el Lobo
quien va a los tres cerditos y les derriba las casas soplando, salvo la del más
listo, porque la había construido de piedra y ladrillo.»
«Cuento equivocado.»
No se le había ocurrido que el primer problema podía ser insalvable;
sencillamente salir y entrar de un lugar diseñado para mantener a las personas
protegidas y escondidas. De pronto sintió que se encontraba en una cárcel
extrañísima.
Oyó a alguien abajo que arrastraba los pies. Se inclinó hacia delante y
escuchó.
A esto le siguió el ruido de cerrar un libro de golpe. Oyó: «Maldita esa,
esto es imposible. Odio la química orgánica, odio la química orgánica, odio la
química orgánica», repetido en un tono de enfado y de frustración.
Después de un par de segundos, la frase «odio la química orgánica» se
convirtió en una incoherente canción inventada, unas veces cantada con voz
aguda y otras en bajo profundo. Oyó pasos que cruzaban el vestíbulo. A
continuación, oyó cómo se abría y se cerraba la puerta del lavabo y se lanzó
escaleras abajo, de puntillas para no hacer ruido y apresurándose por salir a
la calle antes de que la descubriesen. Era de vital importancia que todo el
mundo pensase que la mujer que ahora se llamaba Cynthia Harrison estaba
durmiendo en su cama.
41
Las tres pelirrojas esperaban en el coche de alquiler a unos cien metros de
la casa. Tendrían que haberse dedicado a repasar los últimos detalles del plan,
aunque de poco sirviese, pero más bien estaban enfrascadas en sus pensamientos.
Faltaba poco para las tres de la mañana. Karen se había detenido en el lateral
de la calle y había aparcado debajo de un roble grande. Jordan estaba en el
asiento trasero, Sarah en el delantero. Karen colocó las llaves del coche en el
suelo y se cercioró de que las otras dos sabían dónde las dejaba. A
continuación, distribuyó tres pares de guantes quirúrgicos que, temblorosas, se
pusieron. Los tres pares de ojos miraban arriba y abajo de la calle. Aparte de
alguna que otra luz que algún vecino olvidadizo se había dejado encendida, la
calle estaba oscura y dormida.
Las palabras estaban bajo mínimos. Ninguna de las tres pelirrojas confiaba
en que la voz no le temblase, así que ahogaban las palabras lacónicamente.
Parecía que cuanto más se acercaban al asesinato, menos había que decir.
—Dos puertas —dijo Karen—. Sarah y yo, por detrás, entramos. Jordan, si el
Lobo intenta salir por la parte delantera, tienes que detenerlo. Cuando hayamos
logrado entrar, te dejamos pasar.
Todas asintieron con la cabeza.
Ninguna de las tres dijo: «Si es que es el Lobo.» Aunque las tres tenían el
mismo pensamiento.
Tampoco preguntó Jordan: «¿Cómo lo detengo exactamente?» o «¿qué quieres
decir con “detenerlo”?». Y por último: «¿Qué pasa si escapa?» Preguntas todas
ellas muy razonables esa noche. La incertidumbre se unía a la irreversibilidad;
las tres pelirrojas habían entrado en una especie de extraño estado más allá de
la lógica. Se hallaban en un cuento de su propia cosecha.
—Arriba y a la derecha. Tiene que ser la habitación de matrimonio. Ahí es
donde vamos. Muévete deprisa. Estarán dormidos, de modo que tenemos el elemento
sorpresa, aunque al entrar en la casa probablemente los despertemos.
—Supongamos... —empezó a decir Sarah, pero se interrumpió. De pronto se dio
cuenta de que había cientos de «supongamos» e intentar anticiparlos todos era
imposible.
La voz de Jordan sonaba entrecortada, débil.
—En A sangre fría, una vez dentro
separan a la familia Cutter. ¿Vamos a...?
Ella también calló en mitad de la frase.
Ninguna de las tres había dicho las palabras allanamiento de morada, aunque
eso era exactamente lo que planeaban hacer. El más despiadado de los delitos,
el que ataca una de las convicciones más profundas de Norteamérica, la idea de
que uno debe estar completamente seguro en su propia casa. Atracos de bancos,
tiroteos desde vehículos, guerras entre bandas por narcotráfico, incluso
parejas separadas que se divorcian a tiros, todos tenían una especie de lógica
contextual. Un allanamiento de morada no. Generalmente el móvil eran fantasías
extrañas de violaciones o de riquezas escondidas que nunca se materializaban.
Era el tipo de delito que Jordan había estudiado los últimos días y que Sarah y
Karen sabían que estaban a punto de llevar a cabo. Aunque, normalmente, en este
tipo de crimen, según había aprendido Jordan, eran delincuentes, psicópatas,
los que atentaban contra la seguridad de personas completamente inocentes. Esta
noche era al revés, eran los inocentes los que allanaban la casa de un Lobo.
Aunque el caso parecía ser tal dentro del coche, supuso que en algún lugar en
el exterior, en el frío, todos los papeles podían dar un giro de ciento ochenta
grados.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Karen.
—Respuestas —repuso Sarah tosiendo—. Vamos a intentar conseguir respuestas.
Las tres pelirrojas se deslizaron fuera del coche como si fuesen tinta
negra derramada, arrugas en la noche. Se subieron las capuchas, se ajustaron
los pasamontañas y se dirigieron con rapidez hacia la casa. Un perro ladró
desde el interior de una casa vecina. Las tres pelirrojas tuvieron el mismo
pensamiento aterrador: «Supón que tiene un perro. Un pitbull o un doberman
dispuesto a defender a su dueño.» Ninguna expresó su preocupación. A Karen le
pareció que cada paso que daban ponía de relieve lo poco que sabían sobre el
hecho de cometer un delito, en especial, uno tan grave como el que iban a
cometer.
Cada una de las tres pelirrojas quería coger a las otras dos, detenerlas en
mitad del allanamiento y decir: «¿Qué diablos estamos haciendo?» En realidad,
ninguna lo dijo; era como si las tres rodasen de bruces por una colina empinada
y no hubiese nada donde agarrarse y detenerse.
A Pelirroja Uno se le revolvió el estómago.
Pelirroja Dos estaba mareada por las dudas.
Pelirroja Tres se sintió débil de repente.
Las tres estaban casi paralizadas por la tensión mientras avanzaban
sigilosamente en la noche. El aire frío no ayudó mucho a disipar el calor de la
ansiedad. Les parecía que todo lo que les había pasado las había, de alguna
manera, empequeñecido.
En la parte delantera de la casa, Karen hizo gestos rápidos indicando los
arbustos adyacentes a la puerta principal. Jordan se agachó, escondiéndose lo
mejor que pudo. Las otras dos pelirrojas perfectamente sincronizadas se deslizaron
alrededor del contorno de la casa, en dirección a la parte trasera.
De pronto, el hecho de encontrarse sola en medio de la noche estuvo a punto
de acabar con Jordan. Estaba pendiente de algún ruido, temerosa de que su
respiración se oyese tanto que despertase a los habitantes de la casa,
despertase a los vecinos, despertase a la policía y a los bomberos. En
cualquier momento, esperaba verse rodeada de sirenas, de luces intermitentes y
de voces ordenándole que se incorporase manos arriba.
Poco a poco abrió la cremallera de la talega intentando hacer el menor
ruido posible. Sacó el cuchillo y lo sujetó con fuerza.
Ya no pensaba que tuviese la fuerza necesaria para empuñarlo. La ferocidad
que le había parecido tan fácil y natural unos días atrás, ahora le resultaba
imposiblemente difícil. Parecía como si la atleta Jordan, más rápida que las
otras Jordans, la Jordan más fuerte que cualquier otra jugadora del equipo; la
Jordan más lista, más guapa, la Jordan de la que se burlaban y a la que tomaban
el pelo, hubiesen desaparecido en ese momento de espera, sustituida por una
Jordan extraña que ella no reconocía y en la que ciertamente no confiaba. Si
hubiese sabido alguna oración, hubiera rezado en ese momento. En lugar de
rezar, se agachó al lado de los escalones delanteros, su atuendo negro
perfectamente confundido con la noche como si se tratase de la pieza de un
rompecabezas, los músculos se contraían y estremecían, y ella esperaba que esta
Jordan nueva e irreconocible fuese capaz de reunir la ira necesaria llegado el
momento.
