El diario de Ana Frank


2 de junio de 1942


Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.


28 de setiembre de 1942 (Añadido)

Hasta ahora has sido para mí un gran apoyo, y también Kitty, a quien escribo regularmente. Esta manera de escribir en mi diario me agrada mucho más y ahora me cuesta esperar cada vez a que llegue el momento para sentarme a escribir en ti.
¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!


Domingo, 14 de junio de 1942

Lo mejor será que empiece desde el momento en que te recibí, o sea, cuando te vi en la mesa de los regalos de cumpleaños (porque también presencié el momento de la compra, pero eso no cuenta).
El viernes 12 de junio, a las seis de la mañana ya me había des­pertado, lo que se entiende, ya que era mi cumpleaños. Pero a las seis todavía no me dejan levantarme, de modo que tuve que conte­ner mi curiosidad hasta las siete menos cuarto. Entonces ya no pude más: me levanté y me fui al comedor, donde Moortje[1], el gato, me recibió haciéndome carantoñas.
Poco después de las siete fui a saludar a papá y mamá y luego al salón, a desenvolver los regalos, lo primero que vi fuiste tú, y quizá hayas sido uno de mis regalos más bonitos. Luego un ramo de rosas y dos ramas de peonías. Papá y mamá me regalaron una blusa azul, un juego de mesa, una botella de zumo de uva que a mi entender sabe un poco a vino (¿acaso el vino no se hace con uvas?), un rompecabezas, un tarro de crema, un billete de 2,50 florines y un vale para comprarme dos libros. Luego me regalaron otro libro, La cámara oscura, de Hildebrand (pero como Margot ya lo tiene he ido a cambiarlo), una bandeja de galletas caseras (hechas por mí misma, porque últimamente se me da muy bien eso de hacer galletas), muchos dulces y una tarta de fresas hecha por mamá. También una carta de la abuela, que ha llegado justo a tiempo; pero eso, naturalmente, ha sido casualidad.
Entonces pasó a buscarme Hanneli y nos fuimos al colegio. En el recreo convidé a galletas a los profesores y a los alumnos, y luego tuvimos que volver a clase. Llegué a casa a las cinco, pues había ido a gimnasia (aunque no me dejan participar porque se me dislocan fácilmente los brazos y las piernas) y como juego de cumpleaños elegí el voleibol para que jugaran mis compañeras. Al llegar a casa ya me estaba esperando Sanne Lederman. A Ilse Wagner, Hanneli Goslar y Jacqueline van Maarsen las traje conmigo de la clase de gimnasia, porque son compañeras mías del colegio. Hanneli y Sanne eran antes mis mejores amigas, y cuando nos veían juntas, siempre nos decían: «Ahí van Anne, Hanne y Sanne.» A Jacqueline van Maarsen la conocí hace poco en el liceo judío y es ahora mi mejor amiga. use es la mejor amiga de Hanneli, y Sanne va a otro colegio, donde tiene sus amigas.
El club me ha regalado un libro precioso, Sagas y leyendas neer­landesas, pero por equivocación me han regalado el segundo tomo, y por eso he cambiado otros dos libros por el primer tomo. La tía Helene me ha traído otro rompecabezas, la tía Stephanie un broche muy mono y la tía Leny un libro muy divertido, Las vacaciones de Daisy en la montaña. Esta mañana, cuando me estaba ba­ñando, pensé en lo bonito que sería tener un perro como Rin-tin­tín. Yo también lo llamaría Rin-tin-tín, y en el colegio siempre lo dejaría con el conserje, o cuando hiciera buen tiempo, en el garaje para las bicicletas.


Lunes, 15 de junio de 1942

El domingo por la tarde festejamos mi cumpleaños. Rin-tin-tín gustó mucho a mis compañeros. Me regalaron dos broches, una señal para libros y dos libros. Ahora quisiera contar algunas co­sas sobre las clases y el colegio, comenzando por los alumnos.
Betty Bloemendaal tiene aspecto de pobretona, y creo que de veras lo es, vive en la Jan Klasenstraat, una calle al oeste de la ciudad, que ninguno de nosotros sabe dónde queda. En el cole­gio es muy buena alumna, pero sólo porque es muy aplicada, pues su inteligencia va dejando que desear. Es una chica bastante tranquila.
A Jacqueline van Maarsen la consideran mi mejor amiga, pero nunca he tenido una verdadera amiga. Al principio pensé que Jacque lo sería, pero me ha decepcionado bastante.
D. Q.[2] es una chica muy nerviosa que siempre se olvida de las cosas y a la que en el colegio dan un castigo tras otro. Es muy buena chica, sobre todo con G. Z.
E. S. es una chica que habla tanto que termina por cansarte. Cuando te pregunta algo, siempre se pone a tocarte el pelo o los botones. Dicen que no le caigo nada bien, pero mucho no me importa, ya que ella a mí tampoco me parece demasiado sim­pática.
Henny Mets es una chica alegre y divertida, pero habla muy alto y cuando juega en la calle se nota que todavía es una niña. Es una lástima que tenga una amiga, llamada Beppy, que influye negativamente en ella, ya que ésta es una marrana y una grosera.
J. R., a quien podríamos dedicar capítulos enteros, es una chica presumida, cuchicheadora, desagradable, que le gusta ha­cerse la mayor; siempre anda con tapujos y es una hipócrita. Se ha ganado a Jacqueline, lo que es una lástima. Llora por cual­quier cosa, es quisquillosa y sobre todo muy melindrosa. Siem­pre quiere que le den la razón. Es muy rica y tiene el armario lleno de vestidos preciosos, pero que la hacen muy mayor. La
onta se cree que es muy guapa, pero es todo lo contrario. Ella y yo no nos soportamos para nada.
Ilse Wagner es una niña alegre y divertida, pero es una quis­quilla y por eso a veces un poco latosa. use me aprecia mucho. Es muy guapa, pero holgazana.
Hanneli Goslar o Lies, como la llamamos en el colegio, es una chica un poco curiosa. Por lo general es tímida, pero en su casa es de lo más fresca. Todo lo que le cuentas se lo cuenta a su madre. Pero tiene opiniones muy definidas y sobre todo últimamente le tengo mucho aprecio.
Nannie van Praag-Sigaar es una niña graciosa, bajita e inteli­gente. Me cae simpática. Es bastante guapa. No hay mucho que comentar sobre ella.
Eefje de Jong es muy maja. Sólo tiene doce años, pero ya es toda una damisela. Me trata siempre como a un bebé. También es muy servicial, y por eso me cae muy bien.
G. Z. es la más guapa del curso. Tiene una cara preciosa, pero para las cosas del colegio es bastante cortita. Creo que tendrá que repetir curso, pero eso, naturalmente, nunca se lo he dicho. (Añadido)
Para gran sorpresa mía, G. Z. no ha tenido que repetir curso.
Y la última de las doce chicas de la clase soy yo, que soy compa­ñera de pupitre de G. Z.
Sobre los chicos hay mucho, aunque a la vez poco que contar. Maurice Coster es uno de mis muchos admiradores, pero es un chico bastante pesado.
Sallie Springer es un chico terriblemente grosero y corre el ru­mor de que ha copulado. Sin embargo me cae simpático, porque es muy divertido.
Emiel Bonewit es el admirador de G. Z., pero ella a él no le hace demasiado caso. Es un chico bastante aburrido.
Rob Cohen también ha estado enamorado de mí, pero ahora ya no lo soporto. Es hipócrita, mentiroso, llorón, latoso, está loco y se da unos humos tremendos.
Max van der Velde es hijo de unos granjeros de Medemblik, pero es un buen tipo, como diría Margot.
Herman Koopman también es un grosero, igual que Jopie de Beer, que es un donjuán y un mujeriego.
Leo Blom es el amigo del alma de Jopie de Beer pero se le con­tagia su grosería.
Albert de Mesquita es un chico que ha venido del colegio Montessori y que se ha saltado un curso. Es muy inteligente.
Leo Slager ha venido del mismo colegio pero no es tan inteligente.
Ru Stoppelmon es un chico bajito y gracioso de Almelo, que ha comenzado el curso más tarde.
C. N. hace todo lo que está prohibido.
Jacques Kocernoot está sentado detrás de nosotras con Pam y nos hace morir de risa (a G. y a mí).
Harry Schaap es el chico más decente de la clase, y es bastante simpático.
Werner Joseph ídem de ídem, pero por culpa de los tiempos que corren es algo callado, por lo que parece un chico un tanto aburrido.
Sam Salomon parece uno de esos pillos arrabaleros, un granuja. (¡Otro admirador!)
Appie Riem es bastante ortodoxo, pero otro mequetrefe.
Ahora debo terminar. La próxima vez tendré muchas cosas que escribir en ti, es decir, que contarte. ¡Adiós! ¡Estoy contenta de tenerte!



Sábado, 20 de junio de 1942

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres.» Me acordé de esta frase uno de esos días medio melancólicos en que estaba sentada con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me puse a cavilar sin moverme de donde estaba. Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.
He llegado al punto donde nace toda esta idea de escribir un diario: no tengo ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres muy bue­nos y una hermana de dieciséis, y tengo como treinta amigas en total, entre buenas y menos buenas. Tengo un montón de admira­dores que tratan de que nuestras miradas se crucen o que, cuando no hay otra posibilidad, intentan mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las chicas que conozco lo único que puedo hacer es divertirme y pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas ínti­mas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa mía, el asunto es que las cosas son como son y lamentablemente no se pueden cambiar. De ahí este diario.
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como nadie entendería nada de lo que fuera a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin ninguna introducción, tendré que relatar bre­vemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo.
Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 1 z de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de preparación de mermeladas. Mi madre, Edith Holländer, también vino a Holanda en septiembre, y Margot y yo fuimos a Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot vino a Holanda en diciembre y yo en febrero, cuando me pusieron encima de la mesa como regalo de cumplea­ños para Margot.
Pronto empecé a ir al jardín de infancia del colegio Montessori, y allí estuve hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y lloramos las dos, porque yo había sido admitida en el liceo judío, al que también iba Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había quedado en Alemania seguía siendo víc­tima de las medidas antijudías decretadas por Hitler. Tras los po­gromos de 1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con nosotros.
Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron defini­tivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la inva­sión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los ju­díos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los judíos deben llevar una estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco en coches particulares; los judíos sólo pueden hacer la compra desde las tres hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida la en­trada en las piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les está permitido practicar remo; no les está per­mitido practicar ningún deporte en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tam­poco en los jardines de sus amigos; los judíos no pueden entrar en casa de cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido.»
En el verano de 1941, la abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi cumpleaños apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado para compensar los anteriores, y tam­bién tuvimos encendida la vela de la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy, 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad.


Sábado, 20 de junio de 1942


¡Querida Kitty!
Empiezo ya mismo. En casa está todo tranquilo. Papá y mamá han salido y Margot ha ido a jugar al ping-pong con unos chicos en casa de su amiga Trees. Yo también juego mucho al ping­pong últimamente, tanto que incluso hemos fundado un club con otras cuatro chicas, llamado «La Osa Menor menos dos». Un nombre algo curioso, que se basa en una equivocación. Bus­cábamos un nombre original, y como las socias somos cinco pensamos en las estrellas, en la Osa Menor. Creíamos que estaba formada por cinco estrellas, pero nos equivocamos: tiene siete, al igual que la Osa Mayor. De ahí lo de «menos dos». En casa de use Wagner tienen un juego de ping-pong, y la gran mesa del comedor de los Wagner está siempre a nuestra disposición. Como a las cinco jugadoras de ping-pong nos gusta mucho el helado, sobre todo en verano, y jugando al ping-pong nos acalo­ramos mucho, nuestras partidas suelen terminar en una visita a alguna de las heladerías más próximas abiertas a los judíos, como Oase o Delphi. No nos molestamos en llevar nuestros monede­ros, porque Oase está generalmente tan concurrido que entre los presentes siempre hay algún señor dadivoso perteneciente a nuestro amplio círculo de amistades, o algún admirador, que nos ofrece más helado del que podríamos tomar en toda una semana.
Supongo que te extrañará un poco que a mi edad te esté ha­blando de admiradores. Lamentablemente, aunque en algunos casos no tanto, en nuestro colegio parece ser un mal ineludible. Tan pronto como un chico me pregunta si me puede acompañar a casa en bicicleta y entablamos una conversación, nueve de cada diez veces puedes estar segura de que el muchacho en cuestión tiene la maldita costumbre de apasionarse y no quitarme los ojos de encima. Después de algún tiempo, el enamoramiento se les va pasando, sobre todo porque yo no hago mucho caso de sus mi­radas fogosas y sigo pedaleando alegremente. Cuando a veces la cosa se pasa de castaño oscuro, sacudo un poco la bici, se me cae la cartera, el joven se siente obligado a detenerse para recogerla, y cuando me la entrega yo ya he cambiado completamente de tema. Éstos no son sino los más inofensivos; también los hay que te tiran besos o que intentan cogerte del brazo, pero con­migo lo tienen difícil: freno y me niego a seguir aceptando su compañía, o me hago la ofendida y les digo sin rodeos que se vayan a su casa.
Basta por hoy. Ya hemos sentado las bases de nuestra amistad. ¡Hasta mañana!

