Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima». José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima». José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.
En marzo volvieron los gitanos. Esta vez llevaban un catalejo y una lupa
del tamaño de un tambor, que exhibieron como el último descubrimiento de los
judíos de Ámsterdam. Sentaron una gitana en un extremo de la aldea e instalaron
el catalejo a la entrada de la carpa. Mediante el pago de cinco reales, la
gente se asomaba al catalejo y veía a la gitana al alcance de su mano. «La
ciencia ha eliminado las distancias», pregonaba Melquíades. «Dentro de poco, el
hombre podrá ver lo que ocurre en cualquier lugar de la tierra, sin moverse de
su casa». Un mediodía ardiente hicieron una asombrosa demostración con la lupa
gigantesca: pusieron un montón de hierba seca en mitad de la calle y le
prendieron fuego mediante la concentración de los rayos solares. José Arcadio
Buendía, que aún no acababa de consolarse por el fracaso de sus imanes,
concibió la idea de utilizar aquel invento como un arma de guerra. Melquíades,
otra vez, trató de disuadirlo. Pero terminó por aceptar los dos lingotes
imantados y tres piezas de dinero colonial a cambio de la lupa. Úrsula lloró de
consternación. Aquel dinero formaba parte de un cofre de monedas de oro que su
padre había acumulado en toda una vida de privaciones, y que ella había
enterrado debajo de la cama en espera de una buena ocasión para invertirlas.
José Arcadio Buendía no trató siquiera de consolarla, entregado por entero a
sus experimentos tácticos con la abnegación de un científico y aun a riesgo de
su propia vida. Tratando de demostrar los efectos de la lupa en la tropa
enemiga, se expuso él mismo a la concentración de los rayos solares y sufrió
quemaduras que se convirtieron en úlceras y tardaron mucho tiempo en sanar.
Ante las protestas de su mujer, alarmada por tan peligrosa inventiva, estuvo a
punto de incendiar la casa. Pasaba largas horas en su cuarto, haciendo cálculos
sobre las posibilidades estratégicas de su arma novedosa, hasta que logró
componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción
irresistible. Lo envió a las autoridades acompañado de numerosos testimonios sobre
sus experiencias y de varios pliegos de dibujos explicativos, al cuidado de un
mensajero que atravesó la sierra, se extravió en pantanos desmesurados, remontó
ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la
desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las mulas
del correo. A pesar de que el viaje a la capital era en aquel tiempo poco menos
que imposible, José Arcadio Buendía prometía intentarlo tan pronto como se lo
ordenara el gobierno, con el fin de hacer demostraciones prácticas de su
invento ante los poderes militares, y adiestrarlos personalmente en las
complicadas artes de la guerra solar. Durante varios años esperó la respuesta.
Por último, cansado de esperar, se lamentó ante Melquíades del fracaso de su
iniciativa, y el gitano dio entonces una prueba convincente de honradez: le
devolvió los doblones a cambio de la lupa, y le dejó además unos mapas
portugueses y varios instrumentos de navegación. De su puño y letra escribió
una apretada síntesis de los estudios del monje Hermann, que dejó a su
disposición para que pudiera servirse del astrolabio, la brújula y el sextante.
José Arcadio Buendía pasó los largos meses de lluvia encerrado en un cuartito
que construyó en el fondo de la casa para que nadie perturbara sus
experimentos. Habiendo abandonado por completo las obligaciones domésticas,
permaneció noches enteras en el patio vigilando el curso de los astros, y
estuvo a punto de contraer una insolación por tratar de establecer un método
exacto para encontrar el mediodía. Cuando se hizo experto en el uso y manejo de
sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares
incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres
espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Fue esa la época en que
adquirió el hábito de hablar a solas, paseándose por la casa sin hacer caso de
nadie, mientras Úrsula y los niños se partían el espinazo en la huerta cuidando
el plátano y la malanga, la yuca y el ñame, la ahuyama y la berenjena. De
pronto, sin ningún anuncio, su actividad febril se interrumpió y fue sustituida
por una especie de fascinación. Estuvo varios días como hechizado, repitiéndose
a sí mismo en voz baja un sartal de asombrosas conjeturas, sin dar crédito a su
propio entendimiento. Por fin, un martes de diciembre, a la hora del almuerzo,
soltó de un golpe toda la carga de su tormento. Los niños habían de recordar
por el resto de su vida la augusta solemnidad con que su padre se sentó a la
cabecera de la mesa, temblando de fiebre, devastado por la prolongada vigilia y
por el encono de su imaginación, y les reveló su descubrimiento:
—La tierra es redonda como una naranja.
Úrsula perdió la paciencia. «Si has de volverte loco, vuélvete tú solo»,
gritó. «Pero no trates de inculcar a los niños tus ideas de gitano». José
Arcadio Buendía, impasible, no se dejó amedrentar por la desesperación de su
mujer, que en un rapto de cólera le destrozó el astrolabio contra el suelo.
Construyó otro, reunió en el cuartito a los hombres del pueblo y les demostró,
con teorías que para todos resultaban incomprensibles, la posibilidad de
regresar al punto de partida navegando siempre hacia el Oriente. Toda la aldea
estaba convencida de que José Arcadio Buendía había perdido el juicio, cuando
llegó Melquíades a poner las cosas en su punto. Exaltó en público la
inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había
construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta
entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que
había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un
laboratorio de alquimia.
Para esa época, Melquíades había envejecido con una rapidez asombrosa.
En sus primeros viajes parecía tener la misma edad de José Arcadio Buendía.
Pero mientras este conservaba su fuerza descomunal, que le permitía derribar un
caballo agarrándolo por las orejas, el gitano parecía estragado por una
dolencia tenaz. Era, en realidad, el resultado de múltiples y raras enfermedades
contraídas en sus incontables viajes alrededor del mundo. Según él mismo le
contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la
muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse
a darle el zarpazo final. Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes
habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al
escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi
en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un
naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que
decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un
aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las
cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo,
y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar
de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una
condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la
vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más
insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho
tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes. El sofocante
mediodía en que reveló sus secretos, José Arcadio Buendía tuvo la certidumbre
de que aquel era el principio de una grande amistad. Los niños se asombraron
con sus relatos fantásticos. Aureliano, que no tenía entonces más de cinco
años, había de recordarlo por el resto de su vida como lo vio aquella tarde,
sentado contra la claridad metálica y reverberante de la ventana, alumbrando
con su profunda voz de órgano los territorios más oscuros de la imaginación,
mientras chorreaba por sus sienes la grasa derretida por el calor. José
Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como
un recuerdo hereditario, a toda su descendencia. Úrsula, en cambio, conservó un
mal recuerdo de aquella visita, porque entró al cuarto en el momento en que
Melquíades rompió por distracción un frasco de bicloruro de mercurio.
—Es el olor del demonio —dijo ella.
—En absoluto —corrigió Melquíades—. Está comprobado que el demonio tiene
propiedades sulfúricas, y esto no es más que un poco de solimán.
Siempre didáctico, hizo una sabia exposición sobre las virtudes
diabólicas del cinabrio, pero Úrsula no le hizo caso, sino que se llevó los
niños a rezar. Aquel olor mordiente quedaría para siempre en su memoria,
vinculado al recuerdo de Melquíades.
El rudimentario laboratorio —sin contar una profusión de cazuelas,
embudos, retortas, filtros y coladores— estaba compuesto por un atanor
primitivo, una probeta de cristal de cuello largo y angosto, imitación del
huevo filosófico, y un destilador construido por los propios gitanos según las
descripciones modernas del alambique de tres brazos de María la Judía. Además
de estas cosas, Melquíades dejó muestras de los siete metales correspondientes
a los siete planetas, las fórmulas de Moisés y Zósimo para el doblado del oro,
y una serie de apuntes y dibujos sobre los procesos del Gran Magisterio, que
permitían a quien supiera interpretarlos intentar la fabricación de la piedra
filosofal. Seducido por la simplicidad de las fórmulas para doblar el oro, José
Arcadio Buendía cortejó a Úrsula durante varias semanas, para que le permitiera
desenterrar sus monedas coloniales y aumentarlas tantas veces como era posible
subdividir el azogue. Úrsula cedió, como ocurría siempre, ante la
inquebrantable obstinación de su marido. Entonces José Arcadio Buendía echó
treinta doblones en una cazuela, y los fundió con raspadura de cobre,
oropimente, azufre y plomo. Puso a hervir todo a fuego vivo en un caldero de
aceite de ricino hasta obtener un jarabe espeso y pestilente más parecido al
caramelo vulgar que al oro magnífico. En azarosos y desesperados procesos de
destilación, fundida con los siete metales planetarios, trabajada con el
mercurio hermético y el vitriolo de Chipre, y vuelta a cocer en manteca de cerdo
a falta de aceite de rábano, la preciosa herencia de Úrsula quedó reducida a un
chicharrón carbonizado que no pudo ser desprendido del fondo del caldero.
Cuando volvieron los gitanos, Úrsula había predispuesto contra ellos a
toda la población. Pero la curiosidad pudo más que el temor, porque aquella vez
los gitanos recorrieron la aldea haciendo un ruido ensordecedor con toda clase
de instrumentos músicos, mientras el pregonero anunciaba la exhibición del más
fabuloso hallazgo de los nasciancenos. De modo que todo el mundo se fue a la
carpa, y mediante el pago de un centavo vieron un Melquíades juvenil, repuesto,
desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías
destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se
estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes
sobrenaturales del gitano. El pavor se convirtió en pánico cuando Melquíades se
sacó los dientes, intactos, engastados en las encías, y se los mostró al
público por un instante —un instante fugaz en que volvió a ser el mismo hombre
decrépito de los años anteriores— y se los puso otra vez y sonrió de nuevo con
un dominio pleno de su juventud restaurada. Hasta el propio José Arcadio
Buendía consideró que los conocimientos de Melquíades habían llegado a extremos
intolerables, pero experimentó un saludable alborozo cuando el gitano le
explicó a solas el mecanismo de su dentadura postiza. Aquello le pareció a la
vez tan sencillo y prodigioso, que de la noche a la mañana perdió todo interés
en las investigaciones de alquimia; sufrió una nueva crisis de mal humor, no
volvió a comer en forma regular y se pasaba el día dando vueltas por la casa.
«En el mundo están ocurriendo cosas increíbles», le decía a Úrsula. «Ahí mismo,
al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros
seguimos viviendo como los burros». Quienes lo conocían desde los tiempos de la
fundación de Macondo, se asombraban de cuánto había cambiado bajo la influencia
de Melquíades.
Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil,
que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y
animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena
marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor
de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una
salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de
colores alegres, dos dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto
bien plantado y un corral donde vivían en comunidad pacífica los chivos, los
cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no solo en la casa, sino
en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa,
menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún
momento de su vida se la oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el
amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida por el suave susurro de
sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los muros
de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos
mismos estaban siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa
exhalaban un tibio olor de albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería
jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que
desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y
trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra
a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y
laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300
habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta
años y donde nadie había muerto.
Desde
los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas.
En poco tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no solo la
propia casa, sino todas las de la aldea. El concierto de tantos pájaros
distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los oídos con cera de
abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la
tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el
mundo se sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en
el sopor de la ciénaga, y los gitanos confesaron que se habían orientado por el
canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo,
arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños
de trasmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo. De
emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto
holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba
cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara
víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su
locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro
sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una
trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región.
Sabía que hacia el oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la
sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas —según le había
contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo— sir Francis Drake se daba al
deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y rellenar de
paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con
mujeres y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la
sierra buscando una salida al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de
la empresa y fundaron a Macondo para no tener que emprender el camino de
regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque solo podía conducirlo
al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y
el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos
carecía de límites. La ciénaga grande se confundía al occidente con una
extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con
cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus
tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De
acuerdo con los cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de
contacto con la civilización era la ruta del norte. De modo que dotó de
herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos hombres que lo
acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos de
orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron
por la pedregosa ribera del río hasta el lugar en que años antes habían
encontrado la armadura del guerrero, y allí penetraron al bosque por un sendero
de naranjos silvestres. Al término de la primera semana, mataron y asaron un
venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los
próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir
comiendo guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego,
durante más de diez días, no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando
y húmedo, como ceniza volcánica, y la vegetación fue cada vez más insidiosa y
se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros y la bullaranga de
los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la
expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel
paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se
hundían en pozos de aceites humeantes y los machetes destrozaban lirios
sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi sin hablar,
avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por
una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por
un sofocante olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban
abriendo a su paso se volvía a cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva
que casi veían crecer ante sus ojos. «No importa», decía José Arcadio Buendía.
«Lo esencial es no perder la orientación». Siempre pendiente de la brújula,
siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron salir
de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad
estaba impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada
travesía, colgaron las hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos
semanas. Cuando despertaron, ya con el sol alto, se quedaron pasmados de
fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y
polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban las
piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El
casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno,
estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía
ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios
del tiempo y a las costumbres de los pájaros. En el interior, que los
expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había nada más que un
apretado bosque de flores.
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el
ímpetu de José Arcadio Buendía. Consideraba como una burla de su travieso
destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y
penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado
en su camino como un obstáculo insalvable. Muchos años después, el coronel
Aureliano Buendía volvió a atravesar la región, cuando era ya una ruta regular
del correo, y lo único que encontró de la nave fue el costillar carbonizado en
medio de un campo de amapolas. Solo entonces convencido de que aquella historia
no había sido un engendro de la imaginación de su padre, se preguntó cómo había
podido el galeón adentrarse hasta ese punto en tierra firme. Pero José Arcadio
Buendía no se planteó esa inquietud cuando encontró el mar, al cabo de otros
cuatro días de viaje, a doce kilómetros de distancia del galeón. Sus sueños
terminaban frente a ese mar color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía
los riesgos y sacrificios de su aventura.
—¡Carajo! —gritó—. Macondo está rodeado de agua por todas partes.
La idea de un Macondo peninsular prevaleció durante mucho tiempo,
inspirada en el mapa arbitrario que dibujó José Arcadio Buendía al regreso de
su expedición. Lo trazó con rabia, exagerando de mala fe las dificultades de
comunicación, como para castigarse a sí mismo por la absoluta falta de sentido
con que eligió el lugar. «Nunca llegaremos a ninguna parte», se lamentaba ante
Úrsula. «Aquí nos hemos de pudrir en vida sin recibir los beneficios de la
ciencia». Esa certidumbre, rumiada varios meses en el cuartito del laboratorio,
lo llevó a concebir el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio.
Pero esta vez, Úrsula se anticipó a sus designios febriles. En una secreta e
implacable labor de hormiguita predispuso a las mujeres de la aldea contra la
veleidad de sus hombres, que ya empezaban a prepararse para la mudanza. José
Arcadio Buendía no supo en qué momento, ni en virtud de qué fuerzas adversas,
sus planes se fueron enredando en una maraña de pretextos, contratiempos y
evasivas, hasta convertirse en pura y simple ilusión. Úrsula lo observó con una
atención inocente, y hasta sintió por él un poco de piedad, la mañana en que lo
encontró en el cuartito del fondo comentando entre dientes sus sueños de
mudanza, mientras colocaba en sus cajas originales las piezas del laboratorio.
Lo dejó terminar. Lo dejó clavar las cajas y poner sus iniciales encima con un
hisopo entintado, sin hacerle ningún reproche, pero sabiendo ya que él sabía
(porque se lo oyó decir en sus sordos monólogos) que los hombres del pueblo no lo
secundarían en su empresa. Solo cuando empezó a desmontar la puerta del
cuartito, Úrsula se atrevió a preguntarle por qué lo hacía, y él le contestó
con una cierta amargura: «Puesto que nadie quiere irse, nos iremos solos».
Úrsula no se alteró.
—No nos iremos —dijo—. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un
hijo.
—Todavía no tenemos un muerto —dijo él—. Uno no es de ninguna parte
mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Úrsula replicó, con una suave firmeza:
—Si es necesario que yo me muera para que se queden aquí, me muero.
José Arcadio Buendía no creyó que fuera tan rígida la voluntad de su
mujer. Trató de seducirla con el hechizo de su fantasía, con la promesa de un
mundo prodigioso donde bastaba con echar unos líquidos mágicos en la tierra
para que las plantas dieran frutos a voluntad del hombre, y donde se vendían a
precio de baratillo toda clase de aparatos para el dolor. Pero Úrsula fue
insensible a su clarividencia.
—En vez de andar pensando en tus alocadas novelerías, debes ocuparte de
tus hijos —replicó—. Míralos cómo están, abandonados a la buena de Dios, igual
que los burros.
José Arcadio Buendía tomó al pie de la letra las palabras de su mujer.
Miró a través de la ventana y vio a los dos niños descalzos en la huerta
soleada, y tuvo la impresión de que solo en aquel instante habían empezado a
existir, concebidos por el conjuro de Úrsula. Algo ocurrió entonces en su
interior; algo misterioso y definitivo que lo desarraigó de su tiempo actual y
lo llevó a la deriva por una región inexplorada de los recuerdos. Mientras
Úrsula seguía barriendo la casa que ahora estaba segura de no abandonar en el
resto de su vida, él permaneció contemplando a los niños con mirada absorta,
hasta que los ojos se le humedecieron y se los secó con el dorso de la mano, y
exhaló un hondo suspiro de resignación.
—Bueno —dijo—. Diles que vengan a ayudarme a sacar las cosas de los
cajones.
José Arcadio, el mayor de los niños, había cumplido catorce años. Tenía
la cabeza cuadrada, el pelo hirsuto y el carácter voluntarioso de su padre.
Aunque llevaba el mismo impulso de crecimiento y fortaleza física, ya desde
entonces era evidente que carecía de imaginación. Fue concebido y dado a luz
durante la penosa travesía de la sierra, antes de la fundación de Macondo, y
sus padres dieron gracias al cielo al comprobar que no tenía ningún órgano de
animal. Aureliano, el primer ser humano que nació en Macondo, iba a cumplir
seis años en marzo. Era silencioso y retraído. Había llorado en el vientre de
su madre y nació con los ojos abiertos. Mientras le cortaban el ombligo movía
la cabeza de un lado a otro reconociendo las cosas del cuarto, y examinaba el
rostro de la gente con una curiosidad sin asombro. Luego, indiferente a quienes
se acercaban a conocerlo, mantuvo la atención concentrada en el techo de palma,
que parecía a punto de derrumbarse bajo la tremenda presión de la lluvia.
Úrsula no volvió a acordarse de la intensidad de esa mirada hasta un día en que
el pequeño Aureliano, a la edad de tres años, entró a la cocina en el momento
en que ella retiraba del fogón y ponía en la mesa una olla de caldo hirviendo.
El niño, perplejo en la puerta, dijo: «Se va a caer». La olla estaba bien
puesta en el centro de la mesa, pero tan pronto como el niño hizo el anuncio,
inició un movimiento irrevocable hacia el borde, como impulsada por un
dinamismo interior, y se despedazó en el suelo. Úrsula, alarmada, le contó el
episodio a su marido, pero este lo interpretó como un fenómeno natural. Así fue
siempre, ajeno a la existencia de sus hijos, en parte porque consideraba la
infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre
estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas.
Pero desde la tarde en que llamó a los niños para que lo ayudaran a
desempacar las cosas del laboratorio, les dedicó sus horas mejores. En el
cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas
inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a sacar
cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no solo hasta donde le
alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites
de su imaginación. Fue así como los niños terminaron por aprender que en el
extremo meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su
único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie
el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica. Aquellas
alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños,
que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos
regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre
interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado, con la mano en el aire
y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de
los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y
asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.
Eran gitanos nuevos. Hombres y mujeres jóvenes que solo conocían su
propia lengua, ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos
bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de alborotada alegría, con
sus loros pintados de todos los colores que recitaban romanzas italianas, y la
gallina que ponía un centenar de huevos de oro al son de la pandereta, y el
mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, y la máquina múltiple que servía
al mismo tiempo para pegar botones y bajar la fiebre, y el aparato para olvidar
los malos recuerdos, y el emplasto para perder el tiempo, y un millar de
invenciones más, tan ingeniosas e insólitas, que José Arcadio Buendía hubiera
querido inventar la máquina de la memoria para poder acordarse de todas. En un
instante transformaron la aldea. Los habitantes de Macondo se encontraron de
pronto perdidos en sus propias calles, aturdidos por la feria multitudinaria.
Llevando un niño de cada mano para no perderlos en el tumulto,
tropezando con saltimbanquis de dientes acorazados de oro y malabaristas de
seis brazos, sofocado por el confuso aliento de estiércol y sándalo que
exhalaba la muchedumbre, José Arcadio Buendía andaba como un loco buscando a
Melquíades por todas partes, para que le revelara los infinitos secretos de
aquella pesadilla fabulosa. Se dirigió a varios gitanos que no entendieron su
lengua. Por último llegó hasta el lugar donde Melquíades solía plantar su
tienda, y encontró un armenio taciturno que anunciaba en castellano un jarabe
para hacerse invisible. Se había tomado de un golpe una copa de la sustancia
ambarina, cuando José Arcadio Buendía se abrió paso a empujones por entre el
grupo absorto que presenciaba el espectáculo, y alcanzó a hacer la pregunta. El
gitano lo envolvió en el clima atónito de su mirada, antes de convertirse en un
charco de alquitrán pestilente y humeante sobre el cual quedó flotando la
resonancia de su respuesta: «Melquíades murió». Aturdido por la noticia, José
Arcadio Buendía permaneció inmóvil, tratando de sobreponerse a la aflicción,
hasta que el grupo se dispersó reclamado por otros artificios y el charco del
armenio taciturno se evaporó por completo. Más tarde, otros gitanos le
confirmaron que en efecto Melquíades había sucumbido a las fiebres en los
médanos de Singapur, y su cuerpo había sido arrojado en el lugar más profundo
del mar de Java. A los niños no les interesó la noticia. Estaban obstinados en
que su padre los llevara a conocer la portentosa novedad de los sabios de
Memphis, anunciada a la entrada de una tienda que, según decían, perteneció al
rey Salomón. Tanto insistieron, que José Arcadio Buendía pagó los treinta
reales y los condujo hasta el centro de la carpa, donde había un gigante de
torso peludo y cabeza rapada, con un anillo de cobre en la nariz y una pesada
cadena de hierro en el tobillo, custodiando un cofre de pirata. Al ser
destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro solo
había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las
cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo.
Desconcertado, sabiendo que los niños esperaban una explicación inmediata, José
Arcadio Buendía se atrevió a murmurar:
—Es el diamante más grande del mundo.
—No —corrigió el gitano—. Es hielo.
José Arcadio Buendía, sin entender, extendió la mano hacia el témpano,
pero el gigante se la apartó. «Cinco reales más para tocarlo», dijo. José
Arcadio Buendía los pagó, y entonces puso la mano sobre el hielo, y la mantuvo
puesta por varios minutos, mientras el corazón se le hinchaba de temor y de júbilo
al contacto del misterio. Sin saber qué decir, pagó otros diez reales para que
sus hijos vivieran la prodigiosa experiencia. El pequeño José Arcadio se negó a
tocarlo. Aureliano, en cambio, dio un paso hacia adelante, puso la mano y la
retiró en el acto. «Está hirviendo», exclamó asustado. Pero su padre no le
prestó atención. Embriagado por la evidencia del prodigio, en aquel momento se
olvidó de la frustración de sus empresas delirantes y del cuerpo de Melquíades
abandonado al apetito de los calamares. Pagó otros cinco reales, y con la mano
puesta en el témpano, como expresando un testimonio sobre el texto sagrado,
exclamó:
—Este
es el gran invento de nuestro tiempo.
Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la
bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el
estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un
fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para
toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y
algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar
en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea
de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el
patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces
perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a
vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante
aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y
entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó
el negocio y llevó la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios
pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su
mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los
piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo
cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de
Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una
fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la
tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con
las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de
casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un
simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte
por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia.
Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los
antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en
uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible
desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus
propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos
saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza
de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula,
casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida
con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de
haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque
nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una
escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de
ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el
favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la
ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No
me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar». Así que se casaron con
una fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde
entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de
pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que
rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso
marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón
rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un
sistema de correas entrecruzadas, que se cerraba por delante con una gruesa
hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba
sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche,
forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto
del acto de amor, hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular
estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después
de casada, porque su marido era impotente. José Arcadio Buendía fue el último
que conoció el rumor.
—Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente —le dijo a su mujer con
mucha calma.
—Déjalos que hablen —dijo ella—. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses, hasta el
domingo trágico en que José Arcadio Buendía le ganó una pelea de gallos a
Prudencio Aguilar. Furioso, exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se
apartó de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba
a decirle.
—Te felicito —gritó—. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu
mujer.
José Arcadio Buendía, sereno, recogió su gallo. «Vuelvo en seguida»,
dijo a todos. Y luego, a Prudencio Aguilar:
—Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la
puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio
Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio
Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y con la misma dirección certera con
que el primer Aureliano Buendía exterminó a los tigres de la región, le
atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera,
José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo
el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate
eso». Úrsula no puso en duda la decisión de su marido. «Tú serás responsable de
lo que pase», murmuró. José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de
tierra.
—Si has de parir iguanas, criaremos iguanas —dijo—. Pero no habrá más
muertos en este pueblo por culpa tuya.
Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos
y retozando en la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por
el dormitorio, cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.
El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó
un malestar en la conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a
tomar agua en el patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba
lívido, con una expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto
el hueco de su garganta. No le produjo miedo, sino lástima. Volvió al cuarto a
contarle a su esposo lo que había visto, pero él no le hizo caso. «Los muertos
no salen», dijo. «Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia».
Dos noches después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño,
lavándose con el tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche
lo vio paseándose bajo la lluvia. José Arcadio Buendía, fastidiado por las
alucinaciones de su mujer, salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el
muerto con su expresión triste.
—Vete al carajo —le gritó José Arcadio Buendía—. Cuantas veces regreses
volveré a matarte.
Prudencio Aguilar no se fue, ni José Arcadio Buendía se atrevió a
arrojar la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la inmensa
desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda
nostalgia con que añoraba a los vivos, la ansiedad con que registraba la casa
buscando el agua para mojar su tapón de esparto. «Debe estar sufriendo mucho»,
le decía a Úrsula. «Se ve que está muy solo». Ella estaba tan conmovida que la
próxima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió lo
que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una
noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José
Arcadio Buendía no pudo resistir más.
—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos
que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.
Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de
José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura,
desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra
que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la
lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea,
confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo único
que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos pocos
útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de oro que heredó de su padre.
No se trazaron un itinerario definido. Solamente procuraban viajar en sentido
contrario al camino de Riohacha para no dejar ningún rastro ni encontrar gente
conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el estómago estragado
por la carne de mico y el caldo de culebras, Úrsula dio a luz un hijo con todas
sus partes humanas. Había hecho la mitad del camino en una hamaca colgada de un
palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la hinchazón le desfiguró las
piernas, y las várices se le reventaban como burbujas. Aunque daba lástima
verlos con los vientres templados y los ojos lánguidos, los niños resistieron
el viaje mejor que sus padres, y la mayor parte del tiempo les resultó
divertido. Una mañana, después de casi dos años de travesía, fueron los
primeros mortales que vieron la vertiente occidental de la sierra. Desde la
cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la ciénaga grande,
explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron el mar. Una
noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los pantanos, lejos
ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino, acamparon a la orilla
de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de vidrio helado. Años
después, durante la segunda guerra civil, el coronel Aureliano Buendía trató de
hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por sorpresa, y a los seis
días de viaje comprendió que era una locura. Sin embargo, la noche en que
acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían un aspecto de náufragos
sin escapatoria, pero su número había aumentado durante la travesía y todos
estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos. José Arcadio
Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con
casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron
con un nombre que nunca había oído, que no tenía significado alguno, pero que
tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al día siguiente
convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el mar. Les ordenó derribar
los árboles para hacer un claro junto al río, en el lugar más fresco de la
orilla, y allí fundaron la aldea.
José Arcadio Buendía no logró descifrar el sueño de las casas con
paredes de espejos hasta el día en que conoció el hielo. Entonces creyó
entender su profundo significado. Pensó que en un futuro próximo podrían fabricarse
bloques de hielo en gran escala, a partir de un material tan cotidiano como el
agua, y construir con ellos las nuevas casas de la aldea. Macondo dejaría de
ser un lugar ardiente, cuyas bisagras y aldabas se torcían de calor, para
convertirse en una ciudad invernal. Si no perseveró en sus tentativas de
construir una fábrica de hielo, fue porque entonces estaba positivamente
entusiasmado con la educación de sus hijos, en especial la de Aureliano, que
había revelado desde el primer momento una rara intuición alquímica. El
laboratorio había sido desempolvado. Revisando las notas de Melquíades, ahora
serenamente, sin la exaltación de la novedad, en prolongadas y pacientes
sesiones trataron de separar el oro de Úrsula del cascote adherido al fondo del
caldero. El joven José Arcadio participó apenas en el proceso. Mientras su
padre solo tenía cuerpo y alma para el atanor, el voluntarioso primogénito, que
siempre fue demasiado grande para su edad, se convirtió en un adolescente
monumental. Cambió de voz. El bozo se le pobló de un vello incipiente. Una
noche Úrsula entró en el cuarto cuando él se quitaba la ropa para dormir, y
experimentó un confuso sentimiento de vergüenza y piedad: era el primer hombre
que veía desnudo, después de su esposo, y estaba tan bien equipado para la
vida, que le pareció anormal. Úrsula, encinta por tercera vez, vivió de nuevo
sus terrores de recién casada.
Por aquel tiempo iba a la casa una mujer alegre, deslenguada,
provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en
la baraja. Úrsula le habló de su hijo. Pensaba que su desproporción era algo
tan desnaturalizado como la cola de cerdo del primo. La mujer soltó una risa
expansiva que repercutió en toda la casa como un reguero de vidrio. «Al
contrario», dijo. «Será feliz». Para confirmar su pronóstico llevó los naipes a
la casa pocos días después, y se encerró con José Arcadio en un depósito de
granos contiguo a la cocina. Colocó las barajas con mucha calma en un viejo
mesón de carpintería, hablando de cualquier cosa, mientras el muchacho esperaba
cerca de ella más aburrido que intrigado. De pronto extendió la mano y lo tocó.
«Qué bárbaro», dijo, sinceramente asustada, y fue todo lo que pudo decir. José
Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo
lánguido y unos terribles deseos de llorar. La mujer no le hizo ninguna
insinuación. Pero José Arcadio la siguió buscando toda la noche en el olor de
humo que ella tenía en las axilas y que se le quedó metido debajo del pellejo.
Quería estar con ella en todo momento, quería que ella fuera su madre, que
nunca salieran del granero y que le dijera qué bárbaro, y que lo volviera a
tocar y a decirle qué bárbaro. Un día no pudo soportar más y fue a buscarla a
su casa. Hizo una visita formal, incomprensible, sentado en la sala sin
pronunciar una palabra. En ese momento no la deseó. La encontraba distinta,
enteramente ajena a la imagen que inspiraba su olor, como si fuera otra. Tomó
el café y abandonó la casa deprimido. Esa noche, en el espanto de la vigilia,
la volvió a desear con una ansiedad brutal, pero entonces no la quería como era
en el granero, sino como había sido aquella tarde.
Días después, de un modo intempestivo, la mujer lo llamó a su casa,
donde estaba sola con su madre, y lo hizo entrar en el dormitorio con el
pretexto de enseñarle un truco de barajas. Entonces lo tocó con tanta libertad
que él sufrió una desilusión después del estremecimiento inicial, y experimentó
más miedo que placer. Ella le pidió que esa noche fuera a buscarla. Él estuvo
de acuerdo, por salir del paso, sabiendo que no sería capaz de ir. Pero esa
noche, en la cama ardiente, comprendió que tenía que ir a buscarla aunque no
fuera capaz. Se vistió a tientas, oyendo en la oscuridad la reposada
respiración de su hermano, la tos seca de su padre en el cuarto vecino, el asma
de las gallinas en el patio, el zumbido de los mosquitos, el bombo de su
corazón y el desmesurado bullicio del mundo que no había advertido hasta
entonces, y salió a la calle dormida. Deseaba de todo corazón que la puerta
estuviera atrancada, y no simplemente ajustada, como ella le había prometido.
Pero estaba abierta. La empujó con la punta de los dedos y los goznes soltaron
un quejido lúgubre y articulado que tuvo una resonancia helada en sus entrañas.
Desde el instante en que entró, de medio lado y tratando de no hacer ruido,
sintió el olor. Todavía estaba en la salita donde los tres hermanos de la mujer
colgaban las hamacas en posiciones que él ignoraba y que no podía determinar en
las tinieblas, así que le faltaba atravesarla a tientas, empujar la puerta del
dormitorio y orientarse allí de tal modo que no fuera a equivocarse de cama. Lo
consiguió. Tropezó con los hicos de las hamacas, que estaban más bajas de lo
que él había supuesto, y un hombre que roncaba hasta entonces se revolvió en el
sueño y dijo con una especie de desilusión: «Era miércoles». Cuando empujó la
puerta del dormitorio, no pudo impedir que raspara el desnivel del piso. De
pronto, en la oscuridad absoluta, comprendió con una irremediable nostalgia que
estaba completamente desorientado. En la estrecha habitación dormían la madre,
otra hija con el marido y dos niños, y la mujer que tal vez no lo esperaba.
Habría podido guiarse por el olor si el olor no hubiera estado en toda la casa,
tan engañoso y al mismo tiempo tan definido como había estado siempre en su
pellejo. Permaneció inmóvil un largo rato, preguntándose asombrado cómo había
hecho para llegar a ese abismo de desamparo, cuando una mano con todos los
dedos extendidos, que tanteaba en las tinieblas, le tropezó la cara. No se
sorprendió, porque sin saberlo lo había estado esperando. Entonces se confió a
aquella mano, y en un terrible estado de agotamiento se dejó llevar hasta un
lugar sin formas donde le quitaron la ropa y lo zarandearon como un costal de
papas y lo voltearon al derecho y al revés, en una oscuridad insondable en la
que le sobraban los brazos, donde ya no olía más a mujer, sino a amoníaco, y
donde trataba de acordarse del rostro de ella y se encontraba con el rostro de Úrsula,
confusamente consciente de que estaba haciendo algo que desde hacía mucho
tiempo deseaba que se pudiera hacer, pero que nunca se había imaginado que en
realidad se pudiera hacer, sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía
dónde estaban los pies y dónde la cabeza, ni los pies de quién ni la cabeza de
quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y
el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo
tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad
espantosa.
Se llamaba Pilar Ternera. Había formado parte del éxodo que culminó con
la fundación de Macondo, arrastrada por su familia para separarla del hombre
que la violó a los catorce años y siguió amándola hasta los veintidós, pero que
nunca se decidió a hacer pública la situación porque era un hombre ajeno. Le
prometió seguirla hasta el fin del mundo, pero más tarde, cuando arreglara sus
asuntos, y ella se había cansado de esperarlo identificándolo siempre con los
hombres altos y bajos, rubios y morenos, que las barajas le prometían por los
caminos de la tierra y los caminos del mar, para dentro de tres días, tres
meses o tres años. Había perdido en la espera la fuerza de los muslos, la
dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaba intacta la locura
del corazón. Trastornado por aquel juguete prodigioso, José Arcadio buscó su
rastro todas las noches a través del laberinto del cuarto. En cierta ocasión
encontró la puerta atrancada, y tocó varias veces, sabiendo que si había tenido
el arresto de tocar la primera vez tenía que tocar hasta la última, y al cabo
de una espera interminable ella le abrió la puerta. Durante el día,
derrumbándose de sueño, gozaba en secreto con los recuerdos de la noche anterior.
Pero cuando ella entraba en la casa, alegre, indiferente, dicharachera, él no
tenía que hacer ningún esfuerzo para disimular su tensión, porque aquella mujer
cuya risa explosiva espantaba a las palomas, no tenía nada que ver con el poder
invisible que lo enseñaba a respirar hacia dentro y a controlar los golpes del
corazón, y le había permitido entender por qué los hombres le tienen miedo a la
muerte. Estaba tan ensimismado que ni siquiera comprendió la alegría de todos
cuando su padre y su hermano alborotaron la casa con la noticia de que habían
logrado vulnerar el cascote metálico y separar el oro de Úrsula.
En efecto, tras complicadas y perseverantes jornadas, lo habían
conseguido. Úrsula estaba feliz, y hasta dio gracias a Dios por la invención de
la alquimia, mientras la gente de la aldea se apretujaba en el laboratorio, y
les servían dulce de guayaba con galletitas para celebrar el prodigio, y José
Arcadio Buendía les dejaba ver el crisol con el oro rescatado, como si acabara
de inventarlo. De tanto mostrarlo, terminó frente a su hijo mayor, que en los
últimos tiempos apenas se asomaba por el laboratorio. Puso frente a sus ojos el
mazacote seco y amarillento, y le preguntó: «¿Qué te parece?». José Arcadio,
sinceramente, contestó:
—Mierda de perro.
Su padre le dio con el revés de la mano un violento golpe en la boca que
le hizo saltar la sangre y las lágrimas. Esa noche Pilar Ternera le puso
compresas de árnica en la hinchazón, adivinando el frasco y los algodones en la
oscuridad, y le hizo todo lo que quiso sin que él se molestara, para amarlo sin
lastimarlo. Lograron tal estado de intimidad que un momento después, sin darse
cuenta, estaban hablando en murmullos.
—Quiero estar solo contigo —decía él—. Un día de estos le cuento todo a
todo el mundo y se acaban los escondrijos.
Ella no trató de apaciguarlo.
—Sería muy bueno —dijo—. Si estamos solos, dejamos la lámpara encendida
para vernos bien, y yo puedo gritar todo lo que quiera sin que nadie tenga que
meterse y tú me dices en la oreja todas las porquerías que se te ocurran.
Esta conversación, el rencor mordiente que sentía contra su padre, y la
inminente posibilidad del amor desaforado, le inspiraron una serena valentía.
De un modo espontáneo, sin ninguna preparación, le contó todo a su hermano.
Al principio el pequeño Aureliano solo comprendía el riesgo, la inmensa
posibilidad de peligro que implicaban las aventuras de su hermano, pero no
lograba concebir la fascinación del objetivo. Poco a poco se fue contaminando
de ansiedad. Se hacía contar las minuciosas peripecias, se identificaba con el
sufrimiento y el gozo del hermano, se sentía asustado y feliz. Lo esperaba
despierto hasta el amanecer, en la cama solitaria que parecía tener una estera
de brasas, y seguían hablando sin sueño hasta la hora de levantarse, de modo
que muy pronto padecieron ambos la misma somnolencia, sintieron el mismo
desprecio por la alquimia y la sabiduría de su padre, y se refugiaron en la
soledad. «Estos niños andan como zurumbáticos», decía Úrsula. «Deben tener
lombrices». Les preparó una repugnante pócima de paico machacado, que ambos
bebieron con imprevisto estoicismo, y se sentaron al mismo tiempo en sus
bacinillas once veces en un solo día, y expulsaron unos parásitos rosados que
mostraron a todos con gran júbilo, porque les permitieron desorientar a Úrsula
en cuanto al origen de sus distraimientos y languideces. Aureliano no solo
podía entonces entender, sino que podía vivir como cosa propia las experiencias
de su hermano, porque en una ocasión en que este explicaba con muchos
pormenores el mecanismo del amor, lo interrumpió para preguntarle: «¿Qué se
siente?». José Arcadio le dio una respuesta inmediata:
—Es como un temblor de tierra.
Un jueves de enero a las dos de la madrugada, nació Amaranta. Antes de
que nadie entrara en el cuarto, Úrsula la examinó minuciosamente. Era liviana y
acuosa como una lagartija, pero todas sus partes eran humanas. Aureliano no se
dio cuenta de la novedad sino cuando sintió la casa llena de gente. Protegido
por la confusión salió en busca de su hermano, que no estaba en la cama desde
las once, y fue una decisión tan impulsiva que ni siquiera tuvo tiempo de
preguntarse cómo haría para sacarlo del dormitorio de Pilar Ternera. Estuvo
rondando la casa varias horas, silbando claves privadas, hasta que la
proximidad del alba lo obligó a regresar. En el cuarto de su madre, jugando con
la hermanita recién nacida y con una cara que se le caía de inocencia, encontró
a José Arcadio.
Úrsula había cumplido apenas su reposo de cuarenta días, cuando
volvieron los gitanos. Eran los mismos saltimbanquis y malabaristas que
llevaron el hielo. A diferencia de la tribu de Melquíades, habían demostrado en
poco tiempo que no eran heraldos del progreso, sino mercachifles de
diversiones. Inclusive cuando llevaron el hielo, no lo anunciaron en función de
su utilidad en la vida de los hombres, sino como una simple curiosidad de
circo. Esta vez, entre muchos otros juegos de artificio, llevaban una estera
voladora. Pero no la ofrecieron como un aporte fundamental al desarrollo del
transporte, sino como un objeto de recreo. La gente, desde luego, desenterró
sus últimos pedacitos de oro para disfrutar de un vuelo fugaz sobre las casas
de la aldea. Amparados por la deliciosa impunidad del desorden colectivo, José
Arcadio y Pilar vivieron horas de desahogo. Fueron dos novios dichosos entre la
muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento
más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus
noches secretas. Pilar, sin embargo, rompió el encanto. Estimulada por el
entusiasmo con que José Arcadio disfrutaba de su compañía, equivocó la forma y
la ocasión, y de un solo golpe le echó el mundo encima. «Ahora sí eres un
hombre», le dijo. Y como él no entendió lo que ella quería decirle, se lo
explicó letra por letra:
—Vas a tener un hijo.
José Arcadio no se atrevió a salir de su casa en varios días. Le bastaba
con escuchar la risotada trepidante de Pilar en la cocina para correr a
refugiarse en el laboratorio, donde los artefactos de alquimia habían revivido
con la bendición de Úrsula. José Arcadio Buendía recibió con alborozo al hijo
extraviado y lo inició en la búsqueda de la piedra filosofal, que había por fin
emprendido. Una tarde se entusiasmaron los muchachos con la estera voladora que
pasó veloz al nivel de la ventana del laboratorio llevando al gitano conductor
y a varios niños de la aldea que hacían alegres saludos con la mano, y José
Arcadio Buendía ni siquiera la miró. «Déjenlos que sueñen», dijo. «Nosotros
volaremos mejor que ellos con recursos más científicos que ese miserable
sobrecamas». A pesar de su fingido interés, José Arcadio no entendió nunca los
poderes del huevo filosófico, que simplemente le parecía un frasco mal hecho.
No lograba escapar de su preocupación. Perdió el apetito y el sueño, sucumbió
al mal humor, igual que su padre ante el fracaso de alguna de sus empresas, y
fue tal su trastorno que el propio José Arcadio Buendía lo relevó de los
deberes en el laboratorio creyendo que había tomado la alquimia demasiado a
pecho. Aureliano, por supuesto, comprendió que la aflicción del hermano no
tenía origen en la búsqueda de la piedra filosofal, pero no consiguió
arrancarle una confidencia. Había perdido su antigua espontaneidad. De cómplice
y comunicativo se hizo hermético y hostil. Ansioso de soledad, mordido por un
virulento rencor contra el mundo, una noche abandonó la cama como de costumbre,
pero no fue a casa de Pilar Ternera, sino a confundirse con el tumulto de la
feria. Después de deambular por entre toda suerte de máquinas de artificio, sin
interesarse por ninguna, se fijó en algo que no estaba en juego: una gitana muy
joven, casi una niña, agobiada de abalorios, la mujer más bella que José
Arcadio había visto en su vida. Estaba entre la multitud que presenciaba el
triste espectáculo del hombre que se convirtió en víbora por desobedecer a sus
padres.
José Arcadio no puso atención. Mientras se desarrollaba el triste
interrogatorio del hombre-víbora, se había abierto paso por entre la multitud
hasta la primera fila en que se encontraba la gitana, y se había detenido
detrás de ella. Se apretó contra sus espaldas. La muchacha trató de separarse,
pero José Arcadio se apretó con más fuerza contra sus espaldas. Entonces ella
lo sintió. Se quedó inmóvil contra él, temblando de sorpresa y pavor, sin poder
creer en la evidencia, y por último volvió la cabeza y lo miró con una sonrisa
trémula. En ese instante dos gitanos metieron al hombre-víbora en su jaula y la
llevaron al interior de la tienda. El gitano que dirigía el espectáculo
anunció:
—Y ahora, señoras y señores, vamos a mostrar la prueba terrible de la
mujer que tendrá que ser decapitada todas las noches a esta hora durante ciento
cincuenta años, como castigo por haber visto lo que no debía.
José Arcadio y la muchacha no presenciaron la decapitación. Fueron a la
carpa de ella, donde se besaron con una ansiedad desesperada mientras se iban
quitando la ropa. La gitana se deshizo de sus corpiños superpuestos, de sus
numerosos pollerines de encaje almidonado, de su inútil corset alambrado, de su
carga de abalorios, y quedó prácticamente convertida en nada. Era una ranita
lánguida, de senos incipientes y piernas tan delgadas que no le ganaban en
diámetro a los brazos de José Arcadio, pero tenía una decisión y un calor que compensaban
su fragilidad. Sin embargo, José Arcadio no podía responderle porque estaban en
una especie de carpa pública, por donde los gitanos pasaban con sus cosas de
circo y arreglaban sus asuntos, y hasta se demoraban junto a la cama a echar
una partida de dados. La lámpara colgada en la vara central iluminaba todo el
ámbito. En una pausa de las caricias, José Arcadio se estiró desnudo en la
cama, sin saber qué hacer, mientras la muchacha trataba de alentarlo. Una
gitana de carnes espléndidas entró poco después acompañada de un hombre que no
hacía parte de la farándula, pero que tampoco era de la aldea, y ambos
empezaron a desvestirse frente a la cama. Sin proponérselo, la mujer miró a
José Arcadio y examinó con una especie de fervor patético su magnífico animal
en reposo.