«Romper la ventana. Alcanzar el interior. Abrir el cerrojo. Atacar.»
El plan de Karen no tenía muchas sutilezas. En las películas, siempre
parece sencillo: los actores están tranquilos, son inteligentes, no muestran
prisas, toman decisiones acertadas y se comportan con una fácil determinación.
«La vida no es tan sencilla —pensó—. Todo conspira para ponerte la
zancadilla. Especialmente la persona que uno es. Y esto no es lo que nosotras
somos. Yo soy una médica, por el amor de Dios. No soy una artista del
allanamiento. Y no soy una asesina.» Sujetó el mazo de goma en la mano,
preparándose para hacer añicos el cristal y entrar en la casa, pero entonces
Sarah le sujetó el brazo bruscamente, justo en el momento en que Karen había
iniciado su furioso swing de
retroceso. Karen oyó la rápida y profunda respiración que la joven arrebataba
al frío de la noche. Se volvió hacia ella preguntándose qué la había hecho
actuar de forma tan precipitada.
Sarah no dijo nada, se limitó a señalar a su derecha. En la ventana, que
supusieron era la de la cocina, había una pegatina. Un escudo estampado con las
palabras: Protegida por Ace Security.
A Karen le dio vueltas la cabeza. No se le escapó la sencilla ironía: se
trataba de la misma empresa que había contratado para que le instalasen el
sistema de alarma en su casa, después de haber recibido la primera carta del
Lobo Feroz.
Dudó. Después susurró:
—Bueno, esto es lo que va a pasar. Entramos. Se dispara una alarma
silenciosa en la sede central de la empresa. Esta llama al propietario de la
casa, que tiene que contestar con una señal predeterminada que indica que están
bien, que es un error o que hay problemas, en ese caso la empresa llama a la
policía, que se presenta en un par de minutos.
Sarah asintió con la cabeza. Las dos pelirrojas se quedaron bloqueadas un
segundo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sarah.
—No lo sé —repuso Karen. De pronto era consciente de que cada segundo que
permaneciesen en el exterior, cada momento que dejaban a Jordan en la parte
delantera, los riesgos aumentaban de forma exponencial. Era como observar en el
laboratorio células peligrosas que se deslizan para unirse y se convierten con
cada segundo que pasa en células mayores y más complejas.
—Decídete —dijo Sarah—. Seguimos o nos vamos.
Una ira lenta y abrasadora arraigó en Karen. «Si salimos corriendo, puede
que corramos hacia la muerte. Quizá no esta noche. Quizá mañana. O pasado
mañana. O la próxima semana. O el mes que viene. Nunca sabremos cuándo.»
Aspiró el aire frío de la noche.
—¿Tienes la pistola? —preguntó.
—Sí.
—Bien. En cuanto entremos ve hacia el dormitorio. Yo iré detrás. Abriré a
Jordan. Y Sarah...
—¿Qué?
—No dudes.
Sarah asintió con la cabeza. «Fácil de decir. Difícil de hacer.»
Quedó sin decir a qué se refería con «no dudes» y qué tenía que hacer.
«¿Matarlos a los dos? ¿Empezar a disparar? ¿Y si no es el Lobo?»
Karen sabía que si esperaba un segundo más, el pánico sustituiría a la
determinación. Cogió el mazo y lo balanceó con fuerza.
En la parte delantera, Jordan oyó el tintineo del cristal al romperse. Si
segundos antes había pensado que su respiración era atronadora, este ruido le
pareció como una violenta explosión. Retrocedió, aferrándose a los bordes de
las sombras como el abrazo de una persona al ahogarse.
Una esquirla perdida desgarró la sudadera de Karen. Por un momento pensó
que le había hecho un corte en el brazo y emitió un sonido gutural ahogado que
le salió de lo más profundo del pecho. Imaginó que la sangre oscura de las
arterias corría por la sudadera y esperaba que un rayo de dolor la alcanzase.
Esto no sucedió, cosa que le pareció un misterio. Ni siquiera tenía un rasguño.
Pasó el brazo por la ventana rota y descorrió el cerrojo. En un segundo abrió
la puerta de un empujón.
Sarah la adelantó. Corrió hacia delante, la linterna en una mano y la
pistola en la otra. El pequeño rayo de luz se movía como loco de un lado a otro
mientras ella corría por la casa.
«Arriba y a la derecha. Arriba y a la derecha.»
Sarah no estaba segura de si esto lo pensaba, lo decía en voz alta, lo
gritaba o lo cantaba. Se lanzó hacia delante, agarró la barandilla y subió la
escalera a saltos.
Karen se dirigió a la puerta principal y tanteó la cerradura. Tardó un
segundo en abrirla.
—¡Jordan, ya! —susurró con la mayor intensidad posible.
Jordan estaba agachada a un lado, oculta en la oscuridad. La noche parecía
zarcillos que la envolvían con tanta fuerza que la inmovilizaban. Notaba que le
daba órdenes a los músculos pero no respondían. Entonces, como si estuviera
flotando por encima de ella, mirando hacia abajo como una figura espectral, vio
a la extraña Jordan que se levantaba, a punto de tropezar con los escalones, y
entraba en la casa tambaleándose. Se agarró a Karen para evitar caer.
Karen ayudó a incorporarse a la más joven de las tres Pelirrojas, cerró de
golpe la puerta principal tras ellas y saltó a las escaleras que subió a toda
prisa intentando alcanzar a Pelirroja Dos.
No hacían mucho ruido.
Pero fue suficiente.
Arrancado por los ruidos del allanamiento del difuso territorio entre sueño
y realidad, el Lobo Feroz sintió un abrasador rayo de miedo que le partía el
corazón. Se incorporó en la cama, su respiración de repente convertida en
jadeos superficiales, y lanzó un puñetazo al aire negro, golpeando a un terror
desconocido e invisible, cortando las palabras en una especie de grito animal,
sin saber si estaba atacando a una pesadilla o a algo real pero fantasmagórico.
A su lado, su esposa emitió un grito que más parecía un gorjeo que un grito
propiamente dicho. La señora de Lobo Feroz sintió que se le cerraba la
garganta, como si alguien la ahogase.
La puerta del dormitorio se abrió y una figura —en la oscuridad no podían
distinguir si era humana, pues era una forma que se confundía con la noche— se
lanzó hacia ellos. Rayos de luz cortaban la oscuridad de un extremo a otro de
la habitación, mientras Sarah agitaba la linterna hacia delante y hacia atrás.
Levantó la pistola, intentando recordar todo lo que la directora del centro
de acogida le había enseñado.
«Utiliza ambas manos.»
«Quita el seguro.»
«Aguanta la respiración.»
«Apunta con cuidado.»
«Haz que todo disparo cuente.»
Tiró la linterna al suelo para poder coger la pistola como le habían
enseñado y la pareja que tenía delante, en la cama, desapareció en sombras
grotescas. Pensó que gritaba: «¡Mátalo!» «¡Mátalo!», pero de nuevo no oía las
palabras ni siquiera sentía que los labios se moviesen y pronunciase algún
sonido. En ese momento de duda, un impacto naranja y rojo explotó en sus ojos
cuando el hombre al que quería disparar le golpeó el rostro con un salvaje
gancho. El Lobo, todo él instinto de lucha, se había lanzado contra Sarah,
golpeándola de lado, mientras la señora de Lobo Feroz había retrocedido.
Sarah se tambaleó y mientras se tambaleaba un segundo puñetazo la golpeó en
el pecho y la dejó sin respiración. Rebotó contra una cómoda, salió despedida
de lado y cayó encima de la cama. De repente, notó cómo una mano agarraba la
pistola. Solo sabía que tenía que luchar, pero cómo hacerlo era algo que se le
escapaba. Su único pensamiento era: «¡No la sueltes! ¡No la sueltes!» Se
retorcía, daba vueltas y sentía que los pies se deslizaban mientras caía por el
borde de la cama y golpeaba el suelo, un repentino peso encima de ella y uñas
afiladas arañándole la cara como si intentase arrancarle el pasamontañas.
Detrás de ella, otras dos sombras negras irrumpieron en la habitación.