Tu Ana


Domingo, 21 de junio de 1942

Querida Kitty:
Toda la clase tiembla. El motivo, claro, es la reunión de profe­sores que se avecina. Media clase se pasa el día apostando a que si aprueban o no el curso. G. Z. y yo nos morimos de risa por culpa de nuestros compañeros de atrás, C. N. y Jacques Kocernoot, que ya han puesto en juego todo el capital que tenían para las vacacio­nes. «¡Que tú apruebas!», «¡que no!», «¡que sí!», y así todo el santo día, pero ni las miradas suplicantes de G. pidiendo silencio, ni las broncas que yo les suelto, logran que aquellos dos se calmen.
Calculo que la cuarta parte de mis compañeros de clase deberán repetir curso, por lo zoquetes que son, pero como los profesores son gente muy caprichosa, quién sabe si ahora, a modo de excep­ción, no les da por repartir buenas notas.
En cuanto a mis amigas y a mí misma no me hago problemas, creo que todo saldrá bien. Sólo las matemáticas me preocupan un poco. En fin, habrá que esperar. Mientras tanto, nos damos áni­mos mutuamente.
Con todos mis profesores y profesoras me entiendo bastante bien. Son nueve en total: siete hombres y dos mujeres. El profesor Keesing, el viejo de matemáticas, estuvo un tiempo muy enfadado conmigo porque hablaba demasiado. Me previno y me previno, hasta que un día me castigó. Me mandó hacer una redacción; tema: «La parlanchina». ¡La parlanchina! ¿Qué se podría escribir sobre ese tema? Ya lo vería más adelante. Lo apunté en mi agenda, guardé la agenda en la cartera y traté de tranquilizarme.
Por la noche, cuando ya había acabado con todas las demás ta­reas, descubrí que todavía me quedaba la redacción. Con la pluma en la boca, me puse a pensar en lo que podía escribir. Era muy fá­cil ponerse a desvariar y escribir lo más espaciado posible, pero
dar una prueba convincente de la necesidad de hablar ya resultaba más difícil. Estuve pensando y repensando, luego se me ocurrió una cosa, llené las tres hojas que me había dicho el profe y me quedé satisfecha. Los argumentos que había aducido eran que ha­blar era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar.
Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente seguí hablando, tuve que hacer una segunda redacción esta vez sobre «La parlanchina empedernida». También entregué esa redacción, y Keesing no tuvo motivo de queja durante dos clases. En la tercera, sin embargo, le pareció que había vuelto a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema: "Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»
Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más re­medio que reírme con ellos, aunque ya se me había agotado la in­ventiva en lo referente a las redacciones sobre el parloteo. Tendría que ver si le encontraba un giro original al asunto. Mi amiga Sanne, poetisa excelsa, me ofreció su ayuda para hacer la redac­ción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran ale­gría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer una redacción sobre un tema tan ridículo, pero con mi poema yo le pondría en evidencia a él por partida triple.
Logramos terminar el poema y quedó muy bonito. Trataba de una pata y un cisne que tenían tres patitos. Como los patitos eran tan parlanchines, el papá cisne los mató a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.

Tu Ana


Miércoles, 24 de junio de 1942

Querida Kitty:
¡Qué bochorno! Nos estamos asando, y con el calor que hace tengo que ir andando a todas partes. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo cómodo que puede resultar un tranvía, sobre todo los que son abiertos, pero ese privilegio ya no lo tenemos los judíos: a nosotros nos toca ir en el «coche de San Fernando». Ayer a mediodía tenía hora con el dentista en la Jan Luykenstraat, que desde el colegio es un buen trecho. Lógico que luego por la tarde en el colegio casi me durmiera. Menos mal que la gente te ofrece algo de beber sin tener que pedirlo. La ayudante del dentista es verdaderamente muy amable.
El único medio de transporte que nos está permitido coger es el transbordador. El barquero del canal Jozef Israëlskade nos cruzó nada más pedírselo. De verdad, los holandeses no tienen la culpa de que los judíos padezcamos tantas desgracias.
Ojalá no tuviera que ir al colegio. En las vacaciones de Semana Santa me robaron la bici, y la de mamá, papá la ha dejado en casa de unos amigos cristianos. Pero por suerte ya se acercan las va­caciones: una semana más y ya todo habrá quedado atrás.
Ayer por la mañana me ocurrió algo muy cómico. Cuando pa­saba por el garaje de las bicicletas, oí que alguien me llamaba. Me volví y vi detrás de mí a un chico muy simpático que conocí antea­noche en casa de Wilma, y que es un primo segundo suyo. Wilma es una chica que al principio me caía muy bien, pero que se pasa el día hablando nada más que de chicos, y eso termina por aburrirte. El chico se me acercó algo tímido y me dijo que se llamaba Helio Silberberg. Yo estaba un tanto sorprendida y no sabía muy bien lo que pretendía, pero no tardó en decírmelo: buscaba mi compañía y quería acompañarme al colegio. «Ya que vamos en la misma di­rección, podemos ir juntos», le contesté, y juntos salimos. Helio ya tiene dieciséis años y me cuenta cosas muy entretenidas.
Hoy por la mañana me estaba esperando otra vez, y supongo que en adelante lo seguirá haciendo.

Tu Ana



Miércoles,1ºi de julio de 194.2


Querida Kitty:
Hasta hoy te aseguro que no he tenido tiempo para volver a escribirte. El jueves estuve toda la tarde en casa de unos amigos, el viernes tuvimos visitas y así sucesivamente hasta hoy.
Helio y yo nos hemos conocido más a fondo esta semana. Me ha contado muchas cosas de su vida. Es oriundo de Gelsenkirchen y vive en Holanda en casa de sus abuelos. Sus padres están en Bél­gica, pero no tiene posibilidades de viajar allí para reunirse con ellos. Helio tenía una novia, Ursula. La conozco, es la dulzura y el aburrimiento personificado. Desde que me conoció a mí, Helio se ha dado cuenta de que al lado de Ursula se duerme. O sea, que soy una especie de antisomnífero. ¡Una nunca sabe para lo que puede llegar a servir!
El sábado por la noche, Jacque se quedó a dormir conmigo, pero por la tarde se fue a casa de Hanneli y me aburrí como una ostra.
Helio había quedado en pasar por la noche, pero a eso de las seis me llamó por teléfono. Descolgué el auricular y me dijo: -Habla Helmuth Silberberg. ¿Me podría poner con Ana? -Sí, Helio, soy Ana.
-Hola, Ana. ¿Cómo estás?
-Bien, gracias.
-Siento tener que decirte que esta noche no podré pasarme por tu casa, pero quisiera hablarte un momento. ¿Te parece bien que vaya dentro de diez minutos?
-Sí, está bien. ¡Hasta ahora!
-¡Hasta ahora!
Colgué el auricular y corrí a cambiarme de ropa y a arreglarme el pelo. Luego me asomé, nerviosa, por la ventana. Por fin lo vi llegar. Por milagro no me lancé escaleras abajo, sino que esperé hasta que sonó el timbre. Bajé a abrirle y él fue directamente al grano:
-Mira, Ana, mi abuela dice que eres demasiado joven para que esté saliendo contigo. Dice que tengo que ir a casa de los Löwenbach, aunque quizá sepas que ya no salgo con Ursula.
-No, no lo sabía. ¿Acaso habéis reñido?
-No, al contrario. Le he dicho a Ursula que de todos modos no nos entendíamos bien y que era mejor que dejáramos de salir juntos, pero que en casa siempre sería bien recibida, y que yo es­peraba serlo también en la suya. Es que yo pensé que ella se estaba viendo con otro chico, y la traté como si así fuera. Pero resultó que no era cierto, y ahora mi tío me ha dicho que le tengo que pe­dir disculpas, pero yo naturalmente no quería, y por eso he roto con ella, pero ése es sólo uno de muchos motivos. Ahora mi abuela quiere que vaya a ver a Ursula y no a ti, pero yo no opino como ella y no tengo intención de hacerlo. La gente mayor tiene a veces ideas muy anticuadas, pero creo que no pueden imponérnoslas a nosotros. Es cierto que necesito a mis abuelos, pero ellos en cierto modo también me necesitan. Ahora resulta que los miérco­les por la noche tengo libre porque se supone que voy a clase de talla de madera, pero en realidad voy a una de esas reuniones del partido sionista. Mis abuelos no quieren que vaya porque se opo­nen rotundamente al sionismo. Yo no es que sea fanático, pero me interesa, aunque últimamente están armando tal jaleo que ha­bía pensado no ir más. El próximo miércoles será la última vez que vaya. Entonces podremos vernos los miércoles por la noche, los sábados por la tarde y por la noche, los domingos por la tarde, y quizá también otros días.
-Pero si tus abuelos no quieren, no deberías hacerlo a sus es­paldas.
-El amor no se puede forzar.
En ese momento pasamos por delante de la librería Blankevoort, donde estaban Peter Schiff y otros dos chicos. Era la pri­mera vez que me saludaba en mucho tiempo, y me produjo una gran alegría. El lunes, al final de la tarde, vino Helio a casa a co­nocer a papá y mamá. Yo había comprado una tarta y dulces, y además había té y galletas, pero ni a Helio ni a mí nos apetecía estar sentados en una silla uno al lado del otro, así que salimos a dar una vuelta, y no regresamos hasta las ocho y diez. Papá se enfadó mucho, dijo que no podía ser que llegara a casa tan tarde. Tuve que prometerle que en adelante estaría en casa a las ocho menos diez a más tardar. Helio me ha invitado a ir a su casa el sábado que viene.
Wilma me ha contado que un día que Helio fue a su casa le pre­guntó:
-¿Quién te gusta más, Ursula o Ana?
Y entonces él le dijo:
-No es asunto tuyo.
Pero cuando se fue, después de no haber cambiado palabra con Wilma en toda la noche, le dijo:
-¡Pues Ana! Y ahora me voy. ¡No se lo digas a nadie!
Y se marchó.
Todo indica que Helio está enamorado de mí, y a mí, para va­riar, no me desagrada. Margot diría que Helio es un buen tipo, y
yo opino igual que ella, y aún más. También mamá está todo el día alabándolo. Que es un muchacho apuesto, que es muy corté,' simpático. Me alegro de que en casa a todos les caiga tan bien, me­nos a mis amigas, a las que él encuentra muy niñas, y en eso tiene razón. Jacque siempre me está tomando el pelo por lo de Hello. Yo no es que esté enamorada, nada de eso. ¿Es que no puedo te­ner amigos? Con eso no hago mal a nadie.
Mamá sigue preguntándome con quién querría casarme, pero creo que ni se imagina que es con Peter, porque yo lo desmiento una y otra vez sin pestañear. Quiero a Peter como nunca he que­rido a nadie, y siempre trato de convencerme de que sólo vive per­siguiendo a todas las chicas para esconder sus sentimientos. Quizá él ahora también crea que Hello y yo estamos enamorados, pero eso no es cierto. No es más que un amigo o, como dice mamá, un galán.

Tu Ana



Domingo, f de julio de 1942

Querida Kitty:
El acto de fin de curso del viernes en el Teatro Judío salió muy bien. Las notas que me han dado no son nada malas: un solo insuficiente (un cinco en álgebra) y por lo demás todo sie­tes, dos ochos y dos seises. Aunque en casa se pusieron conten­tos, en cuestión de notas mis padres son muy distintos a otros padres; nunca les importa mucho que mis notas sean buenas o malas; sólo se fijan en si estoy sana, en que no sea demasiado fresca y en si me divierto. Mientras estas tres cosas estén bien, lo demás viene solo.
Yo soy todo lo contrario: no quiero ser mala alumna. Me acep­taron en el liceo de forma condicional, ya que en realidad me fal­taba ir al séptimo curso del colegio Montessori, pero cuando a los chicos judíos nos obligaron a ir a colegios judíos, el señor Elte, después de algunas idas y venidas, a Lies Goslar y a mí nos dejó matricularnos de manera condicional. Lies también ha aprobado el curso pero tendrá que hacer un examen de geometría de recu­peración bastante difícil.
Pobre Lies, en su casa casi nunca puede sentarse a estudiar tran­quila. En su habitación se pasa jugando todo el día su hermana pe­queña, una niñita consentida que está a punto de cumplir dos años. Si no hacen lo que ella quiere, se pone a gritar, y si Lies no se ocupa de ella, la que se pone a gritar es su madre. De esa manera es imposible estudiar nada, y tampoco ayudan mucho las incontables clases de recuperación que tiene a cada rato. Y es que la casa de los Goslar es una verdadera casa de tócame Roque. Los abuelos ma­ternos de Lies viven en la casa de al lado, pero comen con ellos. Luego hay una criada, la niñita, el eternamente distraído y despis­tado padre y la siempre nerviosa e irascible madre, que está nueva­mente embarazada. Con un panorama así, la patosa de Lies está completamente perdida.
A mi hermana Margot también le han dado las notas, estupen­das como siempre. Si en el colegio existiera el cum laude, se lo ha­brían dado. ¡Es un hacha!
Papá está mucho en casa últimamente; en la oficina no tiene nada que hacer. No debe ser nada agradable sentirse un inútil. El señor Kleiman se ha hecho cargo de Opekta, y el señor Kugler, de Gies & Cía., la compañía de los sucedáneos de especias, fundada hace poco, en 1941.
Hace unos días, cuando estábamos dando una vuelta alrededor de la plaza, papá empezó a hablar del tema de la clandestinidad. Dijo que será muy difícil vivir completamente separados del mundo. Le pregunté por qué me estaba hablando de eso ahora.
-Mira, Ana -me dijo-. Ya sabes que desde hace más de un año estamos llevando ropa, alimentos y muebles a casa de otra gente. No queremos que nuestras cosas caigan en manos de los alemanes, pero menos aún que nos pesquen a nosotros mismos. Por eso, nos iremos por propia iniciativa y no esperaremos a que vengan por nosotros.
-Pero papá, ¿cuándo será eso?
La seriedad de las palabras de mi padre me dio miedo.
-De eso no te preocupes, ya lo arreglaremos nosotros. Dis­fruta de tu vida despreocupada mientras puedas.
Eso fue todo. ¡Ojalá que estas tristes palabras tarden mucho en cumplirse!
Acaban de llamar al timbre. Es Hello. Lo dejo.