—Muchacho —exclamó—, que Dios te la conserve.
La compañera de José Arcadio les pidió que los dejaran tranquilos, y la
pareja se acostó en el suelo, muy cerca de la cama. La pasión de los otros
despertó la fiebre de José Arcadio. Al primer contacto, los huesos de la
muchacha parecieron desarticularse con un crujido desordenado como el de un
fichero de dominó, y su piel se deshizo en un sudor pálido y sus ojos se
llenaron de lágrimas y todo su cuerpo exhaló un lamento lúgubre y un vago olor
de lodo. Pero soportó el impacto con una firmeza de carácter y una valentía
admirables. José Arcadio se sintió entonces levantado en vilo hacia un estado
de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de
obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oídos y le salían
por la boca traducidas a su idioma. Era jueves. La noche del sábado José
Arcadio se amarró un trapo rojo en la cabeza y se fue con los gitanos.
Cuando Úrsula descubrió su ausencia, lo buscó por toda la aldea. En el
desmantelado campamento de los gitanos no había más que un reguero de
desperdicios entre las cenizas todavía humeantes de los fogones apagados.
Alguien que andaba por ahí buscando abalorios entre la basura le dijo a Úrsula
que la noche anterior había visto a su hijo en el tumulto de la farándula,
empujando una carretilla con la jaula del hombre-víbora. «¡Se metió de
gitano!», le gritó ella a su marido, quien no había dado la menor señal de
alarma ante la desaparición.
—Ojalá
fuera cierto —dijo José Arcadio Buendía, machacando en el mortero la materia
mil veces machacada y recalentada y vuelta a machacar—. Así aprenderá a ser
hombre.
Úrsula preguntó por dónde se habían ido los gitanos. Siguió preguntando
en el camino que le indicaron, y creyendo que todavía tenía tiempo de
alcanzarlos, siguió alejándose de la aldea, hasta que tuvo conciencia de estar
tan lejos que ya no pensó en regresar. José Arcadio Buendía no descubrió la
falta de su mujer sino a las ocho de la noche, cuando dejó la materia recalentándose
en una cama de estiércol, y fue a ver qué le pasaba a la pequeña Amaranta que
estaba ronca de llorar. En pocas horas reunió un grupo de hombres bien
equipados, puso a Amaranta en manos de una mujer que se ofreció para
amamantarla, y se perdió por senderos invisibles en pos de Úrsula. Aureliano
los acompañó. Unos pescadores indígenas, cuya lengua desconocían, les indicaron
por señas, al amanecer, que no habían visto pasar a nadie. Al cabo de tres días
de búsqueda inútil, regresaron a la aldea.
Durante varias semanas, José Arcadio Buendía se dejó vencer por la
consternación. Se ocupaba como una madre de la pequeña Amaranta. La bañaba y
cambiaba de ropa, la llevaba a ser amamantada cuatro veces al día y hasta le
cantaba en la noche las canciones que Úrsula nunca supo cantar. En cierta
ocasión Pilar Ternera se ofreció para hacer los oficios de la casa mientras
regresaba Úrsula. Aureliano, cuya misteriosa intuición se había sensibilizado
en la desdicha, experimentó un fulgor de clarividencia al verla entrar.
Entonces supo que de algún modo inexplicable ella tenía la culpa de la fuga de
su hermano y la consiguiente desaparición de su madre, y la acosó de tal modo,
con una callada e implacable hostilidad, que la mujer no volvió a la casa.
El tiempo puso las cosas en su puesto. José Arcadio Buendía y su hijo no
supieron en qué momento estaban otra vez en el laboratorio, sacudiendo el
polvo, prendiendo fuego al atanor, entregados una vez más a la paciente
manipulación de la materia dormida desde hacía varios meses en su cama de
estiércol. Hasta Amaranta, acostada en una canastilla de mimbre, observaba con
curiosidad la absorbente labor de su padre y su hermano en el cuartito
enrarecido por los vapores del mercurio. En cierta ocasión, meses después de la
partida de Úrsula, empezaron a suceder cosas extrañas. Un frasco vacío que
durante mucho tiempo estuvo olvidado en un armario se hizo tan pesado que fue
imposible moverlo. Una cazuela de agua colocada en la mesa de trabajo hirvió
sin fuego durante media hora hasta evaporarse por completo. José Arcadio
Buendía y su hijo observaban aquellos fenómenos con asustado alborozo, sin
lograr explicárselos, pero interpretándolos como anuncios de la materia. Un día
la canastilla de Amaranta empezó a moverse con un impulso propio y dio una
vuelta completa en el cuarto, ante la consternación de Aureliano, que se
apresuró a detenerla. Pero su padre no se alteró. Puso la canastilla en su
puesto y la amarró a la pata de una mesa, convencido de que el acontecimiento
esperado era inminente. Fue en esa ocasión cuando Aureliano le oyó decir:
—Si no temes a Dios, témele a los metales.
De pronto, casi cinco meses después de su desaparición, volvió Úrsula.
Llegó exaltada, rejuvenecida, con ropas nuevas de un estilo desconocido en la
aldea. José Arcadio Buendía apenas si pudo resistir el impacto. «¡Era esto!»,
gritaba. «Yo sabía que iba a ocurrir». Y lo creía de veras, porque en sus
prolongados encierros, mientras manipulaba la materia, rogaba en el fondo de su
corazón que el prodigio esperado no fuera el hallazgo de la piedra filosofal,
ni la liberación del soplo que hace vivir los metales, ni la facultad de
convertir en oro las bisagras y cerraduras de la casa, sino lo que ahora había
ocurrido: el regreso de Úrsula. Pero ella no compartía su alborozo. Le dio un
beso convencional, como si no hubiera estado ausente más de una hora, y le
dijo:
—Asómate a la puerta.
José
Arcadio Buendía tardó mucho tiempo para restablecerse de la perplejidad cuando
salió a la calle y vio la muchedumbre. No eran gitanos. Eran hombres y mujeres
como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se
lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer,
carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios
terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad
cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a solo dos días de viaje, donde
había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas
del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta
que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes
inventos.
El hijo de Pilar Ternera fue llevado a casa de sus abuelos a las dos
semanas de nacido. Úrsula lo admitió de mala gana, vencida una vez más por la
terquedad de su marido que no pudo tolerar la idea de que un retoño de su
sangre quedara navegando a la deriva, pero impuso la condición de que se
ocultara al niño su verdadera identidad. Aunque recibió el nombre de José
Arcadio, terminaron por llamarlo simplemente Arcadio para evitar confusiones.
Había por aquella época tanta actividad en el pueblo y tantos trajines en la
casa, que el cuidado de los niños quedó relegado a un nivel secundario. Se los
encomendaron a Visitación, una india guajira que llegó al pueblo con un
hermano, huyendo de una peste de insomnio que flagelaba a su tribu desde hacía
varios años. Ambos eran tan dóciles y serviciales que Úrsula se hizo cargo de
ellos para que la ayudaran en los oficios domésticos. Fue así como Arcadio y
Amaranta hablaron la lengua guajira antes que el castellano, y aprendieron a
tomar caldo de lagartijas y a comer huevos de arañas sin que Úrsula se diera
cuenta, porque andaba demasiado ocupada en un prometedor negocio de animalitos
de caramelo. Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula
divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto
a la ciénaga, de modo que la escueta aldea de otro tiempo se convirtió muy
pronto en un pueblo activo, con tiendas y talleres de artesanía, y una ruta de
comercio permanente por donde llegaron los primeros árabes de pantuflas y
argollas en las orejas, cambiando collares de vidrio por guacamayas. José
Arcadio Buendía no tuvo un instante de reposo. Fascinado por una realidad
inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su
imaginación, perdió todo interés por el laboratorio de alquimia, puso a
descansar la materia extenuada por largos meses de manipulación, y volvió a ser
el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidía el trazado de las
calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de
privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién
llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y
se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra. Cuando
volvieron los gitanos saltimbanquis, ahora con su feria ambulante transformada
en un gigantesco establecimiento de juegos de suerte y azar, fueron recibidos
con alborozo porque se pensó que José Arcadio regresaba con ellos. Pero José
Arcadio no volvió, ni llevaron al hombre-víbora que según pensaba Úrsula era el
único que podría darles razón de su hijo, así que no se les permitió a los
gitanos instalarse en el pueblo ni volver a pisarlo en el futuro, porque se los
consideró como mensajeros de la concupiscencia y la perversión. José Arcadio
Buendía, sin embargo, fue explícito en el sentido de que la antigua tribu de
Melquíades, que tanto contribuyó al engrandecimiento de la aldea con su
milenaria sabiduría y sus fabulosos inventos, encontraría siempre las puertas
abiertas. Pero la tribu de Melquíades, según contaron los trotamundos, había
sido borrada de la faz de la tierra por haber sobrepasado los límites del
conocimiento humano.
Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José
Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del
cual solo se permitió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la
época de la fundación alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalación en
su lugar de relojes musicales en todas las casas. Eran unos preciosos relojes
de madera labrada que los árabes cambiaban por guacamayas, y que José Arcadio
Buendía sincronizó con tanta precisión, que cada media hora el pueblo se
alegraba con los acordes progresivos de una misma pieza, hasta alcanzar la
culminación de un mediodía exacto y unánime con el valse completo. Fue también
José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles del pueblo
se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos
nunca los métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo
fue un campamento de casas de madera y techos de zinc, todavía perduraban en
las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía
entonces quién los había sembrado. Mientras su padre ponía en orden el pueblo y
su madre consolidaba el patrimonio doméstico con su maravillosa industria de
gallitos y peces azucarados que dos veces al día salían de la casa ensartados
en palos de balso, Aureliano vivía horas interminables en el laboratorio
abandonado, aprendiendo por pura investigación el arte de la platería. Se había
estirado tanto, que en poco tiempo dejó de servirle la ropa abandonada por su
hermano y empezó a usar la de su padre, pero fue necesario que Visitación les
cosiera alforzas a las camisas y sisas a los pantalones, porque Aureliano no
había sacado la corpulencia de los otros. La adolescencia le había quitado la
dulzura de la voz y lo había vuelto silencioso y definitivamente solitario,
pero en cambio le había restituido la expresión intensa que tuvo en los ojos al
nacer. Estaba tan concentrado en sus experimentos de platería que apenas si
abandonaba el laboratorio para comer. Preocupado por su ensimismamiento, José
Arcadio Buendía le dio llaves de la casa y un poco de dinero, pensando que tal
vez le hiciera falta una mujer. Pero Aureliano gastó el dinero en ácido muriático
para preparar agua regia y embelleció las llaves con un baño de oro. Sus
exageraciones eran apenas comparables a las de Arcadio y Amaranta, que ya
habían empezado a mudar los dientes y todavía andaban agarrados todo el día a
las mantas de los indios, tercos en su decisión de no hablar el castellano,
sino la lengua guajira. «No tienes de qué quejarte», le decía Úrsula a su
marido. «Los hijos heredan las locuras de sus padres». Y mientras se lamentaba
de su mala suerte, convencida de que las extravagancias de sus hijos eran algo
tan espantoso como una cola de cerdo, Aureliano fijó en ella una mirada que la
envolvió en un ámbito de incertidumbre.
—Alguien va a venir —le dijo.
Úrsula, como siempre que él expresaba un pronóstico, trató de
desalentarlo con su lógica casera. Era normal que alguien llegara. Decenas de
forasteros pasaban a diario por Macondo sin suscitar inquietudes ni anticipar
anuncios secretos. Sin embargo, por encima de toda lógica, Aureliano estaba
seguro de su presagio.
—No sé quién será —insistió—, pero el que sea ya viene en camino.
El domingo, en efecto, llegó Rebeca. No tenía más de once años. Había
hecho el penoso viaje desde Manaure con unos traficantes de pieles que
recibieron el encargo de entregarla junto con una carta en la casa de José
Arcadio Buendía, pero que no pudieron explicar con precisión quién era la
persona que les había pedido el favor. Todo su equipaje estaba compuesto por el
baulito de la ropa, un pequeño mecedor de madera con florecitas de colores
pintadas a mano y un talego de lona que hacía un permanente ruido de cloc cloc
cloc, donde llevaba los huesos de sus padres. La carta dirigida a José Arcadio
Buendía estaba escrita en términos muy cariñosos por alguien que lo seguía
queriendo mucho a pesar del tiempo y la distancia y que se sentía obligado por
un elemental sentido humanitario a hacer la caridad de mandarle esa pobre
huerfanita desamparada, que era prima de Úrsula en segundo grado y por
consiguiente parienta también de José Arcadio Buendía, aunque en grado más lejano,
porque era hija de ese inolvidable amigo que fue Nicanor Ulloa y su muy digna
esposa Rebeca Montiel, a quienes Dios tuviera en su santo reino, cuyos restos
adjuntaba la presente para que les dieran cristiana sepultura. Tanto los
nombres mencionados como la firma de la carta eran perfectamente legibles, pero
ni José Arcadio Buendía ni Úrsula recordaban haber tenido parientes con esos
nombres ni conocían a nadie que se llamara como el remitente y mucho menos en
la remota población de Manaure. A través de la niña fue imposible obtener
ninguna información complementaria. Desde el momento en que llegó se sentó a
chuparse el dedo en el mecedor y a observar a todos con sus grandes ojos
espantados, sin que diera señal alguna de entender lo que le preguntaban. Llevaba
un traje de diagonal teñido de negro, gastado por el uso, y unos desconchados
botines de charol. Tenía el cabello sostenido detrás de las orejas con moños de
cintas negras. Usaba un escapulario con las imágenes borradas por el sudor y en
la muñeca derecha un colmillo de animal carnívoro montado en un soporte de
cobre como amuleto contra el mal de ojo. Su piel verde, su vientre redondo y
tenso como un tambor, revelaban una mala salud y un hambre más viejas que ella
misma, pero cuando le dieron de comer se quedó con el plato en las piernas sin
probarlo. Se llegó inclusive a creer que era sordomuda, hasta que los indios le
preguntaron en su lengua si quería un poco de agua y ella movió los ojos como
si los hubiera reconocido y dijo que sí con la cabeza.
Se quedaron con ella porque no había más remedio. Decidieron llamarla
Rebeca, que de acuerdo con la carta era el nombre de su madre, porque Aureliano
tuvo la paciencia de leer frente a ella todo el santoral y no logró que
reaccionara con ningún nombre. Como en aquel tiempo no había cementerio en
Macondo, pues hasta entonces no había muerto nadie, conservaron el talego con
los huesos en espera de que hubiera un lugar digno para sepultarlos, y durante
mucho tiempo estorbaron por todas partes y se les encontraba donde menos se
suponía, siempre con su cloqueante cacareo de gallina clueca. Pasó mucho tiempo
antes de que Rebeca se incorporara a la vida familiar. Se sentaba en el
mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón más apartado de la casa. Nada le
llamaba la atención, salvo la música de los relojes, que cada media hora
buscaba con ojos asustados, como si esperara encontrarla en algún lugar del
aire. No lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había
muerto de hambre, hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo porque
recorrían la casa sin cesar con sus pies sigilosos, descubrieron que a Rebeca
solo le gustaba comer la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que
arrancaba de las paredes con las uñas. Era evidente que sus padres, o
quienquiera que la hubiese criado, la habían reprendido por ese hábito, pues lo
practicaba a escondidas y con conciencia de culpa, procurando trasponer las
raciones para comerlas cuando nadie la viera. Desde entonces la sometieron a
una vigilancia implacable. Echaban hiel de vaca en el patio y untaban ají
picante en las paredes, creyendo derrotar con esos métodos su vicio pernicioso,
pero ella dio tales muestras de astucia e ingenio para procurarse la tierra,
que Úrsula se vio forzada a emplear recursos más drásticos. Ponía jugo de
naranja con ruibarbo en una cazuela que dejaba al sereno toda la noche, y le
daba la pócima al día siguiente en ayunas. Aunque nadie le había dicho que
aquel era el remedio específico para el vicio de comer tierra, pensaba que cualquier
sustancia amarga en el estómago vacío tenía que hacer reaccionar al hígado.
Rebeca era tan rebelde y tan fuerte a pesar de su raquitismo, que tenían que
barbearla como a un becerro para que tragara la medicina, y apenas si podían
reprimir sus pataletas y soportar los enrevesados jeroglíficos que ella
alternaba con mordiscos y escupitajos, y que según decían los escandalizados
indígenas eran las obscenidades más gruesas que se podían concebir en su
idioma. Cuando Úrsula lo supo, complementó el tratamiento con correazos. No se
estableció nunca si lo que surtió efecto fue el ruibarbo o las tollinas, o las
dos cosas combinadas, pero la verdad es que en pocas semanas Rebeca empezó a
dar muestras de restablecimiento. Participó en los juegos de Arcadio y Amaranta,
que la recibieron como una hermana mayor, y comió con apetito sirviéndose bien
de los cubiertos. Pronto se reveló que hablaba el castellano con tanta fluidez
como la lengua de los indios, que tenía una habilidad notable para los oficios
manuales y que cantaba el valse de los relojes con una letra muy graciosa que
ella misma había inventado. No tardaron en considerarla como un miembro más de
la familia. Era con Úrsula más afectuosa que nunca lo fueron sus propios hijos,
y llamaba hermanitos a Amaranta y a Arcadio, y tío a Aureliano y abuelito a
José Arcadio Buendía. De modo que terminó por merecer tanto como los otros el
nombre de Rebeca Buendía, el único que tuvo siempre y que llevó con dignidad
hasta la muerte.
Una noche, por la época en que Rebeca se curó del vicio de comer tierra
y fue llevada a dormir en el cuarto de los otros niños, la india que dormía con
ellos despertó por casualidad y oyó un extraño ruido intermitente en el rincón.
Se incorporó alarmada, creyendo que había entrado un animal en el cuarto, y
entonces vio a Rebeca en el mecedor, chupándose el dedo y con los ojos
alumbrados como los de un gato en la oscuridad. Pasmada de terror, atribulada
por la fatalidad de su destino, Visitación reconoció en esos ojos los síntomas
de la enfermedad cuya amenaza los había obligado, a ella y a su hermano, a
desterrarse para siempre de un reino milenario en el cual eran príncipes. Era
la peste del insomnio.
Cataure, el indio, no amaneció en la casa. Su hermana se quedó, porque
su corazón fatalista le indicaba que la dolencia letal había de perseguirla de
todos modos hasta el último rincón de la tierra. Nadie entendió la alarma de
Visitación. «Si no volvemos a dormir, mejor», decía José Arcadio Buendía, de
buen humor. «Así nos rendirá más la vida». Pero la india les explicó que lo más
temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues
el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una
manifestación más crítica: el olvido. Quería decir que cuando el enfermo se
acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los
recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por
último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta
hundirse en una especie de idiotez sin pasado. José Arcadio Buendía, muerto de
risa, consideró que se trataba de una de tantas dolencias inventadas por la
superstición de los indígenas. Pero Úrsula, por si acaso, tomó la precaución de
separar a Rebeca de los otros niños.
Al cabo de varias semanas, cuando el terror de Visitación parecía
aplacado, José Arcadio Buendía se encontró una noche dando vueltas en la cama
sin poder dormir. Úrsula, que también había despertado, le preguntó qué le
pasaba, y él le contestó: «Estoy pensando otra vez en Prudencio Aguilar». No
durmieron un minuto, pero al día siguiente se sentían tan descansados que se
olvidaron de la mala noche. Aureliano comentó asombrado a la hora del almuerzo
que se sentía muy bien a pesar de que había pasado toda la noche en el
laboratorio dorando un prendedor que pensaba regalarle a Úrsula el día de su
cumpleaños. No se alarmaron hasta el tercer día, cuando a la hora de acostarse
se sintieron sin sueño, y cayeron en la cuenta de que llevaban más de cincuenta
horas sin dormir.
—Los niños también están despiertos —dijo la india con su convicción
fatalista—. Una vez que entra en la casa, nadie escapa a la peste.
Habían contraído, en efecto, la enfermedad del insomnio. Úrsula, que
había aprendido de su madre el valor medicinal de las plantas, preparó e hizo
beber a todos un brebaje de acónito, pero no consiguieron dormir, sino que
estuvieron todo el día soñando despiertos. En ese estado de alucinada lucidez
no solo veían las imágenes de sus propios sueños, sino que los unos veían las
imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de
visitantes. Sentada en su mecedor en un rincón de la cocina, Rebeca soñó que un
hombre muy parecido a ella, vestido de lino blanco y con el cuello de la camisa
cerrado por un botón de oro, le llevaba un ramo de rosas. Lo acompañaba una
mujer de manos delicadas que separó una rosa y se la puso a la niña en el pelo.
Úrsula comprendió que el hombre y la mujer eran los padres de Rebeca, pero
aunque hizo un grande esfuerzo por reconocerlos, confirmó su certidumbre de que
nunca los había visto. Mientras tanto, por un descuido que José Arcadio Buendía
no se perdonó jamás, los animalitos de caramelo fabricados en la casa seguían
siendo vendidos en el pueblo. Niños y adultos chupaban encantados los
deliciosos gallitos verdes del insomnio, los exquisitos peces rosados del
insomnio y los tiernos caballitos amarillos del insomnio, de modo que el alba
del lunes sorprendió despierto a todo el pueblo. Al principio nadie se alarmó.
Al contrario, se alegraron de no dormir, porque entonces había tanto que hacer
en Macondo que el tiempo apenas alcanzaba. Trabajaron tanto, que pronto no
tuvieron nada más que hacer, y se encontraron a las tres de la madrugada con
los brazos cruzados, contando el número de notas que tenía el valse de los
relojes. Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los
sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar
sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar
hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un
juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el
cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no
había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les
había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento
del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les
había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el
cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les
había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del
gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por
noches enteras.
Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido
el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la
enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se
propagara a otras poblaciones de la ciénaga. Fue así como les quitaron a los
chivos las campanitas que los árabes cambiaban por guacamayas, y se pusieron a
la entrada del pueblo a disposición de quienes desatendían los consejos y
súplicas de los centinelas e insistían en visitar la población. Todos los
forasteros que por aquel tiempo recorrían las calles de Macondo tenían que
hacer sonar su campanita para que los enfermos supieran que estaban sanos. No
se les permitía comer ni beber nada durante su estancia, pues no había duda de
que la enfermedad solo se transmitía por la boca, y todas las cosas de comer y
de beber estaban contaminadas de insomnio. En esa forma se mantuvo la peste
circunscrita al perímetro de la población. Tan eficaz fue la cuarentena, que
llegó el día en que la situación de emergencia se tuvo por cosa natural, y se
organizó la vida de tal modo que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a
preocuparse por la inútil costumbre de dormir.
Fue Aureliano quien concibió la fórmula que había de defenderlos durante
varios meses de las evasiones de la memoria. La descubrió por casualidad.
Insomne experto, por haber sido uno de los primeros, había aprendido a la
perfección el arte de la platería. Un día estaba buscando el pequeño yunque que
utilizaba para laminar los metales, y no recordó su nombre. Su padre se lo
dijo: «tas». Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con goma en la
base del yunquecito: tas. Así estuvo seguro de no olvidarlo en el futuro. No se
le ocurrió que fuera aquella la primera manifestación del olvido, porque el
objeto tenía un nombre difícil de recordar. Pero pocos días después descubrió
que tenía dificultades para recordar casi todas las cosas del laboratorio.
Entonces las marcó con el nombre respectivo, de modo que le bastaba con leer la
inscripción para identificarlas. Cuando su padre le comunicó su alarma por
haber olvidado hasta los hechos más impresionantes de su niñez, Aureliano le
explicó su método, y José Arcadio Buendía lo puso en práctica en toda la casa y
más tarde lo impuso a todo el pueblo. Con un hisopo entintado marcó cada cosa
con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral
y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca,
malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del
olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las
cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más
explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra
ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a
luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas
para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el
café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad
escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de
fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita.
En la entrada del camino de la ciénaga se había puesto un anuncio que
decía Macondo y otro más grande en la calle central que decía Dios existe. En
todas las casas se habían escrito claves para memorizar los objetos y los
sentimientos. Pero el sistema exigía tanta vigilancia y tanta fortaleza moral,
que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por
ellos mismos, que les resultaba menos práctica pero más reconfortante. Pilar
Ternera fue quien más contribuyó a popularizar esa mistificación, cuando
concibió el artificio de leer el pasado en las barajas como antes había leído
el futuro. Mediante ese recurso, los insomnes empezaron a vivir en un mundo
construido por las alternativas inciertas de los naipes, donde el padre se
recordaba apenas como el hombre moreno que había llegado a principios de abril
y la madre se recordaba apenas como la mujer trigueña que usaba un anillo de
oro en la mano izquierda, y donde una fecha de nacimiento quedaba reducida al
último martes en que cantó la alondra en el laurel. Derrotado por aquellas
prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la
máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los
maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad
de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad
de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario
giratorio que un individuo situado en el eje pudiera operar mediante una
manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las nociones más
necesarias para vivir. Había logrado escribir cerca de catorce mil fichas,
cuando apareció por el camino de la ciénaga un anciano estrafalario con la campanita
triste de los durmientes, cargando una maleta ventruda amarrada con cuerdas y
un carrito cubierto de trapos negros. Fue directamente a la casa de José
Arcadio Buendía.
Visitación no lo conoció al abrirle la puerta, y pensó que llevaba el
propósito de vender algo, ignorante de que nada podía venderse en un pueblo que
se hundía sin remedio en el tremedal del olvido. Era un hombre decrépito.
Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manos
parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venía del mundo
donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo
encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro,
mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo
saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberlo conocido en otro tiempo
y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió
olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más
cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
Entonces comprendió. Abrió la maleta atiborrada de objetos indescifrables, y de
entre ellos sacó un maletín con muchos frascos. Le dio a beber a José Arcadio
Buendía una sustancia de color apacible, y la luz se hizo en su memoria. Los
ojos se le humedecieron de llanto, antes de verse a sí mismo en una sala
absurda donde los objetos estaban marcados, y antes de avergonzarse de las
solemnes tonterías escritas en las paredes, y aun antes de reconocer al recién
llegado en un deslumbrante resplandor de alegría. Era Melquíades.
Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio
Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba
dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero
había regresado porque no pudo soportar la soledad. Repudiado por su tribu,
desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la
vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por
la muerte, dedicado a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia. José
Arcadio Buendía no había oído hablar nunca de ese invento. Pero cuando se vio a
sí mismo y a toda su familia plasmados en una edad eterna sobre una lámina de
metal tornasol, se quedó mudo de estupor. De esa época databa el oxidado
daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y
ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y
una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa
como «un general asustado». En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la
diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba
que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las
placas metálicas. Por una curiosa inversión de la costumbre, fue Úrsula quien
le sacó aquella idea de la cabeza, como fue también ella quien olvidó sus
antiguos resquemores y decidió que Melquíades se quedara viviendo en la casa,
aunque nunca permitió que le hicieran un daguerrotipo porque (según sus propias
palabras textuales) no quería quedar para burla de sus nietos. Aquella mañana
vistió a los niños con sus ropas mejores, les empolvó la cara y les dio una
cucharada de jarabe de tuétano a cada uno para que pudieran permanecer
absolutamente inmóviles durante casi dos minutos frente a la aparatosa cámara
de Melquíades. En el daguerrotipo familiar, el único que existió jamás,
Aureliano apareció vestido de terciopelo negro, entre Amaranta y Rebeca. Tenía
la misma languidez y la misma mirada clarividente que había de tener años más
tarde frente al pelotón de fusilamiento. Pero aún no había sentido la
premonición de su destino. Era un orfebre experto, estimado en toda la ciénaga
por el preciosismo de su trabajo. En el taller que compartía con el disparatado
laboratorio de Melquíades, apenas si se le oía respirar. Parecía refugiado en
otro tiempo, mientras su padre y el gitano interpretaban a gritos las
predicciones de Nostradamus, entre un estrépito de frascos y cubetas, y el
desastre de los ácidos derramados y el bromuro de plata perdido por los codazos
y traspiés que daban a cada instante. Aquella consagración al trabajo, el buen
juicio con que administraba sus intereses, le habían permitido a Aureliano
ganar en poco tiempo más dinero que Úrsula con su deliciosa fauna de caramelo,
pero todo el mundo se extrañaba de que fuera ya un hombre hecho y derecho y no
se le hubiera conocido mujer. En realidad no la había tenido.
Meses después volvió Francisco el Hombre, un anciano trotamundos de casi
200 años que pasaba con frecuencia por Macondo divulgando las canciones
compuestas por él mismo. En ellas, Francisco el Hombre relataba con detalles
minuciosos las noticias ocurridas en los pueblos de su itinerario, desde
Manaure hasta los confines de la ciénaga, de modo que si alguien tenía un
recado que mandar o un acontecimiento que divulgar, le pagaba dos centavos para
que lo incluyera en su repertorio. Fue así como se enteró Úrsula de la muerte
de su madre, por pura casualidad, una noche que escuchaba las canciones con la
esperanza de que dijeran algo de su hijo José Arcadio. Francisco el Hombre, así
llamado porque derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos, y cuyo
verdadero nombre no conoció nadie, desapareció de Macondo durante la peste del
insomnio y una noche reapareció sin ningún anuncio en la tienda de Catarino.
Todo el pueblo fue a escucharlo para saber qué había pasado en el mundo. En esa
ocasión llegaron con él una mujer tan gorda que cuatro indios tenían que
llevarla cargada en un mecedor, y una mulata adolescente de aspecto desamparado
que la protegía del sol con un paraguas. Aureliano fue esa noche a la tienda de
Catarino. Encontró a Francisco el Hombre, como un camaleón monolítico, sentado
en medio de un círculo de curiosos. Cantaba las noticias con su vieja voz
descordada, acompañándose con el mismo acordeón arcaico que le regaló sir
Walter Raleigh en la Guayana, mientras llevaba el compás con sus grandes pies caminadores
agrietados por el salitre. Frente a una puerta del fondo por donde entraban y
salían algunos hombres, estaba sentada y se abanicaba en silencio la matrona
del mecedor. Catarino, con una rosa de fieltro en la oreja, vendía a la
concurrencia tazones de guarapo fermentado, y aprovechaba la ocasión para
acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía. Hacia la medianoche
el calor era insoportable. Aureliano escuchó las noticias hasta el final sin
encontrar ninguna que le interesara a su familia. Se disponía a regresar a casa
cuando la matrona le hizo una señal con la mano.
—Entra tú también —le dijo—. Solo cuesta veinte centavos.
Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona tenía en las
piernas y entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata adolescente, con sus
teticas de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche,
sesenta y tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y
amasado en sudores y suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse
en lodo. La muchacha quitó la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la
tuviera de un lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los
extremos, hasta que recobró su peso natural. Voltearon la estera, y el sudor
salía del otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara
nunca. Conocía la mecánica teórica del amor, pero no podía tenerse en pie a
causa del desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente
no podía resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la
muchacha acabó de arreglar la cama y le ordenó que se desvistiera, él le hizo
una explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte
centavos en la alcancía y que no me demorara». La muchacha comprendió su
ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un
poco más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor,
sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resistía la comparación con su
hermano. A pesar de los esfuerzos de la muchacha, él se sintió cada vez más
indiferente, y terriblemente solo. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne
viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración alterada por un
agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos de allí, se había quedado
dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa
donde vivía con la abuela que la había criado quedó reducida a cenizas. Desde
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte
centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la
muchacha, todavía le faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
porque tenía que pagar además los gastos de viaje y alimentación de ambas y el
sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta
por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por
el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una
mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y
protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y la fiebre, tomó la serena
decisión de casarse con ella para liberarla del despotismo de la abuela y
disfrutar todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta
hombres. Pero a las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la
muchacha se había ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de
frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer
toda la vida para ocultar la vergüenza de su inutilidad. Mientras tanto,
Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era plasmable en Macondo,
y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios de José Arcadio
Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba científica de
la existencia de Dios. Mediante un complicado proceso de exposiciones
superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba seguro de hacer
tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una
vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en las
interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose dentro de
su descolorido chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus minúsculas
manos de gorrión, cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra época. Una
noche creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo. Sería una ciudad
luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún rastro de la
estirpe de los Buendía. «Es una equivocación», tronó José Arcadio Buendía. «No
serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé, y siempre habrá un
Buendía, por los siglos de los siglos». En aquella casa extravagante, Úrsula
pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el negocio de
animalitos de caramelo con un horno que producía toda la noche canastos y
canastos de pan y una prodigiosa variedad de pudines, merengues y bizcochuelos,
que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado
a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez
más activa. Tan ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró
por distracción hacia el patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la
masa, y vio dos adolescentes desconocidas y hermosas bordando en bastidor a la
luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado el luto de
la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de
color parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de
lo que pudo esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos
grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían elaborar con hilos
invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era un poco sin gracia,
pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.
Junto a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio
parecía un niño. Se había dedicado a aprender el arte de la platería con
Aureliano, quien además lo había enseñado a leer y escribir. Úrsula se dio
cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus hijos estaban a
punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligados a dispersarse por
falta de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura
labor, adquirió compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la
casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más
cómoda y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestos
donde se sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con
ventanas hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía
por un jardín de rosas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y
tiestos de begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir dos hornos,
destruir el viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José
Arcadio, y construir otro dos veces más grande para que nunca faltaran los
alimentos en la casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño,
un baño para las mujeres y otro para los hombres, y al fondo una caballeriza
grande, un gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a
los cuatro vientos para que se instalaran a su gusto los pájaros sin rumbo.
Seguida por docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la
fiebre alucinante de su esposo, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta
del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La
primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales,
de obreros agobiados por el sudor, que le pedían a todo el mundo el favor de no
estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el
talego de huesos humanos que los perseguía por todas partes con su sordo
cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no solo
la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y
fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía,
tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue
quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo
sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada
de azul, y no de blanco como ellos querían. Le mostró la disposición oficial
escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su
esposa, descifró la firma.
—¿Quién es este tipo? —preguntó.
—El corregidor —dijo Úrsula desconsolada—. Dicen que es una autoridad
que mandó el gobierno.
Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo sin hacer
ruido. Se bajó en el Hotel de Jacob —instalado por uno de los primeros árabes
que llegaron haciendo cambalache de chucherías por guacamayas— y al día
siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos cuadras de la casa
de los Buendía. Puso una mesa y una silla que le compró a Jacob, clavó en la
pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó en la puerta
el letrero: Corregidor. Su primera disposición fue ordenar que todas las casas
se pintaran de azul para celebrar el aniversario de la independencia nacional.
José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la mano, lo encontró
durmiendo la siesta en una hamaca que había colgado en el escueto despacho.
«¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre
maduro, tímido, de complexión sanguínea, contestó que sí. «¿Con qué derecho?»,
volvió a preguntar José Arcadio Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en
la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido nombrado corregidor de este
pueblo». José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.
—En este pueblo no mandamos con papeles —dijo sin perder la calma—. Y
para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no
hay nada que corregir.
Ante la impavidez de don Apolinar Moscote, siempre sin levantar la voz,
hizo un pormenorizado recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se
habían repartido la tierra, abierto los caminos e introducido las mejoras que
les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado a gobierno alguno y
sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos
muerto de muerte natural», dijo. «Ya ve que todavía no tenemos cementerio». No
se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba
de que hasta entonces los hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que así los
siguiera dejando, porque ellos no habían fundado un pueblo para que el primer
advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don Apolinar Moscote se había
puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones, sin perder en ningún
momento la pureza de sus ademanes.
—De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadano común y
corriente, sea muy bienvenido —concluyó José Arcadio Buendía—. Pero si viene a
implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede
agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca
como una paloma.
Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las
mandíbulas para decir con una cierta aflicción:
—Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la
fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote por
la solapa y lo levantó a la altura de sus ojos.
—Esto lo hago —le dijo— porque prefiero cargarlo vivo y no tener que
seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.
Así lo llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta
que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga. Una semana después
estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con
escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas.
Más tarde llegaron otras dos carretas con los muebles, los baúles y los
utensilios domésticos. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras
conseguía una casa, y volvió a abrir el despacho protegido por los soldados.
Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron con sus
hijos mayores a ponerse a disposición de José Arcadio Buendía. Pero él se
opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto con su mujer y
sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia.
Así que decidió arreglar la situación por las buenas.
Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a cultivar el
bigote negro de puntas engomadas, y tenía la voz un poco estentórea que había
de caracterizarlo en la guerra. Desarmados, sin hacer caso de la guardia,
entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar Moscote no perdió la
serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por
casualidad: Amparo, de 16 años, morena como su madre, y Remedios, de apenas
nueve años, una preciosa niña con piel de lirio y ojos verdes. Eran graciosas y
bien educadas. Tan pronto como ellos entraron, antes de ser presentadas, les
acercaron sillas para que se sentaran. Pero ambos permanecieron de pie.
—Muy bien, amigo —dijo José Arcadio Buendía—, usted se queda aquí, pero
no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración
a su señora esposa y a sus hijas.
Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio
tiempo de replicar. «Solo le ponemos dos condiciones», agregó. «La primera: que
cada quien pinta su casa del color que le dé la gana. La segunda: que los
soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el orden». El corregidor
levantó la mano derecha con todos los dedos extendidos.
—¿Palabra de honor?
—Palabra de enemigo —dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un tono
amargo—: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigos.
Esa
misma tarde se fueron los soldados. Pocos días después José Arcadio Buendía le
consiguió una casa a la familia del corregidor. Todo el mundo quedó en paz,
menos Aureliano. La imagen de Remedios, la hija menor del corregidor, que por
su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó doliendo en alguna parte del
cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar, como una
piedrecita en el zapato.
La casa nueva, blanca como una paloma, fue estrenada con un baile.
Úrsula había concebido aquella idea desde la tarde en que vio a Rebeca y
Amaranta convertidas en adolescentes, y casi puede decirse que el principal
motivo de la construcción fue el deseo de procurar a las muchachas un lugar
digno donde recibir las visitas. Para que nada restara esplendor a ese
propósito, trabajó como un galeote mientras se ejecutaban las reformas, de modo
que antes de que estuvieran terminadas había encargado costosos menesteres para
la decoración y el servicio, y el invento maravilloso que había de suscitar el
asombro del pueblo y el júbilo de la juventud: la pianola. La llevaron a
pedazos, empacada en varios cajones que fueron descargados junto con los muebles
vieneses, la cristalería de Bohemia, la vajilla de la Compañía de las Indias,
los manteles de Holanda y una rica variedad de lámparas y palmatorias, y
floreros, paramentos y tapices. La casa importadora envió por su cuenta un
experto italiano, Pietro Crespi, para que armara y afinara la pianola,
instruyera a los compradores en su manejo y los enseñara a bailar la música de
moda impresa en seis rollos de papel.
Pietro Crespi era joven y rubio, el hombre más hermoso y mejor educado
que se había visto en Macondo, tan escrupuloso en el vestir que a pesar del
calor sofocante trabajaba con la almilla brocada y el grueso saco de paño
oscuro. Empapado en sudor, guardando una distancia reverente con los dueños de
la casa, estuvo varias semanas encerrado en la sala, con una consagración
similar a la de Aureliano en su taller de orfebre. Una mañana, sin abrir la
puerta, sin convocar a ningún testigo del milagro, colocó el primer rollo en la
pianola, y el martilleo atormentador y el estrépito constante de los listones
de madera cesaron en un silencio de asombro, ante el orden y la limpieza de la
música. Todos se precipitaron a la sala. José Arcadio Buendía pareció fulminado
no por la belleza de la melodía, sino por el tecleo autónomo de la pianola, e
instaló en la sala la cámara de Melquíades con la esperanza de obtener el
daguerrotipo del ejecutante invisible. Ese día el italiano almorzó con ellos.
Rebeca y Amaranta, sirviendo la mesa, se intimidaron con la fluidez con que
manejaba los cubiertos aquel hombre angélico de manos pálidas y sin anillos. En
la sala de estar, contigua a la sala de visita, Pietro Crespi las enseñó a
bailar. Les indicaba los pasos sin tocarlas, marcando el compás con un
metrónomo, bajo la amable vigilancia de Úrsula, que no abandonó la sala un solo
instante mientras sus hijas recibían las lecciones. Pietro Crespi llevaba en
esos días unos pantalones especiales, muy flexibles y ajustados, y unas
zapatillas de baile. «No tienes por qué preocuparte tanto», le decía José
Arcadio Buendía a su mujer. «Este hombre es marica». Pero ella no desistió de
la vigilancia mientras no terminó el aprendizaje y el italiano se marchó de
Macondo. Entonces empezó la organización de la fiesta. Úrsula hizo una lista
severa de los invitados, en la cual los únicos escogidos fueron los
descendientes de los fundadores, salvo la familia de Pilar Ternera, que ya
había tenido otros dos hijos de padres desconocidos. Era en realidad una
selección de clase, solo que determinada por sentimientos de amistad, pues los
favorecidos no solo eran los más antiguos allegados a la casa de José Arcadio
Buendía desde antes de emprender el éxodo que culminó con la fundación de
Macondo, sino que sus hijos y nietos eran los compañeros habituales de
Aureliano y Arcadio desde la infancia, y sus hijas eran las únicas que
visitaban la casa para bordar con Rebeca y Amaranta. Don Apolinar Moscote, el
gobernante benévolo cuya actuación se reducía a sostener con sus escasos
recursos a dos policías armados con bolillos de palo, era una autoridad ornamental.
Para sobrellevar los gastos domésticos, sus hijas abrieron un taller de
costura, donde lo mismo hacían flores de fieltro que bocadillos de guayaba y
esquelas de amor por encargo. Pero a pesar de ser recatadas y serviciales, las
más bellas del pueblo y las más diestras en los bailes nuevos, no consiguieron
que se les tomara en cuenta para la fiesta.
Mientras Úrsula y las muchachas desempacaban muebles, pulían las
vajillas y colgaban cuadros de doncellas en barcas cargadas de rosas,
infundiendo un soplo de vida nueva a los espacios pelados que construyeron los
albañiles, José Arcadio Buendía renunció a la persecución de la imagen de Dios,
convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia
secreta. Dos días antes de la fiesta, empantanado en un reguero de clavijas y
martinetes sobrantes, chapuceando entre un enredijo de cuerdas que desenrollaba
por un extremo y se volvían a enrollar por el otro, consiguió malcomponer el
instrumento. Nunca hubo tantos sobresaltos y correndillas como en aquellos
días, pero las nuevas lámparas de alquitrán se encendieron en la fecha y a la
hora previstas. La casa se abrió, todavía olorosa a resinas y a cal húmeda, y
los hijos y nietos de los fundadores conocieron el corredor de los helechos y
las begonias, los aposentos silenciosos, el jardín saturado por la fragancia de
las rosas, y se reunieron en la sala de visita frente al invento desconocido
que había sido cubierto con una sábana blanca. Quienes conocían el pianoforte,
popular en otras poblaciones de la ciénaga, se sintieron un poco
descorazonados, pero más amarga fue la desilusión de Úrsula cuando colocó el
primer rollo para que Amaranta y Rebeca abrieran el baile, y el mecanismo no
funcionó. Melquíades, ya casi ciego, desmigajándose de decrepitud, recurrió a
las artes de su antiquísima sabiduría para tratar de componerlo. Al fin José
Arcadio Buendía logró mover por equivocación un dispositivo atascado, y la
música salió primero a borbotones, y luego en un manantial de notas
enrevesadas. Golpeando contra las cuerdas puestas sin orden ni concierto y
templadas con temeridad, los martinetes se desquiciaron. Pero los porfiados
descendientes de los veintiún intrépidos que desentrañaron la sierra buscando
el mar por el occidente, eludieron los escollos del trastrueque melódico, y el
baile se prolongó hasta el amanecer.
Pietro Crespi volvió a componer la pianola. Rebeca y Amaranta lo
ayudaron a ordenar las cuerdas y lo secundaron en sus risas por lo enrevesado
de los valses. Era en extremo afectuoso, y de índole tan honrada, que Úrsula
renunció a la vigilancia. La víspera de su viaje se improvisó con la pianola
restaurada un baile para despedirlo, y él hizo con Rebeca una demostración
virtuosa de las danzas modernas. Arcadio y Amaranta los igualaron en gracia y
destreza. Pero la exhibición fue interrumpida porque Pilar Ternera, que estaba
en la puerta con los curiosos, se peleó a mordiscos y tirones de pelo con una
mujer que se atrevió a comentar que el joven Arcadio tenía nalgas de mujer.
Hacia la medianoche, Pietro Crespi se despidió con un discursito sentimental y
prometió volver muy pronto. Rebeca lo acompañó hasta la puerta, y luego de
haber cerrado la casa y apagado las lámparas, se fue a su cuarto a llorar. Fue
un llanto inconsolable que se prolongó por varios días, y cuya causa no conoció
ni siquiera Amaranta. No era extraño su hermetismo. Aunque parecía expansiva y
cordial, tenía un carácter solitario y un corazón impenetrable. Era una
adolescente espléndida, de huesos largos y firmes, pero se empecinaba en seguir
usando el mecedorcito de madera con que llegó a la casa, muchas veces reforzado
y ya desprovisto de brazos. Nadie había descubierto que aún a esa edad
conservaba el hábito de chuparse el dedo. Por eso no perdía ocasión de
encerrarse en el baño, y había adquirido la costumbre de dormir con la cara
vuelta contra la pared. En las tardes de lluvia, bordando con un grupo de
amigas en el corredor de las begonias, perdía el hilo de la conversación y una
lágrima de nostalgia le salaba el paladar cuando veía las vetas de tierra
húmeda y los montículos de barro construidos por las lombrices en el jardín.