Karen llevaba el bastón en la mano y lo balanceaba descontrolada e
ineficazmente. Golpeó una lámpara de la mesilla e hizo añicos la porcelana. Un
segundo golpe sin control se estrelló contra las baratijas que había sobre una
cómoda y que salieron volando.
La oscuridad engañaba a todos.
El Lobo Feroz y su señora luchaban de forma salvaje, desesperada. Los dos
daban patadas, mordían, golpeaban, utilizaban los dientes, los puños, los pies.
La ropa de cama acabó amontonada en el suelo. La estructura de madera de la
cama crujía bajo el frenesí. La señora de Lobo Feroz había agarrado la pistola
que sujetaba Sarah con las manos, luchando de un lado a otro, intentando frenéticamente
que la soltase. Apenas comprendía qué era, solo sabía que era algo que los
podía matar y que debía cogerlo y no soltarlo. Como animales, solo conscientes
de que del sueño habían pasado a luchar por sobrevivir, peleaban con
encarnizamiento.
El Lobo Feroz saltó y cruzó la negra habitación hasta Karen. Le dio un
puñetazo en la oreja. La cabeza le daba vueltas. Otro golpe se estampó en el
diafragma y la doctora sintió cómo se rompía una costilla y un dolor intenso le
recorrió el cuerpo. Esperaba un tercer golpe, uno que la dejase inconsciente y
balanceando el bastón desesperadamente lo notó crujir contra piel y huesos y
oyó un grito de dolor, pero no estaba segura de si provenía del remolino contra
el que luchaba o de sus propios labios.
Un repentino y fuerte aullido atravesó la habitación. Jordan había atacado
al Lobo Feroz con su cuchillo y le había alcanzado en el brazo cuando lo
llevaba hacia atrás para golpear a Karen. Con un rugido de dolor, el Lobo Feroz
agarró a Karen y la lanzó con saña contra Jordan, la menor de las pelirrojas
chocó contra la pared y su cabeza se estrelló contra una fotografía enmarcada
que se hizo añicos con un estallido.
El Lobo peleó; ahora ya sabía que había un bastón, un cuchillo y una
pistola, aunque su mujer parecía tener agarrada esta última. La única luz que
había en la habitación provenía de la linterna abandonada que había rodado
inútilmente a una esquina, de manera que la pelea tenía poco de organizada y
ninguna lógica, no era más que sangre, golpes e intentar ganar y sobrevivir en
la oscuridad y la sombra.
Todavía no sabía contra quién luchaba. Si hubiese tenido un segundo para
reflexionar, hubiese percibido tres formas, todas femeninas y tal vez esto le
hubiese clarificado la aritmética del forcejeo. Pero los golpes que le llovían,
el dolor del corte en el brazo y el susto de pasar del sueño a un ataque mortal
conspiraban para dejar de lado la lógica. Lo único en lo que era capaz de
pensar era en coger el cuchillo de caza que tenía en el escritorio de su
despacho en la planta baja y de alguna manera lograr igualar la pelea.
Apartó a Karen de un empujón, lanzándola contra la misma pared donde Jordan
yacía desplomada. Se lanzó contra las dos figuras —su mujer y una sombra—
enzarzadas en el forcejeo por la pistola. Se estrelló contra las dos sin saber
qué cuerpo era de quién, aporreando todo cuerpo que notaba. En la confusión, el
Lobo Feroz oyó el ruido distintivo del arma al quedar libre y caer al suelo. La
buscó a tientas pero no la encontró.
Y, de repente, le tiraron la cabeza hacia atrás con ensañamiento. Notó la
hoja de un cuchillo en el cuello.
Las palabras parecían provenir del inconsciente.
—Si te mueves, te mato.
Jordan estaba detrás de él, casi sentada a horcajadas, con una mano le
sujetaba la frente y con la otra empuñaba el cuchillo, como un granjero listo
para sacrificar a un animal para la cena.
Su primer impulso fue lanzarse hacia delante. La presión del cuchillo lo
disuadió.
Y en ese momento sonó el teléfono.
42. «Qué ojos tan grandes tienes,
abuelita...»
Al principio, la insistencia del teléfono resultaba completamente extraña,
una inyección de prosaica normalidad en una situación que no tenía ninguna.
Interrumpió la pelea, todos se quedaron inmóviles en sus posiciones, como en un
juego infantil.
Fue Karen la que enseguida comprendió la importancia del timbre del
teléfono. Había que contestarlo sin demora. No se le ocurrió contestarlo ella.
Con frenesí, cogió la linterna de la esquina donde había caído y la enfocó
a los ojos del Lobo Feroz.
—¡Contéstalo! —gritó. Era imposible, pues estaba clavado al lado de la
cama, de rodillas en el suelo, entre Jordan y su cuchillo de filetear. El
teléfono estaba en una mesita de noche al otro lado de la habitación.
Cada timbrazo sonaba más fuerte. Karen enfocó la linterna a la señora de
Lobo Feroz, que estaba entrelazada con Sarah.
—¡Contesta! —gritó otra vez. Levantó el bastón con gesto amenazador, como
si estuviese lista para aplastarle el cráneo a la mujer, pero incluso en la
oleada casi de pánico que Karen sintió que le recorría el cuerpo, sabía que
contradecía el propósito de la amenaza.
»Es la empresa de seguridad. ¡Contesta el puto teléfono!
Sarah, que de repente comprendió la urgencia, empujó a la señora de Lobo
Feroz para levantarla y enviarla al teléfono, como una serpiente que se quita
la piel vieja. La pistola, que yacía cerca, debajo de una cómoda, medio
escondida entre sábanas y mantas tiradas en el fragor de la pelea de la
habitación, de pronto parecía menos importante, aunque Sarah la cogió,
reclamándola para sí. Ella también apuntó el arma a la señora de Lobo Feroz.
La señora de Lobo Feroz dudó. Abrió los ojos como platos cuando los fijó en
la hoja del cuchillo en el cuello de su marido, ignorando el cañón de la
pistola que le apuntaba a ella. Él consiguió hacer un pequeño gesto de
asentimiento y ella se lanzó a través de la cama y agarró el auricular.
—¿Diga? —dijo con voz temblorosa.
—Aquí el Servicio de Seguridad Acer. Se ha disparado la alarma silenciosa
de la casa. ¿Es usted la propietaria?
La señora de Lobo Feroz tartamudeó, en un intento de recuperar el aliento y
responder a la vez.
—Sí, sí. La alarma, ah, qué...
—Su sistema de alarma indica una intrusión.
Sujetó el teléfono cerca de la oreja, pero los ojos miraban a su marido.
—¿Una intrusión?
—Sí. Un allanamiento.
—Estábamos dormidos —repuso. Pensaba lo más rápido posible—. Acaba de
despertarnos. El timbre del teléfono nos ha dado un susto tremendo. Tenemos un
cachorro nuevo —mintió—. Puede que él haya hecho saltar la alarma. ¿Me da un
segundo para comprobarlo?
—Tiene que darme su código de seguridad —repuso con brusquedad la voz al
otro lado del teléfono.
—Bueno, déjeme comprobarlo —repitió—. No tardaré más de un par de segundos.
Tengo que ir a la planta baja. Sé que anoté el código y lo puse en el cajón de...
De nuevo volvió a mirar a su marido, buscando indicaciones.
Pero fue Karen quien susurró una interrupción.
—Si no le das el código adecuado, si no lo haces ahora mismo, llamará a la
policía. No pasa nada —dijo esbozando una fugaz sonrisa de suficiencia—.
Podemos esperar todos tranquilamente a que se presente la policía. Después, de
buena gana les explicamos todo. Piénsalo: ¿es eso lo que quieres?
La pregunta estaba dirigida al Lobo Feroz.
El lado de Karen, que parecía cruel de pronto, encontró la situación
deliciosa. «Bueno, señor Lobo Feroz, señor Asesino, señor Quienquiera que sea,
¿quiere explicar a algún policía sorprendido lo que sucede aquí esta noche?»
Esbozó una sonrisa falsa mientras hablaba en un tono quedo, iracundo. Se
sentía al borde de un salvajismo total. Karen la humorista y Karen la doctora
habían sido reemplazadas. No sabía si las otras dos pelirrojas habrían sufrido
transformaciones parecidas.