Tu Ana


Miércoles, 8 de julio de 1942

Querida Kitty:
Desde la mañana del domingo hasta ahora parece que hubieran pasado años. Han pasado tantas cosas que es como si de repente el mundo estuviera patas arriba, pero ya ves, Kitty: aún estoy viva, y eso es lo principal, como dice papá. Sí, es cierto, aún estoy viva, pero no me preguntes dónde ni cómo. Hoy no debes de entender nada de lo que te escribo, de modo que empezaré por contarte lo que pasó el domingo por la tarde.
A las tres de la tarde -Helio acababa de salir un momento, luego volvería- alguien llamó a la puerta. Yo no lo oí, ya que es­taba leyendo en una tumbona al sol en la galería. Al rato apareció Margot toda alterada por la puerta de la cocina.
-Ha llegado una citación de la SS para papá -murmuró-. Mamá ya ha salido para la casa de Van Daan. (Van Daan es un amigo y socio de papá.)
Me asusté muchísimo. ¡Una citación! Todo el mundo sabe lo que eso significa. En mi mente se me aparecieron campos de con­centración y celdas solitarias. ¿Acaso íbamos a permitir que a papá se lo llevaran a semejantes lugares?
-Está claro que no irá -me aseguró Margot cuando nos senta­mos a esperar en el salón a que regresara mamá-. Mamá ha ido a preguntarle a Van Daan si podemos instalarnos en nuestro escon­dite mañana. Los Van Daan se esconderán con nosotros. Seremos siete.
Silencio. Ya no podíamos hablar. Pensar en papá, que sin sospe­char nada había ido al asilo judío a hacer unas visitas, esperar a que volviera mamá, el calor, la angustia, todo ello junto hizo que guar­dáramos silencio.
De repente llamaron nuevamente a la puerta. -Debe de ser Helio -dije yo.
-No abras -me detuvo Margot, pero no hacía falta, oímos a mamá y al señor Van Daan abajo hablando con Helio. Luego en­traron y cerraron la puerta. A partir de ese momento, cada vez que llamaran a la puerta, una de nosotras debía bajar sigilosamente para ver si era papá; no abriríamos la puerta a extraños. A Margot y a mí nos hicieron salir del salón; Van Daan quería hablar a solas con mamá.
Una vez en nuestra habitación, Margot me confesó que la cita­
ción no estaba dirigida a papá, sino a ella. De nuevo me asusté mu­chísimo y me eché a llorar. Margot tiene dieciséis años. De modo que quieren llevarse a chicas solas tan jóvenes como ella... Pero por suerte no iría, lo había dicho mamá, y seguro que a eso se ha­bía referido papá cuando conversaba conmigo sobre el hecho de escondernos. Escondernos... ¿Dónde nos esconderíamos? ¿En la ciudad, en el campo, en una casa, en una cabaña, cómo, cuándo, dónde? Eran muchas las preguntas que no podía hacer, pero que me venían a la mente una y otra vez.
Margot y yo empezamos a guardar lo indispensable en una car­tera del colegio. Lo primero que guardé fue este cuaderno de ta­pas duras, luego unas plumas, pañuelos, libros del colegio, un peine, cartas viejas... Pensando en el escondite, metí en la cartera las cosas más estúpidas, pero no me arrepiento. Me importan más los recuerdos que los vestidos.
A las cinco llegó por fin papá. Llamamos por teléfono al señor Kleiman, pidiéndole que viniera esa misma tarde. Van Daan fue a buscar a Miep. Miep vino, y en una bolsa se llevó algunos zapatos, vestidos, chaquetas, ropa interior y medias, y prometió volver por la noche. Luego hubo un gran silencio en la casa: ninguno de no­sotros quería comer nada, aún hacía calor y todo resultaba muy extraño.
La habitación grande del piso de arriba se la habíamos alquilado a un tal Goldschmidt, un hombre divorciado de treinta y pico, que por lo visto no tenía nada que hacer, por lo que se quedó matando el tiempo hasta las diez con nosotros e4 el salón, sin que hubiera manera de hacerle entender que se fuera.
A las once llegaron Miep y Jan Gies. Miep trabaja desde 1933 para papá y se ha hecho íntima amiga de la familia, al igual que su flamente marido Jan. Nuevamente desaparecieron zapatos, me­dias, libros y ropa interior en la bolsa de Miep y en los grandes bolsillos del abrigo de Jan, y a las once y media también desapare­cieron ellos mismos.
Estaba muerta de cansancio, y aunque sabía que sería la última noche en que dormiría en mi cama, me dormí en seguida y no me desperté hasta las cinco y media de la mañana, cuando me llamó mamá. Por suerte hacía menos calor que el domingo; du­rante todo el día cayó una lluvia cálida. Todos nos pusimos tanta ropa que era como si tuviéramos que pasar la noche en un frigo­rífico, pero era para poder llevarnos más prendas de vestir. A
ningún judío que estuviera en nuestro lugar se le habría ocurrido salir de casa con una maleta llena de ropa. Yo lleva a puestas dos camisetas, tres pantalones, un vestido, encima una falda, una chaqueta, un abrigo de verano, dos pares de me 'as, zapatos cerrados, un gorro, un pañuelo y muchas cosas as; estando todavía en casa ya me entró asfixia, pero no había' más remedio.
Margot llenó de libros la cartera del colegio, sacó la bicicleta del garaje para bicicletas y salió detrás de Miep, con un rumbo para mí desconocido. Y es que yo seguía sin saber cuál era nuestro misterioso destino.
A las siete y media también nosotros cerramos la puerta a nuestras espaldas. Del único del que había tenido que despe­dirme era de Moortje, mi gatito, que sería acogido en casa de los vecinos, según le indicamos al señor Goldschmidt en una nota.
Las camas deshechas, la mesa del desayuno sin recoger, me­dio kilo de carne para el gato en la nevera, todo daba la impre­sión de que habíamos abandonado la casa atropelladamente. Pero no nos importaba la impresión que dejáramos, queríamos irnos, sólo irnos y llegar a puerto seguro, nada más.
Seguiré mañana.

Tu Ana


Jueves, 9 de julio de 1942

Querida Kitty:
Así anduvimos bajo la lluvia torrencial, papá, mamá y yo, cada cual con una cartera de colegio y una bolsa de la compra, cargadas hasta los topes con una mezcolanza de cosas. Los tra­bajadores que iban temprano a trabajar nos seguían con la mi­rada. En sus caras podía verse claramente que lamentaban no poder ofrecernos ningún transporte: la estrella amarilla que lle­vábamos era elocuente.
Sólo cuando ya estuvimos en la calle, papá y mamá empeza­ron a contarme poquito a poco el plan del escondite. Llevaban meses sacando de la casa la mayor cantidad posible de muebles y enseres, y habían decidido que entraríamos en la clandesti­
nidad voluntariamente, el i6 de julio. Por causa de la citación, el asunto se había adelantado diez días, de modo que tendríamos que conformarnos con unos aposentos menos arreglados y orde­nados.
El escondite estaba situado en el edificio donde tenía las ofici­nas papá. Como para las personas ajenas al asunto esto es algo di­fícil de entender, pasaré a dar una aclaración. Papá no ha tenido nunca mucho personal: el señor Kugler, Kleiman y Miep, además de Bep Voskuijl, la secretaria de z3 años. Todos estaban al tanto de nuestra llegada. En el almacén trabajan el señor Voskuijl, padre de Bep, y dos mozos, a quienes no les habíamos dicho nada.
El edificio está dividido de la siguiente manera: en la planta baja hay un gran almacén, que se usa para el depósito de mercancías. Este está subdividido en distintos cuartos, como el que se usa para moler la canela, el clavo y el sucedáneo de la pimienta, y luego está el cuarto de las provisiones. Al lado de la puerta del almacén está la puerta de entrada normal de la casa, tras la cual una segunda puerta da acceso a la escalera. Subiendo las escaleras se llega a una puerta de vidrio traslúcido, en la que antiguamente ponía «OFI­CINA» en letras negras. Se trata de la oficina principal del edifi­cio, muy grande, muy luminosa y muy llena. De día trabajan allí Bep, Miep y el señor Kleiman. Pasando por un cuartito donde está la caja fuerte, el guardarropa y un armario para guardar útiles de escritorio, se llega a una pequeña habitación bastante oscura y hú­meda que da al patio. Éste era el despacho que compartían el se­ñor Kugler y el señor Van Daan, pero que ahora sólo ocupa el pri­
mero. También se puede acceder al despacho de Kugler desde el pasillo, aunque sólo a través de una puerta de vidrio que se abre desde dentro y que es difícil de abrir desde fuera. Saliendo de ese despacho se va por un pasillo largo y estrecho, se pasa por la car­bonera y, después de subir cuatro peldaños, se llega a la habitación que es el orgullo del edificio: el despacho principal. Muebles os­curos muy elegantes, el piso cubierto de linóleo y alfombras, una radio, una hermosa lámpara, todo verdaderamente precioso. Al lado, una amplia cocina con calentador de agua y dos hornillos, y al lado de la cocina, un retrete. Ése es el primer piso.
Desde el pasillo de abajo se sube por una escalera corriente de madera. Arriba hay un pequeño rellano, al que llamamos normal­mente descansillo. A la izquierda y derecha del descansillo hay dos puertas. La de la izquierda comunica con la casa de delante,
donde hay almacenes, un desván y una buhardilla. Al otro ex­tremo de esta parte delantera del edificio hay una escalera superempinada, típicamente holandesa (de ésas en las que es fácil rom­perse la crisma), que lleva a la segunda puerta que da a la calle.
A la derecha del descansillo se halla la «casa de atrás». Nunca
nadie sospecharía que detrás de esta puerta pintada de gris, sin nada de particular, se esconden tantas habitaciones. Delante de la puerta hay un escalón alto, y por allí se entra. Justo enfrente de la puerta de entrada, una escalera empinada; a la izquierda hay un pasillito y una habitación que pasó a ser el cuarto de estar y dormi­torio de los Frank, y al lado otra habitación más pequeña: el dor­mitorio y estudio de las señoritas Frank. A la derecha de la escalera, un cuarto sin ventanas, con un lavabo y un retrete ce­rrado, y otra puerta que da a la habitación de Margot y mía. Su­biendo las escaleras, al abrir la puerta de arriba, uno se asombra al ver que en una casa tan antigua de los canales pueda haber una ha­bitación tan grande, tan luminosa y tan amplia. En este espacio hay un fogón (esto se lo debemos al hecho de que aquí Kugler te­nía antes su laboratorio) y un fregadero. O sea, que ésa es la co­cina, y a la vez también dormitorio del señor y la señora Van Daan, cuarto de estar general, comedor y estudio. Luego, una di­minuta habitación de paso, que será la morada de Peter van Daan y, finalmente, al igual que en la casa de delante, un desván y una buhardilla. Y aquí termina la presentación de toda nuestra her­mosa Casa de atrás.

Tu Ana


Viernes, 10 de julio de 1942

Querida Kitty:
Es muy probable que te haya aburrido tremendamente con mi tediosa descripción de la casa, pero me parece importante que se­pas dónde he venido a parar. A través de mis próximas cartas ya te enterarás de cómo vivimos aquí.
Ahora primero quisiera seguir contándote la historia del otro día, que todavía no he terminado. Una vez que llegamos al edificio de Prinsengracht 663, Miep nos llevó en seguida por el largo pasi­llo, subiendo por la escalera de madera, directamente hacia arriba,
a la Casa de atrás. Cerró la puerta detrás de nosotros y nos dejó solos. Margot había llegado mucho antes en bicicleta y ya nos es­taba esperando.
El cuarto de estar y las demás habitaciones estaban tan atiborra­das de trastos que superaban toda descripción. Las cajas de cartón que a lo largo de los últimos meses habían sido enviadas a la ofi­cina, se encontraban en el suelo y sobre las camas. El cuartito pe­queño estaba hasta el techo de ropa de cama. Si por la noche que­ríamos dormir en camas decentes, teníamos que poner manos a la obra de inmediato. A mamá y a Margot les era imposible mover un dedo, estaban echadas en las camas sin hacer, cansadas, desga­nadas y no sé cuántas cosas más, pero papá y yo, los dos «ordenalotodo» de la familia, queríamos empezar cuanto antes.
Anduvimos todo el día desempaquetando, poniendo cosas en los armarios, martilleando y ordenando, hasta que por la noche caímos exhaustos en las camas limpias. No habíamos comido nada caliente en todo el día, pero no nos importaba; mamá y Margot es­taban demasiado cansadas y nerviosas como para comer nada, y papá y yo teníamos demasiado que hacer.
El martes por la mañana tomamos el trabajo donde lo habíamos dejado el lunes. Bep y Miep hicieron la compra usando nuestras cartillas de racionamiento, papá arregló los paneles para oscurecer las ventanas, que no resultaban suficientes, fregamos el suelo de la cocina y estuvimos nuevamente trajinando de la mañana a la no­che. Hasta el miércoles casi no tuve tiempo de ponerme a pensar en los grandes cambios que se habían producido en mi vida. Sólo entonces, por primera vez desde que llegamos a la Casa de atrás, encontré ocasión para ponerte al tanto de los hechos y al mismo tiempo para darme cuenta de lo que realmente me había pasado y de lo que aún me esperaba.