Esos gustos secretos, derrotados en otro tiempo por las naranjas con ruibarbo,
estallaron en un anhelo irreprimible cuando empezó a llorar. Volvió a comer
tierra. La primera vez lo hizo casi por curiosidad, segura de que el mal sabor
sería el mejor remedio contra la tentación. Y en efecto no pudo soportar la
tierra en la boca. Pero insistió, vencida por el ansia creciente, y poco a poco
fue rescatando el apetito ancestral, el gusto de los minerales primarios, la
satisfacción sin resquicios del alimento original. Se echaba puñados de tierra
en los bolsillos, y los comía a granitos sin ser vista, con un confuso
sentimiento de dicha y de rabia, mientras adiestraba a sus amigas en las
puntadas más difíciles y conversaba de otros hombres que no merecían el
sacrificio de que se comiera por ellos la cal de las paredes. Los puñados de
tierra hacían menos remoto y más cierto al único hombre que merecía aquella
degradación, como si el suelo que él pisaba con sus finas botas de charol en
otro lugar del mundo, le transmitiera a ella el peso y la temperatura de su
sangre en un sabor mineral que dejaba un rescoldo áspero en la boca y un
sedimento de paz en el corazón. Una tarde, sin ningún motivo, Amparo Moscote
pidió permiso para conocer la casa. Amaranta y Rebeca, desconcertadas por la
visita imprevista, la atendieron con un formalismo duro. Le mostraron la
mansión reformada, le hicieron oír los rollos de la pianola y le ofrecieron
naranjada con galletitas. Amparo dio una lección de dignidad, de encanto
personal, de buenas maneras, que impresionó a Úrsula en los breves instantes en
que asistió a la visita. Al cabo de dos horas, cuando la conversación empezaba
a languidecer, Amparo aprovechó un descuido de Amaranta y le entregó una carta
a Rebeca. Ella alcanzó a ver el nombre de la muy distinguida señorita doña
Rebeca Buendía, escrito con la misma letra metódica, la misma tinta verde y la
misma disposición preciosista de las palabras con que estaban escritas las
instrucciones de manejo de la pianola, y dobló la carta con la punta de los
dedos y se la escondió en el corpiño mirando a Amparo Moscote con una expresión
de gratitud sin término ni condiciones y una callada promesa de complicidad
hasta la muerte.
La repentina amistad de Amparo Moscote y Rebeca Buendía despertó las
esperanzas de Aureliano. El recuerdo de la pequeña Remedios no había dejado de
torturarlo, pero no encontraba la ocasión de verla. Cuando paseaba por el pueblo
con sus amigos más próximos, Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez —hijos de los
fundadores de iguales nombres— la buscaba con mirada ansiosa en el taller de
costura y solo veía a las hermanas mayores. La presencia de Amparo Moscote en
la casa fue como una premonición. «Tiene que venir con ella», se decía
Aureliano en voz baja. «Tiene que venir». Tantas veces se lo repitió, y con
tanta convicción, que una tarde en que armaba en el taller un pescadito de oro,
tuvo la certidumbre de que ella había respondido a su llamado. Poco después, en
efecto, oyó la vocecita infantil, y al levantar la vista con el corazón helado
de pavor, vio a la niña en la puerta con vestido de organdí rosado y botitas
blancas.
—Ahí no entres, Remedios —dijo Amparo Moscote en el corredor—. Están
trabajando.
Pero Aureliano no le dio tiempo de atender. Levantó el pescadito dorado
prendido de una cadenita que le salía por la boca, y le dijo:
—Entra.
Remedios se aproximó e hizo sobre el pescadito algunas preguntas, que
Aureliano no pudo contestar porque se lo impedía un asma repentina. Quería
quedarse para siempre junto a ese cutis de lirio, junto a esos ojos de
esmeralda, muy cerca de esa voz que a cada pregunta le decía señor con el mismo
respeto con que se lo decía a su padre. Melquíades estaba en el rincón, sentado
al escritorio, garabateando signos indescifrables. Aureliano lo odió. No pudo
hacer nada, salvo decirle a Remedios que le iba a regalar el pescadito, y la
niña se asustó tanto con el ofrecimiento que abandonó a toda prisa el taller.
Aquella tarde perdió Aureliano la recóndita paciencia con que había esperado la
ocasión de verla. Descuidó el trabajo. La llamó muchas veces, en desesperados
esfuerzos de concentración, pero Remedios no respondió. La buscó en el taller
de sus hermanas, en los visillos de su casa, en la oficina de su padre, pero
solamente la encontró en la imagen que saturaba su propia y terrible soledad.
Pasaba horas enteras con Rebeca en la sala de visita escuchando los valses de
la pianola. Ella los escuchaba porque era la música con que Pietro Crespi la
había enseñado a bailar. Aureliano los escuchaba simplemente porque todo, hasta
la música, le recordaba a Remedios.
La casa se llenó de amor. Aureliano lo expresó en versos que no tenían
principio ni fin. Los escribía en los ásperos pergaminos que le regalaba
Melquíades, en las paredes del baño, en la piel de sus brazos, y en todos
aparecía Remedios transfigurada: Remedios en el aire soporífero de las dos de
la tarde, Remedios en la callada respiración de las rosas, Remedios en la
clepsidra secreta de las polillas, Remedios en el vapor del pan al amanecer,
Remedios en todas partes y Remedios para siempre. Rebeca esperaba el amor a las
cuatro de la tarde bordando junto a la ventana. Sabía que la mula del correo no
llegaba sino cada quince días, pero ella la esperaba siempre, convencida de que
iba a llegar un día cualquiera por equivocación. Sucedió todo lo contrario: una
vez la mula no llegó en la fecha prevista. Loca de desesperación, Rebeca se
levantó a medianoche y comió puñados de tierra en el jardín, con una avidez
suicida, llorando de dolor y de furia, masticando lombrices tiernas y
astillándose las muelas con huesos de caracoles. Vomitó hasta el amanecer. Se
hundió en un estado de postración febril, perdió la conciencia, y su corazón se
abrió en un delirio sin pudor. Úrsula, escandalizada, forzó la cerradura del
baúl, y encontró en el fondo, atadas con cintas color de rosa, las dieciséis
cartas perfumadas y los esqueletos de hojas y pétalos conservados en libros antiguos
y las mariposas disecadas que al tocarlas se convirtieron en polvo.
Aureliano fue el único capaz de comprender tanta desolación. Esa tarde,
mientras Úrsula trataba de rescatar a Rebeca del manglar del delirio, él fue
con Magnífico Visbal y Gerineldo Márquez a la tienda de Catarino. El
establecimiento había sido ensanchado con una galería de cuartos de madera
donde vivían mujeres solas olorosas a flores muertas. Un conjunto de acordeón y
tambores ejecutaba las canciones de Francisco el Hombre, que desde hacía varios
años había desaparecido de Macondo. Los tres amigos bebieron guarapo
fermentado. Magnífico y Gerineldo, contemporáneos de Aureliano, pero más
diestros en las cosas del mundo, bebían metódicamente con las mujeres sentadas
en las piernas. Una de ellas, marchita y con la dentadura orificada, le hizo a
Aureliano una caricia estremecedora. Él la rechazó. Había descubierto que
mientras más bebía más se acordaba de Remedios, pero soportaba mejor la tortura
de su recuerdo. No supo en qué momento empezó a flotar. Vio a sus amigos y a
las mujeres navegando en una reverberación radiante, sin peso ni volumen,
diciendo palabras que no salían de sus labios y haciendo señales misteriosas
que no correspondían a sus gestos. Catarino le puso una mano en la espalda y le
dijo: «Van a ser las once». Aureliano volvió la cabeza, vio el enorme rostro
desfigurado con una flor de fieltro en la oreja, y entonces perdió la memoria,
como en los tiempos del olvido, y la volvió a recobrar en una madrugada ajena y
en un cuarto que le era completamente extraño, donde estaba Pilar Ternera en
combinación, descalza, desgreñada, alumbrándolo con una lámpara y pasmada de
incredulidad.
—¡Aureliano!
Aureliano se afirmó en los pies y levantó la cabeza. Ignoraba cómo había
llegado hasta allí, pero sabía cuál era el propósito, porque lo llevaba
escondido desde la infancia en un estanco inviolable del corazón.
—Vengo a dormir con usted —dijo.
Tenía la ropa embadurnada de fango y de vómito. Pilar Ternera, que
entonces vivía solamente con sus dos hijos menores, no le hizo ninguna
pregunta. Lo llevó a la cama. Le limpió la cara con un estropajo húmedo, le
quitó la ropa, y luego se desnudó por completo y bajó el mosquitero para que no
la vieran sus hijos si despertaban. Se había cansado de esperar al hombre que
se quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el
camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera
se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado
el rescoldo del corazón. Buscó a Aureliano en la oscuridad, le puso la mano en
el vientre y lo besó en el cuello con una ternura maternal. «Mi pobre niñito»,
murmuró. Aureliano se estremeció. Con una destreza reposada, sin el menor
tropiezo, dejó atrás los acantilados del dolor y encontró a Remedios convertida
en un pantano sin horizontes, olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada.
Cuando salió a flote estaba llorando. Primero fueron unos sollozos
involuntarios y entrecortados. Después se vació en un manantial desatado,
sintiendo que algo tumefacto y doloroso se había reventado en su interior. Ella
esperó, rascándole la cabeza con la yema de los dedos, hasta que su cuerpo se
desocupó de la materia oscura que no lo dejaba vivir. Entonces Pilar Ternera le
preguntó: «¿Quién es?». Y Aureliano se lo dijo. Ella soltó la risa que en otro
tiempo espantaba a las palomas y que ahora ni siquiera despertaba a los niños.
«Tendrás que acabar de criarla», se burló. Pero debajo de la burla encontró
Aureliano un remanso de comprensión. Cuando abandonó el cuarto, dejando allí no
solo la incertidumbre de su virilidad sino también el peso amargo que durante
tantos meses soportó en el corazón, Pilar Ternera le había hecho una promesa
espontánea.
—Voy a hablar con la niña —le dijo—, y vas a ver que te la sirvo en
bandeja.
Cumplió. Pero en un mal momento, porque la casa había perdido la paz de
otros días. Al descubrir la pasión de Rebeca, que no fue posible mantener en
secreto a causa de sus gritos, Amaranta sufrió un acceso de calenturas. También
ella padecía la espina de un amor solitario. Encerrada en el baño se desahogaba
del tormento de una pasión sin esperanzas escribiendo cartas febriles que se
conformaba con esconder en el fondo del baúl. Úrsula apenas si se dio abasto
para atender a las dos enfermas. No consiguió en prolongados e insidiosos
interrogatorios averiguar las causas de la postración de Amaranta. Por último,
en otro instante de inspiración, forzó la cerradura del baúl y encontró las
cartas atadas con cintas de color de rosa, hinchadas de azucenas frescas y
todavía húmedas de lágrimas, dirigidas y nunca enviadas a Pietro Crespi.
Llorando de furia maldijo la hora en que se le ocurrió comprar la pianola,
prohibió las clases de bordado y decretó una especie de luto sin muerto que
había de prolongarse hasta que las hijas desistieron de sus esperanzas. Fue
inútil la intervención de José Arcadio Buendía, que había rectificado su
primera impresión sobre Pietro Crespi, y admiraba su habilidad para el manejo de
las máquinas musicales. De modo que cuando Pilar Ternera le dijo a Aureliano
que Remedios estaba decidida a casarse, él comprendió que la noticia acabaría
de atribular a sus padres. Pero le hizo frente a la situación. Convocados a la
sala de visita para una entrevista formal, José Arcadio Buendía y Úrsula
escucharon impávidos la declaración de su hijo. Al conocer el nombre de la
novia, sin embargo, José Arcadio Buendía enrojeció de indignación. «El amor es
una peste», tronó. «Habiendo tantas muchachas bonitas y decentes, lo único que
se te ocurre es casarte con la hija del enemigo». Pero Úrsula estuvo de acuerdo
con la elección. Confesó su afecto hacia las siete hermanas Moscote, por su
hermosura, su laboriosidad, su recato y su buena educación, y celebró el
acierto de su hijo. Vencido por el entusiasmo de su mujer, José Arcadio Buendía
puso entonces una condición: Rebeca, que era la correspondida, se casaría con
Pietro Crespi. Úrsula llevaría a Amaranta en un viaje a la capital de la
provincia, cuando tuviera tiempo, para que el contacto con gente distinta la
aliviara de su desilusión. Rebeca recobró la salud tan pronto como se enteró
del acuerdo, y escribió a su novio una carta jubilosa que sometió a la
aprobación de sus padres y puso al correo sin servirse de intermediarios.
Amaranta fingió aceptar la decisión y poco a poco se restableció de las
calenturas, pero se prometió a sí misma que Rebeca se casaría solamente pasando
por encima de su cadáver.
El sábado siguiente, José Arcadio Buendía se puso el traje de paño
oscuro, el cuello de celuloide y las botas de gamuza que había estrenado la
noche de la fiesta, y fue a pedir la mano de Remedios Moscote. El corregidor y
su esposa lo recibieron al mismo tiempo complacidos y conturbados, porque
ignoraban el propósito de la visita imprevista, y luego creyeron que él había
confundido el nombre de la pretendida. Para disipar el error, la madre despertó
a Remedios y la llevó en brazos a la sala, todavía atarantada de sueño. Le
preguntaron si en verdad estaba decidida a casarse, y ella contestó
lloriqueando que solamente quería que la dejaran dormir. José Arcadio Buendía,
comprendiendo el desconcierto de los Moscote, fue a aclarar las cosas con
Aureliano. Cuando regresó, los esposos Moscote se habían vestido con ropa formal,
habían cambiado la posición de los muebles y puesto flores nuevas en los
floreros, y lo esperaban en compañía de sus hijas mayores. Agobiado por la
ingratitud de la ocasión y por la molestia del cuello duro, José Arcadio
Buendía confirmó que, en efecto, Remedios era la elegida. «Esto no tiene
sentido», dijo consternado don Apolinar Moscote. «Tenemos seis hijas más, todas
solteras y en edad de merecer, que estarían encantadas de ser esposas
dignísimas de caballeros serios y trabajadores como su hijo, y Aurelito pone
sus ojos precisamente en la única que todavía se orina en la cama». Su esposa,
una mujer bien conservada, de párpados y ademanes afligidos, le reprochó su
incorrección. Cuando terminaron de tomar el batido de frutas, habían aceptado
complacidos la decisión de Aureliano. Solo que la señora de Moscote suplicaba
el favor de hablar a solas con Úrsula. Intrigada, protestando de que la
enredaran en asuntos de hombres, pero en realidad intimidada por la emoción,
Úrsula fue a visitarla al día siguiente. Media hora después regresó con la
noticia de que Remedios era impúber. Aureliano no lo consideró como un tropiezo
grave. Había esperado tanto, que podía esperar cuanto fuera necesario, hasta
que la novia estuviera en edad de concebir.
La armonía recobrada solo fue interrumpida por la muerte de Melquíades.
Aunque era un acontecimiento previsible, no lo fueron las circunstancias. Pocos
meses después de su regreso se había operado en él un proceso de envejecimiento
tan apresurado y crítico, que pronto se le tuvo por uno de esos bisabuelos
inútiles que deambulan como sombras por los dormitorios, arrastrando los pies,
recordando mejores tiempos en voz alta, y de quienes nadie se ocupa ni se
acuerda en realidad hasta el día en que amanecen muertos en la cama. Al
principio, José Arcadio Buendía lo secundaba en sus tareas, entusiasmado con la
novedad de la daguerrotipia y las predicciones de Nostradamus. Pero poco a poco
lo fue abandonando a su soledad, porque cada vez se les hacía más difícil la
comunicación. Estaba perdiendo la vista y el oído, parecía confundir a los
interlocutores con personas que conoció en épocas remotas de la humanidad, y
contestaba a las preguntas con un intrincado batiburrillo de idiomas. Caminaba
tanteando el aire, aunque se movía por entre las cosas con una fluidez
inexplicable, como si estuviera dotado de un instinto de orientación fundado en
presentimientos inmediatos. Un día olvidó ponerse la dentadura postiza, que
dejaba de noche en un vaso de agua junto a la cama, y no se la volvió a poner.
Cuando Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto
especial contiguo al taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín
domésticos, con una ventana inundada de luz y un estante donde ella misma
ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los quebradizos
papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza
donde habían prendido unas plantitas acuáticas de minúsculas flores amarillas.
El nuevo lugar pareció agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni
siquiera en el comedor. Solo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y
horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos que llevó consigo
y que parecían fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como
hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al
día, aunque en los últimos tiempos perdió el apetito y solo se alimentaba de
legumbres. Pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos.
La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el
chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo de
animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción
de sus versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en
sus bordoneantes monólogos, y le prestó atención. En realidad, lo único que
pudo aislar en las parrafadas pedregosas, fue el insistente martilleo de la
palabra equinoccio equinoccio equinoccio, y el nombre de Alexander Von
Humboldt. Arcadio se aproximó un poco más a él cuando empezó a ayudar a
Aureliano en la platería. Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de
comunicación soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco que ver
con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció iluminado por una emoción
repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de
acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su
escritura impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en
voz alta parecían encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho
tiempo y dijo en castellano: «Cuando me muera, quemen mercurio durante tres
días en mi cuarto». Arcadio se lo contó a José Arcadio Buendía, y este trató de
obtener una información más explícita, pero solo consiguió una respuesta: «He
alcanzado la inmortalidad». Cuando la respiración de Melquíades empezó a oler,
Arcadio lo llevó a bañarse al río los jueves en la mañana. Pareció mejorar. Se
desnudaba y se metía en el agua junto con los muchachos, y su misterioso
sentido de orientación le permitía eludir los sitios profundos y peligrosos.
«Somos del agua», dijo en cierta ocasión. Así pasó mucho tiempo sin que nadie
lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conmovedor esfuerzo por
componer la pianola, y cuando iba al río con Arcadio llevando bajo el brazo la
totuma y la bola de jabón de corozo envueltas en una toalla. Un jueves, antes
de que lo llamaran para ir al río, Aureliano le oyó decir: «He muerto de fiebre
en los médanos de Singapur». Ese día se metió en el agua por un mal camino y no
lo encontraron hasta la mañana siguiente, varios kilómetros más abajo, varado
en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra
las escandalizadas protestas de Úrsula, que lo lloró con más dolor que a su
propio padre, José Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran. «Es inmortal
—dijo— y él mismo reveló la fórmula de la resurrección». Revivió el olvidado
atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al cadáver que poco a poco
se iba llenando de burbujas azules. Don Apolinar Moscote se atrevió a
recordarle que un ahogado insepulto era un peligro para la salud pública. «Nada
de eso, puesto que está vivo», fue la réplica de José Arcadio Buendía, que
completó las setenta y dos horas de sahumerios mercuriales cuando ya el cadáver
empezaba a reventarse en una floración lívida, cuyos silbidos tenues
impregnaron la casa de un vapor pestilente. Solo entonces permitió que lo
enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores reservados al más
grande benefactor de Macondo. Fue el primer entierro y el más concurrido que se
vio en el pueblo, superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de
la Mamá Grande. Lo sepultaron en una tumba erigida en el centro del terreno que
destinaron para el cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo único que
se supo de él: MELQUÍADES. Le hicieron sus nueve noches de velorio. En el
tumulto que se reunía en el patio a tomar café, contar chistes y jugar barajas,
Amaranta encontró una ocasión de confesarle su amor a Pietro Crespi, que pocas
semanas antes había formalizado su compromiso con Rebeca y estaba instalando un
almacén de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, en el mismo sector donde vegetaban
los árabes que en otro tiempo cambiaban baratijas por guacamayas, y que la
gente conocía como la Calle de los Turcos. El italiano, cuya cabeza cubierta de
rizos charolados suscitaba en las mujeres una irreprimible necesidad de
suspirar, trató a Amaranta como una chiquilla caprichosa a quien no valía la
pena tomar demasiado en cuenta.
—Tengo un hermano menor —le dijo—. Va a venir a ayudarme en la tienda.
Amaranta se sintió humillada y le dijo a Pietro Crespi con un rencor
virulento que estaba dispuesta a impedir la boda de su hermana aunque tuviera
que atravesar en la puerta su propio cadáver. Se impresionó tanto el italiano
con el dramatismo de la amenaza, que no resistió la tentación de comentarla con
Rebeca. Fue así como el viaje de Amaranta, siempre aplazado por las ocupaciones
de Úrsula, se arregló en menos de una semana. Amaranta no opuso resistencia,
pero cuando le dio a Rebeca el beso de despedida, le susurró al oído:
—No te hagas ilusiones. Aunque me lleven al fin del mundo encontraré la
manera de impedir que te cases, así tenga que matarte.
Con la ausencia de Úrsula, con la presencia invisible de Melquíades que
continuaba su deambular sigiloso por los cuartos, la casa pareció enorme y
vacía. Rebeca había quedado a cargo del orden doméstico, mientras la india se
ocupaba de la panadería. Al anochecer, cuando llegaba Pietro Crespi precedido
de un fresco hálito de espliego y llevando siempre un juguete de regalo, su
novia le recibía la visita en la sala principal con puertas y ventanas abiertas
para estar a salvo de toda suspicacia. Era una precaución innecesaria, porque
el italiano había demostrado ser tan respetuoso que ni siquiera tocaba la mano
de la mujer que sería su esposa antes de un año. Aquellas visitas fueron
llenando la casa de juguetes prodigiosos. Las bailarinas de cuerda, las cajas
de música, los monos acróbatas, los caballos trotadores, los payasos
tamborileros, la rica y asombrosa fauna mecánica que llevaba Pietro Crespi,
disiparon la aflicción de José Arcadio Buendía por la muerte de Melquíades, y
lo transportaron de nuevo a sus antiguos tiempos de alquimista. Vivía entonces
en un paraíso de animales destripados, de mecanismos deshechos, tratando de
perfeccionarlos con un sistema de movimiento continuo fundado en los principios
del péndulo. Aureliano, por su parte, había descuidado el taller para enseñar a
leer y escribir a la pequeña Remedios. Al principio, la niña prefería sus
muñecas al hombre que llegaba todas las tardes, y que era el culpable de que la
separaran de sus juegos para bañarla y vestirla y sentarla en la sala a recibir
la visita. Pero la paciencia y la devoción de Aureliano terminaron por
seducirla, hasta el punto de que pasaba muchas horas con él estudiando el
sentido de las letras y dibujando en un cuaderno con lápices de colores casitas
con vacas en los corrales y soles redondos con rayos amarillos que se ocultaban
detrás de las lomas.
Solo Rebeca era infeliz con la amenaza de Amaranta. Conocía el carácter
de su hermana, la altivez de su espíritu, y la asustaba la virulencia de su
rencor. Pasaba horas enteras chupándose el dedo en el baño, aferrándose a un
agotador esfuerzo de voluntad para no comer tierra. En busca de un alivio a la
zozobra llamó a Pilar Ternera para que le leyera el porvenir. Después de un
sartal de imprecisiones convencionales, Pilar Ternera pronosticó:
—No serás feliz mientras tus padres permanezcan insepultos.
Rebeca se estremeció. Como en el recuerdo de un sueño se vio a sí misma
entrando a la casa, muy niña, con el baúl y el mecedorcito de madera y un
talego cuyo contenido no conoció jamás. Se acordó de un caballero calvo,
vestido de lino y con el cuello de la camisa cerrado con un botón de oro, que
nada tenía que ver con el rey de copas. Se acordó de una mujer muy joven y muy
bella, de manos tibias y perfumadas, que nada tenían en común con las manos
reumáticas de la sota de oros, y que le ponía flores en el cabello para sacarla
a pasear en la tarde por un pueblo de calles verdes.
—No entiendo —dijo.
Pilar Ternera pareció desconcertada:
—Yo tampoco, pero eso es lo que dicen las cartas.
Rebeca quedó tan preocupada con el enigma, que se lo contó a José
Arcadio Buendía y este la reprendió por dar crédito a pronósticos de barajas,
pero se dio a la silenciosa tarea de registrar armarios y baúles, remover
muebles y voltear camas y entablados, buscando el talego de huesos. Recordaba
no haberlo visto desde los tiempos de la reconstrucción. Llamó en secreto a los
albañiles y uno de ellos reveló que había emparedado el talego en algún
dormitorio porque le estorbaba para trabajar. Después de varios días de
auscultaciones, con la oreja pegada a las paredes, percibieron el cloc cloc
profundo. Perforaron el muro y allí estaban los huesos en el talego intacto.
Ese mismo día lo sepultaron en una tumba sin lápida, improvisada junto a la de
Melquíades, y José Arcadio Buendía regresó a la casa liberado de una carga que
por un momento pesó tanto en su conciencia como el recuerdo de Prudencio
Aguilar. Al pasar por la cocina le dio un beso en la frente a Rebeca.
—Quítate las malas ideas de la cabeza —le dijo—. Serás feliz.
La amistad de Rebeca abrió a Pilar Ternera las puertas de la casa,
cerradas por Úrsula desde el nacimiento de Arcadio. Llegaba a cualquier hora
del día, como un tropel de cabras, y descargaba su energía febril en los
oficios más pesados. A veces entraba al taller y ayudaba a Arcadio a
sensibilizar las láminas del daguerrotipo con una eficacia y una ternura que
terminaron por confundirlo. Lo aturdía esa mujer. La resolana de su piel, su
olor a humo, el desorden de su risa en el cuarto oscuro, perturbaban su
atención y lo hacían tropezar con las cosas.
En cierta ocasión Aureliano estaba allí, trabajando en orfebrería, y
Pilar Ternera se apoyó en la mesa para admirar su paciente laboriosidad. De
pronto ocurrió. Aureliano comprobó que Arcadio estaba en el cuarto oscuro,
antes de levantar la vista y encontrarse con los ojos de Pilar Ternera, cuyo
pensamiento era perfectamente visible, como expuesto a la luz del mediodía.
—Bueno —dijo Aureliano—. Dígame qué es.
Pilar Ternera se mordió los labios con una sonrisa triste.
—Que eres bueno para la guerra —dijo—. Donde pones el ojo pones el
plomo.
Aureliano descansó con la comprobación del presagio. Volvió a
concentrarse en su trabajo, como si nada hubiera pasado, y su voz adquirió una
reposada firmeza.
—Lo reconozco —dijo—. Llevará mi nombre.
José
Arcadio Buendía consiguió por fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de
cuerda el mecanismo del reloj, y el juguete bailó sin interrupción al compás de
su propia música durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que
cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvió a comer. No volvió a
dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su
imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no volvería a
recuperarse. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz
alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas
de bueyes, a las rejas del arado, a todo lo que fuera útil puesto en movimiento.
Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al
anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su dormitorio. Era
Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también
envejecieran los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la
nostalgia. «Prudencio —exclamó—, ¡cómo has venido a parar tan lejos!». Después
de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de los vivos, tan
apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra
muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado
por querer al peor de sus enemigos. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les
preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle
de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque
Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó Melquíades y
lo señaló con un puntito negro en los abigarrados mapas de la muerte. José
Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas
después, estragado por la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó:
«¿Qué día es hoy?». Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba
yo», dijo José Arcadio Buendía. «Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue
siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias.
También hoy es lunes». Acostumbrado a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al
día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esto es un
desastre —dijo—. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier.
También hoy es lunes». Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor,
llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando por Prudencio
Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por
todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le
regaló un oso de cuerda que caminaba en dos patas por un alambre, pero no
consiguió distraerlo de su obsesión. Le preguntó qué había pasado con el
proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una
máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era
imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no
podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller con un
doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se ha descompuesto
—casi sollozó— y Úrsula y Amaranta tan lejos!». Aureliano lo reprendió como a
un niño y él adoptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando las cosas,
tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día
anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el
transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertos,
llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los muertos, para que
fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, antes de que se
levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no
tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces agarró la tranca de una
puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta
convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia,
el taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante
y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto
de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez
hombres para tumbarlo, catorce para amarrarlo, veinte para arrastrarlo hasta el
castaño del patio, donde lo dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando
espumarajos verdes por la boca. Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía
estaba atado de pies y manos al tronco del castaño, empapado de lluvia y en un
estado de inocencia total. Le hablaron, y él las miró sin reconocerlas y les
dijo algo incomprensible. Úrsula le soltó las muñecas y los tobillos, ulcerados
por la presión de las sogas, y lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más
tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la
lluvia.
Aureliano Buendía y Remedios Moscote se casaron un domingo de marzo ante
el altar que el padre Nicanor Reyna hizo construir en la sala de visitas. Fue
la culminación de cuatro semanas de sobresaltos en casa de los Moscote, pues la
pequeña Remedios llegó a la pubertad antes de superar los hábitos de la
infancia. A pesar de que la madre la había aleccionado sobre los cambios de la
adolescencia, una tarde de febrero irrumpió dando gritos de alarma en la sala
donde sus hermanas conversaban con Aureliano, y les mostró el calzón
embadurnado de una pasta achocolatada. Se fijó un mes para la boda. Apenas si
hubo tiempo de enseñarla a lavarse, a vestirse sola, a comprender los asuntos
elementales de un hogar. La pusieron a orinar en ladrillos calientes para
corregirle el hábito de mojar la cama. Costó trabajo convencerla de la
inviolabilidad del secreto conyugal, porque Remedios estaba tan aturdida y al
mismo tiempo tan maravillada con la revelación, que quería comentar con todo el
mundo los pormenores de la noche de bodas. Fue un esfuerzo agotador, pero en la
fecha prevista para la ceremonia la niña era tan diestra en las cosas del mundo
como cualquiera de sus hermanas. Don Apolinar Moscote la llevó del brazo por la
calle adornada con flores y guirnaldas, entre el estampido de los cohetes y la
música de varias bandas, y ella saludaba con la mano y daba las gracias con una
sonrisa a quienes le deseaban buena suerte desde las ventanas. Aureliano, vestido
de paño negro, con los mismos botines de charol con ganchos metálicos que había
de llevar pocos años después frente al pelotón de fusilamiento, tenía una
palidez intensa y una bola dura en la garganta cuando recibió a su novia en la
puerta de la casa y la llevó al altar. Ella se comportó con tanta naturalidad,
con tanta discreción, que no perdió la compostura ni siquiera cuando Aureliano
dejó caer el anillo al tratar de ponérselo. En medio del murmullo y el
principio de confusión de los convidados, ella mantuvo en alto el brazo con el
mitón de encaje y permaneció con el anular dispuesto, hasta que su novio logró
parar el anillo con el botín para que no siguiera rodando hasta la puerta, y
regresó ruborizado al altar. Su madre y sus hermanas sufrieron tanto con el
temor de que la niña hiciera una incorrección durante la ceremonia, que al
final fueron ellas quienes cometieron la impertinencia de cargarla para darle
un beso. Desde aquel día se reveló el sentido de responsabilidad, la gracia
natural, el reposado dominio que siempre había de tener Remedios ante las
circunstancias adversas. Fue ella quien de su propia iniciativa puso aparte la
mejor porción que cortó del pastel de bodas y se la llevó en un plato con un
tenedor a José Arcadio Buendía. Amarrado al tronco del castaño, encogido en un
banquito de madera bajo el cobertizo de palmas, el enorme anciano descolorido
por el sol y la lluvia hizo una vaga sonrisa de gratitud y se comió el pastel
con los dedos masticando un salmo ininteligible. La única persona infeliz en
aquella celebración estrepitosa que se prolongó hasta el amanecer del lunes,
fue Rebeca Buendía. Era su fiesta frustrada. Por acuerdo de Úrsula, su
matrimonio debía celebrarse en la misma fecha, pero Pietro Crespi recibió el
viernes una carta con el anuncio de la muerte inminente de su madre. La boda se
aplazó. Pietro Crespi se fue para la capital de la provincia una hora después
de recibir la carta, y en el camino se cruzó con su madre que llegó puntual la
noche del sábado y cantó en la boda de Aureliano el aria triste que había
preparado para la boda de su hijo. Pietro Crespi regresó a la medianoche del
domingo a barrer las cenizas de la fiesta, después de haber reventado cinco
caballos en el camino tratando de estar en tiempo para su boda. Nunca se
averiguó quién escribió la carta. Atormentada por Úrsula, Amaranta lloró de
indignación y juró su inocencia frente al altar que los carpinteros no habían
acabado de desarmar.
El padre Nicanor Reyna —a quien don Apolinar Moscote había llevado de la
ciénaga para que oficiara la boda— era un anciano endurecido por la ingratitud
de su ministerio. Tenía la piel triste, casi en los puros huesos, y el vientre
pronunciado y redondo y una expresión de ángel viejo que era más de inocencia
que de bondad. Llevaba el propósito de regresar a su parroquia después de la
boda, pero se espantó con la aridez de los habitantes de Macondo, que
prosperaban en el escándalo, sujetos a la ley natural, sin bautizar a los hijos
ni santificar las fiestas. Pensando que a ninguna tierra le hacía tanta falta
la simiente de Dios, decidió quedarse una semana más para cristianizar a
circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero
nadie le prestó atención. Le contestaban que durante muchos años habían estado sin
cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido
la malicia del pecado mortal. Cansado de predicar en el desierto, el padre
Nicanor se dispuso a emprender la construcción de un templo, el más grande del
mundo, con santos de tamaño natural y vidrios de colores en las paredes, para
que fuera gente desde Roma a honrar a Dios en el centro de la impiedad. Andaba
por todas partes pidiendo limosnas con un platillo de cobre. Le daban mucho,
pero él quería más, porque el templo debía tener una campana cuyo clamor sacara
a flote a los ahogados. Suplicó tanto, que perdió la voz. Sus huesos empezaron
a llenarse de ruidos. Un sábado, no habiendo recogido ni siquiera el valor de
las puertas, se dejó confundir por la desesperación. Improvisó un altar en la
plaza y el domingo recorrió el pueblo con una campanita, como en los tiempos
del insomnio, convocando a la misa campal. Muchos fueron por curiosidad. Otros
por nostalgia. Otros para que Dios no fuera a tomar como agravio personal el
desprecio a su intermediario. Así que a las ocho de la mañana estaba medio
pueblo en la plaza, donde el padre Nicanor cantó los evangelios con voz
lacerada por la súplica. Al final, cuando los asistentes empezaron a
desbandarse, levantó los brazos en señal de atención.
—Un momento —dijo—. Ahora vamos a presenciar una prueba irrebatible del
infinito poder de Dios.
El muchacho que había ayudado a misa le llevó una taza de chocolate
espeso y humeante que él se tomó sin respirar. Luego se limpió los labios con
un pañuelo que sacó de la manga, extendió los brazos y cerró los ojos. Entonces
el padre Nicanor se elevó doce centímetros sobre el nivel del suelo. Fue un
recurso convincente. Anduvo varios días por entre las casas, repitiendo la
prueba de la levitación mediante el estímulo del chocolate, mientras el
monaguillo recogía tanto dinero en un talego, que en menos de un mes emprendió
la construcción del templo. Nadie puso en duda el origen divino de la
demostración, salvo José Arcadio Buendía, que observó sin inmutarse el tropel
de gente que una mañana se reunió en torno al castaño para asistir una vez más
a la revelación. Apenas se estiró un poco en el banquillo y se encogió de
hombros cuando el padre Nicanor empezó a levantarse del suelo junto con la
silla en que estaba sentado.
—Hoc est simplicisimum —dijo José Arcadio Buendía—: homo iste statum
quartum materiae invenit.
El padre Nicanor levantó la mano y las cuatro patas de la silla se
posaron en tierra al mismo tiempo.
—Nego —dijo—. Factum hoc existentiam Dei probat sine dubio.
Fue así como se supo que era latín la endiablada jerga de José Arcadio
Buendía. El padre Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona
que había podido comunicarse con él, para tratar de infundir la fe en su
cerebro trastornado. Todas las tardes se sentaba junto al castaño, predicando
en latín, pero José Arcadio Buendía se empecinó en no admitir vericuetos
retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el
daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas
y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los
rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento científico. Era tan terco,
que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió
visitándolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio
Buendía quien tomó la iniciativa y trató de quebrantar la fe del cura con
martingalas racionalistas. En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al
castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas,
José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el
sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los
principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo el juego de
damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más asombrado de la lucidez de José
Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un
árbol.
—Hoc est simplicisimum —contestó él—: porque estoy loco.
Desde entonces, preocupado por su propia fe, el cura no volvió a
visitarlo, y se dedicó por completo a apresurar la construcción del templo.
Rebeca sintió renacer la esperanza. Su porvenir estaba condicionado a la
terminación de la obra, desde un domingo en que el padre Nicanor almorzaba en
la casa y toda la familia sentada a la mesa habló de la solemnidad y el
esplendor que tendrían los actos religiosos cuando se construyera el templo.
«La más afortunada será Rebeca», dijo Amaranta. Y como Rebeca no entendió lo
que ella quería decirle, se lo explicó con una sonrisa inocente:
—Te va a tocar inaugurar la iglesia con tu boda.
Rebeca trató de anticiparse a cualquier comentario. Al paso que llevaba
la construcción, el templo no estaría terminado antes de diez años. El padre
Nicanor no estuvo de acuerdo: la creciente generosidad de los fieles permitía
hacer cálculos más optimistas. Ante la sorda indignación de Rebeca, que no pudo
terminar el almuerzo, Úrsula celebró la idea de Amaranta y contribuyó con un
aporte considerable para que se apresuraran los trabajos. El padre Nicanor
consideró que con otro auxilio como ese el templo estaría listo en tres años. A
partir de entonces Rebeca no volvió a dirigirle la palabra a Amaranta,
convencida de que su iniciativa no había tenido la inocencia que ella supo
aparentar. «Era lo menos grave que podía hacer», le replicó Amaranta en la
virulenta discusión que tuvieron aquella noche. «Así no tendré que matarte en
los próximos tres años». Rebeca aceptó el reto.
Cuando Pietro Crespi se enteró del nuevo aplazamiento, sufrió una crisis
de desilusión, pero Rebeca le dio una prueba definitiva de lealtad. «Nos
fugaremos cuando tú lo dispongas», le dijo. Pietro Crespi, sin embargo, no era
hombre de aventuras. Carecía del carácter impulsivo de su novia, y consideraba
el respeto a la palabra empeñada como un capital que no se podía dilapidar.
Entonces Rebeca recurrió a métodos más audaces. Un viento misterioso apagaba
las lámparas de la sala de visita y Úrsula sorprendía a los novios besándose en
la oscuridad. Pietro Crespi le daba explicaciones atolondradas sobre la mala
calidad de las modernas lámparas de alquitrán y hasta ayudaba a instalar en la
sala sistemas de iluminación más seguros. Pero otra vez fallaba el combustible
o se atascaban las mechas, y Úrsula encontraba a Rebeca sentada en las rodillas
del novio. Terminó por no aceptar ninguna explicación. Depositó en la india la
responsabilidad de la panadería y se sentó en un mecedor a vigilar la visita de
los novios, dispuesta a no dejarse derrotar por maniobras que ya eran viejas en
su juventud. «Pobre mamá», decía Rebeca con burlona indignación, viendo
bostezar a Úrsula en el sopor de las visitas. «Cuando se muera saldrá penando
en ese mecedor». Al cabo de tres meses de amores vigilados, aburrido con la
lentitud de la construcción que pasaba a inspeccionar todos los días, Pietro
Crespi resolvió darle al padre Nicanor el dinero que le hacía falta para
terminar el templo. Amaranta no se impacientó. Mientras conversaba con las
amigas que todas las tardes iban a bordar o tejer en el corredor, trataba de
concebir nuevas triquiñuelas. Un error de cálculo echó a perder la que
consideró más eficaz: quitar las bolitas de naftalina que Rebeca había puesto a
su vestido de novia antes de guardarlo en la cómoda del dormitorio. Lo hizo
cuando faltaban menos de dos meses para la terminación del templo. Pero Rebeca
estaba tan impaciente ante la proximidad de la boda, que quiso preparar el
vestido con más anticipación de la que había previsto Amaranta. Al abrir la
cómoda y desenvolver primero los papeles y luego el lienzo protector, encontró
el raso del vestido y el punto del velo y hasta la corona de azahares
pulverizados por las polillas. Aunque estaba segura de haber puesto en el
envoltorio dos puñados de bolitas de naftalina, el desastre parecía tan
accidental que no se atrevió a culpar a Amaranta. Faltaba menos de un mes para
la boda, pero Amparo Moscote se comprometió a coser un nuevo vestido en una
semana. Amaranta se sintió desfallecer el mediodía lluvioso en que Amparo entró
a la casa envuelta en una espumarada de punto para hacerle a Rebeca la última
prueba del vestido. Perdió la voz y un hilo de sudor helado descendió por el
cauce de su espina dorsal. Durante largos meses había temblado de pavor
esperando aquella hora, porque si no concebía el obstáculo definitivo para la
boda de Rebeca, estaba segura de que en el último instante, cuando hubieran
fallado todos los recursos de su imaginación, tendría valor para envenenarla.
Esa tarde, mientras Rebeca se ahogaba de calor dentro de la coraza de raso que
Amparo Moscote iba armando en su cuerpo con un millar de alfileres y una
paciencia infinita, Amaranta equivocó varias veces los puntos del crochet y se
pinchó el dedo con la aguja, pero decidió con espantosa frialdad que la fecha
sería el último viernes antes de la boda, y el modo sería un chorro de láudano
en el café.
Un obstáculo mayor, tan insalvable como imprevisto, obligó a un nuevo e
indefinido aplazamiento. Una semana antes de la fecha fijada para la boda, la
pequeña Remedios despertó a medianoche empapada en un caldo caliente que
explotó en sus entrañas con una especie de eructo desgarrador, y murió tres
días después envenenada por su propia sangre con un par de gemelos atravesados
en el vientre. Amaranta sufrió una crisis de conciencia. Había suplicado a Dios
con tanto fervor que algo pavoroso ocurriera para no tener que envenenar a
Rebeca, que se sintió culpable por la muerte de Remedios. No era ese el
obstáculo por el que tanto había suplicado. Remedios había llevado a la casa un
soplo de alegría. Se había instalado con su esposo en una alcoba cercana al
taller, que decoró con las muñecas y juguetes de su infancia reciente, y su
alegre vitalidad desbordaba las cuatro paredes de la alcoba y pasaba como un
ventarrón de buena salud por el corredor de las begonias. Cantaba desde el
amanecer. Fue ella la única persona que se atrevió a mediar en las disputas de
Rebeca y Amaranta. Se echó encima la dispendiosa tarea de atender a José
Arcadio Buendía. Le llevaba los alimentos, lo asistía en sus necesidades
cotidianas, lo lavaba con jabón y estropajo, le mantenía limpios de piojos y
liendres los cabellos y la barba, conservaba en buen estado el cobertizo de
palma y lo reforzaba con lonas impermeables en tiempos de tormenta. En sus
últimos meses había logrado comunicarse con él en frases de latín rudimentario.
Cuando nació el hijo de Aureliano y Pilar Ternera y fue llevado a la casa y
bautizado en ceremonia íntima con el nombre de Aureliano José, Remedios decidió
que fuera considerado como su hijo mayor. Su instinto maternal sorprendió a
Úrsula. Aureliano, por su parte, encontró en ella la justificación que le hacía
falta para vivir. Trabajaba todo el día en el taller y Remedios le llevaba a
media mañana un tazón de café sin azúcar. Ambos visitaban todas las noches a
los Moscote. Aureliano jugaba con el suegro interminables partidas de dominó,
mientras Remedios conversaba con sus hermanas o trataba con su madre asuntos de
gente mayor. El vínculo con los Buendía consolidó en el pueblo la autoridad de
don Apolinar Moscote. En frecuentes viajes a la capital de la provincia
consiguió que el gobierno construyera una escuela para que la atendiera
Arcadio, que había heredado el entusiasmo didáctico del abuelo. Logró por medio
de la persuasión que la mayoría de las casas fueran pintadas de azul para la
fiesta de la independencia nacional. A instancias del padre Nicanor dispuso el
traslado de la tienda de Catarino a una calle apartada, y clausuró varios
lugares de escándalo que prosperaban en el centro de la población. Una vez
regresó con seis policías armados de fusiles a quienes encomendó el
mantenimiento del orden, sin que nadie se acordara del compromiso original de
no tener gente armada en el pueblo. Aureliano se complacía de la eficacia de su
suegro. «Te vas a poner tan gordo como él», le decían sus amigos. Pero el
sedentarismo que acentuó sus pómulos y concentró el fulgor de sus ojos no
aumentó su peso ni alteró la parsimonia de su carácter, y por el contrario
endureció en sus labios la línea recta de la meditación solitaria y la decisión
implacable. Tan hondo era el cariño que él y su esposa habían logrado despertar
en la familia de ambos, que cuando Remedios anunció que iba a tener un hijo,
hasta Rebeca y Amaranta hicieron una tregua para tejer en lana azul, por si
nacía varón, y en lana rosada, por si nacía mujer. Fue ella la última persona
en que pensó Arcadio, pocos años después, frente al pelotón de fusilamiento.
Úrsula dispuso un duelo de puertas y ventanas cerradas, sin entrada ni
salida para nadie como no fuera para asuntos indispensables; prohibió hablar en
voz alta durante un año, y puso el daguerrotipo de Remedios en el lugar en que
se veló el cadáver, con una cinta negra terciada y una lámpara de aceite
encendida para siempre. Las generaciones futuras, que nunca dejaron extinguir
la lámpara, habían de desconcertarse ante aquella niña de faldas rizadas,
botitas blancas y lazo de organdí en la cabeza, que no lograban hacer coincidir
con la imagen académica de una bisabuela. Amaranta se hizo cargo de Aureliano
José. Lo adoptó como un hijo que había de compartir su soledad, y aliviarla del
láudano involuntario que echaron sus súplicas desatinadas en el café de
Remedios. Pietro Crespi entraba en puntillas al anochecer, con una cinta negra
en el sombrero, y hacía una visita silenciosa a una Rebeca que parecía
desangrarse dentro del vestido negro con mangas hasta los puños. Habría sido
tan irreverente la sola idea de pensar en una nueva fecha para la boda, que el
noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de cansancio que nadie
volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las
lámparas para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte.
