Es un libro en el que el lector elige qué camino tomará la protagonista, puede elegir entre las distintas opciones que la autora ofrece para llegar a los siete posibles finales diferentes .
Este libro contiene algunas
escenas de sexo explícito. Su lectura está recomendada exclusivamente para
lectores adultos.
DESCUBRE LOS DIFERENTES FINALES
El libro que vas a leer cuenta una
historia que puede transformarse en muchas diferentes, según tus elecciones. En
algunas páginas deberás tomar decisiones que marcarán el desarrollo del
argumento y te llevarán a distintos tipos de conclusiones. Cada uno de los
títulos de Erotic Appetite tiene su propia combinación de escenas y finales. En
el caso de Cúbreme de Seda podrás optar a siete resultados distintos:
El final favorito de la autora
El peor final
Un final especial
El final más ardiente
Un final romántico
Un final tibio
Un buen final
¿Te atreves a encontrarlos todos?
Tendrás que atreverte a probar cosas que hasta ahora no habías imaginado...
INICIO
Paso una página y por fin
encuentro el primer artículo interesante del catálogo, casi al final del mismo.
La chica que luce el conjunto está demasiado delgada para la prenda que lleva,
pero el efecto push-up hace que sus pechos se redondeen y parezcan más grandes
de lo que en realidad son. La parte inferior es una pieza ancha que le cubre
las caderas, dotando a la delgaducha modelo de curvas que no tiene: sus caderas
parecen más anchas, su cintura más estrecha y sus pechos más elegantes.
Me llamo Olivia y trabajo en una
pequeña tienda de lencería, situada en un discreto rinconcito de un barrio
modesto, que se llama Seda y Satén. Las paredes están pintadas de blanco y rosa
pastel, tonalidades suaves porque no quiero tener un establecimiento
provocativo. Mi filosofía siempre ha sido que la discreción es mucho más
sugerente que la provocación, por eso apenas tengo nada expuesto en las paredes
y la decoración consta de un par de fotografías en blanco y negro de
rascacielos y una exuberante planta al lado de la puerta.
Suena la campanita de la puerta.
Escondo con rapidez el croissant que estaba merendando y me pongo en pie tras
el mostrador. Estoy a punto de doblarme un tobillo cuando veo a mi nuevo
cliente y contengo un suspiro de asombro. Está claro que el impresionante
espécimen masculino que visita mi tienda ha entrado en el lugar equivocado.
Parece salido de un catálogo de
ropa. A su espalda, antes de que la puerta se cierre del todo, veo el cochazo
del que ha salido, un impresionante vehículo de color negro. Estoy segura de
que los cristales son blindados. Cierro la boca cuando me doy cuenta de que la
tengo abierta y recuerdo que necesito aire para respirar, pero es que la
palabra atractivo se queda corta. Es una de esas personas que solo nacen cuando
los planetas se alinean de una forma concreta. Es guapo, pero no como suelen ser
los hombres de rostro bonito; su belleza está más allá de toda comprensión
humana. Y no solo es el hombre más guapo que he visto nunca, sino que además va
vestido con un impresionante traje cortado a medida y se mueve con la elegancia
de un gran felino. Tiene el pelo oscuro, un poco largo, peinado hacia atrás; la
longitud es perfecta para enmarcar sus atractivos rasgos: nariz distinguida,
ojos profundos, boca severa pero sensual.
En mis veintiocho años de vida no
he visto nunca un hombre tan condenadamente atractivo, y en los catálogos de
ropa masculina he visto muchos cuerpazos y muchos hombres que están por encima
del resto de los mortales.
El que acaba de entrar es uno de
ellos. Un dios.
—Buenas tardes —mi voz es
ridículamente baja y carraspeo para recordar cómo debe hablar una persona
normal, mientras busco el mando a distancia para suavizar la música que suena
por el pequeño equipo que utilizo para ambientar.
—Buenas tardes —me responde El
Hombre. Tiene una voz bonita, cautivadora.
Tiene todo el aspecto de un gran
hombre de negocios. No solo por su traje, inmensamente más caro que todo mi
vestuario junto, sino por la forma en que camina, con seguridad, como si mi
tienda fuese un lugar al que está acostumbrado a venir. Pero está claro que se ha
perdido y ha entrado aquí a preguntar una dirección; es normal, este barrio
está lleno de callejuelas y la calle está mal señalizada. Mi tienda solo es una
más y tipos como él no entran en tiendas anodinas como estas. Solo hay que ver
su impresionante estampa para darse cuenta del contraste que supone verle entre
cosas tan normales como las que tengo en las estanterías.
—¿En qué puedo ayudarle?
—encuentro el valor para mirarle a la cara y entonces él me mira a mí. Mi
cerebro se desconecta y me resulta difícil pensar ante la inesperada belleza de
ese hombre. Lo peor es que no deja de mirarme, parece pensar una respuesta.
Finalmente, su ceño se arruga ligeramente y me dice:
—¿Por qué no hay nada en el
escaparate?
Su pregunta me aturde. Parpadeo un
par de veces. Estoy intentando procesar una respuesta coherente.
—¿Nada? —es lo único que puedo
decir. La mejor pregunta de la Historia.
—Nada que muestre lo que aquí se
ofrece.
Ah. Eso.
—Bueno, no me gusta poner bragas
ni modelos en el escaparate. Los que pasan por delante solo ven mujeres ligeras
de ropa y pechos; no prestan atención a lo importante: la moda íntima. No sé si
me explico.
—Perfectamente.
Me ruborizo, no esperaba que me
entendiera. Aparta los ojos de mí y echa un vistazo a la tienda. A un lado
tengo los expositores con pantis, medias y leggings; al otro, camisones y
pijamas sedosos. Parece decepcionado al no encontrar lo que busca y su silencio
me incomoda y, a la vez, me molesta.
—¿Puedo ayudarle en algo?
El Hombre me mira otra vez, su
rostro serio hace que me recorra un estremecimiento de los pies a la cabeza.
¡Madre mía! Se acerca al mostrador, despacio, y de pronto me siento como una
presa, como si él fuese el depredador que busca comerme. Es muy significativo
que siga teniendo un aspecto tan amenazador a pesar de ser tan guapo. Es un
hombre al que es mejor no hacer enfadar.
—Sí —dice.
Apoya las manos sobre el
mostrador, delante del catálogo que he dejado abierto. Por primera vez la
fotografía de la modelo en ropa interior y con pose provocativa hace que me
sonroje. Sus manos son grandes, de dedos elegantes y nudillos gruesos. Por
debajo del puño de su camisa asoma un reloj de color plateado, de marca, pero
nada ostentoso. Sus gemelos son dos aguamarinas, turquesa. Como sus ojos, de un
profundo turquesa como un océano.
Se me eriza la piel ante su
presencia, lo tengo a una distancia igual que el ancho de mi mostrador; de
repente, me parece que la mesa que nos separa es muy pequeña.
—Estoy buscando algo especial.
—Sus palabras me hacen reaccionar.
Ah, conque era eso. Me relajo un
poco y le dedico mi mejor sonrisa.
—Entonces, ha venido al lugar
indicado —digo con total confianza, estoy muy acostumbrada a tratar con gente
que busca algo especial. Retiro el catálogo de encima del mostrador y despejo
el espacio de revistas y papeles. Le miro fijamente y me arrepiento de
inmediato; no puedo pensar con claridad teniendo al hombre más guapo del mundo
observándome con atención. El valor que había conseguido se esfuma y tartamudeo
cuando vuelvo a hablar—. ¿Ha pensado en algo en concreto?
—Quiero algo especial —insiste.
Intuyo que no me va a dar más
información. Es el tipo de hombre que prefiere mantenerse misterioso. Muy bien,
hora de trabajar.
• Enseñarle lo básico (Ve a 1)
• Enseñarle directamente lo más
especial (Ve a 2)
1
Escojo el catálogo que siempre
utilizo en estos casos. Nunca falla y eso me va a dar las pistas necesarias
sobre lo que le gusta y sobre lo que busca. No es el primer hombre que viene
buscando “algo especial” para su novia, aunque es el primero que viste de
traje. Me encantan los hombres vestidos de traje, es una de mis debilidades.
Paso unas páginas hasta encontrar
lo que busco, una colección de primavera que siempre gusta. Le muestro unos
conjuntos con estampados floreados y rayados, muy sexys, con toques juveniles.
De inmediato sé que no es lo que busca por la forma en que se le marca la
mandíbula cuando aprieta los dientes, pero comienza a pasar páginas por las
distintas fotografías sin decir nada. Es demasiado caballeroso para decir algo
inapropiado.
—Esta colección en tonos pastel
consigue que ella se sienta más joven y más atrevida, es algo informal y
desenfadado.
Mis palabras parecen sorprenderle,
sus cejas dejan de estar apretadas y se elevan.
—Curioso adjetivo, desenfadado.
Pero no estoy buscando nada desenfadado. Ni atrevido —comenta—. Lo que busco es
algo serio.
Lo suponía, a juzgar por su nivel
adquisitivo, su traje impecable, su cochazo y el magnífico reloj, busca algo de
corte más clásico.
—Nada atrevido, pero algo
especial. ¿Arrebatador?
Pongo encima del catálogo otra
revista, en esta ocasión, una colección de otoño. Son modelos sencillos, de dos
piezas, sin demasiados adornos. Un brillo de interés le cruza la mirada cuando
señalo una fotografía donde la modelo luce un conjunto de color rojo apagado
con ribetes carmesí.
—Me gusta el color —admite.
—Es un tono intenso pero no
demasiado brillante, es serio y elegante.
Asiente, pero no dice nada más.
Espera que yo haga todo el trabajo. Este es uno de esos clientes difíciles que
no saben lo que buscan hasta que lo encuentran.
—¿Cuál es su color favorito?
—¿Qué importancia tiene eso?
—pregunta mirándome.
—¿A quién tiene que gustarle lo
“especial”, señor? ¿A usted o a ella? —le digo con una sonrisa.
Su mirada se suaviza, casi diría
que amaga una sonrisa que no llega a aparecer del todo en sus perfectos labios.
Al señor Traje le gusta mi actitud y me mira un poco más interesado que antes.
—El blanco.
—¿El blanco es su color favorito o
el de ella? —insisto.
La sonrisa aparece, una ligera
elevación que curva su boca. Arrebatador. Sus ojos observan directamente los
míos antes de responder:
—El mío.
Eso significa que lo que tengo que
encontrar tiene que ser digno para la mujer que lo va a llevar y, además,
consiga que él se vuelva loco.
—No es un color muy común para que
le guste a un hombre. Normalmente, ellos prefieren el negro o el rojo —le digo
con total sinceridad.
—Eso es porque yo no soy un hombre
común.
Sus palabras suenan tan rotundas
que me da un vuelco el estómago. ¡Es tan categórico! Mi cerebro se desconecta
otra vez durante unos segundos.
• Enseñarle lo especial (Ve a 2)
• Enseñarle cosas que tengo en la
trastienda (Ve a 3)
2
En brazos llevo una gran caja de
cartón. La abro delante de él y del interior saco unas bolsas envasadas al
vacío donde guardo las piezas. Casi me da un poco de vergüenza enseñarle cómo
las conservo, pero así verá que no le estoy engañando y que son de verdad.
Observa curioso la ropa que hay dentro, parece fiambre envasado.
Con unas tijeras corto una esquina
y el aire entra en la primera de las bolsas. Saco del interior un corpiño
blanco ribeteado con lazos turquesas en los hombros, en el pecho y en las
caderas. Es antiguo, no es algo que se haya diseñado hoy en día. La pieza es lo
bastante larga como para cubrir de los pechos a la mitad de los muslos.
—Está hecha a mano, los adornos
son en seda. Cubre hasta la pelvis y en las caderas tiene estas cintas para
unirlas a las medias. Se cierra con corchetes, pero también tiene unos lazos
para ajustarla a la medida del cuerpo —comento mostrándole la espalda.
—Disculpe mi ignorancia, parece
sacado de un traje de novia —observa.
—Casi todos los trajes de novia
incorporan un corsé o un corpiño o las dos cosas. Pero esta pieza es única, no
cumple más función que la de cubrir el cuerpo, no tiene ningún complemento más
—comento con una enigmática sonrisa.
Un brillo de entendimiento cruza
sus ojos y sonríe.
—El diseño parece antiguo.
—Es de principios del siglo
pasado.
Levanta las cejas, entre asombrado
y receloso.
—¿Este corpiño tiene cien años?
—Así es. Lo hizo mi abuela, era la
costurera de una gran dama de la alta sociedad en aquellos tiempos. Mi abuelo
era sastre —dejo de contarle la historia de mis antepasados y le dejo que se
recree en el corpiño.
—Es sorprendente, sin duda. Y
arrebatador —parece que le gusta, me siento muy contenta por hacer bien mi
trabajo.
—¿Tiene más cosas? No las
desenvuelva, solo enséñemelas, por favor.
De la caja saco varias piezas y le
voy explicando lo que contiene cada una. Llegamos a una pieza blanca y le
describo cómo es.
—Este corsé solo cubre desde la
parte de debajo de los pechos hasta las caderas. ¿Ve cómo modela la cintura y
se abre en las caderas? Casi todo está hecho a medida para la dama y para sus
hijas, pero era muy exigente y habituaba a descartar muchas cosas.
—¿Qué valor tienen estas prendas
para usted?
—Son piezas que jamás venderé a
mis clientes habituales. Pero usted buscaba algo especial. Esto lo es.
—Sí, es muy especial, sin duda. Me
gustaría verlo.
Corto la bolsa y el aire entra. La
pieza es muy rígida, de color rosa, atada con cintas a la espalda, y está
reforzada con ballenas. Cualquier mujer se ahogaría con esta monstruosidad. La
extiendo sobre el mostrador.
—Extraordinario —murmura—. La
mujer que vista esto estará deslumbrante —dice acariciando la pieza por el
borde superior.
Ahí es donde deberían estar los
pechos, su forma de tocarla hace que me tiemblen las rodillas. Por un momento
imagino a una mujer vestida solo con eso y al señor Traje mirándola. Tocándola.
¡Santo Cielo! Me sonrojo.
—Es justo lo que andaba buscando.
¿Cuánto pide por ella?
Lo cierto es que no tengo ni idea.
La pieza más cara que tengo en la tienda no vale ni la mitad que esta, pero
tengo que pensar un precio.
—Estimo que seiscientos es un buen
precio.
Saca un talonario, ¿en serio va a
pagarme con un talón? También saca una estilográfica del bolsillo interior de
la chaqueta, ¡por supuesto! Me derrito. Literalmente. Solo le falta un
sombrero, un reloj de bolsillo y un chaleco. A veces tengo tendencias
fetichistas. Termina de escribir, firma y me da el papel. Yo le entrego el
corsé antiguo envuelto en papel de seda.
—Le he puesto en un papel
instrucciones para lavarlo. Es muy delicado, si quiere conservarlo bien, dele
esas instrucciones al de la tintorería y no habrá problema.
—Muchas gracias, señorita. Ha sido
un placer visitar su tienda.
Se despide y se marcha. Cojo el
talón y me doy cuenta de que hay más números de los que yo le he dicho. ¡Joder!
¡Esto es como cinco veces más!
Salgo corriendo de la tienda. Lo
pillo a punto de entrar en la parte trasera de su cochazo, un Lexus híbrido, de
color negro y cristales tintados. Por supuesto, ¿cómo alguien como él no iba a
tener chófer? Se detiene antes de entrar y me mira.
—¿Sucede algo? ¿Se ha arrepentido
de vendérmelo? —pregunta con una sonrisa.
—Le dije seiscientos. Se ha
equivocado de número.
—¿Cuánto pone?
—Tres mil…
—Entonces no me he equivocado.
Considérelo una propina por su fantástico servicio, señorita. Volveremos a
vernos.
Sin más, entra en el coche y el
vehículo se incorpora a la carretera silencioso como una pantera. Yo suspiro.
¿De dónde ha salido este tipo?
• (Ve a 4)
3
Voy a la trastienda sin decir una
sola palabra para poder pensar, dejando al señor Traje consultando el catálogo
de otoño. Necesito tenerlo alejado de mí un momento. Algo especial, que además
sea blanco…, ¿acaso busca un camisón o un salto de cama? Lo dudo. Además, ¿qué
hace un hombre así en mi tienda? No lo entiendo, seguro que puede permitirse
cosas carísimas y lujosas. Todo lo que tengo aquí es bastante modesto. Recorro
las estanterías buscando algo que mostrarle, bendito el día en que decidí
ordenarlo todo por colores. Doy con algunas cosas que podrían ser de su interés,
son las más caras que tengo. Vuelvo a la tienda, no se ha movido de donde le vi
por última vez, de hecho parece entretenido con los catálogos.
Abro una caja y separo el papel
para descubrir la primera de las prendas: una camisola blanca con bordados
negros bajo los pechos, corta y muy holgada, de finos tirantes. Es una prenda
mona para dormir.
—Es muy cómoda y está hecha de
algodón natural, muy suave al tacto —acaricio los pliegues y le ofrezco el
borde para que lo compruebe. Lo toca, entre sus dedos el color blanco resalta
porque tiene la piel muy bronceada.
—No busco algo para dormir, pero
me gusta la tela.
Deposito la prenda con cuidado en
su caja y abro otro paquete, un conjunto clásico de lencería femenina:
brassiere, tanga y ligueros, nada especial porque de este estilo los hay a
patadas. De inmediato cierro la caja.
—¿Por qué no me deja verlo?
—pregunta con curiosidad.
—Porque esto no es lo que ha
venido a buscar —le digo convencida.
—¿Cómo está tan segura?
—¿Siempre es tan insistente? —digo
sin pensar. Me sonrojo ligeramente, pero él me contesta de todos modos.
—Sí.
Esa única sílaba contiene la
potencia de una bomba nuclear. Me mira fijamente, serio, pero el brillo de sus
ojos delata su diversión.
• Demostrarle que esto no es lo
que está buscando (Ve a 7)
• Ignorarle y enseñarle otras
cosas (Ve a 15)
4
Es hora de cerrar. Tengo la caja
con el nuevo pedido tirada en un rincón de la trastienda todavía sin abrir,
pero primero tengo que hacer sitio. Mañana a primera hora será lo que haga,
ahora solo quiero irme a casa a darme un baño y pedir una pizza, porque hoy es
mi día de pizza. Me encantan esos momentos de tranquilidad, con una enorme
pizza familiar de queso para mí sola y una película que nadie interrumpirá con
sus críticas. O quizá empiece un nuevo libro.
Apago la música y recojo mis
cosas. Estoy apagando las luces y conectando la alarma cuando suena la campana
de la puerta. ¿Ahora un cliente? ¡Pero si está cerrado! Vuelvo a la tienda para
disculparme y decirle a quien haya venido que ya está cerrado, pero cuando veo
de quién se trata de mi boca no sale ningún reproche. ¿Me he tragado la lengua?
Sí.
Es El Hombre. El señor Traje. El
señor Intenso. Es el cliente que no pega en mi tienda y verle me produce la
misma sensación de la semana anterior: se me corta la respiración y mi mente se
queda en blanco durante unos segundos.
—Buenas noches —me saluda con ese
tono de voz seco y autoritario del que está acostumbrado a mandar y que le
obedezcan. Durante su visita me sentí obligada a ser amable con él, no solo
porque era otro cliente más sino porque irradiaba un magnetismo tan atrayente
que sentía la necesidad de caerle bien. Además, venía buscando mi ayuda y la
compasión es uno de mis defectos.
—Buenas noches, señor. ¿Su compra
resultó satisfactoria? —pregunto, si ha venido a por más es que sí que lo fue.
Él me sonríe arrebatador. Parece
más relajado que cuando le vi por primera vez, ya no se muestra tan hermético y
su mirada ya no es tan dura.
—Resultó altamente satisfactoria
—comenta.
Si me susurrase al oído una cosa
como esa, me convertiría en un charco bajo sus pies. ¡Madre mía!
—Me alegro por usted —consigo
decir. Debió pasárselo en grande con lo que compró, un cliente satisfecho
siempre vuelve—. ¿En qué puedo ayudarle esta vez? —tanteo.
Se queda callado un momento
sopesando la respuesta. ¿Acaso ahora nos ha salido vergonzoso, el señor
Intenso?
—El servicio que me prestó el otro
día resultó muy beneficioso para mis intereses y estoy sumamente complacido con
su trabajo —Se me pone la cara como un tomate ante su halago—. Quiero darle las
gracias por ello.
—No se merecen —consigo decir.
—He venido a proponerle algo —dice
a continuación—. Sé que es tarde, pero me gustaría contar con usted durante
unas pocas horas —calla y me mira—. Esta noche quiero su opinión de experta y
la quiero solo para mí —aclara.
Me tambaleo un poco, sus ojos se
clavan en los míos con tanta fuerza que me provoca un repentino mareo. Sus
palabras me calientan por dentro, es como si vertiera chocolate fundido en mis
oídos y este se deslizara por todo mi cuerpo. ¿Qué me está pidiendo? No consigo
descifrar sus palabras, pero casi parece que me esté pidiendo una cita. Pensar
en eso hace que me sonroje todavía más.
—¿Qué es lo que me está pidiendo
exactamente, señor?
—Quiero que trabaje para mí, que
sea mi asesora. Hay un lugar al que me gustaría que me acompañara. Quisiera
contar con su experta sensibilidad.
—Su propuesta es interesante, pero
no puedo asesorarle porque no soy ninguna experta —replico con humildad.
—Es sincera y tiene buen gusto. El
otro día me demostró tener una habilidad especial para estas cosas.
Vacilo. Este tipo podría tener la
opinión de cualquiera y quiere exclusivamente la mía. ¿Por qué quiere que lo
asesore alguien como yo? Debe tener expertos que han estudiado un Máster en
Asesoramiento en Lencería y Ropa Interior en la Universidad. Yo solo soy una
pequeña tendera.
• Acceder a su propuesta (Ve a 5)
• Mejor me voy a casa (Ve a 9)
5
—No me malinterprete, señor, pero
¿a dónde quiere que lo acompañe?
—Mis intenciones son totalmente
honestas, señorita —comenta con toda tranquilidad, no parece molesto por mi
pregunta—. Quiero que me asesore, que ponga su conocimiento a mi disposición.
—Mi madre siempre me decía que no
me fuese con desconocidos.
Sonríe con diversión y da unos
pasos hacia mí. A medida que se acerca mi corazón se desboca. Me tiende la
mano, grande, de nudillos gruesos. La piel está bronceada, tostada por el sol,
y la manga de su camisa se encoge, dejando a la vista su magnífico reloj. Es un
Omega. Las yemas de sus dedos parecen duras, estoy segura de que las notaré
ásperas en cuanto le estreche la mano.
—Yo no soy ningún desconocido,
señorita. Soy James Harrington.
Mi boca forma una “o” perfecta
cuando relaciono su cara con su nombre.
—¿El mismo James Harrington del
Hotel Júpiter?
—Puede llamarme Júpiter si lo
desea.
—Como al dios romano.
—En efecto.
La cabeza me da vueltas. Entiendo
por qué quiere mi ayuda. No solo busca mi consejo, también busca mi discreción.
A él lo conocen en todas partes pero a mí no.
—Yo soy Olivia.
El contacto hace que nuestras
pieles se toquen. Tal y como pensaba sus yemas son ásperas y su mano está
caliente, me quema con el contacto. El apretón es fuerte, mi mano es pequeña en
comparación con la suya, mis dedos parecen mantequilla. Un escalofrío me sube
hasta el codo y cuando le miro a la cara, me siento conmocionada. La energía
fluye entre nuestras manos enlazadas, siento la tensión que recorre su cuerpo y
envuelve el mío con toda su potencia. La tienda se me hace pequeña y empiezo a
notar que se me acaba el aire.
Finalmente, me suelta la mano y el
calor desaparece.
—Entonces, ¿qué me dice? ¿Me
acompañará?
—Supongo que sí.
• (Ve a 6)
6
Del Lexus sale el tipo que debe
ser su chófer. Lleva un auricular en la oreja, tiene el cabello cortado al
estilo militar y me sorprende lo delgado que es, porque no es robusto y bajito
sino alto y espigado. Lleva gafas de sol a pesar de que está lloviendo, y
abriendo la puerta trasera del coche, me invita a entrar. Por fuera es un coche
enorme, robusto, los cristales son tintados y de cerca tengo una impresión
mayor que cuando lo vi de lejos. Es una bestia negra, como un dragón dormido.
Me acomodo en el interior y el
señor Júpiter rodea la parte trasera para entrar por el otro lado. La tapicería
es suave y está calentita y me acomodo lo mejor que puedo, me da miedo pisar
las alfombrillas con mis botas mojadas de agua de lluvia.
Cuando nos incorporamos a la
carretera, no se escucha el ruido del motor. Es fascinante.
—¿A dónde vamos? —le pregunto de
inmediato, un poco impaciente. Ahora que sé quién es, no sé de qué manera
mantener una conversación normal con él.
—Al centro —me dice—. No
tardaremos mucho.
Le miro con expectación. Por un
momento creo que voy a acompañarlo a algún sórdido pero sofisticado club
nocturno donde encontraremos lujuriosos conjuntos de lencería cubriendo
exuberantes cuerpos de voluptuosas bailarinas. Pero no, descarto esa idea
porque no pega en alguien como él.
Unos minutos más tarde llegamos al
centro, grandes edificios de oficinas y rascacielos de brillantes cristaleras.
Unas manzanas más allá se concentran las tiendas más elitistas de toda la
ciudad, con sus espléndidos escaparates llenos de color, luces y carteles
luminosos.
El chófer detiene el coche frente
a la tienda más discreta de todas, en un elegante edificio que no tiene
escaparates, sino ventanales que muestran el interior de una cafetería. Me
siento confundida, ¿quiere mi opinión sobre cafés? No me gusta demasiado. Hay
unas letras pegadas en los ventanales que ocultan parcialmente el interior y
dan nombre al establecimiento: Luxanna.
—¿Conoce este sitio? —me pregunta.
Niego con la cabeza, ¿tengo pinta de poder pagarme un café en este sitio?
Dejamos atrás la cafetería y nos
dirigimos a una puerta que está discretamente situada en una calle poco
transitada y hay que bajar una escalera, el sitio a donde vamos está bajo la
cafetería.
Entramos. El vestíbulo es un corto
pasillo que precede a una enorme sala que parece un salón de baile. La
iluminación es suave y las paredes son oscuras, creando un ambiente de
privacidad. Hay bancos acolchados en terciopelo rojo y espejos de cuerpo entero
con marcos tallados pintados de un dorado oscuro. Salpicados aquí y allá hay
bustos y maniquíes cubiertos por las más sofisticadas prendas de lencería de
lujo.
Miro al señor Intenso con las
cejas levantadas y él me mira con toda inocencia. Es obvio que aquí puede
encontrar lo que quiera, lo que hace que me pregunte qué se le perdió en mi
tienda. Yo jamás podría vender cosas tan lujosas.
No hay fotografías o carteles
decorativos, tan solo la palabra Luxanna en las paredes y en la parte superior
de los espejos. El suelo es de madera barnizada. Al fondo hay un discreto
mostrador frente a un panel, detrás del cual deben estar los probadores. Miro a
un lado y a otro buscando a algún dependiente, pero no aparece nadie y eso me
extraña.
—La tienda está abierta solo para
nosotros —dice mi acompañante respondiendo a mi pregunta no formulada. Se pasea
con toda tranquilidad por la sala de baile reconvertida en tienda de lencería—.
Solo para nosotros, solo por esta noche, así que no nos atenderá nadie —se
detiene ante un busto cubierto por un corsé granate hecho de tiras de seda y
encaje—. Aquí hay piezas únicas, artesanales. La invito a que se deje llevar
por su instinto y encuentre lo que más le guste, lo que le parezca más
adecuado, lo más especial.
Me detengo a su lado y contemplo
el corsé con cierta fascinación. El diseño es intrincado, puro arte. Es
artesanal, esas puntadas solo pueden estar hechas por unas manos expertas.
—¿Le tiene que gustar a usted o a
ella, señor? —pregunto.
—A usted, señorita —comenta
mirándome fijamente—. Quiero que busque en este lugar la pieza más exquisita,
la más especial, la que a usted le parezca más adecuada para una inolvidable
noche de pasión.
Su voz se ha vuelto grave,
aterciopelada. Su frase me estremece y un repentino calor me invade el cuerpo.
Quiero apartar la mirada porque me siento intimidada por las cosas que dice
pero que no dice a la vez. Estoy al lado de un hombre guapo, atractivo y muy
intenso y por primera vez me doy cuenta de esto; hasta ahora solo se trataba de
un cliente. Ahora las sensaciones que despierta en mí son diferentes, son
intensas, como todo él, y ese fuego que parece contener amenaza con quemarme.
Es un hombre muy directo y eso
hace que me pregunte como de directo será en otros asuntos, esos para los que
necesita mi opinión. Si esta tienda ha abierto exclusivamente para él,
significa que la conoce, que ha venido muchas veces. Lo que tengo delante es
todo un reto, ¿por dónde empiezo?
• Preguntarle por su pieza
favorita (Ve a 10)
• Buscar algo por la tienda (Ve a
13)
7
Quiero convencerle de que ese
conjunto no es nada especial. Sé lo que hago, conozco perfectamente lo que no
está buscando, pero quiero dejarlo claro. Abro la caja para enseñarle el
sujetador, el tanga y el liguero.
—Déjeme adivinar: algodón natural
—dice tocando el encaje del tanga por la línea de la ingle.
Casi me trago la lengua viendo lo
que hace. Cómo lo hace. Sigo el recorrido de sus dedos índice y corazón,
fascinada por la combinación de tonalidad oscura y pálida de su mano tosca con
la prenda delicada. Por un momento lo imagino retirando lentamente la prenda,
deslizándola por unas piernas imaginarias de una chica imaginaria que está
imaginariamente buenísima.
—Así es —consigo decir—. Pero esto
no es especial, señor… —hago una pausa para que me diga su nombre.
—Júpiter.
Qué nombre tan exótico.
—Como el dios romano.
Él sonríe, por lo visto le
sorprende que lo sepa.
—Es la primera persona que me dice
que tengo el nombre de un dios y no el de un planeta del Sistema Solar.
—¿Ah sí? —pregunto de forma
estúpida, pero parece entusiasmado porque haya dado con el correcto origen de
su nombre. Entonces me pregunto, ¿Júpiter es su nombre o su apellido? Me
deshago de mi embrollo mental para continuar atendiéndole correctamente.
—Señor Júpiter, con toda
sinceridad, esto no es lo que ha venido a buscar.
—¿Cómo está tan segura, señorita…?
Hace una pausa igual que la mía,
quiere que le diga mi nombre. Mis mejillas arden, parezco una adolescente
intentando hablar con el chico guapo del instituto. Hace años que dejé esas
cosas atrás, pero es que él supera con creces el adjetivo guapo.
—Olivia.
—Un placer —dice tendiéndome la
mano. La acepto y tira de mis dedos para depositar un galante beso en mis
nudillos. ¿Hola? ¿Estoy en un sueño? El contacto de sus labios provoca una
oleada de extraño placer—. Me gusta el conjunto. Es sencillo, cómodo y nada
descarado.
—¿Seguro? —digo algo alarmada—.
Pero este modelo no es nada especial.
—Las flores del encaje son
perfectas. El color me gusta. Además, me gusta el efecto que crea entre mis
manos —confiesa cogiendo el tanga por la cintura con las dos manos. Me lo
enseña. Siento un extraño calor de repente, tiene razón, su piel tiene una
tonalidad ligeramente más oscura que la piel normal y la tela es blanquísima,
muy pura. Trago saliva, me ha subido la fiebre.
—Se lo envolveré, entonces
—susurro con un hilo de voz.
• (Ve a 8)
8
Guardo las prendas en una caja
blanca, envueltas en papel de seda. Me tiemblan tanto las manos que me cuesta
tres intentos hacer un lazo con cinta rosa para adornar el regalo. Luego meto
la caja en una bolsa de papel con flores.
—Ha sido muy amable, señorita. Que
pase un buen día.
Me despido del señor Traje con la
mano. De pronto la tensión desaparece, me fallan las piernas y aterrizo con el
trasero en la silla. ¡Guau! Ha sido el cliente más intenso con el que he tenido
que tratar. Se ha marchado tan rápido que no he tenido tiempo de asimilar su presencia.
Tengo las cajas abiertas y
desperdigadas por el mostrador, no tengo ganas de recogerlas. Está sonando
“Someone like you” y me estremezco. Cambio de canción y me pongo a recoger la
tienda. Creo que tardaré un poco en olvidar al señor Intenso.
• (Ve a 4)
9
Aunque sea el señor Intenso y
tenga la apariencia de un dios, pienso que no es nada sensato irme con él a
estas horas de la noche a “un lugar”. Sus palabras son halagadoras, pero estoy
segura de que mi opinión es demasiado pobre para las extravagancias a las que
un hombre de su clase está acostumbrado. Yo no tengo tanta imaginación como
cree.
Nota mi indecisión, sé que puede
notarla porque me mira con ojos suplicantes. No es que haya puesto mirada de
perrito abandonado porque eso es imposible en una cara tan severa como la suya,
pero sus ojos brillan en medio del silencio.
—¿Por qué yo? Es decir, seguro que
hay expertos mucho más expertos que yo.
—No voy a ponerla a prueba, solo
quiero su consejo —dice para tranquilizarme—. Ya me lo dio una vez, quiero que
lo haga de nuevo.
—Todo mi conocimiento se limita a
esta tienda, fuera de aquí soy una completa ignorante.
—Quiero su sinceridad. Su
autenticidad. Su naturalidad es lo que me gusta, la manera en que me trata, la
forma en que me aconseja. He venido hasta aquí para hacerle esta petición
porque no hay nadie más a quién pueda pedírselo. Por favor —añade con suavidad.
¿Me lo ha pedido por favor? Me
tiemblan las rodillas. No se ha movido de la puerta, permanece a una distancia
segura intentando no intimidarme, pero la fuerza de su petición es tan grande
que llega hasta donde estoy y siento la presión. Quiere una respuesta y no se
marchará hasta conseguir arrancarme una afirmación.
No sé qué hacer.
• Acompañarle a ese lugar especial
(Ve a 5)
• No acompañarle (Ve a 17)
10
—Usted ha estado aquí antes muchas
veces, ¿verdad? —le pregunto.
—Soy asiduo —me contesta.
—Debe tener muchas conquistas
—digo sin poder evitarlo, un hombre de su clase debe tener a las mujeres
rendidas a sus pies.
—En realidad, no —responde—. Yo no
tengo conquistas.
Es tan rotundo que siento que sus
palabras me caen encima como el agua de una cascada. Si no tiene conquistas,
¿qué tiene? Dejando eso a un lado, no puedo elegir de forma aleatoria algo de
entre todo lo que hay aquí. No conozco este lugar, si él es un cliente habitual
sus gustos ya están definidos y no hay nada que yo pueda hacer. Una persona
vuelve a una tienda porque le gusta lo que ha comprado, aquí deben haber cosas
que le gusten pero que todavía no ha comprado.
—¿Cuál es su pieza favorita? —le
digo sin dejar de mirarle fijamente—. Usted ha venido aquí muchas veces. Este
lugar no vende a un público común, es una tienda privada y exclusiva. ¿Cuál es
esa prenda especial que a usted tanto le gusta?
Me mira con renovado interés. Me
sonrojo ligeramente, he llamado su atención.
—¿Por qué piensa que tengo una
prenda favorita?
—Estoy segura de que la tiene
porque yo también tengo una favorita de entre todas mis cosas —digo con total
seguridad, y empiezo a hablar sin pensar—. Es esa pieza que le gustaría poseer
pero no ha encontrado el momento de comprarla. Esa que está reservada para la
noche de pasión más inolvidable. ¿Cuál es?
Sus ojos brillan de forma tan intensa
que creo que me he pasado de la raya. Presiento que acabo de avivar unas
llamas, azuzándolo para que me diga algo que es muy íntimo y que no estoy
segura de querer saber.
—¿Se refiere a esa pieza que algún
día vestirá una mujer intensa, especial y hermosa y que la transformará en una
diosa? ¿Esa que logrará que su imagen se nos grabe a fuego en la memoria y no
podamos olvidarla jamás?
Un cosquilleo hasta ahora
desconocido me serpentea por el vientre. Me estremezco al escuchar sus
palabras, su vehemencia me abruma. Veo como aprieta la mandíbula, la postura de
su cuerpo delata control sobre sus emociones. Aprieto los labios y trago
saliva.
—Me refiero a esa pieza que usted
anhela para la mujer que anhela; esa con la que usted sueña, esa que, al igual
que usted, esconde unas pasiones prohibidas y que con esa prenda no podrá
ocultar jamás su verdadera naturaleza.
Los latidos de mi corazón son tan
furiosos que puedo escucharlos en mis oídos. La gran sala se ha hecho muy
pequeña, y nos encierra a los dos en un diminuto espacio en el que empieza a
acumularse una tensión insoportable.
Le vibra un músculo del cuello, la
corbata de su traje parece apretarle y no dejarle espacio para respirar. Exhala
por la nariz y abre los puños. De pronto se ha transformado, ha dejado de ser
el señor Intenso para convertirse en el señor Intenso, Oscuro y Peligroso.
Se mueve y yo doy un paso atrás,
aunque no se está acercando hacia mí. Se dirige lentamente al fondo de la
tienda, cerca de los probadores. Cuando mis rodillas dejan de temblar, le sigo.
Se detiene delante de un maniquí que parece una escultura, con el más mínimo
detalle cincelado en la superficie. Es una mujer cuya postura recuerda a la de
una bailarina, tiene los talones levantados, los pies juntos y los brazos
abiertos. La cabeza está ligeramente ladeada, está mirando hacia la derecha con
los ojos entrecerrados y sus labios son voluminosos.