Tu Ana


Sábado, 11 de julio de 1942

Querida Kitty:
Papá, mamá y Margot no logran acostumbrarse a las campana­das de la iglesia del Oeste, que suenan cada quince minutos anun­ciando la hora. Yo sí, me gustaron desde el principio, y sobre todo
por las noches me dan una sensación de amparo. Te interesará sa­ber qué me parece mi vida de escondida, pues bien, sólo puedo de­cirte que ni yo misma lo sé muy bien. Creo que aquí nunca me sentiré realmente en casa, con lo que no quiero decir en absoluto que me desagrade estar aquí; más bien me siento como si estuviera pasando unas vacaciones en una pensión muy curiosa. Reconozco que es una concepción un tanto extraña de la clandestinidad, pero las cosas son así, y no las puedo cambiar. Como escondite, la Casa de atrás es ideal; aunque hay humedad y está toda inclinada, estoy segura de que en todo Amsterdam, y quizás hasta en toda Ho­landa, no hay otro escondite tan confortable como el que hemos instalado aquí.
La pequeña habitación de Margot y mía, sin nada en las paredes, tenía hasta ahora un aspecto bastante desolador. Gracias a papá, que ya antes había traído mi colección de tarjetas postales y mis fotos de estrellas de cine, pude decorar con ellas una pared entera, pegándolas con cola. Quedó muy, muy bonito, por lo que ahora parece mucho más alegre. Cuando lleguen los Van Daan, ya nos fabricaremos algún armarito y otros chismes con la madera que hay en el desván.
Margot y mamá ya se han recuperado un poco. Ayer mamá quiso hacer la primera sopa de guisantes, pero cuando estaba abajo charlando, se olvidó de la sopa, que se quemó de tal manera que los guisantes estaban negros como el carbón y no había forma de despegarlos del fondo de la olla. '
Ayer por la noche bajamos los cuatro al antiguo despacho de papá y pusimos la radio inglesa. Yo tenía tanto miedo de que al­guien pudiera oírnos que le supliqué a papá que volviéramos arriba. Mamá comprendió mi temor y subió conmigo. También con respecto a otras cosas tenemos mucho miedo de que los veci­nos puedan vernos u oírnos. Ya el primer día tuvimos que hacer cortinas, que en realidad no se merecen ese nombre, ya que no son más que unos trapos sueltos, totalmente diferentes entre sí en forma, calidad y dibujo. Papá y yo, que no entendemos nada del arte de coser, las unimos de cualquier manera con hilo y aguja. Es­tas verdaderas joyas las colgamos luego con chinchetas delante de las ventanas, y ahí se quedarán hasta que nuestra estancia aquí acabe.
A la derecha de nuestro edificio se encuentra una filial de la compañía Keg, de Zaandam, y a la izquierda una ebanistería. La
gente que trabaja allí abandona el recinto cuando termina su hora­rio de trabajo, pero aun así podrían oír algún ruido que nos dela­tara. Por eso, hemos prohibido a Margot que tosa por las noches, pese a que está muy acatarrada, y le damos codeína en grandes cantidades.
Me hace mucha ilusión la venida de los Van Daan, que se ha fi­jado para el martes. Será mucho más ameno y también habrá me­nos silencio. Porque es el silencio lo que por las noches y al caer la tarde me pone tan nerviosa, y daría cualquier cosa por que alguno de nuestros protectores se quedara aquí a dormir.
La vida aquí no es tan terrible, porque podemos cocinar noso­tros mismos y abajo, en el despacho de papá, podemos escuchar la radio. El señor Kleiman y Miep y también Bep Voskuijl nos han ayudado muchísimo. Nos han traído ruibarbo, fresas y cerezas, y no creo que por el momento nos vayamos a aburrir. Tenemos su­ficientes cosas para leer, y aún vamos a comprar un montón de juegos. Está claro que no podemos mirar por la ventana ni salir fuera. También está prohibido hacer ruido, porque abajo no nos deben oír.
Ayer tuvimos mucho trabajo; tuvimos que deshuesar dos cestas de cerezas para la oficina. El señor Kugler quería usarlas para ha­cer conservas.
Con la madera de las cajas de cerezas haremos estantes para libros.
Me llaman.

Tu Ana


28 de setiembre de 1942. (Añadido)

Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos sa­lir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen. Eso no es, naturalmente, una perspectiva demasiado halagüeña.

Domingo, 12 de julio de 1942

Hoy hace un mes todos fueron muy buenos conmigo, cuando era mi cumpleaños, pero ahora siento cada día más cómo me voy distanciando de mamá y Margot. Hoy he estado trabajando duro, y todos me han elogiado enormemente, pero a los cinco minutos ya se pusieron a regañarme.
Es muy clara la diferencia entre cómo nos tratan a Margot y a mí. Margot, por ejemplo, ha roto la aspiradora, y ahora nos hemos quedado todo el día sin luz. Mamá le dijo:
-Pero Margot, se nota que no estás acostumbrada a trabajar, si no habrías sabido que no se debe desenchufar una aspiradora ti­rando del cable.
Margot respondió algo y el asunto no pasó de ahí.
Pero hoy por la tarde yo quise pasar a limpio la lista de la com­pra de mamá, que tiene una letra bastante ilegible, pero no quiso que lo hiciera y en seguida me echó una tremenda regañina en la que se metió toda la familia.
Estos últimos días estoy sintiendo cada vez más claramente que no encajo en mi familia. Se ponen tan sentimentales cuando están juntos, y yo prefiero serlo cuando estoy sola. Y luego hablan de lo bien que estamos y que nos llevamos los cuatro, y de que somos una familia tan unida, pero en ningún momento se les ocurre pen­sar en que yo no lo siento así.
Sólo papá me comprende de vez en cuando, pero por lo general está del lado de mamá y Margot. Tampoco soporto que en presen­cia de extraños hablen de que he estado llorando o de lo sensata e inteligente que soy. Lo aborrezco. Luego también a veces hablan de Moortje, y me sabe muy mal, porque ése es precisamente mi punto flaco y vulnerable. Echo de menos a Moortje a cada mo­mento, y nadie sabe cuánto pienso en él. Siempre que pienso en él se me saltan las lágrimas. Moortje es tan bueno, y lo quiero tanto... Sueño a cada momento con su vuelta.
Aquí siempre tengo sueños agradables, pero la realidad es que tendremos que quedarnos aquí hasta que termine la guerra. Nunca podemos salir fuera, y tan sólo podemos recibir la visita de Miep, su marido Jan, Bep Voskuijl, el señor Voskuijl, el señor Kugler, el señor Kleiman y la señora Kleiman, aunque ésta nunca viene porque le parece muy peligroso.


Setiembre de 1942. (Añadido)

Papá siempre es muy bueno. Me comprende de verdad, y a veces me gustaría poder hablar con él en confianza, sin ponerme a llorar en se­guida. Pero eso parece tener que ver con la edad. Me gustaría escribir todo el tiempo, pero se haría muy aburrido.
Hasta ahora casi lo único que he escrito en mi libro son pensa­mientos, y no he tenido ocasión de escribir historias divertidas para poder leérselas a alguien más tarde. Pero a partir de ahora intentaré no ser sentimental, o serlo menos, y atenerme más a la realidad.


Viernes, 14 de agosto de 1942

Querida Kitty:
Durante todo un mes te he abandonado, pero es que tampoco hay tantas novedades como para contarte algo divertido todos los días. Los Van Daan llegaron el 13 de julio. Pensamos que vendrían el 14, pero como entre el 13 y el 16 de julio los alemanes empeza­ron a poner nerviosa cada vez a más gente, enviando citaciones a diestro y siniestro, pensaron que era más seguro adelantar un día la partida, antes de que fuera demasiado tarde.
A las nueve y media de la mañana -aún estábamos desayunan­do- llegó Peter van Daan, un muchacho desgarbado, bastante soso y tímido que no ha cumplido aún los dieciséis años, y de cuya compañía no cabe esperar gran cosa. El señor y la señora Van Daan llegaron media hora más tarde. Para gran regocijo nuestro, la señora traía una sombrerera con un enorme orinal -dentro.
-Sin orinal no me siento en mi casa en ninguna parte -senten­ció, y el orinal fue lo primero a lo que le asignó un lugar fijo: de­bajo del diván. El señor Van Daan no traía orinal, pero sí una mesa de té plegable bajo el brazo.
El primer día de nuestra convivencia comimos todos juntos, y al cabo de tres días los siete nos habíamos hecho a la idea de que nos habíamos convertido en una gran familia. Como es natural, los Van Daan tenían mucho que contar de lo que había sucedido durante la última semana que habían pasado en el mundo exterior. Entre otras cosas nos interesaba mucho saber lo que había sido de nuestra casa y del señor Goldschmidt.
El señor Van Daan nos contó lo siguiente:
-El lunes por la mañana, a las 9, Goldschmidt nos telefoneó y me dijo si podía pasar por ahí un momento. Fui en seguida y lo encontré muy alterado. Me dio a leer una nota que le habían de­jado los Frank y, siguiendo las indicaciones de la misma, quería llevar al gato a casa de los vecinos, lo que me pareció estupendo. Temía que vinieran a registrar la casa, por lo que recorrimos todas las habitaciones, ordenando un poco aquí y allá, y también recogi­mos la mesa. De repente, en el escritorio de la señora Frank en­contré un bloc que tenía escrita una dirección en Maastricht. Aunque sabía que ella lo había hecho adrede, me hice el sorpren­dido y asustado y rogué encarecidamente a Goldschmidt que que­mara ese papel, que podía ser causante de alguna desgracia. Seguí haciendo todo el tiempo como si no supiera nada de que ustedes habían desaparecido, pero al ver el papelito se me ocurrió una buena idea. «Señor Goldschmidt -le dije-, ahora que lo pienso, me parece saber con qué puede tener que ver esa dirección. Re­cuerdo muy bien que hace más o menos medio año vino a la ofi­cina un oficial de alta graduación, que resultó ser un gran amigo
de infancia del señor Frank. Prometió ayudarle en caso de necesi­dad, y precisamente residía en Maastricht. Se me hace que este oficial ha mantenido su palabra y que ha ayudado al señor Frank a pasar a Bélgica y de allí a Suiza. Puede decirle esto a los amigos de los Frank que pregunten por ellos. Claro que no hace falta que mencione lo de Maastricht.» Dicho esto, me retiré. La mayoría de los amigos y conocidos ya lo saben, porque en varias oportunida­des ya me ha tocado oír esta versión.
La historia nos causó mucha gracia, pero todavía nos hizo reír más la fantasía de la gente cuando Van Daan se puso a contar lo que algunos decían. Una familia de la Merwedeplein aseguraba que nos había visto pasar a los cuatro temprano por la mañana en bicicleta, y otra señora estaba segurísima de que en medio de la noche nos habían cargado en un furgón militar.

Tu Ana


Viernes, 21 de agosto de 1942

Querida Kitty:
Nuestro escondite sólo ahora se ha convertido en un verdadero
escondite. Al señor Kugler le pareció que era mejor que delante de la puerta que da acceso a la Casa de atrás colocáramos una es­tantería, ya que los alemanes están registrando muchas casas en busca de bicicletas escondidas. Pero se trata naturalmente de una estantería giratoria, que se abre como una puerta. La ha fabricado el señor Voskuijl. (Le hemos puesto al corriente de los siete es­condidos, y se ha mostrado muy servicial en todos los aspectos.)
Ahora, cuando queremos bajar al piso de abajo, tenemos que agacharnos primero y luego saltar. Al cabo de tres días, todos te­níamos la frente llena de chichones de tanto chocarnos la cabeza al pasar por la puerta, demasiado baja. Para amortiguar los golpes en lo posible, Peter ha colocado un paño con virutas de madera en el umbral. ¡Veremos si funciona!
Estudiar, no estudio mucho. Hasta septiembre he decidido que tengo vacaciones. Papá me ha dicho que luego él me dará clases, pero primero tendremos que comprar todos los libros del nuevo curso.
Nuestra vida no cambia demasiado. Hoy le han lavado la cabeza a Peter, lo que no tiene nada de particular. El señor Van Daan y yo siempre andamos discutiendo. Mamá siempre me trata como a una niñita, y a mí eso me da mucha rabia. Por lo demás, estamos algo mejor. Peter sigue sin caerme más simpático que antes; es un chico latoso, que está todo el día ganduleando en la cama, luego se pone a martillear un poco y cuando acaba se vuelve a tumbar. ¡Vaya un tonto!
Esta mañana mamá me ha vuelto a soltar un soberano sermón. Nuestras opiniones son diametralmente opuestas. Papá es un cielo, aunque a veces se enfada conmigo durante cinco minutos.
Afuera hace buen tiempo, y pese a todo tratamos de aprove­charlo en lo posible, tumbándonos en el catre que tenemos en el desván.

Tu Ana


21 de setiembre de 1942. (Añadido)

El señor Van Daan está como una malva conmigo últimamente. Yo le dejo hacer, sin oponerme.