Perdido el rumbo, completamente desmoralizada, Rebeca volvió a comer tierra.
De pronto —cuando el duelo llevaba tanto tiempo que ya se habían
reanudado las sesiones de punto de cruz— alguien empujó la puerta de la calle a
las dos de la tarde, en el silencio mortal del calor, y los horcones se
estremecieron con tal fuerza en los cimientos, que Amaranta y sus amigas
bordando en el corredor, Rebeca chupándose el dedo en el dormitorio, Úrsula en
la cocina, Aureliano en el taller y hasta José Arcadio Buendía bajo el castaño
solitario, tuvieron la impresión de que un temblor de tierra estaba
desquiciando la casa. Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas
apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la Virgen de los
Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente
bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretada esclava de
cobre de los niños-en-cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie,
el pelo corto y parado como las crines de un mulo, las mandíbulas férreas y la
mirada triste. Tenía un cinturón dos veces más grueso que la cincha de un
caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su
presencia daba la impresión trepidatoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó
la sala de visitas y la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio
desbaratadas, y apareció como un trueno en el corredor de las begonias, donde
Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las agujas en el aire. «Buenas»,
les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor y pasó
de largo hacia el fondo de la casa. «Buenas», le dijo a la asustada Rebeca que
lo vio pasar por la puerta de su dormitorio. «Buenas», le dijo a Aureliano, que
estaba con los cinco sentidos alertas en el mesón de orfebrería. No se
entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí se paró por primera
vez en el término de un viaje que había empezado al otro lado del mundo.
«Buenas», dijo. Úrsula se quedó una fracción de segundo con la boca abierta, lo
miró a los ojos, lanzó un grito y saltó a su cuello gritando y llorando de
alegría. Era José Arcadio. Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de
que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba
el español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde había estado, y
contestó: «Por ahí». Colgó la hamaca en el cuarto que le asignaron y durmió
tres días. Cuando despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió
directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental
provocó un pánico de curiosidad entre las mujeres. Ordenó música y aguardiente
para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo
tiempo. «Es imposible», decían, al convencerse de que no lograban moverle el
brazo. «Tiene niños-en-cruz». Catarino, que no creía en artificios de fuerza,
apostó doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su
sitio, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron
once hombres para meterlo. En el calor de la fiesta exhibió sobre el mostrador
su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una maraña azul y roja de
letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia les
preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él
propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado,
porque la mujer más solicitada ganaba ocho pesos en una noche, pero todas
aceptaron. Escribieron sus nombres en catorce papeletas que metieron en un
sombrero, y cada mujer sacó una. Cuando solo faltaban por sacar dos papeletas,
se estableció a quiénes correspondían.
—Cinco pesos más cada una —propuso José Arcadio— y me reparto entre
ambas.
De eso vivía. Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo,
enrolado en una tripulación de marineros apátridas. Las mujeres que se
acostaron con él aquella noche en la tienda de Catarino lo llevaron desnudo a
la sala de baile para que vieran que no tenía un milímetro del cuerpo sin
tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dedos de
los pies. No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la
noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas
ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpatía
radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en países remotos. Había
naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Japón,
alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya
carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y
dulce. En un mediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un
dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de
un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsaria de Víctor
Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura
carcomida por cucarachas de mar, y equivocado para siempre el rumbo de la
Guadalupe. Úrsula lloraba en la mesa como si estuviera leyendo las cartas que
nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio sus hazañas y desventuras.
«Y tanta casa aquí, hijo mío», sollozaba. «¡Y tanta comida tirada a los
puercos!». Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que se llevaron
los gitanos fuera el mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y
cuyas ventosidades marchitaban las flores. Algo similar le ocurría al resto de
la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia que le producían en la
mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su
filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el
propósito evidente de conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los
tiempos en que dormían en el mismo cuarto, procuró restaurar la complicidad de
la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la vida del mar le
saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar. Solo Rebeca sucumbió al
primer impacto. La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que
Pietro Crespi era un currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya
respiración volcánica se percibía en toda la casa. Buscaba su proximidad con
cualquier pretexto. En cierta ocasión José Arcadio la miró el cuerpo con una
atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita». Rebeca perdió el
dominio de sí misma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez
de otros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo
en el pulgar. Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en
vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la
casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer. Una tarde, cuando
todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en
calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones
con cables de amarrar barcos. La impresionó tanto su enorme desnudez
tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. «Perdone», se excusó. «No
sabía que estaba aquí». Pero apagó la voz para no despertar a nadie. «Ven acá»,
dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo
que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los
tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos,
murmurando: «Ay, hermanita; ay, hermanita». Ella tuvo que hacer un esfuerzo
sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente
regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres
zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por
haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel
dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que
absorbió como un papel secante la explosión de su sangre.
Tres días después se casaron en la misa de cinco. José Arcadio había ido
el día anterior a la tienda de Pietro Crespi. Lo había encontrado dictando una
lección de cítara y no lo llevó aparte para hablarle. «Me caso con Rebeca», le
dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a uno de los
discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el salón
atiborrado de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo:
—Es su hermana.
—No me importa —replicó José Arcadio.
Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.
—Es contra natura —explicó— y, además, la ley lo prohíbe.
José Arcadio se impacientó no tanto con la argumentación como con la
palidez de Pietro Crespi.
—Me cago dos veces en natura —dijo—. Y se lo vengo a decir para que no
se tome la molestia de ir a preguntarle nada a Rebeca.
Pero su comportamiento brutal se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se
le humedecían los ojos.
—Ahora —le dijo en otro tono—, que si lo que le gusta es la familia, ahí
le queda Amaranta.
El padre Nicanor reveló en el sermón del domingo que José Arcadio y
Rebeca no eran hermanos. Úrsula no perdonó nunca lo que consideró como una
inconcebible falta de respeto, y cuando regresaron de la iglesia prohibió a los
recién casados que volvieran a pisar la casa. Para ella era como si hubieran
muerto. Así que alquilaron una casita frente al cementerio y se instalaron en
ella sin más muebles que la hamaca de José Arcadio. La noche de bodas a Rebeca
le mordió el pie un alacrán que se había metido en su pantufla. Se le adormeció
la lengua, pero eso no impidió que pasaran una luna de miel escandalosa. Los
vecinos se asustaban con los gritos que despertaban a todo el barrio hasta ocho
veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta, y rogaban que una pasión
tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.
Aureliano fue el único que se preocupó por ellos. Les compró algunos
muebles y les proporcionó dinero, hasta que José Arcadio recuperó el sentido de
la realidad y empezó a trabajar las tierras de nadie que colindaban con el
patio de la casa. Amaranta, en cambio, no logró superar jamás su rencor contra
Rebeca, aunque la vida le ofreció una satisfacción con que no había soñado: por
iniciativa de Úrsula, que no sabía cómo reparar la vergüenza, Pietro Crespi
siguió almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al fracaso con una serena
dignidad. Conservó la cinta negra en el sombrero como una muestra de aprecio
por la familia, y se complacía en demostrar su afecto a Úrsula llevándole
regalos exóticos: sardinas portuguesas, mermelada de rosas turcas y, en cierta
ocasión, un primoroso mantón de Manila. Amaranta lo atendía con una cariñosa
diligencia. Adivinaba sus gustos, le arrancaba los hilos descosidos en los puños
de la camisa, y bordó una docena de pañuelos con sus iniciales para el día de
su cumpleaños. Los martes, después del almuerzo, mientras ella bordaba en el
corredor, él le hacía una alegre compañía. Para Pietro Crespi, aquella mujer
que siempre consideró y trató como una niña, fue una revelación. Aunque su tipo
carecía de gracia, tenía una rara sensibilidad para apreciar las cosas del
mundo, y una ternura secreta. Un martes, cuando nadie dudaba de que tarde o
temprano tenía que ocurrir, Pietro Crespi le pidió que se casara con él. Ella
no interrumpió su labor. Esperó a que pasara el caliente rubor de sus orejas e
imprimió a su voz un sereno énfasis de madurez.
—Por supuesto, Crespi —dijo—, pero cuando uno se conozca mejor. Nunca es
bueno precipitar las cosas.
Úrsula se ofuscó. A pesar del aprecio que le tenía a Pietro Crespi, no
lograba establecer si su decisión era buena o mala desde el punto de vista
moral, después del prolongado y ruidoso noviazgo con Rebeca. Pero terminó por
aceptarlo como un hecho sin calificación, porque nadie compartió sus dudas.
Aureliano, que era el hombre de la casa, la confundió más con su enigmática y
terminante opinión:
—Estas no son horas de andar pensando en matrimonios.
Aquella opinión que Úrsula solo comprendió algunos meses después era la
única sincera que podía expresar Aureliano en ese momento, no solo con respecto
al matrimonio, sino a cualquier asunto que no fuera la guerra. Él mismo, frente
al pelotón de fusilamiento, no había de entender muy bien cómo se fue encadenando
la serie de sutiles pero irrevocables casualidades que lo llevaron hasta ese
punto. La muerte de Remedios no le produjo la conmoción que temía. Fue más bien
un sordo sentimiento de rabia que paulatinamente se disolvió en una frustración
solitaria y pasiva, semejante a la que experimentó en los tiempos en que estaba
resignado a vivir sin mujer. Volvió a hundirse en el trabajo, pero conservó la
costumbre de jugar dominó con su suegro. En una casa amordazada por el luto,
las conversaciones nocturnas consolidaron la amistad de los dos hombres.
«Vuelve a casarte, Aurelito», le decía el suegro. «Tengo seis hijas para
escoger». En cierta ocasión, en vísperas de las elecciones, don Apolinar
Moscote regresó de uno de sus frecuentes viajes, preocupado por la situación
política del país. Los liberales estaban decididos a lanzarse a la guerra. Como
Aureliano tenía en esa época nociones muy confusas sobre las diferencias entre
conservadores y liberales, su suegro le daba lecciones esquemáticas. Los
liberales, le decía, eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar
a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer
iguales derechos a los hijos naturales que a los legítimos, y de despedazar al
país en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los
conservadores, en cambio, que habían recibido el poder directamente de Dios,
propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los
defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban
dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas.
Por sentimientos humanitarios, Aureliano simpatizaba con la actitud liberal
respecto de los derechos de los hijos naturales, pero de todos modos no
entendía cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían
tocarse con las manos. Le pareció una exageración que su suegro se hiciera
enviar para las elecciones seis soldados armados con fusiles, al mando de un
sargento, en un pueblo sin pasiones políticas. No solo llegaron, sino que
fueron de casa en casa decomisando armas de cacería, machetes y hasta cuchillos
de cocina, antes de repartir entre los hombres mayores de veintiún años las
papeletas azules con los nombres de los candidatos conservadores, y las
papeletas rojas con los nombres de los candidatos liberales. La víspera de las
elecciones el propio don Apolinar Moscote leyó un bando que prohibía desde la
medianoche del sábado, y por cuarenta y ocho horas, la venta de bebidas
alcohólicas y la reunión de más de tres personas que no fueran de la misma
familia. Las elecciones transcurrieron sin incidentes. Desde las ocho de la
mañana del domingo se instaló en la plaza la urna de madera custodiada por los
seis soldados. Se votó con entera libertad, como pudo comprobarlo el propio
Aureliano, que estuvo casi todo el día con su suegro vigilando que nadie votara
más de una vez. A las cuatro de la tarde, un repique de redoblante en la plaza
anunció el término de la jornada, y don Apolinar Moscote selló la urna con una
etiqueta cruzada con su firma. Esa noche, mientras jugaba dominó con Aureliano,
le ordenó al sargento romper la etiqueta para contar los votos. Había casi
tantas papeletas rojas como azules, pero el sargento solo dejó diez rojas y
completó la diferencia con azules. Luego volvieron a sellar la urna con una
etiqueta nueva y al día siguiente a primera hora se la llevaron para la capital
de la provincia. «Los liberales irán a la guerra», dijo Aureliano. Don Apolinar
no desatendió sus fichas de dominó. «Si lo dices por los cambios de papeletas,
no irán», dijo. «Se dejan algunas rojas para que no haya reclamos». Aureliano
comprendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal —dijo— iría a
la guerra por esto de las papeletas». Su suegro lo miró por encima del marco de
los anteojos.
—Ay, Aurelito —dijo—, si tú fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no
hubieras visto el cambio de las papeletas.
Lo que en realidad causó indignación en el pueblo no fue el resultado de
las elecciones, sino el hecho de que los soldados no hubieran devuelto las
armas. Un grupo de mujeres habló con Aureliano para que consiguiera con su
suegro la restitución de los cuchillos de cocina. Don Apolinar Moscote le
explicó, en estricta reserva, que los soldados se habían llevado las armas
decomisadas como prueba de que los liberales se estaban preparando para la
guerra. Lo alarmó el cinismo de la declaración. No hizo ningún comentario, pero
cierta noche en que Gerineldo Márquez y Magnífico Visbal hablaban con otros
amigos del incidente de los cuchillos, le preguntaron si era liberal o
conservador. Aureliano no vaciló:
—Si hay que ser algo, sería liberal —dijo—, porque los conservadores son
unos tramposos.
Al día siguiente, a instancias de sus amigos, fue a visitar al doctor Alirio
Noguera para que le tratara un supuesto dolor en el hígado. Ni siquiera sabía
cuál era el sentido de la patraña. El doctor Alirio Noguera había llegado a
Macondo pocos años antes con un botiquín de globulitos sin sabor y una divisa
médica que no convenció a nadie: Un clavo saca otro clavo. En realidad era un
farsante. Detrás de su inocente fachada de médico sin prestigio se escondía un
terrorista que tapaba con unas cáligas de media pierna las cicatrices que
dejaron en sus tobillos cinco años de cepo. Capturado en la primera aventura
federalista, logró escapar a Curazao disfrazado con el traje que más detestaba
en este mundo: una sotana. Al cabo de un prolongado destierro, embullado por
las exaltadas noticias que llevaban a Curazao los exiliados de todo el Caribe,
se embarcó en una goleta de contrabandistas y apareció en Riohacha con los
frasquitos de glóbulos que no eran más que de azúcar refinada, y un diploma de
la Universidad de Leipzig falsificado por él mismo. Lloró de desencanto. El
fervor federalista, que los exiliados definían como un polvorín a punto de
estallar, se había disuelto en una vaga ilusión electoral. Amargado por el
fracaso, ansioso de un lugar seguro donde esperar la vejez, el falso homeópata
se refugió en Macondo. En el estrecho cuartito atiborrado de frascos vacíos que
alquiló a un lado de la plaza, vivió varios años de los enfermos sin esperanzas
que después de haber probado todo se consolaban con glóbulos de azúcar. Sus
instintos de agitador permanecieron en reposo mientras don Apolinar Moscote fue
una autoridad decorativa. El tiempo se le iba en recordar y en luchar contra el
asma. La proximidad de las elecciones fue el hilo que le permitió encontrar de
nuevo la madeja de la subversión. Estableció contacto con la gente joven del
pueblo, que carecía de formación política, y se empeñó en una sigilosa campaña
de instigación. Las numerosas papeletas rojas que aparecieron en la urna, y que
fueron atribuidas por don Apolinar Moscote a la novelería propia de la
juventud, eran parte de su plan: obligó a sus discípulos a votar para
convencerlos de que las elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz —decía— es
la violencia». La mayoría de los amigos de Aureliano andaban entusiasmados con
la idea de liquidar el orden conservador, pero nadie se había atrevido a
incluirlo en los planes, no solo por sus vínculos con el corregidor, sino por
su carácter solitario y evasivo. Se sabía, además, que había votado azul por
indicación del suegro. Así que fue una simple casualidad que revelara sus sentimientos
políticos, y fue un puro golpe de curiosidad el que lo metió en la ventolera de
visitar al médico para tratarse un dolor que no tenía. En el cuchitril oloroso
a telaraña alcanforada se encontró con una especie de iguana polvorienta cuyos
pulmones silbaban al respirar. Antes de hacerle ninguna pregunta el doctor lo
llevó a la ventana y le examinó por dentro el párpado inferior. «No es ahí»,
dijo Aureliano, según le habían indicado. Se hundió el hígado con la punta de
los dedos, y agregó: «Es aquí donde tengo el dolor que no me deja dormir».
Entonces el doctor Noguera cerró la ventana con el pretexto de que había mucho
sol, y le explicó en términos simples por qué era un deber patriótico asesinar
a los conservadores. Durante varios días llevó Aureliano un frasquito en el
bolsillo de la camisa. Lo sacaba cada dos horas, ponía tres globulitos en la
palma de la mano y se los echaba de golpe en la boca para disolverlos
lentamente en la lengua. Don Apolinar Moscote se burló de su fe en la
homeopatía, pero quienes estaban en el complot reconocieron en él a uno más de
los suyos. Casi todos los hijos de los fundadores estaban implicados, aunque
ninguno sabía concretamente en qué consistía la acción que ellos mismos
tramaban. Sin embargo, el día en que el médico le reveló el secreto a
Aureliano, este le sacó el cuerpo a la conspiración. Aunque entonces estaba
convencido de la urgencia de liquidar al régimen conservador, el plan lo
horrorizó. El doctor Noguera era un místico del atentado personal. Su sistema
se reducía a coordinar una serie de acciones individuales que en un golpe
maestro de alcance nacional liquidara a los funcionarios del régimen con sus
respectivas familias, sobre todo a los niños, para exterminar el conservatismo
en la semilla. Don Apolinar Moscote, su esposa y sus seis hijas, por supuesto,
estaban en la lista.
—Usted no es liberal ni es nada —le dijo Aureliano sin alterarse—. Usted
no es más que un matarife.
—En ese caso —replicó el doctor con igual calma— devuélveme el
frasquito. Ya no te hace falta.
Solo seis meses después supo Aureliano que el doctor lo había
desahuciado como hombre de acción, por ser un sentimental sin porvenir, con un
carácter pasivo y una definida vocación solitaria. Trataron de cercarlo
temiendo que denunciara la conspiración. Aureliano los tranquilizó: no diría
una palabra, pero la noche en que fueran a asesinar a la familia Moscote lo
encontrarían a él defendiendo la puerta. Demostró una decisión tan convincente,
que el plan se aplazó para una fecha indefinida. Fue por esos días que Úrsula
consultó su opinión sobre el matrimonio de Pietro Crespi y Amaranta, y él
contestó que los tiempos no estaban para pensar en eso. Desde hacía una semana
llevaba bajo la camisa una pistola arcaica. Vigilaba a sus amigos. Iba por las
tardes a tomar el café con José Arcadio y Rebeca, que empezaban a ordenar su
casa, y desde las siete jugaba dominó con el suegro. A la hora del almuerzo
conversaba con Arcadio, que era ya un adolescente monumental, y lo encontraba
cada vez más exaltado con la inminencia de la guerra. En la escuela, donde
Arcadio tenía alumnos mayores que él revueltos con niños que apenas empezaban a
hablar, había prendido la fiebre liberal. Se hablaba de fusilar al padre
Nicanor, de convertir el templo en escuela, de implantar el amor libre.
Aureliano procuró atemperar sus ímpetus. Le recomendó discreción y prudencia.
Sordo a su razonamiento sereno, a su sentido de la realidad, Arcadio le
reprochó en público su debilidad de carácter. Aureliano esperó. Por fin, a
principios de diciembre, Úrsula irrumpió trastornada en el taller.
—¡Estalló la guerra!
En
efecto, había estallado desde hacía tres meses. La ley marcial imperaba en todo
el país. El único que lo supo a tiempo fue don Apolinar Moscote, pero no le dio
la noticia ni a su mujer, mientras llegaba el pelotón del ejército que había de
ocupar el pueblo por sorpresa. Entraron sin ruido antes del amanecer, con dos
piezas de artillería ligera tiradas por mulas, y establecieron el cuartel en la
escuela. Se impuso el toque de queda a las seis de la tarde. Se hizo una
requisa más drástica que la anterior, casa por casa, y esta vez se llevaron
hasta las herramientas de labranza. Sacaron a rastras al doctor Noguera, lo
amarraron a un árbol de la plaza y lo fusilaron sin fórmula de juicio. El padre
Nicanor trató de impresionar a las autoridades militares con el milagro de la
levitación, y un soldado lo descalabró de un culatazo. La exaltación liberal se
apagó en un terror silencioso. Aureliano, pálido, hermético, siguió jugando
dominó con su suegro. Comprendió que a pesar de su título actual de jefe civil
y militar de la plaza, don Apolinar Moscote era otra vez una autoridad
decorativa. Las decisiones las tomaba un capitán del ejército que todas las
mañanas recaudaba una manlieva extraordinaria para la defensa del orden
público. Cuatro soldados al mando suyo arrebataron a su familia una mujer que
había sido mordida por un perro rabioso y la mataron a culatazos en plena
calle.
Un domingo, dos semanas después de la ocupación, Aureliano entró en la
casa de Gerineldo Márquez y con su parsimonia habitual pidió un tazón de café
sin azúcar. Cuando los dos quedaron solos en la cocina, Aureliano imprimió a su
voz una autoridad que nunca se le había conocido. «Prepara los muchachos»,
dijo. «Nos vamos a la guerra». Gerineldo Márquez no lo creyó.
—¿Con qué armas? —preguntó.
—Con las de ellos —contestó Aureliano.
El martes a medianoche, en una operación descabellada, veintiún hombres
menores de treinta años al mando de Aureliano Buendía, armados con cuchillos de
mesa y hierros afilados, tomaron por sorpresa la guarnición, se apoderaron de
las armas y fusilaron en el patio al capitán y los cuatro soldados que habían
asesinado a la mujer.
Esa misma noche, mientras se escuchaban las descargas del pelotón de
fusilamiento, Arcadio fue nombrado jefe civil y militar de la plaza. Los
rebeldes casados apenas tuvieron tiempo de despedirse de sus esposas, a quienes
abandonaron a sus propios recursos. Se fueron al amanecer, aclamados por la
población liberada del terror, para unirse a las fuerzas del general
revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el
rumbo de Manaure. Antes de irse, Aureliano sacó a don Apolinar Moscote de un
armario. «Usted se queda tranquilo, suegro», le dijo. «El nuevo gobierno
garantiza, bajo palabra de honor, su seguridad personal y la de su familia».
Don Apolinar Moscote tuvo dificultades para identificar aquel conspirador de
botas altas y fusil terciado a la espalda con quien había jugado dominó hasta
las nueve de la noche.
—Esto es un disparate, Aurelito —exclamó.
—Ningún
disparate —dijo Aureliano—. Es la guerra. Y no me vuelva a decir Aurelito, que
ya soy el coronel Aureliano Buendía.
El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos
armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres
distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de
que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a
setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una
carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo.
Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó
a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y
mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero
nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que
le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de
oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de
sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de
firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de
guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le
salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de
todo eso fue una calle con su nombre en Macondo. Sin embargo, según declaró
pocos años antes de morir de viejo, ni siquiera eso esperaba la madrugada en
que se fue con sus veintiún hombres a reunirse con las fuerzas del general
Victorio Medina.
—Ahí te dejamos a Macondo —fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de
irse—. Te lo dejamos bien, procura que lo encontremos mejor.
Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación. Se
inventó un uniforme con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las
láminas de un libro de Melquíades, y se colgó al cinto el sable con borlas
doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería a la entrada
del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas
incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros
una impresión de invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno
no se atrevió a atacar la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo
descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia
en media hora. Desde el primer día de su mandato Arcadio reveló su afición por
los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba
por la cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho
años, declaró de utilidad pública los animales que transitaban por las calles
después de las seis de la tarde e impuso a los hombres mayores de edad la
obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural,
bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas
como no fuera para celebrar las victorias liberales. Para que nadie pusiera en
duda la severidad de sus propósitos, mandó que un pelotón de fusilamiento se
entrenara en la plaza pública disparando contra un espantapájaros. Al principio
nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los muchachos de la escuela
jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio en la tienda de
Catarino, el trompetista de la banda lo saludó con un toque de fanfarria que
provocó las risas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la
autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con los tobillos en un
cepo que instaló en un cuarto de la escuela. «¡Eres un asesino!», le gritaba
Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad. «Cuando
Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en alegrarme». Pero
todo fue inútil. Arcadio siguió apretando los torniquetes de un rigor
innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que hubo
nunca en Macondo. «Ahora sufran la diferencia», dijo don Apolinar Moscote en
cierta ocasión. «Esto es el paraíso liberal». Arcadio lo supo. Al frente de una
patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a
rastras a don Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del cuartel,
después de haber atravesado el pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de
rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio se disponía a dar la orden de
fuego al pelotón de fusilamiento.
—¡Atrévete, bastardo! —gritó Úrsula.
Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer
vergajazo. «Atrévete, asesino», gritaba. «Y mátame también a mí, hijo de mala
madre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber criado un
fenómeno». Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio,
donde Arcadio se enrolló como un caracol. Don Apolinar Moscote estaba
inconsciente, amarrado en el poste donde antes tenían al espantapájaros
despedazado por los tiros de entrenamiento. Los muchachos del pelotón se
dispersaron, temerosos de que Úrsula terminara desahogándose con ellos. Pero ni
siquiera los miró. Dejó a Arcadio con el uniforme arrastrado, bramando de dolor
y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para llevarlo a su casa. Antes de
abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo.
A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la
misa dominical, suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos
atrabiliarios. Pero a despecho de su fortaleza, siguió llorando la desdicha de
su destino. Se sintió tan sola, que buscó la inútil compañía del marido
olvidado bajo el castaño. «Mira en lo que hemos quedado», le decía, mientras
las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma. «Mira la
casa vacía, nuestros hijos desperdigados por el mundo, y nosotros dos solos
otra vez como al principio». José Arcadio Buendía, hundido en un abismo de
inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo de su locura anunciaba con
latinajos apremiantes sus urgencias cotidianas. En fugaces escampadas de
lucidez, cuando Amaranta le llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más
molestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la
época en que Úrsula fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con
la realidad. Ella lo bañaba por partes sentado en el banquito, mientras le daba
noticias de la familia. «Aureliano se ha ido a la guerra, hace ya más de cuatro
meses, y no hemos vuelto a saber de él», le decía, restregándole la espalda con
un estropajo enjabonado. «José Arcadio volvió, hecho un hombrazo más alto que tú
y todo bordado en punto de cruz, pero solo vino a traer la vergüenza a nuestra
casa». Creyó observar, sin embargo, que su marido entristecía con las malas
noticias. Entonces optó por mentirle. «No me creas lo que te digo», decía,
mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para recogerlos con la pala.
«Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son muy felices».
Llegó a ser tan sincera en el engaño que ella misma acabó consolándose con sus
propias mentiras. «Arcadio ya es un hombre serio —decía—, y muy valiente, y muy
buen mozo con su uniforme y su sable». Era como hablarle a un muerto, porque
José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance de toda preocupación. Pero
ella insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a todo, que decidió soltarlo.
Él ni siquiera se movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, como
si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier
atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del castaño. Hacia el mes de
agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse, Úrsula pudo por fin darle
una noticia que parecía verdad.
—Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte —le dijo—. Amaranta y
el italiano de la pianola se van a casar.
Amaranta y Pietro Crespi, en efecto, habían profundizado en la amistad,
amparados por la confianza de Úrsula, que esta vez no creyó necesario vigilar
las visitas. Era un noviazgo crepuscular. El italiano llegaba al atardecer, con
una gardenia en el ojal, y le traducía a Amaranta sonetos de Petrarca. Permanecían
en el corredor sofocado por el orégano y las rosas, él leyendo y ella tejiendo
encaje de bolillo, indiferentes a los sobresaltos y las malas noticias de la
guerra, hasta que los mosquitos los obligaban a refugiarse en la sala. La
sensibilidad de Amaranta, su discreta pero envolvente ternura habían ido
urdiendo en torno al novio una telaraña invisible, que él tenía que apartar
materialmente con sus dedos pálidos y sin anillos para abandonar la casa a las
ocho. Habían hecho un precioso álbum con las tarjetas postales que Pietro
Crespi recibía de Italia. Eran imágenes de enamorados en parques solitarios,
con viñetas de corazones flechados y cintas doradas sostenidas por palomas. «Yo
conozco este parque en Florencia», decía Pietro Crespi repasando las postales.
«Uno extiende la mano y los pájaros bajan a comer». A veces, ante una acuarela
de Venecia, la nostalgia transformaba en tibios aromas de flores el olor de
fango y mariscos podridos de los canales. Amaranta suspiraba, reía, soñaba con
una segunda patria de hombres y mujeres hermosos que hablaban una lengua de
niños, con ciudades antiguas de cuya pasada grandeza solo quedaban los gatos
entre los escombros. Después de atravesar el océano en su búsqueda, después de
haberlo confundido con la pasión en los manoseos vehementes de Rebeca, Pietro
Crespi había encontrado el amor. La dicha trajo consigo la prosperidad. Su
almacén ocupaba entonces casi una cuadra, y era un invernadero de fantasía, con
reproducciones del campanario de Florencia que daban la hora con un concierto
de carillones, y cajas musicales de Sorrento, y polveras de China que cantaban
al destaparlas tonadas de cinco notas, y todos los instrumentos músicos que se
podían imaginar y todos los artificios de cuerda que se podían concebir. Bruno
Crespi, su hermano menor, estaba al frente del almacén, porque él no se daba
abasto para atender la escuela de música. Gracias a él, la Calle de los Turcos,
con su deslumbrante exposición de chucherías, se transformó en un remanso
melódico para olvidar las arbitrariedades de Arcadio y la pesadilla remota de
la guerra. Cuando Úrsula dispuso la reanudación de la misa dominical, Pietro
Crespi le regaló al templo un armonio alemán, organizó un coro infantil y
preparó un repertorio gregoriano que puso una nota espléndida en el ritual
taciturno del padre Nicanor. Nadie ponía en duda que haría de Amaranta una
esposa feliz. Sin apresurar los sentimientos, dejándose arrastrar por la
fluidez natural del corazón, llegaron a un punto en que solo hacía falta fijar
la fecha de la boda. No encontrarían obstáculos. Úrsula se acusaba íntimamente
de haber torcido con aplazamientos reiterados el destino de Rebeca, y no estaba
dispuesta a acumular remordimientos. El rigor del luto por la muerte de
Remedios había sido relegado a un lugar secundario por la mortificación de la
guerra, la ausencia de Aureliano, la brutalidad de Arcadio y la expulsión de
José Arcadio y Rebeca. Ante la inminencia de la boda, el propio Pietro Crespi
había insinuado que Aureliano José, en quien fomentó un cariño casi paternal,
fuera considerado como su hijo mayor. Todo hacía pensar que Amaranta se
orientaba hacia una felicidad sin tropiezos. Pero al contrario de Rebeca, ella
no revelaba la menor ansiedad. Con la misma paciencia con que abigarraba
manteles y tejía primores de pasamanería y bordaba pavorreales en punto de
cruz, esperó a que Pietro Crespi no soportara más las urgencias del corazón. Su
hora llegó con las lluvias aciagas de octubre. Pietro Crespi le quitó del
regazo la canastilla de bordar y le apretó la mano entre las suyas. «No soporto
más esta espera», le dijo. «Nos casamos el mes entrante». Amaranta no tembló al
contacto de sus manos de hielo. Retiró la suya, como un animalito escurridizo,
y volvió a su labor.
—No seas ingenuo, Crespi —sonrió—, ni muerta me casaré contigo.
Pietro Crespi perdió el dominio de sí mismo. Lloró sin pudor, casi
rompiéndose los dedos de desesperación, pero no logró quebrantarla. «No pierdas
el tiempo», fue todo cuanto dijo Amaranta. «Si en verdad me quieres tanto, no vuelvas
a pisar esta casa». Úrsula creyó enloquecer de vergüenza. Pietro Crespi agotó
los recursos de la súplica. Llegó a increíbles extremos de humillación. Lloró
toda una tarde en el regazo de Úrsula, que hubiera vendido el alma por
consolarlo. En noches de lluvia se le vio merodear por la casa con un paraguas
de seda, tratando de sorprender una luz en el dormitorio de Amaranta. Nunca
estuvo mejor vestido que en esa época. Su augusta cabeza de emperador
atormentado adquirió un extraño aire de grandeza. Importunó a las amigas de
Amaranta, las que iban a bordar en el corredor, para que trataran de
persuadirla. Descuidó los negocios. Pasaba el día en la trastienda, escribiendo
esquelas desatinadas, que hacía llegar a Amaranta con membranas de pétalos y
mariposas disecadas, y que ella devolvía sin abrir. Se encerraba horas y horas
a tocar la cítara. Una noche cantó. Macondo despertó en una especie de estupor,
angelizado por una cítara que no merecía ser de este mundo y una voz como no
podía concebirse que hubiera otra en la tierra con tanto amor. Pietro Crespi
vio entonces la luz en todas las ventanas del pueblo, menos en la de Amaranta.
El dos de noviembre, día de todos los muertos, su hermano abrió el almacén y
encontró todas las lámparas encendidas y todas las cajas musicales destapadas y
todos los relojes trabados en una hora interminable, y en medio de aquel
concierto disparatado encontró a Pietro Crespi en el escritorio de la
trastienda, con las muñecas cortadas a navaja y las dos manos metidas en una
palangana de benjuí.
Úrsula dispuso que se le velara en la casa. El padre Nicanor se oponía a
los oficios religiosos y a la sepultura en tierra sagrada. Úrsula se le
enfrentó. «De algún modo que ni usted ni yo podemos entender, ese hombre era un
santo», dijo. «Así que lo voy a enterrar, contra su voluntad, junto a la tumba
de Melquíades». Lo hizo, con el respaldo de todo el pueblo, en funerales
magníficos. Amaranta no abandonó el dormitorio. Oyó desde su cama el llanto de
Úrsula, los pasos y murmullos de la multitud que invadió la casa, los aullidos
de las plañideras, y luego un hondo silencio oloroso a flores pisoteadas.
Durante mucho tiempo siguió sintiendo el hálito de lavanda de Pietro Crespi al
atardecer, pero tuvo fuerzas para no sucumbir al delirio. Úrsula la abandonó.
Ni siquiera levantó los ojos para apiadarse de ella, la tarde en que Amaranta
entró en la cocina y puso la mano en las brasas del fogón, hasta que le dolió
tanto que no sintió más dolor, sino la pestilencia de su propia carne
chamuscada. Fue una cura de burro para el remordimiento. Durante varios días
anduvo por la casa con la mano metida en un tazón con claras de huevo, y cuando
sanaron las quemaduras pareció como si las claras de huevo hubieran cicatrizado
también las úlceras de su corazón. La única huella externa que le dejó la
tragedia fue la venda de gasa negra que se puso en la mano quemada, y que había
de llevar hasta la muerte.
Arcadio dio una rara muestra de generosidad, al proclamar mediante un
bando el duelo oficial por la muerte de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó
como el regreso del cordero extraviado. Pero se equivocó. Había perdido a
Arcadio, no desde que vistió el uniforme militar, sino desde siempre. Creía
haberlo criado como a un hijo, como crio a Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones.
Sin embargo, Arcadio era un niño solitario y asustado durante la peste del
insomnio, en medio de la fiebre utilitaria de Úrsula, de los delirios de José
Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano, de la rivalidad mortal entre
Amaranta y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando en otra
cosa, como lo hubiera hecho un extraño. Le regalaba su ropa, para que
Visitación la redujera, cuando ya estaba de tirar. Arcadio sufría con sus
zapatos demasiado grandes, con sus pantalones remendados, con sus nalgas de
mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor que lo hizo con Visitación y
Cataure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de él,
que le hacía escuchar sus textos incomprensibles y le daba instrucciones sobre
el arte de la daguerrotipia. Nadie se imaginaba cuánto lloró su muerte en
secreto, y con qué desesperación trató de revivirlo en el estudio inútil de sus
papeles. La escuela, donde se le ponía atención y se le respetaba, y luego el
poder, con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron del
peso de una antigua amargura. Una noche, en la tienda de Catarino, alguien se
atrevió a decirle: «No mereces el apellido que llevas». Al contrario de lo que
todos esperaban, Arcadio no lo hizo fusilar.
—A mucha honra —dijo—, no soy un Buendía.
Quienes conocían el secreto de su filiación, pensaron por aquella
réplica que también él estaba al corriente, pero en realidad no lo estuvo
nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había hecho hervir la sangre en el
cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión tan irresistible como lo fue
primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido
sus encantos y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encontraba en el
rastro de su olor de humo. Poco antes de la guerra, un mediodía en que ella fue
más tarde que de costumbre a buscar a su hijo menor a la escuela, Arcadio la
estaba esperando en el cuarto donde solía hacer la siesta, y donde después
instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el patio, él esperó en la hamaca,
temblando de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por ahí.
Llegó. Arcadio la agarró por la muñeca y trató de meterla en la hamaca. «No
puedo, no puedo», dijo Pilar Ternera horrorizada. «No te imaginas cómo quisiera
complacerte, pero Dios es testigo que no puedo». Arcadio la agarró por la
cintura con su tremenda fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al
contacto de su piel. «No te hagas la santa», decía. «Al fin, todo el mundo sabe
que eres una puta». Pilar se sobrepuso al asco que le inspiraba su miserable
destino.
—Los niños se van a dar cuenta —murmuró—. Es mejor que esta noche dejes
la puerta sin tranca.
Arcadio la esperó aquella noche tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó
sin dormir, oyendo los grillos alborotados de la madrugada sin término y el
horario implacable de los alcaravanes, cada vez más convencido de que lo habían
engañado. De pronto, cuando la ansiedad se había descompuesto en rabia, la
puerta se abrió. Pocos meses después, frente al pelotón de fusilamiento,
Arcadio había de revivir los pasos perdidos en el salón de clases, los
tropiezos contra los escaños, y por último la densidad de un cuerpo en las
tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un corazón que no era
el suyo. Extendió la mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo
dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad. Sintió la nervadura de
sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma húmeda con la línea de
la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la muerte. Entonces
comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a
brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de
hombre, y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la
inexperiencia exaltada. Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía
de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus
ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la
había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y
nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por
completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un
gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el
consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra
mitad de sus ahorros. Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron
del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la
trastienda. Por la época en que Arcadio fue nombrado jefe civil y militar,
tuvieron una hija.
Los únicos parientes que se enteraron fueron José Arcadio y Rebeca, con
quienes Arcadio mantenía entonces relaciones íntimas, fundadas no tanto en el
parentesco como en la complicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al
yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca, la voracidad de su vientre, su
tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que de holgazán y
mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y
ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas
entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las
paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos. El
hambre de tierra, el cloc cloc de los huesos de sus padres, la impaciencia de
su sangre frente a la pasividad de Pietro Crespi, estaban relegados al desván
de la memoria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la
guerra, hasta que los potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y
ella se levantaba a calentar la comida, mucho antes de que aparecieran los
escuálidos perros rastreadores y luego el coloso de polainas y espuelas y con
escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hombro y casi siempre
un sartal de conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su
gobierno, Arcadio fue a visitarlos de un modo intempestivo. No lo veían desde
que abandonaron la casa, pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo
invitaron a compartir el guisado.
Solo cuando tomaban el café reveló Arcadio el motivo de su visita: había
recibido una denuncia contra José Arcadio. Se decía que empezó arando su patio
y había seguido derecho por las tierras contiguas, derribando cercas y
arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores
predios del contorno. A los campesinos que no había despojado, porque no le
interesaban sus tierras, les impuso una contribución que cobraba cada sábado
con los perros de presa y la escopeta de dos cañones. No lo negó. Fundaba su
derecho en que las tierras usurpadas habían sido distribuidas por José Arcadio
Buendía en los tiempos de la fundación, y creía posible demostrar que su padre
estaba loco desde entonces, puesto que dispuso de un patrimonio que en realidad
pertenecía a la familia. Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había
ido a hacer justicia. Ofreció simplemente crear una oficina de registro de la propiedad
para que José Arcadio legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la
condición de que delegara en el gobierno local el derecho de cobrar las
contribuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel
Aureliano Buendía examinó los títulos de propiedad, encontró que estaban
registradas a nombre de su hermano todas las tierras que se divisaban desde la
colina de su patio hasta el horizonte, inclusive el cementerio, y que en los
once meses de su mandato Arcadio había cargado no solo con el dinero de las
contribuciones, sino también con el que cobraba al pueblo por el derecho de
enterrar a los muertos en predios de José Arcadio.
Úrsula tardó varios meses en saber lo que ya era del dominio público,
porque la gente se lo ocultaba para no aumentarle el sufrimiento. Empezó por
sospecharlo. «Arcadio está construyendo una casa», le confió con fingido
orgullo a su marido, mientras trataba de meterle en la boca una cucharada de
jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: «No sé por qué todo
esto me huele mal». Más tarde cuando se enteró de que Arcadio no solo había
terminado la casa sino que había encargado un mobiliario vienés, confirmó la
sospecha de que estaba disponiendo de los fondos públicos. «Eres la vergüenza
de nuestro apellido», le gritó un domingo después de misa, cuando lo vio en la
casa nueva jugando barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó atención.
Solo entonces supo Úrsula que tenía una hija de seis meses, y que Santa Sofía
de la Piedad, con quien vivía sin casarse, estaba otra vez encinta. Resolvió
escribirle al coronel Aureliano Buendía, en cualquier lugar en que se
encontrara, para ponerlo al corriente de la situación. Pero los acontecimientos
que se precipitaron por aquellos días no solo impidieron sus propósitos, sino
que la hicieron arrepentirse de haberlos concebido. La guerra, que hasta
entonces no había sido más que una palabra para designar una circunstancia vaga
y remota, se concretó en una realidad dramática. A fines de febrero llegó a
Macondo una anciana de aspecto ceniciento, montada en un burro cargado de
escobas. Parecía tan inofensiva, que las patrullas de vigilancia la dejaron
pasar sin preguntas, como uno más de los vendedores que a menudo llegaban de
los pueblos de la ciénaga. Fue directamente al cuartel. Arcadio la recibió en
el local donde antes estuvo el salón de clases, y que entonces estaba
transformado en una especie de campamento de retaguardia, con hamacas
enrolladas y colgadas en las argollas y petates amontonados en los rincones, y
fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería dispersos por el suelo. La
anciana se cuadró en un saludo militar antes de identificarse:
—Soy el coronel Gregorio Stevenson.
Llevaba malas noticias. Los últimos focos de resistencia liberal, según
dijo, estaban siendo exterminados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había
dejado batiéndose en retirada por los lados de Riohacha, le encomendó la misión
de hablar con Arcadio. Debía entregar la plaza sin resistencia, poniendo como
condición que se respetaran bajo palabra de honor la vida y las propiedades de
los liberales. Arcadio examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño
mensajero que habría podido confundirse con una abuela fugitiva.
—Usted, por supuesto, trae algún papel escrito —dijo.
—Por supuesto —contestó el emisario—, no lo traigo. Es fácil comprender
que en las actuales circunstancias no se lleve encima nada comprometedor.
Mientras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la mesa un pescadito de
oro. «Creo que con esto será suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto
era uno de los pescaditos hechos por el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien
podía haberlo comprado antes de la guerra, o haberlo robado, y no tenía por
tanto ningún mérito de salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo de
violar un secreto de guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en
misión a Curazao, donde esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y
adquirir armas y pertrechos suficientes para intentar un desembarco a fin de
año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era partidario de
que en aquel momento se hicieran sacrificios inútiles. Pero Arcadio fue
inflexible. Hizo encarcelar al mensajero, mientras comprobaba su identidad, y
resolvió defender la plaza hasta la muerte.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Las noticias del fracaso liberal
fueron cada vez más concretas. A fines de marzo, en una madrugada de lluvias
prematuras, la calma tensa de las semanas anteriores se resolvió abruptamente
con un desesperado toque de corneta, seguido de un cañonazo que desbarató la
torre del templo. En realidad, la voluntad de resistencia de Arcadio era una
locura. No disponía de más de cincuenta hombres mal armados, con una dotación
máxima de veinte cartuchos cada uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos,
excitados con proclamas altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo
por una causa perdida. En medio del tropel de botas, de órdenes
contradictorias, de cañonazos que hacían temblar la tierra, de disparos
atolondrados y de toques de corneta sin sentido, el supuesto coronel Stevenson
consiguió hablar con Arcadio. «Evíteme la indignidad de morir en el cepo con
estos trapos de mujer», le dijo. «Si he de morir, que sea peleando». Logró
convencerlo. Arcadio ordenó que le entregaran un arma con veinte cartuchos y lo
dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel, mientras él iba con su estado
mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al camino de
la ciénaga. Las barricadas habían sido despedazadas y los defensores se batían
al descubierto en las calles, primero hasta donde les alcanzaba la dotación de
los fusiles, y luego con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo.
Ante la inminencia de la derrota, algunas mujeres se echaron a la calle armadas
de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión, Arcadio encontró a
Amaranta que andaba buscándolo como una loca, en camisa de dormir, con dos
viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había
sido desarmado en la refriega, y se evadió con Amaranta por una calle adyacente
para llevarla a casa. Úrsula estaba en la puerta, esperando, indiferente a las
descargas que habían abierto una tronera en la fachada de la casa vecina. La
lluvia cedía pero las calles estaban resbaladizas y blandas como jabón
derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a
Amaranta con Úrsula y trató de enfrentarse a dos soldados que soltaron una
andanada ciega desde la esquina. Las viejas pistolas guardadas muchos años en
un ropero no funcionaron. Protegiendo a Arcadio con su cuerpo, Úrsula intentó
arrastrarlo hasta la casa.