Sus piernas están cubiertas por
unas medias de encaje, desde la punta de los dedos hasta el final de los
muslos. La parte exterior de las medias alcanza las caderas, mientras que la
parte interior bordea sus ingles, formando una “v” entre sus piernas. En los
brazos lleva unos guantes que le cubren hasta los hombros y alrededor del torso
lleva un corsé de cuero cerrado con cuerdas que se une a las medias y a los
guantes por la espalda. Sus pechos, esculpidos al detalle, quedan al desnudo,
igual que su pubis.
—No he encontrado aún a nadie que
merezca vestir esta pieza —me revela el señor Júpiter con la mirada brillante.
• Es muy erótica (Ve a 11)
• Es demasiado escandalosa. No
debería haber preguntado (Ve a 14)
11
Observo con otros ojos la pieza
que me muestra y rodeo la estatua. En realidad, esto no es exactamente una
pieza de ropa interior, sino lencería con tintes fetichistas. El corsé no es
sino un cinturón de cuero de un palmo de ancho que se cierra con cordones. De
la parte trasera surgen cuatro cintas que terminan en unas pinzas plateadas
para sujetar las medias y los guantes, piezas de encaje reforzadas con cuero
para evitar que puedan romperse. Me doy cuenta de que tiene más cintas que
terminan en pinzas, que cuelgan entre las perfectas nalgas de la escultura y
miden aproximadamente medio metro. Hay un total de ocho cintas, dos en los
brazos, dos en las piernas y cuatro sueltas, algo que para mí no tiene ningún
sentido a menos que tengan usos que yo todavía desconozco.
—Es muy sensual… —murmuro en voz
alta sin darme cuenta.
—Siempre he pensado que la araña
es la única que está a salvo en su tela —comenta el señor Júpiter frente al
maniquí con una expresión contenida. Me asomo desde detrás de las nalgas de la
mujer esculpida para mirarle, siento que sus palabras me golpean en el
vientre—. Pero esta araña en concreto no podría estar a salvo en su propia
tela.
Me mira y me esfuerzo por no
apartar los ojos. Es su pieza favorita, es la pieza con la que sueña, con la
que fantasea, habrá tenido tiempo de pensar qué uso darle a todo el conjunto.
Me cuesta hablar, así que simplemente me mantengo callada. Rodea la escultura
muy despacio, sin dejar de mirarme y a medida que la distancia se acorta,
siento una presión en el vientre que inesperadamente comienza a pulsar entre
mis piernas.
Me sonrojo y él lo nota. Su mirada
se oscurece y se me seca la boca.
—La finalidad de esas pinzas no es
estética —dice como si eso debiera significar algo para mí.
—Es una prenda difícil de llevar
con elegancia —le contesto como si eso fuera una respuesta.
—Es la única prenda interior que
debería vestir una mujer hermosa.
Le tengo a un palmo de distancia,
no sé cómo se ha podido acercar tanto sin que me diera cuenta. Quiero
retroceder pero no puedo, las piernas no me responden. Puedo sentir un calor
que emana de él y me tenso aún más. Percibo su aroma, cuero y madera.
—Está hecho de cuero —digo
entonces—. El cuero no se usa en la ropa interior.
—En este tipo de ropa, es el
material más común —susurra, su voz es más grave, más ronca.
—¿Para qué sirven las pinzas?
—pregunto sin poder contenerme.
—Para dar placer.
Su categórica respuesta colapsa mi
mente y siento el irrefrenable impulso de…
• Besarle (Ve a 12)
• Salir corriendo (Ve a 18)
12
—¿Qué clase de placer? —susurro
tan bajito que durante un momento creo que solo he podido escucharlo yo. Pero
él lo ha oído, sus ojos se oscurecen hasta volverse casi negros. Deslizo la
mirada por su rostro, su boca está rígida y la mandíbula en tensión, siento
deseos de besarle.
—Uno muy intenso.
—¿Cómo de intenso?
Aproxima su rostro al mío y creo que
va a besarme, pero en lugar de hacerlo sus labios quedan sobre los míos sin
llegar a entrar en contacto. Inhalo el aire que él respira, temblando de
impaciencia porque quiero escuchar su respuesta.
—Tan intenso que se formarán
lágrimas que serás incapaz de derramar, hasta que yo diga que puedes
derramarlas.
Cuando habla sus labios me rozan
humedeciéndome la piel y me calienta con su aliento. Me lanzo a su boca sin
pensar y para mi sorpresa, no llego a tocarle nunca. No se aparta, pero no
alcanzo sus labios porque me ha agarrado por el pelo, frenándome justo a
tiempo.
Le miro conmocionada, pero sus
ojos no muestran reproche o enfado, sino fiera determinación y absoluto
control. Me siento avergonzada por mi arrebato y quiero separarme, pero me
agarra de la muñeca y me la retiene en la espalda. Se acerca tanto a mí que
nuestros cuerpos entran en contacto, mis piernas se aprietan a sus muslos y
siento su excitación, algo que por un lado me sorprende y por el otro me
enardece. Nuestros labios siguen separados y ya no estoy segura de querer
besarle.
Tan inesperadamente como me ha
agarrado, me suelta. Me tambaleo un poco pero consigo mantener el equilibrio
mientras regresa la sangre a mi cabeza. ¿Qué acaba de pasar?
—Le pido disculpas—oigo que dice.
Se ajusta la chaqueta un poco mejor, parece tan agitado como yo, pero no se le
nota tanto como a mí, tengo la cara ardiendo y el cuerpo no deja de temblarme—.
Mi comportamiento ha sido del todo inadecuado. Le ruego me disculpe.
Evito mirarle durante un momento y
hago lo único que puedo hacer en este momento: ignorar lo sucedido.
—No tiene importancia.
• (Ve a 14)
13
Desde donde estamos recorro la
tienda con la mirada. Todo lo que hay a la vista está en los maniquíes y en
algunos expositores. Dudo mucho que nos permitan rebuscar entre las cajas de
los almacenes, así que tendré que encontrar algo por aquí fuera.
—¿Cómo es la persona que debe
vestir para esa noche de pasión? ¿Su color de pelo? ¿Su color de piel? ¿Su
color de ojos?
Él sonríe con travesura.
—La pieza debe combinar con
cualquier tipo de piel, con cualquier color de cabello o con cualquier color de
ojos. Aunque aprecio su profesionalidad, los hombres no se fijan en ese tipo de
cosas cuando tienen delante a una mujer vestida de forma especial.
—Con todo respeto, señor, si
estamos en esta tienda es porque usted sí se fijará en esas cosas.
—Sorpréndame, entonces. Encuentre
algo que combine con todo.
Me fijo con más atención en el
maniquí vestido con el corsé. Es el cuerpo completo de una mujer y parece una
escultura porque está hecho de una sola pieza. Tiene los pies juntos, el pecho
erguido, los hombros hacia atrás y los brazos cruzados detrás de la espalda. Su
cara es bonita, tiene unos labios turgentes y los ojos entrecerrados, el
cabello está tallado de forma que le cubre las orejas y le cae por detrás. Es
de color blanco y el corsé parece hecho a su medida. El borde superior de la
prenda roza sus pechos, dejando al descubierto las cimas de sus pezones, que
sorprendentemente están tallados con el más mínimo detalle. Deslizo la mirada
hacia abajo y me sorprendo al descubrir que su pubis también está tallado con
detalle y se atisba el nacimiento de su sexo. Lo más perturbador es que las
piernas no están fusionadas, sino que hay un espacio igual de ancho que una
hoja de papel.
Busco otra cosa y me pongo a dar
vueltas por la tienda. Otra estatua, porque no se le puede llamar maniquí,
lleva puesto un conjunto blanco hueso formado por un juego de brassiere, tanga,
liguero y medias. Lo más llamativo es que todas las piezas se cierran con
botones, incluso el tanga, que tiene un botón en la parte delantera. El
brassiere lleva un botón entre los pechos y no tiene forro, por lo que tiene un
efecto transparente, aunque las puntadas del encaje son lo bastante gruesas
para cubrir lo necesario. Es muy elegante y señorial, a la vez que inocente y
sensual.
La tercera prenda que llama mi
atención es un corpiño de color violeta, sin copas, largo hasta los muslos y
con volantes. Podría pasar por un vestido corto, pero no cubre los pechos y la
tela es tan fina que se transparenta. Lleva unos refuerzos para moldear la
cintura y el vientre, y en las caderas lleva atadas unas cintas largas que
llegan hasta los pies. Ese complemento no tiene más uso que el de
adornar. ¿Cuál de estas tres cosas podría gustarle al señor Intenso?
• El corsé granate (Ve a 24)
• El corpiño violeta (Ve a 25)
• El conjunto blanco (Ve a 26)
14
Como si no hubiera pasado nada, me
pongo a dar vueltas por la tienda con toda la tranquilidad del mundo, haciendo
lo que él me había pedido desde un principio que hiciera, encontrar algo que me
guste.
Hay todo tipo de prendas, de una
gran variedad de colores, texturas y materiales. Los diseños son muy similares,
no hay nada que sea moderno o juvenil, todo mantiene el mismo aire clásico de
sofisticación. Los camisones son cortos o largos, desde el rosa pálido al gris
perla, de satén o de algodón. Los conjuntos tienen colores más oscuros, como el
granate o el negro, decorados con lazos o cintas. Hay algo en esta tienda que
debe ser más sensual que lo que él me ha mostrado. Su pieza favorita es una
fetichista prenda digna de la colección más prohibida y dudo mucho que quiera
mi opinión sobre eso, dado lo que acaba de pasar. Me siento incómoda y
avergonzada de mis propias reacciones, pero no he visto en su mirada nada que
me haga pensar que juzga mi comportamiento. Al contrario, él es el que más
tiene que perder.
Doy con una prenda muy
interesante, un conjunto rojo de brassiere y tanga. Los tirantes son cintas de
satén y lleva un gran lazo en el centro. Cubre los pechos con dos triángulos
ribeteados con encajes de seda. El tanga tiene un lazo en las caderas que si se
deshace, suelta la prenda. El color y la forma son muy sutiles y provocativos
al tiempo que elegantes y hace su función.
Al lado de este conjunto hay otro
que me gusta un poco más. Es un juego de brassiere, tanga, ligueros y medias.
Es blanco hueso, de seda, el encaje tiene las puntadas gruesas y los adornos
son complejas flores. Está adornado con botones, uno entre los pechos y un
curioso juego de botones en la parte frontal del tanga. Me sonrojo al
comprender la funcionalidad de los botones. Estoy segura de que esta es la
prenda que busca.
• (Ve a 26)
15
Lo ignoro a propósito. Necesito
mantenerme al margen para seguir haciendo bien mi trabajo.
En esta ocasión le muestro unas
medias blancas muy finas, con encajes en el borde, decoradas con pequeños lazos
rosa pálido que vienen a juego con dos sofisticadas ligas fruncidas que se atan
con cintas rosas. Le interesa y le interesa más cuando le muestro dos guantes a
juego.
—Las cintas son de seda, se pueden
regular. —Doy un tironcito a las cintas y las ligas se encojen, haciendo que
aparezcan más pliegues en el fruncido. Este detalle llama su atención. Coge la
otra liga y deshace el lazo con elegancia. Me mira, sus ojos verde oscuro me
recuerdan a la espesura de un bosque encantado y peligroso.
—Es elegante, lo reconozco. Y
arrebatador. Pero lo que realmente quiero es que deslumbre.
—¿De qué color tiene el pelo? —le
pregunto. Mis palabras lo pillan de sorpresa.
—¿Quién?
—La mujer que debe deslumbrar.
—Pero no me responde, así que continúo—. ¿Y el color de sus ojos? ¿Y el color
de su piel? La lencería es como el maquillaje del cuerpo, no se pueden combinar
dos tonalidades que no encajan. Si ella es demasiado pálida, si tiene los ojos
azules y su pelo es rubio claro, tiene razón en que deslumbrará, estará tan
blanca que mirarla será como mirar el sol: peligroso para la vista.
Se ríe, una carcajada larga que me
hace cosquillas en el estómago. Me ruborizo, lo que he dicho lo he dicho en
serio. Me mira divertido, interesado más en mí que en lo que tengo sobre el
mostrador.
—Quiero algo blanco y elegante,
sexy, pero sin ser descarado ni desenfadado. Quiero que destaque cada curva de
un cuerpo femenino, que sea exuberante, que realce sus formas pero que no
provoque, que muestre y, a la vez, lo oculte todo. Y, al mismo tiempo, quiero
que ella se sienta cómoda, vestida aunque esté casi desnuda, confiada y
hermosa.
¡Madre mía! Me pongo roja como un
tomate. Mientras él habla, los acordes del estribillo de “Young and beautiful”
de Lana del Rey suenan por los altavoces, creando un efecto devastador en sus
palabras. Nadie es tan directo cuando me pide que busque cosas sexys para sus
novias, casi siento celos de esa mujer a la que tengo que vestir para
deslumbrar al señor Traje. Se me corta la respiración, se me acelera el corazón
y se me eriza la piel de los brazos. Durante unos largos segundos nos quedamos
los dos en silencio y la canción llena ese vacío.
• Necesito un momento. Escapo a la
trastienda (Ve a 16)
• Tengo una revelación (Ve a
19)
16
—Creo que ya sé lo que busca.
Disculpe un momento —me doy la vuelta y regreso a la trastienda.
La canción me turba, me siento
especialmente sensible y eso no es nada profesional. El señor Traje es
demasiado intenso para mí, sus palabras me han sorprendido y, a la vez, me han
puesto la piel de gallina. Es directo, sabe lo que quiere, sabe lo que busca y,
por primera vez, no me siento capaz de estar a la altura de la situación. No sé
si voy a poder encontrar algo en mis pequeños almacenes que esté a su nivel.
Hago unos minutos de respiración y
finalmente me relajo un poco. Escucho que la canción ya ha terminado y empieza
una nueva: “Little talks” de Of Monsters and Men. Sorprendentemente, me anima
mucho y me devuelve el valor que he perdido. Soy optimista, ¡claro que puedo
estar a la altura!
Voy al fondo, tengo guardadas unas
piezas vintage auténticas. Son prendas que tienen más de treinta años y que
nunca han sido utilizadas; son de esas cosas que nunca llegaron a venderse y
que ahora la gente se vuelve loca por encontrar. Estoy segura de que a alguien
con su estilo elegante y sofisticado le gustará. Algunas de ellas las hizo mi
abuela cuando era joven, era costurera. Me atrevería a decir que son piezas
exclusivas de coleccionista, pero no están hechas por grandes diseñadores, así
que solo tienen un valor sentimental para mí.
• (Ve a 2)
17
Me muerdo el labio mientras
intento pensar una respuesta y aparto la mirada de sus ojos un momento. Quiere
exclusividad, lo que significa que estaremos los dos solos. Es una petición muy
atrevida, ¿en qué voy a asesorarle a estas horas de la noche? Sé que no tiene
malas intenciones, pero esto me viene demasiado grande. ¿Y si no sé
aconsejarle? ¿Y si luego se siente decepcionado? Encontrar algún reproche en su
preciosa cara me disgustaría mucho. Y eso es lo que me da miedo.
Cuando he pensado lo que voy a
decir, le miro.
—No me siento capaz de ser su
asesora, señor —susurro muy despacio—. Lo siento —digo enseguida.
El señor Intenso enarca las dos
cejas perfectas, sin duda estupefacto por mi negativa. Luego esboza una
sonrisa triste, que es mucho más arrebatadora que cualquiera de sus otras
sonrisas.
—Admiro su sinceridad. No suelo
recibir un no por respuesta; tampoco suelo pedir las cosas por favor.
Me siento estúpida y agacho la
cabeza, incapaz de seguir mirándole. Oigo que se acerca por el roce de su ropa.
Le observo. De un bolsillo interior de la chaqueta de su traje saca una tarjeta
y una estilográfica. Deposita la tarjeta en el mostrador, escribe un número y
luego la desliza hacia mí con dos dedos.
—Quiero que sea mi asesora, no
importa cuando, decídalo usted y llame a ese número. Si en una semana no he
recibido noticias suyas, volveré a visitarla y se lo pediré por favor. Las
veces que hagan falta, hasta que me diga que sí.
Me quedo mirando la tarjeta. Su
nombre escrito me provoca un vuelco en el estómago cuando lo reconozco. Acabo
de despachar a James “Júpiter” Harrington, el dueño del Hotel Júpiter, el
más antiguo de la ciudad. La lista de eventos que se han realizado, las
personalidades que allí se han alojado, las extravagancias que dice la prensa
que suceden entre sus habitaciones…, todo eso forma una nebulosa en mi cabeza.
Ahora lo entiendo todo.
Oigo que la puerta de mi tienda se
cierra y me arrepiento de todo lo que acabo de hacer. ¿Es que tengo diez años?
¡Mierda!
Corro para intentar darle alcance
antes de que suba a su coche. No me doy cuenta de que está lloviendo y de
inmediato me empapo entera. El Lexus está todavía en la acera, de la parte
trasera sale el señor Intenso, alias Júpiter, con un paraguas, cobijándome bajo
él. ¿Esto no debería hacerlo su chófer?
—¿Sucede algo? —pregunta cuando
percibe mi ansiedad.
¿Cómo le digo ahora que he
cambiado de idea?
—He cambiado de idea —así de
fácil—. Acepto.
—Fantástico. ¿Qué le ha hecho
cambiar de opinión?
—Usted amenazando con volver hasta
que le diga que sí —contesto con una sonrisa. Él suelta una carcajada y me mira
divertido.
—Así son los negocios, señorita.
Un placer contar con usted esta noche.
• (Ve a 6)
18
Doy un paso atrás. Me tropiezo con
uno de los bancos de terciopelo y caigo sentada encima de él, con el corazón
desbocado, las piernas temblorosas y el cuerpo muy sensibilizado. Puedo notar
como un vergonzoso cosquilleo me late entre las piernas y el sujetador me
comprime cuando mis pechos responden a las palabras del señor Júpiter. Él se
acerca el paso que yo he retrocedido y levanto la cabeza para mirarle, entre
expectante y asustada, porque no entiendo cómo puedo reaccionar de esta manera
ante un desconocido cuya conversación se me ha ido de las manos.
—¿Se encuentra bien? —pregunta
despacio. Me está evaluando. Detenidamente.
No, no me encuentro nada bien, la
conversación que acabamos de mantener está muy lejos de ser un inocente
coqueteo.
—Sí —le digo, porque si hablo algo
más delataré mi febril estado.
—¿Cuál es su opinión, entonces?
—Que no es una prenda de ropa
interior —respondo con voz un poco más firme.
—Tiene razón, no lo es —me mira
serio, contenido—. Pero usted me preguntó cuál era mi favorita.
El prolongado silencio que se
produce a continuación enfría la conversación. Me tiende una mano con la palma
hacia arriba. La observo con fascinación porque su textura es perfecta, las líneas
están definidas, esculpidas sobre su piel. Pongo mi mano sobre la suya y de
inmediato cierra los dedos, atrapándome. Me convulsiono involuntariamente
cuando acaricia mis nudillos con el pulgar y, de un tirón, me ayuda a ponerme
de pie.
• (Ve a 14)
19
Tengo una revelación. La canción
que está sonando ha sido inspiradora. Entro en la trastienda y cojo un pequeño
paquete envuelto en papel de seda blanco. Lo desenvuelvo con reverencia, es un
bustier con un intrincado diseño de bordados y encajes en su centro, que se
extiende hasta las caderas cubriendo todo el vientre y la cintura. Le muestro
la pieza, no lleva tirantes y la copa es muy pequeña, bordeando el límite de lo
decoroso.
—La copa está reforzada, se
estrecha en la cintura y los bordados crean un efecto de realzado en las
caderas, dándole una forma más turgente al cuerpo femenino.
Le doy la vuelta, en la parte
trasera hay cintas cruzadas de color melocotón y unos volantes en la parte baja
de la espalda. El señor Traje parece interesado en las cintas.
—¿Es un corsé?
—No exactamente, esta pieza lleva
refuerzos pero no modela como un corsé, solo realza las curvas originales.
Él sonríe, satisfecho con mi
explicación.
—Pero esto solo cubre hasta las
caderas.
Coloco el bustier sobre el
mostrador y justo debajo extiendo un tanga con el mismo diseño de encajes y
bordados, unido a unos ligueros con cintas.
—Le falta algo —insiste—. Es muy
bonito, pero por sí solo no deslumbra.
—Es obvio, falta un cuerpo que lo
vista…
Deja escapar una risa vibrante y
divertida, me mira con atención, veo travesura en sus ojos.
—No es solo el cuerpo lo que
falta.
—Le falta pasión —susurro. Cojo
las medias y las complemento con el conjunto que acabo de diseñar, sujetando
las cintas del liguero al borde de las medias. Alargo las manos y lo aliso todo
bien para que aprecie la combinación.
—Sublime —dice. Ninguno de mis
clientes habituales utiliza palabras como esta—.
Es perfecto, pero ¿qué hacemos con
esto? —coge las ligas fruncidas que le había enseñado antes. Está sonriendo. Me
está retando para que las incluya.
• Ponerlas en los muslos (Ve a 20)
• Ponerlas en un lugar poco
convencional (Ve a 23)
20
La pongo en los muslos, sobre las
medias, su lugar correcto. Él se pone una mano en la barbilla y se toca los
labios con el dedo índice, pensativo.
—Ese es un lugar muy convencional,
señorita. ¿Me permite probar una cosa? —pregunta y, esta vez, sonríe. Sufro un
inesperado hormigueo en el vientre y un escalofrío me recorre la espalda, el
tono de su voz ha sonado muy grave, como un susurro seductor. La cara empieza a
arderme.
Asiento, un poco confundida.
—Junte las manos.
Hago lo que me dice, pongo las dos
manos juntas como si estuviera rezando. Le miro y él me mira mientras coloca el
liguero alrededor de mis muñecas y tira de las cintas. La prenda se estrecha
hasta apretarse, el señor Traje hace un complicado lazo y comprueba el trabajo.
Ahora tengo las manos atadas con una sofisticada liga. Me sonrojo hasta la raíz
del pelo. Ahora entiendo lo que estaba buscando.
—Arrebatador —susurra.
Me estremezco de los pies a la
cabeza y me tiemblan las rodillas. Sin embargo, no pierdo la compostura. Quiero
que quede satisfecho con mi trabajo.
—Puedo hacer que sea más arrebatador
incluso —le desafío. Su mirada adquiere un brillo abrasador y siento que me
arden las entrañas.
Me agacho bajo el mostrador y saco
una caja pequeña. Dentro hay una cinta de encaje blanco, de cinco centímetros
de ancho y metro y medio de largo. La extiendo, el diseño es el mismo que tiene
el bustier y el tanga. Se la enseño y luego me cubro los ojos con ella, aunque
no puedo hacerlo bien porque tengo las muñecas atadas. A través del encaje veo
cómo se le oscurecen los ojos y aprieta los dientes, las aletas de su nariz
tiemblan. Sonrío con coquetería, sé que este pequeño acto de seducción le ha
gustado. Me siento genial.
—Perfecto. Simplemente
perfecto.
Dejo la cinta sobre el mostrador y
extiendo las manos para que me desate. Durante un momento, me observa como si
fuese la primera vez que me ve y creo que me va a dejar atada. Pero finalmente,
con mucho cuidado, deshace los lazos y, en el proceso, sus dedos me acarician
las manos y un doloroso hormigueo se extiende desde la zona que ha tocado hasta
mis hombros, bajando por el vientre hasta pulsar en una zona demasiado íntima.
Trago saliva.
—¿Se lo envuelvo? —pregunto cuando
recupero la voz.
—Sí. Todo, por favor —dice, su voz
ha sonado ronca, como si le costara hablar.
• (Ve a 8)
21
Bebo un pequeño sorbo de vino y me
hundo en el agua caliente y espumosa de mi bañera, suspirando largamente. Tras
un largo día en la tienda, todo mi cuerpo se relaja por fin. Mientras escucho
un poco de música en el IPod, pienso en el paquete que he recibido esta mañana.
Era del señor Intenso, llevaba la palabra Júpiter escrita en una pequeña
tarjeta blanca y en el interior encuentro la lencería de Luxanna.
Hay un corsé granate cubierto de
tiras de seda, un largo corpiño morado de satén semitransparente y, cómo no, el
indecente conjunto blanco con botones dorados. Recuerdo la profanación que
sufrió el maniquí y me pongo a temblar. El calor del baño me provoca un
hormigueo en el vientre ¿Por qué me habrá enviado toda esta ropa? ¿Acaso me
hizo elegir sabiendo que yo sería su cita, antes incluso de que yo le dijera
que sí?
Dentro también había un sobre. En
él había una invitación con la figura de una diosa romana grabada en oro y la
palabra Domus escrita en el anverso y una nota, escrita a mano por el señor
Harrington. Su letra es fascinante, masculina, muy marcada sobre el papel.
“Me sentiría muy afortunado de
contar con su compañía esta noche.
A las 22.00 h, en el número 113 de
la calle Hartford.
Siempre suyo,
James ‘Júpiter’ Harrington.
PD: No olvide la invitación”
Me acomodo en la bañera y me
conecto a Internet desde la tablet para buscar en Google. En el número 113 de
la calle Hartford hay un precioso caserón antiguo, una enorme mansión rodeada
por un jardín y grandes verjas de hierro forjado. Está situada muy
discretamente en la zona más selecta de la ciudad.
Por curiosidad tecleo en el
buscador “Hotel Júpiter” y voy viendo las diferentes fotografías del lujoso
hotel del señor Harrington. Todo es grandioso y elegante, hay unas cuantas
fotografías que muestran algunas zonas de las suites, espléndidas habitaciones
dignas de gente importante. La decoración tiene reminiscencias clásicas:
mosaicos, columnas y esculturas propias de la época romana. Muy apropiado.
Por supuesto, hay mucha más
información sobre el señor “Júpiter” Harrington. En la sección de imágenes hay
miles y miles de fotografías de su rostro atractivo y sonriente, que tiene
aspecto de modelo masculino más que de poderoso empresario. Encuentro una fan
page con una galería con todas las fotografías de sus apariciones públicas y
reportajes en revistas y periódicos. Sus entrevistas no desvelan nada
misterioso, solo es el dueño de una cadena internacional de hoteles,
millonario, que invierte en restaurantes y hoteles, y en su perfil de la
Wikipedia pone que tiene treinta y dos años, es escorpio y colecciona arte
antiguo.
Dejo la tablet sobre la mesita
auxiliar, al lado de la copa de vino y el IPod. Me masajeo el pelo con un poco
de suavizante. La cita es dentro de dos horas y no sé si estoy preparada para
aceptar su invitación. El club Domus es uno de los clubs privados más
exclusivos de la ciudad. Se sabe muy poco sobre sus actividades, más allá de
ser un centro de reunión para hombres y mujeres de la alta sociedad. Las revistas
de cotilleos dedican parte de sus esfuerzos a elaborar complicadas teorías
sobre lo que sucede entre sus paredes.
Mientras dejo que la mascarilla
haga su efecto en mi pelo, doy otro sorbo al vino. Tiene un sabor intenso que
me recuerda mucho al señor Júpiter. Estoy dudando, no sé si aceptar su
proposición. ¿Es el club Domus el Club de los Coleccionistas de Lencería Fina?
¿O solo se trata de un club en el que la gente con las mismas inquietudes se
reúne para expresarse en voz alta? En cualquier caso, una oportunidad como esta
es irrepetible. No solo tendré la oportunidad de visitar uno de los lugares más
misteriosos y excitantes del mundo, sino que voy a tener una cita con uno de
los hombres más intensos y atractivos que he tenido el placer de conocer. ¿Qué
debería hacer?
Mientras lo pienso, salgo de la
bañera y me embadurno con aceite de después del baño para que mi piel quede
bien hidratada. Me seco el pelo y me pinto las uñas de las manos y los pies,
que ya tocaba. Cuando he acabado, falta media hora para la cita y todavía no he
decidido nada.
• 113 de la calle Hartford (Ve a
22)
22
El señor Harrington podría tener a
la mujer que quisiera a la que regalar lencería de Luxanna y, sin embargo, a la
que ha invitado es a mí y a la que ha regalado ropa interior carísima y de
primera calidad es a mí. Esta es una oportunidad que no puedo desperdiciar
porque, lo admito, el señor Harrington está buenísimo y no me importa en
absoluto llamar un poco su atención.
Alguien como él tiene conquistas
casi a diario y aunque yo no soy el tipo de chica que pierde las bragas cuando
se le insinúa un hombre guapo y rico, he decidido que me apetece probar lo que
me ofrece. ¿Quién sabe? Puede que al final no sea tan malo y me lo pase bien.
Tengo ante mí un importante
dilema, pues sobre la cama tengo tres sugerentes prendas, lo que significa que
tengo que elegir una de ellas para llevarla esta noche al club. Mi imaginación
se desborda pensando en ese misterioso lugar y me intimida un poco la
insistencia del señor Harrington en que lo acompañe allí.
Descarto el corpiño morado, porque
no tengo nada con qué combinarlo. El conjunto blanco es su favorito y sé que si
me descubre llevándolo, me deseará más. Pero el corsé rojo es mi debilidad. Me
encanta su color oscuro, la forma en que moldearía mi cintura y mi pecho, las
decenas de cintas que lo cruzan. Me lo pruebo ante el espejo y admiro el tono
que combina con mi piel y con mi pelo. Es fantástico. Pero hay un problema y es
que yo sola no puedo ajustarme las cintas a la espalda, son demasiadas y no
tengo habilidad para algo así. Deposito la pieza de nuevo sobre la cama,
acariciando su diseño con reverencia.
Así que solo me queda el conjunto
blanco. El brassiere no tiene forro, el encaje queda pegado directamente a mi
piel y mis pezones oscuros se insinúan entre las florecillas. El tanga tiene
esos botones entre las piernas que tanto fascinaron al señor Harrington. Cuando
recuerdo cómo metió la mano entre los muslos del maniquí, encojo los dedos de
los pies y me muerdo los labios. Las medias son lo más delicado, son muy finas
y mis muslos son voluptuosos. Pero se amoldan bien a mis piernas y consigo
sujetarlas a los ligueros con los botones.
A la hora de escoger vestido,
tardo un poco. Nunca he ido a un club privado de alto nivel, por lo que en mi
armario no hay nada de esas características. Pero tengo un vestido largo que es
una imitación de un Valentino y unos zapatos negros de tacón que me costaron una
fortuna y que solo me he puesto en una ocasión.
Cuando me siento realmente
preparada, salgo de casa y pido un taxi para que me lleve al número 113 de la
calle Hartford.
• (Ve a 29)
23
Observo las ligas, ¿dónde las
pongo? Está claro que si me pregunta no es para que las coloque sobre los
muslos, que es el lugar más lógico. Me pongo a pensar y le pido que me las dé.
En el intercambio, sus dedos me rozan la palma de la mano y un intenso
cosquilleo me recorre todo el brazo. El corazón se me dispara y se me seca la
boca. El señor Traje es demasiado intenso, demasiado guapo y demasiado
perfecto. Hace que me sienta insegura.
Pero no le voy a dar la
oportunidad de empequeñecerme, voy a demostrarle que sé estar a la altura.
Quiere algo elegante, sofisticado y especial. Yo se lo voy a dar.
—Se me ocurren dos cosas —susurro
con lentitud. Cojo una de las ligas y me rodeo la muñeca, tirando de las cintas
para apretarlas. No puedo hacer un lazo porque solo tengo una mano, pero me
cubro la otra muñeca con la otra liga. Cojo las cintas, que están sueltas, y
hago dos lazos, uniendo mis muñecas por el centro, pero dejándolas separadas—.
Esta es una —le digo riendo.
Pero él no sonríe. Está pendiente
de mis movimientos. ¡Caray!
—Deshaga los lazos —le pido
acercándole mis manos atadas—. Usted tiene la piel muy oscura, observe el
contraste entre sus manos y las cintas.
Lo hace, algo que me sorprende, y
mis palabras cobran significado: sus dedos ásperos contrastan con la delicadeza
de las cintas de seda.
—Ahora, quítemelas —digo. Ha sido
instintivo, no sé por qué le he pedido una cosa así. Pero me cubre la mano
derecha con sus dos manos y tira de la prenda hasta que la saca. Repite el
proceso con la otra.
—¿Lo ve?
—¿Cuál es la segunda cosa que se le
ha ocurrido? —pregunta. Está rígido, serio. Parece un tigre a punto de saltar
sobre su presa.
Abro la liga hasta que desaparecen
los pliegues y su diámetro es el adecuado. Me la pongo por la cabeza y la
deslizo hasta el cuello. Dejo la lazada en mi garganta y le ofrezco las cintas.
—Ahora puede elegir, por delante o
por detrás.
En cuanto las palabras salen de mi
boca, me arrepiento, porque sacadas de contexto pueden significar una cosa
completamente distinta. Él me mira fascinado y, lentamente, como una pantera al
acecho, rodea el mostrador y se acerca a mí.
—Siempre por detrás —dice.
Casi me caigo al suelo de la
impresión. Se me tensa el cuerpo de pura expectación, le miro la boca pero de
inmediato aparto la mirada de sus sensuales labios. Me recuerdo que es un
cliente y le doy la espalda, dándole la vuelta a la liga. Me levanto el pelo y
le muestro mi nuca.
—Usted mismo —le ofrezco las
cintas.
Siento su mirada en toda mi
espalda y la piel me arde. Se me entumecen los hombros y el cuello, casi no
puedo respirar. Oigo que él tampoco respira y le tengo tan cerca que su aroma
me nubla los sentidos. Coge las cintas y tira de ellas, apretando ligeramente
la liga alrededor de mi cuello. Aprieta, quizá más de la cuenta; ahoga, pero no
asfixia.
—Me lo llevo —susurra. Se me eriza
la piel de la nuca cuando siento su respiración en el cuello.
—¿El conjunto?
—No. Solo esta pieza.
Le miro por encima del hombro. Sus
ojos se han vuelto de un intenso verde oscuro que me corta la respiración. Le
miro los labios, la boca sensual y pienso que podría exigirle un beso. Pero me
repito que es un cliente y que lo que estoy haciendo no está bien.
Suena la campana de la tienda y
entra una nueva clienta. El sonido me devuelve a la realidad y me quito la liga
del cuello. Sorprendentemente, el señor Intenso ha vuelto a su posición
original detrás del mostrador. Ni siquiera le he visto moverse.
Envuelvo la liga en un papel de
seda y se lo doy. Me acaricia los nudillos cuando lo coge de entre mis manos.
—Muchas gracias por todo,
señorita. Que tenga un buen día —me desea antes de marcharse.
Sé que mi vida ya no será la misma
después de esto.
• (Ve a 4)
24
—¿Qué le parece este? —señalo el
corsé granate. Es un color oscuro, la tela es mate y parece que lleva refuerzos
para moldear la cintura y levantar los pechos. Cubre desde la parte baja del
pecho hasta las caderas, donde lleva unos volantes al final de la espalda.
—Me gusta el rojo, pero no para un
corsé.
—Para que un corsé resulte
efectivo y bonito tiene que estar hecho a medida —digo, aunque no debe
interesarle en absoluto un detalle así.
—Aquí hacen las cosas a medida.
Este tiene las medidas del maniquí.
—Pero es un maniquí, no se mueve.
Un corsé en movimiento resulta mucho más seductor —comento como si nada.
—¿Qué me está sugiriendo,
señorita? —me pregunta sonriendo. Yo sonrío con inocencia y miro a otro lado,
como si ignorara su pregunta. Tras unos minutos en completo silencio, me doy
cuenta de que el señor Júpiter me está mirando con atención.
—Ese corsé no tiene mis medidas
—le digo inmediatamente, con un ligero sonrojo en los pómulos.
—Porque usted tiene unas medidas
perfectas y no necesita un corsé que modele su esbelta figura —dice con
galantería. Me acaloro un poco.
—Qué cosas tiene…
—Pero me encantaría tener la
oportunidad de verla algún día con un corsé. En movimiento, por supuesto
—sonríe con travesura y nos echamos a reír.
• Siguiendo el estilo del corsé,
el corpiño violeta le gustará (Ve a 25)
• Creo que la mejor elección será
el conjunto blanco (Ve a 26)
25
Me acerco hasta el busto que lleva
el corpiño de color morado. Estoy segura de que es un corpiño para llevar bajo
un vestido, pero también parece algo para dormir, como un camisón. Las cintas que
cuelgan de la cintura no tienen ningún sentido para mí. Un examen más
exhaustivo me permite descubrir que las cintas llevan dentro otra cinta y están
sujetas con corchetes a la cintura del corpiño.
Le quito una de las cintas y veo
que tanto en un extremo como en otro hay un corchete y puedo cerrar la cinta.
Si tiro del cordón que lleva en el interior, la cinta se encoje produciendo un
suave fruncido. Para terminar, descubro que el corpiño tiene otros corchetes,
dos delante y dos detrás, transformando las dos cintas en dos tirantes que
pueden regularse con los cordones.
—Es perfecta —comento en voz alta.
El señor Júpiter se acerca a mí
para ver cómo trasteo con la escultura. Le he puesto los dos tirantes y estoy
haciendo lazos con los cordones.
—Si se ajusta, se pueden levantar
más los pechos —le digo con toda inocencia.
—¿Por qué levantar los pechos
cuando puedes levantar la falda? —dice él acercándose a la estatua. Le quita
uno de los tirantes, engancha un extremo de la cinta a la cintura y el otro
extremo al corchete de la espalda, lo que hace que el corpiño eleve la parte de
abajo para dejar el cuerpo femenino desnudo de cadera para abajo.
Lo miro con la boca abierta. ¡Hay
tantas posibilidades! Cojo el otro tirante y se lo pongo al maniquí en el muslo
que él acaba de dejar al descubierto.
—Es divertido —digo riéndome.
—Pero no busco algo divertido
—contesta.
—Usted es un hombre demasiado
serio para andar jugando con unos tirantes.
—Me gusta jugar. Y mucho. Pero no
con un vestido —su sonrisa seductora me hace enmudecer.