Miércoles, z de setiembre de 1942

Querida Kitty:
Los Van Daan han tenido una gran pelea. Nunca he presen­ciado una cosa igual, ya que a papá y mamá ni se les ocurriría gri­tarse de esa manera. El motivo fue tan tonto que ni merece la pena mencionarlo. En fin, allá cada uno.
Claro que es muy desagradable para Peter, que está en medio de los dos, pero a Peter ya nadie lo toma en serio, porque es tremen­damente quisquilloso y vago. Ayer andaba bastante preocupado porque tenía la lengua de color azul en lugar de rojo. Este extraño fenómeno, sin embargo, desapareció tan rápido como se había producido. Hoy anda con una gran bufanda al cuello, ya que tiene tortícolis, y por lo demás el señor Van Daan se queja de que tiene lumbago. También tiene unos dolores en la zona del corazón, los riñones y el pulmón. ¡Es un verdadero hipocondríaco! (Se les llama así, ¿verdad?)
Mamá y la señora Van Daan no hacen muy buenas migas. Moti­vos para la discordia hay de sobra. Por poner un ejemplo: la se­ñora ha sacado del ropero común todas sus sábanas, dejando sólo tres. ¡Si se cree que toda la familia va a usar la ropa de mamá, se llevará un buen chasco cuando vea que mamá ha seguido su ejemplo!
Además, la señora está de mala uva porque no usamos nuestra vajilla, y sí la suya. Siempre está tratando de averiguar dónde he­mos metido nuestros platos; están más cerca de lo que ella su­pone: en el desván, metidos en cajas de cartón, detrás de un mon­tón de material publicitario de Opekta. Mientras estemos escon­didos, los platos estarán fuera de alcance. ¡Tanto mejor!
A mí siempre me ocurren toda clase de desgracias. Ayer rompí en mil pedazos un plato sopero de la señora.
-i Ay! -exclamó furiosa-. Ten más cuidado con lo que haces, que es lo uno que me queda.
Por favor ten en cuenta, Kitty, que las dos señoras de la casa ha­blan un holandés macarrónico (de los señores no me animo a de­cir nada, se ofenderían mucho). Si vieras cómo mezclan y confun­den todo, te partirías de risa. Ya ni prestamos atención al asunto, ya que no tiene sentido corregirlas. Cuando te escriba sobre al­guna de ellas, no te citaré textualmente lo que dicen, sino que lo pondré en holandés correcto.
La semana pasada ocurrió algo que rompió un poco la monoto­nía: tenía que ver con un libro sobre mujeres y Peter. Has de saber que a Margot y Peter les está permitido leer casi todos los libros que nos presta el señor Kleiman, pero este libro en concreto sobre un tema de mujeres, los adultos prefirieron reservárselo para ellos. Esto despertó en seguida la curiosidad de Peter. ¿Qué cosas prohibidas contendría ese libro? Lo cogió a escondidas de donde lo tenía guardado su madre mientras ella estaba abajo charlando, y se llevó el botín a la buhardilla. Este método funcionó bien du­rante dos días; la señora Van Daan sabía perfectamente lo que pa­saba, pero no decía nada, hasta que su marido se enteró. Este se enojó, le quitó el libro a Peter y pensó que la cosa terminaría ahí. Sin embargo, había subestimado la curiosidad de su hijo, que no se dejó impresionar por la enérgica actuación de su padre. Peter se puso a rumiar las posibilidades de seguir con la lectura de este li­bro tan interesante.
Su madre, mientras tanto, consultó a mamá sobre lo que pen­saba del asunto. A mamá le pareció que éste no era un libro muy recomendable para Margot, pero los otros no tenían nada de malo, según ella.
-Entre Margot y Peter, señora Van Daan -dijo mamá-, hay una gran diferencia. En primer lugar, Margot es una chica, y las mujeres siempre son más maduras que los varones; en segundo lugar, Margot ya ha leído bastantes libros serios y no anda bus­cando temas que ya no le están prohibidos, y en tercer lugar, Margot es más seria y está mucho más adelantada, puesto que ya ha ido cuatro años al liceo.
La señora Van Daan estuvo de acuerdo, pero de todas maneras consideró que en principio era inadecuado dar a leer a los jóvenes libros para adultos.
Entretanto, Peter encontró el momento indicado en el que na­die se preocupara por el libro ni le prestara atención a él: a las siete y media de la tarde, cuando toda la familia se reunía en el antiguo despacho de papá para escuchar la radio, se llevaba el tesoro a la buhardilla. A las ocho y media tendría que haber vuelto de nuevo abajo, pero como el libro lo había cautivado tanto, no se fijó en la hora y justo estaba bajando la escalera del desván cuando su padre entraba en el cuarto de estar. Lo que siguió es fácil de imaginar: un cachete, un golpe, un tirón, el libro tirado sobre la mesa y Peter de vuelta en la buhardilla.
Así estaban las cosas cuando la familia se reunió para cenar. Peter se quedó arriba, nadie le hacía caso, tendría que irse a la cama sin comer. Seguimos comiendo, conversando alegremente, cuando de repente se oyó un pitido penetrante. Todos soltamos los tenedores y miramos con las caras pálidas del susto.
Entonces oímos la voz de Peter por el tubo de la chimenea:
-¡No os creáis que bajaré!
El señor Van Daan se levantó de un salto, se le cayó la servilleta al suelo, y con la cara de un rojo encendido exclamó: -¡Hasta aquí hemos llegado!
Papá lo cogió del brazo, temiendo que algo malo pudiera pa­sarle, y juntos subieron al desván. Tras muchas protestas y pata­leo, Peter fue a parar a su habitación, la puerta se cerró y nosotros seguimos comiendo.
La señora Van Daan quería guardarle un bocado a su niñito, pero su marido fue terminante.
-Si no se disculpa inmediatamente, tendrá que dormir en la bu­hardilla.
Todos protestamos; mandarlo a la cama sin cenar ya nos parecía castigo suficiente. Si Peter llegaba a acatarrarse, no podríamos ha­cer venir a ningún médico.
Peter no se disculpó, y volvió a instalarse en la buhardilla. El se­ñor Van Daan no intervino más en el asunto, pero por la mañana descubrió que la cama de Peter había sido usada. Éste había vuelto a subir al desván a las siete, pero papá lo convenció con buenas pa­labras para que bajara. Al cabo de tres días de ceños fruncidos y de silencios obstinados, todo volvió a la normalidad.

Tu Ana


Lunes, 21 de setiembre de 1942


Querida Kitty:
Hoy te comunicaré las noticias generales de la Casa de atrás. Por encima de mi diván hay una lamparita para que pueda tirar de una cuerda en caso de que haya disparos. Sin embargo, de mo­mento esto no es posible, ya que tenemos la ventana entornada día y noche.
La sección masculina de la familia Van Daan ha fabricado una despensa muy cómoda, de madera barnizada y provista de mos­quiteros de verdad. Al principio habían instalado el armatoste en el cuarto de Peter, pero para que esté más fresco lo han trasladado al desván. En su lugar hay ahora un estante. Le he recomendado a Peter que allí ponga la mesa, con un bonito mantel, y que cuelgue el armarito en la pared, donde ahora tiene la mesa. Así, aún puede convertirse en un sitio acogedor, aunque a mí no me gustaría dor­mir ahí.
La señora Van Daan es insufrible. Arriba me regañan continua­
mente porque hablo sin parar, pero yo no les hago caso. Una no­vedad es que a la señora ahora le ha dado por negarse a fregar las ollas. Cuando queda un poquitín dentro, en vez de guardarlo en una fuente de vidrio deja que se pudra en la olla. Y si luego a Margot le toca fregar muchas ollas, la señora le dice:
-Ay Margot, Margotita, ¡cómo trabajas!
El señor Kleiman me trae cada quince días algunos libros para niñas. Me encanta la serie de libros sobre Joop ter Heul, y los de Cissy van Marxveldt por lo general también me gustan mucho. Locura de verano me lo he leído ya cuatro veces, pero me siguen divirtiendo mucho las situaciones tan cómicas que describe.
Con papá estamos haciendo un árbol genealógico de su familia, y sobre cada uno de sus miembros me va contando cosas.
Ya hemos empezado otra vez los estudios. Yo hago mucho francés, y cada día me machaco la conjugación de cinco verbos irregulares. Sin embargo, he olvidado mucho de lo que aprendí en el colegio.
Peter ha encarado con muchos suspiros su tarea de estudiar inglés. Algunos libros acaban de llegar; los cuadernos, lápices, gomas de borrar y etiquetas me los he traído de casa en grandes cantidades. Pim (así llamo cariñosamente a papá) quiere que le demos clases de holandés. A mí no me importa dárselas, en compensación por la ayuda que me da en francés y otras asigna­turas. Pero no te imaginas los errores garrafales que comete. ¡Son increíbles!
A veces me pongo a escuchar Radio Orange[1]; hace poco habló el príncipe Bernardo, que contó que para enero esperan el naci­miento de un niño. A mí me encanta la noticia, pero en casa no entienden m¡ afición por la Casa de Orange[2].

Hace días estuvimos hablando de que todavía soy muy igno­rante, por lo que al día siguiente me puse a estudiar como loca, porque no me apetece para nada tener que volver al primer curso cuando tenga catorce o quince años. En esa conversación también se habló de que casi no me permiten leer nada. Mamá de momento está leyendo Hombres, mujeres y criados, pero a mí por supuesto no me lo dejan leer (¡a Margot sí!); primero tengo que tener más cultura, como la sesuda de mi hermana. Luego hablamos de mi ig­norancia en temas de filosofía, psicología y fisiología (estas pala­bras tan difíciles he tenido que buscarlas en el diccionario), y es cierto que de eso no sé nada. ¡Tal vez el año que viene ya sepa algo!
He llegado a la aterradora conclusión de que no tengo más que un vestido de manga larga y tres chalecos para el invierno. Papá me ha dado permiso para que me haga un jersey de lana blanca. La lana que tengo no es muy bonita que digamos, pero el calor que me dé me compensará de sobras. Tenemos algo de ropa en casa de otra gente, pero lamentablemente sólo podremos ir a recogerla cuando termine la guerra, si es que para entonces todavía sigue allí.
Hace poco, justo cuando te estaba escribiendo algo sobre ella, apareció la señora Van Daan. ¡Plaf!, tuve que cerrar el cuaderno de golpe.
-Oye, Ana, ¿no me enseñas algo de lo que escribes? -No, señora, lo siento.
-¿Tampoco la última página?
-No, señora, tampoco.
Menudo susto me llevé, porque lo que había escrito sobre ella justo en esa página no era muy halagüeño que digamos.
Así, todos los días pasa algo, pero soy demasiado perezosa y es­toy demasiado cansada para escribírtelo todo.

Tu Ana




Viernes, 25 de setiembre de 1942

Querida Kitty:
Papá tiene un antiguo conocido, el señor Dreher, un hombre de unos setenta y cinco años, bastante sordo, enfermo y pobre, que tiene a su lado, a modo de apéndice molesto, a una mujer veinti­siete años menor que él, igualmente pobre, con los brazos llenos de brazaletes y anillos falsos y de verdad, que le han quedado de otras épocas. Este señor Dreher ya le ha causado a papá muchas molestias, y siempre he admirado su inagotable paciencia cuando atendía a este pobre tipo al teléfono. Cuando aún vivíamos en casa, mamá siempre le recomendaba a papá que colocara el auricu­lar al lado de un gramófono, que a cada tres minutos dijera «sí se­ñor Dreher, no señor Dreher», porque total el viejo no entendía ni una palabra de las largas respuestas de papá.
Hoy el señor Dreher telefoneó a la oficina y le pidió a Kugler que pasara un momento a verle. A Kugler no le apetecía y quiso enviar a Miep. Miep llamó por teléfono para disculparse. Luego la señora de Dreher telefoneó tres veces, pero como presuntamente Miep no estaba en toda la tarde, tuvo que imitar al teléfono la voz de Bep. En el piso de abajo, en las oficinas, y también arriba hubo grandes carcajadas, y ahora, cada vez que suena el teléfono, dice Bep: «¿Debe de ser la señora Dreher!» por lo que a Miep ya le da la risa de antemano y atiende el teléfono entre risitas muy poco cor­teses. Ya ves, seguro que en el mundo no hay otro negocio como el nuestro, en el que los directores y las secretarias se divierten horrores.
Por las noches me paso a veces por la habitación de los Van Daan a charlar un rato. Comemos una «galleta apolillada» con me­laza (la caja de galletas estaba guardada en el ropero atacado por las polillas) y lo pasamos bien. Hace poco hablamos de Peter. Yo les conté que Peter me acaricia a menudo la mejilla y que eso a mí no me gusta. Ellos me preguntaron de forma muy paternalista si yo no podía querer a Peter, ya que él me quería mucho. Yo pensé «¡huy!» y contesté que no. ¡Figúrate! Entonces le dije que Peter era un poco torpe y que me parecía que era tímido. Eso les pasa a todos los chicos cuando no están acostumbrados a tratar con chicas.
Debo decir que la Comisión de Escondidos de la Casa de atrás (sección masculina) es muy inventiva. Fíjate lo que han ideado para hacerle llegar al señor Broks, representante de la Cía.
Opekta, conocido nuestro y depositario de algunos de nuestros bienes escondidos, un mensaje de nuestra parte: escriben una carta a máquina dirigida a un tendero que es cliente indirecto de Opekta en la provincia de Zelanda, pidiéndole que rellene una nota adjunta y nos la envíe a vuelta de correo en el sobre también adjunto. El sobre ya lleva escrita la dirección en letra de papá. Cuando llega todo a Zelanda, reemplazan la nota por una señal de vida manuscrita de papá. Así, Broks la lee sin albergar sospechas. Han escogido precisamente Zelanda porque al estar cerca de Bél­gica la carta puede haber pasado la frontera de manera clandestina y porque nadie puede viajar allí sin permiso especial. Un represen­tante corriente como Broks seguro que nunca recibiría un per­miso así.
Anoche papá volvió a hacer teatro. Estaba muerto de cansancio y se fue a la cama tambaleándose. Como tenía frío en los pies, le puse mis escarpines para dormir. A los cinco minutos ya se le ha­bían caído al suelo. Luego tampoco quería luz y metió la cabeza debajo de la sábana. Cuando se apagó la luz fue sacando la cabeza lentamente. Fue algo de lo más cómico. Luego, cuando estábamos hablando de que Peter trata de «tía» a Margot, se oyó de repente la voz cavernosa de papá, diciendo: «tía María».
El gato Mouschi está cada vez más bueno y simpático conmigo, pero yo sigo teniéndole un poco de miedo.