—Ven, por Dios —le gritaba—. ¡Ya basta de locuras!
Los soldados los apuntaron.
—¡Suelte a ese hombre, señora —gritó uno de ellos—, o no respondemos!
Arcadio empujó a Úrsula hacia la casa y se entregó. Poco después
terminaron los disparos y empezaron a repicar las campanas. La resistencia
había sido aniquilada en menos de media hora. Ni uno solo de los hombres de
Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de morir se llevaron por delante a
trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser atacado,
el supuesto coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y ordenó a
sus hombres que salieran a batirse en la calle. La extraordinaria movilidad y
la puntería certera con que disparó sus veinte cartuchos por las diferentes
ventanas, dieron la impresión de que el cuartel estaba bien resguardado, y los
atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que dirigió la operación se
asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo hombre en calzoncillos,
muerto, con el fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido
arrancado de cuajo. Tenía una frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca
con una peineta, y en el cuello un escapulario con un pescadito de oro. Al
voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán se
quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.
—Miren dónde vino a aparecer este hombre —les dijo el capitán—. Es
Gregorio Stevenson.
Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue
fusilado contra el muro del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no
logró entender por qué había desaparecido el miedo que lo atormentó desde la
infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar su reciente valor,
escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa
hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía.
Pensaba en su hija de ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a
nacer en agosto. Pensaba en Santa Sofía de la Piedad, a quien la noche anterior
dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y añoró su cabello
chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba
en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida,
empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había
odiado. El presidente del consejo de guerra inició su discurso final, antes de
que Arcadio cayera en la cuenta de que habían transcurrido dos horas. «Aunque
los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos —decía el presidente—, la
temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus subordinados
a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital». En la escuela
desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos
metros del cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró
ridículo el formalismo de la muerte. En realidad no le importaba la muerte sino
la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la
sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia. No habló mientras no
le preguntaron cuál era su última voluntad.
—Díganle a mi mujer —contestó con voz bien timbrada— que le ponga a la
niña el nombre de Úrsula. —Hizo una pausa y confirmó—: Úrsula, como la abuela.
Y díganle también que si el que va a nacer nace varón, que le pongan José
Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.
Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de
asistirlo. «No tengo nada de qué arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las
órdenes del pelotón después de tomarse una taza de café negro. El jefe del
pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era mucho
más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la
llovizna persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un
miércoles radiante. La nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su
lugar una inmensa curiosidad. Solo cuando le ordenaron ponerse de espaldas al
muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de flores rosadas,
abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que lo reconociera. En
efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor,
y apenas pudo reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano.
Arcadio le contestó en la misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas
ahumadas de los fusiles, y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de
Melquíades, y sintió los pasos perdidos de Santa Sofía de la Piedad, virgen, en
el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le
había llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah,
carajo! —alcanzó a pensar—, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran
Remedios». Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo
el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio la orden de fuego.
Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza, sin
comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.
—¡Cabrones! —gritó—. ¡Viva el partido liberal!
En mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera
el anuncio oficial, en una proclama altisonante que prometía un despiadado
castigo para los promotores de la rebelión, el coronel Aureliano Buendía cayó
prisionero cuando estaba a punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado
de hechicero indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron en la guerra,
catorce murieron en combate, seis estaban heridos, y solo uno lo acompañaba en
el momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la
captura fue dada en Macondo con un bando extraordinario. «Está vivo», le
informó Úrsula a su marido. «Roguemos a Dios para que sus enemigos tengan
clemencia». Después de tres días de llanto, una tarde en que batía un dulce de
leche en la cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era
Aureliano», gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo.
«No sé cómo ha sido el milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto». Lo
dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la casa y cambiar la posición de los
muebles. Una semana después, un rumor sin origen que no sería respaldado por el
bando, confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía había
sido condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para
escarmiento de la población. Un lunes, a las diez y veinte de la mañana,
Amaranta estaba vistiendo a Aureliano José, cuando percibió un tropel remoto y
un toque de corneta, un segundo antes de que Úrsula irrumpiera en el cuarto con
un grito: «Ya lo traen». La tropa pugnaba por someter a culatazos a la
muchedumbre desbordada. Úrsula y Amaranta corrieron hasta la esquina,
abriéndose paso a empellones, y entonces lo vieron. Parecía un pordiosero.
Tenía la ropa desgarrada, el cabello y la barba enmarañados, y estaba descalzo.
Caminaba sin sentir el polvo abrasante, con las manos amarradas a la espalda
con una soga que sostenía en la cabeza de su montura un oficial de a caballo.
Junto a él, también astroso y derrotado, llevaban al coronel Gerineldo Márquez.
No estaban tristes. Parecían más bien turbados por la muchedumbre que gritaba a
la tropa toda clase de improperios.
—¡Hijo mío! —gritó Úrsula en medio de la algazara, y le dio un manotazo
al soldado que trató de detenerla. El caballo del oficial se encabritó.
Entonces el coronel Aureliano Buendía se detuvo, trémulo, esquivó los brazos de
su madre y fijó en sus ojos una mirada dura.
—Váyase a casa, mamá —dijo—. Pida permiso a las autoridades y venga a
verme a la cárcel.
Miró a Amaranta, que permanecía indecisa a dos pasos detrás de Úrsula, y
le sonrió al preguntarle: «¿Qué te pasó en la mano?». Amaranta levantó la mano
con la venda negra. «Una quemadura», dijo, y apartó a Úrsula para que no la
atropellaran los caballos. La tropa disparó. Una guardia especial rodeó a los
prisioneros y los llevó al trote al cuartel.
Al atardecer, Úrsula visitó en la cárcel al coronel Aureliano Buendía.
Había tratado de conseguir el permiso a través de don Apolinar Moscote, pero
este había perdido toda autoridad frente a la omnipotencia de los militares. El
padre Nicanor estaba postrado por una calentura hepática. Los padres del
coronel Gerineldo Márquez, que no estaba condenado a muerte, habían tratado de
verlo y fueron rechazados a culatazos. Ante la imposibilidad de conseguir
intermediarios, convencida de que su hijo sería fusilado al amanecer, Úrsula
hizo un envoltorio con las cosas que quería llevarle y fue sola al cuartel.
—Soy la madre del coronel Aureliano Buendía —se anunció.
Los centinelas le cerraron el paso. «De todos modos voy a entrar», les
advirtió Úrsula. «De manera que si tienen orden de disparar, empiecen de una
vez». Apartó a uno de un empellón y entró a la antigua sala de clases, donde un
grupo de soldados desnudos engrasaban sus armas. Un oficial en uniforme de
campaña, sonrosado, con lentes de cristales muy gruesos y ademanes
ceremoniosos, hizo a los centinelas una señal para que se retiraran.
—Soy la madre del coronel Aureliano Buendía —repitió Úrsula.
—Usted querrá decir —corrigió el oficial con una sonrisa amable— que es
la señora madre del señor Aureliano Buendía.
Úrsula reconoció en su modo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de
la gente del páramo, los cachacos.
—Como usted diga, señor —admitió—, siempre que me permita verlo.
Había órdenes superiores de no permitir visitas a los condenados a
muerte, pero el oficial asumió la responsabilidad de concederle una entrevista
de quince minutos. Úrsula le mostró lo que llevaba en el envoltorio: una muda
de ropa limpia, los botines que se puso su hijo para la boda, y el dulce de
leche que guardaba para él desde el día en que presintió su regreso. Encontró
al coronel Aureliano Buendía en el cuarto del cepo, tendido en un catre y con
los brazos abiertos, porque tenía las axilas empedradas de golondrinos. Le
habían permitido afeitarse. El bigote denso de puntas retorcidas acentuaba la
angulosidad de sus pómulos. A Úrsula le pareció que estaba más pálido que
cuando se fue, un poco más alto y más solitario que nunca. Estaba enterado de
los pormenores de la casa: el suicidio de Pietro Crespi, las arbitrariedades y el
fusilamiento de Arcadio, la impavidez de José Arcadio Buendía bajo el castaño.
Sabía que Amaranta había consagrado su viudez de virgen a la crianza de
Aureliano José, y que este empezaba a dar muestras de muy buen juicio y leía y
escribía al mismo tiempo que aprendía a hablar. Desde el momento en que entró
al cuarto, Úrsula se sintió cohibida por la madurez de su hijo, por su aura de
dominio, por el resplandor de autoridad que irradiaba su piel. Se sorprendió
que estuviera tan bien informado. «Ya sabe usted que soy adivino», bromeó él. Y
agregó en serio: «Esta mañana, cuando me trajeron, tuve la impresión de que ya
había pasado por todo esto». En verdad, mientras la muchedumbre tronaba a su
paso, él estaba concentrado en sus pensamientos, asombrado de la forma en que
había envejecido el pueblo en un año. Los almendros tenían las hojas rotas. Las
casas pintadas de azul, pintadas luego de rojo y luego vueltas a pintar de
azul, habían terminado por adquirir una coloración indefinible.
—¿Qué esperabas? —suspiró Úrsula—. El tiempo pasa.
—Así es —admitió Aureliano—, pero no tanto.
De este modo, la visita tanto tiempo esperada, para la que ambos habían
preparado las preguntas e inclusive previsto las respuestas, fue otra vez la
conversación cotidiana de siempre. Cuando el centinela anunció el término de la
entrevista, Aureliano sacó de debajo de la estera del catre un rollo de papeles
sudados. Eran sus versos. Los inspirados por Remedios, que había llevado
consigo cuando se fue, y los escritos después, en las azarosas pausas de la
guerra. «Prométame que no los va a leer nadie», dijo. «Esta misma noche
encienda el horno con ellos». Úrsula lo prometió y se incorporó para darle un
beso de despedida.
—Te traje un revólver —murmuró.
El coronel Aureliano Buendía comprobó que el centinela no estaba a la
vista. «No me sirve de nada», replicó en voz baja. «Pero démelo, no sea que la
registren a la salida». Úrsula sacó el revólver del corpiño y él lo puso debajo
de la estera del catre. «Y ahora no se despida», concluyó con un énfasis
calmado. «No suplique a nadie ni se rebaje ante nadie. Hágase el cargo que me
fusilaron hace mucho tiempo». Úrsula se mordió los labios para no llorar.
—Ponte piedras calientes en los golondrinos —dijo.
Dio media vuelta y salió del cuarto. El coronel Aureliano Buendía
permaneció de pie, pensativo, hasta que se cerró la puerta. Entonces volvió a
acostarse con los brazos abiertos. Desde el principio de la adolescencia,
cuando empezó a ser consciente de sus presagios, pensó que la muerte había de
anunciarse con una señal definida, inequívoca, irrevocable, pero le faltaban
pocas horas para morir, y la señal no llegaba. En cierta ocasión una mujer muy
bella entró a su campamento de Tucurinca y pidió a los centinelas que le
permitieran verlo. La dejaron pasar, porque conocían el fanatismo de algunas
madres que enviaban a sus hijas al dormitorio de los guerreros más notables,
según ellas mismas decían, para mejorar la raza. El coronel Aureliano Buendía
estaba aquella noche terminando el poema del hombre que se había extraviado en
la lluvia, cuando la muchacha entró al cuarto. Él le dio la espalda para poner
la hoja en la gaveta con llave donde guardaba sus versos. Y entonces lo sintió.
Agarró la pistola en la gaveta sin volver la cara.
—No dispare, por favor —dijo.
Cuando se volvió con la pistola montada, la muchacha había bajado la
suya y no sabía qué hacer. Así había logrado eludir cuatro de once emboscadas.
En cambio, alguien que nunca fue capturado entró una noche al cuartel
revolucionario de Manaure y asesinó a puñaladas a su íntimo amigo, el coronel
Magnífico Visbal, a quien había cedido el catre para que sudara una calentura.
A pocos metros, durmiendo en una hamaca en el mismo cuarto, él no se dio cuenta
de nada. Eran inútiles sus esfuerzos por sistematizar los presagios. Se
presentaban de pronto, en una ráfaga de lucidez sobrenatural, como una
convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En ocasiones eran tan
naturales, que no los identificaba como presagios sino cuando se cumplían.
Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que
golpes vulgares de superstición. Pero cuando lo condenaron a muerte y le
pidieron expresar su última voluntad, no tuvo la menor dificultad para
identificar el presagio que le inspiró la respuesta:
—Pido que la sentencia se cumpla en Macondo —dijo.
El presidente del tribunal se disgustó.
—No sea vivo, Buendía —le dijo—. Es una estratagema para ganar tiempo.
—Si no la cumplen, allá ustedes —dijo el coronel—, pero esa es mi última
voluntad.
Desde entonces lo habían abandonado los presagios. El día en que Úrsula
lo visitó en la cárcel, después de mucho pensar, llegó a la conclusión de que
quizás la muerte no se anunciaría aquella vez, porque no dependía del azar sino
de la voluntad de sus verdugos. Pasó la noche en vela atormentado por el dolor
de los golondrinos. Poco antes del alba oyó pasos en el corredor. «Ya vienen»,
se dijo, y pensó sin motivo en José Arcadio Buendía, que en aquel momento
estaba pensando en él, bajo la madrugada lúgubre del castaño. No sintió miedo,
ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte
artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin
terminar. La puerta se abrió y entró el centinela con un tazón de café. Al día
siguiente a la misma hora todavía estaba como entonces, rabiando con el dolor
de las axilas, y ocurrió exactamente lo mismo. El jueves compartió el dulce de
leche con los centinelas y se puso la ropa limpia, que le quedaba estrecha, y
los botines de charol. Todavía el viernes no lo habían fusilado.
En realidad, no se atrevían a ejecutar la sentencia. La rebeldía del
pueblo hizo pensar a los militares que el fusilamiento del coronel Aureliano
Buendía tendría graves consecuencias políticas no solo en Macondo sino en todo
el ámbito de la ciénaga, así que consultaron a las autoridades de la capital
provincial. La noche del sábado, mientras esperaban la respuesta, el capitán
Roque Carnicero fue con otros oficiales a la tienda de Catarino. Solo una
mujer, casi presionada con amenazas, se atrevió a llevarlo al cuarto. «No se
quieren acostar con un hombre que saben que se va a morir», le confesó ella.
«Nadie sabe cómo será, pero todo el mundo anda diciendo que el oficial que
fusile al coronel Aureliano Buendía, y todos los soldados del pelotón, uno por
uno, serán asesinados sin remedio, tarde o temprano, así se escondan en el fin
del mundo». El capitán Roque Carnicero lo comentó con los otros oficiales, y
estos lo comentaron con sus superiores. El domingo, aunque nadie lo había
revelado con franqueza, aunque ningún acto militar había turbado la calma tensa
de aquellos días, todo el pueblo sabía que los oficiales estaban dispuestos a
eludir con toda clase de pretextos la responsabilidad de la ejecución. En el
correo del lunes llegó la orden oficial: la ejecución debía cumplirse en el
término de veinticuatro horas. Esa noche los oficiales metieron en una gorra
siete papeletas con sus nombres, y el inclemente destino del capitán Roque
Carnicero lo señaló con la papeleta premiada. «La mala suerte no tiene
resquicios», dijo él con profunda amargura. «Nací hijo de puta y muero hijo de
puta». A las cinco de la mañana eligió el pelotón por sorteo, lo formó en el
patio, y despertó al condenado con una frase premonitoria:
—Vamos Buendía —le dijo—. Nos llegó la hora.
—Así
que era esto —replicó el coronel—. Estaba soñando que se me habían reventado
los golondrinos.
Rebeca Buendía se levantaba a las tres de la madrugada desde que supo
que Aureliano sería fusilado. Se quedaba en el dormitorio a oscuras, vigilando
por la ventana entreabierta el muro del cementerio, mientras la cama en que
estaba sentada se estremecía con los ronquidos de José Arcadio. Esperó toda la
semana con la misma obstinación recóndita con que en otra época esperaba las cartas
de Pietro Crespi. «No lo fusilarán aquí», le decía José Arcadio. «Lo fusilarán
a medianoche en el cuartel para que nadie sepa quién formó el pelotón, y lo
enterrarán allá mismo». Rebeca siguió esperando. «Son tan brutos que lo
fusilarán aquí», decía. Tan segura estaba, que había previsto la forma en que
abriría la puerta para decirle adiós con la mano. «No lo van a traer por la
calle —insistía José Arcadio—, con solo seis soldados asustados, sabiendo que
la gente está dispuesta a todo». Indiferente a la lógica de su marido, Rebeca
continuaba en la ventana.
—Ya verás que son así de brutos —decía.
El martes a las cinco de la mañana José Arcadio había tomado el café y
soltado los perros, cuando Rebeca cerró la ventana y se agarró de la cabecera
de la cama para no caer. «Ahí lo traen», suspiró. «Qué hermoso está». José
Arcadio se asomó a la ventana, y lo vio, trémulo en la claridad del alba, con
unos pantalones que habían sido suyos en la juventud. Estaba ya de espaldas al
muro y tenía las manos apoyadas en la cintura porque los nudos ardientes de las
axilas le impedían bajar los brazos. «Tanto joderse uno», murmuraba el coronel
Aureliano Buendía. «Tanto joderse para que lo maten a uno seis maricas sin
poder hacer nada». Lo repetía con tanta rabia, que casi parecía fervor, y el
capitán Roque Carnicero se conmovió porque creyó que estaba rezando. Cuando el
pelotón lo apuntó, la rabia se había materializado en una sustancia viscosa y
amarga que le adormeció la lengua y lo obligó a cerrar los ojos. Entonces desapareció
el resplandor de aluminio del amanecer, y volvió a verse a sí mismo, muy niño,
con pantalones cortos y un lazo en el cuello, y vio a su padre en una tarde
espléndida conduciéndolo al interior de la carpa, y vio el hielo. Cuando oyó el
grito, creyó que era la orden final al pelotón. Abrió los ojos con una
curiosidad de escalofrío, esperando encontrarse con la trayectoria
incandescente de los proyectiles, pero solo encontró al capitán Roque Carnicero
con los brazos en alto, y a José Arcadio atravesando la calle con su escopeta
pavorosa lista para disparar.
—No haga fuego —le dijo el capitán a José Arcadio—. Usted viene mandado
por la Divina Providencia.
Allí empezó otra guerra. El capitán Roque Carnicero y sus seis hombres
se fueron con el coronel Aureliano Buendía a liberar al general revolucionario
Victorio Medina, condenado a muerte en Riohacha. Pensaron ganar tiempo
atravesando la sierra por el camino que siguió José Arcadio Buendía para fundar
a Macondo, pero antes de una semana se convencieron de que era una empresa
imposible. De modo que tuvieron que hacer la peligrosa ruta de las
estribaciones, sin más municiones que las del pelotón de fusilamiento.
Acampaban cerca de los pueblos, y uno de ellos, con un pescadito de oro en la
mano, entraba disfrazado a pleno día y hacía contacto con los liberales en
reposo, que a la mañana siguiente salían a cazar y no regresaban nunca. Cuando
avistaron a Riohacha desde un recodo de la sierra, el general Victorio Medina
había sido fusilado. Los hombres del coronel Aureliano Buendía lo proclamaron
jefe de las fuerzas revolucionarias del litoral del Caribe, con el grado de
general. Él asumió el cargo, pero rechazó el ascenso, y se puso a sí mismo la
condición de no aceptarlo mientras no derribaran el régimen conservador. Al
cabo de tres meses habían logrado armar a más de mil hombres, pero fueron
exterminados. Los sobrevivientes alcanzaron la frontera oriental. La próxima
vez que se supo de ellos habían desembarcado en el Cabo de la Vela, procedentes
del archipiélago de las Antillas, y un parte del gobierno divulgado por
telégrafo y publicado en bandos jubilosos por todo el país, anunció la muerte
del coronel Aureliano Buendía. Pero dos días después, un telegrama múltiple que
casi le dio alcance al anterior, anunciaba otra rebelión en los llanos del sur.
Así empezó la leyenda de la ubicuidad del coronel Aureliano Buendía.
Informaciones simultáneas y contradictorias lo declaraban victorioso en
Villanueva, derrotado en Guacamayal, devorado por los indios Motilones, muerto en
una aldea de la ciénaga y otra vez sublevado en Urumita. Los dirigentes
liberales que en aquel momento estaban negociando una participación en el
parlamento, lo señalaron como un aventurero sin representación de partido. El
gobierno nacional lo asimiló a la categoría de bandolero y puso a su cabeza un
precio de cinco mil pesos. Al cabo de dieciséis derrotas, el coronel Aureliano
Buendía salió de La Guajira con dos mil indígenas bien armados, y la guarnición
sorprendida durante el sueño abandonó Riohacha. Allí estableció su cuartel
general, y proclamó la guerra total contra el régimen. La primera notificación
que recibió del gobierno fue la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez
en el término de cuarenta y ocho horas, si no se replegaba con sus fuerzas
hasta la frontera oriental. El coronel Roque Carnicero, que entonces era jefe
de su estado mayor, le entregó el telegrama con un gesto de consternación, pero
él lo leyó con imprevisible alegría.
—¡Qué bueno! —exclamó—. Ya tenemos telégrafo en Macondo.
Su respuesta fue terminante. En tres meses esperaba establecer su
cuartel general en Macondo. Si entonces no encontraba vivo al coronel Gerineldo
Márquez, fusilaría sin fórmula de juicio a toda la oficialidad que tuviera
prisionera en ese momento, empezando por los generales, e impartiría órdenes a
sus subordinados para que procedieran en igual forma hasta el término de la
guerra. Tres meses después, cuando entró victorioso a Macondo, el primer abrazo
que recibió en el camino de la ciénaga fue el del coronel Gerineldo Márquez.
La casa estaba llena de niños. Úrsula había recogido a Santa Sofía de la
Piedad, con la hija mayor y un par de gemelos que nacieron cinco meses después
del fusilamiento de Arcadio. Contra la última voluntad del fusilado, bautizó a
la niña con el nombre de Remedios. «Estoy segura que eso fue lo que Arcadio
quiso decir», alegó. «No la pondremos Úrsula, porque se sufre mucho con ese
nombre». A los gemelos les puso José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
Amaranta se hizo cargo de todos. Colocó asientitos de madera en la sala, y
estableció un parvulario con otros niños de familias vecinas. Cuando regresó el
coronel Aureliano Buendía, entre estampidos de cohetes y repiques de campanas,
un coro infantil le dio la bienvenida en la casa. Aureliano José, largo como su
abuelo, vestido de oficial revolucionario, le rindió honores militares.
No todas las noticias eran buenas. Un año después de la fuga del coronel
Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa
construida por Arcadio. Nadie se enteró de su intervención para impedir el
fusilamiento. En la casa nueva, situada en el mejor rincón de la plaza, a la
sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de petirrojos, con una puerta
grande para las visitas y cuatro ventanas para la luz, establecieron un hogar
hospitalario. Las antiguas amigas de Rebeca, entre ellas cuatro hermanas
Moscote que continuaban solteras, reanudaron las sesiones de bordado
interrumpidas años antes en el corredor de las begonias. José Arcadio siguió
disfrutando de las tierras usurpadas, cuyos títulos fueron reconocidos por el
gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus
perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal de conejos colgados
en la montura. Una tarde de setiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó
a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los
perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para salarlos más tarde y
fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su
marido entró al dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de
nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y
nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había
hecho feliz. Ese fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en
Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el
estampido de un pistoletazo retumbó en la casa. Un hilo de sangre salió por
debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso
directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles,
pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra
a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó
por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las
paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una
curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó
sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de
aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina
donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
—¡Ave María Purísima! —gritó Úrsula.
Siguió el hilo de sangre en sentido contrario, y en busca de su origen
atravesó el granero, pasó por el corredor de las begonias donde Aureliano José
cantaba que tres y tres son seis y seis y tres son nueve, y atravesó el comedor
y las salas y siguió en línea recta por la calle, y dobló luego a la derecha y
después a la izquierda hasta la Calle de los Turcos, sin recordar que todavía
llevaba puestos el delantal de hornear y las babuchas caseras, y salió a la
plaza y se metió por la puerta de una casa donde no había estado nunca, y
empujó la puerta del dormitorio y casi se ahogó con el olor a pólvora quemada,
y encontró a José Arcadio tirado boca abajo en el suelo sobre las polainas que
se acababa de quitar, y vio el cabo original del hilo de sangre que ya había
dejado de fluir de su oído derecho. No encontraron ninguna herida en su cuerpo
ni pudieron localizar el arma. Tampoco fue posible quitar el penetrante olor a
pólvora del cadáver. Primero lo lavaron tres veces con jabón y estropajo,
después lo frotaron con sal y vinagre, luego con ceniza y limón, y por último
lo metieron en un tonel de lejía y lo dejaron reposar seis horas. Tanto lo
restregaron que los arabescos del tatuaje empezaban a decolorarse. Cuando
concibieron el recurso desesperado de sazonarlo con pimienta y comino y hojas
de laurel y hervirlo un día entero a fuego lento, ya había empezado a
descomponerse y tuvieron que enterrarlo a las volandas. Lo encerraron
herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo
y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de
hierro y atornillado con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las
calles por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y
tenso como un tambor, le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses
siguientes reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos
ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora
hasta muchos años después, cuando los ingenieros de la compañía bananera
recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón. Tan pronto como sacaron el
cadáver, Rebeca cerró las puertas de su casa y se enterró en vida, cubierta con
una gruesa costra de desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper.
Salió a la calle en una ocasión, ya muy vieja, con unos zapatos color de plata
antigua y un sombrero de flores minúsculas, por la época en que pasó por el
pueblo el Judío Errante y provocó un calor tan intenso que los pájaros rompían
las alambreras de las ventanas para morir en los dormitorios. La última vez que
alguien la vio con vida fue cuando mató de un tiro certero a un ladrón que
trató de forzar la puerta de su casa. Salvo Argénida, su criada y confidente,
nadie volvió a tener contacto con ella desde entonces. En un tiempo se supo que
escribía cartas al Obispo, a quien consideraba como su primo hermano, pero
nunca se dijo que hubiera recibido respuesta. El pueblo la olvidó.
A pesar de su regreso triunfal, el coronel Aureliano Buendía no se entusiasmaba
con las apariencias. Las tropas del gobierno abandonaban las plazas sin
resistencia, y eso suscitaba en la población liberal una ilusión de victoria
que no convenía defraudar, pero los revolucionarios conocían la verdad, y más
que nadie el coronel Aureliano Buendía. Aunque en ese momento mantenía más de
cinco mil hombres bajo su mando y dominaba dos estados del litoral, tenía
conciencia de estar acorralado contra el mar, y metido en una situación
política tan confusa que cuando ordenó restaurar la torre de la iglesia
desbaratada por un cañonazo del ejército, el padre Nicanor comentó en su lecho
de enfermo: «Esto es un disparate: los defensores de la fe de Cristo destruyen
el templo y los masones lo mandan a componer». Buscando una tronera de escape
pasaba horas y horas en la oficina telegráfica, conferenciando con los jefes de
otras plazas, y cada vez salía con la impresión más definida de que la guerra
estaba estancada. Cuando se recibían noticias de nuevos triunfos liberales se
proclamaban con bandos de júbilo, pero él medía en los mapas su verdadero
alcance, y comprendía que sus huestes estaban penetrando en la selva,
defendiéndose de la malaria y los mosquitos, avanzando en sentido contrario al
de la realidad. «Estamos perdiendo el tiempo», se quejaba ante sus oficiales.
«Estaremos perdiendo el tiempo mientras los cabrones del partido estén
mendigando un asiento en el congreso». En noches de vigilia, tendido bocarriba
en la hamaca que colgaba en el mismo cuarto en que estuvo condenado a muerte, evocaba
la imagen de los abogados vestidos de negro que abandonaban el palacio
presidencial en el hielo de la madrugada con el cuello de los abrigos levantado
hasta las orejas, frotándose las manos, cuchicheando, refugiándose en los
cafetines lúgubres del amanecer, para especular sobre lo que quiso decir el
presidente cuando dijo que sí, o lo que quiso decir cuando dijo que no, y para
suponer inclusive lo que el presidente estaba pensando cuando dijo una cosa
enteramente distinta, mientras él espantaba mosquitos a treinta y cinco grados
de temperatura, sintiendo aproximarse el alba temible en que tendría que dar a
sus hombres la orden de tirarse al mar.
Una noche de incertidumbre en que Pilar Ternera cantaba en el patio con
la tropa, él pidió que le leyera el porvenir en las barajas. «Cuídate la boca»,
fue todo lo que sacó en claro Pilar Ternera después de extender y recoger los
naipes tres veces. «No sé lo que quiere decir, pero la señal es muy clara:
cuídate la boca». Dos días después alguien le dio a un ordenanza un tazón de
café sin azúcar, y el ordenanza se lo pasó a otro, y este a otro, hasta que
llegó de mano en mano al despacho del coronel Aureliano Buendía. No había
pedido café, pero ya que estaba ahí, el coronel se lo tomó. Tenía una carga de
nuez vómica suficiente para matar un caballo. Cuando lo llevaron a su casa
estaba tieso y arqueado y tenía la lengua partida entre los dientes. Úrsula se
lo disputó a la muerte. Después de limpiarle el estómago con vomitivos, lo
envolvió en frazadas calientes y le dio claras de huevos durante dos días,
hasta que el cuerpo estragado recobró la temperatura normal. Al cuarto día
estaba fuera de peligro. Contra su voluntad, presionado por Úrsula y los
oficiales, permaneció en la cama una semana más. Solo entonces supo que no
habían quemado sus versos. «No me quise precipitar», le explicó Úrsula.
«Aquella noche, cuando iba a prender el horno, me dije que era mejor esperar
que trajeran el cadáver». En la neblina de la convalecencia, rodeado de las
polvorientas muñecas de Remedios, el coronel Aureliano Buendía evocó en la
lectura de sus versos los instantes decisivos de su existencia. Volvió a
escribir. Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin
futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte.
Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al
derecho y al revés. Una noche le preguntó al coronel Gerineldo Márquez:
—Dime una cosa, compadre: ¿por qué estás peleando?
—Por qué ha de ser, compadre —contestó el coronel Gerineldo Márquez—:
por el gran partido liberal.
—Dichoso tú que lo sabes —contestó él—. Yo, por mi parte, apenas ahora
me doy cuenta que estoy peleando por orgullo.
—Eso es malo —dijo el coronel Gerineldo Márquez.
Al coronel Aureliano Buendía le divirtió su alarma. «Naturalmente»,
dijo. «Pero en todo caso, es mejor eso, que no saber por qué se pelea». Lo miró
a los ojos, y agregó sonriendo:
—O que pelear como tú por algo que no significa nada para nadie.
Su orgullo le había impedido hacer contactos con los grupos armados del
interior del país, mientras los dirigentes del partido no rectificaran en
público su declaración de que era un bandolero. Sabía, sin embargo, que tan
pronto como pusiera de lado esos escrúpulos rompería el círculo vicioso de la
guerra. La convalecencia le permitió reflexionar. Entonces consiguió que Úrsula
le diera el resto de la herencia enterrada y sus cuantiosos ahorros; nombró al
coronel Gerineldo Márquez jefe civil y militar de Macondo, y se fue a
establecer contacto con los grupos rebeldes del interior.
El coronel Gerineldo Márquez no solo era el hombre de más confianza del
coronel Aureliano Buendía, sino que Úrsula lo recibía como un miembro de la
familia. Frágil, tímido, de una buena educación natural, estaba sin embargo
mejor constituido para la guerra que para el gobierno. Sus asesores políticos
lo enredaban con facilidad en laberintos teóricos. Pero consiguió imponer en
Macondo el ambiente de paz rural con que soñaba el coronel Aureliano Buendía
para morirse de viejo fabricando pescaditos de oro. Aunque vivía en casa de sus
padres, almorzaba donde Úrsula dos o tres veces por semana. Inició a Aureliano
José en el manejo de las armas de fuego, le dio una instrucción militar
prematura y durante varios meses lo llevó a vivir al cuartel, con el
consentimiento de Úrsula, para que se fuera haciendo hombre. Muchos años antes,
siendo casi un niño, Gerineldo Márquez había declarado su amor a Amaranta. Ella
estaba entonces tan ilusionada con su pasión solitaria por Pietro Crespi, que
se rio de él. Gerineldo Márquez esperó. En cierta ocasión le envió a Amaranta
un papelito desde la cárcel, pidiéndole el favor de bordar una docena de
pañuelos de batista con las iniciales de su padre. Le mandó el dinero. Al cabo
de una semana, Amaranta le llevó a la cárcel la docena de pañuelos bordados,
junto con el dinero, y se quedaron varias horas hablando del pasado. «Cuando
salga de aquí me casaré contigo», le dijo Gerineldo Márquez al despedirse.
Amaranta se rio, pero siguió pensando en él mientras enseñaba a leer a los
niños, y deseó revivir para él su pasión juvenil por Pietro Crespi. Los
sábados, día de visita a los presos, pasaba por casa de los padres de Gerineldo
Márquez y los acompañaba a la cárcel. Uno de esos sábados, Úrsula se sorprendió
al verla en la cocina, esperando a que salieran los bizcochos del horno para
escoger los mejores y envolverlos en una servilleta que había bordado para la
ocasión.
—Cásate con él —le dijo—. Difícilmente encontrarás otro hombre como ese.
Amaranta fingió una reacción de disgusto.
—No necesito andar cazando hombres —replicó—. Le llevo estos bizcochos a
Gerineldo porque me da lástima que tarde o temprano lo van a fusilar.
Lo dijo sin pensarlo, pero fue por esa época que el gobierno hizo
pública la amenaza de fusilar al coronel Gerineldo Márquez si las fuerzas
rebeldes no entregaban a Riohacha. Las visitas se suspendieron. Amaranta se
encerró a llorar, agobiada por un sentimiento de culpa semejante al que la
atormentó cuando murió Remedios, como si otra vez hubieran sido sus palabras
irreflexivas las responsables de una muerte. Su madre la consoló. Le aseguró
que el coronel Aureliano Buendía haría algo por impedir el fusilamiento, y
prometió que ella misma se encargaría de atraer a Gerineldo Márquez, cuando
terminara la guerra. Cumplió la promesa antes del término previsto. Cuando
Gerineldo Márquez volvió a la casa investido de su nueva dignidad de jefe civil
y militar, lo recibió como a un hijo, concibió exquisitos halagos para
retenerlo, y rogó con todo el ánimo de su corazón que recordara su propósito de
casarse con Amaranta. Sus súplicas parecían certeras. Los días en que iba a
almorzar a la casa, el coronel Gerineldo Márquez se quedaba la tarde en el
corredor de las begonias jugando damas chinas con Amaranta. Úrsula les llevaba
café con leche y bizcochos y se hacía cargo de los niños para que no los
molestaran. Amaranta, en realidad, se esforzaba por encender en su corazón las
cenizas olvidadas de su pasión juvenil. Con una ansiedad que llegó a ser intolerable
esperó los días de almuerzos, las tardes de damas chinas, y el tiempo se le iba
volando en compañía de aquel guerrero de nombre nostálgico cuyos dedos
temblaban imperceptiblemente al mover las fichas. Pero el día en que el coronel
Gerineldo Márquez le reiteró su voluntad de casarse, ella lo rechazó.
—No me casaré con nadie —le dijo—, pero menos contigo. Quieres tanto a
Aureliano que te vas a casar conmigo porque no puedes casarte con él.
El coronel Gerineldo Márquez era un hombre paciente. «Volveré a
insistir», dijo. «Tarde o temprano te convenceré». Siguió visitando la casa.
Encerrada en el dormitorio, mordiendo un llanto secreto, Amaranta se metía los
dedos en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente que le contaba a
Úrsula las últimas noticias de la guerra, y a pesar de que se moría por verlo,
tuvo fuerzas para no salir a su encuentro.
El coronel Aureliano Buendía disponía entonces de tiempo para enviar
cada dos semanas un informe pormenorizado a Macondo. Pero solo una vez, casi
ocho meses después de haberse ido, le escribió a Úrsula. Un emisario especial
llevó a la casa un sobre lacrado, dentro del cual había un papel escrito con la
caligrafía preciosista del coronel: Cuiden mucho a papá porque se va a morir.
Úrsula se alarmó. «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dijo. Y pidió
ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No solo era tan
pesado como siempre, sino que en su prolongada estancia bajo el castaño había
desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente, hasta el punto de
que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la
cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada
intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo
colosal macerado por el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en la
cama. Después de buscarlo por todos los cuartos, Úrsula lo encontró otra vez
bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de su fuerza intacta,
José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de luchar. Todo le daba lo mismo.
Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo.
Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba noticias de Aureliano. Pero en
realidad, la única persona con quien él podía tener contacto desde hacía mucho
tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado por la profunda decrepitud
de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a conversar con él.
Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de animales magníficos,
no tanto por disfrutar de unas victorias que entonces no les harían falta, sino
por tener algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la muerte. Era
Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias
espléndidas de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la
guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de
los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y
pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el
mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la
pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta
abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual,
hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de
espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces
regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso,
y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche,
dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el
hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que
era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando
vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de
paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos
taciturnos. «Dios mío», pensó Úrsula. «Hubiera jurado que era Melquíades». Era
Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la
peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le
preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
—He venido al sepelio del rey.
Entonces
entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus
fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales,
pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las
medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una
llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo
en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y
sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron
del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y
tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el
entierro.
Sentada en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo,
Amaranta contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma,
afilando la navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se
sangró las espinillas, se cortó el labio superior tratando de modelarse un
bigote de pelusas rubias, y después de todo quedó igual que antes, pero el
laborioso proceso le dejó a Amaranta la impresión de que en aquel instante
había empezado a envejecer.
—Estás idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad —dijo—. Ya eres un
hombre.
Lo era desde hacía mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta
creyó que aún era un niño y siguió desnudándose en el baño delante de él, como
lo había hecho siempre, como se acostumbró a hacerlo desde que Pilar Ternera se
lo entregó para que acabara de criarlo. La primera vez que él la vio, lo único
que le llamó la atención fue la profunda depresión entre los senos. Era
entonces tan inocente que preguntó qué le había pasado, y Amaranta fingió
excavarse el pecho con la punta de los dedos y contestó: «Me sacaron tajadas y
tajadas y tajadas». Tiempo después, cuando ella se restableció del suicidio de
Pietro Crespi y volvió a bañarse con Aureliano José, este ya no se fijó en la
depresión, sino que experimentó un estremecimiento desconocido ante la visión
de los senos espléndidos de pezones morados. Siguió examinándola, descubriendo
palmo a palmo el milagro de su intimidad, y sintió que su piel se erizaba en la
contemplación, como se erizaba la piel de ella al contacto del agua. Desde muy
niño tenía la costumbre de abandonar la hamaca para amanecer en la cama de
Amaranta, cuyo contacto tenía la virtud de disipar el miedo a la oscuridad.
Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el miedo a la
oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de
sentir la respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada, por la
época en que ella rechazó al coronel Gerineldo Márquez, Aureliano José despertó
con la sensación de que le faltaba el aire. Sintió los dedos de Amaranta como
unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vientre. Fingiendo dormir
cambió de posición para eliminar toda dificultad, y entonces sintió la mano sin
la venda negra buceando como un molusco ciego entre las algas de su ansiedad.
Aunque aparentaron ignorar lo que ambos sabían, y lo que cada uno sabía que el
otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por una complicidad
inviolable. Aureliano José no podía conciliar el sueño mientras no escuchaba el
valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura doncella cuya piel
empezaba a entristecer no tenía un instante de sosiego mientras no sentía
deslizarse en el mosquitero aquel sonámbulo que ella había criado, sin pensar
que sería un paliativo para su soledad. Entonces no solo durmieron juntos,
desnudos, intercambiando caricias agotadoras, sino que se perseguían por los
rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier hora, en un
permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de ser
sorprendidos por Úrsula, una tarde en que entró al granero cuando ellos
empezaban a besarse. «¿Quieres mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo
inocente a Aureliano José. Él contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y
acabó de medir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó
a Amaranta del delirio. Se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos, de
que ya no estaba jugando a los besitos con un niño, sino chapaleando en una
pasión otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José,
que entonces terminaba su adiestramiento militar, acabó por admitir la realidad
y se fue a dormir al cuartel. Los sábados iba con los soldados a la tienda de
Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia prematura, con
mujeres olorosas a flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las
convertía en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.
Poco después empezaron a recibirse noticias contradictorias de la
guerra. Mientras el propio gobierno admitía los progresos de la rebelión, los
oficiales de Macondo tenían informes confidenciales de la inminencia de una paz
negociada. A principios de abril, un emisario especial se identificó ante el
coronel Gerineldo Márquez. Le confirmó que, en efecto, los dirigentes del
partido habían establecido contactos con jefes rebeldes del interior, y estaban
en vísperas de concertar el armisticio a cambio de tres ministerios para los
liberales, una representación minoritaria en el parlamento y la amnistía general
para los rebeldes que depusieran las armas. El emisario llevaba una orden
altamente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo
con los términos del armisticio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar
a cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país.
La orden se cumplió dentro de la más estricta reserva. Una semana antes de que
se anunciara el acuerdo, y en medio de una tormenta de rumores contradictorios,
el coronel Aureliano Buendía y diez oficiales de confianza, entre ellos el
coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosamente a Macondo después de la
medianoche, dispersaron la guarnición, enterraron las armas y destruyeron los
archivos. Al amanecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerineldo
Márquez y sus cinco oficiales. Fue una operación tan rápida y confidencial, que
Úrsula no se enteró de ella sino a última hora, cuando alguien dio unos
golpecitos en la ventana de su dormitorio y murmuró: «Si quiere ver al coronel
Aureliano Buendía, asómese ahora mismo a la puerta». Úrsula saltó de la cama y
salió a la puerta en ropa de dormir, y apenas alcanzó a percibir el galope de
la caballada que abandonaba el pueblo en medio de una muda polvareda. Solo al
día siguiente se enteró de que Aureliano José se había ido con su padre.
Diez días después de que un comunicado conjunto del gobierno y la
oposición anunció el término de la guerra, se tuvieron noticias del primer
levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental.
Sus fuerzas escasas y mal armadas fueron dispersadas en menos de una semana.
Pero en el curso de ese año, mientras liberales y conservadores trataban de que
el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una
noche cañoneó a Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y
fusiló en represalia a los catorce liberales más conocidos de la población.
Ocupó por más de quince días una aduana fronteriza, y desde allí dirigió a la
nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres
meses en la selva, en una disparatada tentativa de atravesar más de mil
quinientos kilómetros de territorios vírgenes para proclamar la guerra en los
suburbios de la capital. En cierta ocasión estuvo a menos de veinte kilómetros
de Macondo, y fue obligado por las patrullas del gobierno a internarse en las
montañas muy cerca de la región encantada donde su padre encontró muchos años
antes el fósil de un galeón español.
Por esa época murió Visitación. Se dio el gusto de morirse de muerte
natural, después de haber renunciado a un trono por temor al insomnio, y su
última voluntad fue que desenterraran de debajo de su cama el sueldo ahorrado
en más de veinte años, y se lo mandaran al coronel Aureliano Buendía para que
siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese dinero,
porque en aquellos días se rumoraba que el coronel Aureliano Buendía había sido
muerto en un desembarco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial —el
cuarto en menos de dos años— fue tenido por cierto durante casi seis meses,
pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían
superpuesto un nuevo luto a los anteriores, llegó una noticia insólita. El
coronel Aureliano Buendía estaba vivo, pero aparentemente había desistido de
hostigar al gobierno de su país, y se había sumado al federalismo triunfante en
otras repúblicas del Caribe. Aparecía con nombres distintos cada vez más lejos
de su tierra. Después había de saberse que la idea que entonces lo animaba era
la unificación de las fuerzas federalistas de la América Central, para barrer
con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia. La primera
noticia directa que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido,
fue una carta arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de
Cuba.
—Lo hemos perdido para siempre —exclamó Úrsula al leerla—. Por ese
camino pasará la Navidad en el fin del mundo.
La persona a quien se lo dijo, que fue la primera a quien mostró la
carta, era el general conservador José Raquel Moncada, alcalde de Macondo desde
que terminó la guerra. «Este Aureliano —comentó el general Moncada—, lástima
que no sea conservador». Lo admiraba de veras. Como muchos civiles
conservadores, José Raquel Moncada había hecho la guerra en defensa de su
partido y había alcanzado el título de general en el campo de batalla, aunque
carecía de vocación militar. Al contrario, también como muchos de sus
copartidarios, era antimilitarista. Consideraba a la gente de armas como
holgazanes sin principios, intrigantes y ambiciosos, expertos en enfrentar a
los civiles para medrar en el desorden. Inteligente, simpático, sanguíneo,
hombre de buen comer y fanático de las peleas de gallos, había sido en cierto
momento el adversario más temible del coronel Aureliano Buendía. Logró imponer
su autoridad sobre los militares de carrera en un amplio sector del litoral.
Cierta vez en que se vio forzado por conveniencias estratégicas a abandonar una
plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le dejó a este dos cartas.
En una de ellas, muy extensa, lo invitaba a una campaña conjunta para humanizar
la guerra. La otra carta era para su esposa, que vivía en territorio liberal, y
la dejó con la súplica de hacerla llegar a su destino. Desde entonces, aun en
los períodos más encarnizados de la guerra, los dos comandantes concertaron
treguas para intercambiar prisioneros. Eran pausas con un cierto ambiente
festivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar ajedrez al
coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes amigos. Llegaron inclusive a
pensar en la posibilidad de coordinar a los elementos populares de ambos
partidos para liquidar la influencia de los militares y los políticos
profesionales, e instaurar un régimen humanitario que aprovechara lo mejor de
cada doctrina. Cuando terminó la guerra, mientras el coronel Aureliano Buendía
se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente, el general
Moncada fue nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje civil, sustituyó a
los militares por agentes de la policía desarmados, hizo respetar las leyes de
amnistía y auxilió a algunas familias de liberales muertos en campaña.