—Querrán saber exactamente por qué tres mujeres que no se conocen entre sí
han escogido esta noche para unirse y allanar esta casa. No una casa elegante,
en la que hay dinero o joyas o valiosas obras de arte, porque te aseguro que no
estamos aquí para robar nada. Esta casa en concreto. Una mierda de casa
mediocre, ¿verdad? Y escucharán la historia que les explicaremos nosotras tres
y les costará muchísimo creérsela. Pero eso solo hará que sientan mucha más
curiosidad. Y entonces tendrán que hacerte algunas preguntas. Y serán preguntas
difíciles. ¿Quieres responder a sus preguntas? ¿Es eso lo que te apetece hacer
esta noche?
Abrió los ojos como platos.
—Entonces, si no eres el Lobo —prosiguió Karen con lentitud—, por favor,
dales la respuesta de emergencia. Haz que venga la policía lo más rápido
posible y que se nos lleve esposadas. Pero si eres...
Levantó el brazo, se quitó la capucha negra y apareció el pelo pelirrojo.
Las otras dos pelirrojas hicieron lo mismo.
En el teléfono. La señora de Lobo Feroz dio un grito ahogado.
El Lobo dudó. Seguía notando la hoja del cuchillo que le hacía cosquillas
en el cuello. Veía el miedo en los ojos de su esposa. Intentaba revisar sus
opciones y solo se le ocurrió una. Ganar tiempo. Y esto no incluía una
conversación con la policía. Puede que la policía local fuese ineficaz e
incompetente, pero no tanto.
—Dale el código —masculló con enfado—. Diles que estamos bien. Que ha sido
el perro que no tenemos, lo que has dicho antes.
La señora de Lobo Feroz apartó la mano del auricular.
—Estamos todos bien. Bien. Ha sido un error. El perro la ha disparado
—repitió con cuidado—. Nuestro código para indicar que todo está bien es
Inspector Javert. Jota, a, uve, e...
—Gracias —repuso la voz—. Un código interesante. Muy literario. Vi Los miserables el año pasado en
Broadway. Le conecto de nuevo la alarma desde aquí.
La señora de Lobo Feroz dejó el auricular en su sitio.
—Ahora deberíamos matarlos a los dos —dijo Jordan. Las palabras que
salieron de sus labios la sorprendieron. La Jordan débil y asustada que
esperaba en el exterior había sido relegada y sustituida por una Jordan asesina,
violenta e implacable. Había sucedido en cuestión de segundos. Pensó que tal
vez el contacto físico había provocado que se liberara dentro de su ser. Que te
golpeen contra una pared puede dejar al descubierto recursos ocultos que rara
vez se necesitan. Pese a todo, sintió que la invadía un impulso frío y asesino
y movió ligeramente la hoja del cuchillo hacia delante y hacia atrás, rasgando
superficialmente la piel del Lobo Feroz, de forma que un hilo de sangre empezó
a caerle por el pecho y le manchó la camisa del pijama.
Jordan se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en el Lobo Feroz, de
manera que sus labios estaban cerca de su oreja.
—Pensabas que sería al revés, ¿no? Pensabas que serías tú quien me pusiese
un cuchillo en el cuello, ¿eh? Y luego, ¿qué pretendías hacer?
No respondió. Una expresión de rabia le cruzó el rostro, apenas lograba
contener su ira. Quería ponerle las manos en su cuello. En cualquier cuello.
Pero estaba inmovilizado.
Sarah se arrodilló con dificultad. Sujetaba la pistola con las dos manos,
apuntándole. Estaba frente al Lobo y el cañón del arma le apuntaba directamente
a los ojos aproximadamente a cuarenta centímetros de distancia. Pensó: «Aprieta
el gatillo y terminarás con todo lo que antes conformaba tu vida. Vuelve a empezar
en este mismo instante y la nueva Sarah estará a salvo para siempre.» El Lobo
estaba encajonado entre las dos pelirrojas. La pistola y el cuchillo formaban
un paréntesis mortal.
—Pensaba que habías muerto —dijo el Lobo decepcionado.
—Fui a tu funeral —añadió la señora de Lobo Feroz lastimeramente desde el
otro lado de la habitación, donde de repente se había desplomado en la cama,
rodeándose las rodillas con los brazos a la altura del pecho, como una niña
infeliz. Hablaba en un tono quejumbroso como si esta artimaña fuese de alguna
manera poco honesta e injusta.
—Estoy muerta —repuso Sarah con crudeza sin apartar la vista del Lobo.
Miró por el cañón de la pistola entrecerrando los ojos.
—Jordan tiene razón —añadió con frialdad—. Matémoslos a los dos ya.
—No, por favor —gimió la señora de Lobo Feroz. Un hilillo de sangre le caía
por la comisura de los labios, en el punto donde había aterrizado un afortunado
golpe de Sarah. Tenía el pelo encrespado en una maraña de nudos. Estaba pálida
y la parte de Karen que seguía siendo doctora pensó que en cuestión de segundos
la mujer había envejecido años. De repente se acordó de su corazón. «Puede
ceder en cualquier momento. Le habremos provocado un infarto. ¿En ese caso
sería un asesinato? ¿O justicia?»
La señora de Lobo Feroz se dirigió a Karen.
—Por favor, doctora, por favor... —se volvió hacia Jordan—, Jordan, eres
una buena chica, tú no puedes...
—No, no lo soy —la interrumpió Jordan furiosa—. Puede que lo fuese en otro
tiempo, pero ya no. Y sí que puedo. —No dijo lo que «puedo» implicaba en ese
preciso instante. Empuñó el cuchillo con más fuerza.
—Espera —dijo Karen.
Las otras dos pelirrojas la miraron.
—Todavía no lo hemos averiguado todo.
Pelirroja Dos y Pelirroja Tres la miraron con expresión burlona.
—Antes de matarlos, necesito saberlo todo —agregó.
Sentía una frialdad en su interior. Parecía como si por primera vez desde
que había recibido su carta, su vida empezase a centrarse. La claridad por fin
empezaba a borbotear cerca de la superficie, donde quizá lograse atraparla. Se
agachó, bajó la cabeza y la acercó a la del Lobo Feroz, para que su aliento lo
envolviese.
—Abuelita, abuelita, qué ojos tan grandes tienes.
Rio con una dureza que no sabía que poseía.
—Esa es la pregunta. La recuerdas, ¿no? ¿Y te acuerdas de dónde proviene?
De un cuento. ¿Qué te parece? Un maldito cuento que ninguna de nosotras había
leído desde que éramos niñas. Es igual, la respuesta adecuada es: «Para verte
mejor, Caperucita.»
«La cinta aislante es algo fantástico —pensó Karen mientras ataba las manos
y los pies de la señora de Lobo Feroz con la cinta—. Adhesiva y práctica. Estoy
segura de que los verdaderos criminales la usan de buena gana continuamente.»
Los dos lobos estaban uno al lado del otro en el sofá del salón,
inmovilizados con la cinta gris. Parecían una pareja de adolescentes en su
primera cita, no llegaban a tocarse. La señora de Lobo Feroz tenía dificultades
para controlar sus emociones. Parecía que retumbaban en su interior de
cualquier manera. A su marido, por otra parte, le embargaba una profunda ira.
Apenas decía nada, pero sus ojos seguían a las tres pelirrojas como si
imaginase a cuál iba a matar primero cuando consiguiese, por arte de magia,
soltarse, coger un arma y, de forma extraordinaria, volver las tornas a las tres
mujeres.
—Perfecto —exclamó Karen, mientras retrocedía y admiraba su obra.
Pelirroja Dos y Pelirroja Tres estaban unos pasos detrás de ella. Las dos
empuñando su arma.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jordan.
Ninguna de las tres pelirrojas se había percatado del cambio de dirección
que había tenido lugar en la casa. El Lobo Feroz era totalmente consciente de
la diferencia. Entraba perfectamente dentro de su especialidad.
Se rio, brevemente.
—Habéis cometido un error —dijo. Levantó las muñecas atadas con cinta—. Un
error mayúsculo, maldita sea.
—¿Qué error? —espetó Jordan.
El Lobo Feroz sonrió.
—No tenéis ni idea de asesinar, ¿verdad?
Las tres pelirrojas no le contestaron. Él no esperaba que lo hicieran.