Tu Ana


Domingo, 27 de setiembre de 1942

Querida Kitty:
Hoy he tenido lo que se dice una «discusión» con mamá, pero lamentablemente siempre se me saltan en seguida las lágrimas, no lo puedo evitar. Papá siempre es bueno conmigo, y también mu­cho más comprensivo. En momentos así, a mamá no la soporto, y es que se le nota que soy una extraña para ella, ni siquiera sabe lo que pienso de las cosas más cotidianas.
Estábamos hablando de criadas, de que habría que llamarlas «asistentas domésticas», y de que después de la guerra seguro que será obligatorio llamarlas así. Yo no estaba tan segura de ello, y entonces me dijo que yo muchas veces hablaba de lo que pasará «más adelante», y que pretendía ser una gran dama, pero eso no es cierto; ¿acaso yo no puedo construirme mis propios castillitos en el aire? Con eso no hago mal a nadie, no hace falta que se lo to­men tan en serio. Papá al menos me defiende; si no fuera por él, seguro que no aguantaría seguir aquí, o casi.
Con Margot tampoco me llevo bien. Aunque en nuestra familia nunca hay enfrentamientos como el que te acabo de describir, para mí no siempre es agradable ni mucho menos formar parte de ella. La manera de ser de Margot y de mamá me es muy extraña. Comprendo mejor a mis amigas que a mi propia madre. Una lás­tima, ¿verdad?
La señora Van Daan está de mala uva por enésima vez. Está muy malhumorada y va escondiendo cada vez más pertenencias personales. Lástima que mamá, a cada ocultación vandaaniana, no responda con una ocultación frankiana.
Hay algunas personas a las que parece que les diera un placer especial educar no sólo a sus propios hijos, sino también partici­par en la educación de los hijos de sus amigos. Tal es el caso de Van Daan. A Margot no hace falta educarla, porque es la bondad, la dulzura y la sapiencia personificada; a mí, en cambio, me ha to­cado en suerte ser maleducada por partida doble. Cuando estamos todos comiendo, las recriminaciones y las respuestas insolentes van y vienen más de una vez. Pápa y mamá siempre me defienden a capa y espada, si no fuera por ellos no podría entablar la lucha tantas veces sin pestañear. Aunque una y otra vez me dicen que tengo que hablar menos, no meterme en lo que no me importa y ser más modesta, mis esfuerzos no tienen demasiado éxito. Si papá no tuviera tanta paciencia, yo ya habría perdido hace mucho las esperanzas de llegar a satisfacer las exigencias de mis propios padres, que no son nada estrictas.
Cuando en la mesa me sirvo poco de alguna verdura que no me gusta nada, y como patatas en su lugar, el señor Van Daan, y sobre todo su mujer, no soportan que me consientan tanto. No tardan en dirigirme un «¿Anda, Ana, sírvete más verdura!»
-No, gracias, señora -le contesto-. Me basta con las patatas.
-La verdura es muy sana, lo dice tu propia madre. Anda, sír­vete -insiste, hasta que intercede papá y confirma mi negativa.
Entonces, la señora empieza a despotricar:
-Tendrían que haber visto cómo se hacía en mi casa. Allí por lo menos se educaba a los niños. A esto no lo llamo yo educar. Ana es una niña terriblemente malcriada. Yo nunca lo permitiría. Si Ana fuese mi hija...
Así siempre empiezan y terminan todas sus peroratas: «Si Ana fuera mi hija...» ¡Pues por suerte no lo soy!
Pero volviendo a nuestro tema de la educación, ayer, tras las pa­labras elocuentes de la señora, se produjo un silencio. Entonces papá contestó:
-A mí me parece que Ana es una niña muy bien educada, al menos ya ha aprendido a no contestarle a usted cuando le suelta sus largas peroratas. Y en cuanto a la verdura, no puedo más que contestarle que a lo dicho, viceversa.
La señora estaba derrotada, y bien. El «viceversa» de papá estaba dirigido directamente a ella, ya que por las noches nunca come ju­días ni coles, porque le produce «ventosidad». Pero eso también podría decirlo yo. ¡Qué mujer más idiota! Por lo menos, que no se meta conmigo.
Es muy cómico ver la facilidad con que se pone colorada. Yo por suerte no, y se ve que eso a ella, secretamente, le da mucha rabia.
Tu Ana


Lunes, z8 de septiembre de 1942

Querida Kitty:
Cuando todavía faltaba mucho para terminar mi carta de ayer, tuve que interrumpir la escritura. No puedo reprimir las ganas de informarte sobre otra disputa, pero antes de empezar debo con­tarte otra cosa: me parece muy curioso que los adultos se peleen tan fácilmente y por cosas pequeñas. Hasta ahora siempre he pen­sado que reñir era cosa de niños, y que con los años se pasaba. Claro que a veces hay motivo para pelearse en serio, pero las ren­cillas de aquí no son más que riñas de poca monta. Como están a la orden del día, en realidad ya debería estar acostumbrada a ellas. Pero no es el caso, y no lo será nunca, mientras sigan hablando de mí en casi todas las discusiones (ésta es la palabra que usan en lu­gar de riña, lo que por supuesto no está mal, pero la confusión es por el alemán). Nada, pero absolutamente nada de lo que yo hago les cae bien: mi comportamiento, mi carácter, mis modales, todos y cada uno de mis actos son objeto de un tremendo chismorreo y de continuas habladurías, y las duras palabras y gritos que me sueltan, dos cosas a las que no estaba acostumbrada, me los tengo que tragar alegremente, según me ha recomendado una autoridad en la materia. ¡Pero yo no puedo! Ni pienso permitir que me in­sulten de esa manera. Ya les enseñaré que Ana Frank no es nin­guna tonta, se quedarán muy sorprendidos y deberán cerrar sus bocazas cuando les haga ver que antes de ocuparse tanto de mi educación, deberían ocuparse de la suya propia. ¡Pero qué se han creído! ¡Vaya unos zafios! Hasta ahora siempre me ha dejado per­pleja tanta grosería y, sobre todo, tanta estupidez (de la señora Van Daan). Pero tan pronto como esté acostumbrada, y ya no falta mucho, les pagaré con la misma moneda. ¡Ya no volverán a hablar del mismo modo! ¿Es que realmente soy tan maleducada, tan terca, tan caprichosa, tan poco modesta, tan tonta, tan hara­gana, etc., etc., corno dicen los de arriba? Claro que no. Ya sé que tengo muchos defectos y que hago muchas cosas mal, ¡pero tam­poco hay que exagerar tanto! Si supieras, Kitty, cómo a veces me hierve la sangre cuando todos se ponen a gritar y a insultar de ese modo. Te aseguro que no falta mucho para que toda mi rabia con­tenida estalle.
Pero basta ya de hablar de este asunto. Ya te he aburrido bas­tante con mis disputas, y sin embargo no puedo dejar de relatarte una discusión de sobremesa harto interesante.
A raíz de no sé qué tema llegamos a hablar sobre la gran modestia de Pim. Dicha modestia es un hecho indiscutible, que hasta el más idiota no puede dejar de admitir. De repente, la señora Van Daan, que siempre tiene que meterse en todas las conversaciones, dijo:
-Yo también soy muy modesta, mucho más modesta que mi marido.
¡Habráse visto! ¡Pues en esta frase sí que puede apreciarse cla­ramente toda su modestia! El señor Van Daan, que creyó necesa­rio aclarar aquello de «que mi marido», replicó muy tranquila­mente:
-Es que yo no quiero ser modesto. Toda mi vida he podido ver que las personas que no son modestas llegan mucho más lejos que las modestas.
Y dirigiéndose a mí, dijo:
-No te conviene ser modesta, Ana. No llegarás a ninguna parte siendo modesta.
Mamá estuvo completamente de acuerdo con este punto de vista, pero la señora Van Daan, como de costumbre, tuvo que aña­dir su parecer a este tema educacional. Por esta única vez, no se dirigió directamente a mí, sino a mis señores padres, pronun­ciando las siguientes palabras:
-¡Qué concepción de la vida tan curiosa la suya, al decirle a Ana una cosa semejante! En mis tiempos no era así, y ahora se­guro que tampoco lo es, salvo en una familia moderna como la suya.
Esto último se refería al método educativo moderno, tantas ve­ces defendido por mamá. La señora Van Daan estaba coloradísima de tanto sulfurarse. Una persona que se pone colorada se altera cada vez más por el acaloramiento y por consiguiente lleva todas las de perder frente a su adversario.
La madre no colorada, que quería zanjar el asunto lo antes posi­ble, recapacitó tan sólo un instante, y luego respondió:
-Señora Van Daan, también yo opino ciertamente que en la vida es mucho mejor no ser tan modesta. Mi marido, Margot y Peter son todos tremendamente modestos. A su marido, a Ana, a usted y a mí no nos falta modestia, pero tampoco permitimos que se nos dé de lado.
La señora Van Daan:
-¡Pero señora, no la entiendo! De verdad que soy muy, pero que muy modesta. ¡Cómo se le ocurre llamarme poco modesta a mí!
Mamá:
-Es cierto que no le falta modestia, pero nadie la consideraría verdaderamente modesta.
La señora:
-Me gustaría saber en qué sentido soy poco modesta. ¡Si yo aquí no cuidara de mí misma, nadie lo haría, y entonces tendría que morirme de hambre, pero eso no significa que no sea igual de modesta que su marido!
Lo único que mamá pudo hacer con respecto a esta autodefensa tan ridícula fue reírse. Esto irritó a la señora Van Daan, que conti­nuó su maravillosa perorata soltando una larga serie de hermosas palabras germano-holandesas y holando-germanas, hasta que la oradora nata se enredó tanto en su propia palabrería, que final­mente se levantó de su silla y quiso abandonar la habitación, pero entonces sus ojos se clavaron en mí. ¡Deberías haberlo visto! De­ safortunadamente, en el mismo momento en que la señora nos había vuelto la espalda, yo meneé burlonamente la cabeza, no a propósito, sino de manera más bien involuntaria, por haber estado siguiendo la conversación con tanta atención. La señora se volvió y empezó a reñirme en voz alta, en alemán, de manera soez y gro­sera, como una verdulera gorda y colorada. Daba gusto verla. Si supiera dibujar, ¡cómo me habría gustado dibujar a esa mujer ba­jita y tonta en esa posición tan cómica! De todos modos, he aprendido una cosa, y es lo siguiente: a la gente no se la conoce bien hasta que no se ha tenido una verdadera pelea con ella. Sólo entonces puede uno juzgar el carácter que tienen.
Tu Ana


Martes, 29 de setiembre de 1942

Querida Kitty:
A los escondidos les pasan cosas muy curiosas. Figúrate que como no tenemos bañera, nos bañamos en una pequeña tina, y como sólo la oficina (con esta palabra siempre me refiero a todo el piso de abajo) dispone de agua caliente, los siete nos turnamos para bajar y aprovechar esta gran ventaja. Pero como somos todos tan distintos y la cuestión del pudor y la vergüenza está más desa­rrollada en unos que en otros, cada miembro de la familia se ha buscado un lugar distinto para bañarse. Peter se baña en la cocina, pese a que ésta tiene una puerta de cristal. Cuando va a darse un baño, pasa a visitarnos a todos por separado para comunicarnos que durante la próxima media hora no debemos transitar por la cocina. Esta medida le parece suficiente. El señor Van Daan se baña en el piso de arriba. Para él la seguridad del baño tomado en su propia habitación le compensa la molestia de subir toda el agua caliente tantos pisos. La señora, de momento, no se baña en nin­guna parte; todavía está buscando el mejor sitio para hacerlo. Papá se baña en su antiguo despacho, mamá en la cocina, detrás de una mampara, y Margot y yo hemos elegido para nuestro chapoteo la oficina grande. Los sábados por la tarde cerramos las cortinas y nos aseamos a oscuras. Mientras una está en la tina, la otra espía por la ventana por entre las cortinas cerradas y curiosea a la gente graciosa que pasa.
Desde la semana pasada ya no me agrada este lugar para ba­ñarme y me he puesto a buscar un sitio más confortable. Fue Peter quien me dio la idea de instalar la tina en el amplio lavabo de las oficinas. Allí puedo sentarme, encender la luz, cerrar la puerta con el pestillo, vaciar la tina yo sola sin la ayuda de nadie, y ade­más estoy a cubierto de miradas indiscretas. El domingo fue el día en que estrené mi hermoso cuarto de baño, y por extraño que suene, me gusta más que cualquier otro sitio.
El miércoles vino el fontanero, y en el lavabo de las oficinas quitó las cañerías que nos abastecen de agua y las volvió a instalar en el pasillo. Este cambio se ha hecho pensando en un invierno frío, para evitar que el agua de la cañería se congele. La visita del fontanero no fue nada placentera. No sólo porque durante el día no podíamos dejar correr el agua, sino porque tampoco podíamos ir al retrete. Ya sé que no es muy educado contarte lo que hemos hecho para remediarlo, pero no soy tan pudorosa como para no hablar de estas cosas. Ya al principio de nuestro período de escon­didos, papá y yo improvisamos un orinal; al no disponer de uno verdadero, sacrificamos para este fin un frasco de los de hacer conservas. Durante la visita del fontanero, pusimos dichos frascos en la habitación y allí guardamos nuestras necesidades de ese día. Esto me pareció mucho menos desagradable que el hecho de tener que pasarme todo el día sentada sin moverme y sin hablar. No puedes imaginarte lo difícil que le resultó esto a la señorita Cua­cua-cuá. Habitualmente ya debemos hablar en voz baja, pero no poder abrir la boca ni moverse es mil veces peor.
Después de estar tres días seguidos pegada a la silla, tenía el tra­sero todo duro y dolorido. Con unos ejercicios de gimnasia ves­pertina pude hacer que se me quitara un poco el dolor.