Consiguió que Macondo fuera erigido en municipio y fue por tanto su primer
alcalde, y creó un ambiente de confianza que hizo pensar en la guerra como en
una absurda pesadilla del pasado. El padre Nicanor, consumido por las fiebres
hepáticas, fue reemplazado por el padre Coronel, a quien llamaban El Cachorro,
veterano de la primera guerra federalista. Bruno Crespi, casado con Amparo
Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos musicales no se cansaba de
prosperar, construyó un teatro, que las compañías españolas incluyeron en sus
itinerarios. Era un vasto salón al aire libre, con escaños de madera, un telón
de terciopelo con máscaras griegas, tres taquillas en forma de cabezas de león
por cuyas bocas abiertas se vendían los boletos. Fue también por esa época que
se restauró el edificio de la escuela. Se hizo cargo de ella don Melchor
Escalona, un maestro viejo mandado de la ciénaga, que hacía caminar de rodillas
en el patio de caliche a los alumnos desaplicados y les hacía comer ají picante
a los lenguaraces, con la complacencia de los padres. Aureliano Segundo y José
Arcadio Segundo, los voluntariosos gemelos de Santa Sofía de la Piedad, fueron
los primeros que se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises
y sus jarritos de aluminio marcados con sus nombres. Remedios, heredera de la
belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida como Remedios, la bella. A
pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas,
Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado
un nuevo impulso a su industria de repostería, y no solo recuperó en pocos años
la fortuna que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de
oro puro los calabazos enterrados en el dormitorio. «Mientras Dios me dé vida
—solía decir— no faltará la plata en esta casa de locos». Así estaban las cosas
cuando Aureliano José desertó de las tropas federalistas de Nicaragua, se
enroló en la tripulación de un buque alemán, y apareció en la cocina de la
casa, macizo como un caballo, prieto y peludo como un indio, y con la secreta
determinación de casarse con Amaranta.
Cuando Amaranta lo vio entrar, sin que él hubiera dicho nada, supo de
inmediato por qué había vuelto. En la mesa no se atrevían a mirarse a la cara.
Pero dos semanas después del regreso, estando Úrsula presente, él fijó sus ojos
en los de ella y le dijo: «Siempre pensaba mucho en ti». Amaranta le huía. Se
prevenía contra los encuentros casuales. Procuraba no separarse de Remedios, la
bella. Le indignó el rubor que doró sus mejillas el día en que el sobrino le
preguntó hasta cuándo pensaba llevar la venda negra en la mano, porque interpretó
la pregunta como una alusión a su virginidad. Cuando él llegó, ella pasó la
aldaba en su dormitorio, pero durante tantas noches percibió sus ronquidos
pacíficos en el cuarto contiguo, que descuidó esa precaución. Una madrugada,
casi dos meses después del regreso, lo sintió entrar en el dormitorio.
Entonces, en vez de huir, en vez de gritar como lo había previsto, se dejó
saturar por una suave sensación de descanso. Lo sintió deslizarse en el
mosquitero, como lo había hecho cuando era niño, como lo había hecho desde
siempre, y no pudo reprimir el sudor helado y el crotaloteo de los dientes
cuando se dio cuenta de que él estaba completamente desnudo. «Vete», murmuró,
ahogándose de curiosidad. «Vete o me pongo a gritar». Pero Aureliano José sabía
entonces lo que tenía que hacer, porque ya no era un niño asustado por la
oscuridad sino un animal de campamento. Desde aquella noche se reiniciaron las
sordas batallas sin consecuencias que se prolongaban hasta el amanecer. «Soy tu
tía», murmuraba Amaranta, agotada. «Es casi como si fuera tu madre, no solo por
la edad, sino porque lo único que me faltó fue darte de mamar». Aureliano
escapaba al alba y regresaba a la madrugada siguiente, cada vez más excitado
por la comprobación de que ella no pasaba la aldaba. No había dejado de
desearla un solo instante. La encontraba en los oscuros dormitorios de los
pueblos vencidos, sobre todo en los más abyectos, y la materializaba en el tufo
de la sangre seca en las vendas de los heridos, en el pavor instantáneo del
peligro de muerte, a toda hora y en todas partes. Había huido de ella tratando
de aniquilar su recuerdo no solo con la distancia, sino con un encarnizamiento
aturdido que sus compañeros de armas calificaban de temeridad, pero mientras
más revolcaba su imagen en el muladar de la guerra, más la guerra se le parecía
a Amaranta. Así padeció el exilio, buscando la manera de matarla con su propia
muerte, hasta que le oyó contar a alguien el viejo cuento del hombre que se
casó con una tía que además era su prima, y cuyo hijo terminó siendo abuelo de
sí mismo.
—¿Es que uno se puede casar con una tía? —preguntó él, asombrado.
—No solo se puede —le contestó un soldado— sino que estamos haciendo
esta guerra contra los curas para que uno se pueda casar con su propia madre.
Quince días después desertó. Encontró a Amaranta más ajada que en el
recuerdo, más melancólica y pudibunda, y ya doblando en realidad el último cabo
de la madurez, pero más febril que nunca en las tinieblas del dormitorio y más
desafiante que nunca en la agresividad de su resistencia. «Eres un bruto», le
decía Amaranta, acosada por sus perros de presa. «No es cierto que se le pueda
hacer esto a una pobre tía, como no sea con dispensa especial del Papa».
Aureliano José prometía ir a Roma, prometía recorrer a Europa de rodillas, y
besar las sandalias del Sumo Pontífice solo para que ella bajara sus puentes
levadizos.
—No es solo eso —rebatía Amaranta—. Es que nacen los hijos con cola de
puerco.
Aureliano José era sordo a todo argumento.
—Aunque nazcan armadillos —suplicaba.
Una madrugada, vencido por el dolor insoportable de la virilidad
reprimida, fue a la tienda de Catarino. Encontró una mujer de senos fláccidos,
cariñosa y barata, que le apaciguó el vientre por algún tiempo. Trató de
aplicarle a Amaranta el tratamiento del desprecio. La veía en el corredor,
cosiendo en una máquina de manivela que había aprendido a manejar con habilidad
admirable, y ni siquiera le dirigía la palabra. Amaranta se sintió liberada de
un lastre, y ella misma no comprendió por qué volvió a pensar entonces en el
coronel Gerineldo Márquez, por qué evocaba con tanta nostalgia las tardes de
damas chinas, y por qué llegó inclusive a desearlo como hombre de dormitorio.
Aureliano José no se imaginaba cuánto terreno había perdido, la noche en que no
pudo resistir más la farsa de la indiferencia, y volvió al cuarto de Amaranta.
Ella lo rechazó con una determinación inflexible, inequívoca, y echó para
siempre la aldaba del dormitorio.
Pocos meses después del regreso de Aureliano José, se presentó en la
casa una mujer exuberante, perfumada de jazmines, con un niño de unos cinco
años. Afirmó que era hijo del coronel Aureliano Buendía y lo llevaba para que
Úrsula lo bautizara. Nadie puso en duda el origen de aquel niño sin nombre: era
igual al coronel por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo. La
mujer contó que había nacido con los ojos abiertos mirando a la gente con
criterio de persona mayor, y que le asustaba su manera de fijar la mirada en
las cosas sin parpadear. «Es idéntico», dijo Úrsula. «Lo único que falta es que
haga rodar las sillas con solo mirarlas». Lo bautizaron con el nombre de
Aureliano, y con el apellido de su madre, porque la ley no le permitía llevar
el apellido del padre mientras este no lo reconociera. El general Moncada
sirvió de padrino. Aunque Amaranta insistió en que se lo dejaran para acabar de
criarlo, la madre se opuso.
Úrsula ignoraba entonces la costumbre de mandar doncellas a los
dormitorios de los guerreros, como se les soltaban gallinas a los gallos finos,
pero en el curso de ese año se enteró: nueve hijos más del coronel Aureliano
Buendía fueron llevados a la casa para ser bautizados. El mayor, un extraño
moreno de ojos verdes que nada tenía que ver con la familia paterna, había
pasado de los diez años. Llevaron niños de todas las edades, de todos los
colores, pero todos varones, y todos con un aire de soledad que no permitía
poner en duda el parentesco. Solo dos se distinguieron del montón. Uno,
demasiado grande para su edad, que hizo añicos los floreros y varias piezas de
la vajilla, porque sus manos parecían tener la propiedad de despedazar todo lo
que tocaban. El otro era un rubio con los mismos ojos garzos de su madre, a
quien habían dejado el cabello largo y con bucles, como a una mujer. Entró a la
casa con mucha familiaridad, como si hubiera sido criado en ella, y fue
directamente a un arcón del dormitorio de Úrsula, y exigió: «Quiero la
bailarina de cuerda». Úrsula se asustó. Abrió el arcón, rebuscó entre los
anticuados y polvorientos objetos de los tiempos de Melquíades y encontró
envuelta en un par de medias la bailarina de cuerda que alguna vez llevó Pietro
Crespi a la casa, y de la cual nadie había vuelto a acordarse. En menos de doce
años bautizaron con el nombre de Aureliano, y con el apellido de la madre, a
todos los hijos que diseminó el coronel a lo largo y a lo ancho de sus
territorios de guerra: diecisiete. Al principio, Úrsula les llenaba los
bolsillos de dinero y Amaranta intentaba quedarse con ellos. Pero terminaron
por limitarse a hacerles un regalo y a servirles de madrinas. «Cumplimos con
bautizarlos», decía Úrsula, anotando en una libreta el nombre y la dirección de
las madres y el lugar y fecha de nacimiento de los niños. «Aureliano ha de
llevar bien sus cuentas, así que será él quien tome las determinaciones cuando
regrese». En el curso de un almuerzo, comentando con el general Moncada aquella
desconcertante proliferación, expresó el deseo de que el coronel Aureliano
Buendía volviera alguna vez para reunir a todos sus hijos en la casa.
—No se preocupe, comadre —dijo enigmáticamente el general Moncada—.
Vendrá más pronto de lo que usted se imagina.
Lo que el general Moncada sabía, y que no quiso revelar en el almuerzo,
era que el coronel Aureliano Buendía estaba ya en camino para ponerse al frente
de la rebelión más prolongada, radical y sangrienta de cuantas se habían
intentado hasta entonces.
La situación volvió a ser tan tensa como en los meses que precedieron a
la primera guerra. Las riñas de gallos, animadas por el propio alcalde, fueron
suspendidas. El capitán Aquiles Ricardo, comandante de la guarnición, asumió en
la práctica el poder municipal. Los liberales lo señalaron como un provocador.
«Algo tremendo va a ocurrir», le decía Úrsula a Aureliano José. «No salgas a la
calle después de las seis de la tarde». Eran súplicas inútiles. Aureliano José,
al igual que Arcadio en otra época, había dejado de pertenecerle. Era como si
el regreso a la casa, la posibilidad de existir sin molestarse por las
urgencias cotidianas, hubieran despertado en él la vocación concupiscente y
desidiosa de su tío José Arcadio. Su pasión por Amaranta se extinguió sin dejar
cicatrices. Andaba un poco al garete, jugando billar, sobrellevando su soledad
con mujeres ocasionales, saqueando los resquicios donde Úrsula olvidaba el
dinero traspuesto. Terminó por no volver a la casa sino para cambiarse de ropa.
«Todos son iguales», se lamentaba Úrsula. «Al principio se crían muy bien, son
obedientes y formales y parecen incapaces de matar una mosca, y apenas les sale
la barba se tiran a la perdición». Al contrario de Arcadio, que nunca conoció
su verdadero origen, él se enteró de que era hijo de Pilar Ternera, quien le
había colgado una hamaca para que hiciera la siesta en su casa. Eran, más que
madre e hijo, cómplices en la soledad. Pilar Ternera había perdido el rastro de
toda esperanza. Su risa había adquirido tonalidades de órgano, sus senos habían
sucumbido al tedio de las caricias eventuales, su vientre y sus muslos habían
sido víctimas de su irrevocable destino de mujer repartida, pero su corazón
envejecía sin amargura. Gorda, lenguaraz, con ínfulas de matrona en desgracia,
renunció a la ilusión estéril de las barajas y encontró un remanso de
consolación en los amores ajenos. En la casa donde Aureliano José dormía la
siesta, las muchachas del vecindario recibían a sus amantes casuales. «Me
prestas el cuarto, Pilar», le decían simplemente, cuando ya estaban dentro.
«Por supuesto», decía Pilar. Y si alguien estaba presente, le explicaba:
—Soy feliz sabiendo que la gente es feliz en la cama.
Nunca cobraba el servicio. Nunca negaba el favor, como no se lo negó a
los incontables hombres que la buscaron hasta en el crepúsculo de su madurez,
sin proporcionarle dinero ni amor, y solo algunas veces placer. Sus cinco
hijas, herederas de una semilla ardiente, se perdieron por los vericuetos de la
vida desde la adolescencia. De los dos varones que alcanzó a criar, uno murió
peleando en las huestes del coronel Aureliano Buendía y otro fue herido y capturado
a los catorce años, cuando intentaba robarse un huacal de gallinas en un pueblo
de la ciénaga. En cierto modo, Aureliano José fue el hombre alto y moreno que
durante medio siglo le anunció el rey de copas, y que como todos los enviados
de las barajas llegó a su corazón cuando ya estaba marcado por el signo de la
muerte. Ella lo vio en los naipes.
—No salgas esta noche —le dijo—. Quédate a dormir aquí, que Carmelita
Montiel se ha cansado de rogarme que la meta en tu cuarto.
Aureliano José no captó el profundo sentido de súplica que tenía aquella
oferta.
—Dile que me espere a la medianoche —dijo.
Se fue al teatro, donde una compañía española anunciaba El puñal del
Zorro, que en realidad era la obra de Zorrilla con el nombre cambiado por orden
del capitán Aquiles Ricardo, porque los liberales les llamaban godos a los
conservadores. Solo en el momento de entregar el boleto en la puerta, Aureliano
José se dio cuenta de que el capitán Aquiles Ricardo, con dos soldados armados
de fusiles, estaba cateando a la concurrencia. «Cuidado, capitán», le advirtió
Aureliano José. «Todavía no ha nacido el hombre que me ponga las manos encima».
El capitán intentó catearlo por la fuerza, y Aureliano José, que andaba
desarmado, se echó a correr. Los soldados desobedecieron la orden de disparar.
«Es un Buendía», explicó uno de ellos. Ciego de furia, el capitán le arrebató
entonces el fusil, se abrió en el centro de la calle, y apuntó.
—¡Cabrones! —alcanzó a gritar—. Ojalá fuera el coronel Aureliano
Buendía.
Carmelita Montiel, una virgen de veinte años, acababa de bañarse con
agua de azahares y estaba regando hojas de romero en la cama de Pilar Ternera,
cuando sonó el disparo. Aureliano José estaba destinado a conocer con ella la
felicidad que le negó Amaranta, a tener siete hijos y a morirse de viejo en sus
brazos, pero la bala de fusil que le entró por la espalda y le despedazó el
pecho, estaba dirigida por una mala interpretación de las barajas. El capitán
Aquiles Ricardo, que era en realidad quien estaba destinado a morir esa noche,
murió en efecto cuatro horas antes que Aureliano José. Apenas sonó el disparo
fue derribado por dos balazos simultáneos, cuyo origen no se estableció nunca,
y un grito multitudinario estremeció la noche.
—¡Viva el partido liberal! ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
A las doce, cuando Aureliano José acabó de desangrarse y Carmelita
Montiel encontró en blanco los naipes de su porvenir, más de cuatrocientos
hombres habían desfilado frente al teatro y habían descargado sus revólveres
contra el cadáver abandonado del capitán Aquiles Ricardo. Se necesitó una
patrulla para poner en una carretilla el cuerpo apelmazado de plomo, que se
desbarataba como un pan ensopado.
Contrariado por las impertinencias del ejército regular, el general José
Raquel Moncada movilizó sus influencias políticas, volvió a vestir el uniforme
y asumió la jefatura civil y militar de Macondo. No esperaba, sin embargo, que
su actitud conciliatoria pudiera impedir lo inevitable. Las noticias de
setiembre fueron contradictorias. Mientras el gobierno anunciaba que mantenía
el control en todo el país, los liberales recibían informes secretos de
levantamientos armados en el interior. El régimen no admitió el estado de
guerra mientras no se proclamó en un bando que se le había seguido consejo de
guerra en ausencia al coronel Aureliano Buendía, y había sido condenado a
muerte. Se ordenaba cumplir la sentencia a la primera guarnición que lo
capturara. «Esto quiere decir que ha vuelto», se alegró Úrsula ante el general
Moncada. Pero él mismo lo ignoraba.
En realidad, el coronel Aureliano Buendía estaba en el país desde hacía
más de un mes. Precedido de rumores contradictorios, supuesto al mismo tiempo
en los lugares más apartados, el propio general Moncada no creyó en su regreso
sino cuando se anunció oficialmente que se había apoderado de dos estados del
litoral. «La felicito, comadre», le dijo a Úrsula, mostrándole el telegrama.
«Muy pronto lo tendrá aquí». Úrsula se preocupó entonces por primera vez. «¿Y
usted qué hará, compadre?», preguntó. El general Moncada se había hecho esa
pregunta muchas veces.
—Lo mismo que él, comadre —contestó—: cumplir con mi deber.
El primero de octubre, al amanecer, el coronel Aureliano Buendía con mil
hombres bien armados atacó a Macondo y la guarnición recibió la orden de
resistir hasta el final. A mediodía, mientras el general Moncada almorzaba con
Úrsula, un cañonazo rebelde que retumbó en todo el pueblo pulverizó la fachada
de la tesorería municipal. «Están tan bien armados como nosotros —suspiró el
general Moncada—, pero además pelean con más ganas». A las dos de la tarde,
mientras la tierra temblaba con los cañonazos de ambos lados, se despidió de
Úrsula con la certidumbre de que estaba librando una batalla perdida.
—Ruego a Dios que esta noche no tenga a Aureliano en la casa —dijo—. Si
es así, dele un abrazo de mi parte, porque yo no espero verlo más nunca.
Esa noche fue capturado cuando trataba de fugarse de Macondo, después de
escribirle una extensa carta al coronel Aureliano Buendía, en la cual le
recordaba los propósitos comunes de humanizar la guerra, y le deseaba una
victoria definitiva contra la corrupción de los militares y las ambiciones de
los políticos de ambos partidos. Al día siguiente el coronel Aureliano Buendía
almorzó con él en casa de Úrsula, donde fue recluido hasta que un consejo de
guerra revolucionario decidiera su destino. Fue una reunión familiar. Pero
mientras los adversarios olvidaban la guerra para evocar recuerdos del pasado,
Úrsula tuvo la sombría impresión de que su hijo era un intruso. La había tenido
desde que lo vio entrar protegido por un ruidoso aparato militar que volteó los
dormitorios al derecho y al revés hasta convencerse de que no había ningún
riesgo. El coronel Aureliano Buendía no solo lo aceptó, sino que impartió
órdenes de una severidad terminante, y no permitió que nadie se le acercara a
menos de tres metros, ni siquiera Úrsula, mientras los miembros de su escolta
no terminaron de establecer las guardias alrededor de la casa. Vestía un
uniforme de dril ordinario, sin insignias de ninguna clase, y unas botas altas
con espuelas embadurnadas de barro y sangre seca. Llevaba al cinto una escuadra
con la funda desabrochada, y la mano siempre apoyada en la culata revelaba la
misma tensión vigilante y resuelta de la mirada. Su cabeza, ahora con entradas
profundas, parecía horneada a fuego lento. Su rostro cuarteado por la sal del
Caribe había adquirido una dureza metálica. Estaba preservado contra la vejez
inminente por una vitalidad que tenía algo que ver con la frialdad de las entrañas.
Era más alto que cuando se fue, más pálido y óseo, y manifestaba los primeros
síntomas de resistencia a la nostalgia. «Dios mío», se dijo Úrsula, alarmada.
«Ahora parece un hombre capaz de todo». Lo era. El rebozo azteca que le llevó a
Amaranta, las evocaciones que hizo en el almuerzo, las divertidas anécdotas que
contó, eran simples rescoldos de su humor de otra época. No bien se cumplió la
orden de enterrar a los muertos en la fosa común, asignó al coronel Roque
Carnicero la misión de apresurar los juicios de guerra, y él se empeñó en la
agotadora tarea de imponer las reformas radicales que no dejaran piedra sobre
piedra en la revenida estructura del régimen conservador. «Tenemos que
anticiparnos a los políticos del partido», decía a sus asesores. «Cuando abran
los ojos a la realidad se encontrarán con los hechos consumados». Fue entonces
cuando decidió revisar los títulos de propiedad de la tierra, hasta cien años
atrás, y descubrió las tropelías legalizadas de su hermano José Arcadio. Anuló
los registros de una plumada. En un último gesto de cortesía, desatendió sus
asuntos por una hora y visitó a Rebeca para ponerla al corriente de su
determinación.
En la penumbra de la casa, la viuda solitaria que en un tiempo fue la
confidente de sus amores reprimidos, y cuya obstinación le salvó la vida, era
un espectro del pasado. Cerrada de negro hasta los puños, con el corazón
convertido en cenizas, apenas si tenía noticias de la guerra. El coronel
Aureliano Buendía tuvo la impresión de que la fosforescencia de sus huesos
traspasaba la piel, y que ella se movía a través de una atmósfera de fuegos
fatuos, en un aire estancado donde aún se percibía un recóndito olor a pólvora.
Empezó por aconsejarle que moderara el rigor de su luto, que ventilara la casa,
que le perdonara al mundo la muerte de José Arcadio. Pero ya Rebeca estaba a
salvo de toda vanidad. Después de buscarla inútilmente en el sabor de la
tierra, en las cartas perfumadas de Pietro Crespi, en la cama tempestuosa de su
marido, había encontrado la paz en aquella casa donde los recuerdos se
materializaron por la fuerza de la evocación implacable, y se paseaban como
seres humanos por los cuartos clausurados. Estirada en su mecedor de mimbre,
mirando al coronel Aureliano Buendía como si fuera él quien pareciera un
espectro del pasado, Rebeca ni siquiera se conmovió con la noticia de que las
tierras usurpadas por José Arcadio serían restituidas a sus dueños legítimos.
—Se hará lo que tú dispongas, Aureliano —suspiró—. Siempre creí, y lo
confirmo ahora, que eres un descastado.
La revisión de los títulos de propiedad se consumó al mismo tiempo que
los juicios sumarios, presididos por el coronel Gerineldo Márquez, y que
concluyeron con el fusilamiento de toda la oficialidad del ejército regular
prisionera de los revolucionarios. El último consejo de guerra fue el del
general José Raquel Moncada. Úrsula intervino. «Es el mejor gobernante que
hemos tenido en Macondo», le dijo al coronel Aureliano Buendía. «Ni siquiera
tengo nada que decirte de su buen corazón, del afecto que nos tiene, porque tú
lo conoces mejor que nadie». El coronel Aureliano Buendía fijó en ella una
mirada de reprobación.
—No puedo arrogarme la facultad de administrar justicia —replicó—. Si
usted tiene algo que decir, dígalo ante el consejo de guerra.
Úrsula no solo lo hizo, sino que llevó a declarar a todas las madres de
los oficiales revolucionarios que vivían en Macondo. Una por una, las viejas
fundadoras del pueblo, varias de las cuales habían participado en la temeraria
travesía de la sierra, exaltaron las virtudes del general Moncada. Úrsula fue
la última en el desfile. Su dignidad luctuosa, el peso de su nombre, la
convincente vehemencia de su declaración hicieron vacilar por un momento el
equilibrio de la justicia. «Ustedes han tomado muy en serio este juego
espantoso, y han hecho bien, porque están cumpliendo con su deber», dijo a los
miembros del tribunal. «Pero no olviden que mientras Dios nos dé vida, nosotras
seguiremos siendo madres, y por muy revolucionarios que sean tenemos derecho de
bajarles los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto». El
jurado se retiró a deliberar cuando todavía resonaban estas palabras en el
ámbito de la escuela convertida en cuartel. A la medianoche, el general José
Raquel Moncada fue sentenciado a muerte. El coronel Aureliano Buendía, a pesar
de las violentas recriminaciones de Úrsula, se negó a conmutarle la pena. Poco
antes del amanecer, visitó al sentenciado en el cuarto del cepo.
—Recuerda, compadre —le dijo—, que no te fusilo yo. Te fusila la
revolución.
El general Moncada ni siquiera se levantó del catre al verlo entrar.
—Vete a la mierda, compadre —replicó.
Hasta ese momento, desde su regreso, el coronel Aureliano Buendía no se
había concedido la oportunidad de verlo con el corazón. Se asombró de cuánto
había envejecido, del temblor de sus manos, de la conformidad un poco rutinaria
con que esperaba la muerte, y entonces experimentó un hondo desprecio por sí
mismo que confundió con un principio de misericordia.
—Sabes mejor que yo —dijo— que todo consejo de guerra es una farsa, y
que en verdad tienes que pagar los crímenes de otros, porque esta vez vamos a
ganar la guerra a cualquier precio. Tú, en mi lugar, ¿no hubieras hecho lo
mismo?
El general Moncada se incorporó para limpiar los gruesos anteojos de
carey con el faldón de la camisa. «Probablemente», dijo. «Pero lo que me
preocupa no es que me fusiles, porque al fin y al cabo, para la gente como
nosotros esto es la muerte natural». Puso los lentes en la cama y se quitó el
reloj de leontina. «Lo que me preocupa —agregó— es que de tanto odiar a los
militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por
ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección».
Se quitó el anillo matrimonial y la medalla de la Virgen de los Remedios y los
puso junto con los lentes y el reloj.
—A este paso —concluyó— no solo serás el dictador más despótico y
sanguinario de nuestra historia, sino que fusilarás a mi comadre Úrsula
tratando de apaciguar tu conciencia.
El coronel Aureliano Buendía permaneció impasible. El general Moncada le
entregó entonces los lentes, la medalla, el reloj y el anillo, y cambió de
tono.
—Pero no te hice venir para regañarte —dijo—. Quería suplicarte el favor
de mandarle estas cosas a mi mujer.
El coronel Aureliano Buendía se las guardó en los bolsillos.
—¿Sigue en Manaure?
—Sigue en Manaure —confirmó el general Moncada—, en la misma casa detrás
de la iglesia donde mandaste aquella carta.
—Lo haré con mucho gusto, José Raquel —dijo el coronel Aureliano
Buendía.
Cuando salió al aire azul de neblina, el rostro se le humedeció como en
otro amanecer del pasado, y solo entonces comprendió por qué había dispuesto
que la sentencia se cumpliera en el patio, y no en el muro del cementerio. El
pelotón, formado frente a la puerta, le rindió honores de jefe de estado.
—Ya
pueden traerlo —ordenó.
El coronel Gerineldo Márquez fue el primero que percibió el vacío de la
guerra. En su condición de jefe civil y militar de Macondo sostenía dos veces
por semana conversaciones telegráficas con el coronel Aureliano Buendía. Al
principio, aquellas entrevistas determinaban el curso de una guerra de carne y
hueso cuyos contornos perfectamente definidos permitían establecer en cualquier
momento el punto exacto en que se encontraba, y prever sus rumbos futuros.
Aunque nunca se dejaba arrastrar al terreno de las confidencias, ni siquiera
por sus amigos más próximos, el coronel Aureliano Buendía conservaba entonces
el tono familiar que permitía identificarlo al otro extremo de la línea. Muchas
veces prolongó las conversaciones más allá del término previsto y las dejó
derivar hacia comentarios de carácter doméstico. Poco a poco, sin embargo, y a
medida que la guerra se iba intensificando y extendiendo, su imagen se fue borrando
en un universo de irrealidad. Los puntos y rayas de su voz eran cada vez más
remotos e inciertos, y se unían y combinaban para formar palabras que
paulatinamente fueron perdiendo todo sentido. El coronel Gerineldo Márquez se
limitaba entonces a escuchar, abrumado por la impresión de estar en contacto
telegráfico con un desconocido de otro mundo.
—Comprendido, Aureliano —concluía en el manipulador—. ¡Viva el partido
liberal!
Terminó por perder todo contacto con la guerra. Lo que en otro tiempo
fue una actividad real, una pasión irresistible de su juventud, se convirtió
para él en una referencia remota: un vacío. Su único refugio era el costurero
de Amaranta. La visitaba todas las tardes. Le gustaba contemplar sus manos
mientras rizaba espumas de olán en la máquina de manivela que hacía girar
Remedios, la bella. Pasaban muchas horas sin hablar, conformes con la compañía
recíproca, pero mientras Amaranta se complacía íntimamente en mantener vivo el
fuego de su devoción, él ignoraba cuáles eran los secretos designios de aquel
corazón indescifrable. Cuando se conoció la noticia de su regreso, Amaranta se
había ahogado de ansiedad. Pero cuando lo vio entrar en la casa confundido con
la ruidosa escolta del coronel Aureliano Buendía, y lo vio maltratado por el
rigor del destierro, envejecido por la edad y el olvido, sucio de sudor y
polvo, oloroso a rebaño, feo, con el brazo izquierdo en cabestrillo, se sintió
desfallecer de desilusión. «Dios mío —pensó—: no era este el que esperaba». Al
día siguiente, sin embargo, él volvió a la casa afeitado y limpio, con el
bigote perfumado de agua de alhucema y sin el cabestrillo ensangrentado. Le
llevaba un breviario de pastas nacaradas.
—Qué raros son los hombres —dijo ella, porque no encontró otra cosa que
decir—. Se pasan la vida peleando contra los curas y regalan libros de
oraciones.
Desde entonces, aun en los días más críticos de la guerra, la visitó
todas las tardes. Muchas veces, cuando no estaba presente Remedios, la bella,
era él quien le daba vueltas a la rueda de la máquina de coser. Amaranta se
sentía turbada por la perseverancia, la lealtad, la sumisión de aquel hombre
investido de tanta autoridad, que sin embargo se despojaba de sus armas en la
sala para entrar indefenso al costurero. Pero durante cuatro años él le reiteró
su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque
aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él. Remedios, la bella, que
parecía indiferente a todo, y de quien se pensaba que era retrasada mental, no
fue insensible a tanta devoción, e intervino en favor del coronel Gerineldo
Márquez. Amaranta descubrió de pronto que aquella niña que había criado, que
apenas despuntaba a la adolescencia, era ya la criatura más bella que se había
visto en Macondo. Sintió renacer en su corazón el rencor que en otro tiempo
experimentó contra Rebeca, y rogándole a Dios que no la arrastrara hasta el
extremo de desearle la muerte, la desterró del costurero. Fue por esa época que
el coronel Gerineldo Márquez empezó a sentir el hastío de la guerra. Apeló a
sus reservas de persuasión, a su inmensa y reprimida ternura, dispuesto a
renunciar por Amaranta a una gloria que le había costado el sacrificio de sus
mejores años. Pero no logró convencerla. Una tarde de agosto, agobiada por el
peso insoportable de su propia obstinación, Amaranta se encerró en el
dormitorio a llorar su soledad hasta la muerte, después de darle la respuesta
definitiva a su pretendiente tenaz:
—Olvidémonos para siempre —le dijo—, ya somos demasiado viejos para
estas cosas.
El coronel Gerineldo Márquez acudió aquella tarde a un llamado
telegráfico del coronel Aureliano Buendía. Fue una conversación rutinaria que
no había de abrir ninguna brecha en la guerra estancada. Al terminar, el
coronel Gerineldo Márquez contempló las calles desoladas, el agua cristalizada
en los almendros, y se encontró perdido en la soledad.
—Aureliano —dijo tristemente en el manipulador—, está lloviendo en
Macondo.
Hubo un largo silencio en la línea. De pronto, los aparatos saltaron con
los signos despiadados del coronel Aureliano Buendía.
—No seas pendejo, Gerineldo —dijeron los signos—. Es natural que esté
lloviendo en agosto.
Tenían tanto tiempo de no verse, que el coronel Gerineldo Márquez se
desconcertó con la agresividad de aquella reacción. Sin embargo, dos meses
después, cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a Macondo, el desconcierto
se transformó en estupor. Hasta Úrsula se sorprendió de cuánto había cambiado.
Llegó sin ruido, sin escolta, envuelto en una manta a pesar del calor, y con
tres amantes que instaló en una misma casa, donde pasaba la mayor parte del
tiempo tendido en una hamaca. Apenas si leía los despachos telegráficos que
informaban de operaciones rutinarias. En cierta ocasión el coronel Gerineldo
Márquez le pidió instrucciones para la evacuación de una localidad fronteriza
que amenazaba con convertirse en un conflicto internacional.
—No me molestes por pequeñeces —le ordenó él—. Consúltalo con la Divina
Providencia.
Era tal vez el momento más crítico de la guerra. Los terratenientes
liberales, que al principio apoyaban la revolución, habían suscrito alianzas
secretas con los terratenientes conservadores para impedir la revisión de los
títulos de propiedad. Los políticos que capitalizaban la guerra desde el exilio
habían repudiado públicamente las determinaciones drásticas del coronel
Aureliano Buendía, pero hasta esa desautorización parecía tenerlo sin cuidado.
No había vuelto a leer sus versos, que ocupaban más de cinco tomos, y que
permanecían olvidados en el fondo del baúl. De noche, o a la hora de la siesta,
llamaba a la hamaca a una de sus mujeres y obtenía de ella una satisfacción
rudimentaria, y luego dormía con un sueño de piedra que no era perturbado por
el más ligero indicio de preocupación. Solo él sabía entonces que su aturdido
corazón estaba condenado para siempre a la incertidumbre. Al principio,
embriagado por la gloria del regreso, por las victorias inverosímiles, se había
asomado al abismo de la grandeza. Se complacía en mantener a la diestra al
duque de Marlborough, su gran maestro en las artes de la guerra, cuyo atuendo
de pieles y uñas de tigre suscitaban el respeto de los adultos y el asombro de
los niños. Fue entonces cuando decidió que ningún ser humano, ni siquiera
Úrsula, se le aproximara a menos de tres metros. En el centro del círculo de
tiza que sus edecanes trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual solo él
podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el destino del mundo. La
primera vez que estuvo en Manaure después del fusilamiento del general Moncada
se apresuró a cumplir la última voluntad de su víctima, y la viuda recibió los
lentes, la medalla, el reloj y el anillo, pero no le permitió pasar de la
puerta.
—No entre, coronel —le dijo—. Usted mandará en su guerra, pero yo mando
en mi casa.
El coronel Aureliano Buendía no dio ninguna muestra de rencor, pero su
espíritu solo encontró el sosiego cuando su guardia personal saqueó y redujo a
cenizas la casa de la viuda. «Cuídate el corazón, Aureliano», le decía entonces
el coronel Gerineldo Márquez. «Te estás pudriendo vivo». Por esa época convocó
una segunda asamblea de los principales comandantes rebeldes. Encontró de todo:
idealistas, ambiciosos, aventureros, resentidos sociales y hasta delincuentes
comunes. Había, inclusive, un antiguo funcionario conservador refugiado en la
revuelta para escapar a un juicio por malversación de fondos. Muchos no sabían
ni siquiera por qué peleaban. En medio de aquella muchedumbre abigarrada, cuyas
diferencias de criterio estuvieron a punto de provocar una explosión interna,
se destacaba una autoridad tenebrosa: el general Teófilo Vargas. Era un indio
puro, montaraz, analfabeto, dotado de una malicia taciturna y una vocación
mesiánica que suscitaba en sus hombres un fanatismo demente. El coronel Aureliano
Buendía promovió la reunión con el propósito de unificar el mando rebelde
contra las maniobras de los políticos. El general Teófilo Vargas se adelantó a
sus intenciones: en pocas horas desbarató la coalición de los comandantes mejor
calificados y se apoderó del mando central. «Es una fiera de cuidado», les dijo
el coronel Aureliano Buendía a sus oficiales. «Para nosotros, ese hombre es más
peligroso que el Ministro de la Guerra». Entonces un capitán muy joven que
siempre se había distinguido por su timidez levantó un índice cauteloso.
—Es muy simple, coronel —propuso—: hay que matarlo.
El coronel Aureliano Buendía no se alarmó por la frialdad de la
proposición, sino por la forma en que se anticipó una fracción de segundo a su
propio pensamiento.
—No esperen que yo dé esa orden —dijo.
No la dio, en efecto. Pero quince días después el general Teófilo Vargas
fue despedazado a machetazos en una emboscada, y el coronel Aureliano Buendía
asumió el mando central. La misma noche en que su autoridad fue reconocida por
todos los comandos rebeldes, despertó sobresaltado, pidiendo a gritos una
manta. Un frío interior que le rayaba los huesos y lo mortificaba inclusive a
pleno sol le impidió dormir bien varios meses, hasta que se le convirtió en una
costumbre. La embriaguez del poder empezó a descomponerse en ráfagas de
desazón. Buscando un remedio contra el frío hizo fusilar al joven oficial que
propuso el asesinato del general Teófilo Vargas. Sus órdenes se cumplían antes
de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho
más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar. Extraviado en la
soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba la gente
que lo aclamaba en los pueblos vencidos, y que le parecía la misma que aclamaba
al enemigo. Por todas partes encontraba adolescentes que lo miraban con sus
propios ojos, que hablaban con su propia voz, que lo saludaban con la misma
desconfianza con que él los saludaba a ellos, y que decían ser sus hijos. Se
sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca. Tuvo la convicción de que
sus propios oficiales le mentían. Se peleó con el duque de Marlborough. «El
mejor amigo —solía decir entonces— es el que acaba de morir». Se cansó de la
incertidumbre, del círculo vicioso de aquella guerra eterna que siempre lo
encontraba a él en el mismo lugar, solo que cada vez más viejo, más acabado,
más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuándo. Siempre había alguien fuera
del círculo de tiza. Alguien a quien le hacía falta dinero, que tenía un hijo
con tos ferina o que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía
soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra y que, sin embargo, se
cuadraba con sus últimas reservas de energía para informar: «Todo normal, mi
coronel». Y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra
infinita: que no pasaba nada. Solo, abandonado por los presagios, huyendo del
frío que había de acompañarlo hasta la muerte, buscó un último refugio en
Macondo, al calor de sus recuerdos más antiguos. Era tan grave su desidia que
cuando le anunciaron la llegada de una comisión de su partido autorizada para
discutir la encrucijada de la guerra, él se dio vuelta en la hamaca sin
despertar por completo.
—Llévenlos donde las putas —dijo.
Eran seis abogados de levita y chistera que soportaban con un duro
estoicismo el bravo sol de noviembre. Úrsula los hospedó en la casa. Se pasaban
la mayor parte del día encerrados en el dormitorio, en conciliábulos
herméticos, y al anochecer pedían una escolta y un conjunto de acordeones y
tomaban por su cuenta la tienda de Catarino. «No los molesten», ordenaba el
coronel Aureliano Buendía. «Al fin y al cabo, yo sé lo que quieren». A
principios de diciembre, la entrevista largamente esperada, que muchos habían previsto
como una discusión interminable, se resolvió en menos de una hora.
En la calurosa sala de visitas, junto al espectro de la pianola
amortajada con una sábana blanca, el coronel Aureliano Buendía no se sentó esta
vez dentro del círculo de tiza que trazaron sus edecanes. Ocupó una silla entre
sus asesores políticos, y envuelto en la manta de lana escuchó en silencio las
breves propuestas de los emisarios. Pedían, en primer término, renunciar a la
revisión de los títulos de propiedad de la tierra para recuperar el apoyo de
los terratenientes liberales. Pedían, en segundo término, renunciar a la lucha
contra la influencia clerical para obtener el respaldo del pueblo católico.
Pedían, por último, renunciar a las aspiraciones de igualdad de derechos entre
los hijos naturales y los legítimos para preservar la integridad de los
hogares.
—Quiere decir —sonrió el coronel Aureliano Buendía cuando terminó la
lectura— que solo estamos luchando por el poder.
—Son reformas tácticas —replicó uno de los delegados—. Por ahora, lo
esencial es ensanchar la base popular de la guerra. Después veremos.
Uno de los asesores políticos del coronel Aureliano Buendía se apresuró
a intervenir.
—Es un contrasentido —dijo—. Si estas reformas son buenas, quiere decir
que es bueno el régimen conservador. Si con ellas lograremos ensanchar la base
popular de la guerra, como dicen ustedes, quiere decir que el régimen tiene una
amplia base popular. Quiere decir, en síntesis, que durante casi veinte años
hemos estado luchando contra los sentimientos de la nación.
Iba a seguir, pero el coronel Aureliano Buendía lo interrumpió con una
señal. «No pierda el tiempo, doctor», dijo. «Lo importante es que desde este
momento solo luchamos por el poder». Sin dejar de sonreír, tomó los pliegos que
le entregaron los delegados y se dispuso a firmar.
—Puesto que es así —concluyó—, no tenemos ningún inconveniente en
aceptar.
Sus hombres se miraron consternados.
—Me perdona, coronel —dijo suavemente el coronel Gerineldo Márquez—,
pero esto es una traición.
El coronel Aureliano Buendía detuvo en el aire la pluma entintada, y
descargó sobre él todo el peso de su autoridad.
—Entrégueme sus armas —ordenó.
El coronel Gerineldo Márquez se levantó y puso las armas en la mesa.
—Preséntese en el cuartel —le ordenó el coronel Aureliano Buendía—.
Queda usted a disposición de los tribunales revolucionarios.
Luego firmó la declaración y entregó los pliegos a los emisarios,
diciéndoles:
—Señores, ahí tienen sus papeles. Que les aprovechen.
Dos días después, el coronel Gerineldo Márquez, acusado de alta
traición, fue condenado a muerte. Derrumbado en su hamaca, el coronel Aureliano
Buendía fue insensible a las súplicas de clemencia. La víspera de la ejecución,
desobedeciendo la orden de no molestarlo, Úrsula lo visitó en el dormitorio.
Cerrada de negro, investida de una rara solemnidad, permaneció de pie los tres
minutos de la entrevista. «Sé que fusilarás a Gerineldo —dijo serenamente—, y
no puedo hacer nada por impedirlo. Pero una cosa te advierto: tan pronto como
vea el cadáver, te lo juro por los huesos de mi padre y mi madre, por la
memoria de José Arcadio Buendía, te lo juro ante Dios, que te he de sacar de
donde te metas y te mataré con mis propias manos». Antes de abandonar el
cuarto, sin esperar ninguna réplica, concluyó:
—Es lo mismo que habría hecho si hubieras nacido con cola de puerco.
Aquella noche interminable, mientras el coronel Gerineldo Márquez
evocaba sus tardes muertas en el costurero de Amaranta, el coronel Aureliano
Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de
su soledad. Sus únicos instantes felices, desde la tarde remota en que su padre
lo llevó a conocer el hielo, habían transcurrido en el taller de platería,
donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro. Había tenido que promover
32 guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y
revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi
cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.
Al amanecer, estragado por la tormentosa vigilia, apareció en el cuarto
del cepo una hora antes de la ejecución. «Terminó la farsa, compadre», le dijo
al coronel Gerineldo Márquez. «Vámonos de aquí, antes de que acaben de
fusilarte los mosquitos». El coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir el
desprecio que le inspiraba aquella actitud.
—No, Aureliano —replicó—. Vale más estar muerto que verte convertido en
un chafarote.
—No me verás —dijo el coronel Aureliano Buendía—. Ponte los zapatos y
ayúdame a terminar con esta guerra de mierda.
Al decirlo, no imaginaba que era más fácil empezar una guerra que
terminarla. Necesitó casi un año de rigor sanguinario para forzar al gobierno a
proponer condiciones de paz favorables a los rebeldes, y otro año para
persuadir a sus partidarios de la conveniencia de aceptarlas. Llegó a
inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las rebeliones de sus propios
oficiales, que se resistían a feriar la victoria, y terminó apoyándose en
fuerzas enemigas para acabar de someterlos.
Nunca fue mejor guerrero que entonces. La certidumbre de que por fin
peleaba por su propia liberación, y no por ideales abstractos, por consignas
que los políticos podían voltear al derecho y al revés según las
circunstancias, le infundió un entusiasmo enardecido. El coronel Gerineldo Márquez,
que luchó por el fracaso con tanta convicción y tanta lealtad como antes había
luchado por el triunfo, le reprochaba su temeridad inútil. «No te preocupes»,
sonreía él. «Morirse es mucho más difícil de lo que uno cree». En su caso era
verdad. La seguridad de que su día estaba señalado lo invistió de una inmunidad
misteriosa, una inmortalidad a término fijo que lo hizo invulnerable a los
riesgos de la guerra, y le permitió finalmente conquistar una derrota que era
mucho más difícil, mucho más sangrienta y costosa que la victoria.
En casi veinte años de guerra, el coronel Aureliano Buendía había estado
muchas veces en la casa, pero el estado de urgencia en que llegaba siempre, el
aparato militar que lo acompañaba a todas partes, el aura de leyenda que doraba
su presencia y a la cual no fue insensible ni la propia Úrsula, terminaron por
convertirlo en un extraño. La última vez que estuvo en Macondo, y tomó una casa
para sus tres concubinas, no se le vio en la suya sino dos o tres veces, cuando
tuvo tiempo de aceptar invitaciones a comer. Remedios, la bella, y los gemelos,
nacidos en plena guerra, apenas si lo conocían. Amaranta no lograba conciliar
la imagen del hermano que pasó la adolescencia fabricando pescaditos de oro,
con la del guerrero mítico que había interpuesto entre él y el resto de la
humanidad una distancia de tres metros. Pero cuando se conoció la proximidad
del armisticio y se pensó que él regresaba otra vez convertido en un ser
humano, rescatado por fin para el corazón de los suyos, los afectos familiares
aletargados por tanto tiempo renacieron con más fuerza que nunca.
—Al fin —dijo Úrsula— tendremos otra vez un hombre en la casa.
Amaranta fue la primera en sospechar que lo habían perdido para siempre.