• ¿Y si le pregunto por su prenda
favorita? (Ve a 10)
• Creo que voy a probar con el
conjunto blanco (Ve a 26)
26
Su color favorito es el blanco, lo
sé porque me lo dijo en la tienda mientras estuvo allí. El conjunto blanco es
el que más le gustará, estoy segura. El color blanco no es difícil de combinar
sobre la piel, cualquier mujer puede llevar lencería blanca y suele tener ese
toque de inocencia que en el fondo gusta a todo hombre, igual que el negro es
un color seductor o el rojo es provocativo.
—Tengo la pieza perfecta para la
noche de pasión más inolvidable.
Señalo el conjunto. Los botones de
la parte delantera del tanga me perturban, y mucho. Cuando me acerco al maniquí
me doy cuenta de que hay más botones en el tanga, concretamente, una fila de
botones que se mete entre las piernas y reaparece en el trasero. No me había
dado cuenta de este detalle y cuando quiero rectificar y enseñarle el conjunto
que hay al lado, el señor Júpiter ya está mirando con interés los botones.
—¿Por qué es la pieza perfecta?
—pregunta con total tranquilidad.
—Es blanco —digo como si eso fuera
suficiente.
—Sí. Lo es.
—El encaje está muy trabajado y
los botones son funcionales. El blanco es un color que representa pureza, queda
bien sobre todo tipo de pieles, incluso sobre las más morenas. Usted tiene unas
manos y una piel ligeramente bronceada, por lo que el contraste será muy…
interesante de ver —susurro.
—Continúe, por favor —exige con
voz suave.
—Las medias son muy frágiles, hay
que llevar cuidado con ellas a la hora de deslizarlas por las piernas. Los
ligueros se sujetan con pequeños botones dorados, igual que el brassiere se
cierra por delante o por detrás con un botón. La elección, por delante o por
detrás, resulta sumamente emocionante. Desabrocharlo, me refiero —corrijo,
aunque mi frase haya sido totalmente intencionada. Oigo que contiene el
aliento, está justo a mi lado y mi cuerpo reacciona a su repentina cercanía. Me
está mirando a mí, con mucha atención. Me muerdo el labio inferior y me cojo
las manos en un gesto recatado—. ¿No le parece una elección compleja, señor?
—le pregunto volviendo el rostro para mirarle. Tiene los ojos oscuros y su
mirada amenaza tempestad.
—¿El qué?
—Desabrochar esa prenda por
delante o por detrás —contesto, hipnotizada bajo su influjo seductor.
—¿Se refiere al sujetador o al
tanga?
—Al sujetador —contesto sabiendo
que es una pregunta con trampa.
—Siempre por detrás —dice.
—¿Y el tanga?
—Por el botón de delante
—murmura—. Es el más sensible de todos.
Trago saliva, su provocación me
calienta la sangre.
—No ha respondido a mi pregunta,
señor.
—¿Cuál de ellas?
—La de si le parece una elección
compleja hacerlo por delante o por detrás.
Se desliza por mi lado, su ropa me
roza la piel de los brazos y me echo a temblar. Siento un ligerísimo toque de
su mano en la cadera cuando levanta la mano hacia el maniquí y dirige los dedos
hacia la parte frontal del tanga.
—No, no me parece nada compleja.
Desabrocha el botón delantero del
tanga con un elegante movimiento de sus dedos índice y pulgar y después desliza
la mano entre las piernas de la escultura. El hueco es lo bastante ancho para
su mano y sus dedos tantean buscando el siguiente botón. El último se encuentra
en la parte de atrás y, cuando lo desabrocha, desliza la mano hacia delante con
deliberada lentitud y aprieto los muslos cuando siento que me dedica esa
caricia. Con las dos manos, separa la abertura que acaba de desabrochar y deja
al descubierto el sexo del maniquí. Para mi sorpresa, está tallado. Al
detalle.
—Esos botones son muy
interesantes, sin duda —comenta.
Me tiembla el cuerpo cuando aparta
las manos del maniquí y, al bajarlas, me roza el muslo con los nudillos de su
mano derecha. Me mira. Le miro. La cabeza me da vueltas, me retuerzo las manos
para no dejarme llevar por la situación.
—¿Le gusta?
—Mucho.
—¿Satisfará sus intereses?
—Ansío que lo haga.
• (Ve a 27)
27
—Entonces, mi trabajo termina aquí
—murmuro con un hilo de voz.
—No.
Su negativa me retumba en el
estómago, me aprieto las manos y me clavo las uñas en el dorso para aliviar la
ansiedad que me producen sus preguntas y su conducta provocativa.
—Le he asesorado, como usted me
pidió.
—Así es. Pero no me gustaría
despedirme sin antes invitarla a cenar por el tiempo que me ha prestado. Esta
vez no aceptaré un no por respuesta.
Se dirige al mostrador en el que
no hay nadie y saca una tarjeta del interior de la chaqueta, junto a la
estilográfica. Se pone a escribir algo en la parte de atrás, con mucha calma.
Miro el conjunto blanco recién profanado y durante un breve instante envidio al
maniquí por las caricias que ha recibido simplemente por llevar ese conjunto.
No voy a negarme a su invitación, después de todo lo que ha ocurrido aquí
necesito sentirme compensada de alguna manera.
Abandonamos el sótano de Luxanna y
nos dirigimos al restaurante. Durante un instante observo mi austero vestuario
y estoy a punto de rechazar su oferta, pero de inmediato reconocen al señor
Júpiter y nos conducen a un reservado apartado de los demás comensales. Nos
sentamos en sillas acolchadas en terciopelo rojo, la decoración es exactamente
igual que el sótano con la diferencia de que aquí arriba no hay lencería provocativa.
No hablamos mucho durante los
entrantes, pero degustamos un delicioso vino blanco, algo que no he probado
nunca. No quiero beber demasiado porque no quiero que mis sentidos se nublen
compartiendo espacio y mesa con el señor Intenso y Provocativo. La idea de
descontrolarme con él resulta tentadora, pero estoy segura de que su intensidad
me devorará por completo y no sé si podré sobrevivir a algo como él. Aun así,
la conversación no decae y nos movemos por aguas tranquilas mientras hablamos
de temas bastante neutrales.
Cuando llega el primer plato, me
estremezco de gozo al contemplar la pizza de queso que acabo de pedir. Sirven
comida italiana, pero como estamos en un restaurante de vanguardia, la pizza
tiene la mitad del tamaño del plato sobre el que está servida. En el primer
mordisco se produce tal explosión de sabores en mi paladar que sin querer emito
un gemidito placentero. Degusto con tal placer el trozo de pizza que el señor
Júpiter me observa sin tocar la comida de su plato. Cuando abro los ojos, me
doy cuenta de que me está mirando.
Muy despacio, deja los cubiertos
sobre su plato y pone las dos manos sobre la mesa.
—Me siento seducido por su
encanto.
—Solo he sido su asesora, señor
—respondo con un sonrojo.
—Pero me ha asesorado con tanta
sensibilidad que me ha cautivado. Ha sido muy sugerente.
—La discreción siempre ha sido mi
filosofía —susurro tomando otro trago de vino. Lo de ahí abajo no tiene nada de
sugerente. ¡Madre mía!
—Me gustaría hacerle una petición
—dice muy serio. No me da tiempo a reaccionar, su mirada me hace arder por
dentro—. Es una petición muy privada y poco habitual.
Tomo un nuevo sorbo de vino. No sé
lo que me va a proponer pero la expectación hace que mi imaginación se
desborde.
—No beba más, se lo ruego. Quiero
que sus sentidos sigan despiertos mientras hablamos. Aún falta para el postre
—añade con una sonrisa.
Del interior de su chaqueta saca
una tarjeta. Es más gruesa que una tarjeta de visita, blanca, de textura rugosa
y tiene la efigie de una diosa romana grabada en oro en la superficie. Detrás
no hay nada.
—Valora la discreción y prefiere
la insinuación a la provocación. Tiene un seductor talento para la conquista.
—Creo que se equivoca de persona,
señor —le digo un poco incómoda por sus halagos, dejando la tarjeta sobre la
mesa.
—Yo nunca me equivoco —señala
rotundo—. He escuchado cada palabra que ha dicho con mucha atención.
—Usted me estaba provocando —le
espeto.
Pone una mano encima de la mía.
¡Oh, Dios! Arde. El fuego que desprende me abrasa la piel. Una convulsión me
sacude todo el cuerpo y me remuevo inquieta en la silla.
—Lo admito. Tengo parte de culpa,
pero no voy a pedirle perdón por querer alargar una conversación inocente hasta
el límite de lo decoroso. Me he sentido impulsado a ser directo con usted
porque siento curiosidad; es apasionada pero discreta en su conducta, sensible
y cautivadora. Y desaprovecha todo su talento en gente corriente. Sé que tengo
razón en esto —me corta antes de que pueda reprochar su arrogante comentario y
señala la tarjeta con la máscara de la diosa—. Me gustaría que me acompañara el
viernes por la noche al club Domus.
—¿Pasado mañana? —eso es muy poco
tiempo para pensarlo.
—Sé que le he pedido demasiado
esta noche y, probablemente, le esté pidiendo demasiado ahora mismo.
—¿Por qué yo?
—Porque me siento atraído por
usted.
Así, sin anestesia. No se anda con
rodeos. Quiero alcanzar la copa de vino, pero está lejos y tengo que
conformarme con estrujar la servilleta entre las manos. Habla con suavidad y prudencia,
transmitiéndome sus pensamientos con una mirada penetrante. Nos quedamos en
silencio. Su dedo pulgar me acaricia la fina piel de la muñeca y la palma de su
mano descansa sobre mis nudillos. Yo no siento mi mano, se me ha dormido hasta
el codo y siento como el hormigueo va subiendo hasta el hombro.
—¿Cómo es exactamente su club?
—pregunto con un susurro. Él sonríe de forma comprensiva, animado por mi
pregunta.
—Es un lugar en el que compartimos
pensamientos privados que no podemos compartir con otras personas. Es muy
sencillo, tenemos aficiones y gustos en común, por eso nos reunimos y buscamos
a otras personas que sean afines a nosotros, para que compartan su visión.
—¿Me está proponiendo una cita?
—Sí.
—Apenas me conoce.
—Tengo toda la vida para hacerlo.
En ese momento, llega el postre y
no volvemos a sacar el tema. Media hora más tarde, el Lexus del señor Júpiter
se detiene en la puerta de mi casa.
—Por favor, piense en mi propuesta
—me dice a modo de despedida, acompañándome hasta el portal. Durante un momento
estoy tentada de invitarle a pasar, para una última copa. Pero parece leer mis
intenciones, se acerca a mí y deposita un casto beso en mi frente. Me aproximo
a él buscando un contacto mayor, pero tan rápido como se acerca, se aleja—. Es
usted sumamente irresistible para mis intereses.
Me mira con esa intensidad suya y
me estremezco. Siento que su beso todavía me quema en la piel. Por esta noche
no ha sucedido nada porque él no quiere que ocurra pero, ¿qué pasará una vez
acepte su propuesta?
Sin decir nada más, sube a su
coche y se marcha.
• (Ve a 21)
28
Al pie de su nota, el señor
Harrington ha tenido el detalle de incluir un número de teléfono. Me dirijo a
mi habitación, sobre la colcha de la cama he desplegado toda la lencería que
había en el paquete que me ha enviado el señor Júpiter. Marco su teléfono, un
poco insegura acerca de lo que voy a hacer. Él ha sido amable, su invitación es
muy tentadora, pero no sé hasta qué punto es divertido ser el centro de rumores
y cotilleos si alguien me ve entrando en el club Domus de la mano del señor
Harrington. Pienso en esa fan page, ¿de verdad quiero que mi cara esté en todas
partes?
—Harrington —contesta con voz
seca. Esa debe ser la voz que pone cuando está mandando, resulta muy
autoritaria y excitante y tengo que sobreponerme a la inquietud que me provoca.
—Buenas noches, señor Harrington.
—Buenas noches, Olivia —su tono
cambia, habla con más suavidad; es la voz que yo conozco—. Espero que haya
recibido mi nota.
—Sí —contesto evasiva. Quiero
elegir bien las palabras que voy a emplear, no quiero parecer grosera—. Me
gustaría agradecer el detalle que ha tenido conmigo, pero si le soy
completamente sincera, le llamo para decirle que no me siento preparada para ir
con usted a su club esta noche —Se produce un breve silencio durante el cual
empiezo a arrepentirme de haberle dicho eso—. Y tampoco me siento cómoda
llevando lencería —añado, aunque eso es algo que a él no le importaba saber.
—Entonces, no se ponga nada
—concluye.
Su voz, aunque seria, contiene una
nota de diversión y eso hace que me sonroje ante la doble intención de su
frase. Hasta ahora solo era un coqueteo sin pretensiones y eso estaba bien.
Nuestra cita pasó a mayores cuando me dijo que yo le gustaba.
—Yo vendo lencería, señor
Harrington, pero no la utilizo para mí.
—¿Eso significa que nunca utiliza
ropa interior? —ronronea. Me remuevo inquieta.
—Claro que la utilizo —contesto
muy bajito, pero mis palabras no se corresponden con la realidad porque ahora
mismo llevo una bata de satén y por debajo estoy completamente desnuda. Tiemblo
y se me eriza la piel.
—Entonces debería darme la
oportunidad de juzgar qué tal le sienta lo que eligió para mí.
—No quiero salir con usted —suelto
sin poder contenerme más.
Cada palabra que dice me provoca
un extraño hormigueo de deseo en el vientre. El vino ha hecho su efecto, me ha
calentado por dentro y el tono grave de su voz retumba en mis entrañas.
De pronto suena el timbre de la
puerta y doy un salto. No espero visitas a estas horas de la noche, un viernes.
No recuerdo si he quedado con alguien más, aparte de con el señor Harrington.
Pero, sea quien sea, debo agradecerle la interrupción. El corazón me late
deprisa y me siento tensa.
—Disculpe un segundo. Llaman a la
puerta —le digo.
No voy a colgar el teléfono porque
no sería educado por mi parte.
Cuando abro la puerta, se me
doblan las rodillas. El señor Harrington mantiene su flamante teléfono móvil en
la oreja, como si siguiera hablando conmigo. Me mira serio, con esa mirada
silenciosa e intensa que tantas promesas sugiere y tantos misterios oculta. Por
un brevísimo instante, estoy a punto de cerrarle la puerta en las narices por
arrogante. La impresión que me causa verle allí plantado me deja sin palabras.
—Buenas noches, Olivia —saluda con
tono conciliador.
—¿Qué está haciendo aquí?
—pregunto; mi voz suena demasiado aguda para mi gusto.
—Comprobar que de verdad no quiere
salir conmigo —dice mirándome de arriba abajo. Me cruzo de brazos de
inmediato—. Está usted fantástica. ¿Puedo pasar? —pregunta guardándose el
teléfono y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Es el gesto
inocente más atractivo que he visto nunca en un hombre. Me mira a los ojos, los
suyos brillan.
¡Oh, no! ¿Por qué me lo ha tenido
que preguntar?
• Sí (Ve a 37)
• No (Ve a 40)
29
La mansión se divisa a pocos
metros y las grandes verjas se alzan poderosas en mitad de la carretera. La
entrada es una gran puerta enrejada junto a la que montan guardia dos hombres
uniformados. En cuanto el taxi se detiene en la barrera, uno de los guardias,
el más grande y corpulento, se acerca al coche. Es una propiedad privada y el
territorio está delimitado, solo faltan hombres con perros montando guardia por
los alrededores y unos cuantos francotiradores apostados en la azotea. Sería
demasiado surrealista encontrármelos.
—Buenas noches, señorita —saluda
en tono marcial el guardia. Es más corpulento de lo que parecía de lejos.
—Buenas noches —saludo un poco
intimidada. Recuerdo la carta del señor Júpiter, en la que mencionaba una
invitación. Saco del bolso la tarjeta con el grabado de la diosa y se la
muestro.
El hombre asiente y la puerta se
abre, mostrándome un largo camino de grava flanqueado por árboles. El recorrido
hasta la entrada es corto, pero a medida que me acerco el edificio se hace cada
vez más grande y empiezo a ponerme nerviosa. La fachada es impresionante, de un
estilo clásico muy vanguardista, blanco mármol. Tiene dos grandes miradores a
cada lado y en el primer piso sobresale una hermosa balconada. La puerta de
entrada son dos grandes hojas de madera, talladas, barnizadas y reforzadas con
hierro. A un lado hay un diminuto timbre, ridículo en comparación con el tamaño
de la casa. Los ventanales tienen contraventanas y se puede ver luz en el
interior y algunas personas paseando de un lado a otro. Es fascinante, parece
salida de un capítulo de Downton Abbey.
Pulso el timbre, un botón blanco y
sencillo, y suena una campana. El que abre la puerta es un hombre joven y
serio, vestido con librea.
—Buenas noches, señorita.
Bienvenida al Domus, mi nombre es Marcus —me cede el paso al interior con un
gesto elegante de la mano. El vestíbulo me deja asombrada, la decoración blanca
y roja es impresionante. Tengo que dejar de alucinar o pareceré tonta.
—Buenas noches, Marcus. Soy
Olivia.
—Un placer, Olivia. Soy el
encargado de la puerta y estoy al servicio del guardarropa. Es su primera vez
aquí, ¿verdad? —me conduce a su puesto, donde puedo dejar el abrigo y el bolso.
—Sí, es mi primera visita. La casa
es preciosa —digo, por ser cortés. Me siento fuera de lugar, este sitio es
demasiado lujoso para mí.
—Se acostumbrará pronto a ella. A
pesar de lo suntuoso que pueda parecer, escatimamos en colores. Como verá, solo
hay rojo y blanco —comenta el muchacho. Anota mi nombre y un número en un gran
libro de piel roja. Su mostrador es de mármol blanco, igual que el suelo, igual
que las paredes. Tiene razón, no veo más colores por aquí—. Disfrute de su velada,
señorita.
—Gracias, Marcus.
No veo al señor Harrington por
ninguna parte y eso me incomoda. Son las diez y cuarto y estoy en mitad del
vestíbulo. Me adentro en la casa. Tras el vestíbulo se abre una sala con un
gran mosaico en el suelo que parece de la antigüedad. Frente a mí se eleva una
enorme escalera digna de un palacio y a derecha e izquierda hay puertas, que
están abiertas, por las que sale música y se ve gente hablando en grupos. Esto
parece una fiesta de alto nivel más que un club privado.
Me muerdo el labio inferior. No
quiero parecer perdida, siempre me han dicho que cuando entre a un lugar tiene
que parecer que sé a dónde voy, pero en cuanto haga mi aparición en cualquiera
de los salones voy a ser el centro de atención; se me ve en la cara que soy
nueva. Miro mi vestido, ¿y si voy demasiado arreglada?
Como no quiero seguir plantada
allí en medio me arrimo a uno de los salones, observando el interior antes de
decidirme a entrar. Es grande, en el techo hay un fresco con escenas de campo y
la estancia está salpicada de sillones, sillas y mesas. En algunas hay grupos
de hombres y mujeres jugando a las cartas, bebiendo o degustando pequeños
canapés en las bandejas que llevan los camareros. Parece el salón de juego de
un casino.
—¿Le gusta mirar? —oigo en mi
oreja.
Ahogo un grito por la sorpresa y
me giro para encontrarme con un completo desconocido. Su aspecto es
intimidante, es un palmo más alto que yo y tiene la envergadura de un boxeador;
los hombros son tan anchos que el traje que viste, aunque es a medida y le
sienta condenadamente bien, parece que le venga pequeño. Tiene el cabello corto
y dorado, lleno de rizos. Su rostro es hermoso, pero muy masculino, y el
contraste le confiere un aspecto de joven madurez muy sugerente.
—Lamento sobresaltarla, pero acabo
de llegar y al ver cómo miraba nuestro salón de juego me he dado cuenta de que
es la primera vez que nos visita. Puede llamarme Clark —tiende una mano enorme,
en comparación la mía es tan pequeña que podría rompérmela si aprieta
demasiado. La acepto un poco turbada. Tiene la piel tan caliente que me abrasa
y un hormigueo me recorre todo el cuerpo.
—Yo soy Olivia.
—Un placer —sonríe, tiene los
labios voluptuosos y grandes pómulos, su sonrisa es contagiosa—. ¿Necesita un
guía? Puedo ofrecerle mis conocimientos, suelen decirme que soy buen maestro.
• Seguirle la corriente a Clark
(Ve a 36)
• Esperar al señor Júpiter (Ve a
43)
30
Asiento en silencio. Se acerca a
la puerta y la abre con una llave-tarjeta. Cuando pasamos al interior unas
tenues luces anaranjadas comienzan a encenderse, desvelando zonas del interior.
Tiene todo lo que debe tener un
despacho de un club de este nivel. Esperaba que fuese un lugar como el de una
oficina, todo negro y con muebles de color neutro, masculino y moderno. Pero el
mobiliario guarda ese clasicismo que tiene el resto de la casa. Hay columnas,
cortinas y alfombras rojas, divanes de cuero, mesas de cristal con patas de
piedra, un escritorio de madera barnizada, estanterías y varios bustos sobre
pedestales, hombres de facciones serias y mujeres de hermosos rostros. El suelo
es negro.
La luz se atenúa cuando el señor
Harrington trastea con los interruptores disimulados tras una cortina. Se
respira un aire de poder aquí dentro, todo posee una fiereza dominante,
primigenia, y me estremezco al sentir la presencia del señor Intenso en cada
una de sus paredes. Sobre el escritorio hay una pantalla de ordenador de líneas
tan suaves que no desentonan con el resto de la habitación y un sofisticado
reproductor del que comienza a salir música suave, como de jazz, cuando lo
acciona con un mando a distancia que guarda en el cajón del escritorio.
Me pongo a curiosear por las
estanterías. Encuentro libros de derecho, historia clásica y filosofía; nunca
imaginé que el señor Harrington leyera estas cosas. De hecho, pensaba que
alguien como él no leía libros, si es dueño de una cadena de hoteles de lujo no
debe tener mucho tiempo para hacerlo.
—¿Eso es latín? —pregunto
extrañada cuando intento descifrar algunos títulos.
—Sí.
—¿Y lo entiendes? —mi asombro es
evidente.
—¿Sabes lo que significa Domus?
—pregunta poniéndose a mi lado en la estantería. Yo niego con la cabeza, un
poco avergonzada de mi ignorancia—. Significa ‘casa’. En la Antigua Roma las
familias ricas vivían en las domus. Algunos palacios de los emperadores también
se llamaron así. El cabeza de familia recibía el título de dominus, que
significa ‘señor’. Ambos términos son el origen de la palabra dominio.
Su breve clase de historia y
etimología se reduce a la última palabra mencionada cuando coloca la mano en la
parte baja de mi espalda. Inesperadamente siento el dominio que ejerce sobre
mí, provocándome una sacudida que enciende todo mi cuerpo. Empieza a arderme la
cara y la piel se me eriza, quiero apartarme de su lado pero me resulta
imposible porque las piernas no me responden.
—¿Tú le pusiste el nombre a este
sitio? —pregunto tratando de distraerle mientras intento recuperar la
movilidad.
—Soy el dominus del club.
—¿Eres el dueño? —pregunto
asombrada.
Se gira hacia mí, enfrentándome no
solo con su dura mirada sino con el resto de su fornido cuerpo. Retrocedo, pero
tengo su mano en la espalda y me quedo clavada en el sitio, sufriendo el efecto
de su poderosa cercanía.
—Aquí me conocen como Júpiter. Soy
el dueño del club y el socio fundador. Nadie entra en Domus sin mi
consentimiento y tengo autoridad para expulsar a quien desee incluso si no me
gusta cómo me mira. Este es un club privado que nada tiene que ver con mi
trabajo y es el único lugar del mundo en el que puedo ser yo mismo.
Su discurso me avasalla y choco
contra la estantería que hay a mi espalda. Se me ha acercado tanto que no me he
dado ni cuenta y me enloquece con el calor que desprende su cuerpo vigoroso.
Miro su cara, de rasgos duros pero atractivos, tiene la mirada ensombrecida y
la mandíbula tensa, su boca se me antoja la más seductora de todas y de pronto
tengo ganas de besarle. Intenta imponer la razón sobre sus impulsos y cierra
los puños. Puedo notar la fuerza que emana de sus brazos y su lucha interna.
—Dime por qué estoy aquí —le exijo
en voz baja. Inclina su rostro sobre el mío y me cubre la cara con las manos.
Su boca queda a poca distancia de la mía, su cercanía y el calor de sus palmas
tensas contra mis mejillas me vuelve loca.
—Porque quiero mostrarte las
pasiones a las que nos entregamos cada noche —dice—. Has visto nuestros salones
donde hablamos, bebemos y jugamos, pero bajo el suelo que pisas suceden cosas
mucho más importantes, mucho más vehementes, mucho más voluptuosas.
El roce de sus labios al hablar me
nubla los sentidos, le escucho pero no proceso sus palabras del todo. Me agarro
a su traje para no desmayarme.
• Quiero descubrir lo que sucede
en el corazón de este lugar (Ve a 32)
• No me importan las cosas que
hagan aquí, ahora mismo solo quiero besarle (Ve a 47)
31
El coche se detiene frente a la
impresionante fachada de la mansión, un edificio de dos alturas en el que puedo
contar más de quince ventanas en cada piso. Parece la casa de El gran Gatsby,
exageradamente lujosa y opulenta. Los jardines y las verjas protegen con
bastante acierto las vistas hacia el interior, aunque para mi tranquilidad por
las ventanas solo puedo ver gente vestida con elegancia charlando y bebiendo.
Entramos juntos de la mano y un
mayordomo nos atiende para recoger nuestros abrigos y acompañarnos al interior.
Me invade una sensación de inmensidad. Las paredes están cubiertas de columnas,
el suelo es de mármol pulido, blanco y liso, las cortinas son rojas y las
lámparas de un dorado mate. Toda la decoración es sencilla pero ostentosa a la
vez. Puedo verme reflejada en los suelos, están tan pulidos que podría
resbalarme.
Hay varias puertas por las que
sale música y conversaciones.
• Sigo al señor Harrington, no
puedo hacer otra cosa (Ve a 46)
32
La mano del señor Harrington se
entrelaza con la mía y recorremos el camino de vuelta al vestíbulo. Me sigue
fascinando este lugar, tan bello y tan sofisticado. Puedo sentir la mano del
señor Júpiter en cada rincón de esta mansión, su pasión por la historia antigua
le ha llevado a decorar esta casa como si del palacio de un César se tratase.
Cuando pienso en romanos mi cabeza oscila entre aguerridos legionarios y belicosos
gladiadores, en conquistas y en sangrientas batallas. Tengo una visión heroica
de la Antigua Roma que no he conseguido compartir con nadie. Tal vez pueda
compartir esa pasión que siento con él, pero parece haber cultivado tanto la
documentación histórica que me da un poco de vergüenza.
Rodeamos la escalera y atravesamos
el jardín del patio hasta el otro lado, donde se alza la fachada de un pórtico
enclavada en mitad de la mansión. Es anacrónico encontrar un frontispicio allí
mismo, pero su tallado y las columnas que lo sustentan coinciden en
arquitectura con el resto de la casa. Está claro que el diseño está
cuidadosamente elegido.
Las puertas están abiertas y se
escucha música por el interior. Atravesarlas es como viajar al pasado y me
siento como Alicia al otro lado del espejo cuando accedemos al interior. Huele
a uva fresca, a madera de olivo, a especias, a carne asada, a jazmín. Son
tantos aromas que me asombra que estén todos juntos. Tras un corto pasillo un
poco oscuro llegamos a una gran estancia cuadrada salpicada de divanes,
cortinas de seda y cojines bordados. En el centro hay una formación cuadrada de
columnas que bordean una plataforma elevada, iluminada con luces anaranjadas.
Hay una docena de personas allí. Están sentadas en los divanes y en el suelo,
junto a las columnas o en las paredes, y hay personas vestidas con túnicas
cortas llevando bandejas de un lado a otro con fruta, carne y copas de bronce
llenas de… agua.
—Este es el centro de nuestras
actividades —explica el señor Harrington—. Bajo las escaleras del vestíbulo hay
otra estancia parecida, pero su uso es para el invierno porque aquí hace frío,
aunque algunas personas que buscan mayor intimidad también las utilizan.
Me sonrojo al caer en la cuenta
sobre su utilidad.
—Aquí disfrutamos de la compañía,
de la comida y de algunos espectáculos que los socios ofrecen gustosamente a
otros socios como una manera de expresar su amor o su pertenencia a este lugar
que consideran como un hogar. En ocasiones celebramos ceremonias en honor a
antiguas costumbres, fechas especiales, como el final del invierno y la llegada
de la primavera o los primeros días del verano. Una vez al mes ofrecemos una
ceremonia para los nuevos socios.
Sacude la mano para restar
importancia, aunque sus palabras demuestran el orgullo que siente por las
personas que lo acompañan.
—Estas son algunas de las cosas
que hacemos todos juntos. Sentimos pasión por las tradiciones antiguas y
también compartimos necesidades comunes que no podemos expresar en otro lugar.
Aquí, todo el que viene puede sentirse libre y no se verá comprometido por muy
oscura que sea su naturaleza.
Es obvio que cuida de cada una de
las personas que hay aquí. Me coge de la mano y me invita a unirme al grupo de
gente. Observo curiosa a las personas con túnicas que van con bandejas, llevan
flores en el pelo y sus túnicas les dejan los brazos y las pantorrillas al
descubierto. Llevan gruesos aros dorados en los tobillos y en las muñecas y
collares con una pequeña argolla en la garganta. No levantan la mirada hacia
nadie, no hablan, solo se mueven en silencio cuando alguien quiere algo de
beber.
—Son nuestros esclavos —comenta el
señor Harrington. La sola idea me aturde y él se ríe cuando ve mi cara—. Lo
hacen porque quieren, porque les gusta. Verás…
En ese momento suena un extraño
retumbar y un grupo de cuatro hombres aparece golpeando rítmicamente unos
tambores con unos artilugios que parecen mazas. El señor Harrington se calla y
me mira, invitándome a contemplar el espectáculo que parece haber comenzado.
Nos colocamos discretamente entre dos columnas.
Los hombres llevan máscaras,
rostros dorados de nariz recta y boca pequeña, con agujeros para los ojos. Cada
uno lleva distintos adornos en el pelo según la máscara que portan. Tocan con
energía, pero el sonido es suave y reverbera por la estancia. La gente deja de
conversar y observa a la mujer que acaba de aparecer en el centro. Está
completamente desnuda y su cuerpo es como el de la luz de la luna, liso, curvo
y sin vello, y se puede apreciar los pequeños puntitos de su piel erizada por
la emoción. Lleva una máscara plateada y de su pelo surge un intrincado tocado
hecho de ramas y flores. De entre el grupo de tambores surge un hombre
gloriosamente desnudo y de marcada musculatura, de piel dorada y tensa, con una
máscara de la que sobresalen dos cuernos enroscados de carnero.
El hombre dorado rodea a la mujer
plateada y empieza el baile. Sus cuerpos perfectos se mueven con el ritmo que
marcan los tambores, sus pieles marcan músculos y tendones cuando se estiran y
se encogen y sus manos van y vienen, rozando sus cuerpos y el de su pareja.
Algo mágico envuelve la escena y el silencio de los espectadores es
reverencial. La belleza de los movimientos me hipnotiza, incluso cuando el roce
de sus cuerpos empieza a ser más… voluptuoso.
Me da demasiada vergüenza ver
esto. La carnal pasión que destilan sus caricias y sus movimientos se me
contagia y me arden las mejillas. Los tambores crecen en intensidad y poco a
poco la escena se vuelve cada vez más lujuriosa. El sátiro ha atrapado a la
ninfa y ahora desea satisfacer sus deseos carnales. Las pieles doradas y
plateadas brillan por el esfuerzo, el cuerpo femenino está encrespado y por
razones obvias es más que evidente la excitación que sufre el cuerpo masculino.
El hombre brinca con una agilidad asombrosa, se arrodilla frente a la ninfa y
le ofrece su cuerpo; ella baila enardecida a su alrededor y se frota a su
cuerpo, a sus brazos, a su espalda, a sus manos. El sátiro impaciente derriba
su cuerpo sobre la plataforma y acaricia sus piernas con reverencia, rozando su
pubis depilado de camino hacia sus pechos y cuando desciende hacia sus pies.
Ella se retuerce complacida y el sátiro se acuclilla sobre ella para cubrirle
los pechos con las manos, hundiendo el rostro en su vientre y descendiendo
hacia su entrepierna. Levanta ligeramente la máscara dorada para dejar al
descubierto sus labios y empieza a lamer el sexo de la ninfa rendida.
• No puedo dejar de mirar, es tan
erótico que me hipnotiza (Ve a 56)
• ¡Dios mío! No puedo ver estas
cosas y menos en directo (Ve a 58)
33
Se me encienden las mejillas, el
sonido que sale del interior es muy, muy sugerente y un intenso crepitar me
baja por el vientre. Me acerco a mirar por la rendija que ha abierto.
Súbitamente me da un suave empujón y acabo en el interior de la habitación.
El calor del interior me golpea en
la cara y el olor a madera e incienso me inunda la cabeza.
Aturdida por la inesperada
jugarreta, la escena me causa un profundo impacto y se me atasca una protesta
en la garganta. Hay un hombre tumbado sobre un diván cuan largo es,
completamente desnudo. Tiene los brazos por encima de la cabeza y las manos
atadas al diván con una cuerda blanca. Sus tobillos están atados a las patas del
mueble, manteniéndole las piernas sujetas y separadas. Lleva una venda
alrededor de los ojos y una mordaza cubriéndole la boca. Me llevo la mano al
pecho ahogando un jadeo: sobre él hay una mujer balanceándose perezosamente y
resoplando gozosa.
Se mueve con un ritmo lánguido,
moviendo las caderas para recorrer cada centímetro del sexo de su amante.
Cuando se inclina hacia adelante el miembro masculino asoma entre sus piernas y
desaparece cuando desciende. El hombre atado se agita, se revuelve, pero las
cuerdas se le clavan en la carne y lo mantienen anclado al diván y a los
movimientos de la mujer.
Retrocedo y choco contra el pecho
del señor Harrington, que está a mi espalda. Me agarra de los brazos para que
no me mueva. No puedo apartar la mirada. La chica alza la cabeza y suspira con
lujuria, clavando las uñas en el pecho de su amante. Araña su pecho de arriba
abajo con saña, dejándole marcas rojizas sobre la piel. El ambiente se
sobrecarga, él se revuelve alzando las caderas, su pecho sube y baja y su
vientre se estremece, pero no alcanza el clímax porque ella se detiene y el
instante se desvanece apagándose como una vela. Tras unos segundos ella
comienza de nuevo a balancearse y oigo los gemidos del hombre amortiguados por
la mordaza.
—No tiene permiso para correrse
—me susurra el señor Harrington en la oreja, sus palabras me bajan por el
cuello y envían una descarga a mis pezones, que se yerguen dolorosamente—. Solo
cuando tenga el permiso de su domina podrá tener un orgasmo, pero mientras
tanto tendrá que esforzarse por retrasar el final hasta que ella quede
totalmente satisfecha.
Él se remueve ansioso, no puede
protestar, no sabe que nosotros estamos aquí observando su sufrimiento. Se me
forma un nudo en la garganta, no puedo hablar ni puedo apartar la mirada de los
dos cuerpos temblorosos. Esto es completamente diferente a la representación de
la cópula entre la ninfa y el sátiro, estos son dos amantes en un momento de
violenta intimidad.
El señor Harrington pasa por mi
lado, siento el roce de su cuerpo contra el mío y de pronto siento frío cuando
el contacto se rompe. Se aproxima a la pareja rodeando el diván, la mujer no
deja de balancearse con sensuales jadeos y el hombre contiene con gran esfuerzo
sus ansias por obtener alivio. Las piernas me flaquean cuando el señor Intenso
me mira y roza el hombro de la mujer y esta detiene sus movimientos para
erguirse sobre el cuerpo de su amante. El señor Harrington le rodea la cabeza
con una mano y tira de su cabello para obligarla a mirarle.
—Buenas noches, querida —susurra
el señor Harrington.
—Domine Júpiter —gime ella
humedeciéndose los labios, parece sorprenderle y agradarle la presencia de mi
acompañante allí en su habitación. La bronceada mano del señor Harrington se
posa sobre el vientre desnudo de la mujer, que se pone rígida y tiembla de
deseo y el estómago se le contrae con la respiración.
La electricidad que desprende ese
gesto se me pega a la piel y me hace temblar, casi siento deseos de ser esa
mujer y sentir esa mano sobre el estómago, me duelen los pechos y siento como
humedezco la ropa interior. Es tan insoportable como ver al hombre repleto de
éxtasis y que es incapaz de satisfacer su tormento solo porque ella no quiere
que lo haga.
—He venido acompañado —dice
entonces el señor Harrington—. Y me complacería mucho mostrarle a mi amiga la
naturaleza de vuestros actos…
Doy un paso atrás, el chispazo de
lujuria es tan potente que me mareo.
• Creo que no puedo ver esto (Ve a
57)
• Quiero seguir mirando (Ve a 61)
34
Es otro pasillo, más angosto y más
oscuro. El calor que se respira es agobiante y se me pega a la piel. Huele de
forma distinta, a piedra, a cuero, a cera y un olor dulce y picante que me
invade las fosas nasales. Hay cortinas por todas partes y el suelo está
alfombrado; hay arcos en las paredes que dan acceso a otras habitaciones, que
están ocupadas. A través de las cortinas distingo figuras y sonidos, palabras
amortiguadas, suspiros y lamentos. Este pasillo es el más asfixiante de todos
por los que he pasado y siento tanto terror que me agarro del brazo del señor
Harrington.