—En una pelea, en defensa propia —el Lobo Feroz sermoneaba despacio, con
voz queda y regular, lo que subrayaba su conocimiento—, puedes hacer casi
cualquier cosa. Todo depende de lo desesperado que estés. Apuñalar a una
persona con un cuchillo. Apretar el gatillo de una pistola. Machacarle el
cráneo a tu oponente. Salvarte en la lucha cuerpo a cuerpo. Es muy sencillo
defenderte cuando luchas. Cualquiera puede encontrar la fuerza para vencer y
hacer todo lo que sea necesario en medio del calor, la sangre y la lucha.
Se reclinó un poco en el sofá.
—Pero ahora ya no estamos peleando. La batalla ha terminado. Habéis
vencido. Pero en realidad no habéis vencido, porque ahora, para poder
sobrevivir a esta noche, tenéis que matar. A sangre fría. Es un poco tópico,
¿no os parece? Pero las tres lo sentís, ¿no es así? ¿Alguna de vosotras cree
que tiene esa fuerza? Una cosa es una pelea. Otra cosa es un asesinato.
Las tres pelirrojas callaban.
El Lobo Feroz se instaló en el sofá. No parecía asustado, ni siquiera muy
disgustado por la situación.
—Una madre es capaz de matar para defender a sus hijos. Un hombre puede que
sea capaz de hacerlo para defender su hogar y su familia. Un soldado lo hará
sin pensar para proteger a sus camaradas. Pero eso no es lo que tenemos aquí
esta noche, ¿o me equivoco? ¿Cuál de vosotras cree que puede ser una asesina?
Empezó a reírse. Karen estaba desconcertada, como si la carga psicológica
del momento la hubiese abofeteado en la cara. Jordan se dio cuenta de que su
respiración era superficial, casi dolorosa. «¡Pero hemos vencido!», se dijo. En
ese momento de duda, Sarah pasó por delante de las otras dos pelirrojas con un
estallido de energía.
—¿Crees que no podemos matarte? —preguntó Sarah casi a gritos. Cruzó
deprisa la habitación y clavó el cañón de la pistola en la frente del Lobo
Feroz. Su esposa gimió, pero él se limitó a sonreír burlonamente.
—Demuéstrame que me equivoco —le retó. Mantuvo la mirada clavada en los
ojos de Pelirroja Dos, ignorando el riesgo que corría.
Sarah liberó el martillo del percutor. El dedo se tensó en el gatillo. Lo
soltó con un gemido largo e iracundo.
Y entonces retrocedió.
—No es fácil, ¿verdad? —dijo el Lobo Feroz.
Enseguida volvió a apuntar la pistola a su frente.
—Soy capaz de hacerlo —repuso.
—Si fueses capaz, ya lo habrías hecho —contestó.
Pelirroja Dos y el Lobo Feroz se estremecieron un poco.
Karen y Jordan estaban seguras de que iba a apretar el gatillo. Y ambas
estaban seguras de que no lo haría. Ideas totalmente contradictorias batallaban
en su interior.
Karen fue quien habló primero.
—Sarah, apártate.
Transcurrió un segundo, después otro y Sarah bajó el percutor de su pistola
y se apartó del Lobo.
—Veis, creéis que habéis logrado algo esta noche aquí. Sin embargo, no es
así. No sabéis nada sobre asesinar mientras que yo lo sé todo y eso significa
que vosotras siempre perderéis y yo siempre ganaré.
Volvió a sonreír.
—¿Queréis saber una cosa obvia para cualquiera que realmente sepa lo que es
asesinar?
Las tres pelirrojas no respondieron, pero el Lobo Feroz prosiguió
igualmente.
—No va a entrar por la puerta ningún leñador fortachón con su buena hacha.
No hay una abuelita a salvo escondida en el armario lista para salir a abrazar
a Caperucita. Esta historia solo tiene un final verdadero y es el único que
siempre ha sido posible. El primer final.
Las tres guardaban silencio.
—Nunca podréis salvaros. No una vez que yo haya empezado.
El Lobo se recostó. Sonrió.
—Sois inteligentes —prosiguió el Lobo Feroz. Su tono de voz era casi
amable. Tenía esa especie de familiaridad de las bromas entre viejos amigos que
se encuentran de forma inesperada—. Por eso os elegí, para empezar. Y las tres
sois lo bastante listas como para saber que esta noche no tenéis escapatoria.
Nunca debisteis haber venido. Tendríais que haberme dejado hacer lo que fuese
que iba a hacer. O tal vez deberíais habernos asesinado a los dos arriba. Tal
vez podríais haberlo hecho. Y tal vez, como dice Pelirroja Dos, incluso me
podáis matar ahora. Tal vez, pero solo tal vez, estéis tan enfadadas y
asustadas. Pero ¿sois capaces de matar a mi esposa? —Hizo un gesto con la
cabeza señalando a su esposa—. Porque ella es inocente. Ella no ha hecho nada.
El Lobo Feroz se encogió de hombros.
—Para eso sí que se necesita una maldad especial. Matar a alguien
simplemente porque está en el lugar adecuado en el momento equivocado. ¿Creéis
que tenéis esa capacidad? ¿Sois capaces de ser tan malvadas?
A Karen le daba vueltas la cabeza. Era como si alguien hubiese impregnado
la habitación de algún perfume que le impidiese pensar con claridad. Pensaba
que todo lo que el Lobo decía era cierto. Nunca serían libres. «Asesinarlo y
vivir siempre con la culpa. Perdonarle la vida y preguntarse siempre si las
seguiría de nuevo. Asesinar a la mujer y somos igual que él.» Este pensamiento
casi le produjo náuseas. A su lado, la mano de Sarah se contrajo. La pistola
que sujetaba le resultaba de pronto increíblemente pesada y no estaba segura de
tener la fuerza necesaria para seguir empuñándola. Ni siquiera estaba segura de
que le quedasen fuerzas para apretar el gatillo. Parecía como si toda la energía
de sus músculos se hubiese evaporado. Jordan se apoyó en la pared. Se hacía
preguntas que no tenían respuesta.
Y en ese momento de debilidad para las tres pelirrojas, la señora de Lobo
Feroz soltó:
—Solo es un libro. Es el libro que está escribiendo. Nadie tiene que morir
esta noche.
«Todos los escritores necesitan historias —pensó Karen—. Las roban de sus
propias vidas y de las vidas de las personas que los rodean. Las roban de sus
familias y de sus amigos. Las roban de la historia y de los acontecimientos
actuales. Las roban de los artículos de prensa y de las conversaciones que
escuchan por casualidad y a veces incluso se las roban unos a otros.»
En ese instante oyó gritar a Jordan.
Era una mezcla de grito y de chillido, el sonido que una persona que se
haya cortado accidentalmente profiere por la sorpresa y el susto. Los ojos de
Karen se dirigieron inmediatamente al Lobo Feroz, que gruñó, y cuya
imperturbable apariencia de indiferencia se empezaba a desvanecer. «Lo sabe»,
pensó.
—Ve tú —indicó Sarah. Hizo un gesto con la pistola en dirección a la
explosión de Jordan. Sarah estaba sentada en el suelo enfrente de los dos
Lobos, la espalda apoyada en la pared, la pistola sobre las rodillas que se
había llevado al pecho.
Karen oyó que Jordan gritaba: «¡Aquí dentro!», y siguió el sonido de la
voz, que parecía temblar con una nueva tensión. Cuando entró en la habitación
oyó los sollozos de Jordan.
«Algo sucede —pensó—. Pelirroja Tres es fuerte. Ha sido fuerte desde el
principio.»
Lo primero que vio fueron las lágrimas que resbalaban por su rostro. La
adolescente era incapaz de decir nada. Se limitaba a señalar la pared.
No había tardado mucho en encontrar la puerta cerrada del despacho. Tampoco
había sido difícil encontrar la llave; una de ellas se encontraba en el llavero
del Lobo Feroz que estaba colgado al lado de la puerta principal.
Entonces entró en el despacho y vio lo que allí había acumulado y perdió el
control.
Fotografías. Horarios. Perfiles. Un cuchillo de cazador.
Un estudio detallado de la vida de las tres.
Y la forma en que iba a acabar con ellas.