Una semana antes del armisticio, cuando él entró en la casa sin escolta,
precedido por dos ordenanzas descalzos que depositaron en el corredor los
aperos de la mula y el baúl de los versos, único saldo de su antiguo equipaje
imperial, ella lo vio pasar frente al costurero y lo llamó. El coronel
Aureliano Buendía pareció tener dificultad para reconocerla.
—Soy Amaranta —dijo ella de buen humor, feliz de su regreso, y le mostró
la mano con la venda negra—. Mira.
El coronel Aureliano Buendía le hizo la misma sonrisa de la primera vez
en que la vio con la venda, la remota mañana en que volvió a Macondo
sentenciado a muerte.
—¡Qué horror —dijo—, cómo se pasa el tiempo!
El ejército regular tuvo que proteger la casa. Llegó vejado, escupido,
acusado de haber recrudecido la guerra solo para venderla más cara. Temblaba de
fiebre y de frío y tenía otra vez las axilas empedradas de golondrinos. Seis
meses antes, cuando oyó hablar del armisticio, Úrsula había abierto y barrido
la alcoba nupcial, y había quemado mirra en los rincones, pensando que él
regresaría dispuesto a envejecer despacio entre las enmohecidas muñecas de
Remedios. Pero en realidad, en los dos últimos años él le había pagado sus
cuotas finales a la vida, inclusive la del envejecimiento. Al pasar frente al
taller de platería, que Úrsula había preparado con especial diligencia, ni
siquiera advirtió que las llaves estaban puestas en el candado. No percibió los
minúsculos y desgarradores destrozos que el tiempo había hecho en la casa, y
que después de una ausencia tan prolongada habrían parecido un desastre a
cualquier hombre que conservara vivos sus recuerdos. No le dolieron las
peladuras de cal en las paredes, ni los sucios algodones de telaraña en los
rincones, ni el polvo de las begonias, ni las nervaduras del comején en las
vigas, ni el musgo de los quicios, ni ninguna de las trampas insidiosas que le
tendía la nostalgia. Se sentó en el corredor, envuelto en la manta y sin
quitarse las botas, como esperando apenas que escampara, y permaneció toda la tarde
viendo llover sobre las begonias. Úrsula comprendió entonces que no lo tendría
en la casa por mucho tiempo. «Si no es la guerra —pensó— solo puede ser la
muerte». Fue una suposición tan nítida, tan convincente, que la identificó como
un presagio.
Esa noche, en la cena, el supuesto Aureliano Segundo desmigajó el pan
con la mano derecha y tomó la sopa con la izquierda. Su hermano gemelo, el
supuesto José Arcadio Segundo, desmigajó el pan con la mano izquierda y tomó la
sopa con la derecha. Era tan precisa la coordinación de sus movimientos que no
parecían dos hermanos sentados el uno frente al otro, sino un artificio de
espejos. El espectáculo que los gemelos habían concebido desde que tuvieron
conciencia de ser iguales fue repetido en honor del recién llegado. Pero el
coronel Aureliano Buendía no lo advirtió. Parecía tan ajeno a todo que ni
siquiera se fijó en Remedios, la bella, que pasó desnuda hacia el dormitorio.
Úrsula fue la única que se atrevió a perturbar su abstracción.
—Si has de irte otra vez —le dijo a mitad de la cena—, por lo menos
trata de recordar cómo éramos esta noche.
Entonces el coronel Aureliano Buendía se dio cuenta, sin asombro, que
Úrsula era el único ser humano que había logrado desentrañar su miseria, y por
primera vez en muchos años se atrevió a mirarla a la cara. Tenía la piel
cuarteada, los dientes carcomidos, el cabello marchito y sin color, y la mirada
atónita. La comparó con el recuerdo más antiguo que tenía de ella, la tarde en
que él tuvo el presagio de que una olla de caldo hirviendo iba a caerse de la
mesa, y la encontró despedazada. En un instante descubrió los arañazos, los
verdugones, las mataduras, las úlceras y cicatrices que había dejado en ella
más de medio siglo de vida cotidiana, y comprobó que esos estragos no suscitaban
en él ni siquiera un sentimiento de piedad. Hizo entonces un último esfuerzo
para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos, y no
pudo encontrarlo. En otra época, al menos, experimentaba un confuso sentimiento
de vergüenza cuando sorprendía en su propia piel el olor de Úrsula, y en más de
una ocasión sintió sus pensamientos interferidos por el pensamiento de ella.
Pero todo eso había sido arrasado por la guerra. La propia Remedios, su esposa,
era en aquel momento la imagen borrosa de alguien que pudo haber sido su hija.
Las incontables mujeres que conoció en el desierto del amor, y que dispersaron
su simiente en todo el litoral, no habían dejado rastro alguno en sus
sentimientos. La mayoría de ellas entraba en el cuarto en la oscuridad y se
iban antes del alba, y al día siguiente eran apenas un poco de tedio en la
memoria corporal. El único afecto que prevalecía contra el tiempo y la guerra,
fue el que sintió por su hermano José Arcadio, cuando ambos eran niños, y no
estaba fundado en el amor, sino en la complicidad.
—Perdone —se excusó ante la petición de Úrsula—. Es que esta guerra ha
acabado con todo.
En los días siguientes se ocupó de destruir todo rastro de su paso por
el mundo. Simplificó el taller de platería hasta solo dejar los objetos
impersonales, regaló sus ropas a los ordenanzas y enterró sus armas en el patio
con el mismo sentido de penitencia con que su padre enterró la lanza que dio
muerte a Prudencio Aguilar. Solo conservó una pistola, y con una sola bala. Úrsula
no intervino. La única vez que lo disuadió fue cuando él estaba a punto de
destruir el daguerrotipo de Remedios que se conservaba en la sala, alumbrado
por una lámpara eterna. «Ese retrato dejó de pertenecerte hace mucho tiempo»,
le dijo. «Es una reliquia de familia». La víspera del armisticio, cuando ya no
quedaba en la casa un solo objeto que permitiera recordarlo, llevó a la
panadería el baúl con los versos en el momento en que Santa Sofía de la Piedad
se preparaba para encender el horno.
—Préndalo con esto —le dijo él, entregándole el primer rollo de papeles
amarillento—. Arde mejor, porque son cosas muy viejas.
Santa Sofía de la Piedad, la silenciosa, la condescendiente, la que
nunca contrarió ni a sus propios hijos, tuvo la impresión de que aquel era un
acto prohibido.
—Son papeles importantes —dijo.
—Nada de eso —dijo el coronel—. Son cosas que se escriben para uno
mismo.
—Entonces —dijo ella— quémelos usted mismo, coronel.
No solo lo hizo, sino que despedazó el baúl con una hachuela y echó las
astillas al fuego. Horas antes, Pilar Ternera había estado a visitarlo. Después
de tantos años de no verla, el coronel Aureliano Buendía se asombró de cuánto
había envejecido y engordado, y de cuánto había perdido el esplendor de su
risa, pero se asombró también de la profundidad que había logrado en la lectura
de las barajas. «Cuídate la boca», le dijo ella, y él se preguntó si la otra
vez que se lo dijo, en el apogeo de la gloria, no había sido una visión
sorprendentemente anticipada de su destino. Poco después, cuando su médico
personal acabó de extirparle los golondrinos, él le preguntó sin demostrar un
interés particular cuál era el sitio exacto del corazón. El médico lo auscultó
y le pintó luego un círculo en el pecho con un algodón sucio de yodo.
El martes del armisticio amaneció tibio y lluvioso. El coronel Aureliano
Buendía apareció en la cocina antes de las cinco y tomó su habitual café sin
azúcar. «Un día como este viniste al mundo», le dijo Úrsula. «Todos se
asustaron con tus ojos abiertos». Él no le puso atención, porque estaba
pendiente de los aprestos de tropa, los toques de corneta y las voces de mando
que estropeaban el alba. Aunque después de tantos años de guerra debían
parecerle familiares, esta vez experimentó el mismo desaliento en las rodillas,
y el mismo cabrilleo de la piel que había experimentado en su juventud en
presencia de una mujer desnuda. Pensó confusamente, al fin capturado en una
trampa de la nostalgia, que tal vez si se hubiera casado con ella hubiera sido
un hombre sin guerra y sin gloria, un artesano sin nombre, un animal feliz. Ese
estremecimiento tardío, que no figuraba en sus previsiones, le amargó el
desayuno. A las siete de la mañana, cuando el coronel Gerineldo Márquez fue a
buscarlo en compañía de un grupo de oficiales rebeldes, lo encontró más
taciturno que nunca, más pensativo y solitario. Úrsula trató de echarle sobre
los hombros una manta nueva. «Qué va a pensar el gobierno», le dijo. «Se
imaginarán que te has rendido porque ya no tenías ni con qué comprar una manta».
Pero él no la aceptó. Ya en la puerta, viendo que seguía la lluvia, se dejó
poner un viejo sombrero de fieltro de José Arcadio Buendía.
—Aureliano —le dijo entonces Úrsula—, prométeme que si te encuentras por
ahí con la mala hora, pensarás en tu madre.
Él le hizo una sonrisa distante, levantó la mano con todos los dedos
extendidos, y sin decir una palabra abandonó la casa y se enfrentó a los
gritos, vituperios y blasfemias que habían de perseguirlo hasta la salida del
pueblo. Úrsula pasó la tranca en la puerta decidida a no quitarla en el resto
de su vida. «Nos pudriremos aquí dentro», pensó. «Nos volveremos ceniza en esta
casa sin hombres, pero no le daremos a este pueblo miserable el gusto de vernos
llorar». Estuvo toda la mañana buscando un recuerdo de su hijo en los más
secretos rincones, y no pudo encontrarlo.
El acto se celebró a veinte leguas de Macondo, a la sombra de una ceiba
gigantesca en torno a la cual había de fundarse más tarde el pueblo de
Neerlandia. Los delegados del gobierno y los partidos, y la comisión rebelde
que entregó las armas, fueron servidos por un bullicioso grupo de novicias de
hábitos blancos, que parecían un revuelo de palomas asustadas por la lluvia. El
coronel Aureliano Buendía llegó en una mula embarrada. Estaba sin afeitar, más
atormentado por el dolor de los golondrinos que por el inmenso fracaso de sus
sueños, pues había llegado al término de toda esperanza, más allá de la gloria
y de la nostalgia de la gloria. De acuerdo con lo dispuesto por él mismo, no
hubo música, ni cohetes, ni campanas de júbilo, ni vítores, ni ninguna otra
manifestación que pudiera alterar el carácter luctuoso del armisticio. Un
fotógrafo ambulante que tomó el único retrato suyo que hubiera podido
conservarse fue obligado a destruir las placas sin revelarlas.
El acto duró apenas el tiempo indispensable para que se estamparan las
firmas. En torno de la rústica mesa colocada en el centro de una remendada
carpa de circo, donde se sentaron los delegados, estaban los últimos oficiales
que permanecieron fieles al coronel Aureliano Buendía. Antes de tomar las
firmas, el delegado personal del presidente de la república trató de leer en
voz alta el acta de la rendición, pero el coronel Aureliano Buendía se opuso.
«No perdamos el tiempo en formalismos», dijo, y se dispuso a firmar los pliegos
sin leerlos. Uno de sus oficiales rompió entonces el silencio soporífero de la
carpa.
—Coronel —dijo—, háganos el favor de no ser el primero en firmar.
El coronel Aureliano Buendía accedió. Cuando el documento dio la vuelta
completa a la mesa, en medio de un silencio tan nítido que habrían podido
descifrarse las firmas por el garrapateo de la pluma en el papel, el primer
lugar estaba todavía en blanco. El coronel Aureliano Buendía se dispuso a
ocuparlo.
—Coronel —dijo entonces otro de sus oficiales—, todavía tiene tiempo de
quedar bien.
Sin inmutarse, el coronel Aureliano Buendía firmó la primera copia. No
había acabado de firmar la última cuando apareció en la puerta de la carpa un
coronel rebelde llevando del cabestro una mula cargada con dos baúles. A pesar
de su extremada juventud, tenía un aspecto árido y una expresión paciente. Era
el tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo. Había hecho un
penoso viaje de seis días, arrastrando la mula muerta de hambre, para llegar a
tiempo al armisticio. Con una parsimonia exasperante descargó los baúles, los
abrió, y fue poniendo en la mesa, uno por uno, setenta y dos ladrillos de oro.
Nadie recordaba la existencia de aquella fortuna. En el desorden del último
año, cuando el mando central saltó en pedazos y la revolución degeneró en una
sangrienta rivalidad de caudillos, era imposible determinar ninguna
responsabilidad. El oro de la rebelión, fundido en bloques que luego fueron
recubiertos de barro cocido, quedó fuera de todo control. El coronel Aureliano
Buendía hizo incluir los setenta y dos ladrillos de oro en el inventario de la
rendición, y clausuró el acto sin permitir discursos. El escuálido adolescente
permaneció frente a él, mirándolo a los ojos con sus serenos ojos color de
almíbar.
—¿Algo más? —le preguntó el coronel Aureliano Buendía. El joven coronel
apretó los dientes.
—El recibo —dijo.
El coronel Aureliano Buendía se lo extendió de su puño y letra. Luego
tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias,
y se retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si quería
descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre, y a las
tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo
que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo,
Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara
tanto para hervir, y la encontró llena de gusanos.
—¡Han matado a Aureliano! —exclamó.
Miró hacia el patio, obedeciendo a una costumbre de su soledad, y
entonces vio a José Arcadio Buendía, empapado, triste de lluvia y mucho más
viejo que cuando murió. «Lo han matado a traición —precisó Úrsula— y nadie le
hizo la caridad de cerrarle los ojos». Al anochecer vio a través de las
lágrimas los raudos y luminosos discos anaranjados que cruzaron el cielo como
una exhalación, y pensó que era una señal de la muerte. Estaba todavía bajo el
castaño, sollozando en las rodillas de su esposo, cuando llevaron al coronel
Aureliano Buendía envuelto en la manta acartonada de sangre seca y con los ojos
abiertos de rabia.
Estaba fuera de peligro. El proyectil siguió una trayectoria tan limpia
que el médico le metió por el pecho y le sacó por la espalda un cordón empapado
de yodo. «Esta es mi obra maestra», le dijo satisfecho. «Era el único punto por
donde podía pasar una bala sin lastimar ningún centro vital». El coronel
Aureliano Buendía se vio rodeado de novicias misericordiosas que entonaban
salmos desesperados por el eterno descanso de su alma, y entonces se arrepintió
de no haberse dado el tiro en el paladar como lo tenía previsto, solo por
burlar el pronóstico de Pilar Ternera.
—Si todavía me quedara autoridad —le dijo al doctor—, lo haría fusilar
sin fórmula de juicio. No por salvarme la vida, sino por hacerme quedar en
ridículo.
El fracaso de la muerte le devolvió en pocas horas el prestigio perdido.
Los mismos que inventaron la patraña de que había vendido la guerra por un aposento
cuyas paredes estaban construidas con ladrillos de oro, definieron la tentativa
de suicidio como un acto de honor, y lo proclamaron mártir. Luego, cuando
rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república, hasta
sus más encarnizados rivales desfilaron por su cuarto pidiéndole que
desconociera los términos del armisticio y promoviera una nueva guerra. La casa
se llenó de regalos de desagravio. Tardíamente impresionado por el respaldo
masivo de sus antiguos compañeros de armas, el coronel Aureliano Buendía no
descartó la posibilidad de complacerlos. Al contrario, en cierto momento
pareció tan entusiasmado con la idea de una nueva guerra, que el coronel
Gerineldo Márquez pensó que solo esperaba un pretexto para proclamarla. El pretexto
se le ofreció, efectivamente, cuando el presidente de la república se negó a
asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o
conservadores, mientras cada expediente no fuera revisado por una comisión
especial, y la ley de asignaciones aprobada por el congreso. «Esto es un
atropello», tronó el coronel Aureliano Buendía. «Se morirán de viejos esperando
el correo». Abandonó por primera vez el mecedor que Úrsula le compró para la
convalecencia, y dando vueltas en la alcoba dictó un mensaje terminante para el
presidente de la república. En ese telegrama, que nunca fue publicado,
denunciaba la primera violación del tratado de Neerlandia y amenazaba con
proclamar la guerra a muerte si la asignación de las pensiones no era resuelta
en el término de quince días. Era tan justa su actitud, que permitía esperar,
inclusive, la adhesión de los antiguos combatientes conservadores. Pero la
única respuesta del gobierno fue el refuerzo de la guardia militar que se había
puesto en la puerta de la casa, con el pretexto de protegerla, y la prohibición
de toda clase de visitas. Medidas similares se adoptaron en todo el país con
otros caudillos de cuidado. Fue una operación tan oportuna, drástica y eficaz,
que dos meses después del armisticio, cuando el coronel Aureliano Buendía fue
dado de alta, sus instigadores más decididos estaban muertos o expatriados, o
habían sido asimilados para siempre por la administración pública.
El coronel Aureliano Buendía abandonó el cuarto en diciembre, y le bastó
con echar una mirada al corredor para no volver a pensar en la guerra. Con una
vitalidad que parecía imposible a sus años, Úrsula había vuelto a rejuvenecer
la casa. «Ahora van a ver quién soy yo», dijo cuando supo que su hijo viviría.
«No habrá una casa mejor, ni más abierta a todo el mundo, que esta casa de
locos». La hizo lavar y pintar, cambió los muebles, restauró el jardín y sembró
flores nuevas, y abrió puertas y ventanas para que entrara hasta los
dormitorios la deslumbrante claridad del verano. Decretó el término de los
numerosos lutos superpuestos, y ella misma cambió los viejos trajes rigurosos
por ropas juveniles. La música de la pianola volvió a alegrar la casa. Al
oírla, Amaranta se acordó de Pietro Crespi, de su gardenia crepuscular y su
olor de lavanda, y en el fondo de su marchito corazón floreció un rencor
limpio, purificado por el tiempo. Una tarde en que trataba de poner orden en la
sala, Úrsula pidió ayuda a los soldados que custodiaban la casa. El joven
comandante de la guardia les concedió el permiso. Poco a poco, Úrsula les fue
asignando nuevas tareas. Los invitaba a comer, les regalaba ropas y zapatos y
les enseñaba a leer y escribir. Cuando el gobierno suspendió la vigilancia, uno
de ellos se quedó viviendo en la casa, y estuvo a su servicio por muchos años.
El día de Año Nuevo, enloquecido por los desaires de Remedios, la bella, el
joven comandante de la guardia amaneció muerto de amor junto a su ventana.
Años después, en su lecho de agonía, Aureliano Segundo había de recordar
la lluviosa tarde de junio en que entró en el dormitorio a conocer a su primer
hijo. Aunque era lánguido y llorón, sin ningún rasgo de un Buendía, no tuvo que
pensar dos veces para ponerle nombre.
—Se llamará José Arcadio —dijo.
Fernanda del Carpio, la hermosa mujer con quien se había casado el año
anterior, estuvo de acuerdo. En cambio Úrsula no pudo ocultar un vago
sentimiento de zozobra. En la larga historia de la familia, la tenaz repetición
de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes.
Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José
Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo
trágico. Los únicos casos de clasificación imposible eran los de José Arcadio
Segundo y Aureliano Segundo. Fueron tan parecidos y traviesos durante la
infancia que ni la propia Santa Sofía de la Piedad podía distinguirlos. El día
del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus respectivos nombres y los
vistió con ropas de colores distintos marcadas con las iniciales de cada uno,
pero cuando empezaron a asistir a la escuela optaron por cambiarse la ropa y
las esclavas y por llamarse ellos mismos con los nombres cruzados. El maestro
Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José Arcadio Segundo por la camisa
verde, perdió los estribos cuando descubrió que este tenía la esclava de
Aureliano Segundo, y que el otro decía llamarse, sin embargo, Aureliano
Segundo, a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el
nombre de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía con certeza quién
era quién. Aun cuando crecieron y la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía
preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de
su intrincado juego de confusiones, y habían quedado cambiados para siempre.
Hasta el principio de la adolescencia fueron dos mecanismos sincrónicos.
Despertaban al mismo tiempo, sentían deseos de ir al baño a la misma hora,
sufrían los mismos trastornos de salud y hasta soñaban las mismas cosas. En la
casa, donde se creía que coordinaban sus actos por el simple deseo de
confundir, nadie se dio cuenta de la realidad hasta un día en que Santa Sofía
de la Piedad le dio a uno un vaso de limonada, y más tardó en probarlo que el
otro en decir que le faltaba azúcar. Santa Sofía de la Piedad, que en efecto
había olvidado ponerle azúcar a la limonada, se lo contó a Úrsula. «Así son
todos», dijo ella, sin sorpresa. «Locos de nacimiento». El tiempo acabó de
desordenar las cosas. El que en los juegos de confusión se quedó con el nombre
de Aureliano Segundo se volvió monumental como el abuelo, y el que se quedó con
el nombre de José Arcadio Segundo se volvió óseo como el coronel, y lo único
que conservaron en común fue el aire solitario de la familia. Tal vez fue ese
entrecruzamiento de estaturas, nombres y caracteres lo que le hizo sospechar a
Úrsula que estaban barajados desde la infancia.
La diferencia decisiva se reveló en plena guerra cuando José Arcadio
Segundo le pidió al coronel Gerineldo Márquez que lo llevara a ver los
fusilamientos. Contra el parecer de Úrsula, sus deseos fueron satisfechos.
Aureliano Segundo, en cambio, se estremeció ante la sola idea de presenciar una
ejecución. Prefería la casa. A los doce años le preguntó a Úrsula qué había en
el cuarto clausurado. «Papeles», le contestó ella. «Son los libros de
Melquíades y las cosas raras que escribía en sus últimos años». La respuesta,
en vez de tranquilizarlo, aumentó su curiosidad. Insistió tanto, prometió con
tanto ahínco no maltratar las cosas, que Úrsula le dio las llaves. Nadie había
vuelto a entrar al cuarto desde que sacaron el cadáver de Melquíades y pusieron
en la puerta el candado cuyas piezas se soldaron con la herrumbre. Pero cuando
Aureliano Segundo abrió las ventanas entró una luz familiar que parecía
acostumbrada a iluminar el cuarto todos los días, y no había el menor rastro de
polvo o telaraña, sino que todo estaba barrido y limpio, mejor barrido y más
limpio que el día del entierro, y la tinta no se había secado en el tintero ni
el óxido había alterado el brillo de los metales, ni se había extinguido el
rescoldo del atanor donde José Arcadio Buendía vaporizó el mercurio. En los
anaqueles estaban los libros empastados en una materia acartonada y pálida como
la piel humana curtida, y estaban los manuscritos intactos. A pesar del
encierro de muchos años, el aire parecía más puro que en el resto de la casa.
Todo era tan reciente, que varias semanas después, cuando Úrsula entró al
cuarto con un cubo de agua y una escoba para lavar los pisos, no tuvo nada que
hacer. Aureliano Segundo estaba abstraído en la lectura de un libro. Aunque
carecía de pastas y el título no aparecía por ninguna parte, el niño gozaba con
la historia de una mujer que se sentaba a la mesa y solo comía granos de arroz
que prendía con alfileres, y con la historia del pescador que le pidió prestado
a su vecino un plomo para su red y el pescado con que lo recompensó más tarde
tenía un diamante en el estómago, y con la lámpara que satisfacía los deseos y
las alfombras que volaban. Asombrado, le preguntó a Úrsula si todo aquello era
verdad, y ella le contestó que sí, que muchos años antes los gitanos llevaban a
Macondo las lámparas maravillosas y las esteras voladoras.
—Lo que pasa —suspiró— es que el mundo se va acabando poco a poco y ya
no vienen esas cosas.
Cuando terminó el libro, muchos de cuyos cuentos estaban inconclusos
porque faltaban páginas, Aureliano Segundo se dio a la tarea de descifrar los
manuscritos. Fue imposible. Las letras parecían ropa puesta a secar en un
alambre, y se asemejaban más a la escritura musical que a la literaria. Un
mediodía ardiente, mientras escrutaba los manuscritos, sintió que no estaba
solo en el cuarto. Contra la reverberación de la ventana, sentado con las manos
en las rodillas, estaba Melquíades. No tenía más de cuarenta años. Llevaba el
mismo chaleco anacrónico y el sombrero de alas de cuervo, y por sus sienes
pálidas chorreaba la grasa del cabello derretida por el calor, como lo vieron
Aureliano y José Arcadio cuando eran niños. Aureliano Segundo lo reconoció de
inmediato, porque aquel recuerdo hereditario se había transmitido de generación
en generación, y había llegado a él desde la memoria de su abuelo.
—Salud —dijo Aureliano Segundo.
—Salud, joven —dijo Melquíades.
Desde entonces, durante varios años, se vieron casi todas las tardes.
Melquíades le hablaba del mundo, trataba de infundirle su vieja sabiduría, pero
se negó a traducir los manuscritos. «Nadie debe conocer su sentido mientras no
hayan cumplido cien años», explicó. Aureliano Segundo guardó para siempre el
secreto de aquellas entrevistas. En una ocasión sintió que su mundo privado se
derrumbaba, porque Úrsula entró en el momento en que Melquíades estaba en el
cuarto. Pero ella no lo vio.
—¿Con quién hablas? —le preguntó.
—Con nadie —dijo Aureliano Segundo.
—Así era tu bisabuelo —dijo Úrsula—. También él hablaba solo.
José Arcadio Segundo, mientras tanto, había satisfecho la ilusión de ver
un fusilamiento. Por el resto de su vida recordaría el fogonazo lívido de los
seis disparos simultáneos y el eco del estampido que se despedazó por los
montes, y la sonrisa triste y los ojos perplejos del fusilado, que permaneció
erguido mientras la camisa se le empapaba de sangre, y que seguía sonriendo aún
cuando lo desataron del poste y lo metieron en un cajón lleno de cal. «Está
vivo», pensó él. «Lo van a enterrar vivo». Se impresionó tanto, que desde
entonces detestó las prácticas militares y la guerra, no por las ejecuciones
sino por la espantosa costumbre de enterrar vivos a los fusilados. Nadie supo
entonces en qué momento empezó a tocar las campanas en la torre, y a ayudarle a
misa al padre Antonio Isabel, sucesor de El Cachorro, y a cuidar gallos de
pelea en el patio de la casa cural. Cuando el coronel Gerineldo Márquez se
enteró, lo reprendió duramente por estar aprendiendo oficios repudiados por los
liberales. «La cuestión —contestó él— es que a mí me parece que he salido
conservador». Lo creía como si fuera una determinación de la fatalidad. El
coronel Gerineldo Márquez, escandalizado, se lo contó a Úrsula.
—Mejor —aprobó ella—. Ojalá se meta de cura, para que Dios entre por fin
a esta casa.
Muy pronto se supo que el padre Antonio Isabel lo estaba preparando para
la primera comunión. Le enseñaba el catecismo mientras le afeitaba el pescuezo
a los gallos. Le explicaba con ejemplos simples, mientras ponían en sus nidos a
las gallinas cluecas, cómo se le ocurrió a Dios en el segundo día de la
creación que los pollos se formaran dentro del huevo. Desde entonces
manifestaba el párroco los primeros síntomas del delirio senil que lo llevó a
decir, años más tarde, que probablemente el diablo había ganado la rebelión
contra Dios, y que era aquel quien estaba sentado en el trono celeste, sin
revelar su verdadera identidad para atrapar a los incautos. Fogueado por la
intrepidez de su preceptor, José Arcadio Segundo llegó en pocos meses a ser tan
ducho en martingalas teológicas para confundir al demonio, como diestro en las
trampas de la gallera. Amaranta le hizo un traje de lino con cuello y corbata,
le compró un par de zapatos blancos y grabó su nombre con letras doradas en el
lazo del cirio. Dos noches antes de la primera comunión, el padre Antonio
Isabel se encerró con él en la sacristía para confesarlo, con la ayuda de un
diccionario de pecados. Fue una lista tan larga, que el anciano párroco,
acostumbrado a acostarse a las seis, se quedó dormido en el sillón antes de
terminar. El interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le
sorprendió que el padre le preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y
contestó honradamente que no, pero se desconcertó con la pregunta de si las
había hecho con animales. El primer viernes de mayo comulgó torturado por la
curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán que
vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio
le contestó: «Es que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las
burras». José Arcadio Segundo siguió demostrando tanta curiosidad, pidió tantas
explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.
—Yo voy los martes en la noche —confesó—. Si prometes no decírselo a
nadie, el otro martes te llevo.
El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un
banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué servía, y llevó a
José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho se aficionó tanto a
aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que se le viera
en la tienda de Catarino. Se hizo hombre de gallos. «Te llevas esos animales a
otra parte», le ordenó Úrsula la primera vez que lo vio entrar con sus finos
animales de pelea. «Ya los gallos han traído demasiadas amarguras a esta casa
para que ahora vengas tú a traernos otras». José Arcadio Segundo se los llevó
sin discusión, pero siguió criándolos donde Pilar Ternera, su abuela, que puso
a su disposición cuanto le hacía falta, a cambio de tenerlo en la casa. Pronto
demostró en la gallera la sabiduría que le infundió el padre Antonio Isabel, y
dispuso de suficiente dinero no solo para enriquecer sus crías, sino para
procurarse satisfacciones de hombre. Úrsula lo comparaba en aquel tiempo con su
hermano y no podía entender cómo los dos gemelos que parecieron una sola
persona en la infancia habían terminado por ser tan distintos. La perplejidad
no le duró mucho tiempo, porque muy pronto empezó Aureliano Segundo a dar
muestras de holgazanería y disipación. Mientras estuvo encerrado en el cuarto
de Melquíades fue un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano
Buendía en su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una
casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la realidad del mundo.
Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un acordeón, lo
saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque
ocurría con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el
equívoco, ni siquiera cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con
lloriqueos, y terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto cariño desde
aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que él se ganara el
acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la
mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano,
creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las
arregló para prolongarla. No volvió al cuarto de Melquíades. Pasaba las tardes
en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón, contra las protestas de
Úrsula, que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa de los
lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los
vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo
llegó a ser un virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y
tuvo hijos y fue uno de los hombres más respetados de Macondo.
Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba,
le descomponía los planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo
no visitaría esa noche la amante común, se iba a dormir con ella. Una mañana
descubrió que estaba enfermo. Dos días después encontró a su hermano aferrado a
una viga del baño, empapado en sudor y llorando a lágrima viva, y entonces
comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle
lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo
trataba de curarlo Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a
los ardientes lavados de permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se
curaron por separado después de tres meses de sufrimientos secretos. José
Arcadio Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo obtuvo su perdón
y se quedó con ella hasta la muerte.
Se llamaba Petra Cotes. Había llegado a Macondo en plena guerra, con un
marido ocasional que vivía de las rifas, y cuando el hombre murió, ella siguió
con el negocio. Era una mulata limpia y joven, con unos ojos amarillos y
almendrados que le daban a su rostro la ferocidad de una pantera, pero tenía un
corazón generoso y una magnífica vocación para el amor. Cuando Úrsula se dio
cuenta de que José Arcadio Segundo era gallero y Aureliano Segundo tocaba el
acordeón en las fiestas ruidosas de su concubina, creyó enloquecer de
confusión. Era como si en ambos se hubieran concentrado los defectos de la
familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que nadie volviera a
llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo
su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo.
—De acuerdo —dijo Úrsula—, pero con una condición: yo me encargo de
criarlo.
Aunque ya era centenaria y estaba a punto de quedarse ciega por las
cataratas, conservaba intactos el dinamismo físico, la integridad del carácter
y el equilibrio mental. Nadie mejor que ella para formar al hombre virtuoso que
había de restaurar el prestigio de la familia, un hombre que nunca hubiera oído
hablar de la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de mala vida y las
empresas delirantes, cuatro calamidades que, según pensaba Úrsula, habían
determinado la decadencia de su estirpe. «Este será cura», prometió
solemnemente. «Y si Dios me da vida, ha de llegar a ser Papa». Todos rieron al
oírla, no solo en el dormitorio, sino en toda la casa, donde estaban reunidos
los bulliciosos amigotes de Aureliano Segundo. La guerra, relegada al desván de
los malos recuerdos, fue momentáneamente evocada con los taponazos del
champaña.
—A la salud del Papa —brindó Aureliano Segundo.
Los invitados brindaron a coro. Luego el dueño de casa tocó el acordeón,
se reventaron cohetes y se ordenaron tambores de júbilo para el pueblo. En la
madrugada, los invitados ensopados en champaña sacrificaron seis vacas y las
pusieron en la calle a disposición de la muchedumbre. Nadie se escandalizó.
Desde que Aureliano Segundo se hizo cargo de la casa, aquellas festividades
eran cosa corriente, aunque no existiera un motivo tan justo como el nacimiento
de un Papa. En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte, había
acumulado una de las más grandes fortunas de la ciénaga, gracias a la
proliferación sobrenatural de sus animales. Sus yeguas parían trillizos, las
gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos engordaban con tal desenfreno,
que nadie podía explicarse tan desordenada fecundidad, como no fuera por artes
de magia. «Economiza ahora», le decía Úrsula a su atolondrado bisnieto. «Esta
suerte no te va a durar toda la vida». Pero Aureliano Segundo no le ponía
atención. Mientras más destapaba champaña para ensopar a sus amigos, más
alocadamente parían sus animales, y más se convencía él de que su buena
estrella no era cosa de su conducta sino influencia de Petra Cotes, su
concubina, cuyo amor tenía la virtud de exasperar a la naturaleza. Tan
persuadido estaba de que era ese el origen de su fortuna, que nunca tuvo a
Petra Cotes lejos de sus crías, y aun cuando se casó y tuvo hijos siguió
viviendo con ella con el consentimiento de Fernanda. Sólido, monumental como
sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos no
tuvieron, Aureliano Segundo apenas si tenía tiempo de vigilar sus ganados. Le
bastaba con llevar a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus
tierras, para que todo animal marcado con su hierro sucumbiera a la peste
irremediable de la proliferación.
Como todas las cosas buenas que les ocurrieron en su larga vida, aquella
fortuna desmandada tuvo origen en la casualidad. Hasta el final de las guerras,
Petra Cotes seguía sosteniéndose con el producto de sus rifas, y Aureliano
Segundo se las arreglaba para saquear de vez en cuando las alcancías de Úrsula.
Formaban una pareja frívola, sin más preocupaciones que la de acostarse todas
las noches, aun en las fechas prohibidas, y retozar en la cama hasta el
amanecer. «Esa mujer ha sido tu perdición», le gritaba Úrsula al bisnieto
cuando lo veía entrar a la casa como un sonámbulo. «Te tiene tan embobado, que
un día de estos te veré retorciéndote de cólicos, con un sapo metido en la
barriga». José Arcadio Segundo, que demoró mucho tiempo para descubrir la
suplantación, no lograba entender la pasión de su hermano. Recordaba a Petra
Cotes como una mujer convencional, más bien perezosa en la cama, y
completamente desprovista de recursos para el amor. Sordo al clamor de Úrsula y
a las burlas de su hermano, Aureliano Segundo solo pensaba entonces en
encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y
morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero
febril. Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a abrir el taller, seducido
al fin por los encantos pacíficos de la vejez, Aureliano Segundo pensó que
sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de pescaditos de oro. Pasó
muchas horas en el cuartito caluroso viendo cómo las duras láminas de metal,
trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirtiendo
poco a poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan
persistente y apremiante el recuerdo de Petra Cotes, que al cabo de tres
semanas desapareció del taller. Fue en esa época que le dio a Petra Cotes por
rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez, que
apenas daban tiempo para vender los números de la rifa. Al principio, Aureliano
Segundo no advirtió las alarmantes proporciones de la proliferación. Pero una
noche, cuando ya nadie en el pueblo quería oír hablar de las rifas de conejos,
sintió un estruendo en la pared del patio. «No te asustes», dijo Petra Cotes.
«Son los conejos». No pudieron dormir más, atormentados por el tráfago de los
animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio
empedrado de conejos azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de
risa, no resistió la tentación de hacerle una broma.
—Estos son los que nacieron anoche —dijo.
—¡Qué horror! —dijo él—. ¿Por qué no pruebas con vacas?
Pocos días después, tratando de desahogar su patio, Petra Cotes cambió
los conejos por una vaca, que dos meses más tarde parió trillizos. Así
empezaron las cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo dueño
de tierras y ganados, y apenas si tenía tiempo de ensanchar las caballerizas y
pocilgas desbordadas. Era una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba
risa, y no podía menos que asumir actitudes extravagantes para descargar su
buen humor. «Apártense, vacas, que la vida es corta», gritaba. Úrsula se
preguntaba en qué enredos se había metido, si no estaría robando, si no había
terminado por volverse cuatrero, y cada vez que lo veía destapando champaña por
el puro placer de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a gritos el
desperdicio. Lo molestó tanto, que un día en que Aureliano Segundo amaneció con
el humor rebosado, apareció con un cajón de dinero, una lata de engrudo y una
brocha, y cantando a voz en cuello las viejas canciones de Francisco el Hombre,
empapeló la casa por dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a
peso. La antigua mansión, pintada de blanco desde los tiempos en que llevaron
la pianola, adquirió el aspecto equívoco de una mezquita. En medio del alboroto
de la familia, del escándalo de Úrsula, del júbilo del pueblo que abarrotó la
calle para presenciar la glorificación del despilfarro, Aureliano Segundo
terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina, inclusive los baños y
dormitorios, y arrojó los billetes sobrantes en el patio.
—Ahora —dijo finalmente— espero que nadie en esta casa me vuelva a
hablar de plata.
Así fue. Úrsula hizo quitar los billetes adheridos a las grandes tortas
de cal, y volvió a pintar la casa de blanco. «Dios mío», suplicaba. «Haznos tan
pobres como éramos cuando fundamos este pueblo, no sea que en la otra vida nos
vayas a cobrar esta dilapidación». Sus súplicas fueron escuchadas en sentido
contrario. En efecto, uno de los trabajadores que desprendía los billetes
tropezó por descuido con un enorme San José de yeso que alguien había dejado en
la casa en los últimos años de la guerra, y la imagen hueca se despedazó contra
el suelo. Estaba atiborrada de monedas de oro. Nadie recordaba quién había
llevado aquel santo de tamaño natural. «Lo trajeron tres hombres», explicó
Amaranta. «Me pidieron que lo guardáramos mientras pasaba la lluvia, y yo les
dije que lo pusieran ahí, en el rincón, donde nadie fuera a tropezar con él, y
ahí lo pusieron con mucho cuidado, y ahí ha estado desde entonces, porque nunca
volvieron a buscarlo». En los últimos tiempos, Úrsula le había puesto velas y
se había postrado ante él, sin sospechar que en lugar de un santo estaba
adorando casi doscientos kilogramos de oro. La tardía comprobación de su
involuntario paganismo agravó su desconsuelo. Escupió el espectacular montón de
monedas, lo metió en tres sacos de lona y lo enterró en un lugar secreto, en
espera de que tarde o temprano los tres desconocidos fueran a reclamarlo. Mucho
después, en los años difíciles de su decrepitud, Úrsula solía intervenir en las
conversaciones de los numerosos viajeros que entonces pasaban por la casa, y
les preguntaba si durante la guerra no habían dejado allí un San José de yeso
para que lo guardaran mientras pasaba la lluvia.
Estas cosas, que tanto consternaban a Úrsula, eran corrientes en aquel
tiempo. Macondo naufragaba en una prosperidad de milagro. Las casas de barro y
cañabrava de los fundadores habían sido reemplazadas por construcciones de
ladrillo, con persianas de madera y pisos de cemento, que hacían más llevadero
el calor sofocante de las dos de la tarde. De la antigua aldea de José Arcadio
Buendía solo quedaban entonces los almendros polvorientos, destinados a
resistir a las circunstancias más arduas, y el río de aguas diáfanas cuyas
piedras prehistóricas fueron pulverizadas por las enloquecidas almádenas de
José Arcadio Segundo, cuando se empeñó en despejar el cauce para establecer un
servicio de navegación. Fue un sueño delirante, comparable apenas a los de su
bisabuelo, porque el lecho pedregoso y los numerosos tropiezos de la corriente
impedían el tránsito desde Macondo hasta el mar. Pero José Arcadio Segundo, en
un imprevisto arranque de temeridad, se empecinó en el proyecto. Hasta entonces
no había dado ninguna muestra de imaginación. Salvo su precaria aventura con
Petra Cotes, nunca se le había conocido mujer. Úrsula lo tenía como el ejemplar
más apagado que había dado la familia en toda su historia, incapaz de
destacarse ni siquiera como alborotador de galleras, cuando el coronel
Aureliano Buendía le contó la historia del galeón español encallado a doce
kilómetros del mar, cuyo costillar carbonizado vio él mismo durante la guerra.
El relato, que a tanta gente durante tanto tiempo le pareció fantástico, fue
una revelación para José Arcadio Segundo. Remató sus gallos al mejor postor,
reclutó hombres y compró herramientas, y se empeñó en la descomunal empresa de
romper piedras, excavar canales, despejar escollos y hasta emparejar cataratas.
«Ya esto me lo sé de memoria», gritaba Úrsula. «Es como si el tiempo diera
vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio». Cuando estimó que el río
era navegable, José Arcadio Segundo hizo a su hermano una exposición
pormenorizada de sus planes, y este le dio el dinero que le hacía falta para su
empresa. Desapareció por mucho tiempo. Se había dicho que su proyecto de
comprar un barco no era más que una triquiñuela para alzarse con el dinero del
hermano, cuando se divulgó la noticia de que una extraña nave se aproximaba al
pueblo. Los habitantes de Macondo, que ya no recordaban las empresas colosales
de José Arcadio Buendía, se precipitaron a la ribera y vieron con ojos pasmados
de incredulidad la llegada del primer y último barco que atracó jamás en el
pueblo. No era más que una balsa de troncos, arrastrada mediante gruesos cables
por veinte hombres que caminaban por la ribera. En la proa, con un brillo de
satisfacción en la mirada, José Arcadio Segundo dirigía la dispendiosa
maniobra. Junto con él llegaba un grupo de matronas espléndidas que se
protegían del sol abrasante con vistosas sombrillas, y tenían en los hombros
preciosos pañolones de seda, y ungüentos de colores en el rostro, y flores
naturales en el cabello, y serpientes de oro en los brazos y diamantes en los
dientes. La balsa de troncos fue el único vehículo que José Arcadio Segundo
pudo remontar hasta Macondo, y solo por una vez, pero nunca reconoció el
fracaso de su empresa sino que proclamó su hazaña como una victoria de la
voluntad. Rindió cuentas escrupulosas a su hermano, y muy pronto volvió a
hundirse en la rutina de los gallos. Lo único que quedó de aquella desventurada
iniciativa fue el soplo de renovación que llevaron las matronas de Francia,
cuyas artes magníficas cambiaron los métodos tradicionales del amor, y cuyo
sentido del bienestar social arrasó con la anticuada tienda de Catarino y
transformó la calle en un bazar de farolitos japoneses y organillos
nostálgicos. Fueron ellas las promotoras del carnaval sangriento que durante
tres días hundió a Macondo en el delirio, y cuya única consecuencia perdurable
fue haberle dado a Aureliano Segundo la oportunidad de conocer a Fernanda del
Carpio.
Remedios, la bella, fue proclamada reina. Úrsula, que se estremecía ante
la belleza inquietante de la bisnieta, no pudo impedir la elección. Hasta
entonces había conseguido que no saliera a la calle, como no fuera para ir a
misa con Amaranta, pero la obligaba a cubrirse la cara con una mantilla negra.
Los hombres menos piadosos, los que se disfrazaban de curas para decir misas
sacrílegas en la tienda de Catarino, asistían a la iglesia con el único
propósito de ver aunque fuera un instante el rostro de Remedios, la bella, de
cuya hermosura legendaria se hablaba con un fervor sobrecogido en todo el
ámbito de la ciénaga. Pasó mucho tiempo antes de que lo consiguieran, y más les
hubiera valido que la ocasión no llegara nunca, porque la mayoría de ellos no
pudo recuperar jamás la placidez del sueño. El hombre que lo hizo posible, un
forastero, perdió para siempre la serenidad, se enredó en los tremedales de la
abyección y la miseria, y años después fue despedazado por un tren nocturno
cuando se quedó dormido sobre los rieles. Desde el momento en que se le vio en
la iglesia, con un vestido de pana verde y un chaleco bordado, nadie puso en
duda que iba desde muy lejos, tal vez de una remota ciudad del exterior,
atraído por la fascinación mágica de Remedios, la bella. Era tan hermoso, tan
gallardo y reposado, de una prestancia tan bien llevada, que Pietro Crespi
junto a él habría parecido un sietemesino, y muchas mujeres murmuraron entre
sonrisas de despecho que era él quien verdaderamente merecía la mantilla. No
alternó con nadie en Macondo. Aparecía al amanecer del domingo, como un
príncipe de cuento, en un caballo con estribos de plata y gualdrapas de
terciopelo, y abandonaba el pueblo después de la misa.
Era tal el poder de su presencia, que desde la primera vez que se le vio
en la iglesia todo el mundo dio por sentado que entre él y Remedios, la bella,
se había establecido un duelo callado y tenso, un pacto secreto, un desafío
irrevocable cuya culminación no podía ser solamente el amor sino también la
muerte. El sexto domingo, el caballero apareció con una rosa amarilla en la
mano. Oyó la misa de pie, como lo hacía siempre, y al final se interpuso al
paso de Remedios, la bella, y le ofreció la rosa solitaria. Ella la recibió con
un gesto natural, como si hubiera estado preparada para aquel homenaje, y
entonces se descubrió el rostro por un instante y dio las gracias con una
sonrisa. Fue todo cuanto hizo. Pero no solo para el caballero, sino para todos
los hombres que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo, aquel fue un
instante eterno.