Atravesamos unos cortinajes y
llegamos a una habitación amueblada con tosquedad. Hay una mesa, una silla de
cuero sin respaldo, un escabel de tapicería roja, un diván y un armario. Las
paredes están cubiertas de cortinas.
Lo observo todo con los ojos muy
abiertos, intentando no perder ningún detalle, y entonces siento la mano del
señor Harrington en la garganta. Le miro. Me mira. En completo silencio desliza
uno de los tirantes de mi vestido por el hombro. Oigo un chasquido muy fuerte y
un gemido, que proviene de una habitación cercana y me da un vuelco el
estómago.
—¿Qué es eso?
—¿De verdad quieres saberlo?
• Uhm… sí (Ve a 66)
• Mejor no (Ve a 73)
35
Miro al señor Harrington, que me
mira con atención, con serenidad. Y luego mira mi muslo, me rodea la rodilla
con la otra mano y acaricia el golpe con círculos cada vez más amplios. Me
recuesto cada vez más contra el diván, sumergiéndome lentamente en un estado de
relax, y me siento como un cachorrillo necesitado de mimos y atenciones. Por
alguna razón, las caricias me seducen y aunque solo lo está haciendo para
aliviarme el dolor, me agrada tanto que me burbujea el estómago.
—Le gusta —comenta el señor Clark
sin perder detalle de lo que pasa. Me recorre el cuerpo con la mirada y eso me
hace estremecer.
—¿Te duele, Olivia? —pregunta el
señor Harrington con suavidad. Asiento con la cabeza, recostando la mejilla
sobre el diván.
Cogiéndome por los muslos me
acomoda boca arriba. Tengo la falda del vestido enroscada en la cintura, el
vientre al descubierto, una de las medias bajada hasta la rodilla y el tanga
metido entre las nalgas.
—Qué te duele? —pregunta Clark; su
voz alegre se ha puesto seria y su tono me acaricia entre las piernas. Pongo
una mano sobre el vientre y me froto.
—¿Te gustaría que te frotara yo?
—pregunta el señor Harrington. Cierro los ojos, aparto la mirada y asiento.
Noto como empieza a tocarme alrededor del ombligo, rozándome la mano. De un
tirón me quita el liguero y yo me estremezco—. ¿Te gustaría que el señor Clark
te frotara también? —pregunta cuando empieza a tironear de mi tanga. Asiento.
Pero, ¿qué estoy haciendo? ¿Por
qué le digo que sí? Noto más que oigo como el cuerpo del señor Clark se
aproxima al mío. Cada uno con una mano, deslizan el tanga por mis piernas y me
lo sacan por los pies. Mi cuerpo desnudo de cintura para abajo se expone a la
vista de ambos hombres y yo me froto el estómago para aliviar el nudo que se forma.
El señor Harrington me frota el
muslo herido, mientras que el señor Clark me frota el otro. Gimo gozosa, el
calor que me proporcionan es gratificante. Mi mano se desliza sola por mi
estómago, frotando mi vientre y descendiendo hacia mi pubis. Los dos hombres
contienen la respiración, pero yo estoy sumida en mi propia fantasía y el dolor
del golpe ya no existe, solo existen sus manos y la mía.
Cuando la punta de mis dedos
alcanza el nacimiento de mi sexo, me estremezco y tanteo en busca de mi
sensible botón para empezar a frotarme con perezosa suavidad. No tengo prisa,
solo quiero recrearme en la caricia, solo quiero relajarme, no busco alivio,
solo disfrutar un poco. Los dos hombres me miran y me acomodan separándome los
muslos. Me cubro de sudor enseguida y mi vientre se estremece con mi
respiración entrecortada. Estoy tan bien así que no quiero detenerme y refreno
la intensidad de mis caricias.
—¿Quieres que lo hagamos nosotros?
—pregunta el señor Harrington.
Asiento. Me he vuelto loca y
todavía no me he dado cuenta, pero es que no puedo frenar ahora. Me coge por la
muñeca, me aparta la mano y unos dedos grandes, calientes y ásperos sustituyen
a los míos. Mis gemidos son demostración suficiente de que me gusta que me
toquen así. Con languidez, los dedos realizan circulitos lentos y lujuriosos,
hundiéndome más en nubes de algodonoso placer. Cuando mi respiración se
acelera, signo de que estoy a punto de sufrir un orgasmo, las caricias se
frenan hasta que me relajo y, entonces, comienzan de nuevo. Protesto y abro los
ojos.
El señor Harrington me acaricia
con delicadeza, mirándome a la cara en busca de reacciones. El señor Clark me
mira también. Me ruborizo por esta atención.
—¿Quieres que siga? —pregunta el
señor Harrington.
• Quiero más, por favor (Ve a 68)
• Es suficiente, ya me puedo ir a
casa (Ve a 80)
36
No sé dónde se ha metido el señor
Harrington, pero el señor Clark es muy amable y eso termina por convencerme. Mi
acompañante no solo debería haberme recogido en mi apartamento, como todo
caballero suele hacer, sino que no debería llegar tarde y menos habiéndome
invitado a un sitio que no conozco. Si voy con el señor Clark, tal vez no se me
vea en la cara que soy una novicia.
Acepto el brazo que me ofrece con
una sonrisa.
—Pienso ponerle a prueba, señor
Clark.
—Estoy deseándolo, señorita
Olivia.
Entramos en el salón y el ambiente
de tensa expectación se me contagia enseguida. El señor Clark coge una copa de
una bandeja y me la ofrece y las burbujitas del champagne me hacen cosquillas
en la garganta. Está absolutamente delicioso y se me escapa un gemidito. Mi
acompañante me mira con atención, con los ojos chispeantes. Me sonrojo,
disfrutando de la provocación.
—¿Todo está tan bueno por aquí?
—Es una de nuestras normas
—contesta sonriendo—. Acompáñeme a la mesa, le presentaré a algunos amigos para
que no se sienta una extraña entre tanta gente.
Nos aproximamos a la mesa en la
que iba a jugar. Los hombres se levantan de sus sillas cuando nos ven llegar y
la muchacha que estaba sentada sobre las rodillas de uno de ellos se pone
discretamente a un lado y agacha la mirada.
—Buenas noches, caballeros. Esta
es mi amiga Olivia; Olivia, te presento a Bruce, a Conrad y a Benedict. Ella es
la hermosa Valeria —nombra a la chica, que se sonroja por el cumplido pero no
levanta la mirada.
—Un placer, señorita —dice el que
se llama Bruce—. ¿Le apetece jugar con nosotros?
—No conozco las reglas.
—Ah, pero es que aquí no hay
reglas, señorita. ¿No se lo ha dicho el señor Clark? —comenta Conrad con una
mano en la cintura de Valeria. Ella se estremece y una picante sensualidad la
envuelve. Es una mujer bonita, sin duda, pero no parece estar en la misma sala
que nosotros, sino muy lejos. Un aura de voluptuosidad la envuelve, parece que
flota entre nubes y es el señor Conrad quien la está manteniendo allí arriba
mediante contacto.
—Ignórele y siéntese, señorita
Olivia —el señor Benedict me ofrece una silla—. Yo le enseñaré lo que tiene que
hacer.
Me siento con ellos, entre el señor
Benedict y el señor Clark. Valeria sale de su trance particular y se acomoda en
otra silla, presidiendo la mesa. Con suaves movimientos coge una baraja y
mezcla las cartas, mientras el señor Benedict me explica que para ganar a este
juego hay que sumar veintiuno y que no todas las cartas tienen el mismo valor.
Con una elegancia infinita, la señorita Valeria reparte dos cartas a cada uno
de nosotros y luego coloca cuatro boca arriba sobre el tapete. Miro las mías,
junto al señor Benedict, que me susurra al oído lo que tengo que conseguir.
—No le chives las respuestas como
si estuvieras en la universidad —dice el señor Bruce mirando sus cartas con
rostro impasible.
—¿Qué te hace pensar que no le
estoy susurrando lo guapa que es? —provoca el señor Benedict. Yo me pongo como
un tomate.
—Porque si haces eso… —interviene
el señor Clark—, me pondré celoso.
Miro mis cartas para no delatar
los escalofríos que me recorren. Tengo un as y una figura, pero soy la última
en jugar. Observo como cada uno de los hombres juega contra Valeria, sumando el
valor de sus cartas, y como todos pierden contra ella. Cuando la mujer me mira,
siento un cosquilleo en el estómago y dejo mis cartas sobre la mesa. Benedict
sonríe con orgullo mientras los demás lanzan una serie de protestas. Mis cartas
suman veintiuno a la primera.
—La suerte del principiante
—masculla el señor Conrad.
—Es la primera vez que veo esa
combinación en la primera mano —protesta el señor Clark—. Estás bendecida por
los dioses, Olivia.
—¿Y qué he ganado? —pregunto con
regocijo.
—Nuestra más sincera admiración
—contesta el señor Bruce.
Las horas transcurren lentas y
perezosas mientras jugamos a las cartas. Cuando he logrado entender las reglas
del todo, el señor Benedict se nos une y jugamos los cinco contra Valeria, que
por alguna extraña razón siempre gana. Sus movimientos al barajar y al repartir
son tan fluidos que me fascina observarla. De vez en cuando, Conrad le roza la
mano cuando recibe sus cartas y ella se estremece con una sonrisa.
Poco a poco, los jugadores van
dejando la mesa y al final solo quedamos el señor Clark, Conrad y Valeria. Él
decide retirarse en la última apuesta y nos quedamos sin crupier, porque se
marchan del salón juntos y cogidos de la mano.
—Vamos, voy a mostrarle el resto
de la casa —me propone Clark. El señor Harrington no ha aparecido y no sé si
debería quedarme, se está haciendo tarde.
37
Lucho contra mis propios modales,
pero soy demasiado educada como para decirle que no y él lo sabe. Vaya
compromiso.
Sin una palabra de confirmación,
me aparto para dejarle entrar. A su paso deja un rastro de su aroma, que me
inunda todos los sentidos. Observo la suave tela de su traje, tan magnífica
como él, y siento deseos de comprobar la suavidad de la tela. Vuelvo a ser
consciente de mi desnudez bajo la bata y, en esta ocasión, se me erizan los
pezones. Alguien tan intenso como él llena mi sala de estar, casi siento la
necesidad de abrir la puerta para bajar la presión.
—¿Dónde estaba cuando le he
llamado?
—A una manzana de aquí. Estaba
esperándola para acompañarla al club en mi coche, pero ha dicho que no quería
venir conmigo. He pensado que tal vez podríamos vernos en una zona que fuese
más segura para usted. Su casa, por ejemplo. Si mi presencia es una molestia,
me marcharé por donde he venido —me mira, esperando mi respuesta.
—No es molestia —le digo.
—Pero se siente incómoda
—señala.
—Sí —no tiene sentido mentirle,
sabe perfectamente lo que me causa su presencia—. ¿Quiere un poco de vino?
—Claro.
Cuando salgo del salón y entro en
mi habitación, la tensión que ejerce sobre mí disminuye notablemente. Regreso
con la botella de vino, saco una copa del armario y le sirvo una antes de
llenar la mía. Brindamos y, como no puedo hacer nada más, doy un trago largo.
—Dígame, y sea sincera conmigo,
¿lleva algo debajo de ese sugerente batín? —pregunta de pronto. Me atraganto
con un poco de vino y empiezo a toser.
El señor Harrington se acerca y me
da unas suaves palmaditas en la espalda. Cuando me recupero, su mano se desliza
hasta la base de mi espalda y me pongo muy tiesa cuando presiona con la palma,
haciéndome notar el calor a través de la tela de la bata. Mi cuerpo se paraliza
por entero y abro los ojos asustada por la violenta reacción que acabo de
sufrir ante su repentina cercanía.
—¿Qué hace? —pregunto con la
respiración entrecortada.
—Tocarla —murmura muy cerca de mi
oreja.
—Pues no lo haga.
Pero no me hace caso, se queda
donde está, tan cerca de mí que puedo sentir el calor de todo su cuerpo
envolviéndome.
—Impídamelo —me desafía y coloca
su otra mano sobre mi vientre.
Ahogo una exclamación. Una intensa
sensación explota dentro de mí y me hierve la sangre. Se me entumecen los
brazos y las piernas y el corazón comienza a latirme sin control. De pronto soy
consciente de su cuerpo a mi lado, poderoso y vehemente, que me gana terreno
sin que yo pueda hacer nada por detenerlo. Con abrumadora lentitud, afloja el
cinturón del batín y la tela se suelta.
—Permítame decirle que, desde que
me ha llamado por teléfono, he sabido que estaba desnuda —masculla con la voz
tensa.
—Es usted un arrogante sabelotodo
—protesto con un gemido.
—¿Dónde ha guardado todo lo que le
he regalado? —pregunta a continuación.
Su repentino interés me obliga a
inspirar profundamente y siento un incómodo cosquilleo entre las piernas.
Cuando me quiero dar cuenta es muy tarde para detenerle.
—En mi habitación —le digo por
fin.
—No se mueva de aquí.
Sin más, se aleja.
La tensión se desvanece y tengo
que apoyarme sobre el respaldo del sofá para no caerme al suelo. Me tiembla
todo el cuerpo, estoy medio desnuda en mi sala de estar y no sé por qué le
estoy siguiendo el juego a alguien que me quema con solo mirarme.
• Seguirle (Ve a 38)
• Quedarme donde estoy (Ve a 42)
38
No puedo quedarme allí mientras él
invade mi casa y mi mente. Voy a mi habitación con el corazón acelerado y un
torrente de indignación pugnando por salir. Cuando atravieso la puerta, una mano
me agarra por la cintura y me atrae al cuerpo del señor Júpiter, que me empuja
contra la pared. ¡El muy traidor me estaba esperando!
Antes de poder protestar, su boca
invade la mía y me silencia con un experto movimiento de sus labios. Me besa
con fiereza, tomando posesión de mi boca con tanta pasión que la intensa oleada
de placer que he contenido desde su llegada estalla en mi pecho y toda mi
sangre sale impulsada para calentar cada fibra de mi cuerpo. Apoyo las manos
sobre su pecho para apartarlo, pero bajo mis palmas noto la fuerza de sus
músculos. No puedo contra él. La rabia que sentía por haber sido manipulada se
transforma en una excitación sin igual y acabo agarrándole por las solapas de
la chaqueta para que no se aleje de mí. Su beso se vuelve profundo, su lengua
acaricia cada recoveco de mi boca y me quedo sin aire para respirar.
Y su cuerpo está pegado al mío. Es
poderoso, lo noto, su intensidad se transfiere a mi piel a través de la ropa y
entre mis piernas noto su vigorosa erección. Me caliento con tanta violencia
que me mareo.
—Le dije que no se moviera del
salón —me reprende cuando ha acabado de robarme todo el aliento.
—Y yo le dije que no quería salir
con usted —replico entrecortadamente. Me hormiguean los labios de una forma
dolorosa, no entiendo como todavía soy capaz de pensar y hablar a la vez.
—No estamos saliendo —se ríe,
rozándome los labios húmedos con la vibración de su risa—. Todavía estamos
dentro de su apartamento.
Todo su cuerpo está fundido al
mío, su calor me abrasa y me asfixia, su boca permanece cerca de mis labios
amenazando con volver a besarme.
—No debí dejarle pasar —protesto
con los ojos cerrados.
Oigo que suspira y su aliento me
roza la mejilla. Tira de mi labio inferior con el pulgar para abrirme la boca y
me besa de nuevo. Siento su otra mano deslizarse por mi cintura, hacia abajo,
acariciando la curva de mi cadera, y sin previo aviso abarca una de mis nalgas
para apretarme a su duro cuerpo. Aquel gesto provoca una oleada de anhelo
insoportable y me aferro a sus hombros. Me abandono a sus besos y a su lengua,
su textura rugosa me produce cosquillas en el estómago y siento como ese
hormigueo asciende hasta mis pechos, que se endurecen hasta el límite de lo
doloroso. Rodeo su cuello con los brazos y hundo los dedos en su pelo,
apretándome a su cuerpo con desesperación para sentirle plenamente.
Mi contacto enardece su deseo,
acaricia mis nalgas por debajo de la tela, levantándola. El frescor me eriza la
piel desnuda, pero sus manos me abrasan y el contraste me marea. Me toca con
ardiente confianza. Sus manos descienden entre mis nalgas y rozan mi
entrepierna con la punta de los dedos. En ese momento soy consciente de lo
húmeda que estoy y suspiro, avergonzada y excitada.
Me aplasta contra la pared y su
boca se hunde dentro de la mía, poseyéndome sin control. Me dejo llevar por la
avalancha de emociones y beso sus labios duros, asombrada por la sensación que
me produce tenerle dentro de mi boca. Siento sus dedos acariciar esa zona de
piel que une mi sexo con mi trasero, empapándolos con mi néctar. Me frota con
tanta pasión que creo que voy a tener un orgasmo si continúa haciendo eso.
Me veo reducida a anhelar esa
íntima caricia mientras me posee con la boca de una forma que solo alguien como
él puede hacer, intensa y poderosamente. Le clavo las uñas en el traje,
intentando apartarme de sus labios, pero mi cabeza choca contra la pared que
tengo detrás, igual que el resto de mi cuerpo. Me remuevo para tratar de
aligerar la presión, pero al hacerlo me froto contra sus dedos y el contacto es
aún más ardiente y lo deseo a la vez que lo rechazo. Empiezo a temblar de
ansiedad, siento el cuerpo bañado en sudor y él saborea mi entrecortada
respiración con delicia, disfrutando de la posesión.
Me rindo y mi excitación se eleva
hasta lo más alto, casi puedo saborear el final y tengo miedo de que llegue.
Pero sus caricias se lentifican y su beso se vuelve menos agresivo, hasta el
punto que se detiene. Me mira, pero mi habitación está a oscuras y no puedo
verle bien. No puedo dejar de temblar y se me escapa un gemido, su caricia
sigue ahí, lenta pero inexorable.
Se acomoda a mi cuerpo,
envolviéndome con su aroma y su calor, haciéndome notar su deseo por mí. Me
roza con la nariz, manteniendo en todo momento el control y la distancia.
—Escúcheme bien, Olivia —dice, su
voz suena más oscura que antes y eso me provoca una nueva oleada de placer—. No
me gusta invadir su casa y tomar posesión de su cuerpo como un vulgar
delincuente —hace una pausa para tomar aire, soy consciente de la excitación
que presiona contra mis muslos y que lucha por salir de sus pantalones. Todo su
cuerpo está tenso, igual que el mío, no entiendo cómo puede seguir hablando
cuando yo solo puedo gimotear—. Quiero que me acompañe al club para complacerla
como merece, anhelo explorar cada recoveco de su cuerpo y disfrutarlo tantas
veces como usted quiera hasta que me diga basta. Pero si prefiere que lo haga
aquí y ahora, sepa que esta habitación quedará marcada con mi presencia y que
no importa los amantes que traiga a su cama, porque nunca podrá olvidarse de lo
que hicimos aquí.
• Está bien, vamos al club (Ve a
31)
• Aquí y ahora (Ve a 39)
39
No quiero ir a su club, le quiero
a él, ahora, en este momento. Nunca he querido nada con tantas ganas.
Sus palabras son intensas y
exigentes, como él. Sé que es sincero, sé que no me engaña, sé que cumplirá lo
que promete. Su boca severa me ha besado con una pasión infinita y estoy segura
de que su cuerpo me poseerá con la misma fiereza, marcándome para siempre con
su fuego.
—Aquí —le digo inspirando
profundamente—. Ahora.
No tarda ni un segundo en tomar
posesión de mis labios como si el mundo fuera a acabarse mañana. La sensación
de sus besos se me graba en la piel y sus palabras cobran un significado aún
mayor: nadie me besará nunca como él lo está haciendo ahora. Y tampoco me
tocará de la misma forma.
Me pone de cara a la pared y pega
su pecho a mi espalda. Agarrándome del pelo, me obliga a mantener el rostro
vuelto hacia él para seguir besándome. Sus dedos entre mis piernas se internan
un poco más para alcanzar mis labios sensibles y me da una patadita en el
tobillo para separarme los pies. Mis muslos se abren y su mano se introduce
completamente entre ellos, sus dedos alcanzan lo que tanto buscaba, mi
inflamado clítoris, que ante su roce palpita con brusquedad. Me convulsiono con
una sacudida violenta, su palma presiona contra mi sexo y empieza a acariciarme
con un ritmo terrible.
Mis gemidos se transforman en
angustiados lamentos, que bebe de mis labios con deleite. No puedo separarme de
su boca, ni de su cuerpo, ni de su mano, y retorcida entre sus manos, sufro los
aguijonazos de un placer inimaginable. El fanatismo con el que me estimula es
tan salvaje que pierdo la cabeza en cuestión de segundos y el placer se vuelve
afilado y peligroso. Sus dedos resbalan entre mis muslos con indecente
facilidad y siento la textura dura y rugosa de sus yemas presionar mis débiles
carnes, estimuladas hasta el límite.
Me libera de la tortura con una
caricia lenta y retira la mano de entre mis piernas. Dejo escapar un largo
suspiro cuando se aparta de mis labios y soy consciente de que tengo las
mejillas húmedas por las lágrimas que me ha provocado con el placer. Nunca he
llorado por algo así y sé que nunca más lo haré. Noto como desliza la bata por
mis brazos y me aparta de la pared, lanzándome contra la cama. Aterrizo de
bruces, reducida a un tembloroso estado, y cuando intento mover las manos para
incorporarme, descubro que las tengo enredadas entre las mangas del batín. Me
remuevo para intentar quitarme el amasijo de tela que se ha formado, pero él no
me da tregua y me agarra de los muslos.
Lo siguiente que siento es su boca
bebiendo de mi sexo. Hundo la cara en el edredón para ahogar los gemidos y me
revuelvo luchando contra el placer que me ofrece, insoportablemente doloroso.
Sus manos me abren para acceder con mayor facilidad a la carne húmeda de mis
labios y su lengua, la que instantes antes penetraba mi boca, ahora golpea mi
clítoris con la misma dureza.
Tengo un orgasmo. De pronto un
torrente de éxtasis explota en mi centro y sale impulsado a todos los rincones
de mi cuerpo. Empiezo a temblar y a gritar, ahogándome en mi propia
respiración, pero eso no detiene el juego del señor Harrington. Me devora sin
compasión y mientras mi sexo late enfebrecido, hunde los dedos en mi interior
para prolongar el delirio, dándome así la oportunidad de sentir mis propias
convulsiones en sus dedos.
Me derrumbo agotada, extasiada y
asustada. Siento como mi oscuro amante aleja las manos y la boca de mi cuerpo
para, a continuación, tumbarme de espaldas. Mi pecho se eleva con mi
respiración agitada, todo mi cuerpo está desnudo e inflamado por el postorgasmo
y tengo la mirada turbia. Solo veo una mancha borrosa de pie frente a mí, que
me mira sin perder detalle. Quiero levantarme, pero todavía tengo los brazos
enredados con la bata.
—¿Señor…? —susurro, pero no
reconozco mi voz y me trago la lengua incapaz de seguir hablando.
—No hables —exige.
Se acerca a la cama y se inclina
sobre mí. Siento el roce de su corbata contra mi vientre y se me escapa un
gemido, tengo el cuerpo tan sensible que cualquier roce me hace temblar. Su
boca posee la mía con la misma voracidad de antes y sus manos me separan los
muslos para encajarse entre ellos. Continúa vestido, siento su camisa en mi
pecho y sus pantalones en mis piernas, pero su sexo duro y caliente está tan
desnudo como el mío. Sin decir nada, me penetra.
Se desliza con suma facilidad, mi
sexo está húmedo y ansioso, está tan caliente que me quema por dentro. No se
detiene, no espera a que me acostumbre a su tamaño ni a la impresión que me
causa, simplemente me invade hasta hundirse en lo más hondo. Le muerdo la boca,
rabiosa por su poca consideración, por su invasión, por la dureza de su sexo,
por la maravillosa sensación de ser penetrada por su glorioso miembro. Pero él
me devora con mayor fruición, ganando el control de esta batalla. Lo siento
dentro de mí, transmitiéndome su poder, su control, su dominio, y me encanta.
Me gusta tanto que creo que me he vuelto loca, pero es así, no volveré a sentir
nada tan intenso como esto.
Y cuando empieza a moverse, con un
ritmo demencial, cada roce me conduce a la locura. Me agarra fuerte por las
caderas e impone su voluntad. Hace tiempo que me rendí a su despiadada pasión,
pero mientras nos besamos los rescoldos de mi anterior orgasmo resurgen y muevo
las caderas para alcanzar ese trozo de cielo que me ofrece. Nuestros cuerpos
parecen hechos el uno para el otro, se acomoda entre mis piernas de tal manera
que cada envite roza la parte más sensible de mi interior, golpeándola con
tanta precisión que camino por el borde de un precipicio. Deleitándome con la
experiencia que me ofrece, mis lamentos se vuelven tan agudos que pierdo la
vergüenza. Sin dejar de penetrarme, se va quitando la ropa, la chaqueta, la
camisa, la corbata, incluso los pantalones, y completamente desnudo, se funde a
mi cuerpo, piel caliente contra piel caliente, catapultándonos los dos a un
orgasmo brutal.
El peso de su cuerpo me aplasta
contra la cama, convulsionándose y besándome con fuerza. Siento su orgasmo
mezclándose con el mío, nuestras pieles calientes resbaladizas, su miembro
grueso latiendo con desbordante pasión. Sus manos se hunden en mis caderas, agarrándome
con tanta fuerza que me marca los dedos contra la piel. Mi cordura regresa
cuando los últimos coletazos del orgasmo se desvanecen y me estremezco de
agotamiento, gratamente complacida.
Inesperadamente, se alza sobre mí
arrodillándose entre mis piernas. Me agarra por las caderas, impidiendo que
nuestros cuerpos se separen, y jadeo ante la impresión que me produce tenerle
dentro, llenándome por completo. Me siento repleta, tan llena que siento que
voy a explotar. La habitación está a oscuras y sin embargo hay algo de luz que
entra por la ventana y puedo distinguir la silueta de su magnífico cuerpo
alzado sobre el mío. Sin decir ni una sola palabra, me acaricia los muslos, el
vientre y los pechos. El contacto me hace temblar y las caricias avivan las
llamas que habían comenzado a extinguirse. Con languidez, estimula mis pechos,
pellizcándome los pezones. Me remuevo bajo su cuerpo, frustrada por no poder
soltarme las manos enredadas detrás de la espalda y el movimiento provoca un
roce tan intenso que de mis labios empiezan a surgir entrecortados gemidos.
Sus caricias se endurecen y
empiezo a jadear. Me enardece contemplar su cuerpo tenso y duro, sus manos
duras torturando mis sensibles pechos, sus tensos músculos apretándose contra
mi carne blanda. Embiste contra mí, hundiéndose tan dentro que mi cuerpo se
convulsiona y, muy despacio, empieza de nuevo con su ritmo penetrante. Abandona
las caricias para aferrarse a mis piernas y alzado como un dios sobre mi cuerpo
me folla sin compasión.
Mis gritos suben de volumen. Todo
mi cuerpo está a punto de estallar, siento la piel tirante y sudorosa. Respiro
con dificultad, intento seguirle el ritmo pero me lo impide, anclándome a la
cama con una mano mientras me cubre la boca con la otra. Me encojo, me estiro y
me revuelvo intentando soltarme pero al final, en una de sus embestidas,
alcanza mi punto sensible y empiezo a temblar descontroladamente mientras él,
lujurioso e incansable, asedia mi cuerpo hasta exprimir la última gota de
energía y yo le regalo el orgasmo de mi vida, tan potente que estallo en mil
pedazos y le entrego mi alma.
• (Ve a 76)
40
Me acurruco junto a la puerta,
negándole la entrada pero sin llegar a decirlo en voz alta. No quiero que se
moleste, pero no me siento cómoda con él dentro de mi apartamento.
—La verdad es que no estoy visible
—comento, es lo que se suele decir cuando no quieres que alguien se cuele en tu
casa.
—Yo la veo perfecta.
Cierro los ojos e inspiro
profundamente, me lo pone muy difícil.
—No he querido decir exactamente
que no quiera salir con usted —digo intentando solucionar este embrollo—. Es
que, simplemente, preferiría tener una cita normal antes que visitar un club
nocturno del que no tengo ni la más remota idea —confieso, aunque supongo que ya
lo sabrá. Se mantiene al otro lado del umbral, paciente.
—Las citas normales son para gente
normal —dice él—. Usted y yo no somos como la gente corriente.
—Yo solo soy una simple
comerciante —pero algo pasa que no me creo mis propias palabras, su convicción
es absoluta.
—Ya que estamos confesando, le
diré que he venido hasta aquí con la intención de convencerla para que me
acompañe. Le prometo que puede confiar en que nuestra cita será todo lo normal
que usted quiera que sea, pues no resulta beneficioso para mis intereses que
usted desconfíe de mí. Tengo intención de conquistarla, lenta o rápidamente,
como prefiera, pero no voy a hacerlo mediante halagos ni con regalos. El
entorno de mi club nos ofrece un ambiente de intelecto y privacidad en el que podrá
probar todas y cada una de las cosas que en una cita normal jamás tendría la
oportunidad de explorar.
Un largo silencio precede a sus
palabras. Parece el alegato final de un abogado en un último intento por
convencer al jurado, me siento como en una película. Su vehemencia a la hora de
convencerme es tan contagiosa que estoy tentada de acceder.
—Pero, ¿por qué ha de ser esta
noche, señor Harrington? —digo, pues no tengo más argumentos con los que
discutirle.
—Porque he pasado dos días
deseando que llegara esta noche para volver a verla.
Su mirada oscura se me clava en lo
más hondo. Observo su rostro perfecto, su boca prieta y sensual, la curva de su
cuello y la presión que ejerce el nudo de la corbata contra su garganta.
Desprende tal fiereza en sus palabras que me contagia su ansiedad y una maraña
de deseo me recorre el estómago. No puedo seguir presionándole más tiempo, si
me niego a aceptar sus condiciones, me arrepentiré toda la vida.
—Me ha convencido, señor
Harrington —claudico finalmente—. Iré a su club.
• (Ve a 41)
41
Me acomodo en la suave tapicería
de su Lexus, los asientos están climatizados y es una maravilla, siento calor
por todo el cuerpo. Él se sienta a mi lado, mirando con mucha atención,
evaluando cada una de mis reacciones. El coche se pone en marcha y el silencio
en el que nos sumergimos los dos carga el ambiente con una atmósfera un tanto
opresiva. Me retuerzo las manos sobre el regazo, contemplando la noche a través
de la ventanilla tintada.
—Sabes que venir conmigo sigue
siendo elección tuya, ¿verdad? —dice el señor Harrington mirándome con gravedad
desde su lado del coche—. Puedes decirme que no. No aceptes mi petición solo
para no hacerme enfadar o porque te sientas mal rechazándome, porque a medida que
avance la noche será más difícil echarse para atrás.
Me pone nerviosa que me recuerde
algo así, cuando me ha presionado hasta que he accedido a sus demandas.
—Lo sé —murmuro con un
estremecimiento, tengo un poco de frío a pesar de estar en un coche con la
calefacción a tope.
No me importa ir con él pero estoy
terriblemente asustada. Mis inseguridades florecen con cada metro que recorre
el coche para llevarnos a la mansión.
—¿Por qué tanto misterio sobre las
actividades del club? —pregunto suavemente.
—Porque se trata de actividades de
carácter muy privado.
—¿Es algo sexual?
¡Pues claro que sí! ¿Cómo no iba a
tratarse de algo sexual si lleva comiéndome con los ojos desde que nos
conocemos? Ha estado planeando esto mucho tiempo, ¡incluso me ha regalado
lencería! ¿De qué sirve regalar lencería si no es para verla puesta y en
acción?
—Siempre fue algo sexual, Olivia.
Me cubre las manos con la suya,
haciendo que deje de retorcérmelas de pura ansiedad. El gesto me abrasa por
fuera y por dentro, intento reprimir el hormigueo que me baja por el vientre,
no puedo humedecerme tan pronto o estropearé el caro tanga que llevo puesto. Le
miro atormentada por el descubrimiento que acabo de hacer y como respuesta
aproxima su rostro al mío para quemarme con sus labios. Me hundo en el asiento
pillada por sorpresa, apretando los labios para no rendirme a la ardiente
sensación que me provoca su poderosa cercanía. Muerde con delicadeza mi labio
superior y luego desliza la lengua por la zona. Realiza el mismo juego con mi
labio inferior y se me escapa un suspiro, por donde de pronto se cuela su
lengua para llegar hasta el centro de mi boca. Abro los ojos, asombrada por la
potencia de su beso. Apoyo las manos sobre su pecho y correspondo a sus
caricias, deleitándome con la textura de su lengua, que envía descargas a mis
pechos.
Pero entonces noto que no son
descargas lo que estoy sufriendo, sino el calor de su mano acunando uno de mis
pechos. Quiero protestar, pero su boca me avasalla y me silencia y al momento
siguiente sus dedos se meten bajo el encaje de seda para tocar la erecta punta
de mi sensible pezón. Me hundo más en el asiento y él se recoloca para ganar
una posición dominante sobre mi cuerpo, comenzando una caricia enloquecedora
sobre la punta de mi pecho.
Empiezo a gemir y se aparta para
dejarme respirar, no he podido detenerle, pero tampoco quiero hacerlo.
—Blanco —me dice. Lo miro
confundida—. Seda blanca. Es como mejor estás, cubierta de seda blanca.
Se refiere a mi ropa interior, la
que me he puesto para él. Contengo la respiración, no está haciéndome nada
salvo pellizcarme un pezón y siento que me humedezco, que voy a manchar el
vestido y el tanga.
—Levántate la falda, por favor
—pide con dulzura de nuevo sobre mis labios. Tiro del vestido hasta
enroscármelo en la cintura. Cuando me libera el pezón puedo volver a respirar,
pero me quedo sin aire cuando engancha la cinturilla del tanga y tironea para
quitármela.
—¡No! —protesto con un débil
gemido, pero es tan hábil que no necesito moverme para que mis bragas bajen
hasta los muslos.
—Siéntate bien —demanda. Cuando mi
sexo desnudo toca la superficie caliente del asiento del coche, me quiero
morir. Es tan caliente y tan suave que me derrito de gusto—. Mira esto.
Pone una mano sobre mi muslo y observo
fascinada el color de mi piel cubierta con la seda blanca y su mano de piel
bronceada contrastando sobre mis muslos. Me veo medio desnuda encima del
asiento de piel, noto como mi humedad lo mancha y él parece encantado con mis
reacciones.
Nos quedamos así, yo medio desnuda
y él a mi lado, acariciándome la piel del muslo con su mano grande y caliente.
Me besa de vez en cuando, nuestro viaje sigue y yo estoy a punto de tener un
orgasmo por el calor que me baña la entrepierna y la silenciosa vibración del
coche. Cuando se me escapa un quedo gemido, lo miro avergonzada y él sonríe con
satisfacción. Me da un beso en la sien y me recompone la ropa.
—Hemos llegado.
• Tengo que confiar en él (Ve a
31)
42
Pero no puedo moverme. Tengo tan
poca fuerza en las rodillas que si camino acabaré en el suelo y no quiero que,
cuando regrese, me encuentre convertida en un charco a los pies del sofá. Clavo
las uñas en la tapicería y aprieto los labios para contener la ansiedad
mientras intento pensar.
Regresa demasiado pronto. No le
oigo, pero sé que ha entrado en el salón porque la atmósfera se carga con su
presencia, como si se acercara una tormenta. Mi sangre empieza a hervir de
nuevo, sé que se está acercando aunque no escuche sus pasos, cada segundo que
pasa mi corazón se salta un latido. Contengo la respiración y mis dedos se
hunden aún más en el respaldo del sofá.
Suavemente, su mano se posa en la
curva de mi trasero. Doy un respingo y se me escapa un gemido, cierro los ojos
y la boca, respirando únicamente por la nariz para no sentirme traicionada por
mis reacciones. No es lógico estar temblando de excitación por alguien a quien
apenas conoces y que apenas te está tocando. Pero así es, su contacto me
enardece, ejerciendo sobre mi ser un extraño control al que no me puedo
resistir.
—Voy a quitarte la bata —advierte.
Me rodea la cintura con los
brazos, fundiendo su pecho a mi espalda. Soy terriblemente consciente del
ardiente deseo que siente en este momento por mí, su cuerpo está tenso y siento
la dureza de su sexo insinuarse contra mis nalgas. Trago saliva, puedo notar
una furiosa electricidad crepitando entre nuestros cuerpos. Levanta las manos
por delante de mí para separar la bata y deslizarla por mis hombros. En ningún
momento me toca, salvo por el leve roce de sus dedos en mis brazos mientras
retira la prenda de mi cuerpo. No me resisto, no puedo, me gusta lo que
hace.
—Levanta los brazos.
Obedezco, no me he dado cuenta de
que ha empezado a tutearme y eso me emociona. Mi cuerpo desnudo se estira
cuando levanto los brazos por encima de la cabeza. Él se mantiene quieto a mi
espalda durante lo que me parece una eternidad, puedo escuchar su respiración
controlada, como inspira y exhala con un ritmo constante. Mi piel se eriza,
vulnerable y expuesta, no solo a su mirada sino a sus caprichos. Podría hacer
cualquier cosa conmigo ahora mismo, podría tocarme, podría acariciarme, podría
incluso empujarme contra el sofá y poseerme allí mismo.
—Tienes una cintura y unas caderas
perfectas —comenta con voz rasposa. Oírle me enardece. Creo que me estoy
volviendo loca.
Sus manos regresan a la parte
delantera de mi cuerpo, acompañadas por una de las prendas de Luxanna. Con
cuidadosa precisión, me coloca el corsé bajo los pechos sin llegar a rozarme con
las manos. La tela dura y fría entra en contacto con mi piel caliente.
—Sujétala —me pide mientras
empieza a encordar la espalda con las cintas de seda.