Karen se vio fumándose un cigarrillo a escondidas. Vio a Jordan en la
cancha de baloncesto. Vio a Sarah en la puerta de una licorería. Imagen tras
imagen, amontonadas una encima de otra, formaban el montaje de una obsesión
mortal. Pero lo que vio que superaba el impacto que le habían provocado sus
respectivas historias personales fue la energía que había invertido en crear
todo lo que se encontraba en las paredes. Era como si las tres pelirrojas estuviesen
de pie desnudas en el despacho del Lobo Feroz. Era una profunda violación de su
intimidad. Era como si nunca hubiesen tenido un momento de privacidad, él había
estado cerca cada segundo, pero ellas no lo habían sabido.
Le abrumaba el tiempo y la dedicación a la muerte. Sintió que las rodillas
le flaqueaban y se arrodilló, como un suplicante en una iglesia.
—¿Qué pasa? —gritó Sarah desde la otra habitación.
—Somos nosotras —susurró como respuesta.
A Jordan le embargaba la ira. Cogió a Karen de los hombros y la levantó,
zarandeándola.
—¡Tenemos que matarlo! —exclamó con voz ronca—. ¡No nos queda otra opción!
Karen no contestó. Lo único que podía pensar era: «¿Cómo podemos salir
impunes? Él es el asesino. No nosotras.»
Dejó caer el hombro bruscamente. Jordan la soltó y con un angustiado grito
de ira, saltó de pronto hacia las paredes y empezó a arrancar todas las
fotografías. Arrancó todos los horarios y todos los perfiles de sus vidas.
Arañaba todo elemento del mural que tenía ante sí. Los fragmentos de papel
volaban a su alrededor. Sollozaba con sonidos guturales, pero Karen no
conseguía entender las palabras.
Extendió el brazo para detener a Jordan, pero dudó. «Destrúyelo todo»,
pensó de pronto. Y se sumó a la tarea, arrancando fotografías y rompiéndolas en
trozos diminutos, para después tirarlos por la habitación, como si al destrozar
todo lo que el Lobo había construido para matarlas, lograsen de alguna forma
liberarse.
Mientras Jordan golpeaba sin sentido la exposición y tiraba por el despacho
los fragmentos del diseño de sus muertes, Karen se giró y vio el ordenador y
las páginas de un manuscrito en el escritorio debajo de un álbum de recortes
encuadernado en piel. Cogió el bastón y se disponía a hacer añicos la pantalla
cuando Jordan dijo:
—Espera.
Se detuvo en mitad del movimiento.
—Si todo esto está ahí —añadió, señalando los trozos de lo que había en la
pared—, ¿crees que todavía hay más ahí? —Jordan señaló el ordenador.
Karen asintió con la cabeza. Levantó el bastón por segunda vez.
—¿Qué más? —preguntó Jordan.
Y en ese momento, Karen encontró la respuesta.
43
Karen dispuso tres objetos delante del Lobo Feroz. Si hubiese podido
extender el pie, los podría haber tocado con los dedos.
«Su ordenador.»
«Su manuscrito.»
«Su álbum de recortes.»
No dijo nada. Solo quería que el Lobo Feroz mirase esas cosas durante unos
minutos y que digiriese lo que podría hacer con ellas.
Se revolvió en su asiento.
«¿Alguien ha pasado alguna vez una noche así con un asesino en serie?», se
preguntó Karen durante un instante. Sospechó que la respuesta era negativa.
Esbozó ante el Lobo Feroz una sonrisa socarrona que esperó le
intranquilizase todavía más. En sus adentros, se advertía: «Presiona. Pero no
en exceso. Actúa, pero no sobreactúes. La facultad de Medicina no me enseñó
nada sobre teatro. Lo he tenido que aprender sola.» Se preguntó si algún
humorista se había encontrado alguna vez frente a un público tan hostil como el
que tenía ante sí esa noche.
Dejó a Pelirroja Dos y a Pelirroja Tres delante de los lobos sin decirles
tampoco nada mientras iba a la cocina y después al baño. No tardó mucho en
encontrar lo que buscaba: bolsitas de plástico. Tijeras. Un cuchillo grande del
pan. Bastoncitos de algodón. Un rotulador negro.
Cuando volvió al salón parecía que regresaba de una extraña salida de
compras. Sonreía, pese a que sentía las punzadas de las costillas donde le
había golpeado, y cuando miró en dirección al Lobo Feroz, le dejó claro que
cualquier duda que hubiese podido tener se había esfumado. Todo era pura
interpretación por su parte, pero sabía cómo hacer para que un público molesto
no le fastidiase el número. «Hay que seguir contando chistes. No aflojes. No
dejes que el espectador molesto o el gilipollas que siempre interrumpe se hagan
con el espectáculo. Tú eres quien manda.» Las otras dos pelirrojas no podían
disimular su curiosidad. No tenían ni idea de lo que Karen estaba a punto de
hacer.
Empezó a tararear y a cantar fragmentos inconexos de un éxito de los años
sesenta. Daba igual lo mal que lo hiciese porque sabía que el Lobo Feroz
probablemente reconocería su versión de la canción que Sam the Sham and the
Pharaons hicieron famosa: «Ey, Caperucita Roja.» Esperaba que le irritase.
Esperó unos instantes y entonces le preguntó:
—¿A cuántas personas has matado?
El Lobo Feroz no respondió enseguida. Entornó los ojos y desplegó una
amplia sonrisa. Sintió una repentina oleada de seguridad. Puede que tuviese las
manos y los pies atados, pero Pelirroja Uno estaba entablando una conversación.
Eso era tentador.
—Ninguna. Una. Cientos. ¿Cuántas crees? —repuso.
Karen le miró. Intentó identificar algún rasgo de su rostro, alguna
indicación en la forma en que se sentaba en el sofá, algún olor corporal o
postura, un tono de voz, cualquier cosa que reflejase lo que era. Era como contemplar
la masa informe del mar azul grisáceo durante los últimos minutos del
atardecer. Las ondulaciones de las olas en la superficie ocultaban todas las
corrientes que confluirían con vientos y mareas cuando se cerniese la oscuridad
y repentinamente se convertirían en un peligro. Comprendió que ahí radicaba su
poder: en el aspecto poco atractivo que ocultaba su verdadera naturaleza.
A su lado, el cuerpo entero de la señora de Lobo Feroz tembló de ira.
Frunció el ceño y casi gritó su respuesta a la misma pregunta.
—¿Qué te hace pensar que ha matado a alguien? —explotó—. ¡Lo he comprobado!
Incluso he hablado con la policía. ¡No hay pruebas de nada! No es más que un
escritor. Ya te lo he dicho. ¡Tiene que investigar!
Karen asintió con la cabeza, ignorando lo que la señora de Lobo Feroz había
dicho.
—Siempre sales impune, ¿no es así?
El Lobo Feroz se encogió de hombros.
Se dirigió a la señora de Lobo Feroz.
—Y tú... —empezó, pero entonces calló la pregunta. Podía ver todas las
respuestas que necesitaba en el rostro de la señora de Lobo Feroz. «Tu vida
está cambiando esta noche, ¿no es así?» Quería preguntarle, pero algunas
preguntas no hacía falta formularlas.
Karen se estremeció. Respiró hondo y volvió a dirigirse al Lobo Feroz.
—¿Qué es lo que más te gusta utilizar? —le preguntó—. ¿Pistola? ¿Cuchillo?
¿Las manos? ¿Otra cosa? ¿Cuántas maneras diferentes existen para matar a una
persona?
—Cada arma tiene ventajas e inconvenientes —respondió—. Todo escritor de
novela negra lo sabe. —Miró de reojo el manuscrito que tenía delante, en el
suelo—. Está en el libro —añadió con sequedad.
Karen la doctora y Karen la humorista habían aprendido una lección en ambos
ámbitos de su vida que se disponían a aplicar en ese instante.
—¿Puedes matar a una persona con la incertidumbre? —preguntó.
Las tres pelirrojas vieron cómo en ese instante el rostro del Lobo Feroz se
paralizaba. Por primera vez, se dieron cuenta de que las mismas dudas que ellas
habían experimentado desde el primer momento en que las contactó empezaban a
enraizar en él. Su esposa, por otro lado, simplemente parecía confundida, como
si no comprendiese la pregunta.
Karen no esperó una respuesta.