Tu Ana


Jueves, 1º de octubre de 1942

Querida Kitty:
Ayer me di un susto terrible. A las ocho alguien tocó el timbre muy fuerte. Pensé que serían ya sabes quiénes. Pero cuando todos aseguraron que serían unos gamberros o el cartero, me calmé.
Los días transcurren en silencio. Levinsohn, un farmacéutico y químico judío menudo que trabaja para Kugler en la cocina, co­noce muy bien el edificio y por eso tenemos miedo de que se le ocurra ir a echar un vistazo al antiguo laboratorio. Nos mantene­mos silenciosos como ratoncitos bebés. ¡Quién iba a decir hace tres meses que «doña Ana puro nervio» debería y podría estar sen­tada quietecita horas y horas!
El 29 cumplió años la señora Van Daan. Aunque no hubo gran­des festejos, se la agasajó con flores, pequeños obsequios y buena comida. Los claveles rojos de su señor esposo parecen una tradi­ción familiar.
Volviendo a la señora Van Daan, puedo decirte que una fuente permanente de irritación y disgusto para mí es cómo coquetea con papá. Le acaricia la mejilla y el pelo, se sube muchísimo la falda, dice cosas supuestamente graciosas y trata de atraer de esta manera la atención de Pim. Por suerte a Pim ella no le gusta ni la encuentra simpática, de modo que no hace caso de sus coqueteos. Como sabes, yo soy bastante celosa por naturaleza, así que todo esto me sabe muy mal. ¿Acaso mamá hace esas cosas delante de su marido? Eso mismo se lo he dicho a la señora en la cara.
Peter tiene alguna ocurrencia divertida de vez en cuando. Al menos una de sus aficiones que hace reír a todos, la comparte conmigo: le gusta disfrazarse. Un día aparecimos él metido en un vestido negro muy ceñido de su madre, y yo vestida con un traje suyo; Peter llevaba un sombrero y yo una gorra. Los mayores se partían de risa y nosotros no nos divertimos menos.
Bep ha comprado unas faldas nuevas para Margot y para mí en los grandes almacenes Bijenkorf. Son de una tela malísima, parece yute, como aquella tela de la que hacen sacos para meter patatas. Una falda que las tiendas antes ni se hubieran atrevido a vender, vale ahora 7,75 florines o 24 florines, respectivamente. Otra cosa que se avecina: Bep ha encargado a una academia unas clases de ta­quigrafía por correspondencia para Margot, para Peter y para mí. Ya verás en qué maravillosos taquígrafos nos habremos conver­tido el año que viene. A mí al menos me parece superinteresante aprender a dominar realmente esa escritura secreta.
Tengo un dolor terrible en el índice izquierdo, con lo que no puedo planchar. ¡Por suerte!
El señor Van Daan quiso que yo me sentara a su lado a la mesa, porque a su gusto Margot no come suficiente; a mí no me desa­grada cambiar por un tiempo. En el jardín ahora siempre hay un  gatito negro dando vueltas, que me recuerda a mi querido Moortje, pobrecillo. Mamá siempre tiene algo que objetar, sobre todo cuando estamos comiendo, por eso también me gusta el cambio que hemos hecho. Ahora la que tiene que soportarla es Margot, o mejor dicho no tiene que soportarla nada, porque total a ella mamá no le hace esos comentarios tan ponzoñosos, la niña ejem­plar. Con eso de la niña ejemplar ahora me paso el día haciéndola rabiar, y ella no lo soporta. Quizá así aprenda a dejar de serlo. ¡Buena hora sería!
Para terminar esta serie de noticias variadas, un chiste muy di­vertido del señor Van Daan: ¿Sabes lo que hace 99 veces «clic» y una vez «clac»? ¡Un ciempiés con una pata de palo!

Tu Ana


Sábado, 3 de octubre de 1942

Querida Kitty:
Ayer me estuvieron gastando bromas por haber estado tum­bada en la cama junto al señor Van Daan. «¡A esta edad! ¡Qué es­cándalo!» y todo tipo de comentarios similares. ¡Qué tontos son! Nunca me acostaría con Van Daan, en el sentido general de la pa­labra, naturalmente.
Ayer hubo otro encontronazo; mamá empezó a despotricar y le contó a papá todos mis pecados, y entonces se puso a llorar, y yo también, claro, y eso que ya tenía un dolor de cabeza horrible. Fi­nalmente le conté a papaíto que lo quiero mucho más a él que a mamá. Entonces él dijo que ya me pasaría, pero no le creo. Es que a mamá no la puedo soportar y me tengo que esforzar muchísimo para no estar siempre soltándole bufidos y calmarme. A veces me gustaría darle una torta, no sé de dónde sale esta enorme antipatía que siento por ella. Papá me ha dicho que cuando mamá no se siente bien o tiene dolor de cabeza, yo debería tomar la iniciativa para ofrecerme a hacer algo por ella, pero yo no lo hago, porque no la quiero y sencillamente no me sale. También puedo imagi­narme que algún día mamá se morirá, pero me parece que nunca podría superar que se muriera papá. Espero que mamá nunca lea esto ni lo demás.
Últimamente me dejan leer más libros para adultos. Ahora es­ toy leyendo La niñez de Eva, de Nico van Suchtelen. No veo que haya mucha diferencia entre las novelas para chicas y esto. Eva pensaba que los niños crecían en los árboles, como las manzanas, y que la cigüeña los recoge cuando están maduros y se los lleva a las madres. Pero la gata de su amiga tuvo cría y los gatitos salían de la madre gata. Ella pensaba que la gata ponía huevos, igual que las gallinas, y que se ponía a empollarlos, y también que las madres que tienen un niño, unos días antes suben a poner un huevo y luego lo empollan. Cuando viene el niño, las madres todavía están debilitadas de tanto estar en cuclillas. Eva también quería tener un niño. Cogió un chal de lana y lo extendió en el suelo, donde caería el huevo. Entonces se puso de cuclillas a hacer fuerza. Al mismo tiempo empezó a cacarear, pero no le vino ningún huevo. Por fin, después de muchos esfuerzos, salió algo que no era ningún huevo, sino una salchichita. Eva sintió mucha vergüenza. Pensó que es­taba enferma. ¿Verdad que es cómico? La niñez de Eva también habla de mujeres que venden sus cuerpos en unos callejones por un montón de dinero. A mí me daría muchísima vergüenza algo así. Además también habla de que a Eva le vino la regla. Es algo que quisiera que también me pasara a mí, así al menos sería adulta.
Papá anda refunfuñando y amenaza con quitarme el diario. ¡Por favor, no! ¡Vaya un susto! En lo sucesivo será mejor que lo es­conda.
Tu Ana


Miércoles, 7 de octubre de 1942

Me imagino que...
viajo a Suiza. Papá y yo dormimos en la misma habitación, mientras que el cuarto de estudio de los chicos[3] pasa a ser mi cuarto privado, en el que recibo a las visitas. Para darme una sor­presa me han comprado un juego de muebles nuevos, con mesita de té, escritorio, sillones y un diván, todo muy, pero muy bonito. Después de unos días, papá me da 150 florines, o el equivalente en moneda suiza, pero digamos que son florines, y dice que me com­pre todo lo que me haga falta, sólo para mí. (Después, todas las semanas me da un florín, con el que también puedo comprarme lo que se me antoje.) Salgo con Bernd y me compro:

3 blusas de verano, a razón de o,5o = 1,50
3 pantalones de verano, a razón de 0,50 = 1,50
3 blusas de invierno, a razón de 0,75 = 2,25
3 pantalones de invierno, a razón de 0,75 = 2,25
2 enaguas, a razón de o, 5o = 1,oo
2 sostenes (de la talla más pequeña), a razón de o,5o = 1,00
5 pijamas, a razón de 1,oo = 5,00
1 salto de cama de verano, a razón de 2,50 = 2,50
1 salto de cama de invierno a razón de 3,00 = 3,00
2 mañanitas, a razón de 0,75 = 1,50
1 cojín, a razón de 1,00 = 1,00
1 par de zapatillas de verano, a razón de 1,00 = 1,00
1 par de zapatillas de invierno, a razón de 1,50 = 1,50
1 par de zapatos de verano (colegio), a razón de 1,50 = 1,50
1 par de zapatos de verano (vestir), a razón de 2,oo = 2,00
1 par de zapatos de invierno (colegio), a razón de 2,50 = 2,50
1 par de zapatos de invierno (vestir), a razón de 3,00 = 3,00
2 delantales, a razón de 0,50 = 1,00
25 pañuelos, a razón de 0,05 = 1,25
4 pares de medias de seda, a razón de 0,75 = 3,00
4 pares de calcetines largos hasta la rodilla, a razón de 0,50 = 2,00
4 pares de calcetines cortos, a razón de 0,25 = 1,00
2 pares de medias de lana, a razón de 1,00 = 2,00
3 ovillos de lana blanca (pantalones, gorro) = 1,50
3 ovillos de lana azul (jersey, falda) = 1,50
3 ovillos de lana de colores (gorro, bufanda) = 1,50
chales, cinturones, cuellos, botones = 1,25
También 2 vestidos para el colegio (verano), 2 vestidos para el colegio (invierno), 2 vestidos de vestir (verano), a vestidos de vestir (invierno), 1 falda de verano, 1 falda de invierno de vestir, 1 falda de invierno para el colegio, 1 gabardina, 1 abrigo de verano, i abrigo de invierno, 2 sombreros, z gorros. Todo junto son 10 florines.
2 bolsos, i traje para patinaje sobre hielo, 1 par de patines con zapatos, 1 caja (con polvos, pomadas, crema desmaquilla­dora, aceite bronceador, algodón, gasas y esparadrapos, colo­
rete, barra de labios, lápiz de cejas, sales de baño, talco, agua de colonia, jabones, borla).
Luego cuatro jerseys a razón de 1,50, 4 blusas a razón de 1,oo, objetos varios por un valor total de 1o,oo, regalos por valor de 4,50


Viernes, 9 de octubre de 1942

Querida Kitty:
Hoy no tengo más que noticias desagradables y desconsolado­ras para contarte. A nuestros numerosos amigos y conocidos ju­díos se los están llevando en grupos. La Gestapo no tiene la mí­nima consideración con ellos, los cargan nada menos que en vagones de ganado y los envían a Westerbork, el gran campo de concentración para judíos en la provincia de Drente. Miep nos ha hablado de alguien que logró fugarse de allí. Debe de ser un sitio horroroso. A la gente no le dan casi de comer y menos de beber. Sólo hay agua una hora al día, y no hay más que un retrete y un la­vabo para varios miles de personas. Hombres y mujeres duermen todos juntos, y a estas últimas y a los niños a menudo les rapan la cabeza. Huir es prácticamente imposible. Muchos llevan la marca inconfundible de su cabeza rapada o también la de su aspecto judío.
Si ya en Holanda la situación es tan desastrosa, ¿cómo vivirán en las regiones apartadas y bárbaras adonde los envían? Nosotros suponemos que a la mayoría los matan. La radio inglesa dice que los matan en cámaras de gas, quizá sea la forma más rápida de morir.
Estoy tan confusa por las historias de horror tan sobrecogedoras que cuenta Miep y que también a ella la estremecen. Hace poco, por ejemplo, delante de la puerta de su casa se había sentado una viejecita judía entumecida esperando a la Gestapo, que había ido a buscar una furgoneta para llevársela. La pobre vieja estaba muy atemorizada por los disparos dirigidos a los aviones ingleses que sobrevolaban la ciudad, y por el relampagueo de los reflecto­res. Sin embargo, Miep no se atrevió a hacerla entrar en su casa. Nadie lo haría. Sus señorías alemanas no escatiman medios para castigar.
También Bep está muy callada; al novio lo mandan a Alemania.
Cada vez que los aviones sobrevuelan nuestras casas, ella tiene miedo de que suelten sus cargas explosivas de hasta mil toneladas en la cabeza de su Bertus. Las bromas del tipo «seguro que no le caerán mil toneladas» y «con una sola bomba basta» me parece que están un tanto fuera de lugar. Bertus no es el único, todos los días salen trenes llenos de muchachos holandeses que van a trabajar a Alemania. En el camino, cuando paran en alguna pequeña esta­ción, algunos se bajan a escondidas e intentan buscar refugio. Una pequeña parte de ellos quizá lo consiga.
Todavía no he terminado con mis lamentaciones.
¿Sabes lo que es un rehén? Es el último método que han im­puesto como castigo para los saboteadores. Es los más horrible que te puedas imaginar. Detienen a destacados ciudadanos ino­centes y anuncian que los ejecutarán en caso de que alguien realice un acto de sabotaje. Cuando hay un sabotaje y no encuentran a los responsables, la Gestapo sencillamente pone a cuatro o cinco rehenes contra el paredón. A menudo los periódicos publican es­quelas mortuorias sobre estas personas, calificando sus muertes de «accidente fatal».
¡Bonito pueblo el alemán, y pensar que en realidad yo también pertenezco a él! Pero no, hace mucho que Hitler nos ha conver­tido en apátridas. De todos modos no hay enemistad más grande en el mundo que entre los alemanes y los judíos.