El caballero instalaba desde entonces la banda de música junto a la
ventana de Remedios, la bella, y a veces hasta el amanecer. Aureliano Segundo
fue el único que sintió por él una compasión cordial, y trató de quebrantar su
perseverancia. «No pierda más el tiempo», le dijo una noche. «Las mujeres de
esta casa son peores que las mulas». Le ofreció su amistad, lo invitó a bañarse
en champaña, trató de hacerle entender que las hembras de su familia tenían
entrañas de pedernal, pero no consiguió vulnerar su obstinación. Exasperado por
las interminables noches de música, el coronel Aureliano Buendía lo amenazó con
curarle la aflicción a pistoletazos. Nada lo hizo desistir, salvo su propio y
lamentable estado de desmoralización. De apuesto e impecable se hizo vil y
harapiento. Se rumoraba que había abandonado poder y fortuna en su lejana
nación, aunque en verdad no se conoció nunca su origen. Se volvió hombre de pleitos,
pendenciero de cantina, y amaneció revolcado en sus propias excrecencias en la
tienda de Catarino. Lo más triste de su drama era que Remedios, la bella, no se
fijó en él ni siquiera cuando se presentaba a la iglesia vestido de príncipe.
Recibió la rosa amarilla sin la menor malicia, más bien divertida por la
extravagancia del gesto, y se levantó la mantilla para verle mejor la cara y no
para mostrarle la suya.
En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. Hasta muy
avanzada la pubertad, Santa Sofía de la Piedad tuvo que bañarla y ponerle la
ropa, y aun cuando pudo valerse por sí misma había que vigilarla para que no
pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca.
Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir, sin servirse de los
cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa, porque su naturaleza se
resistía a cualquier clase de convencionalismos. Cuando el joven comandante de
la guardia le declaró su amor, lo rechazó sencillamente porque la asombró su
frivolidad. «Fíjate qué simple es», le dijo a Amaranta. «Dice que se está
muriendo por mí, como si yo fuera un cólico miserere». Cuando en efecto lo
encontraron muerto junto a su ventana, Remedios, la bella, confirmó su
impresión inicial.
—Ya ven —comentó—. Era completamente simple.
Parecía como si una lucidez penetrante le permitiera ver la realidad de
las cosas más allá de cualquier formalismo. Ese era al menos el punto de vista
del coronel Aureliano Buendía, para quien Remedios, la bella, no era en modo
alguno retrasada mental, como se creía, sino todo lo contrario. «Es como si
viniera de regreso de veinte años de guerra», solía decir. Úrsula, por su
parte, le agradecía a Dios que hubiera premiado a la familia con una criatura
de una pureza excepcional, pero al mismo tiempo la conturbaba su hermosura,
porque le parecía una virtud contradictoria, una trampa diabólica en el centro
de la candidez. Fue por eso que decidió apartarla del mundo, preservarla de
toda tentación terrenal, sin saber que Remedios, la bella, ya desde el vientre
de su madre, estaba a salvo de cualquier contagio. Nunca le pasó por la cabeza
la idea de que la eligieran reina de la belleza en el pandemónium de un
carnaval. Pero Aureliano Segundo, embullado con la ventolera de disfrazarse de
tigre, llevó al padre Antonio Isabel a la casa para que convenciera a Úrsula de
que el carnaval no era una fiesta pagana, como ella decía, sino una tradición
católica. Finalmente convencida, aunque a regañadientes, dio el consentimiento
para la coronación.
La noticia de que Remedios Buendía iba a ser la soberana del festival
rebasó en pocas horas los límites de la ciénaga, llegó hasta lejanos
territorios donde se ignoraba el inmenso prestigio de su belleza, y suscitó la
inquietud de quienes todavía consideraban su apellido como un símbolo de la
subversión. Era una inquietud infundada. Si alguien resultaba inofensivo en
aquel tiempo, era el envejecido y desencantado coronel Aureliano Buendía, que
poco a poco había ido perdiendo todo contacto con la realidad de la nación.
Encerrado en su taller, su única relación con el resto del mundo era el
comercio de pescaditos de oro. Uno de los antiguos soldados que vigilaron su
casa en los primeros días de la paz, iba a venderlos a las poblaciones de la ciénaga,
y regresaba cargado de monedas y de noticias. Que el gobierno conservador,
decía, con el apoyo de los liberales, estaba reformando el calendario para que
cada presidente estuviera cien años en el poder. Que por fin se había firmado
el concordato con la Santa Sede, y que había venido desde Roma un cardenal con
una corona de diamantes y en un trono de oro macizo, y que los ministros
liberales se habían hecho retratar de rodillas en el acto de besarle el anillo.
Que la corista principal de una compañía española, de paso por la capital,
había sido secuestrada en su camerino por un grupo de enmascarados, y el
domingo siguiente había bailado desnuda en la casa de verano del presidente de
la república. «No me hables de política», le decía el coronel. «Nuestro asunto
es vender pescaditos». El rumor público de que no quería saber nada de la
situación del país porque se estaba enriqueciendo con su taller, provocó las
risas de Úrsula cuando llegó a sus oídos. Con su terrible sentido práctico,
ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por
monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así
sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más
vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le
interesaba a él no era el negocio sino el trabajo. Le hacía falta tanta
concentración para engarzar escamas, incrustar minúsculos rubíes en los ojos,
laminar agallas y montar timones, que no le quedaba un solo vacío para llenarlo
con la desilusión de la guerra. Tan absorbente era la atención que le exigía el
preciosismo de su artesanía, que en poco tiempo envejeció más que en todos los
años de guerra, y la posición le torció la espina dorsal y la milimetría le
desgastó la vista, pero la concentración implacable lo premió con la paz del
espíritu. La última vez que se le vio atender algún asunto relacionado con la
guerra fue cuando un grupo de veteranos de ambos partidos solicitó su apoyo
para la aprobación de las pensiones vitalicias, siempre prometidas y siempre en
el punto de partida. «Olvídense de eso», les dijo él. «Ya ven que yo rechacé mi
pensión para quitarme la tortura de estarla esperando hasta la muerte». Al
principio, el coronel Gerineldo Márquez lo visitaba al atardecer, y ambos se
sentaban en la puerta de la calle a evocar el pasado. Pero Amaranta no pudo
soportar los recuerdos que le suscitaba aquel hombre cansado cuya calvicie lo
precipitaba al abismo de una ancianidad prematura, y lo atormentó con desaires
injustos, hasta que no volvió sino en ocasiones especiales, y desapareció
finalmente anulado por la parálisis. Taciturno, silencioso, insensible al nuevo
soplo de vitalidad que estremecía la casa, el coronel Aureliano Buendía apenas
si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto
honrado con la soledad. Se levantaba a las cinco después de un sueño
superficial, tomaba en la cocina su eterno tazón de café amargo, se encerraba
todo el día en el taller, y a las cuatro de la tarde pasaba por el corredor
arrastrando un taburete, sin fijarse siquiera en el incendio de los rosales, ni
en el brillo de la hora, ni en la impavidez de Amaranta, cuya melancolía hacía
un ruido de marmita perfectamente perceptible al atardecer, y se sentaba en la
puerta de la calle hasta que se lo permitían los mosquitos. Alguien se atrevió
alguna vez a perturbar su soledad.
—¿Cómo está, coronel? —le dijo al pasar.
—Aquí —contestó él—. Esperando que pase mi entierro.
De modo que la inquietud causada por la reaparición pública de su
apellido, a propósito del reinado de Remedios, la bella, carecía de fundamento
real. Muchos, sin embargo, no lo creyeron así. Inocente de la tragedia que lo
amenazaba, el pueblo se desbordó en la plaza pública, en una bulliciosa
explosión de alegría. El carnaval había alcanzado su más alto nivel de locura,
Aureliano Segundo había satisfecho por fin su sueño de disfrazarse de tigre y
andaba feliz entre la muchedumbre desaforada, ronco de tanto roncar, cuando
apareció por el camino de la ciénaga una comparsa multitudinaria llevando en
andas doradas a la mujer más fascinante que hubiera podido concebir la
imaginación. Por un momento, los pacíficos habitantes de Macondo se quitaron
las máscaras para ver mejor la deslumbrante criatura con corona de esmeraldas y
capa de armiño, que parecía investida de una autoridad legítima, y no
simplemente de una soberanía de lentejuelas y papel crespón. No faltó quien
tuviera la suficiente clarividencia para sospechar que se trataba de una
provocación. Pero Aureliano Segundo se sobrepuso de inmediato a la perplejidad,
declaró huéspedes de honor a los recién llegados, y sentó salomónicamente a
Remedios, la bella, y a la reina intrusa en el mismo pedestal. Hasta la
medianoche, los forasteros disfrazados de beduinos participaron del delirio y
hasta lo enriquecieron con una pirotecnia suntuosa y unas virtudes acrobáticas
que hicieron pensar en las artes de los gitanos. De pronto, en el paroxismo de
la fiesta, alguien rompió el delicado equilibrio.
—¡Viva el partido liberal! —gritó—. ¡Viva el coronel Aureliano Buendía!
Las
descargas de fusilería ahogaron el esplendor de los fuegos artificiales, y los
gritos de terror anularon la música, y el júbilo fue aniquilado por el pánico.
Muchos años después seguiría afirmándose que la guardia real de la soberana
intrusa era un escuadrón del ejército regular que debajo de sus ricas chilabas
escondían fusiles de reglamento. El gobierno rechazó el cargo en un bando
extraordinario y prometió una investigación terminante del episodio sangriento.
Pero la verdad no se esclareció nunca, y prevaleció para siempre la versión de
que la guardia real, sin provocación de ninguna índole, tomó posiciones de
combate a una seña de su comandante y disparó sin piedad contra la muchedumbre.
Cuando se restableció la calma, no quedaba en el pueblo uno solo de los falsos
beduinos, y quedaron tendidos en la plaza, entre muertos y heridos, nueve
payasos, cuatro colombinas, diecisiete reyes de baraja, un diablo, tres
músicos, dos Pares de Francia y tres emperatrices japonesas. En la confusión
del pánico, José Arcadio Segundo logró poner a salvo a Remedios, la bella, y
Aureliano Segundo llevó en brazos a la casa a la soberana intrusa, con el traje
desgarrado y la capa de armiño embarrada de sangre. Se llamaba Fernanda del
Carpio. La habían seleccionado como la más hermosa entre las cinco mil mujeres
más hermosas del país, y la habían llevado a Macondo con la promesa de
nombrarla reina de Madagascar. Úrsula se ocupó de ella como si fuera una hija.
El pueblo, en lugar de poner en duda su inocencia, se compadeció de su
candidez. Seis meses después de la masacre, cuando se restablecieron los
heridos y se marchitaron las últimas flores en la fosa común, Aureliano Segundo
fue a buscarla a la distante ciudad donde vivía con su padre, y se casó con
ella en Macondo, en una fragorosa parranda de veinte días
El matrimonio estuvo a punto de acabarse a los dos meses porque
Aureliano Segundo, tratando de desagraviar a Petra Cotes, le hizo tomar un
retrato vestida de reina de Madagascar. Cuando Fernanda lo supo volvió a hacer
sus baúles de recién casada y se marchó de Macondo sin despedirse. Aureliano
Segundo la alcanzó en el camino de la ciénaga. Al cabo de muchas súplicas y
propósitos de enmienda logró llevarla de regreso a la casa, y abandonó a la
concubina.
Petra Cotes, consciente de su fuerza, no dio muestras de preocupación.
Ella lo había hecho hombre. Siendo todavía un niño lo sacó del cuarto de
Melquíades, con la cabeza llena de ideas fantásticas y sin ningún contacto con
la realidad, y le dio un lugar en el mundo. La naturaleza lo había hecho
reservado y esquivo, con tendencias a la meditación solitaria, y ella le había
moldeado el carácter opuesto, vital, expansivo, desabrochado, y le había
infundido el júbilo de vivir y el placer de la parranda y el despilfarro, hasta
convertirlo, por dentro y por fuera, en el hombre con que había soñado para
ella desde la adolescencia. Se había casado, pues, como tarde o temprano se
casan los hijos. Él no se atrevió a anticiparle la noticia. Asumió una actitud
tan infantil frente a la situación que fingía falsos rencores y resentimientos
imaginarios, buscando el modo de que fuera Petra Cotes quien provocara la
ruptura. Un día en que Aureliano Segundo le hizo un reproche injusto, ella
eludió la trampa y puso las cosas en su puesto.
—Lo que pasa —dijo— es que te quieres casar con la reina.
Aureliano Segundo, avergonzado, fingió un colapso de cólera, se declaró
incomprendido y ultrajado, y no volvió a visitarla. Petra Cotes, sin perder un
solo instante su magnífico dominio de fiera en reposo, oyó la música y los
cohetes de la boda, el alocado bullicio de la parranda pública, como si todo
eso no fuera más que una nueva travesura de Aureliano Segundo. A quienes se
compadecieron de su suerte, los tranquilizó con una sonrisa. «No se preocupen»,
les dijo. «A mí las reinas me hacen los mandados». A una vecina que le llevó
velas compuestas para que alumbrara con ellas el retrato del amante perdido, le
dijo con una seguridad enigmática:
—La única vela que lo hará venir está siempre encendida.
Tal como ella lo había previsto, Aureliano Segundo volvió a su casa tan
pronto como pasó la luna de miel. Llevó a sus amigotes de siempre, un fotógrafo
ambulante y el traje y la capa de armiño sucia de sangre que Fernanda había
usado en el carnaval. Al calor de la parranda que se prendió esa tarde, hizo
vestir de reina a Petra Cotes, la coronó soberana absoluta y vitalicia de
Madagascar, y repartió copias del retrato entre sus amigos. Ella no solo se prestó
al juego, sino que se compadeció íntimamente de él, pensando que debía estar
muy asustado cuando concibió aquel extravagante recurso de reconciliación. A
las siete de la noche, todavía vestida de reina, lo recibió en la cama. Tenía
apenas dos meses de casado, pero ella se dio cuenta en seguida de que las cosas
no andaban bien en el lecho nupcial, y experimentó el delicioso placer de la
venganza consumada. Dos días después, sin embargo, cuando él no se atrevió a
volver, sino que mandó un intermediario para que arreglara los términos de la
separación, ella comprendió que iba a necesitar más paciencia de la prevista,
porque él parecía dispuesto a sacrificarse por las apariencias. Tampoco
entonces se alteró. Volvió a facilitar las cosas con una sumisión que confirmó
la creencia generalizada de que era una pobre mujer, y el único recuerdo que
conservó de Aureliano Segundo fue un par de botines de charol que, según él
mismo había dicho, eran los que quería llevar puestos en el ataúd. Los guardó
envueltos en trapos en el fondo de un baúl, y se preparó para apacentar una
espera sin desesperación.
—Tarde o temprano tiene que venir —se dijo—, aunque solo sea a ponerse
estos botines.
No tuvo que esperar tanto como suponía. En realidad, Aureliano Segundo
comprendió desde la noche de bodas que volvería a casa de Petra Cotes mucho
antes de que tuviera necesidad de ponerse los botines de charol: Fernanda era
una mujer perdida para el mundo. Había nacido y crecido a mil kilómetros del
mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban
todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos
campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde. En la casa señorial
embaldosada de losas sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire había muerto
en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las
arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo hasta la pubertad
otra noticia del mundo que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en
alguna casa vecina por alguien que durante años y años se permitió el albedrío
de no hacer la siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo
la polvorienta luz de los vitrales, escuchaba las escalas metódicas, tenaces,
descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en el mundo, mientras ella se
consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la calentura de
las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de
luna, Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco que atravesó el jardín
hacia el oratorio. Lo que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la
sintió exactamente igual a ella, como si se hubiera visto a sí misma con veinte
años de anticipación. «Es tu bisabuela, la reina», le dijo su madre en las
treguas de la tos. «Se murió de un mal aire que le dio al cortar una vara de
nardos». Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela,
Fernanda puso en duda la visión de la infancia, pero la madre le reprochó su
incredulidad.
—Somos inmensamente ricos y poderosos —le dijo—. Un día serás reina.
Ella lo creyó, aunque solo ocupaban la larga mesa con manteles de lino y
servicios de plata, para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de
dulce. Hasta el día de la boda soñó con un reinado de leyenda, a pesar de que
su padre, don Fernando, tuvo que hipotecar la casa para comprarle el ajuar. No
era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso de
razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el
escudo de armas de la familia. Salió de la casa por primera vez a los doce
años, en un coche de caballos que solo tuvo que recorrer dos cuadras para
llevarla al convento. Sus compañeras de clases se sorprendieron de que la
tuvieran apartada, en una silla de espaldar muy alto, y de que ni siquiera se
mezclara con ellas durante el recreo. «Ella es distinta», explicaban las
monjas. «Va a ser reina». Sus compañeras lo creyeron, porque ya entonces era la
doncella más hermosa, distinguida y discreta que habían visto jamás. Al cabo de
ocho años, habiendo aprendido a versificar en latín, a tocar el clavicordio, a
conversar de cetrería con los caballeros y de apologética con los arzobispos, a
dilucidar asuntos de estado con los gobernantes extranjeros y asuntos de Dios
con el Papa, volvió a casa de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró
saqueada. Quedaban apenas los muebles indispensables, los candelabros y el
servicio de plata, porque los útiles domésticos habían sido vendidos, uno a
uno, para sufragar los gastos de su educación. Su madre había sucumbido a la
calentura de las cinco. Su padre, don Fernando, vestido de negro, con un cuello
laminado y una leontina de oro atravesada en el pecho, le daba los lunes una
moneda de plata para los gastos domésticos, y se llevaba las coronas fúnebres
terminadas la semana anterior. Pasaba la mayor parte del día encerrado en el
despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a la calle regresaba antes de
las seis, para acompañarla a rezar el rosario. Nunca llevó amistad íntima con
nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dejó de
oír los ejercicios de piano a las tres de la tarde. Empezaba inclusive a perder
la ilusión de ser reina, cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el portón,
y le abrió a un militar apuesto, de ademanes ceremoniosos, que tenía una
cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se encerró con su
padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero.
«Prepare sus cosas», le dijo. «Tiene que hacer un largo viaje». Fue así como la
llevaron a Macondo. En un solo día, con un zarpazo brutal, la vida le echó
encima todo el peso de una realidad que durante años le habían escamoteado sus
padres. De regreso a casa se encerró en el cuarto a llorar, indiferente a las
súplicas y explicaciones de don Fernando, tratando de borrar la quemadura de
aquella burla inaudita. Se había prometido no abandonar el dormitorio hasta la
muerte, cuando Aureliano Segundo llegó a buscarla. Fue un golpe de suerte
inconcebible, porque en el aturdimiento de la indignación, en la furia de la
vergüenza, ella le había mentido para que nunca conociera su verdadera
identidad. Las únicas pistas reales de que disponía Aureliano Segundo cuando
salió a buscarla eran su inconfundible dicción del páramo y su oficio de
tejedora de palmas fúnebres. La buscó sin piedad. Con la temeridad atroz con
que José Arcadio Buendía atravesó la sierra para fundar a Macondo, con el
orgullo ciego con que el coronel Aureliano Buendía promovió sus guerras
inútiles, con la tenacidad insensata con que Úrsula aseguró la supervivencia de
la estirpe, así buscó Aureliano Segundo a Fernanda, sin un solo instante de
desaliento. Cuando preguntó dónde vendían palmas fúnebres, lo llevaron de casa
en casa para que escogiera las mejores. Cuando preguntó dónde estaba la mujer
más bella que se había dado sobre la tierra, todas las madres le llevaron a sus
hijas. Se extravió por desfiladeros de niebla, por tiempos reservados al
olvido, por laberintos de desilusión. Atravesó un páramo amarillo donde el eco
repetía los pensamientos y la ansiedad provocaba espejismos premonitorios. Al
cabo de semanas estériles, llegó a una ciudad desconocida donde todas las
campanas tocaban a muerto. Aunque nunca los había visto, ni nadie se los había
descrito, reconoció de inmediato los muros carcomidos por la sal de los huesos,
los decrépitos balcones de maderas destripadas por los hongos, y clavado en el
portón y casi borrado por la lluvia el cartoncito más triste del mundo: Se venden
palmas fúnebres. Desde entonces hasta la mañana helada en que Fernanda abandonó
la casa al cuidado de la Madre Superiora apenas si hubo tiempo para que las
monjas cosieran el ajuar, y metieran en seis baúles los candelabros, el
servicio de plata y la bacinilla de oro, y los incontables e inservibles
destrozos de una catástrofe familiar que había tardado dos siglos en
consumarse. Don Fernando declinó la invitación de acompañarlos. Prometió ir más
tarde, cuando acabara de liquidar sus compromisos, y desde el momento en que le
echó la bendición a su hija volvió a encerrarse en el despacho, a escribirle
las esquelas con viñetas luctuosas y el escudo de armas de la familia que
habían de ser el primer contacto humano que Fernanda y su padre tuvieran en
toda la vida. Para ella, esa fue la fecha real de su nacimiento. Para Aureliano
Segundo fue casi al mismo tiempo el principio y el fin de la felicidad.
Fernanda llevaba un precioso calendario con llavecitas doradas en el que
su director espiritual había marcado con tinta morada las fechas de abstinencia
venérea. Descontando la Semana Santa, los domingos, las fiestas de guardar, los
primeros viernes, los retiros, los sacrificios y los impedimentos cíclicos, su
anuario útil quedaba reducido a 42 días desperdigados en una maraña de cruces
moradas. Aureliano Segundo, convencido de que el tiempo echaría por tierra
aquella alambrada hostil, prolongó la fiesta de la boda más allá del término
previsto. Agotada de tanto mandar al basurero botellas vacías de brandy y champaña
para que no congestionaran la casa, y al mismo tiempo intrigada de que los
recién casados durmieran a horas distintas y en habitaciones separadas mientras
continuaban los cohetes y la música y los sacrificios de reses, Úrsula recordó
su propia experiencia y se preguntó si Fernanda no tendría también un cinturón
de castidad que tarde o temprano provocara las burlas del pueblo y diera origen
a una tragedia. Pero Fernanda le confesó que simplemente estaba dejando pasar
dos semanas antes de permitir el primer contacto con su esposo. Transcurrido el
término, en efecto, abrió la puerta de su dormitorio con la resignación al
sacrificio con que lo hubiera hecho una víctima expiatoria, y Aureliano Segundo
vio a la mujer más bella de la tierra, con sus gloriosos ojos de animal
asustado y los largos cabellos color de cobre extendidos en la almohada. Tan
fascinado estaba con la visión que tardó un instante en darse cuenta de que
Fernanda se había puesto un camisón blanco, largo hasta los tobillos y con
mangas hasta los puños, y con un ojal grande y redondo primorosamente ribeteado
a la altura del vientre. Aureliano Segundo no pudo reprimir una explosión de
risa.
—Esto es lo más obsceno que he visto en mi vida —gritó, con una
carcajada que resonó en toda la casa—. Me casé con una hermanita de la caridad.
Un mes después, no habiendo conseguido que la esposa se quitara el
camisón, se fue a hacer el retrato de Petra Cotes vestida de reina. Más tarde,
cuando logró que Fernanda regresara a casa, ella cedió a sus apremios en la
fiebre de la reconciliación, pero no supo proporcionarle el reposo con que él
soñaba cuando fue a buscarla a la ciudad de los treinta y dos campanarios.
Aureliano Segundo solo encontró en ella un hondo sentimiento de desolación. Una
noche, poco antes de que naciera el primer hijo, Fernanda se dio cuenta de que
su marido había vuelto en secreto al lecho de Petra Cotes.
—Así es —admitió él. Y explicó en un tono de postrada resignación—: tuve
que hacerlo, para que siguieran pariendo los animales.
Le hizo falta un poco de tiempo para convencerla de tan peregrino
expediente, pero cuando por fin lo consiguió, mediante pruebas que parecieron
irrefutables, la única promesa que le impuso Fernanda fue que no se dejara
sorprender por la muerte en la cama de su concubina. Así continuaron viviendo
los tres, sin estorbarse, Aureliano Segundo puntual y cariñoso con ambas, Petra
Cotes pavoneándose de la reconciliación, y Fernanda fingiendo que ignoraba la
verdad.
El pacto no logró, sin embargo, que Fernanda se incorporara a la
familia. En vano insistió Úrsula para que tirara la golilla de lana con que se
levantaba cuando había hecho el amor, y que provocaba los cuchicheos de los
vecinos. No logró convencerla de que utilizara el baño, o el beque nocturno, y
de que le vendiera la bacinilla de oro al coronel Aureliano Buendía para que la
convirtiera en pescaditos. Amaranta se sintió tan incómoda con su dicción
viciosa, y con su hábito de usar un eufemismo para designar cada cosa, que
siempre hablaba delante de ella en jerigonza.
—Esfetafa —decía— esfe defe lasfa quefe lesfe tifiefenenfe asfacofo afa
sufu profopifiafa mifierfedafa.
Un día, irritada con la burla, Fernanda quiso saber qué era lo que decía
Amaranta, y ella no usó eufemismos para contestarle.
—Digo —dijo— que tú eres de las que confunden el culo con las témporas.
Desde aquel día no volvieron a dirigirse la palabra. Cuando las
obligaban las circunstancias, se mandaban recados, o se decían las cosas
indirectamente. A pesar de la visible hostilidad de la familia, Fernanda no
renunció a la voluntad de imponer los hábitos de sus mayores. Terminó con la
costumbre de comer en la cocina, y cuando cada quien tenía hambre, e impuso la
obligación de hacerlo a horas exactas en la mesa grande del comedor arreglada
con manteles de lino, y con los candelabros y el servicio de plata. La
solemnidad de un acto que Úrsula había considerado siempre como el más sencillo
de la vida cotidiana creó un ambiente de estiramiento contra el cual se rebeló
primero que nadie el callado José Arcadio Segundo. Pero la costumbre se impuso,
así como la de rezar el rosario antes de la cena, y llamó tanto la atención de
los vecinos, que muy pronto circuló el rumor de que los Buendía no se sentaban
a la mesa como los otros mortales, sino que habían convertido el acto de comer
en una misa mayor. Hasta las supersticiones de Úrsula, surgidas más bien de la
inspiración momentánea que de la tradición, entraron en conflicto con las que
Fernanda heredó de sus padres, y que estaban perfectamente definidas y
catalogadas para cada ocasión. Mientras Úrsula disfrutó del dominio pleno de
sus facultades, subsistieron algunos de los antiguos hábitos y la vida de la
familia conservó una cierta influencia de sus corazonadas, pero cuando perdió
la vista y el peso de los años la relegó a un rincón, el círculo de rigidez
iniciado por Fernanda desde el momento en que llegó, terminó por cerrarse
completamente, y nadie más que ella determinó el destino de la familia. El
negocio de repostería y animalitos de caramelo, que Santa Sofía de la Piedad
mantenía por voluntad de Úrsula, era considerado por Fernanda como una
actividad indigna, y no tardó en liquidarlo. Las puertas de la casa, abiertas
de par en par desde el amanecer hasta la hora de acostarse, fueron cerradas
durante la siesta, con el pretexto de que el sol recalentaba los dormitorios, y
finalmente se cerraron para siempre. El ramo de sábila y el pan que estaban
colgados en el dintel desde los tiempos de la fundación fueron reemplazados por
un nicho del Corazón de Jesús. El coronel Aureliano Buendía alcanzó a darse
cuenta de aquellos cambios y previó sus consecuencias. «Nos estamos volviendo
gente fina», protestaba. «A este paso, terminaremos peleando otra vez contra el
régimen conservador, pero ahora para poner un rey en su lugar». Fernanda, con
muy buen tacto, se cuidó de no tropezar con él. Le molestaba íntimamente su
espíritu independiente, su resistencia a toda forma de rigidez social. La
exasperaban sus tazones de café a las cinco, el desorden de su taller, su manta
deshilachada y su costumbre de sentarse en la puerta de la calle al atardecer.
Pero tuvo que permitir esa pieza suelta del mecanismo familiar, porque tenía la
certidumbre de que el viejo coronel era un animal apaciguado por los años y la
desilusión, que en un arranque de rebeldía senil podría desarraigar los
cimientos de la casa. Cuando su esposo decidió ponerle al primer hijo el nombre
del bisabuelo, ella no se atrevió a oponerse, porque solo tenía un año de haber
llegado. Pero cuando nació la primera hija expresó sin reservas su
determinación de que se llamara Renata, como su madre. Úrsula había resuelto
que se llamara Remedios. Al cabo de una tensa controversia, en la que Aureliano
Segundo actuó como mediador divertido, la bautizaron con el nombre de Renata
Remedios, pero Fernanda la siguió llamando Renata a secas, mientras la familia
de su marido y todo el pueblo siguieron llamándola Meme, diminutivo de
Remedios.
Al principio, Fernanda no hablaba de su familia, pero con el tiempo
empezó a idealizar a su padre. Hablaba de él en la mesa como un ser excepcional
que había renunciado a toda forma de vanidad, y se estaba convirtiendo en
santo. Aureliano Segundo, asombrado de la intempestiva magnificación del
suegro, no resistía a la tentación de hacer pequeñas burlas a espaldas de su
esposa. El resto de la familia siguió el ejemplo. La propia Úrsula, que era en
extremo celosa de la armonía familiar y que sufría en secreto con las
fricciones domésticas, se permitió decir alguna vez que el pequeño tataranieto
tenía asegurado su porvenir pontifical, porque era «nieto de santo e hijo de
reina y de cuatrero». A pesar de aquella sonriente conspiración, los niños se
acostumbraron a pensar en el abuelo como en un ser legendario, que les
transcribía versos piadosos en las cartas y les mandaba en cada Navidad un
cajón de regalos que apenas si cabía por la puerta de la calle. Eran, en
realidad, los últimos desperdicios del patrimonio señorial. Con ellos se
construyó en el dormitorio de los niños un altar con santos de tamaño natural,
cuyos ojos de vidrio les imprimían una inquietante apariencia de vida y cuyas
ropas de paño artísticamente bordadas eran mejores que las usadas jamás por
ningún habitante de Macondo. Poco a poco, el esplendor funerario de la antigua
y helada mansión se fue trasladando a la luminosa casa de los Buendía. «Ya nos
han mandado todo el cementerio familiar», comentó Aureliano Segundo en cierta
ocasión. «Solo faltan los sauces y las losas sepulcrales». Aunque en los
cajones no llegó nunca nada que sirviera a los niños para jugar, estos pasaban
el año esperando a diciembre, porque al fin y al cabo los anticuados y siempre
imprevisibles regalos constituían una novedad en la casa. En la décima Navidad,
cuando ya el pequeño José Arcadio se preparaba para viajar al seminario, llegó
con más anticipación que en los años anteriores el enorme cajón del abuelo, muy
bien clavado e impermeabilizado con brea, y dirigido con el habitual letrero de
caracteres góticos a la muy distinguida señora doña Fernanda del Carpio de
Buendía. Mientras ella leía la carta en el dormitorio, los niños se apresuraron
a abrir la caja. Ayudados como de costumbre por Aureliano Segundo, rasparon los
sellos de brea, desclavaron la tapa, sacaron el aserrín protector, y
encontraron dentro un largo cofre de plomo cerrado con pernos de cobre.
Aureliano Segundo quitó los ocho pernos, ante la impaciencia de los niños, y
apenas tuvo tiempo de lanzar un grito y hacerlos a un lado, cuando levantó la
plataforma de plomo y vio a don Fernando vestido de negro y con un crucifijo en
el pecho, con la piel reventada en eructos pestilentes y cocinándose a fuego
lento en un espumoso y borboritante caldo de perlas vivas.
Poco después del nacimiento de la niña, se anunció el inesperado jubileo
del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo
aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una determinación tan inconsecuente
con la política oficial, que el coronel se pronunció violentamente contra ella
y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo», decía.
«Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla». El
estrecho taller de orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más
viejos y mucho más solemnes, los abogados de trajes oscuros que en otro tiempo
revolotearon como cuervos en torno al coronel. Cuando este los vio aparecer,
como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo soportar el
cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él
no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin
recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria
de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue la noticia de que el propio
presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para
imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir,
palabra por palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero
merecida ocasión de darle un tiro, no para cobrarle las arbitrariedades y
anacronismos de su régimen, sino por faltarle el respeto a un viejo que no le
hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la amenaza, que el
presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la
condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez,
asediado por presiones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para
persuadir a su antiguo compañero de armas. Cuando este vio aparecer el mecedor
cargado por cuatro hombres y vio sentado en él, entre grandes almohadas, al
amigo que compartió sus victorias e infortunios desde la juventud, no dudó un
solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero
cuando conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller.
—Demasiado tarde me convenzo —le dijo— que te habría hecho un gran favor
si te hubiera dejado fusilar.
De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los
miembros de la familia. Fue una casualidad que coincidiera con la semana del
carnaval, pero nadie logró quitarle al coronel Aureliano Buendía la empecinada
idea de que también aquella coincidencia había sido prevista por el gobierno
para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las
músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y
algunas frases de los discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron
la calle con su nombre. Los ojos se le humedecieron de indignación, de rabiosa
impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió de no tener los
arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta
el último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos
del homenaje, cuando Úrsula llamó a la puerta del taller.
—No me molesten —dijo él—. Estoy ocupado.
—Abre —insistió Úrsula con voz cotidiana—. Esto no tiene nada que ver
con la fiesta.
Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la
puerta diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y
colores, pero todos con un aire solitario que habría bastado para
identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de
acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados
rincones del litoral cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con
orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido de su madre. Durante los tres
días que permanecieron en la casa, para satisfacción de Úrsula y escándalo de
Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó entre antiguos
papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las
fechas de nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio
correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista habría permitido
hacer una recapitulación de veinte años de guerra. Habrían podido reconstruirse
con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en que salió
de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta
que regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. Aureliano
Segundo no desperdició la ocasión de festejar a los primos con una estruendosa
parranda de champaña y acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de
cuentas con el carnaval malogrado por el jubileo. Hicieron añicos media
vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para mantearlo, mataron
las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de
Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones
de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo
embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances,
porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud. El coronel
Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso
en duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se
fueran le regaló a cada uno un pescadito de oro. Hasta el esquivo José Arcadio
Segundo les ofreció una tarde de gallos, que estuvo a punto de terminar en
tragedia, porque varios de los Aurelianos eran tan duchos en componendas de
galleras que descubrieron al primer golpe de vista las triquiñuelas del padre
Antonio Isabel. Aureliano Segundo, que vio las ilimitadas perspectivas de
parranda que ofrecía aquella desaforada parentela, decidió que todos se
quedaran a trabajar con él. El único que aceptó fue Aureliano Triste, un mulato
grande con los ímpetus y el espíritu explorador del abuelo, que ya había
probado fortuna en medio mundo, y le daba lo mismo quedarse en cualquier parte.
Los otros, aunque todavía estaban solteros, consideraban resuelto su destino.
Todos eran artesanos hábiles, hombres de su casa, gente de paz. El miércoles de
ceniza, antes de que volvieran a dispersarse en el litoral, Amaranta consiguió
que se pusieran ropas dominicales y la acompañaran a la iglesia. Más divertidos
que piadosos, se dejaron conducir hasta el comulgatorio, donde el padre Antonio
Isabel les puso en la frente la cruz de ceniza. De regreso a casa, cuando el
menor quiso limpiarse la frente, descubrió que la mancha era indeleble, y que
lo eran también las de sus hermanos. Probaron con agua y jabón, con tierra y
estropajo, y por último con piedra pómez y lejía, y no consiguieron borrarse la
cruz. En cambio Amaranta y los demás que fueron a misa, se la quitaron sin
dificultad. «Así van mejor», los despidió Úrsula. «De ahora en adelante nadie
podrá confundirlos». Se fueron en tropel, precedidos por la banda de músicos y
reventando cohetes, y dejaron en el pueblo la impresión de que la estirpe de los
Buendía tenía semillas para muchos siglos. Aureliano Triste, con su cruz de
ceniza en la frente, instaló en las afueras del pueblo la fábrica de hielo con
que soñó José Arcadio Buendía en sus delirios de inventor.
Meses después de su llegada, cuando ya era conocido y apreciado,
Aureliano Triste andaba buscando una casa para llevar a su madre y a una
hermana soltera (que no era hija del coronel) y se interesó por el caserón
decrépito que parecía abandonado en una esquina de la plaza. Preguntó quién era
el dueño. Alguien le dijo que era una casa de nadie, donde en otro tiempo vivió
una viuda solitaria que se alimentaba de tierra y cal de las paredes, y que en
sus últimos años solo se le vio dos veces en la calle con un sombrero de
minúsculas flores artificiales y unos zapatos color de plata antigua, cuando
atravesó la plaza hasta la oficina de correos para mandarle cartas al Obispo.
Le dijeron que su única compañera fue una sirvienta desalmada que mataba perros
y gatos y cuanto animal penetraba a la casa, y echaba los cadáveres en mitad de
la calle para fregar al pueblo con la hedentina de la putrefacción. Había
pasado tanto tiempo desde que el sol momificó el pellejo vacío del último
animal, que todo el mundo daba por sentado que la dueña de casa y la sirvienta
habían muerto mucho antes de que terminaran las guerras, y que si todavía la
casa estaba en pie era porque no habían tenido en años recientes un invierno
riguroso o un viento demoledor. Los goznes desmigajados por el óxido, las
puertas apenas sostenidas por cúmulos de telaraña, las ventanas soldadas por la
humedad y el piso roto por la hierba y las flores silvestres, en cuyas grietas
anidaban los lagartos y toda clase de sabandijas, parecían confirmar la versión
de que allí no había estado un ser humano por lo menos en medio siglo. Al
impulsivo Aureliano Triste no le hacían falta tantas pruebas para proceder.
Empujó con el hombro la puerta principal, y la carcomida armazón de madera se
derrumbó sin estrépito, en un callado cataclismo de polvo y tierra de nidos de
comején. Aureliano Triste permaneció en el umbral, esperando que se
desvaneciera la niebla, y entonces vio en el centro de la sala a la escuálida
mujer vestida todavía con ropas del siglo anterior, con unas pocas hebras
amarillas en el cráneo pelado, y con unos ojos grandes, aún hermosos, en los
cuales se habían apagado las últimas estrellas de la esperanza, y el pellejo
del rostro agrietado por la aridez de la soledad. Estremecido por la visión de
otro mundo, Aureliano Triste apenas se dio cuenta de que la mujer lo estaba
apuntando con una anticuada pistola de militar.
—Perdone —murmuró.
Ella permaneció inmóvil en el centro de la sala atiborrada de
cachivaches, examinando palmo a palmo al gigante de espaldas cuadradas con un
tatuaje de ceniza en la frente, y a través de la neblina del polvo lo vio en la
neblina de otro tiempo, con una escopeta de dos cañones terciada a la espalda y
un sartal de conejos en la mano.
—¡Por el amor de Dios —exclamó en voz baja—, no es justo que ahora me
vengan con este recuerdo!
—Quiero alquilar la casa —dijo Aureliano Triste.
La mujer levantó entonces la pistola, apuntando con pulso firme la cruz
de ceniza, y montó el gatillo con una determinación inapelable.
—Váyase —ordenó.
Aquella noche, durante la cena, Aureliano Triste le contó el episodio a
la familia, y Úrsula lloró de consternación. «Dios santo», exclamó apretándose
la cabeza con las manos. «¡Todavía está viva!». El tiempo, las guerras, los
incontables desastres cotidianos la habían hecho olvidarse de Rebeca. La única
que no había perdido un solo instante la conciencia de que estaba viva,
pudriéndose en su sopa de larvas, era la implacable y envejecida Amaranta.
Pensaba en ella al amanecer, cuando el hielo del corazón la despertaba en la
cama solitaria, y pensaba en ella cuando se jabonaba los senos marchitos y el
vientre macilento, y cuando se ponía los blancos pollerines y corpiños de olán
de la vejez, y cuando se cambiaba en la mano la venda negra de la terrible
expiación. Siempre, a toda hora, dormida y despierta, en los instantes más
sublimes y en los más abyectos, Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad
le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores
montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y
había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos. Por ella
sabía Remedios, la bella, de la existencia de Rebeca. Cada vez que pasaban por
la casa decrépita le contaba un incidente ingrato, una fábula de oprobio,
tratando en esa forma de que su extenuante rencor fuera compartido por la
sobrina, y por consiguiente prolongado más allá de la muerte, pero no consiguió
sus propósitos porque Remedios era inmune a toda clase de sentimientos
apasionados, y mucho más a los ajenos. Úrsula, en cambio, que había sufrido un
proceso contrario al de Amaranta, evocó a Rebeca con un recuerdo limpio de
impurezas, pues la imagen de la criatura de lástima que llevaron a la casa con
el talego de huesos de sus padres prevaleció sobre la ofensa que la hizo
indigna de continuar vinculada al tronco familiar. Aureliano Segundo resolvió
que había que llevarla a la casa y protegerla, pero su buen propósito fue
frustrado por la inquebrantable intransigencia de Rebeca, que había necesitado
muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la
soledad, y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez
perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
En febrero, cuando volvieron los dieciséis hijos del coronel Aureliano
Buendía, todavía marcados con la cruz de ceniza, Aureliano Triste les habló de
Rebeca en el fragor de la parranda, y en medio día restauraron la apariencia de
la casa, cambiaron puertas y ventanas, pintaron la fachada de colores alegres,
apuntalaron las paredes y vaciaron cemento nuevo en el piso, pero no obtuvieron
autorización para continuar las reformas en el interior. Rebeca ni siquiera se
asomó a la puerta. Dejó que terminaran la atolondrada restauración, y luego
hizo un cálculo de los costos y les mandó con Argénida, la vieja sirvienta que
seguía acompañándola, un puñado de monedas retiradas de la circulación desde la
última guerra, y que Rebeca seguía creyendo útiles. Fue entonces cuando se supo
hasta qué punto inconcebible había llegado su desvinculación con el mundo, y se
comprendió que sería imposible rescatarla de su empecinado encierro mientras le
quedara un aliento de vida.
En la segunda visita que hicieron a Macondo los hijos del coronel
Aureliano Buendía, otro de ellos, Aureliano Centeno, se quedó trabajando con
Aureliano Triste. Era uno de los primeros que habían llegado a la casa para el
bautismo, y Úrsula y Amaranta lo recordaban muy bien porque había destrozado en
pocas horas cuanto objeto quebradizo pasó por sus manos. El tiempo había
moderado su primitivo impulso de crecimiento, y era un hombre de estatura
mediana marcado con cicatrices de viruela, pero su asombroso poder de
destrucción manual continuaba intacto. Tantos platos rompió, inclusive sin
tocarlos, que Fernanda optó por comprarle un servicio de peltre antes de que
liquidara las últimas piezas de su costosa vajilla, y aun los resistentes
platos metálicos estaban al poco tiempo desconchados y torcidos. Pero a cambio
de aquel poder irremediable, exasperante inclusive para él mismo, tenía una
cordialidad que suscitaba la confianza inmediata, y una estupenda capacidad de
trabajo. En poco tiempo incrementó de tal modo la producción de hielo, que
rebasó el mercado local, y Aureliano Triste tuvo que pensar en la posibilidad
de extender el negocio a otras poblaciones de la ciénaga. Fue entonces cuando
concibió el paso decisivo no solo para la modernización de su industria, sino
para vincular la población con el resto del mundo.
—Hay que traer el ferrocarril —dijo.
Fue la primera vez que se oyó esa palabra en Macondo. Ante el dibujo que
trazó Aureliano Triste en la mesa, y que era un descendiente directo de los
esquemas con que José Arcadio Buendía ilustró el proyecto de la guerra solar,
Úrsula confirmó su impresión de que el tiempo estaba dando vueltas en redondo.
Pero al contrario de su abuelo, Aureliano Triste no perdía el sueño ni el
apetito, ni atormentaba a nadie con crisis de mal humor, sino que concebía los
proyectos más desatinados como posibilidades inmediatas, elaboraba cálculos
racionales sobre costos y plazos, y los llevaba a término sin intermedios de
exasperación. Aureliano Segundo, que si algo tenía del bisabuelo y algo le
faltaba del coronel Aureliano Buendía era una absoluta impermeabilidad para el
escarmiento, soltó el dinero para llevar el ferrocarril con la misma frivolidad
con que lo soltó para la absurda compañía de navegación del hermano. Aureliano
Triste consultó el calendario y se fue el miércoles siguiente para estar de
vuelta cuando pasaran las lluvias. No se tuvieron más noticias. Aureliano
Centeno, desbordado por las abundancias de la fábrica, había empezado ya a
experimentar la elaboración de hielo con base de jugos de frutas en lugar de
agua, y sin saberlo ni proponérselo concibió los fundamentos esenciales de la
invención de los helados, pensando en esa forma diversificar la producción de
una empresa que suponía suya, porque el hermano no daba señales de regreso
después de que pasaron las lluvias y transcurrió todo un verano sin noticias. A
principios del otro invierno, sin embargo, una mujer que lavaba ropa en el río
a la hora de más calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un alarmante
estado de conmoción.
—Ahí viene —alcanzó a explicar— un asunto espantoso como una cocina
arrastrando un pueblo.
En ese
momento la población fue estremecida por un silbato de resonancias pavorosas y
una descomunal respiración acezante. Las semanas precedentes se había visto a
las cuadrillas que tendieron durmientes y rieles, y nadie les prestó atención
porque pensaron que era un nuevo artificio de los gitanos que volvían con su
centenario y desprestigiado dale que dale de pitos y sonajas pregonando las
excelencias de quién iba a saber qué pendejo menjunje de jarapellinosos genios
jerosolimitanos. Pero cuando se restablecieron del desconcierto de los
silbatazos y resoplidos, todos los habitantes se echaron a la calle y vieron a
Aureliano Triste saludando con la mano desde la locomotora, y vieron hechizados
el tren adornado de flores que llegaba con ocho meses de retraso. El inocente
tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y
desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias había de llevar a
Macondo.