Bajo los brazos y sujeto la prenda
contra mi estómago. En el silencio de la habitación solo se escucha el sonido
de las cintas deslizarse entre sus dedos y, poco a poco, voy notando como el
corsé me aprieta cada vez más. Da un tirón tan fuerte que me muevo del sitio y
choco contra su cuerpo, y siento el roce de su nariz contra mi oreja y su
aliento me acaricia el cuello.
—¿Te aprieta? —pregunta.
—Sí —murmuro.
Vuelve a tirar de las cintas,
apretándomelo más. La sacudida me hace jadear, agitando el deseo que bulle en
mi interior.
—¿Y ahora?
—Me ahoga.
Suelta las cintas y se aleja un
paso de mí. Casi no puedo respirar, el corsé se ciñe con fuerza a mi torso,
negándome el espacio para coger aire. Intento encontrar un punto en el que
pueda expandir el pecho para respirar, pero para eso tengo que relajarme y
templar mis nervios. Cuando lo consigo, soy consciente de que sigo desnuda y
que la prenda no cubre nada salvo mi torso, mi estómago y mis caderas. Los
bordes de encaje del pecho rozan mis pezones, que se han erizado por el chorro
de adrenalina que ha brotado sin control.
Me giro hacia el hombre que me ha
hecho esto. Me mira serio, controlado, con la mandíbula y los puños apretados.
No me mira los pechos, no mira mi cuerpo, su atención está puesta en mi rostro
sonrojado. La piel de mi cuerpo está igual de caliente y ruborizada, a tono con
el color del corsé.
—Eres magnífica —dice con la voz
ronca. Tiemblo ante su tono, que me acaricia por todo el cuerpo. La emoción que
me invade me agita tanto que vuelvo a ahogarme por culpa del corsé.
Se acerca lentamente, amenazador,
como una pantera acechando a su presa. El tiempo se detiene para mí, soy más
consciente del entorno que me rodea, de la luz cálida de la lámpara que tengo
al lado del sofá, del color negro de su traje, de las arrugas que se forman
sobre la tela con su movimiento, del frío suelo que tengo bajo los pies. Cuando
llega a mi altura me rodea con los brazos y yo me dejo abrazar, conmocionada
por ese inesperado gesto.
Reposo la cabeza contra su hombro
y él me estrecha contra su cuerpo, acariciándome la espalda con una ternura tan
intensa que despierta en mí nuevas sensaciones. Me siento hecha para estar así,
acomodada entre sus brazos. Él está vestido y no me importa estar desnuda. La
suavidad de la tela de su traje me produce corrientes de placer, el aroma que
desprenden su piel y su traje me debilita, el calor es tan placentero que una
presión crece en mi pecho.
—¿Lo sientes, verdad? —susurra con
suavidad—. La electricidad que nos envuelve, la química, tan potente que puedes
tocarla.
—Sí —respondo con un quedo gemido
aferrándome a sus hombros, asustada.
—Quiero ofrecerte más de esto
—dice estrechándome más fuerte. La energía se sobrecarga, me afecta muy
profundamente—. Ven conmigo. Déjame darte más. Necesito darte más.
• Esto que siento es muy fuerte,
necesito más (Ve a 50)
43
El encanto del señor Clark hace
que me sienta un poco culpable por haber quedado con otro hombre. No quiero ser
descortés, pero no conozco a nadie en este club y si me interno demasiado entre
sus diferentes invitados puede que acabe metida en algún lío. Después de todo,
soy nueva aquí y ni siquiera soy socia, solo estoy como invitada.
—Agradezco su oferta, señor Clark,
pero es que… ya he quedado con alguien.
—Con alguien muy impuntual, si me
permite decirlo –dice con una deslumbrante sonrisa—. No quiero importunarla
más, si su acompañante no aparece, yo estaré un rato en esta sala, justo allí
—señala una mesa en la que falta un jugador y tres hombres charlan entre ellos.
Hay una mujer sentada en el regazo de uno de ellos, colgada de su cuello y su
pareja le acaricia la espalda desnuda. Le ha bajado la cremallera del traje y
nadie parece incómodo por eso. Me remuevo inquieta—. ¿Puedo saber quién es su
acompañante? —pregunta de repente Clark.
Me sonrojo un poco.
—Me ha invitado el señor
Harrington.
Su expresión cambia, parece
sorprendido y encantado de conocerme. Se ríe con una carcajada que retumba
contra el mármol de la sala.
—Ah, debí darme cuenta de que
usted era la invitada de James. Disculpe mis modales, pero siento debilidad por
los rostros bonitos con los labios pintados de rojo —me mira fijamente, con un
brillo en los ojos que me hace estremecer—. Siento una furiosa envidia
subiéndome por el estómago, ¿dónde ha estado escondida todo este tiempo,
señorita Olivia, y por qué no nos ha visitado antes?
Me arde la cara con tanta fuerza
que me toco una mejilla para aliviar el escozor.
—Bueno…, conocí al señor Júpiter
la semana pasada y, bueno… —balbuceo como una adolescente, pero veo que esboza
una sonrisa de lobo y tengo que callarme, porque es tan irresistiblemente
sexual que me avergüenzo de mis reacciones.
—¿Lo llama señor Júpiter?
—pregunta. Su tono de voz se ha vuelto tan áspero que me cosquillea la punta de
los dedos. Me golpeo mentalmente, ¿por qué he dicho señor Júpiter en voz alta?
—No, no, en realidad solo lo llamo
señor Harrington —trato de corregir rápidamente, pero sé que es tarde. Sin
embargo, no se burla de mí, los ojos del señor Clark brillan de una forma tan
intensa que desprende una sensualidad tan poderosa que la siento a mi alrededor
físicamente. Y, como es tan grande, la sensación es mucho mayor.
Da un paso hacia mí y se inclina
hasta una distancia nada caballerosa para hablarme al oído.
—Llámelo Júpiter en la intimidad,
señorita Olivia. Caerá rendido a sus pies, se lo garantizo.
Cuando se aparta, me mira
atentamente y yo estoy sonrojada como si tuviera quince años. Clark se gira,
por lo visto hay alguien más en el vestíbulo y nos ha visto. Me acaloro más
todavía y, cuando descubro que se trata del señor Harrington, el corazón me
late con tal violencia que siento un repentino mareo. Va vestido con un
perfecto traje negro, chaleco y corbata. Su cabello oscuro está peinado hacia
atrás y sus ojos, de un gris acerado, me observan con arrobada fascinación.
—Me alegra que haya venido,
señorita Olivia –—dice con calma—. Buenas noches, Clark. Gracias por atenderla
en mi ausencia.
—Un placer conocerla, señorita.
Espero que volvamos a vernos pronto —el señor Clark se despide de mí y del
señor Harrington y se adentra en la sala de juego.
Yo me quedo donde estoy, sonrojada
y con las rodillas temblorosas. El señor Harrington es un hombre intenso, pero
no imaginé que todos en este club tuvieran la misma cualidad. Clark promete un
tipo de intensidad quizá más física que la del señor Harrington, mientras que
este exuda un poder y un magnetismo más trascendentales.
¿Pero qué estoy diciendo? Estoy
alucinando, necesito una copa. Sacudo la cabeza para salir de mi estado de
estupor.
• (Ve a 44)
44
Miro al señor Harrington. Él se
aproxima y, con toda confianza, apoya las manos en mis brazos desnudos.
—Está usted preciosa, señorita
Olivia. Magnífica —me mira a la cara, recreándose en el color de mis labios.
Contiene la respiración, siento que está tenso, veo como le palpita un músculo
del cuello. El nudo de la corbata le aprieta tanto que siento deseos de
aflojársela—. Que haya decidido venir es muy gratificante para mí.
—¿Es beneficioso para sus
intereses? —le digo sonrojada. Sonríe de medio lado, calentándome por dentro.
—Mucho.
El señor Harrington me ofrece su
brazo y yo lo acepto encantada. Un calorcillo me sube por el estómago, estar
cerca de él es embriagador y emocionante. Me conduce al centro del vestíbulo y
comienza a subir las escaleras.
—Me gustaría enseñarle nuestra
casa antes de hacer las presentaciones. En este lugar nos conocemos todos, una
cara nueva siempre llama la atención y a veces puede resultar incómodo. Dentro
de media hora se sirve una cena en el salón, ¿tiene hambre?
—Un poco —respondo con timidez. A
medida que vamos subiendo los escalones, de mármol blanco pulido, puedo ver
atisbos del primer piso: cortinas y tapices rojos, lámparas doradas, columnas
blancas. Todo tiene un aire imponente e intimidante.
—En ese caso nos daremos prisa con
la visita.
Llegamos al primer piso y
enmudezco ante las fastuosas salas y pasillos por los que me conduce. Los
pulidos suelos tienen motivos dibujados en la superficie según la sala en la
que nos encontramos. Me conduce primero a una sala llena en la que se guarda
una colección de esculturas de mármol brillante. Recuerdo entonces que en
Wikipedia el perfil del señor Harrington decía que era un coleccionista de
antigüedades, pero esto parece la sala de un museo.
Están en muy buen estado, la
superficie pulida y perfecta brilla con la luz de las lámparas. Hay hombres
fornidos desnudos y semidesnudos, mujeres de pechos redondos y vestidos
plisados, guerreros con lanzas y escudos y doncellas cubiertas con velos.
Continuamos con la visita y me enseña una biblioteca, una sala de reuniones,
dos salas con las paredes repletas de pinturas y cuadros y pasamos por delante
de algunas puertas por las que no entramos.
—Eso son los despachos de los
socios —comenta para saciar mi curiosidad—. Ah, y esa puerta de ahí es el baño.
No puedo hacerme a la idea de las
dimensiones de esta mansión. Por fuera no parecía tan grande, por dentro es tan
inmensa que asusta.
—¿Hay que ser rico para ser socio?
—pregunto un tanto preocupada. Dudo mucho que pueda pagar ni siquiera la cuota
de entrada con mi trabajo de un año.
—El único modo de entrar en Domus
es mediante una invitación —contesta con una risa—. No, el dinero que poseas no
es uno de los requisitos para ser socio, basta con tener afinidad y mente
abierta para lo que hacemos aquí. Lo que ocurre entre estas paredes debe
quedarse entre estas paredes, por eso no dejamos entrar a cualquiera ni
invitamos a la ligera. Ya habrá tiempo para esas cosas, señorita Olivia —dice
para tranquilizarme, me ha intimidado lo que acaba de decir—. Ahora lo único
que tiene que hacer es disfrutar de la velada conmigo.
—¿Y qué hay tras esa puerta?
—pregunto señalando otra puerta, doble, estrecha y tan alta que llega hasta el
techo, está barnizada y decorada con un tallado exquisito.
—Mi despacho —dice como si nada.
Lo miro. Me mira—. ¿Quiere entrar?
Me sonrojo un poco, su pregunta
está cargada de intenciones. Quizá solo sean imaginaciones mías, pero estoy
segura de que está buscando cualquier momento para acabar a solas conmigo en
una habitación cerrada. El despacho de su club es el lugar más privado que debe
existir en su vida. Más incluso que el de su casa o de su trabajo, porque aquí,
como bien me dijo, puede expresar en voz alta sus anhelos y pensamientos más
ocultos. Este es, por tanto, su refugio.
• Sí, me gustaría entrar (Ve a 30)
• Prefiero bajar a cenar (Ve a 45)
45
Antes de enfrentar lo que él
quiere ofrecerme necesito algo de vino para coger fuerzas.
—La verdad es que antes me
gustaría cenar, señor Harrington —digo tocándome el estómago, que de pronto
empieza a rugir.
—Por supuesto, señorita Olivia.
Regresamos al piso de abajo y me
conduce hasta un salón donde la gente está sentada comiendo como en un
restaurante. El lugar está envuelto en una atmósfera cálida y acogedora, la luz
es clara y suave y un aroma a buena comida inunda la sala. La decoración, muy
similar al resto de la casa, es sobria pero muy lujosa.
Ocupamos una discreta mesita en un
rincón muy íntimo, al lado de una ventana que ofrece vistas al jardín trasero
de la mansión, iluminado con farolillos y la luz de la luna. Con gesto
caballeroso me acomoda en la silla y él se sienta frente a mí. Un camarero nos
sirve una botella de vino blanco, el mismo que bebimos en Luxanna, y enseguida
empiezan a llegar los entrantes y los primeros platos.
—¿No va a saciar la curiosidad de
sus socios? —sugiero; siento varias miradas sobre nosotros, pero son tan
discretos que enseguida dejan de mirarnos.
—Lo cierto es que todavía no. Esta
noche la quiero en exclusividad para mí.
La palabra exclusividad esconde
unas connotaciones muy provocativas. No sé qué hacen exactamente en este sitio,
hasta el momento todo lo que he visto entra dentro de lo normal.
—Eso es muy egoísta por su parte.
—Sí, soy un egoísta —comenta
mirándome fijamente. Sus ojos se oscurecen y su mirada se posa en mis labios,
rojos por el carmín. Estoy tentada de humedecerlos, pero se borraría la
pintura, así que me muerdo la parte interna del labio—. Desde que ha llegado no
he dejado de pensar en lo mucho que disfruto con su compañía. Me sentiría muy
celoso si otro hombre quisiera robarme el tiempo del que dispongo con
usted.
—Tiene toda la noche para hablar
conmigo —digo conteniendo la respiración; cuando habla, sus palabras están
revestidas de gravedad, de contundencia.
—Sí, tengo toda la noche —se
inclina sobre la mesa para mirarme con más atención—. Cuando uno de los socios
desea compartir a alguien con nosotros, la invitación debe ser aprobada por el
consejo y tiene una duración de una noche. Si después de eso la persona
invitada no desea volver, es libre de marcharse, pero está obligada a no
revelar información del interior y a no relacionarse jamás con ninguno de los
socios fuera del club. Es por eso que tengo solo unas pocas horas para
convencerla de los motivos por los cuales debe quedarse, porque de lo contrario
no volveré a verla después de esta noche.
Me doy cuenta de que he dejado de
respirar y exhalo un quedo suspiro. Se me ha erizado la piel con su discurso,
como siempre que habla tiene el poder de cautivarme y conseguir que me
estremezca. Sus palabras son serias y graves, mi presencia en su club tiene las
horas contadas y cuando lo pienso fríamente me parece algo realmente injusto
que se me prohíba volver a verle fuera de aquí. ¿Acaso no tiene vida fuera de
su club? ¿O su vida se circunscribe a lo que sucede entre estas paredes? ¿Qué
hacen aquí que no pueda ser revelado al exterior?
—¿Esas son las normas? —pregunto
un poco asombrada por las duras condiciones. Es triste no tener más opciones
que quedarse o no volver jamás—. ¿Y si me marchara esta noche porque no me
gusta este lugar, podría usted volver a verme si dejase de pertenecer al club,
por ejemplo?
—Sí, podríamos vernos. Pero no
puedo dejar de pertenecer a Domus —afirma serio.
—¿Por qué no?
—Porque soy el dueño del
club.
Le miro con la boca abierta
mientras un pitido resuena en mi cabeza. ¿El dueño del club? ¡Madre mía! ¿Estoy
hablando con el dueño de un hotel de lujo y de un club privado de alto nivel?
Una terrible inseguridad me carcome las entrañas.
—¿Por qué no me dijo todo esto
cuando me invitó a venir?
—Porque me habría dicho que no
—afirma. Tiene razón, probablemente le habría dicho que no—. Créame, señorita
Olivia. Si decide quedarse con nosotros será porque no encontrará otro lugar en
el que pueda sentirse mejor tratada que aquí. Del mismo modo, si al final de la
noche decide marcharse, será porque no desea regresar ni volver a oír hablar de
este lugar.
—¿Cómo está tan seguro de eso?
—pregunto, empeñada en llevarle la contraria.
—Porque este lugar me pertenece y
son mis normas y la experiencia me ha demostrado que la naturaleza de nuestras
actividades solo tiene dos salidas: o todo o nada.
Su fachada de hombre duro y
controlado parece haberse resquebrajado por una fina grieta. Sus palabras son
graves y durante un instante descubro dolor en ellas y siento compasión por él.
No desea las cosas a medias, lo quiere todo o prefiere no tener nada. Le miro a
los ojos, su expresión ahora es frágil. Si me niego a seguir adelante, puede
que le duela mi rechazo, pero solo durante un tiempo. Si voy con él, la apuesta
es aún más arriesgada: o perdemos todo o ganamos todo. Observo como mi silencio
lo atormenta.
—Convénzame, señor Harrington —le
contesto por fin. No he venido hasta aquí para nada. Me he vestido como él ha
querido, he aceptado todas sus condiciones y ahora quiero saber lo que es tan
misterioso como para obligarme a salir corriendo—. Pero hágalo rápido, solo
dispone de unas pocas horas.
• Unas pocas horas para hacerme
volar (Ve a 46)
46
Sigo al señor Harrington por el
vestíbulo hasta unas grandes escaleras que conducen al piso superior. En lugar
de dirigirnos a los salones, me lleva hacia el interior de la mansión, recorriendo
largos pasillos, dejando atrás un sinfín de habitaciones. Estoy tan perdida que
si quisiera salir de aquí jamás encontraría la salida.
Llegamos a unas inmensas puertas
dobles y, antes de entrar, freno en seco. Se gira para mirarme.
—¿Vas a decirme que no ahora?
No es una protesta, es una
pregunta directa. Niego en silencio y tira de mí para hacerme entrar la
primera. Al atravesar las puertas me invade el vértigo y se me acelera el
corazón.
Al otro lado hay una inmensa sala
muy distinta a las que he visto fuera. El suelo es un gran mosaico de
enrevesadas cenefas y hay columnas por todo el centro en paralelo a las
paredes. En el centro de la habitación, protegida por las columnas como si de
los barrotes de una jaula se tratase, hay una escultura de mármol de un hombre
desnudo sujetando entre sus brazos el cuerpo de una mujer desnuda.
Las paredes están cubiertas de
frescos, cortinas, tapices y arcos que dan acceso a otras estancias. No veo el
interior desde aquí, muchas están cubiertas por gruesas cortinas y de la
habitación que hay justo al otro lado sale vapor del interior, lo que me hace
pensar que a lo mejor es una sauna. Huele a limón, a madera, a lluvia, es
agradable y fresco, aunque un poco frío y oscuro. El carácter íntimo y privado
de este lugar me envuelve como una niebla. El señor Harrington pone una mano en
la base de mi espalda y me empuja. Avanzamos por entre las columnas hacia unas
puertas en la pared derecha.
—¿A dónde vamos? —pregunto antes
de caer en una trampa de la que no pueda escapar después—. Necesito que me diga
algo más, señor Harrington, su silencio es muy molesto.
Me mira con determinación.
—Quiero poseerla, Olivia —dice sin
más. Sus palabras me golpean en el estómago con más potencia incluso que sus
besos o sus ardientes caricias—. Quiero verla vestida con ese conjunto que se
ha puesto para mí, ese que usted eligió para mí y que yo le he regalado para
que se lo ponga para mí. Después, simplemente, quiero quitarle cada una de las
piezas y dejarla desnuda —comenta encogiéndose de hombros—. Pero no voy a
hacerlo en su casa, en la mía o en una fría habitación de hotel. Como ya he
dicho, quiero hacerlo aquí para complacerla como merece. Puedo mostrarle el
resto de la mansión, presentarle a algunos de los socios, tener una velada
tranquila charlando en los salones, pero más tarde o más temprano acabaremos en
estas habitaciones y usted desnuda para que yo la contemple a placer. Y,
sinceramente, no quiero charlar ni quiero que otros hombres posen los ojos
sobre usted. Ahora lo que quiero es tenerla, poseerla, he probado sus labios y
tocado su piel caliente y estoy ansioso por volver a hacerlo. Por último, es
usted libre de marcharse cuando quiera, solo tiene que decirlo y hacerlo. Estas
son mis condiciones. ¿Cuáles son las suyas?
¿Hay algo que yo pueda decir ante
semejante confesión? Me arden las mejillas y siento el cuerpo inflamado por el
deseo, nadie había declarado nunca un deseo tan potente por mí. No soy chica de
una sola noche y sin embargo me atrae lo que me ofrece, porque promete ser
inolvidable.
—Si digo que no, ¿promete dejarme
marchar?
—Le doy mi palabra.
Me muerdo los labios y doy un paso
adelante.
• Tiene mucho que ofrecer (Ve a
51)
47
Llevo toda la noche queriendo
comprobar como de apetitosos son sus labios, siempre prietos, siempre serios.
Rodeo su cara perfecta con las manos y lo atraigo hacia mí.
—Bésame —pero no se lo estoy
suplicando, se lo estoy exigiendo.
Oigo que contiene el aliento y se
resiste a hacer lo que le he pedido, a pesar de que puedo sentir el calor que
desprenden sus labios de lo cerca que estoy. Un cosquilleo me baja por el
vientre hasta la entrepierna, la pulsión que siento entre los muslos se vuelve
insoportablemente dolorosa.
—¿Nunca te has entregado a esas
pasiones en tu despacho? —pregunto, mi voz suena firme a pesar de la ardorosa
situación en la que me encuentro.
—Nunca —responde. Sus palabras
rezuman tensión, contención. Su cálido aliento me acaricia la boca, no sé
cuánto tiempo más voy a aguantar sin morderle los labios.
—Haz que sea la primera vez.
Conmigo.
—Olivia…
—Para ti, soy la señorita Olivia
—lo reprendo—. Tú me has traído hasta aquí, asume las consecuencias. Bésame o
me marcharé y no volverás a verme jamás…
Pero no me deja terminar la frase,
me aplasta contra la estantería y me besa con una ansiedad irrefrenable. Me
aprieto a su cuerpo tenso, sintiendo entre mis piernas su dura erección, tan
sublime que durante un momento estoy a punto de rendirme a mis propias
pasiones. Sus gruñidos reverberan en mi boca y descienden hasta mi estómago,
consiguiendo que mi sexo palpite de necesidad. Cuando creo que ya no puedo
soportarlo más, le tiro del pelo varias veces hasta que consigo separarme de su
boca, sintiendo de inmediato nostalgia por la sensación que dejaba su lengua
rugosa entre mis dientes.
Me mira confundido y excitado,
pero yo no estoy confusa, estoy decidida.
—Déjame quererte en este lugar,
para que cada hora del día que pases aquí, recuerdes lo que hicimos.
Le acaricio los labios, limpiándole
el carmín que le he dejado, y froto mi mejilla contra la palma de su mano. Está
tan caliente que me quema, mis pezones se ponen tan duros que el roce contra la
tela que los cubre es muy molesto. Me recreo en la aspereza de su piel
endurecida, de sus dedos grandes y firmes. Le beso la palma con reverencia y
doy un pequeño mordisco a la piel y siento su mirada ardiente no perder detalle
de lo que hago. Cojo su mano entre las mías y paso la lengua por las líneas
siguiendo el camino de su dedo pulgar, que introduzco entre mis labios con
deleite.
Tiembla, se estremece y se pega a
mi cuerpo; su pene parece haber crecido más que antes, está tan duro que me
enardece y, cuando se frota a mi muslo, creo que me voy a morir. Saco su dedo
de entre mis labios hinchados y enrojecidos, obligándole a mirar, permitiéndole
que se recree en lo que estoy haciéndole a su dedo más grueso.
—No vas a tocarme hasta que yo
diga que me toques —susurro con un aterciopelado ronroneo—. ¿Me has entendido?
Asiente y vuelvo a meterme su dedo
en la boca, chupándolo, succionándolo, y oigo como suspira. Desabrocho el
gemelo de la camisa y lo dejo sobre una de las repisas de la estantería; hago
lo mismo con su magnífico reloj y lamo la piel de su muñeca, regalándole unos
cuantos mordiscos.
—Sabes tan bien —gimo—. Hueles tan
bien.
Lo observo con ojos entrecerrados,
tiene la mandíbula rígida y su ceño es una línea, la piel de su frente ha
comenzado a brillar, la corbata le aprieta en el cuello. Deshago el nudo y
empiezo a desabrocharle todos los botones, empezando por el superior de la
camisa y bajando hasta deshacer el de la chaqueta, los del chaleco y los
últimos de la camisa. Separo la tela para contemplar los magníficos músculos de
su torso y escucho cómo jadea cuando empiezo a acariciarle el cuerpo de arriba
abajo, deslizando los dedos por su apretada musculatura. Me agarra de los
brazos y como respuesta le clavo las uñas en el pecho, enviando un latigazo de
dolor a su cuerpo y un tirón de placer al mío. Está tan tenso que parece a punto
de explotar, pero no puedo dejar de mirar y tocar su cuerpo, tan perfecto como
el de un dios, como el de esas esculturas que hay en el pasillo. Es un animal
peligroso y hermoso y ahora mismo está bajo mi control. Sé que mi dominio pende
de un hilo y que si le exijo mucho acabará perdiendo la cabeza, pero tengo que
mantenerme firme porque adoro tenerle así, sufriendo y temblando por mí.
Le aparto las manos y lo miro con
severidad, como si fuera a castigarle. Él obedece y levanta las manos en señal
de paz, su erección se marca con más evidencia y los músculos de su estómago se
estremecen. Me inclino sobre su pecho y le beso los arañazos. Se convulsiona y
tiembla, apretando los puños en alto para resistir el placer que le entrego.
Deposito un reguero de besos por su fornido pecho, tan duro y caliente que
muero por comprobar si su pene estará igual. Embriagada de deseo, le desabrocho
el cinturón y el botón de los pantalones, le oigo gemir dolorosamente cuando
deslizo la cremallera.
Me separo, recostándome contra la
estantería para poder seguir en pie y contemplarle. Sigue vestido y aun así
exuda tensión, placer y sexo, es un hombre tan magnífico que no parece un
simple mortal, sino un dios hecho de carne y sangre caliente.
—Quítate la ropa —espeto con brusquedad;
me falla la voz, tengo el cuerpo igual de tenso que él—. Quiero verte desnudo y
de rodillas delante de mí.
Para mi sorpresa y regocijo, me
obedece. ¡Me obedece! Nunca pensé que alguien como él pudiera acatar las
órdenes de alguien como yo y eso me excita tanto que siento la humedad
resbalarme por los muslos. Quiero sentir sus manos sobre mi cuerpo, su boca, su
piel ardiente, su pene… Se quita la parte de arriba del traje y lo lanza a un
lado hecho un gurruño. Después se quita los zapatos y finalmente, de una sola
vez, el pantalón y los boxers.
—Oh…
Se me abren los ojos ante la
visión de su cuerpo completamente desnudo. La piel tensa y bronceada se marca
con músculos que solo había visto en catálogos de ropa interior. Pero este
hombre no está retocado con Photoshop, es tan real que asusta y su miembro se
alza belicoso entre sus firmes muslos. Se acerca hasta quedar a un palmo de
distancia y se arrodilla a mis pies.
El anhelo que me recorre es tan
ardiente que no puedo hablar. Tengo su cuerpo a mi disposición y lo único que
deseo es sentir alivio, me duelen las entrañas y mi sexo palpita bajo la
carísima ropa interior, empapándola. Me saco el vestido por la cabeza,
mostrándole el conjunto blanco que me he puesto expresamente para él. Sus ojos se
abren con una expresión de asombro y admiración, de deleite. Le gusto y eso es
una grata recompensa por este enorme esfuerzo que estoy haciendo.
Lo tengo bajo mi control y a mi
merced, hay tantas posibilidades que por primera vez no sé qué hacer.
• Necesito sentirle entre mis
piernas (Ve a 48)
• Quiero ver cómo se da placer (Ve
a 53)
• Ese diván de ahí parece muy
cómodo para mis intereses (Ve a 54)
48
Acuno su cabeza entre mis manos y
lo estrecho a mi vientre. De inmediato se aferra a mis piernas y hunde la nariz
en mi ombligo, transmitiéndome su ansiedad y gimiendo contra mi piel. Dirijo
sus manos hacia mis caderas para que agarre el tanga y, sin que yo tenga que
decirle nada, lo desliza hacia abajo por mis muslos, descubriendo mi pubis. La
humedad se enfría con el ambiente y me estremezco ansiosa, pero la prenda se
queda a mitad de camino, enredada en las cintas del liguero. Me sonrojo por no
haber pensado en este detalle, pero a él no parece importarle porque me besa el
monte de Venus con reverencia.
Se me atasca el aire en los
pulmones. Le tiro del pelo para separarlo, no quiero que haga eso, le quiero
hundido entre mis muslos y la maldita lencería me lo está impidiendo. Con
presteza empieza a soltar las pinzas que se sujetan a las medias y luego me
baja el tanga hasta los tobillos. Le tironeo del pelo otra vez, obligándole a
levantar la cabeza, y no se resiste.
Apoyo el tacón de mis zapatos
sobre su muslo y mis piernas se separan ligeramente. Me agarra fuerte del tobillo,
marcándose sus bíceps contra la piel, y clava una mirada ardiente en el sexo
que tiene delante de las narices. La expectación me mata, pero en cuanto ponga
su boca ahí, perderé la capacidad de pensar.
—Bésame.
Me atrae hacia él por las caderas
y hunde la nariz entre mis trémulas carnes. Se me escapa un gemido y al
instante me saltan las lágrimas, he esperado tanto tiempo para aliviarme que
ahora duele. Su lengua dura y rugosa se abre paso como si estuviera besando mi
boca y no tarda en encontrarse con mi inflamado clítoris, que atrapa entre los
labios para empezar a succionar. Lo agarro fuerte del pelo y clavo el tacón en
su muslo cuando un torrente de placer estalla por todo mi cuerpo. Tiene tanta
fuerza en el cuello que no puedo moverle de entre mis muslos y me agarra con
firmeza por el tobillo para que no le hunda el tacón en la carne, provocándome
una fiebre delirante ante la fiereza de sus gestos.
—Ay, Dios… —gimo con placer.
—Es deliciosa, señorita Olivia —le
oigo gruñir.
Su lengua recorre mi sexo de un
lado a otro, bebiendo el néctar que fluye sin control, acariciándome con suaves
toques que me hacen temblar. Mis gemidos se transforman en jadeos
incontrolables y me tengo que sujetar a sus hombros para no caer, mareada por
las incontrolables sensaciones que amenazan con desbordarse. Me sujeta por los
muslos y se aferra a mi sexo con su boca perfecta, le clavo las uñas en los
hombros y la potencia de sus besos se transforma en puro éxtasis. Siento sus
dientes, su lengua y sus labios entregarme un placer sin igual y el gozo que
siento surge desde lo más hondo de mi pecho.
El orgasmo llega sin previo aviso,
demasiado pronto para que haya podido disfrutarlo. Pero es tan potente que mis
ojos se nublan y se me atasca un grito en la garganta. Empiezo a temblar
descontroladamente, pero el señor Harrington me tiene bien sujeta sobre su
cuerpo y posterga el final de mi clímax estimulando la zona más sensible de mi
sexo, prolongando la caída.
Me derrumbo sin fuerzas sobre su
cuerpo convulsionándome, sintiendo sobre mi piel su piel ardiente. Me tumba
sobre la alfombra y acomoda su cabeza entre mis muslos para continuar con la
tortura, avivando los rescoldos de unas llamas que yo creía ya apagadas.
Si continúa así, me provocará otro
orgasmo.
—Eres tan sabrosa que no puedo
parar —murmura, su voz ahogada entre mis piernas me avergüenza al tiempo que me
excita.
—Tu lengua me vuelve loca —le digo
y como premio presiona su lengua contra mi clítoris, dando lentas pasadas.
Apoya la palma de la mano contra
mi pubis y la presión consigue enardecerme. Me agarro a la alfombra, mis
gemidos inundan la habitación, es tan delicioso que tengo el rostro bañado en
lágrimas.
—Déjame quererte —gruñe con una
súplica. A su lengua se une entonces un dedo que penetra mi sexo inflamado,
resbalando sin resistencia—. Eres tan hermosa, estás tan sabrosa… Dime qué
quieres y te lo daré, pero dímelo, por favor…, necesito saberlo para
complacerte…
No puedo hablar, así que actúo y
lo agarro con las dos manos de la cabeza. Me alzo para atraerle hacia mi boca y
besarle con ardor, degustando mi propio sabor en sus labios. Me recuesto sobre
la alfombra obligándolo a moverse encima de mí, su pecho duro me aplasta contra
el suelo y su piel caliente me quema por todas partes. Anhelo su contacto,
estamos fundidos y aun así lo anhelo porque cuando este momento acabe el calor
desaparecerá y no quiero que cese. Lo beso con ardor, su lengua me excita
muchísimo. Le rodeo las caderas con las piernas para sentir su sexo duro contra
el mío y muevo la pelvis para frotarme a su cuerpo divino.
Con un desenfreno impropio de él
me penetra con una fuerte embestida. La impresión nos deja aturdidos unos
segundos, yo casi estoy a punto de correrme y él se encoge sobre mi cuerpo,
agarrándose a la alfombra con desesperación para empujar con mayor vehemencia
contra mí.
—Eres mío y solo mío —digo
furiosa. Su peso me asfixia, su sexo me invade, su cuerpo me ama con lujuria y
desenfreno.
—Soy tuyo —me contesta con un
graznido, embistiendo sin parar, clavándose hasta lo más hondo. Le araño la
espalda para devolverle parte del daño que me provoca con sus salvajes envites,
pero se exalta con el dolor que le causo y su cuerpo se tensa aún más por el
titánico esfuerzo. El orgasmo es tan fuerte que lo veo todo blanco, mi cuerpo
se estremece y mi sexo palpita engullendo el de mi amante, que se derrama con
ardiente potencia cuando empieza a correrse.
Se hunde en mi interior, hasta
tocarme el corazón.
• (Ve a 49)
49
Lo abrazo fuerte, besando su
frente, sus mejillas, su boca. Acaricio su cuerpo perfecto y él se acurruca
entre mis pechos y sus lágrimas me humedecen la piel.
Un poco extrañada por esta
reacción, le acaricio el pelo. Todavía le tiembla el cuerpo, estoy
recuperándome de esta brutal experiencia, pero consigo moverme para que su sexo
abandone el mío, lo que me causa un cosquilleo delicioso. Lo tumbo de espaldas
y le miro preocupada. Lamiendo sus lágrimas saladas, agarro su pene y lo
acaricio con dulzura para que se le pase el achuchón. Le gusta, porque vuelve a
endurecerse bajo mi contacto y suspira.
—Dime qué te pasa, no te lo
guardes —le pido con suavidad—. Confía en que sabré corresponderte.
—Nadie había hecho algo así por mí
—dice entonces. Quiero replicarle que un cuerpazo como el suyo es para hacerle
esto y más, pero me contengo—. Siempre he sido yo quien ha llevado la
iniciativa y creía que me gustaba. Pero esto –—me señala a mí— me ha demostrado
que siempre he estado equivocado.
Me arrodillo a su lado, con su
miembro perfecto entre las manos. Es tan mono que no puedo dejar de tocarlo, me
siento fascinada y tengo que recordarme que estoy hablando con él. Pero es que
no puedo resistirlo y lo aprieto entre mis dedos, observando cómo se estremece.
Me muerdo los labios, me estoy poniendo a cien otra vez.
—¿Te gusta lo que hago?
—pregunto—. ¿Te gusta que te controle, que te domine?
—Sí —masculla nervioso.
—El dominus dominado —digo con una
sonrisa, pero él se remueve incómodo. Dejo de masturbarlo para que vea que no
solo me interesa su pene—. En ese caso, si te gusta, puedo hacerlo más veces.
—¿Lo intentarías? ¿Serías capaz de
llevar tú el control? —pregunta esperanzado.
—No voy a intentarlo —le contesto
poniéndome encima de él—. Voy a hacerlo.
• (Ve a 77)
50
Lo tenía todo planeado, sabía
perfectamente que yo no me negaría a mis deseos, que a su vez eran sus deseos.
No sé en qué momento me sentí atraída por alguien con una intensidad como la
suya, pero la energía que fluye entre nuestros cuerpos es mágica.
Domus es inmenso. Todo el interior
es de mármol blanco, tan pulido que me reflejo en el suelo. Me siento un poco
avergonzada porque lo único que hay bajo mi vestido es un corsé granate. El
señor Júpiter no me permitió ponerme nada más y yo, gustosa, accedí a su
demanda.
Me enseña la casa y me presenta a
algunos socios. Me olvidaré de sus nombres enseguida, no creo que pueda
regresar a este lugar. Me siento muy avergonzada de mi atrevimiento, con cada
paso que doy, mis muslos se rozan sobre mi sexo. No debí rasurarme esa zona, me
estoy poniendo mala por momentos y el señor Júpiter se regocija en mi
sufrimiento.
—¿Sigue sintiéndolo? —me pregunta
directamente al oído. Le digo que sí. No he dejado de sentir la corriente de
deseo que nos une—. Esta noche la complaceré con tanto celo que no podrá
quitarse esa sensación de la piel.
Le creo. Su determinación me
burbujea en el estómago y tengo que dejar de beber vino si quiero seguir siendo
yo misma. Su arrogancia y su seguridad me seducen. No debería sentirme atraída
por un tipo que no para de avasallarme con proposiciones indecentes, pero me
provoca tal revoloteo en las entrañas que no puedo negarme. Soy débil. Soy
débil ante sus palabras, ante su mirada y ante su tacto.
Atravesamos unos pasillos con estancias
distribuidas de manera regular. Algunas están cerradas con bastas puertas de
madera y hierro. Hay columnas, tapices y ánforas, alfombras doradas, cortinas
de seda que huelen a rosas, cojines bordados y divanes acolchados de diferentes
formas y tamaños. El ambiente es cálido y huele a miel y a jazmín.
Nos cruzamos con algunas personas
que saludan en silencio y pasamos junto a otras que están ocupadas en sus
conversaciones o en sus asuntos. En uno de los pasillos tengo ocasión de ver
algo de reojo que se me graba a fuego el resto de la noche. Había una mujer en
el pasillo y estaba de rodillas, ¿verdad?