Se adelantó. Lo primero que hizo fue utilizar las tijeras para cortarle un
mechón de pelo. Lo introdujo en una bolsita de plástico. Después, con un
bastoncito de algodón cogió un poco de sangre coagulada del cuello, donde
Jordan le había hecho un corte en la piel. Esa muestra también fue a parar a
otra bolsita. Utilizó el rotulador negro para identificar las bolsas, escribiendo
cuidadosamente en el exterior la hora y el día. Entonces levantó la mano
enfundada en el guante quirúrgico y estiró la superficie estéril como si fuese
una goma. Le susurró al Lobo Feroz:
—Me imagino que tus huellas están por todo el ordenador. Pero las nuestras
no. —Volvió a estirar el guante cerca de su rostro por segunda vez. Cogió otro
bastoncito de algodón—. Abre la boca —le ordenó, como si estuviese en su
consulta.
El Lobo Feroz apretó los dientes. Karen le miró.
—Venga, va —le dijo en un tono amable que ocultaba toda su furia. Era el
tono que hubiese utilizado con un paciente de pediatría reacio a hacer lo que
le piden.
Estaba tan enfrascada en su tarea que el dolor prolongado de las costillas
heridas se había evaporado.
—Unas pocas células extra —agregó. Dejó caer el bastoncillo en otra bolsa
de plástico. A continuación, se acercó a la señora de Lobo Feroz—. El mismo
procedimiento —dijo.
La señora de Lobo Feroz la miró sorprendida de verdad cuando un mechón de
su pelo desapareció en la bolsa, seguido de una muestra de sangre y de un toque
en el interior de la boca.
Karen reunió todas las muestras y las metió en la talega de Sarah. Después
cogió uno de los teléfonos móviles y con rapidez sacó varias fotos de los dos
lobos. Hizo varios primeros planos y se preocupó de que fuesen de perfil y de
frente.
Cuando terminó, se dirigió al Lobo Feroz.
—Explícale a tu mujer lo que hemos hecho —dijo.
—Sangre. Pelo. ADN. La versión médica de quiénes somos —explicó quedamente.
—Puede que médica no —prosiguió Karen—. ¿No crees que forense es una
palabra más adecuada?
»Me pregunto —añadió—, si habrá alguien por ahí interesado en estas
muestras. ¿Crees que algún policía con un caso abierto podría encontrarlas...
no sé... intrigantes?
Karen sonrió.
—La situación es la siguiente: todo este material va a un lugar seguro. Tal
vez una caja de seguridad. Tal vez la caja fuerte del despacho de un abogado.
Ya lo decidiremos. Pero te aseguro que va a ser un lugar que nunca vas a
encontrar. Tu ordenador, el álbum de recortes, las fotografías... todo lo que
hemos cogido esta noche. Tres personas tendrán acceso a ese escondite.
Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres. Dejaremos que Sarah, que es la
única que no vas a poder encontrar jamás, escoja un bonito escondite muy lejos.
Si algo, cualquier cosa, nos amenazase de nuevo, a nosotras las caperucitas, la
persona que quede sabrá qué hacer. ¿Lo has entendido?
El Lobo Feroz asintió con la cabeza. Su rostro se había ensombrecido. Las
tres pelirrojas imaginaron que en ese momento tensaba todos los músculos de su
cuerpo para lograr liberarse de la cinta adhesiva. Su ira podía ser asesina.
Pero mientras lo observaban, vieron cómo las venas hinchadas de su cuello se
relajaban y una temerosa resignación se deslizaba sin querer en su mirada.
Parecía como si viese un tipo diferente de atadura, mucho más restrictiva que
la cinta adhesiva.
Todo lo que les había hecho, ahora se lo devolvían. La sonrisa de Karen
había desaparecido. Por un instante, pensó: «¿A cuántas personas has
asesinado?» Y comprendió, con la comprensión que un médico tiene de la muerte,
que no podía hacer nada por las personas que ya habían muerto. Pero podía
inmunizar al resto de ese momento en adelante. Así que utilizó el tono de voz
que emplearía para comunicarle a alguien que odiase de veras que padecía una
enfermedad mortal.
—No nos has dado más que incertidumbre y después querías matarnos. Ahora,
nosotras te damos lo mismo. Nunca podrás oír que llaman a la puerta y no pensar
que es la policía. Nunca podrás levantar la vista y ver un coche de policía
detrás de ti y no pensar que esta vez todo se ha acabado, o caminar por una
calle y no imaginar que un detective te sigue. Cuando te despiertes por la
mañana, pensarás que puede ser tu último día de libertad. Cuando te vayas a la
cama por la noche, no sabrás si al día siguiente tu patética e insignificante
vida de mierda se acabará. Y otra cosa, no será solo la policía. Me imagino que
habrá familiares de las víctimas que estarán interesados en estas conexiones. O
quizás algunos abogados defensores que puedan utilizar estas pruebas para sacar
de la cárcel a algún cliente. Y me pregunto cómo se sentirá con respecto a ti
algún pobre cabrón que se haya pasado quince años en el corredor de la muerte.
No creo que sean generosos.
Hizo un gesto indicando los objetos.
—Piensa en ellos como una enfermedad. Una enfermedad terminal.
Dudó y después añadió:
—No intentes huir. Si desapareces, nos enteraremos y todo esto se
distribuirá... de la forma adecuada. Y no creo que puedas despedirte de
nosotras y encontrar otra pobre mujer a quien asesinar para así darte el gusto.
Todo ha terminado. Quienquiera que fueses hasta este mismo instante, se ha
acabado. A partir de ahora, eres un tipo corriente que no tiene absolutamente
nada de especial. Nada de nada. Suena bastante mal, ¿no te parece?
Karen respiró hondo. Pensó que pasar con tanta rapidez de la grandiosidad
del lobo a menos de cero podía ser fatal. Eso esperaba. «La humillación —pensó—
puede ser un arma peligrosa.»
—Te lo preguntaré otra vez: ¿puedes matar a una persona con la
incertidumbre?
La habitación estaba en silencio. El Lobo Feroz sabía la respuesta a esa
pregunta y sabía que no era necesario decirla en voz alta.
Karen se dirigió a las otras pelirrojas.
—Señoras —dijo—. Es hora de irse.
Agarró el cuchillo de sierra para el pan que había cogido en la cocina y lo
colocó sobre el televisor.
—Tomad —dijo—. Os costará un poco llegar hasta aquí, cogedlo entre las
manos y cortad las ataduras.
No pudo resistir hacer una broma sarcástica.
—Ya casi se ha hecho de día. Y no vayáis a llegar tarde al trabajo.
Recogieron todo. Cuando iban a salir, Jordan tampoco pudo contenerse.
Susurró a las otras dos pelirrojas:
—¿Sabéis una cosa? He aprendido que odio con toda mi alma los malditos
cuentos. —Se rio a carcajadas con un entusiasmo desmedido.
A continuación, cuando se dirigía hacia la puerta se dio media vuelta y le
dijo al Lobo Feroz:
—Supongo que el último capítulo va a ser diferente a lo que pensabas, ¿no
crees?
Ocho de la mañana
Pelirroja Tres insistió en llenar cada milímetro de la bandeja del desayuno
con un bol de cereales con leche, un plato de tostadas con huevos, fruta, café
y zumo de naranja. Esperó al final de la cola a que un gigantesco linebaker del equipo de fútbol americano
del colegio se pusiese delante de ella para dirigirse hacia el mostrador de los
desayunos y entonces interpuso la bandeja en su camino. La bandeja se cayó al
suelo con un estrépito de platos rotos, un desastre instantáneo y asqueroso.
Esa mañana, había cerca de setenta y cinco alumnos y profesores en el comedor.
Los alumnos —como hacían siempre que se caía una bandeja— empezaron a aplaudir.
Los profesores —también como siempre— se dispusieron inmediatamente a llamar a
un bedel para que recogiese los platos rotos, y a hacer callar a los alumnos
que aplaudían. Lo único que a Jordan le importaba es que todo el mundo se
acordase de ella esa mañana y que la idea de que hubiese pasado parte de la
noche enfrentándose a un asesino resultase totalmente irracional, una fantasía de
adolescente que nadie en su sano juicio creería jamás.