Algunas puertas están abiertas y
hay gente charlando en sillones y paladeando exquisitas bebidas. Hay algo
decadente y lujurioso en estos actos tan corrientes, me aferro al brazo del
señor Júpiter porque la expectación consigue que me excite. Sé lo que estamos
haciendo aquí, sé a lo que he venido y el señor Júpiter me está manipulando con
maestría, llevándome por donde él quiere. Y esta sensación no desaparece, este
hormigueo bajo la piel, esta ardiente necesidad, esta presión. Parte de la
tensión está puesta en el corsé, que me aprieta tanto que no me deja respirar.
Nos detenemos antes de entrar en
una habitación. Hemos dado tantas vueltas que no voy a poder encontrar la
salida.
• Entremos, no puedo esperar más
(Ve a 34)
• ¿Qué hacemos aquí? (Ve a 63)
51
Atravesamos un pasillo estrecho
decorado con ánforas. Cuando me fijo en una de ellas me avergüenza descubrir
que el dibujo pintado en la superficie es un sátiro desnudo acosando a una
indefensa ninfa. Casi me siento como ella, solo que al menos yo no estoy
indefensa y si quiero puedo escapar cuando quiera. O eso creo.
Se detiene frente a una puerta y
me invita a pasar. Las paredes están cubiertas de cortinas de seda roja y
alfombras carmesí. Hay dos divanes salpicados de cojines bordados y algunos
muebles sobre los que hay fruteros repletos de manzanas, melocotones y uva,
mucha uva. Hay algunas jarras y copas de bronce pulido y en cada esquina hay
una columna que ilumina la habitación con luz anaranjada. Predomina el color
rojo carmesí y el dorado oscuro y me sorprendo extrañándome por no encontrar
una cama.
Oigo que la puerta se cierra y a
continuación escucho el cerrojo. Me giro para enfrentar al señor Harrington,
insegura. Él aparta la mano de la cerradura, dejando la llave puesta.
—¿Por qué cierras con llave?
—Para que sientas la presión
—comenta poniendo la espalda recta—. Ahora, por favor, quítate el vestido.
Ahora que estamos a solas me doy
cuenta de que me siento un poco dolorida. Mi sexo está húmedo y mis pezones tan
endurecidos que me molesta el roce. Es verdad, hay algo de presión en el
ambiente, lo noto. No sé si es porque estoy encerrada con él en la misma habitación,
por su expresión de impaciencia o porque el ambiente es cálido y suave.
Me quedo quieta en mitad de la
estancia, desnuda salvo por la lencería blanca. El encaje es fino y delicado,
las flores bordadas son grandes pero las puntadas son tan finas que mis coronas
se vislumbran a través de ellas, igual que la presión que ejercen mis duros
pezones. Los ligueros me tiran de las medias blancas y la tela del tanga está
terriblemente empapada.
El señor Júpiter cambia el peso de
un pie a otro y por primera vez me recorre todo el cuerpo con la vista,
deleitándose en cada una de mis curvas, haciéndome sentir deseada y sexy.
—Cógete las manos detrás de la
nuca, por favor.
Es una petición sencilla que puedo
obedecer. Estoy alzada sobre mis altos tacones de charol negro y, cuando
levanto los brazos, siento un desequilibrio absoluto. Aprieto las nalgas para
no caerme de los tacones y mis pechos se elevan, mi estómago se aplana y mi
cadera queda expuesta e indefensa. Se aproxima a mí con lentitud, pensativo.
Me mira a los ojos, sus pupilas
negras me clavan al suelo. Cuando mueve la mano estoy a punto de encogerme por
puro instinto, pero no lo hago y con un simple gesto desabrocha el botón
delantero del sujetador. La tela se separa y mis pechos hinchados se derraman
libres, insinuados tras la holgura de la seda.
Mira mis pechos y luego me mira a
mí antes de abarcarme uno con la palma de la mano.
Me abrasa de tal forma que aprieto
los labios para no gemir. No mira lo que toca, mira mi cara, mi expresión, con
tanta atención que me taladra el cerebro. Cierra los dedos alrededor de mi
carne temblorosa y acaricia la superficie hasta la punta dura y sensible, que
frota con suavidad antes de pellizcar. Doy un respingo y bajo los brazos, pero
me agarra por las muñecas para que vuelva a levantarlos.
—No bajes los brazos hasta que te
lo pida, por favor.
Le hago caso y mis pechos se
levantan otra vez, tiesos, sensibles e indefensos. Aparta cada una de las copas
con una mano y me aprisiona los dos senos entre sus firmes y ásperos dedos.
Cierro los ojos ante la sensación que me provocan sus palmas calientes y se me
forman lágrimas cuando empieza un terrible juego de duros pellizcos contra mis
pezones y dulces caricias alrededor de mis pechos. Aprieta y estimula, tironea
y retuerce, dejándome los pezones tan sensibles que me tiembla todo el cuerpo.
Sus dedos se mueven por el contorno de los senos y rozan la piel sensible de
las axilas, se me escapa un jadeo y me agarro las manos muy fuerte para no
bajar los brazos, como él me ha pedido. La caricia es tan eléctrica que toda mi
piel se eriza furiosamente, burbujeándome por el estómago hasta la entrepierna.
Regresa a mis pechos para estimular aún más mis doloridas cumbres, frotándolas
entre dos dedos como si estuviera esparciendo sal. Gimoteo mordiéndome el labio
inferior, siento como mi sexo palpita y se contrae a las puertas de un orgasmo.
• Por favor, detente (Ve a 52)
• Dios mío, sigue así, no pares
(Ve a 55)
52
—Por favor… para —suplico.
—¿Te duelen? —pregunta con voz
oscura. Asiento avergonzada, los tengo tan estimulados que están hinchados y
enrojecidos, como el resto de mi cuerpo—. Eres una experta eligiendo modelitos
de lencería —comenta de pronto—. El color oscuro de tus pezones combina con sublime
armonía con el color de la seda blanca.
Me rodea y se coloca a mi espalda,
cogiéndome de las muñecas para que baje los brazos. Los tengo tan adormecidos
que me tiemblan y no puedo moverlos. Con suavidad, me quita el brassiere y lo
deja tirado sobre un cojín rojo. Hace lo mismo con el liguero. Después me pone
las manos en la cintura y yo encojo los dedos de los pies cuando se agacha
llevándose detrás el tanga blanco que se enrosca a mis tobillos. Y ahí se queda
cuando vuelve a levantarse.
—Pon las manos detrás de mi cabeza
—me susurra en la oreja.
Levanto los brazos con pesadez y
él me ayuda a poner las manos como ha pedido. Su pecho firme se funde a mi
espalda, es más alto que yo pero eso logra que nuestra postura sea perfecta y
cómoda. Mueve la cadera como en un baile, meciéndose hasta volverme loca. Sus
labios me calientan la oreja y el cuello y sus manos descienden por mis brazos
desnudos, cosquilleándome la piel sensible. Me cubre los pechos para frotar mis
pezones a sus palmas ásperas, el hormigueo me espesa la sangre y el cerebro se
me colapsa. Emito un gruñido que no reconozco como mío.
—Mm…, por favor —vuelvo a
suplicar, aunque esta vez no sé lo que quiero pedirle.
Por toda respuesta sube una mano
hacia mi cuello y me hace girar la cara para hundirse a placer dentro de mi
boca sedienta. No me deja besarle, simplemente penetra mis labios con su lengua
para acariciarme por dentro. La derecha desciende por mi estómago, haciéndome
cosquillas por todo el vientre, y sus dedos resbalan con facilidad entre mis
muslos hasta encontrar un clítoris duro e hinchado. Me encojo por la impresión,
pero me sujeta con las dos manos para mantenerme el cuerpo recto y luego
succiona mi lengua mientras me aprieta el clítoris con la misma táctica que
utilizó con mis pezones.
Me derrito. Soy una masa informe
de nervios estimulados que solo puede gemir y temblar. Sus dedos realizan
durísimos movimientos entre mis labios inflados y separo tanto como puedo las
piernas para dejarle hacer a placer. Mi sexo se contrae ansioso, yo me
contraigo ansiosa y mi cuerpo se contrae ansioso. No puedo con tanta ansiedad
encima e inesperadamente me corro furiosamente sobre su mano.
Cuando la tensión se desvanece, mi
cuerpo cae sin fuerzas y sollozo abrumada por las emociones. Sin dejar de
acariciarme entre las piernas, me tumba sobre un diván cuya piel fría se
calienta al contacto con la mía. Desliza los dedos hacia dentro y me penetra
profundamente. Me convulsiono por la invasión y lo agarro del brazo, clavándole
unas uñas pintadas de rojo en la tela negra de su traje.
—No sigas… —le pido. Me pone una
mano sobre el pecho para tumbarme otra vez sobre el diván, sin dejar de
acariciarme por dentro. Separa los dedos en mi interior, dilatándome,
masajeándome, volviéndome loca.
—¿Quieres marcharte? —pregunta.
Niego—. Entonces permite que me deleite con el color de tu piel.
Tumbada sobre el diván todo lo
largo que es mi cuerpo, tiemblo ante el placer que me causa su penetración. La
tapicería es negra y contrasta con el intenso rubor que me cubre la piel y el
blanco de mis medias. Noto como mi savia humedece la superficie del diván y el
señor Harrington se deleita con ello, observando cómo sus dedos desaparecen
entre mis muslos y aparecen brillantes de néctar.
—Córrete otra vez —me provoca. Yo
le hago caso y de pronto me sacudo con un terrible escalofrío, sintiendo mis
latidos alrededor de sus dedos, gimiendo tan largamente que me quedo sin voz.
Noto el frío en mis mejillas, al final han saltado las lágrimas. Lentamente
abandona la suave cavidad de mi sexo y me frota los muslos con los dedos
húmedos, mojándome con mis fluidos hasta dejarme la piel resbaladiza.
Entonces, se inclina sobre mi
cuerpo y cubre mi pecho con la boca, succionando con fuerza. No tardo ni un
minuto en estar temblando otra vez, con su boca endureciendo mis pezones con
saña y sus dedos estimulando mi clítoris. El lacerante placer que me recorre es
insoportable y no soy capaz de aguantarme.
—Basta, por favor —le pido con voz
quebrada tirándole el pelo para apartarlo de mis pechos.
—¿Quieres marcharte? —pregunta de
nuevo.
—¡Quiero que pares! —le grito.
Enreda los dedos entre mis cabellos y me inmoviliza contra el diván,
penetrándome de nuevo con los dedos y mordiendo mis pezones.
—¿Te duele? ¿Te complace? ¿Lo odias?
¿Te gusta? ¿Qué quieres que me detenga? ¿Quieres correrte otra vez? —con cada
pregunta retuerce un pezón con la lengua para después llenarse la boca con él.
—Todo —confieso temblando,
horrorizada por las sensaciones que me provocan su intensidad y sus exigencias.
Voy a empezar a arder de un momento a otro, tengo la sensación de que
incendiaré la casa con mi siguiente orgasmo—. ¡Todo!
Me besa en la boca, saca la mano
de entre mis muslos y sustituye sus dedos por una gloriosa y dura erección, que
acuno con gusto en mis entrañas. Me estremezco con violencia y lo agarro con
brazos y piernas para que no se aparte de mi cuerpo estimulado hasta el límite.
Él se agarra con fuerza a los bordes del diván y embiste con salvaje
determinación, colmándome de un placer innombrable. Mi cuerpo se rinde rápido a
sus atenciones y el orgasmo me hace saltar por los aires, profiriendo mi
garganta unos gritos de pasión desatada. Él se recrea en mis temblores y en mis
reacciones y siento como se hincha dentro de mí.
Abandona mi sexo y su semilla se
esparce abundante por la piel de mi vientre y mi torso, derramándose hacia los
lados hasta caer sobre la tapicería. Me estremezco de gozo y de asombro, ha
sido la experiencia más intensa de toda mi vida y no podré olvidarme de algo
así. Ni siquiera sé si podré experimentar algo como esto otra vez.
El señor Harrington se arrodilla
entre mis muslos abiertos y me retira con delicadeza las medias y los zapatos.
Frota la piel de mi vientre extendiendo su semen y me frota el pubis con su
néctar.
—Así es como más me gustas —dice
con los ojos brillantes—. Cubierta de seda.
• (Ve a 78)
53
Recorro su torso hasta clavar la
mirada en el tronco de su pene, poderoso y orgulloso como todo él. Está muy
hinchado y eso me intimida, pero es tan hermoso que siento deseos de llenarme
la boca con él. Me humedezco los labios y el rostro del señor Harrington se
ilumina con una expresión de avidez y deseo. Sé que él también quiere sentir mi
lengua sobre su miembro duro y probablemente esté deseando llenarme la boca con
su semen. La idea se me antoja lujuriosamente deliciosa, pero ahora mismo deseo
con toda mi alma mirarle hasta grabarme su figura en la memoria.
Me acaricio los pechos, rozándome
los pezones para aliviar los pinchazos. Él me mira ansioso, su miembro se
hincha un poco más y en mi cabeza solo hay espacio para una cosa.
—Quiero verte —le digo con
suavidad—. Quiero ver cómo te das placer, quiero ver cómo te acaricias para mí.
Su mano perfecta desciende por su
vientre y se rodea la gruesa erección, gimiendo de dolor cuando aprieta los
dedos alrededor. Me arden las manos de puro deseo, ansío tocarle, nunca había
visto nada tan extraordinario. Se acaricia de arriba abajo, despacio al
principio, más deprisa después. Su cuerpo se tensa, sus músculos se hinchan, su
piel empieza a brillar y su respiración se acelera. Me tiemblan las rodillas,
estoy excitada y asombrada.
—Separa las rodillas —murmuro
ansiosa.
Detiene sus caricias y separa más
las piernas, regalándome la gloriosa visión de su mano aferrada al grueso pene.
Después, vuelve a acariciarse de arriba abajo, desde la base hasta la punta, y
me fijo en detalles que hasta ahora jamás había visto en un hombre. La corona
de su miembro adquiere una tonalidad oscura, la piel es suave y en su extremo
brilla una gota que se desliza por entre sus dedos. Gime y yo gimo con él y
acelera los movimientos.
—Quieto —le digo. Me mira con
gesto atormentado y aprieta los labios, frenando de golpe las caricias. Le
tiemblan los músculos de la garganta y le palpitan las venas del cuello—.
Utiliza la otra mano —pido con los ojos muy atentos. Mientras se acaricia el
pene, con la otra mano se acuna los testículos y a mí me da vueltas la cabeza
solo de verle.
Me aproximo a él y le acuno el rostro
entre mis manos, acariciándole la boca tensada. Levanta la mirada hacia mí,
suplicándome en silencio algo de alivio.
—Sigue. Despacio —ordeno cuando
veo que se frota demasiado rápido—. Más despacio, así. Mírame. No dejes de
mirarme.
Respira hondo y se mueve más
lentamente. Arriba y abajo, le oigo suspirar; arriba y abajo, sus gemidos se
transforman en jadeos; arriba y abajo, gruñe de dolor. Le agarro del pelo y el
tirón le provoca un espasmo.
—No te corras. No pares. Sigue.
Inspira profundamente y cierra los
ojos, obedeciendo mis demandas, frotándose despacio. Es increíble verle en este
estado, tembloroso y a punto de tener un orgasmo, con su apetitoso cuerpo
inflamado de placer.
—Mírame.
Cuando abre los ojos, sus pupilas
negras se me clavan en el alma. Quiere correrse, lo sé, está aguantándose
porque yo se lo he dicho. Jadea con ansiedad, tiene las mejillas sonrojadas y
los labios hinchados. Me inclino y lo beso con ardiente pasión, acariciando su
lengua con la mía. Bebo sus gemidos, siento sus movimientos mientras se frota y
lo agarro de la mandíbula para que no se aparte de mí.
—Córrete —murmuro.
Emite un largo gemido y su cuerpo
se tensa. Se masturba con más energía, bombeando para liberarse de todo el
placer contenido mientras su semen brota con potentes chorros. Se encoge sobre
sí mismo, derrotado, sin dejar de frotarse la erección hasta que exprime la
última gota de miel. Lo beso profundamente, degustando el sabor de sus gemidos,
deleitándome con su lengua áspera y dura. Cuando noto que cesan los temblores
de su orgasmo, me separo de sus labios.
—Eres perfecto —le digo con
dulzura.
Él acaba sentado en el suelo, con
la mano todavía aferrada a su pene. Le aparto la mano para poner la mía
alrededor del ardiente tronco. Se estremece, es tan caliente que me quema.
—Hubiera preferido correrme sobre
ti —confiesa con la voz ronca.
—Lo hará, señor Harrington —le
susurro, extendiendo el cremoso semen por su tronco, tocando el diminuto
orificio de la punta con el pulgar. Se pone tan nervioso que cierra los ojos y
aprieta la boca—. ¿Quiere cubrirme los muslos con su semen, señor Harrington?
—pregunto con suavidad. Él asiente, incapaz de hablar, y yo empiezo a
masturbarlo, ansiosa por tener la oportunidad de contemplar otro de sus
espectaculares orgasmos.
54
Descubro el mueble perfecto a poca
distancia de nosotros, un magnífico diván de cuero granate, de patas gruesas
como columnas. Es tan grande que podríamos caber los dos y me estremezco al
imaginarlo tumbado allí, desnudo y excitado.
Me agacho y saco el cinturón del
pantalón, el sonido del cuero deslizándose por las trabillas resuena en el
silencio de la habitación. Me mira ansioso y observo cómo toda su seguridad
empieza a titubear. Rodeo su grueso cuello con el cinturón y aprieto hasta que
traga nervioso. Lo estoy asfixiando, pero no me pide que afloje el agarre. Al
contrario, me desafía para que apriete más.
Tiro de él y se levanta dócil.
Es impresionante ver cómo me saca
un palmo de altura y cómo su cuerpo lleno de músculos tensos me obedece a todo
lo que le pido. Podría hacerme lo que yo le estoy haciendo con mucha más
facilidad y, sin embargo, prefiere que lo controle, que lo domine. Camino
tirando de la improvisada correa y el señor Harrington me sigue moviéndose con
la gracia de un peligroso felino. Siento que he domesticado una furiosa y
salvaje pantera, un exótico animal que ahora está bajo mi mando. Me muevo por
el despacho y él me sigue, inclinándose un poco hacia delante porque soy más
baja que él y el cinturón no tiene tanta longitud como para que pueda caminar
erguido. Me acerco hasta donde ha tirado su ropa y rescato la corbata.
Me acerco al diván y me siento
sobre él, cruzando las piernas con elegancia. Él se mantiene frente a mí, su
erección está a la altura de mis ojos y me paso la lengua por los labios.
—Date la vuelta —le pido. Me da la
espalda y ahora tengo una vista privilegiada de su trasero macizo. Es obvio que
alguien de su nivel se esfuerza en el gimnasio. No tiene los músculos hinchados
ni las venas sobresaliendo de su piel, solo está perfectamente marcado sobre
los huesos, perfilado como en una escultura. Le doy un mordisco a uno de sus
glúteos, duros como rocas, y se estremece nervioso—. Las manos a la espalda.
Ya.
Nunca he usado una corbata para
atar unas manos. Nunca he atado a un hombre. Pero aprieto lo suficiente para
que alguien con su fuerza no tenga posibilidad de soltarse y le clavo la tela
en la piel.
Me levanto y acaricio sus fuertes
brazos, que noto tensos bajo las palmas. Deposito un beso entre sus hombros y
doy un mordisco a su nuca, deslizando mis manos por su pecho desnudo. Tiembla
de excitación. Está expuesto a mis deseos, no puede volver a cometer la
imprudencia de tocarme, me recreo en los músculos de su vientre y desciendo
hasta rodear su pene. Jadea y el cinturón le aprieta tanto que lo asfixia. Sus
dedos me rozan el estómago y noto que intenta acariciarme, así que me aparto y
lo obligo a darse la vuelta tirando de su miembro.
Ardo de fiebre. Me mira ansioso,
sus ojos oscurecidos por una oscura pasión, su boca entreabierta por la que
intenta respirar. El cinturón se le marca en el cuello, tiro de él y me hundo
en su boca, degustando su sabor y su lengua. Me corresponde con la misma
ansiedad, metiendo su lengua hasta lo más hondo. Aprieto su pene entre mis
dedos y gime de dolor. Lo empujo para tumbarlo sobre el diván y me abalanzo
sobre su preciosa erección, haciendo desaparecer su miembro dentro de mi boca.
—Joder… —sisea pillado por
sorpresa.
Es el pene más increíble que he
tenido el gusto de probar. Es duro y suave y está muy caliente. Palpita contra
mi lengua y lo agarro con las dos manos para inmovilizarle y chupar su tronco a
placer, apretando su carne entre mis labios rojos, igual que cuando le succioné
el dedo. Respira de forma entrecortada cuando me deleito con la punta,
recogiendo con la lengua las primeras gotas de su dulce néctar. Su cuerpo
ondula bajo mis labios, tironea de la corbata para soltarse las manos, pero no
puede.
—Olivia… —gime.
—Señorita Olivia —susurro contra
su miembro.
Me siento tan hambrienta que lo
devoro con infinito placer. Hay algo adictivo en lamer su piel caliente, en
saborear su suave corona, en chupar hasta haber succionado todo lo que contiene
en su interior. Está enardecido de deseo y la sangre se le acumula cada vez con
mayor potencia. Su divino cuerpo es glorioso, su erección, la más firme y
poderosa que jamás he visto. Le araño las caderas cuando se remueve y poco a
poco lo voy sacando de mi boca, dejando un rastro de húmeda saliva. Observo su
rostro, está a punto de correrse, lo sé, está al borde, pero se contiene por
mí.
• Quiero seguir jugando con él (Ve
al 71)
• Haré que termine entre mis
labios (Ve al 74)
55
Echo la cabeza hacia atrás y de
mis labios empiezan a brotar quedos suspiros.
—No pares, por favor —suplico con
las lágrimas cayéndome por las sienes. Oigo un gruñido surgir de su garganta y
entonces su boca aprisiona mis torturados pezones para estimularlos con la
lengua—. Oh, sí…
Succiona con fiereza, acumulando
sangre en las coronas hasta que es insoportable y acabo gruñendo yo también. Se
aplica gustoso a la tarea, pellizcando uno, mordiendo el otro y luego
cambia. Mis pechos acaban en carne viva de tanto frotar, pero no consigo el
alivio deseado porque se aparta. Lo miro entre mis pestañas mojadas, se me ha
corrido el rímel, lo noto.
Suspiro y sollozo, él me limpia
los labios de carmín y las lágrimas con un pañuelo que deposita en una mesa.
Del cajón de esta saca unas cintas negras de velcro que me muestra.
—Quiero atarte las muñecas a los
muslos —me informa. Estoy tan ansiosa que mi dignidad saltó por la ventana hace
tiempo. No puedo hablar sin que me falle la voz, así que muevo la cabeza en
señal de afirmación, pero no es suficiente para él—. Quiero que me des tu
consentimiento en voz alta.
—De acuerdo.
—De acuerdo, ¿qué? —presiona. Le
miro furiosa por su arrogancia.
—Átame las muñecas a los muslos
—increpo con la sangre a cien.
Cuando noto las cintas de velcro
apretarme la carne, soy consciente de lo que estoy haciendo y me estremezco de
puro horror. El señor Harrington se da cuenta y me mira, pero no me toca.
—Respira hondo. La sensación se
pasará.
Hay cosas que puedo tolerar pero
esta no es una de ellas y, cuanto más tiro de las cintas, más daño me hacen. Mi
emoción se enfría como si me hubiesen tirado un cubo de agua encima y empiezo a
llorar de frustración, avergonzada y humillada por el corte. Al verme con esta
ridícula estampa, el señor Harrington se acerca rápidamente y libera las
cintas, abrazándome fuerte para transmitirme ánimo. El olor de su traje y la
suavidad de su tela es divina, pero noto su erección presionarme el muslo y eso
me incomoda.
—¿Quieres marcharte? —pregunta
conteniendo la emoción en la voz. Está claro que le he decepcionado.
—Sí —respondo angustiada—. Sí.
• Llévame a casa (Ve a 79)
56
A pesar de la ardiente atención
del sátiro, la ninfa sigue moviendo su cuerpo con perfectas y bellas
ondulaciones, bailando la danza que marca su amante y sucumbiendo a un
incontrolable placer. Las nudosas manos del sátiro acarician sus piernas
dejando marcas rojas por la fuerza con la que aprieta sus carnes. Separa sus
muslos para profundizar el amor que siente por ella. Bajo la máscara y a pesar
de los ensordecedores golpes de tambor, puedo escuchar cómo ella gime y suspira
de gozo, curvando la espalda en un arco perfecto cuanto más lejos llega su
amante. El ritmo de la ninfa se vuelve errático y ya no sigue el retumbar de
los tambores, que de pronto se sincronizan y suenan todos a la vez con la misma
métrica. Sigue el ritmo de los besos del sátiro, cuya lengua asoma lujuriosa
entre sus labios rojos lamiendo la carne húmeda y cimbreante de la ninfa.
Me froto los muslos y me doy
cuenta de que estoy excitada. Cerca de mí hay una chica con una bandeja, una
esclava, que observa la escena con un brillo de admiración en los ojos y las
mejillas sonrosadas. Mira a la pareja con emoción, con anhelo, como si lo que
estuviese viendo fuese la escena más maravillosa del mundo. De pronto ahoga un
jadeo y, cuando miro la escena, observo cómo la ninfa se convulsiona con un
orgasmo, una manifestación visual del placer tan exquisita que puedo sentirlo
en el ambiente, sensualmente sobrecargado.
Pero la escena no termina, cuando
la ninfa deja de temblar se levanta y empuja al sátiro y monta sobre su enorme
erección, deslizándose hacia abajo con una lentitud encomiable. Los músculos
del hombre se tensan hasta que se le marcan las venas del cuerpo, las pinturas
plateadas y doradas se han mezclado y emborronado sobre los cuerpos. Cuando la
ninfa está repleta de pasión masculina, empieza a balancearse sobre su cuerpo
siguiendo, esta vez sí, el ritmo de los tambores. El sátiro se alza para lamer
sus pechos y abarca su cuerpo con los brazos tratando de contener el torrente
de energía que ella desprende. La ninfa se agarra con ambas manos a su
cornamenta, cabalgando apasionadamente sobre su amante; sus gritos ahogados por
la máscara se escuchan por encima de los tambores.
No tardan mucho en alcanzar la
cima del éxtasis, el esfuerzo ha dejado sus pieles resbaladizas, brillantes y
temblorosas y el agotamiento vence toda contención. La ninfa se convulsiona
gozosa sin dejar de frotarse al fogoso sátiro, que se estremece con la misma
pasión, besando sus pechos y su cuello, gimiendo palabras de amor que quedan
ahogadas por los tambores.
La música cesa de golpe y los dos
amantes, como si estuviesen bajo su influjo, se derrumban, una encima del otro,
temblando por el esfuerzo. El silencio que sigue a la actuación es opresivo, me
doy cuenta de que he estado mordiéndome el labio y lo libero, sintiendo un
doloroso pinchazo. Un aplauso de admiración recorre la sala, el sátiro se
recoloca la máscara antes de ponerse en pie y ayudar a la ninfa. La erección se
marca contundente sobre su cuerpo musculoso y poderoso cuando gira sobre la
sala para recibir los halagos, cogiendo a la ninfa de la mano con fuerza. Ella
todavía tiembla. Cuando la ovación se apaga, el sátiro se inclina sobre la
ninfa, apoya el hombro sobre su vientre y se levanta cargando con ella. Las
risas de la audiencia acompañan sus brincos mientras se marcha por donde ha
venido con su ninfa al hombro, seguido por los cuatro músicos.
Cuando el señor Harrington me coge
una mano, doy un respingo tan grande que me asusto. Tengo el corazón a mil, la
piel me arde, mis pechos me duelen y mis muslos tiemblan.
—¿Qué te ha parecido? —susurra
acercándose a mi cuerpo. Me pone una mano en la espalda y me acaricia con
dulzura.
—Ha sido… increíble —logro decir,
estoy tan excitada que si continúa tocándome me desmayaré.
—Ven, quiero enseñarte algo —tira
de mi mano y yo le sigo, todavía sumida entre las brumas de una picante
sensualidad.
Nos movemos entre la gente, que
parece tan acostumbrada a estas cosas que no se siente tan afectada como yo.
Atravesamos unas cortinas de magnífica seda roja que huelen a rosas y me lleva
por un pasillo tenuemente iluminado. Hay arcos que dan acceso a otras estancias
y desde el pasillo puedo ver que están ocupadas. De reojo tengo oportunidad de
ver qué hacen las personas del interior y puedo escuchar jadeos, suspiros y
placenteros gemidos y otros sonidos que no logro identificar. Me agarro al
brazo del señor Júpiter, una descomunal ansiedad me atenaza las entrañas.
—Aquí es donde saciamos nuestros
apetitos y mostramos nuestra verdadera naturaleza, por muy oscura que esta sea
—susurra llevándose un dedo a los labios para que me mantenga callada.
Aparta la cortina de una de las
habitaciones, el interior está un poco oscuro y se está muy caliente, huele a
madera de olivo e incienso. Oigo un quedo murmullo surgir del interior.
• Quiero descubrir cuáles son esos
oscuros apetitos (Ve a 33)
• Esto no me gusta, prefiero salir
de aquí (Ve a 57)
57
Creo que ya he tenido suficiente.
—No puedo respirar —murmuro con la
garganta reseca.
Salimos a los jardines de la parte
de atrás de la mansión, al fresco de la noche. Huele a jazmín y es un aroma
delicioso. Inspiro profundamente varias bocanadas de aire, me siento más
tranquila y más despejada y disfruto de esta sensación de libertad hasta que
recuerdo dónde estoy y con quién estoy y lo que hemos visto.
—Tu piel es muy bonita bajo los
rayos de la luna.
Me sonrojo por el bello cumplido y
me regocijo en la sensación de estar siendo halagada por un caballero como él.
—Me encantaría verte desnuda bajo
este cielo —dice a continuación, y mi sonrojo cubre toda mi cara porque su
halago me calienta por fuera y por dentro—. Pero todavía hace demasiado frío,
así que tendré que conformarme con verte desnuda bajo luz artificial.
—¿Por qué quiere verme desnuda,
señor Harrington?
—Porque quiero ver lo que te has
puesto para mí.
• Enseñarle lo que me he puesto
para él (Ve a 51)
58
Tal vez en la intimidad de mi
apartamento pueda ver algo así, pero no en medio de toda esta gente y con el
señor Harrington a medio metro de mi cuerpo. Me arde la cara de vergüenza y
parece que soy la única que se siente así, todos los demás están mirando a la
pareja con fascinación y gravedad, como si estuvieran viendo una representación
teatral y no una escena erótica en directo. Aparto la mirada y busco un lugar
en el que esconderme, el ruido de los tambores me encrespa los nervios y hace
demasiado calor aquí dentro.
Llama mi atención una muchacha que
lleva una bandeja repleta de uva. Ha levantado la cabeza y está mirando a la
pareja con un brillo de devoción en la mirada. Si no fuera porque la
comparación es demasiado bizarra, diría que tiene la mirada de un niño ante un
esperado regalo de Navidad. Tiene las mejillas arreboladas, los labios
voluptuosos y la argolla que se le cierra al cuello la está ahogando. Me
resulta violento mirarla, la túnica que lleva es tan fina que puedo verle los
pechos respingones marcarse bajo la tela. Le tiemblan las manos y las rodillas.
¿Soy la única que ve raro todo
esto? No me gusta mirar a una persona excitada a menos que esté conmigo, es muy
incómodo para mí. No es lo mismo que si lo viera por la tele, aquí puedo notar
la electricidad que sobrecarga la atmósfera, puedo ver el brillo de sus pieles,
sentir los latidos de sus corazones desbocados, escuchar los gemidos que surgen
de sus gargantas.
Es demasiado para mí.
Cuando me giro para marcharme, doy
un traspié y choco contra un hombre-esclavo con bandeja. Caigo de culo y me
estrello contra un escalón. La bandeja salta por los aires junto con, vaya
casualidad, las copas de bronce que portaba y el ruido que provocan al golpear
contra la piedra es ensordecedor y casi ahoga el bullicio de los tambores. El
señor Harrington y otro socio que estaba cerca de nosotros tratan de ayudarme.
El hombre de la bandeja me mira angustiado pero no dice una palabra, es como si
quisiera hablar pero no pudiera.
La pareja del centro sigue a lo
suyo. ¡Show must go on!
Me siento tan ridícula que tengo
ganas de hacerme un ovillo y cubrirme la cabeza con los brazos. Las copas
estaban llenas de agua y me he mojado todo el vestido. La tela se pega a mis
pechos y marca el encaje floral de la lencería, captando de inmediato la
atención de Harrington, del socio desconocido y del mudo de la bandeja. Les doy
la espalda.
—¿Te has hecho daño? —pregunta
entonces el señor Harrington, ayudándome a ponerme en pie. El hombre de la bandeja
ha recogido todas las copas y ha desaparecido, los tambores siguen sonando y la
pareja sigue frotándose con lujuria, aunque noto que parte de la atención de
los espectadores está puesta en mí.
—Sácame de aquí, por favor —digo
apretando los dientes para no ponerme a gritar, estirándome el traje para que
no se me vean las piernas. Me he hecho un daño horrible en la cadera, estoy
segura de que me va a salir un moratón.
Me lleva a una estancia cercana en
la que no hay nadie y me acomoda en un diván.
—Te has hecho daño —afirma.
—Un poco —gimoteo con una
lagrimilla bajándome por el pómulo.
Me levanto la falda mostrándole la
lencería que me había puesto para él: las medias blancas, el encaje adornando
mis muslos, las tiras de los ligueros y el tanga con los botones. Oigo que
contiene la respiración, se me ha mojado el tanga por el agua y la tela se me
pega al pubis. Es bochornoso. Pone una mano en la curva de mi nalga y yo siseo
de dolor. Me pide que me recline sobre el diván y contempla mi muslo enrojecido
que pronto se pondrá de color morado.
—He traído hielo —comenta de
pronto alguien a quien no conozco. Es el socio que estaba en la sala y que se
preocupó por mí.
Quiero bajarme la falda para que
no me vea el trasero, pero ya es un poco tarde para eso. Me coloca el hielo
sobre el muslo con suavidad y no puedo detenerle. El desconocido me contempla
preocupado, es un hombre que bien podría estar jugando en la liga profesional
de rugby, es tan ancho que el traje parece que le viene pequeño. A pesar de que
parece un boxeador, tiene el rostro agraciado y el cabello de un rubio dorado,
lo que le hace parecer menos agresivo.
—También he traído esto —dice
mostrando un tubo de pomada.
—Siempre tan atento, Clark
—murmura el señor Harrington con una risa.
—Ante todo soy un caballero, James; no como tú, que eres un bellaco insensible. ¿Puedo ponerle la pomada? —le pregunta esperanzado.
—Estoy aquí —mascullo con dolor;
es a mí a quien tiene que pedir permiso.
—No, Clark, no vas a ponerle la
pomada.
—Lástima —se encoge de hombros.
Las manos del señor Harrington son
tan ardientes que enseguida se pasa el efecto del frío del hielo. Me desabrocha
las cintas del liguero y desliza la media con mucha suavidad hasta la rodilla,
un gesto que a pesar del dolor consigue provocarme un cosquilleo. Aparta la
tela del tanga que me cubre el cachete y lo arruga entre mis nalgas y siento su
roce entre las piernas, lo que me dispara el pulso. Se pone la pomada en los
dedos y empieza a extender la crema por mi pierna. Clark me mira a mí y luego
mira mi culo.
—El color blanco te sienta de
maravilla, preciosa —dice fascinado con mi nalga.
—Opino lo mismo —contesta el otro
masajeándome el muslo con perfectos círculos.
• Mm, es un masaje delicioso…, a
pesar de tener a dos hombres mirándome (Ve a 35)
• Dejad de mirarme el culo,
bastardos (Ve a 59)
59
A pesar de las atenciones del
señor Harrington, todavía me duele y los dos me están mirando con tanta hambre
que si me descuido empezarán a devorarme.
—No me toques más, por favor —me
lamento.
Me pongo otra vez el hielo en el
culo, solo para que dejen de mirarme.
—Si quieres podemos llamar al
médico —sugiere Clark—. Aunque mi madre siempre decía que el dolor se pasaba
con besitos —dice con una amplia y traviesa sonrisa. El señor Harrington le da
una palmada en el hombro.
—Piérdete, Clark.
—Vale, vale —dice con fastidio
pero sin perder la sonrisa. Me guiña un ojo antes de marcharse—. Cuídate,
preciosa.
—¿Cómo te sientes? ¿Quieres que te
acompañe al médico? ¿A casa?
• (Ve a 79)
60
La noche es joven, estoy en buena
compañía y este sitio es muy bonito. El señor Clark me hace una visita por la
casa, que es como un museo. Las decoraciones y el mobiliario están hechos a
mano exclusivamente para el club y me cuenta algunas historias sobre cómo
consiguieron hacerse con algunas de las esculturas y estatuas que decoran el
primer piso. Tienen una biblioteca y una habitación para leer donde está
prohibido hacer cualquier tipo de ruido y hay que ir sin zapatos. Es algo que
resulta emocionante y Clark es una compañía tan agradable que no puedo dejar de
ir cogida de su brazo.
Nos sentamos en un banco de piedra
que hay en el patio, observando la luna a través de los jazmines que cubren el
espacio abierto como las ramas de los árboles.
—El color blanco le sienta de
maravilla, señorita Olivia —dice Clark mirándome los labios. Yo me dejo
halagar, coqueta—. Me gustaría sincerarme con usted. No sé si conoce
exactamente las actividades a las que nos dedicamos, pero tras esa puerta hay
cosas sobre las que debo advertirle —comenta señalando la puerta en cuestión.
Está decorada con columnas y un frontispicio, como si fuera otra casa encajada
en mitad de la mansión.
—¿Debería preocuparme? —pregunto
un poco descolocada.