Pelirroja Dos se deslizó entre el grupo de mujeres que preparaba a una
manada de niños para subir al autobús escolar en el exterior del centro de
acogida. Pese a todo el estrés que suponían las amenazas de sus ex parejas, los
niños tenían que seguir yendo al colegio. Siempre era un momento de tensión y
confusión —uno de los hombres podía aparecer repentinamente— y también de total
normalidad del tipo «no vayas a llegar tarde al colegio». Parecía una melé y
las mujeres que se alojaban en el centro apreciaban otro par de manos y de ojos
mientras intentaban mantener alguna sensación de orden en unas vidas, que
habían sido totalmente trastocadas por la violencia doméstica. Nadie se había
dado cuenta de que Sarah se había sumado al grupo desde la calle y no desde el
interior del centro. Solo sabían que la mujer sola que se llamaba Cynthia era
ese día de gran ayuda, comprobando una vez más que los niños llevasen la comida
y que hubiesen hecho los deberes, simpática, riendo y haciendo bromas con ellos
mientras a la vez vigilaba con desconfianza que no apareciese alguna de las
amenazas que sabía podían surgir en cualquier momento. Desconocían que por
primera vez en muchos días, Cynthia sentía que podía ser libre.
Pelirroja Uno saludó al primer paciente del día con una alegría que podría
haber parecido inapropiada al tratarse de una persona que padecía un doloroso
herpes zóster. Karen bromeó mientras le examinaba y después le recetó un
tratamiento. Se cercioró de que todas las anotaciones en el historial clínico
electrónico del paciente indicasen la hora. Cuando acabó la consulta, acompañó
al paciente a la sala de espera principal para que los otros pacientes que
tenían cita esa mañana la viesen en ese día increíblemente típico, que no tenía
en absoluto nada fuera de lo común. Antes de recibir al segundo paciente de la
mañana, Karen se dirigió a la recepcionista.
—Ah —le
dijo despreocupadamente a la mujer que estaba detrás de un pequeño tabique,
como si esto fuese la cosa más sencilla del mundo. Le entregó el informe de la
señora de Lobo Feroz—. Me gustaría que esta tarde llamase a esta paciente y
concertase una cita en las próximas semanas. Me preocupa mucho su corazón.
Epílogo. El primer capítulo
Cogió la pistola y abrió el cilindro. Se trataba de un revólver corto Smith
& Wesson del calibre treinta y ocho, un tipo de pistola muy utilizada por
los detectives de los populares libros de novela negra de los años cuarenta y
cincuenta porque se acoplaba cómodamente en las pistoleras de hombros que
quedaban ocultas bajo la americana. «Un traje de los años cuarenta», pensó el
Lobo Feroz. Detectives que llevaban elegantes sombreros de fieltro y decían
cosas como: «Olvídalo, Jake. Es Chinatown.» El Lobo Feroz sabía que era un arma
poco certera, aunque excepcionalmente efectiva a una distancia muy corta. Ya no
se utilizaba habitualmente. En esta época moderna, los policías de verdad
preferían armas semiautomáticas con más balas y que producían más impacto.
Había comprado el arma a un comerciante de armas cerca de Vermont y había
pagado un precio más elevado por ser un poco antigua y por su romanticismo. El
comerciante apenas había hecho preguntas cuando vio el dinero en efectivo.
El Lobo Feroz sacó cinco o seis balas del cilindro y las puso derechas en
fila delante de él. Hacía más de un mes que hacía lo mismo todas las mañanas.
Cerró el arma con un clic satisfactorio.
La sujetó delante de él y se detuvo.
Hemingway. Mishima. Kosinski. Brautigan. Thompson. Plath. Sexton. Pensó en todos ellos y en muchos más.
Una brusca punzada de tensión le atravesó el pecho. Oyó una lejana sirena
en algún lugar del vecindario. Policía, bomberos o ambulancia, no era capaz de
distinguirlo. Apenas respiró mientras escuchaba. La sirena cada vez se oía con
más intensidad, más cerca, después, para su inmenso alivio, empezó a oírse más
débil y al final desapareció.
El Lobo Feroz caminó por la habitación y se miró en un espejo grande.
Levantó la pistola y se colocó el cañón en la sien. Abrió el percutor y rozó el
gatillo con el índice. Se preguntó cuántos gramos de presión se necesitarían
para disparar. ¿Quinientos gramos? ¿Mil? ¿Mil quinientos? ¿Un tirón de verdad o
una ligera caricia? Mantuvo esa posición por lo menos durante treinta segundos.
A continuación, cambió la posición de la pistola de manera que el cañón le
quedaba ahora en la boca. Notaba el sabor del duro metal apoyado en la lengua.
Pasaron otros treinta segundos. Después cambió la posición de la pistola por
última vez en un ritual ahora tan habitual como cepillarse los dientes o
peinarse, el cañón hacia arriba tocando la parte inferior de la barbilla. De
nuevo, mantuvo esta posición hasta que ya no supo si habían pasado segundos,
minutos o incluso horas. Cuando lentamente bajó el arma, tenía la marca rojiza
del cañón en el lugar donde lo había apretado contra la piel.
Extendió el brazo y se apoyó en la mesilla de noche, sin dejar de mirarse
en el espejo.
Pensó que ya no lograba reconocerse.
Parecía como si, igual que la lejana sirena, se estuviese desvaneciendo.
Sabía que muy pronto desaparecería de su propia vista. Y cuando inevitablemente
llegase ese momento, apretaría el gatillo.
La señora de Lobo Feroz contemplaba desde la ventana de su despacho la
ceremonia de graduación que acababa de empezar en el patio de enfrente. No se
decidía a bajar a verla, pese a que su jefe, el director, la había animado a
que asistiese. Abrió la ventana, para oír la música de una banda de gaitas que
acompañaba con pompa y boato a los estudiantes que se graduaban mientras estos
ocupaban sus asientos. A través de una maraña de árboles de hojas verdes que se
balanceaban en la brisa soleada de una bonita mañana de junio, la señora de
Lobo Feroz buscó entre los engalanados padres, amigos y familiares que estaban
allí para honrar a los que se graduaban. No le costó mucho localizar a dos
mujeres pelirrojas que se sentaban juntas y observaban a la tercera del grupo
que alegremente cruzaba el escenario a saltos para recoger su diploma.
«Lo bonito de la graduación es que es la antesala del futuro», pensó la
señora de Lobo Feroz.
Se apartó de la ventana y regresó al escritorio. Habían pasado muchos días
y muchas noches solitarias desde que había logrado cortar la cinta adhesiva de
las muñecas y de los tobillos a tiempo para llegar al trabajo, como la doctora
le había dicho.
Nunca había hablado con su marido sobre esa noche.
No era necesario.
—Cómo cambian las cosas —susurró.
La señora de Lobo Feroz se colocó delante de su ordenador. La embargaba el
miedo, la duda y una certeza casi completa de que estaba a punto de hacer algo
muy malo y muy bueno a la vez. Notaba el sudor de los nervios que se acumulaba
en las axilas mientras ajustaba el teclado para que las manos se apoyasen
cómodamente sobre las teclas. Echó un rápido vistazo a su alrededor para
asegurarse de que nadie la miraba.
Tecleó unas cuantas letras.
Un documento nuevo y en blanco apareció en la pantalla que tenía delante.
Se detuvo de nuevo y se dijo que nunca habría un mejor momento.
Escribió:
Las tres Pelirrojas. Primer capítulo.
Sangró varias líneas y volvió a escribir:
La noche de mi boda ignoraba que el hombre que se deslizaba a mi lado en la
cama era un cruel asesino.
La señora de Lobo Feroz leyó la frase.
No estaba mal, se dijo. Podría funcionar. No sabía mucho sobre obras que no
fuesen de ficción o sobre memorias, pero este no le parecía un mal comienzo.
Se
preguntó si en algún lugar habría alguna frase que siguiese a la primera y si
encontraría las palabras para formarla. Y en un momento excepcional, un
increíble despliegue de palabras surgió repentinamente de su imaginación. Las
palabras se divertían y retumbaban, brillaban y gritaban, rebotaban a su
alrededor, súbitamente desencadenadas, aventureras y anhelando ser libres,
explotando como fuegos artificiales y uniéndose para formar un gran despliegue
pirotécnico de frases. La señora de Lobo Feroz sintió un cálido arrebato de
emoción y se encorvó, inclinándose con avidez sobre la tarea que tenía entre
manos.