—Depende —sonríe travieso—. ¿Cómo
de recatada es usted, señorita Olivia?
Me sonrojo con evidencia.
—¿Qué me está proponiendo, señor
Clark?
—Oh, nada malo, señorita Olivia.
Solo me gustaría saber si tiene algún inconveniente en que la conduzca por el
camino de la perdición.
Sus bromas picantes son tan
elegantes que me seducen.
—¿Qué hay tras esas puertas?
—Nuestro pequeño paraíso. Hay
hombres y mujeres que no pueden ver satisfechos sus deseos más profundos. Tras
esas puertas nos ayudamos los unos a los otros a superar prejuicios y a
complacer la carnalidad de nuestros apetitos. Cosa que, desde que me he cruzado
con usted, no he dejado de desear.
Me mira con ardorosa ansiedad, se
inclina sobre mí y deposita un beso en mis labios.
—Se trata de algo sexual… —murmuro
en su boca. Debí haber imaginado desde el principio que se trataba de algo así.
—Se trata de placer, de un placer
tan inmenso que tu alma se entrega sin condiciones —responde mirándome a los
ojos. Me coge una mano entre las suyas y el calor me estalla en el estómago—.
También se trata de compartir, de descubrir, de explorar. No tiene nada que
temer, señorita Olivia.
—No tengo miedo —declaro
humedeciéndome los labios.
—Entonces, ven conmigo.
Tira de mí y atravesamos las
puertas. Dentro hace calor y hay música de tambores, huele a jazmín, madera,
incienso, a hierbas aromáticas, y una nebulosa de voluptuosa sensualidad carga
el ambiente. Estoy siguiendo a un hombre que no conozco, pero que me atrae
poderosamente, tanto como el desaparecido señor Harrington. Quisiera saciar mis
apetitos con él, pero Clark es el único que está conmigo ahora y sus promesas
me atraen con fuerza. Creo que he bebido demasiado champagne en la sala de
juego, se me ha subido a la cabeza.
Atravesamos un sinfín de
cortinajes que huelen a rosas y nos detenemos en una estancia de paredes de
piedra cubierta de tapices. Hebras de humo se enroscan sobre las puntas
encendidas de varillas de incienso, huele a canela y el aroma me nubla por
momentos.
En la habitación no estamos solos,
sino que hay un hombre sentado en un diván, esperándonos, y me causa tanta
impresión verle que me caigo sobre el pecho del señor Clark.
—Buenas noches, Olivia —dice el
señor Harrington con voz provocativa.
—¡Usted! —exclamo.
Clark me coge por la cintura y me
besa tan apasionadamente que creo que me voy a desmayar. La tensión acumulada
durante la noche y el susto de toparme con el señor Harrington de esta forma
estallan dentro de mi cuerpo y mis manos pierden fuerza. La boca del señor
Clark, de labios voluminosos, me seduce con agónica lentitud hasta que roza mi
lengua tímida y yo me fundo a su pecho fornido.
—Voy a quitarte el vestido —me
susurra Clark en los labios—. Deja que él te vea.
Me desliza la cremallera del
vestido, besándome de nuevo con perezosos envites, y el conjunto blanco se
revela ante la pequeña audiencia. Me da la vuelta y me pone de cara al señor
Harrington, que se recuesta en el respaldo del sofá.
—Siempre dije que tenía usted
talento para elegir la mejor lencería para cada ocasión.
Su voz oscura me acaricia por
todas partes, metiéndose entre mis piernas. El señor Clark me desata las tiras
del liguero y se lo lanza al señor Harrington, que se recrea en el calor de su
tacto. Aspira el aroma con deleite y de mis labios brota un ahogado gemido al
verle hacer eso. Lo siguiente que sucede es que noto menos presión en los
pechos y el brassiere se me desliza por los brazos. Las enormes y calientes
manos del hombre que tengo detrás de mí se deslizan por mi piel hasta mi
vientre, recorriendo el estrecho camino que falta para llegar al primer botón
del tanga, que está situado justo en el nacimiento de mi sexo.
No puedo pararle, estoy sumida en
un extraño y sensual trance del que no puedo escapar. Desabrocha el botón y mi
cuerpo se crispa, provocándome un ligero desmayo. Separa la tela con las dos
manos, dejándome a la vista la zona que depilé amorosamente para el señor
Harrington, pues en el fondo estaba totalmente convencida de que algo así acabaría
ocurriendo. No soy estúpida, esto es mejor de lo que había imaginado.
El señor Clark mete los dedos por
la ranura de tela y acaricia mi empapado sexo. Me dejo acunar por sus caricias,
sintiendo los ojos del señor Harrington clavados en mis pechos y por todo mi
cuerpo.
—Eres muy sedosa —susurra el señor
Clark—. Y estás tan caliente que me da miedo tocarte.
—Entonces, deja que la toque yo
—sugiere el señor Harrington.
Noto un empujón y acabo
trastabillando hacia el diván en el que está sentado el señor Intenso, con su
traje bien planchado. Me coge por la cadera con tanta firmeza que me clava los
dedos y me asalta como asaltó al maniquí de la tienda, desabrochando uno por
uno los botones del tanga hasta el último de ellos y regresando hacia delante con
una lenta caricia que me abre todas las carnes.
—Mm…
Aprieto los labios, gozando con el
roce de sus dedos ásperos. Su piel bronceada combina divinamente con el blanco
del tanga y con el color de mi piel enrojecida de deseo. Sus dedos asoman
húmedos entre mis muslos y eso me enciende deseo. Él lo nota, porque comienza a
trazar círculos alrededor de mi inflamado clítoris, provocándome una acuciante
necesidad de alivio.
Tengo un orgasmo allí mismo, muy
corto, que me recorre el cuerpo de los pies a la cabeza. Cogiéndome por la
cintura, el señor Harrington me gira para ponerme frente a Clark y me baja el
tanga, mientras el orgasmo aún resuena en mis entrañas. Dándome una palmadita
en el trasero, me impulsa hacia el señor Clark.
• (Ve a 65)
61
Me recuesto contra la pared, la
habitación no es lo suficientemente grande y esos tres de ahí la llenan con su
presencia y con sus movimientos. La atmósfera está tan sobrecargada que me
electrifica y se me eriza el vello de los brazos.
—Vivo para complacerle, domine
Júpiter —susurra la mujer. Ladea el rostro para mirarme pero el señor
Harrington tira de su pelo y reclama su atención.
—No la mires. Solo mírame a mí. No
te muevas.
Ella asiente. La mano del señor
Harrington se desliza hacia abajo, la mujer tiembla pero se mantiene erguida,
su piel está erizada y tensa. Con sublime reverencia, el señor Harrington
empieza a acariciar su monte de Venus trazando delicados círculos. Ella gime y,
como respuesta, el hombre que está apresado entre sus piernas y del que de
repente me he olvidado también se estremece.
Casi puedo verlo. Casi. Es una
corriente invisible a mis ojos, pero que está ahí, transmitiéndose de un cuerpo
a otro. La energía sexual fluye desde la mano del señor Harrington hasta el cuerpo
de la fémina y ella derrama esa energía sobre el cuerpo de su amante. Y este, a
su vez, transfiere su placer hasta hacérmelo llegar a mí a través del aire.
Parpadeo cuando se me secan los ojos, no puedo dejar de admirar la sinuosa
corriente que envuelve a los tres desconocidos que están dentro de la
habitación y que me provocan excitantes oleadas de placer por todo el cuerpo.
Me cubro la boca con las manos cuando se me escapa un suspiro, el señor
Harrington me mira con una intensidad tan potente como el oleaje de un mar
embravecido. Su vehemencia choca contra mi cuerpo barriendo toda mi inocencia
de un plumazo.
—Córrete, querida —murmura con
suavidad.
Y la mujer tiene un orgasmo
brutal. El hombre atrapado bajo sus piernas es testigo directo de sus convulsiones
y sufre las consecuencias.
• Esto es increíble (Ve a 62)
• Esto no es para mí (Ve a 79)
62
A pesar de todo lo ocurrido me
siento tan atraída por Júpiter en este momento que siento incluso vergüenza. Y
celos, unos celos irrefrenables por verle tocar a otra mujer que no sea yo. Mi
sentido común se ha colapsado sobre sí mismo, tragado por un agujero negro de
deseo.
—Ven.
La palabra es seca y directa y veo
como el señor Harrington tiende una mano hacia mí. Observo con arrobo su mano
perfecta, la esfera plateada de su reloj, el puño impoluto de su camisa blanca,
la piedra aguamarina de su gemelo y el borde negro de su chaqueta. Es tan viril
y a la vez tan elegante que me duele mirarle.
Pero obedezco, impulsada por un
anhelo desconocido. A medida que la distancia entre mi cuerpo y el de esos tres
desconocidos se estrecha, mis entrañas hierven con mayor intensidad. La mujer
se estremece con los últimos coletazos de su orgasmo y el hombre se convulsiona
desesperado por obtener alivio.
—Ponte a mi lado —me ordena.
Rodeo el diván por los pies,
observando la espalda de la mujer, la línea de su espinazo, los dos puntitos
que tiene a la altura de los riñones, la prominencia de sus omóplatos. Me
recuerda a un animal exótico. Alcanzo al señor Harrington, ahora convertido en
el dios Júpiter, y este me coge por la muñeca para dirigirme la mano hacia el
pecho del hombre atado.
El contacto me da una descarga en
todo el cuerpo y pulsa entre mis piernas. A él le ocurre lo mismo y noto el
temblor de su piel caliente sobre la palma. Está ardiendo de fiebre.
—Toca —dice Júpiter.
Presiono la palma contra la piel y
entonces siento los latidos de su corazón, bombeando sangre a un ritmo
demencial. Turbada pero atrevida, deslizo la mano hacia abajo, disfrutando del
suave vello de su abdomen. Sigo la línea oscura y me detengo cuando observo que
desaparece entre los muslos de la mujer que tiene encima.
La miro, pero ella no me mira a
mí, tiene los ojos cerrados. Tiene los pechos pequeños y sus pezones oscuros
son apetitosamente puntiagudos. Acaricio el abdomen del hombre y presiono la
palma en su vientre. Al momento él se agita y mi energía fluye por el brazo
descargándose en el cuerpo del hombre y ella gime apretando los labios.
Las manos del señor Júpiter se
posan en mis muslos. Despacio me levanta la falda del vestido y me baja el
tanga por los muslos, para a continuación meter la mano entre mis piernas.
Estaba tan concentrada mirando a la mujer que no me doy cuenta de lo que hace
hasta que es demasiado tarde y acabo sosteniéndome sobre el cuerpo del hombre
ante la conmoción que me causa sentir sus dedos deslizarse por mi sexo inflado.
Soy consciente de lo sensible y mojada que estoy y me avergüenzo de ello. Sin
embargo, me avergüenza más comprobar cuánto me gusta lo que estamos haciendo y
mi decencia acaba por los suelos.
• No puedo frenar ahora (Ve a 70)
• Esto no es para mí, ¡quiero irme
de aquí! (Ve a 79)
63
Me invade la inseguridad y busco
su mirada.
—Dígame por qué estamos aquí,
señor Harrington.
—Porque quiero complacerla,
señorita Olivia. Dígame, ¿por qué está usted aquí?
Lo pienso un poco, pero no tengo
más respuestas que ofrecerle. He venido porque él ha querido… y porque yo he
querido venir.
—No lo sé —digo al final.
—Usted, igual que yo, siente ese
calor subiéndole por la espalda, que estalla en la cabeza y recorre cada fibra
de su cuerpo. Mi intención inicial era invitarla a venir porque soy un
fetichista de la lencería y la habría convencido de engalanarla con los mejores
conjuntos solo por darme el capricho de verla y de presumir ante algunos de mis
socios más escépticos. Sin embargo, admito con toda franqueza que ponerle el
corsé ha sido una experiencia estimulante y estoy deseando tenerla desnuda bajo
mis manos para recrearme con su cuerpo.
Le miro sofocada por sus palabras.
—Ahora bien, ¿desea entrar o
prefiere regresar por donde ha venido?
—No ha respondido a mi pregunta,
señor Harrington. ¿Qué hacemos aquí?
—Voy a obligarla a que se rinda a
mis demandas y usted sucumbirá al placer todas las veces que yo se lo pida.
Contemplaré su cuerpo desnudo sin que usted pueda esconderse y haré mía cada
parte de su cuerpo, estimulando cada fibra de su ser. Seré exigente, me meteré
en su mente y en su cuerpo y sitiaré su alma hasta tenerla bajo mi absoluto
control. Durante esta noche y todas las que están por venir, cada vez que cruce
esa puerta, no podrá decirme que no a nada. Porque yo nunca acepto un no por
respuesta.
• No puedo dar marcha atrás ahora
(Ve a 34)
• Abandono, no puedo hacer todo
eso que me pide (Ve a 64)
64
¡Un momento! No he venido hasta
aquí para echarme atrás. Antes tengo que saber a lo que me enfrento, luego
decidiré si quiero marcharme, nada me impide decir que no.
• (Ve a 34)
65
Recorro con la mirada su cuerpo de
atleta griego. Tiene músculos hinchados y redondeados, de curvas tan poderosas
que se me hace la boca agua. Sus muslos son tan firmes como columnas, sus
brazos gruesos como troncos y su espalda es el doble de ancha que la mía.
Cuando me fijo en su sexo, tiemblo ante la idea de que me haga daño con esa
cosa tan inmensa.
Me levanta la cabeza con un dedo.
—Soy un poco tímido, querida, me
incomoda que te fijes más en mi pene que en el resto de mi magnífico cuerpazo
—bromea sonriendo, esa provocativa expresión que tanto me gusta.
Nos abrazamos y nos besamos.
Siento la mirada del señor Harrington en mi espalda, en mi cuerpo, en todo mi
ser y saberlo me enardece. Rodeo el cuello del señor Clark con los brazos y
lamo su boca deliciosa, succionándole la lengua con ardor. Él me agarra por el
trasero, acariciando y apretando mis curvas. Noto como separa mis nalgas,
ofreciéndole una vista perfecta de mis partes más íntimas al señor Harrington,
que gruñe con aprobación. Me froto los pechos al pecho de Clark, su piel está
tan caliente como una estufa y gimo entre sus labios por la sensación que me
deja.
Se arrodilla ante mí y besa mi
pubis con reverencia, expandiendo el placer a cada rincón de mi cuerpo.
Cogiéndome por los muslos me empuja hacia abajo, haciendo que me deslice por su
pecho, dejando un rastro de mi savia allá por donde me froto.
—Hagamos que se vuelva loco —me
propone besándome. Mi sexo se sitúa sobre su erección y me deslizo por ella.
Es demasiado grande y protesto de
dolor, intentando apartarme. El señor Clark me aprisiona las dos muñecas detrás
de la espalda con una mano y me agarra por el pelo, rodeándome con sus fornidos
brazos y moviendo las caderas lentamente, penetrándome un poco más con cada
envite. Su baile es demencial.
—Te está mirando, Olivia —susurra
el señor Clark, subiendo y bajando lentamente, follándome con pausada
lentitud—. No pierde detalle, está viendo cómo mi polla se mete entre tus
muslos.
La imagen se forma en mi cabeza y
me parece algo tremendamente erótico.
—Me gusta —le digo a Clark, aunque
también va dirigido al hombre que nos mira—. No pares, te quiero entero… —pido
con un gemido.
Me baja de golpe y un grito surge
de mi garganta, impresionada por la dulce sensación de dolor que deja su grueso
volumen en mi estrecho interior.
—Eres tan sedosa, me estás
quemando, preciosa… —gime el señor Clark.
Muevo la cadera buscando el roce
perfecto, su pene me toca por todas partes, siento cada músculo de mi interior
envolviendo su dura erección y su corona me roza zonas tan profundas que me
arranca gritos de inmenso placer. Seducido por mis movimientos, se tumba en el
suelo y me sujeta las muñecas para que me mantenga erguida sobre su cuerpo. La
postura consigue que lo sienta más intensamente y empiezo a moverme,
desesperada por sentir esa sensación de abandono y plenitud que aparece cuando
sale de mí para luego volver a entrar. Me alzo y me dejo caer, cabalgándolo con
pasión, pero me canso de inmediato porque no estoy acostumbrada a juegos tan
duros y me tiemblan los muslos. Él me tumba de costado y se rodea la cadera con
mis piernas, siempre mostrándole al señor Harrington una perspectiva perfecta
de mi trasero y mi sexo siendo penetrado por su pene.
Me limito a sentir sus embistes,
mareada por las sensaciones. Me siento exaltada, estimulada más allá del
sentido común; su pene entra y sale de mí con precisión métrica y las puertas
del orgasmo se asoman ante mis ojos como luces brillantes. Lo siente, siente
que mi rendición está cerca y me besa con ardor, enmudeciendo mis gritos, y
cuando empiezo a correrme, me penetra con mayor vehemencia. La carnalidad de
nuestra cópula me abruma y el orgasmo se prolonga durante tanto tiempo que
acabo teniendo otro enseguida y me derrumbo temblorosa en el suelo con un largo
lamento.
Clark abandona mi interior y su
semilla caliente se derrama en mis muslos, tan ardiente como la lava, y suspira
de gozo conmigo hasta que nos calmamos. Me sonríe satisfecho y complacido,
acariciándome el rostro.
Luego me hace mirar hacia el señor
Harrington, que sigue allí, con una oscura expresión en el rostro.
—¿Te gustaría disfrutar de él
ahora? —me sugiere Clark—. ¿O preferirías que se uniera a nosotros?
• Quiero que se una a nosotros (Ve
a 69)
• Disfrutar de él ahora (Ve a 75)
66
Oculto tras un tapiz, hay un arco
que da acceso a un pequeño habitáculo contiguo. Es la mitad de grande que la
habitación anterior, está lleno de cortinajes que cuelgan por el techo y el
calor es mucho más potente. Huele a incienso y está oscuro. El señor Júpiter me
coge por el codo y me invita a pasar. Escucho un nuevo chasquido y otro gemido,
amortiguado por algo.
Hay una mujer en mitad de la
estancia y está desnuda. Lleva unas argollas doradas alrededor de los tobillos,
ancladas al suelo; otras le rodean las muñecas y mantienen sus brazos atados al
techo mediante cadenas de pulidos eslabones dorados. Alrededor del cuello lleva
un aro grueso del que cuelga una cadena entre sus pechos. Veo su espalda
estirada, sus nalgas alzadas y sus delgadas piernas separadas. Junto a ella,
hay un hombre fornido vestido con pantalón de traje, camisa blanca arremangada
hasta los codos, cabello rubio dorado y una fusta en la mano. Acaricia con
suavidad el trasero de la chica temblorosa, que muerde con ansiedad una esfera
dorada que le impide hablar o cerrar la boca.
—Relájate, niña —susurra el hombre
con dulzura. Levanta la fusta y golpea sus nalgas.
Doy un salto cuando la veo temblar,
las cadenas se agitan con ella y sus pechos se convulsionan. Tiene el cuerpo
estremecido y su piel de melocotón ruborizada; la superficie de sus nalgas ha
adquirido una tonalidad carmesí que solo puedo definir como hermosa. Es un
color tan perfecto que me asombra estar pensando en ello en lugar de pensar que
ese hombre la está azotando y ella está… llorando. La mano grande del verdugo
se posa suavemente sobre la zona golpeada, frotándola con mucho cuidado, y
entre sollozos, oigo los gemidos de la joven.
—¿Le gusta? —descubro con cierta
angustia.
—No la estaría azotando si no
supiera que le gusta y de qué forma le gusta —me dice el señor Júpiter—. Nunca
le causaría dolor sin razón.
Escucho las cadenas agitarse, el
hombre del traje ha vuelto a golpearla, esta vez con la palma de su enorme
mano. La chica gime desconsolada cuando recibe dos palmadas más, una en cada
nalga.
—Ay, niña, me tienes loco —suspira
el de los azotes poniéndose a su espalda. Ella gime y solloza, no se entiende
lo que dice. Sujetándola por la cintura con la mano izquierda, comienza a
descargar firmes azotainas a un ritmo desquiciante. El chocar la carne contra
la carne es un sonido escalofriante y acabo acostumbrándome a ellos, viendo
como la chica se agita intentando evitar más golpes.
—No apartes la mirada —me dice el
señor Júpiter, como si supiera lo que va a pasar.
El hombre se acomoda a su costado
y concentra los azotes en un lado de su trasero. Mete la otra mano por entre
sus piernas abiertas y empieza a acariciarla por delante. Ella grita y gime con
mayor intensidad, las lágrimas corriéndole por las mejillas, las cadenas
tintineando con sus convulsiones.
—A ella le gusta —susurra el señor
Júpiter con tono grave, un sonido que me eriza los pezones—. Mira cómo encoge
los dedos de los pies.
Descubro que es verdad, que ella
está tan excitada que no puede soportar tanto éxtasis, y su piel está tan
tirante que parece que va a romperse. Cuando se le acelera la respiración sé
que está al borde del orgasmo, pero entonces el hombre se aleja de ella,
dejándola dolorida y temblorosa.
—¿Por qué hace eso? —pregunto
ansiosa en voz demasiado alta—. No puede dejarla así, ¡está sufriendo!
—¿Quieres comprobar por ti misma
por qué lo hago? —pregunta de repente el hombre de los azotes, girándose para
mirarnos con una sonrisa lobuna.
¡Sabe que estamos aquí! Retrocedo
y choco contra el cuerpo del señor Harrington. Irradia un magnetismo animal que
me alcanza y me presiona el estómago y me siento atrapada entre dos frentes.
—Responde a su pregunta, Olivia
—pide con amabilidad el señor Júpiter, cogiéndome por la cintura—. ¿Quieres
probar? —me susurra al oído.
• Sí, me gustaría probar (Ve a 67)
• No, no quiero probar eso (Ve a
72)
67
La mujer tiembla, se sacude por infinitas
corrientes de placer y su trasero está enrojecido. Seguro que tendrá la piel
muy caliente.
—Sí —susurro—. Quiero probar.
La sonrisa que me ofrece el hombre
de los azotes promete lujuria y la tensión en el cuerpo del señor Júpiter me
remueve las entrañas.
—Eres una niña valiente, aunque un
poco imprudente —dice el otro hombre—. Pero siento desilusionarte, no seré yo
quien te proporcione ese tipo de placer —me guiña un ojo al tiempo que le
sacude un tremendo azote a la muchacha, que se estremece de gozo.
Sufro un inesperado tirón y al
instante siguiente estoy sintiendo los labios del señor Júpiter saborear los
míos con una abrasadora pasión. Mi cuerpo se reclina contra el suyo y sus manos
me atraen a su pecho para profundizar un ardoroso beso que pronto me está
haciendo suspirar.
Me olvido de que no estamos solos.
Sus manos ásperas me acarician por todas partes y me quita el vestido, la piel
se me eriza en contacto con el inmenso calor de la habitación, el incienso me
nubla la mente y acabo frotando mis pechos erizados contra la tela de su
chaqueta, una sensación deliciosa que me provoca espirales de placer.
Me da un cachete en el trasero y
respondo con un gemido, convulsionándose todo mi ser con la calidez que se
derrama por esa parte. Me azota con la otra mano y vuelvo a gemir, tensándome
por la impresión. Cuando se aparta de mis labios, me lamento, me hormiguean
hinchados y doloridos por sus atenciones. Me coge de la mano y regresamos a la
habitación anterior, estoy ansiosa y expectante, sé que en cualquier momento
volverá a darme una palmada en las nalgas y no veo el momento de que lo haga.
Se acomoda sobre la silla de cuero
sin respaldo. Yo me quedo de pie. Me atrae a su cuerpo para hundir la nariz en
mi vientre cubierto por el suave y prieto corsé. A poca distancia de su boca,
se encuentra mi pubis desnudo y lo encuentro tan erótico como perverso. Me
acaricia el trasero, dándome una palmada en cada lado, y me mira desde abajo,
con unos ojos oscuros por el deseo. En completo silencio empieza a desabrochar
las cintas del corsé y me resulta más fácil respirar.
Ahora ya estoy desnuda y no le doy
mayor importancia, salvo que mi cuerpo crepita de celo por él. Con un enérgico
tirón me coge de los brazos y me recuesta de espaldas sobre sus piernas. Mi
pecho se curva hacia delante y me excito tanto que tengo que cerrar los ojos
para no perder la compostura. Pone una mano en mi nuca para sujetarme la cabeza
y con la otra acaricia mis piernas.
Me besa.
—Encoge las rodillas y rodéalas
con los brazos —pide con suavidad.
Me hago un ovillo sobre sus firmes
muslos y me pongo a temblar. Estoy suspendida en el aire bajo su atenta mirada.
Me besa los labios, sosteniéndome por la nuca con una mano para apretarme a su
boca. La otra se desliza por mis redondas nalgas y atiza un delicioso golpe en
mi trasero. Saborea mi gemido antes de comenzar a azotarme el trasero con
golpes secos. El sonido de su palma al chocar contra mi carne llena la
habitación y empiezo a temblar. Yo noto sus muslos en mi espalda, calientes y
tensos, y en la cintura empieza a presionarme su erección.
Chupa mi lengua sin dejar de
azotarme y, cuando menos me lo espero, desliza su pulgar desde mi clítoris
hasta mi ano, todo húmedo, y me tiemblan tanto las piernas que las aprieto
contra el pecho. Acaricia de arriba abajo toda la línea de mi sexo, excitándome
hasta lo más alto, y luego vuelve con su juego de azotes, primero un lado,
luego el otro, rebotando sobre la carne y estremeciéndola. Jadeo de gozo y él
inhala mis ahogados suspiros con deleite, sin dejar de mirarme a los ojos. Me
pica la piel del trasero, pero me encanta el hormigueo que lame suavemente mi
clítoris cuanto más fuerte me golpea.
Me pasa una mano por los hombros y
me aprieta a su cuerpo y entonces siento como dos dedos penetran mi sexo.
Encojo los dedos de los pies y aplasto las rodillas al pecho, mi respiración se
acelera y su boca se recrea con mis lamentos. Me chupa el labio inferior hasta
llenármelo de sangre, sin dejar de hacerme el amor con sus dedos. Noto la aspereza
de sus yemas rozarme zonas tan profundas y me lamento quejumbrosa cuando saca
los dedos y palmea mi trasero con energía, transformando el picante dolor en un
lacerante placer.
Ahora entiendo las razones por las
que esa mujer disfrutaba tanto y se me salen las lágrimas, siento como un nudo
se me forma en las entrañas, una maraña de sentimientos tan enrevesados que no
comprendo. Las palmadas cesan y sus dedos regresan al cálido interior de mi
sexo, penetrándome de nuevo con pausada sensualidad.
Mi cuerpo se sacude y tengo un
orgasmo involuntario. El señor Júpiter lo siente entre sus brazos y me aprieta
contra él, siento su calor atravesarme y estrellarse en mi sexo y mis
palpitaciones se eternizan. Tiemblo sin control, estremecida por las sensaciones,
y cuando cesan los espasmos me pongo a llorar.
Me abraza con fuerza, acunándome
en su pecho, y hundo la cara en su cuello. Me acaricia las piernas y me las
estira, frotándolas para despertarlas. El doloroso hormigueo que me sube por
las rodillas incrementa los suaves temblores que aún sufre mi sexo tras haber
tenido el orgasmo más extraño y más sensual de mi vida. Su mano descansa entre
mis muslos y su dedo pulgar roza perezosamente mi clítoris. Mi piel está
ruborizada y encrespada, su caricia es tierna y tan relajante que anhelo pasar
las horas así, con su dedo en mi botón.
Me besa la frente y me mira.
—Llora, querida Olivia, no
reprimas lo que sientes. Las lágrimas de placer son las únicas lágrimas que
quiero verte derramar a partir de ahora.
68
Me remuevo y ofrezco mis muslos al
señor Harrington, que se inclina entre ellos para depositar un beso sobre mi
sexo. Mis lamentos de placer contagian al señor Clark, que se inclina sobre mí
para besarme la boca y acariciarme el vientre. Las dos lenguas danzan entre mis
labios con una precisión asombrosa, volviéndome loca en cuestión de segundos.
Las manos del señor Clark empiezan a pellizcarme los pechos, en tanto que el
señor Harrington estimula mi clítoris y penetra mi sexo con sus ásperos dedos.
Me curvo sobre el diván,
sintiéndome como una diosa lujuriosa. Acaricio el rostro del señor Clark,
disfrutando del juego de su lengua, mordiendo sus labios carnosos con delicia.
Entre mis piernas, el señor Harrington disfruta del festín, abriéndome y
dilatándome, succionando el enhiesto brote, acumulando toda mi sangre en esa
parte.
Cesan, de pronto, las atenciones.
Aturdida y con el cuerpo convulso, observo como se aflojan las corbatas y las
camisas. Sus prominentes erecciones presionan contra sus caros pantalones. El
señor Harrington tira de mí para levantarme y me sienta sobre su regazo,
recostándome contra su pecho. Pongo las piernas sobre las suyas y él me separa
los muslos, ofreciéndome al señor Clark. La lujuriosa postura me enardece y
froto mi trasero a la dureza del señor Harrington. Él me muerde el lóbulo de la
oreja con los dientes y succiona hasta arrancarme un gemido, sin dejar de
sujetarme los muslos. El señor Clark sonríe con divina decadencia y se
arrodilla entre mis piernas, separa mis labios con los pulgares y lame todo el
néctar que resbala por ellos.
Me convulsiono al sentir su boca
entre mis muslos, como si hasta hace unos instantes no hubiese tenido al señor
Harrington entre ellos. Su forma de estimularme es tan distinta que me
sorprende darme cuenta de semejante detalle. Mi cuerpo se tensa y las manos
masculinas se aprietan a la carne de mis piernas para mantenerme abierta. Mis
pechos se sacuden con mi respiración agitada, araño las manos del señor
Harrington y tiro del pelo al señor Clark; mi cuerpo, recorrido por un millón
de placenteras agujas. Las manos de Clark se agarran entonces a mis caderas y
las del señor Harrington, a mis pechos, y comienza a pellizcar mis pezones.
Cierro los muslos, ahogando al señor Clark entre ellos, que disfruta con ello.
—Sabrosa, sabrosa —oigo al señor
Clark. El timbre de su voz me golpea en el estómago y me convulsiono con un
orgasmo.
—Ponte en pie, Olivia —pide el
señor Harrington levantándome de su regazo. Su voz es oscura y tentadora y
obedezco de inmediato. Cuando me doy la vuelta, el señor Clark está desnudo y
siento un tirón que me impulsa a acercarme a él.
• (Ve a 65)
69
Me remuevo lujuriosa entre los
brazos del señor Clark, su mullido cuerpo me vuelve loca. Lanzo una mirada al
señor Júpiter, una caída de ojos y un aleteo de pestañas que él interpreta a la
perfección. Con arrogancia finjo ignorar que se acerca a nosotros y beso
apasionadamente la boca del señor Clark. Siento como me tiran del pelo y
entonces mis labios se separan de los labios del dios de dorados cabellos, un
Apolo, para fundirse a la boca del dios de cabellos negros, el dominante
Júpiter. Dos figuras divinas y yo, una simple mortal, atrapada bajo sus
poderosas auras.
Me recreo en la boca del señor
Harrington, degustando el tacto de su lengua rugosa como una cáscara de nuez.
Él sacia sus apetitos conmigo, succionándome los labios hasta llenármelos de
sangre, y entonces me suelta para empezar a acariciarme. Su mano desciende
rauda hacia mis nalgas y se introduce entre ellas hasta encontrar la entrada de
mi sexo y penetrarme. Me derrumbo de placer, ofreciéndoselo todo, permitiéndole
que me utilice como quiera. Me muerdo el dedo pulgar intentando soportar la
corriente de éxtasis que me sacude el cuerpo con cortos espasmos y mis labios
hinchados llaman la atención del señor Clark, que los acaricia con los dedos.
Yo me acurruco en su pecho y beso su mandíbula, su cuello nudoso, sus
pectorales esculpidos y desciendo con un temblor entre las piernas hasta ese
divino pene que he tenido entre las piernas.
Lo acuno entre mis labios y lo
saboreo con placer, siento las manos de los hombres recorrerme por todas
partes, por la espalda, por las caderas, por las piernas…, en tanto que los
dedos del señor Júpiter se abren en mi interior para estirar mis músculos
interiores al máximo. Recoge mi crema y la esparce por mis muslos, por mi
pubis, por mis nalgas, cubriéndome con mi propio néctar por todas partes. Yo
degusto el sabor del dios Apolo, su miembro relajado vuelve a endurecerse y
succiono las dulces gotas que surgen de su punta. La mano del señor Júpiter se
hunde tanto en mis entrañas que me alza del suelo y sus dedos recubiertos de
savia femenina invaden mi fruncido orificio trasero para estimularlo. Gimo con
la boca repleta por el miembro de Apolo, permitiéndole hacer eso que quiere.
Apolo acaricia mis caderas y separa mis nalgas para que a Júpiter le resulte
más fácil la tarea. Me remuevo incapaz de contener tanta lujuria y me sujetan
con firmeza para que reciba todo el placer de sus caricias.
Me ahogo cuando siento como
Júpiter invade mi sexo y sus envites me obligan a tragar casi por entero el
grande miembro de Apolo. Me sacudo con el ritmo que me marcan, oigo sus
gemidos, sus jadeos y sus alabanzas, y yo solo puedo pensar en cuánto me gusta
lo que hacen, en que mi pequeño cuerpo va llenándose cada vez con más lujuria y
que esta acabará desbordándose. Tengo un orgasmo, pero eso no frena el
movimiento de ambos cuerpos, y cuando mis espasmos cesan, Júpiter abandona mi
sexo en busca del ano que ha estimulado con tanto primor. Se hunde como una
cuchara en miel espesa, abriendo mis carnes con delicioso dolor. Cuando está
completamente hundido, me mueve para tumbarme sobre su cuerpo y caigo sobre su
pecho. Miro al techo, es una nebulosa de humo y placer, y veo que hay dibujos
en el techo, sátiros y ninfas brincando sin control en una sensual orgía.
Júpiter mueve sus caderas y me agarro a su pelo, su penetración aumenta mi
placer, mi nivel de lujuria es insostenible, pero sé que no ha acabado todavía
cuando Apolo separa mis muslos y observa entre mis piernas como estoy siendo
invadida. Me acaricia la cara interna de los muslos, haciéndome cosquillas,
estimulándome más. Se inclina a besar mi clítoris, a acariciarlo, a
succionarlo, y me corro salvajemente sobre sus labios. Júpiter jadea sintiendo
mis latidos en mi prieta cavidad y tiene que refrenarse, me coge fuerte por las
caderas hasta marcarme sus dedos en la piel. Estoy tan sudorosa que se le resbalan
las manos.
Una sombra se cierne sobre mi
indefenso cuerpo, es Apolo, a la conquista de mi sexo. Nunca llegué a
acostumbrarme a su tamaño y no puedo soportar el placer que me causa cuando me
penetra porque ya hay otro hombre dentro de mí.
Insoportable. Éxtasis absoluto. Mi
cuerpo arde y estalla, protesta de dolor, de cansancio, y mi mente se derrumba.
Y cuando empiezan a moverse con un ritmo perfecto, yo, simplemente, me limito a
ser la mujer más dichosa del planeta por esta noche.
• (Ve a 81)
70
El señor Júpiter me aparta de la
pareja y me recuesta contra su pecho, deslizando la mano por mis muslos y
atrapando mi ansioso clítoris entre sus ásperos dedos. Chillo sin voz. La mujer
se levanta despacio, liberando con lentitud el inflamado pene de su amante. Se
sienta en el diván, acuna el miembro entre sus manos y empieza a acariciarlo.
Por alguna extraña razón que no comprendo, esa visión enardece mi deseo y me
aferro a las manos del hombre que me está acariciando. Giro el rostro y su boca
se lanza a mi encuentro, su lengua acaricia la mía y nuestros besos se vuelven
apasionados y toscos.
—Estás preciosa de blanco —dice
frotando mi sexo con dulzura.
—Me encanta el roce de tu dedo —le
confieso desde el corazón. Es una sensación demencial.
Me arranca el vestido de la piel y
me empuja contra una mesa de piedra que hay en la habitación, barriendo con el
brazo las copas, la jarra y el cuenco de fruta. Siento el frío en el trasero
pero entre mis muslos se aviva un calor abrasador cuando acerca su cuerpo y
frota su erección sobre mi sexo dolorido. El roce de suave tela de su bragueta
me vuelve loca y lo beso con pasión. Al abrir los ojos veo a la otra pareja, la
mujer nos mira con atención sin dejar de acariciar a su pobre amante, que está
a punto de desmayarse de excitación.
Mi enardecido Júpiter me agarra
las manos y me las inmoviliza sobre la cabeza con una mano, mientras cuela la
otra entre nuestros cuerpos para quitarse el cinturón. El sonido deslizante del
cuero sobre la tela me crispa la sangre, pero casi la siento salir de mi cuerpo
cuando me aprisiona las muñecas con el cinturón y lo cuelga del gancho de un
aplique luminoso de la pared. El calor de la bombilla se derrama en mi dorso y
tengo que llevar cuidado de no quemarme. Se aparta para mirarme y yo me
sonrojo, avergonzada y excitada. Clava sus ojos en mi cuerpo estremecido.
—Abre las piernas, deliciosa
vestal, voy a hacerte mía.
Separo los muslos sobre la mesa,
sintiendo como mi humedad impregna la superficie. Me remuevo de inquietud, en
esta postura me siento frágil y vulnerable y su mirada no me permite esconderme
en ningún sitio. Se acerca, acechándome como un depredador lo haría con su
presa, y desabrocha el botón delantero del brassiere. Mis pechos se ven libres
y observados y cuando me los acaricia, se me saltan las lágrimas. Me hace gemir
y empiezo a sentirme como el hombre del diván, espero de corazón que por fin
haya conseguido alivio.
Le miro suplicante, sin más
palabras que nerviosos jadeos y mis mejillas cubiertas por lágrimas de gozo. Me
acaricia las mejillas y me besa y cuando mi deseo se relaja, me desliza hasta
el borde de la mesa y me penetra. Todo mi cuerpo se sacude por la sorpresa y
empiezo a temblar de puro éxtasis. Quiero abrazarle pero no puedo, quiero
besarle pero sus labios están lejos, quiero que frene sus embestidas pero
también quiero que acelere. Me rodea el cuerpo con los brazos y por encima de
su hombro tengo ocasión de ver a la otra pareja.
Ella ha dejado de acariciarle con
la mano para devorarlo con la boca. Cierro los ojos y la boca del señor Júpiter
me calienta la oreja con su aliento.
—Algún día te tumbaré sobre ese
diván —susurra con esforzada calma—. Y te haré lo mismo que ha hecho ella con
él.
Sus movimientos provocan el roce
perfecto en un punto de mi cuerpo y empiezo a ver las estrellas. Mis ojos se
ciegan por el deseo y su cuerpo de dios ancestral me complace de una forma
nunca antes conocida. Se me han dormido los brazos y mi cuerpo solo es una
retorcida maraña de sensaciones a merced del señor Júpiter.
—Quiero sentirte…, quiero sentir
como te corres —jadea aumentando el ritmo—. Ahora.
Mi mente estalla y mi cuerpo se
resquebraja como una copa de cristal. Mis gritos se escuchan por todo el
pasillo y sufro una oleada de inmenso placer que se eleva hasta lo más alto,
dejándome aturdida y exhausta. Mi amante sigue acariciándome por dentro,
postergando su desenlace. Pero contempla todo mi cuerpo convulso con una
expresión de absoluta devoción y no puede contener su deseo por mí. El inicio
de su orgasmo roza mis músculos internos y cuando se separa siento como su
semilla se derrama caliente entre mis muslos abiertos.
Me derrumbo sobre la mesa,
tiritando de frío y de vergüenza. El señor Júpiter me acuna la cara entre las
manos y me besa con dulzura, rozándome el clítoris con su delicioso miembro. Se
aparta un poco y me permite mirar a la pareja, justo en el momento en que el
hombre por fin es liberado de su tortura y el orgasmo lo debilita tanto que
acaba desmadejado sobre el diván. Verle aliviado me produce también una
sensación de alivio hacia mí y se me salen las lágrimas.
No puedo parar de llorar por este
éxtasis tan maravilloso.
—Eres perfecta —susurra el señor
Júpiter besándome los ojos—. Me siento muy complacido de que accedieras a
venir. Gracias.
Me besa con tanta dulzura que me
derrito de felicidad.
• (Ve a 82)
71
Me pongo a horcajadas sobre él. Mi
cuerpo, revestido con ese conjunto blanco que tanto deseaba, se alza caliente
sobre el suyo.
—Te deseo —me dice de pronto—.
Eres demasiado intensa para mí, pero te deseo igual.
¿Que yo soy demasiado intensa? Me
reiría si no estuviera tan excitada. Aprieto mi entrepierna a su erección,
sintiendo de inmediato el calor a través de los encajes. A él se le escapa un
grito y suspira.
—¿Sientes los botones? —pregunto
frotándome a su pene, arañándole con la hilera de botones del tanga.
—Sí. Dios… —gime frustrado. Me
desabrocho el primer botón, que descubre el nacimiento de mi sexo, y aprieto
mis labios húmedos a la punta de su pene. La sensación es tan fuerte que
empiezo a ver puntitos blancos delante de mis ojos. Él jadea de puro éxtasis al
sentir mi néctar resbalar por su miembro—. Me quemas —se lamenta.
Desabrocho el segundo botón y
utilizo su sexo para estimular el mío, deleitándome con las caricias sobre mi
clítoris.
—Estás tan duro —suspiro.
—Por ti —contesta apretando los
dientes. El cinturón lo está ahogando y sus brazos están atrapados bajo su
cuerpo, no puede tocarme, solo puede conformarse con lo que le ofrezco.
Desabrocho todos los botones y me
sitúo sobre la punta de su erección. Contiene la respiración cuando empiezo a
bajar sobre ella, hundiéndolo dentro de mí. Es tan grande que se me corta la
respiración, cada centímetro que entra dentro de mi cuerpo separa mi carne,
haciéndome gemir de dolor y de placer. La dulce sensación de su calor en mis
entrañas es tan sublime que siento ganas de llorar.
Me quedo quieta sobre su cuerpo
perfecto, su piel tostada se estremece y ondula, como la arena cambiante de un
desierto.
Inesperadamente se alza y descubro
que se ha soltado las manos. Doy un chillido cuando me agarra por la cintura y
gira con asombrosa facilidad, dejándome bajo su cuerpo. Me agarra por las
caderas y empieza a moverse despacio, acostumbrándose a mi interior.
—Me aprietas tanto que no puedo
respirar.
Lo abrazo moviendo las caderas
para sentirlo con mayor intensidad dentro de mí. Me devora la boca y me embiste
con apasionado desenfreno. Está tan duro y tan caliente que me vuelvo loca. Mis
gemidos se mezclan con los suyos y amortiguo mis gritos entre sus labios,
jadeando ansiosa. Mete la mano entre nuestros cuerpos y empieza a acariciarme
entre las piernas, estimulando mi clítoris hinchado. Apoya su frente sobre mi
frente y me mira sin dejar de complacerme, sus ojos negros fundiéndose a los
míos, su mirada apasionada contagiándome su gozo. Me provoca tal orgasmo que se
me atasca un grito en la garganta, de mis labios no surge ni un sonido y por
más que inspiro no consigo que entre aire en mis pulmones. Me observa con una
oscura mirada, penetrándome y acariciándome, y cuando consigo dejar de temblar,
abandona mi cuerpo para derramar su néctar entre mis piernas.
Me regocijo con la sensación de su
éxtasis cubriendo mi cuerpo y suspiro de pura satisfacción. Acaricio mis
muslos, extendiendo el semen que ha dejado caer sobre mi cuerpo, y me mira con
mucha atención.
—¿Te gusta sentir mi semilla sobre
la piel?
Asiento con languidez, estoy
tremendamente satisfecha. Se levanta y me coge de la mano para que me levante
con él. Está tan bueno que no puedo apartar la mirada de su cuerpo.
—Te he marcado —dice muy serio,
entregándome el beso más apasionado de la noche—. Ahora formas parte de este
club.
• (Ve a 82)
72
Niego nerviosa, deseando fundirme
entre las cortinas para desaparecer entre ellas.
—Entonces nunca entenderás por qué
lo hago —dice el hombre acercándose a nosotros. Su intensidad me aplasta contra
el cuerpo del señor Júpiter—. Mi niña ha desobedecido una de mis normas. La
estoy castigando —explica—. Le encanta que le azote el trasero, que se lo ponga
rojo como un tomate, porque de ese modo cuando se acomode en una silla y yo no
esté a su lado, se acordará de mí y se excitará recordando este momento.
Además, cuanto más la azoto, más hermoso se vuelve su tonalidad de piel, pero
hay un punto en el que su placer se transforma en dolor y eso que tanto le
gusta se vuelve en su contra. Así recordará que no puede desobedecer mis normas
a la ligera o sufrirá las consecuencias.
Me asusto tanto que salgo
corriendo y me escapo de entre las manos del señor Júpiter, que sale detrás de
mí. Avanzo a trompicones apartando las cortinas y tapices que encuentro a mi
paso y que me impiden encontrar la salida de este lugar. Acabo metida en varias
estancias con gente haciendo cosas demasiado escandalosas que nunca podré
quitarme de la cabeza. Esto no me gusta nada y en cuestión de segundos estoy
tan perdida que empiezo a desesperarme y a asfixiarme. Me falta el aire y me
quema el pecho, no estoy acostumbrada a tanto ejercicio físico y me duele el
corazón.
Me fallan las rodillas y me
derrumbo, pero unos brazos fuertes evitan que me golpee sobre la piedra. Huelo
el aroma del señor Júpiter y sé que es él quien me ha agarrado, abrazándome fuerte.
—Respira hondo —dice apretándome a
su pecho, obligándome a que respire al mismo ritmo que él. Tras unos intentos,
consigo que mis latidos se calmen y me cubro la cara con las manos, avergonzada
por este arrebato.
—Esto no es para mí —sollozo—. No
puedo hacer esto, no puedo.
Me frota los brazos para
consolarme, pero no dice una palabra.
• (Ve a 79)
73
Niego con la cabeza y me muerdo
los labios.
—Lástima —se ríe—. Me hubiera
gustado ponerte a prueba.
Casi siento ganas de preguntarle,
pero me pone un dedo en los labios.
—No hables y quítate el vestido.
Llevo las manos a la espalda y me
bajo la cremallera con lentitud. Cuando lo he abierto, vacilo a la hora de
retirar la tela. Me da la luz directa y no podré ocultarle absolutamente nada
de mi imperfecto cuerpo. Sin darme tregua, se pone delante de mí y tira del
vestido hacia abajo. No puedo cogerlo a tiempo y este queda desparramado a mis
pies. Me cubro el pecho con los brazos, avergonzada por este ataque.
—Déjame verlos —ordena, más que
pide.
Se me erizan los pechos cuando
siento sus ojos clavados en ellos. Estira una mano y atrapa un pezón
pellizcándolo con dulzura hasta arrancarme un lamento. Se aproxima e inclina su
rostro perfecto para depositar un beso en mi boca, estimulando mi labio
inferior hasta dejármelo lleno de sangre. Agarrándome por la cintura me aprieta
a su cuerpo y se agacha para meter mi pecho en su severa boca y lamer mi pezón
en deliciosos círculos. Ha sido todo tan rápido que no he podido hacer nada.
Jadeo con ansiedad, notando como
el corsé me asfixia. Cuando se cansa de succionarlo, comienza con el otro y un
dolor inmenso se enrosca en mis entrañas.
—Tienes una piel preciosa. Date la
vuelta, por favor.
Mis pechos palpitan, me los ha
estimulado con tanto fervor que me duelen. Le doy la espalda y enseguida noto
calor en el trasero y frío en los pezones, que se erizan todavía más. Siento
sus manos calientes deshacer los nudos del corsé y poco a poco la presión se
afloja y puedo dejar de jadear. Retira todas las cintas y me quita la pieza,
dejándola sobre la mesa. Se sienta en el diván y me hace una señal para que me
acerque.
—Túmbate aquí —señala la alfombra
que hay bajo sus pies. Es la petición más extraña y excitante que me han hecho
nunca.
Me estiro sobre la superficie un
poco insegura y se encarga de que me ponga como él quiere. Recuesto los brazos
por encima de la cabeza, junto las piernas y las reclino a un lado. Siento los
pelillos de la alfombra por toda mi piel y eso me provoca unas dulces
cosquillas que me erizan la piel. Él me mira de arriba abajo, recreándose en mi
cuerpo desnudo, y de pronto, pierdo la vergüenza. Su mirada me hace arder y me
remuevo sintiendo como mis estimulados pechos se elevan orgullosos para recibir
más atenciones suyas. Siento, incluso, como me humedezco y me froto los muslos.
Él lo nota y sonríe lascivo.
—Me encanta que te hayas depilado
esa parte —susurra con la voz ronca—. Deja que te vea.
Apoyo los tacones en el suelo y
separo las rodillas. Al instante me agito, cuando el ambiente golpea mis
sensibles labios depilados. Me mira a los ojos fijamente y alarga la mano hacia
mi sexo. Cuando me toca, me convulsiono con tanta violencia que me levanto del
suelo y me muerdo el labio para descargar la tensión. Vuelvo a recostarme como
estaba y le miro con ojos brillantes. Sus dedos ásperos recorren la piel suave
del exterior antes de tantear la carne interior. Da una pasada a mi sensible
botón y me convulsiono y entonces golpea mis labios con los dedos juntos y me
sacudo pillada por sorpresa. Acaricia el azote con tanta ternura que la zona
golpeada se inunda con calor. Cuando me relajo, vuelve a golpearme y la
palmada, vergonzosamente escandalosa, me arranca un lamento. Me ha hecho daño,
pero la caricia posterior me licúa la sangre en las venas.
Me azota de nuevo, más fuerte, y
mi cuerpo se encoje. Su pulgar me acaricia el clítoris endureciéndolo y me
golpea otra vez, haciéndome gemir. Y repite el proceso, azote, roce, azote,
caricia, azote, roce y al final tengo el sexo tan dolorido que se me escapan
las lágrimas. Me aferro a la alfombra sintiendo como mi inflamada entrepierna
exige más azotes. Pero él se limita a recoger un poco de néctar entre los dedos
y se los lleva a la boca. Me ahogo con mi propia respiración.
—¿Te ha gustado? —pregunta
entonces, admirándome desde su posición aventajada.
—Sí —respondo con la voz ahogada.
—¿Quieres más?
—Sí —y no me avergüenza decirlo.
Se arrodilla a mi lado y yo me
pongo a temblar.
—Separa bien las piernas, preciosa,
voy a poner esos labios tuyos más rojos que un tomate.
Me da una palmada bien fuerte,
abarcando todo mi sexo con la mano. Mi carne tiembla y yo dejo escapar un grito
de asombro. Acaricia mi entrepierna y vuelve a darme una palmada, quiero cerrar
las piernas pero no puedo, porque me gusta lo que hace. Me azota por tercera
vez, el sonido es vergonzoso pero me enerva y entonces su dedo penetra mi sexo
y dejo escapar un siseo entre mis labios mordidos e hinchados. Sale de mí y me
palmea fuerte y entonces mete dos dedos, abriéndolos en el interior,
dilatándome, y yo me remuevo de ansiedad. Pero vuelve a salir, me azota de
nuevo y me penetra con lujuria y el proceso se repite hasta cinco veces,
dejándome al borde del orgasmo. Me duele tanto la entrepierna que no sé si es
por los golpes o por el ansia de liberación.
Hunde la cara entre mis piernas.
Me agarro a la alfombra como si me fuera la vida en ello, como si no hubiera
nada bajo mis pies y tuviera que sujetarme a algo para no caer. Su nariz me
roza el hinchado clítoris y su lengua se introduce firme en mi interior. Me
pone las piernas sobre sus hombros y me agarra de los muslos, manteniéndome
bien abierta para él. Me devora sediento y luego me suelta, dejándome
desmadejada sobre la alfombra. Me hace girar y besa mis nalgas, metiendo la
lengua entre ellas para lamer mi sexo. Hundo el rostro entre los flecos de la
alfombra, arrancando algunas fibras con las manos y con los dientes.
Me azota entre las piernas otra
vez, sus dedos firmes rozando cada fibra de mi sexo. Se quita el cinturón y lo
oigo cimbrear en el aire. Me coge las manos, me las ata a la espalda y tira de
mis caderas para que me ponga de rodillas. Me azota entre las nalgas,
llevándose mi crema hacia la parte trasera y entonces penetra allí. Yo no voy a
resistirme, lo quiero todo, incluso eso. Estimula mi orificio trasero con la
misma precisión que hizo con mi sexo, sin olvidar de vez en cuando una palmada.
—Por favor… no pares —gimo,
incapaz de seguir callada por más tiempo.
—Lo sientes, ¿verdad?
La energía, sí, claro que la
siento. Es lo único que siento. Eso y un dolor indecente y placentero entre las
nalgas. Me agarra por la cara interna de los muslos y me separa las piernas con
un fuerte tirón.
—No pares… —suplico—. No pares.
Nunca he suplicado por algo así.
Apoya una mano en mis riñones y noto, por fin, lo que tanto he ansiado: su
divino miembro. Está tan duro y tan caliente que es como una barra de hierro.
Lo acuna entre mis labios y mueve las caderas, frotándose ansioso; noto como
acaricia su corona a mi clítoris, haciendo que lo vea todo brillante. Cuando se
ha empapado bien con mi néctar, invade mi entrada trasera, tan dilatada por los
juegos previos que no ofrece ninguna resistencia.
—Me muero… —jadeo.
Me hundo en la alfombra, gritando
sin contención. He dejado de ser yo misma y solo soy un cuerpo caliente a punto
de estallar. Cuando empieza a moverse, embistiendo con lentos y profundos
envites, sucumbo ante el placer y mis orgasmos se suceden uno detrás de otro
bajo la atención del señor Intenso, Oscuro y Peligroso, al que se lo entrego
todo.
• (Ve a 82)
74
Gateo sobre su cuerpo y me acomodo
entre sus piernas, simplemente para que pueda ver lo que voy a hacerle. Pongo
una mano sobre su vientre y con la otra sostengo su pene en alto para besarlo
con pasión. Siento cómo su estómago se estremece con su respiración bajo la
palma de mi mano y cómo su sangre recorre su miembro cuanto más aprieto con los
labios. Doy suaves mordiscos a su piel ardiente y succiono con fuerza,
obligándolo a correrse, empujándolo a los límites de su cordura.
Se convulsiona con mayor violencia
y sus jadeos aumentan de volumen. Levanto la mirada hacia él, observo su cara
perfecta desfigurada por el placer, cómo su cuerpo se sacude sin control.
Su espalda se curva y lanza un
gruñido, momento en el que siento su semilla salpicarme la lengua. Aprieto su
base y chupo con fuerza, sintiendo en mi paladar la ardiente miel de su sexo,
que exprimo sin compasión hasta la última gota, saboreando el dulce semen que
me ofrece. Se retuerce bajo mis cuidados pero yo no me detengo, quiero que me
lo entregue todo y hasta que no he quedado satisfecha, no me aparto de él.
• (Ve a 81)
75
Me muerdo los labios, me siento
una niña traviesa y lujuriosa. Ha sido el señor Harrington quien me ha invitado
a venir y su cuerpazo siempre fue una oscura fantasía para mí. Me ha manipulado
para venir, para ponerme la ropa interior que él quería, para visitar su
depravado club, a mirarme mientras gozaba con otro hombre que no era él. Ahora
quiero recibir mi premio: él.
Me separo del cuerpo caliente del
señor Clark y me dirijo a cuatro patas hacia el señor Harrington, que me mira
arrogante desde el diván. Puedo ver la curva de su placer marcarse
abultadamente contra los pantalones y lo primero que hago es arrodillarme entre
sus piernas. Froto mi nariz a su bragueta y le arranco un jadeo. Oigo otro
jadeo, el del señor Clark, que me mira y me calienta por dentro. Acaricio los
firmes muslos del señor Júpiter, del dios Júpiter, que ahora está bajo mi
control, y le clavo las uñas en el pantalón, provocándole una sacudida. Sin
perder el tiempo desenvuelvo su sexo apartando las capas que me molestan y
acuno entre mis manos el magnífico tallo esculpido que es su pene endurecido de
deseo.
Voluptuosa, me lo llevo a la boca
y comienzo a disfrutar del placer de tenerle bajo mi control durante un rato.
Beso su sedosa superficie y succiono con ardor la corona para recibir las
primeras gotas de su semilla dulce. No es tan grande como el del señor Clark,
pero hay algo adictivo en su pene que me impide dejar de lamerlo. Huele de
maravilla.
De pronto siento unas manos en el
trasero y el señor Clark introduce las manos entre mis piernas para masturbarme
con delicia. Gimo sobre la erección de Júpiter, que me rodea la cara con las
manos y acaricia mis pómulos mientras yo degusto con delicia cada gota de semen
que le extraigo.
—Tienes una boca deliciosa —gime
el señor Júpiter.
Ya no puedo soportarlo más, trepo
por su cuerpo intenso y lujurioso y resbalo con facilidad por su húmeda
erección. Me agarra fuerte por las caderas y me tumba contra el diván,
aprisionándome las muñecas con una mano. Sus caderas empiezan a moverse con la
fiereza que siempre había prometido, saciando por fin mi curiosidad sobre su
contención. Está desatado, me ama con un desenfreno salvaje y me arranca tales
gritos que me desuello la garganta. El señor Clark me mira excitado, nos mira
excitado y yo tengo un orgasmo que me quita el sentido, corriéndome con toda mi
alma bajo el poderoso cuerpo de Júpiter. Él me embiste una y otra vez y me
acompaña en mi orgasmo, llenándome con su semilla caliente las entrañas.
Cuando me relajo su desenfreno se
apacigua. Levantándose de encima de mí se deja caer al suelo para quitarse la
ropa. Es entonces cuando el señor Clark ocupa su puesto y me besa con dulzura,
lamiendo mis labios, mi cuello y mis pezones. Me estremezco de gozo,
disfrutando de sus atenciones hasta que me calmo y entonces se mete entre mis muslos
y comienza de nuevo a follarme como al principio.
Y así, durante toda la noche, uno
y otro yacen conmigo. Apenas puedo mantenerles el ritmo, ellos descansan por
turnos para luego regresar con renovada energía para matarme de placer.
• (Ve a 81)
76
Mi percepción de la realidad
cambió completamente aquella noche. El maldito señor Harrington tenía razón
cuando dijo que mi habitación quedaría marcada con su presencia. Cada pliegue
de la sábana de mi cama me recuerda a él, cada arruga en el edredón aviva el
recuerdo de su boca entre mis piernas y cuando abro el armario y veo la
lencería que me regaló entre mi ropa de cada día, recuerdo nuestro encuentro
con todo lujo de detalles. Las sensaciones que me dejó me han marcado de por
vida y mi cuerpo no se ha recuperado del sexo.
Cierro la tienda, resignada. No he
vuelto a verle después de aquella noche y ha pasado ya una semana. Su nota
manuscrita y la invitación al club Domus desaparecieron de mi apartamento, como
si nunca me las hubiera enviado. La única prueba de nuestro encuentro es la
tela rasgada de mi bata de satén, que he sido incapaz de tirar a la basura.
Mentiría si dijera que el anhelo que siento por volver a verle no se ha
transformado en terrible vacío. No siento placer al acariciarme, mi cuerpo no
responde a ningún estímulo y, aunque mi imaginación es poderosa, el orgasmo es
esquivo y me siento muy frustrada. Casi siento rabia si no fuera porque meterle
en mi casa fue decisión mía, igual que suplicarle que me hiciera el amor. Bueno,
más bien le pedí que me follara, cosa que hizo con mucho gusto.
Como parte de mi rutina diaria,
salgo de la tienda y bajo al metro. Estoy escuchando música en el IPod, una
forma de olvidarme de que existe el mundo de fuera, tengo el volumen lo bastante
alto como para no escuchar a nadie. Me envuelvo en el abrigo, sintiendo en mi
cuerpo el anhelo de sus besos y en el corazón, la indignación por seguir
deseándole. Quizá me esté castigando por haber convertido nuestra posible
fantástica cita en un corto pero intenso escarceo. Me dio a elegir y ahora
sufro las consecuencias.
Sumergida en la nebulosa de mis
pensamientos, observo a los pasajeros del vagón. Estoy escuchando “Love the way
you lie” y Eminem me avasalla con su letra. De pronto, al otro lado del vagón,
descubro una figura que me resulta terriblemente familiar. Está de espaldas,
camuflado entre los pasajeros, lleva un carísimo abrigo negro y el cabello
peinado hacia atrás. Podría ser cualquiera y, sin embargo, mi cuerpo reacciona
a su presencia con tanta fuerza que tengo que sujetarme al asiento.
El vagón frena y una marea de
personas comienza a salir. Salgo impulsada hacia delante apartando a la gente
de mi camino, levantando la cabeza por encima para no perder de vista a ese
hombre que me recuerda tanto a él. Le veo, se aleja perdiéndose entre el gentío
y me pongo a correr para llegar a su altura. Sube las escaleras que llevan a la
calle y yo subo los escalones de dos en dos, pero está tan lejos que le voy a
perder. El ritmo de la canción me hace latir el corazón más fuerte, más rápido,
y cuando finalmente salgo a la calle, le he perdido de vista. Miro a un lado y
a otro, busco por la carretera un Lexus negro con los cristales tintados, pero
no veo nada y, al final, acabo por rendirme.
Sintiéndome tonta, pongo rumbo a
casa y cambio de canción para no estrellar el IPod contra el suelo de puro
nervio.
Cuando el ascensor llega a mi
piso, descubro un paquete en el suelo junto a la puerta de mi apartamento. Es
cuadrado, estrecho y está atado con un discreto lazo rojo. Lo abro allí mismo.
Nadie más que él puede regalarme cosas. Dentro hay algo envuelto en papel de
seda y un pequeño sobre cerrado. Del interior saco una tarjeta blanca y gruesa,
de textura rugosa, con el grabado dorado de una diosa romana y la palabra Domus
escrita detrás. No hay nada más, ni una nota, ni una fecha, ni una hora, y
cuando desenvuelvo el papel de seda, encuentro una bata de seda de color
melocotón exactamente igual a la mía. Tiene un nudo en el cinturón.
Oigo el pitido del ascensor y la
puerta se abre. Contengo el aliento pero para mi asombro, en el interior no hay
nadie.
Hoy es viernes y son las diez de
la noche. Cojo la bata y la invitación y subo al ascensor.
• Has llegado a un final especial,
¿quieres volver a intentarlo? (Ve al inicio)
77
Despierto envuelta en un delicioso
calor, la luz de las ventanas se cuela por una rendija de las cortinas. A mi
lado descansa Júpiter, el dueño del Domus, dormido con una expresión relajada
en el rostro. Este es uno de los pocos momentos en que lo veo así, sin esa
expresión de absoluto control en sus bellas facciones. He dormido con la mano
acunando su delicioso miembro, nuestra noche ha sido increíble, hemos acabado
tirados en la alfombra, desnudos, excitados y satisfechos. Le provoqué tantos
orgasmos como me fue posible, incluso cuando él pensaba que no sería capaz de
tenerlos. Lo exprimo al máximo, me encanta hacerlo, he descubierto que me
satisface provocarle enloquecedores orgasmos y que se pase el día empalmado
pensando en lo que le haré cuando nos reencontremos.
Me arrodillo a su lado y empiezo a
acariciarle con ambas manos. Se remueve en sueños, jadeando, y al final acaba
despertándose cuando su pene está completamente duro.
—Mmm... —le oigo gemir, y me
inclino para devorar su miembro, apretando los labios a su carne—. Olivia—jadea
mi nombre, despertándose de golpe.
—Déjame quererte —susurro sobre la
punta de su erección, antes de volver a devorarle. Mueve las caderas, pero le
clavo las uñas en el vientre y se queda quieto—. Buen chico —ronroneo y luego
me aplico a la tarea.
Hace un mes que me convertí en la
domina del club y en la domina del domine Júpiter. Cada vez que le miro o le
toco, cae de rodillas ansiando complacerme, ansiando poner a mi disposición
cada fibra de su ser. Fuera del club se comporta como si fuese el dueño
del mundo, maneja sus negocios con mano férrea, es implacable y estricto.
Pero por las noches se entrega a mí con desesperación, anhelando rendirse a mis
demandas. Es el único momento del día en el que se siente vivo, en el que no
tiene que fingir, en el que se siente libre. Y yo me siento muy orgullosa de
él, de mí misma y de esta relación tan apasionada que tenemos.
No tarda en tener un orgasmo entre
mis labios. Saboreo su semen con mucho gusto y, cuando lo he dejado limpio, me
aparto mirándole muy seria.
—No dije que pudieras correrte —lo
reprendo.
—Lo siento —dice avergonzado.
—Esta noche te castigaré —comento
poniéndome en pie—. Me sabe mal enfadarme pero no me gusta que no me obedezcas.
Se levanta gloriosamente desnudo,
no puedo pensar ante su indómita belleza.
—No lo hagas —me pide—. No puedo
aguantar cuando la tengo dentro de tu boca y lo sabes.
—Lo sé —digo muy seria—. Pero vas
a tener que aprender a hacerlo porque me encanta chupártela.
Nunca le he dicho algo así y me
sonrojo ante mi confesión. ¡Qué vergüenza! Me cubro el rostro con las
manos, él contiene el aliento, emocionado y orgulloso, y se acerca para
abrazarme.
—Aprenderé a contenerme. Perdóname.
Su cuerpo es como una droga,
huele, sabe y se siente de maravilla. Siento debilidad por todo lo que tiene
para ofrecerme, pero tengo que mostrarme firme y fuerte porque eso es lo que a
él y a mí nos gusta.
—Esta noche te castigaré —le
aseguro, tengo que mostrarme inflexible.
—Aceptaré gustoso tu castigo
–acepta apretándome fuerte a su pecho.
• Has llegado al final más
ardiente, ¿quieres volver a intentarlo? (Ve al inicio)
78
Despierto envuelta en nubes de
algodón. Mi cuerpo está exhausto y satisfecho y, cuando me muevo, me duele
todo. Tengo la piel pegajosa por la mezcla de fluidos sexuales míos y de mi
amante, que cubren cada zona sensible de mi anatomía. Me gusta esa sensación.
Estar cubierta por la suave seda de su semen.
Pero tengo necesidades que
atender. Estoy sola en una habitación del club y no veo al señor Harrington por
ninguna parte. Podría marcharme pero necesito ir al baño y me pongo a dar
vueltas por la habitación buscando mi ropa. Veo que por debajo de unas cortinas
sale algo de vapor y, al correrlas, descubro un impresionante cuarto de baño de
mármol. Mi amante se encuentra tras una mampara de cristal, gloriosamente
mojado y desnudo. Hago mis necesidades con rapidez, me da un poco de vergüenza
hacerlo con él dentro del mismo baño.
—No seas tímida, aquí hay sitio
para dos —dice él abriendo la mampara. Su cuerpo esplendoroso surge entre nubes
de vapor y me coge de la mano para meterme con él en la ducha.
El calor del agua quema mi piel
sensible. Tengo moratones en los pechos y marcas enrojecidas de besos que
durarán varios días, y entre mis piernas aún perdura su recuerdo. Me frota la
piel con su mano enjabonada, limpiando todo el semen que derramó sobre mi
cuerpo.
—¿Te duele algo? —me pregunta con
suavidad.
—Todo —murmuro con languidez. Me
acurruco a su fuerte cuerpo, notando su erección presionarme la cadera, y nos
quedamos en silencio bajo el ardiente chorro de agua de la ducha.
—¿Quieres marcharte? —pregunta
entonces con tono preocupado.
Sé que me pregunta por el club y
no por todo lo que hicimos anoche.
—¿Puedo quedarme? —pregunto a mi
vez. Me rodea con los brazos y me aprieta a su cuerpo macizo—. Quiero que me
lleves de compras —le digo hundiendo la cara en sus pectorales—. Quiero vestir
un modelo distinto de ropa interior cada noche para que pienses cómo
quitármela. Y tiene que ser de seda. Me gusta ir cubierta de seda.
—¿Esas son todas tus condiciones?
—pregunta con una risa que reverbera por todo el baño.
—Solo unas cuantas, señor
Harrington. Solo unas cuantas. Es usted un cliente muy exigente que requiere de
una atención exigente.
• Has llegado a un final
romántico, ¿quieres volver a intentarlo? (Ve al inicio)
79
El Lexus del señor Harrington se
detiene frente a la puerta de mi bloque de pisos. No hemos dicho una sola
palabra en todo el viaje y no es para menos. Yo no tengo la presencia de ánimo
necesaria para excusar mi comportamiento y él es tan caballeroso que respeta mi
silencio. Salgo del coche y noto la lluvia mojarme las mejillas. Doy dos pasos
hacia la acera y de inmediato un paraguas aparece sobre mi cabeza, sostenido
por el señor Harrington. Cuanto me fastidia haber estropeado nuestra fantástica
noche.
—No le dé más vueltas a lo
ocurrido, señorita Olivia —me dice en la puerta; he vuelto a ser la señorita
Olivia y eso me disgusta profundamente.
Abro la puerta del edificio sin
decir nada y me cobijo en el vestíbulo. Él entra conmigo y me acompaña al
ascensor.
—Lo siento —digo por fin, no me he
atrevido a decirlo hasta ahora.
—No tiene motivos para
disculparse. La presioné demasiado. Soy yo el que tiene que pedirle perdón.
Subo cuando llega el ascensor y él
se queda fuera. La despedida se me hace muy difícil.
—Ha sido un placer conocerle,
señor Harrington —acabo diciendo. Acusa mis palabras con una mirada de
angustia.
—Las puertas de Domus seguirán
abiertas para usted, señorita Olivia.
Puede ser, pero yo no sé si quiero
cruzarlas de nuevo. El ascensor se cierra y le pierdo de vista y entonces me
pongo a llorar.
• Has llegado al peor final,
¿quieres volver a intentarlo? (Ve al inicio)
80
Me muerdo los labios y niego con
la cabeza, y de inmediato las caricias y las miradas cesan. Los hombres me
levantan del diván y empiezan a recomponerme como si nada hubiera pasado. No he
tenido un orgasmo pero no lo necesito, el masaje ha resultado tonificante. Doy
un largo suspiro de alivio.
El señor Clark me entrega mi ropa
interior y me da un beso en la frente.
—Espero que vuelvas a visitarnos
—comenta con traviesa decadencia—. Tienes unos labios preciosos —bromea
guiñándome un ojo, y sé que no se refiere precisamente a mi boca. Me sonrojo
por sus palabras.
—Volveré, si el señor Harrington
vuelve a invitarme —digo mirándole. Él me sonríe lujurioso y arrogante.
—Las puertas de Domus están
abiertas para usted, señorita Olivia. Puede regresar cuando lo desee. Solo
tiene que decir que Vesta ha venido a yacer con Júpiter.
—¿Es la contraseña? —pregunto toda
inocente.
—No, preciosa, es lo que harás
cuando vuelvas —comenta el señor Clark—. Aunque sería más correcto decir que
Vesta ha venido a yacer con Júpiter y con Marte.
• Has llegado a un final tibio,
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81
Entro en mi apartamento y mi ropa alfombra
el pasillo cuando me la quito de camino al baño. El agua caliente baña mi piel
convulsa, mi cuerpo repleto de placer ya no puede albergar más emociones y
acabo recostada contra la pared limpiando de mi piel los besos, las caricias y
todo rastro de sexo. Ha sido una fantástica experiencia y me siento
maravillada.
Envuelta en mi pijama favorito,
busco el helado que guardo para ocasiones especiales y, con la cuchara más
grande que tengo, me dirijo a mi habitación y me hundo entre los cojines de mi
cama. Me cubro con el edredón, enciendo la tele y empiezo a dar cuenta del
chocolate mientras pongo una película.
Ha sido una noche de intensas
emociones y pasarán días antes de que me recupere. Dudo mucho que vuelva a
encontrarme con el señor Júpiter o visite de nuevo Domus, porque ese lugar no
está hecho para mí. Sin embargo, siempre guardaré buenos recuerdos de ese lugar
y de la lencería picante que guardo en mi armario. Voy a hacer grandes cambios
en mi tienda, quedará estupenda después de la reforma que tengo pensada.
Me recuesto entre almohadones y me
pongo a ver la película que empieza en la tele. No tardo en quedarme dormida,
soñando con fogosos sátiros y lujuriosas ninfas.
• Has llegado a un buen final,
¿quieres volver a intentarlo? (Ve al inicio)
82
Voy vestida con una larga túnica
de seda blanca, tan fina que todo mi cuerpo, de piel sonrosada, se insinúa
entre los pliegues. En el pelo llevo flores trenzadas, en los brazos y en los
tobillos, un sinfín de pulseras, y mis pies descalzos están en contacto con el
frío mármol. Sostengo entre mis manos un ídolo de madera con la forma de un
rayo.
Según me han dicho, represento a
una vestal. Las vestales eran las sacerdotisas de la diosa Vesta, mujeres tan
sagradas que no podían ser tocadas por ningún mortal, y se encargaban de cuidar
y alimentar la llama de Vesta, símbolo del hogar.
Ahora soy una vestal del Domus de
Júpiter y, con esta extraña representación, añadiré la llama de mi interior al
fuego de este hogar. Es mi transición de simple mortal a divina sacerdotisa
para formar parte de este lugar para siempre.
El señor Harrington está de pie
junto al fuego, con una lanza en la mano, desnudo, y su cuerpo, pintado de oro.
Lleva una máscara, la máscara de Júpiter, el dios de dioses, y está esperando a
que le entregue mi llama. Las demás personas de este lugar observan mi caminata
desde la entrada hasta el centro de la estancia, en un silencio reverencial,
conteniendo la respiración, y yo siento sus miradas por todo mi cuerpo, acariciándome
lujuriosas con la imaginación. Me gusta la sensación a la vez que la rechazo.
Me acerco con pasos inseguros hacia el pedestal sobre el que arde el corazón
del hogar de Domus y pronuncio unas palabras en latín que he tenido que
aprender de memoria.
Significa algo así como: “Mi alma
ardiente se une a tu alma ardiente, para arder juntos eternamente”.
Luego, lanzo el símbolo de madera
y este se consume.
Y ya está. Ya formo parte de
Domus. No me siento más divina ni más inmortal, pero sí me siento más especial.
Júpiter desliza la punta de la lanza por mis hombros y rasga los tirantes,
dejándome desnuda ante toda la audiencia. Dos mujeres desnudas con máscaras
blancas y piel plateada se aproximan a mí y derraman sobre mi cabeza una
marmita de bronce llena de leche templada que de inmediato me calienta por
fuera y por dentro. Representa la bendición de Júpiter, en forma de viril
semilla, que me reclama bajo su protección.
Cubierta de pegajosa leche,
acaricio mis pechos, mi vientre, mi sexo, extendiendo toda la leche por mi
piel. Júpiter me insta a subirme a su trono que hay junto a la llama. Él se
sienta, poderoso y ultraterreno, y yo monto sobre su sexo, culminando este
onírico ritual, a ojos de todos los que nos están mirando. Una música suave
empieza a sonar, o quizá la música siempre estuvo ahí y ahora que no me late
tan fuerte el corazón puedo escucharla. Apoyándome sobre los brazos del trono,
empiezo a balancearme sobre el pene de Júpiter, que de esta forma me reclama en
exclusividad para él, para disfrutar de mi cuerpo y de mi sexo.