Tu Ana


Miércoles, 14 de octubre de 1942

Querida Kitty:
Estoy atareadísima. Ayer, primero traduje un capítulo de La beIle Nivernaise e hice un glosario. Luego resolví un problema de matemáticas dificilísimo y traduje tres páginas de gramática fran­cesa. Hoy tocaba gramática francesa e historia. Me niego a hacer problemas tan difíciles todos los días. Papá también dice que son horribles. Yo casi los sé hacer mejor que él, pero en realidad no nos salen a ninguno de los dos, de modo que siempre tenemos que recurrir a Margot. También estoy muy afanada con la taqui­grafía, que me encanta. Soy la que va más adelantada de los tres.
He leído Los exploradores. Es un libro divertido, pero no tiene
ni punto de comparación con Joop ter Heul. Por otra parte, apare­cen a menudo las mismas palabras, pero eso se entiende al ser de la misma escritora. Cissy van Marxveldt escribe de miedo. Fijo que luego se los daré a leer a mis hijos.
Además he leído un montón de obras de teatro de Körner. Me gusta cómo escribe. Por ejemplo: Eduviges, El primo de Bremen, La gobernanta, El dominó verde y otras más.
Mamá, Margot y yo hemos vuelto a ser grandes amigas, y en realidad me parece que es mucho mejor así. Anoche estábamos acostadas en mi cama Margot y yo. Había poquísimo espacio, pero por eso justamente era muy divertido. Me pidió que le dejara leer mi diario.
-Sólo algunas partes -le contesté, y le pedí el suyo. Me dejó que lo leyera.
Así llegamos al tema del futuro, y le pregunté qué quería ser cuando fuera mayor. Pero no quiso decírmelo, se lo guarda como un gran secreto. Yo he captado algo así como que le inte­resaría la enseñanza. Naturalmente, no sé si le convendrá, pero sospecho que tirará por ese lado. En realidad no debería ser tan curiosa.
Esta mañana me tumbé en la cama de Peter, después de ahuyen­tarlo. Estaba furioso, pero me importa un verdadero bledo. Podría ser más amable conmigo, porque sin ir más lejos, anoche le regalé una manzana.
Le pregunté a Margot si yo le parecía muy fea. Me contestó que tenía un aire gracioso, y que tenía unos ojos bonitos. Una res­puesta un tanto vaga, ¿no te parece?
¡Hasta la próxima!

Ana Frank

P. D. Esta mañana todos hemos pasado por la balanza. Margot pesa 6o kilos, mamá 6z, papá 701/2, Ana 431/2, Peter 67, la señora Van Daan 53, el señor Van Daan 75. En los tres meses que llevo aquí, he aumentado 81/2 kilos. ¡Cuánto!, ¿no?


Martes, 20 de octubre de 1942

Querida Kitty:
Todavía me tiembla la mano, a pesar de que ya han pasado dos horas desde el enorme susto que nos dimos. Debes saber que en el edificio hay cinco aparatos Minimax contra incendios. Los de abajo fueron tan inteligentes de no avisarnos que venía el carpintero, o como se le llame, a rellenar estos aparatos. Por consiguiente, no es­tábamos para nada tratando de no hacer ruido, hasta que en el des­cansillo (frente a nuestra puerta-armario) oí golpes de martillo. En seguida pensé que sería el carpintero y avisé a Bep, que estaba co­miendo, que no podría bajar a la oficina. Papá y yo nos apostamos junto a la puerta para oír cuándo el hombre se iba. Tras haber es­tado unos quince minutos trabajando, depositó el martillo y otras herramientas sobre nuestro armario (por lo menos, así nos pare­ció) y golpeó a la puerta. Nos pusimos blancos. ¿Habría oído algún ruido y estaría tratando de investigar el misterioso mueble? Así pa­recía, porque los golpes, tirones y empujones continuaban.
Casi me desmayo del susto, pensando en lo que pasaría si aquel perfecto desconocido lograba desmantelar nuestro hermoso es­condite. Y justo cuando pensaba que había llegado el fin de mis días, oímos la voz del señor Kleiman, diciendo:
-Abridme, soy yo.
Le abrimos inmediatamente. ¿Qué había pasado? El gancho con el que se cierra la puerta-armario se había atascado, con lo que nadie nos había podido avisar de la venida del carpintero. El hom­bre ya había bajado y Kleiman vino a buscar a Bep, pero no lo­graba abrir el armario. No te imaginas lo aliviada que me sentí. El hombre que yo creía que quería entrar en nuestra casa, había ido adoptando en mi fantasía proporciones cada vez más gigantescas, pasando a ser un fascista monstruoso como ninguno. ¡Ay!, por suerte esta vez todo acabó bien.
El lunes nos divertimos mucho. Miep y Jan pasaron la noche con nosotros. Margot y yo nos fuimos a dormir una noche con papá y mamá, para que los Gies pudieran ocupar nuestro lugar. La cena de honor estuvo deliciosa. Hubo una pequeña interrupción originada por la lámpara de papá, que causó un cortocircuito y nos dejó a oscuras. ¿Qué hacer? Plomos nuevos había, pero había que ir a cambiarlos al almacén del fondo, y eso de noche no era una tarea muy agradable. Igualmente, los hombres de la casa hicie­
ron un intento y a los diez minutos pudimos volver a guardar nuestras velas iluminatorias.
Esta mañana me levanté temprano. Jan ya estaba vestido. Tenía que marcharse a las ocho y media, de modo que a las ocho ya es­taba arriba desayunando. Miep se estaba vistiendo, y sólo tenía puesta la enagua cuando entré. Usa las mismas bragas de lana que yo para montar en bicicleta. Margot y yo también nos vestimos y subimos al piso de arriba mucho antes que de costumbre. Des­pués de un ameno desayuno, Miep bajó a la oficina. Llovía a cánta­ros, y se alegró de no tener que pedalear al trabajo bajo la lluvia. Hice las camas con papá y luego me aprendí la conjugación irre­gular de cinco verbos franceses. ¡Qué aplicada soy!, ¿verdad?
Margot y Peter estaban leyendo en nuestra habitación, y Mouschi se había instalado junto a Margot en el diván. Al acabar con mis irregularidades francesas yo también me sumé al grupo, y me puse a leer El canto eterno de los bosques. Es un libro muy bonito, pero muy particular, y ya casi lo he terminado.
La semana que viene también Bep nos hará una visita nocturna.

Tu Ana


Jueves, 29 de octubre de 1942

Querida Kitty:
Estoy muy preocupada; papá se ha puesto malo. Tiene mucha fiebre y le han salido granos. Parece que tuviera viruela. ¡Y ni si­quiera podemos llamar a un médico! Mamá le hace sudar, quizá con eso le baje la fiebre.
Esta mañana Miep nos contó que han «desmueblado» la casa de los Van Daan, en la Zuider-Amstellaan. Todavía no se lo hemos dicho a la señora, porque últimamente anda bastante nerviosa y no tenemos ganas de que nos suelte otra jeremiada sobre su her­mosa vajilla de porcelana y las sillas tan elegantes que debió aban­donar en su casa. También nosotros hemos tenido que abandonar casi todas nuestras cosas bonitas. ¿De qué nos sirve ahora lamen­tarnos?
Papá quiere que empiece a leer libros de Hebbel y de otros es­critores alemanes famosos. Leer alemán ya no me resulta tan difí­cil, sólo que por lo general leo bisbiseando, en vez de leer para mis adentros. Pero ya se me pasará. Papá ha sacado los dramas de Goethe y de Schiller de la biblioteca grande, y quiere leerme unos párrafo; todas las noches. Ya hemos empezado con DON CARLOS. Siguiendo el buen ejemplo de papá, mamá me ha dado su libro de oraciones. Para no contrariarla he leído algunos rezos en alemán. Me parecen bonitos, pero no me dicen nada. ¿Por qué me obliga a ser tan beata y religiosa?
Mañana encenderemos la estufa por primera vez. Seguro que se nos llenará la casa de humo, porque hace mucho que no han des­hollinado la chimenea. ¡Esperemos que tire!

Tu Ana


Lunes, 2 de noviembre de 194.2

Querida Kitty:
El viernes estuvo con nosotros Bep. Pasamos un rato agradable, pero no durmió bien porque había bebido vino. Por lo demás, nada de particular. Ayer tuve mucho dolor de cabeza y me fui a la cama temprano. Margot está nuevamente latosa.
Esta mañana empecé a ordenar un fichero de la oficina, que se había caído y que tenía todas las fichas mezcladas. Como era para volverme loca, les pedí a Margot y Peter que me ayudaran, pero los muy haraganes no quisieron. Así que lo guardé tal cual, por­que sola no lo voy a hacer. ¡Soy tonta pero no tanto!

Tu Ana

P. D. He olvidado comunicarte la importante noticia de que es muy probable que muy pronto me venga la regla. Lo noto porque a cada rato tengo una sustancia pegajosa en las bragas y mamá ya me lo anticipó. Apenas puedo esperar. ¡Me parece algo tan impor­tante! Es una lástima que ahora no pueda usar compresas, porque ya no se consiguen, y los palitos que usa mamá sólo son para mu­jeres que ya han tenido hijos alguna voz.
22 de enero de 1944. (Añadido)

Ya no podría escribir una cosa así.
Ahora que releo mi diario después de un año y medio, me sor­prendo de que alguna vez haya sido tan cándida e ingenua. Me doy cuenta de que, por más que quisiera, nunca más podré ser así. Mis es­tados de ánimo, las cosas que digo sobre Margot, mamá y papá, toda­vía lo comprendo como si lo hubiera escrito ayer. Pero esa manera desvergonzada de escribir sobre ciertas cosas ya no me las puedo ima­ginar. De verdad me avergüenzo de leer algunas páginas que tratan de temas que preferiría imaginármelos más bonitos. Los he descrito de manera tan poco elegante... ¡Pero ya basta de lamentarme!
Lo que también comprendo muy bien es la añoranza de Moortje y el deseo de tenerlo conmigo. A menudo conscientemente, pero mu­cho más a menudo de manera insconciente, todo el tiempo que he es­tado y que estoy aquí he tenido un gran deseo de confianza, afecto y cariño. Este deseo es fuerte a veces, y menos fuerte otras veces, pero siempre está ahí.

Jueves, 5 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Por fin los ingleses han tenido algunas victorias en África, y Stalingrado aún no ha caído, de modo que los señores de la casa están muy alegres y contentos, así que esta mañana sirvieron café y té. Por lo demás, nada de particular.
Esta semana he leído mucho y he estudiado poco. Así han de hacerse las cosas en este mundo, y así seguro que se llega lejos...
Mamá y yo nos entendemos bastante mejor últimamente, aun­que nunca llegamos a tener una verdadera relación de confianza, y papá, aunque hay algo que me oculta, no deja de ser un cielo.
La estufa lleva varios días encendida, y la habitación está inun­dada de humo. Yo realmente prefiero la calefacción central, y su­pongo que no soy la única. A Margot no puedo calificarla más que de detestable; me crispa terriblemente los nervios de la noche a la mañana.
Ana Frank

Sábado, 7 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Mamá anda muy nerviosa, y eso para mí siempre es muy peli­groso. ¿Puede ser casual que papá y mamá nunca regañen a Margot, y siempre sea yo la que cargue con la culpa de todo? Anoche, por ejemplo, pasó lo siguiente: Margot estaba leyendo un libro con ilustraciones muy bonitas. Se levantó y dejó de lado el libro con intención de seguir leyéndolo más tarde. Como yo en ese momento no tenía nada que hacer, lo cogí y me puse a mirar las ilustraciones. Margot volvió, vio «su» libro en mis manos, frunció el ceño y me pidió que se lo devolviera, enfadada. Yo quería seguir leyéndolo un poco más. Margot se enfadó más y más, y mamá se metió en el asunto diciendo:
-Ese libro lo estaba leyendo Margot, así que dáselo a ella. En eso entró papá sin saber siquiera de qué se trataba, pero al ver lo que pasaba, me gritó:
-¡Ya quisiera ver lo que harías tú si Margot se pusiera a hojear tu libro!
Yo en seguida cedí, solté el libro y salí de la habitación, «ofen­dida» según ellos. No estaba ofendida ni enfadada, sino triste.
Papá no estuvo muy bien al juzgar sin conocer el objeto de la controversia. Yo sola le habría devuelto el libro a Margot, e incluso mucho antes, de no haberse metido papá y mamá en el asunto para proteger a Margot, como si de la peor injusticia se tratara.
Que mamá salga a defender a Margot es normal, siempre se an­dan defendiendo mutuamente. Yo ya estoy tan acostumbrada, que las regañinas de mamá ya no me hacen nada, igual que cuando Margot se pone furiosa. Las quiero sólo porque son mi madre y Margot; como personas, por mí que se vayan a freír espárragos. Con papá es distinto. Cuando hace distinción entre las dos, apro­bando todo lo que hace Margot, alabándola y haciéndole cariños, yo siento que algo me carcome por dentro, porque a papá yo lo adoro, es mi gran ejemplo, no quiero a nadie más en el mundo sino a él. No es consciente de que a Margot la trata de otra manera que a mí. Y es que Margot es la más lista, la más buena, la más bo­nita y la mejor. ¿Pero acaso no tengo yo derecho a que se me trate un poco en serio? Siempre he sido la payasa y la traviesa de la fa­milia, siempre he tenido que pagar dos veces por las cosas que ha­cía: por un lado, las regañinas, y por el otro, la desesperación den­
tro de mí misma. Ahora esos mismos frívolos ya no me satisfacen, como tampoco las conversaciones presuntamente serias. Hay algo que quisiera que papá me diera que él no es capaz de darme. No tengo celos de Margot, nunca los he tenido. No ansío ser tan lista y bonita como ella, tan sólo desearía sentir el amor verdadero de papá, no solamente como su hija, sino también como Ana-en-sí-misma.
Intento aferrarme a papá, porque cada día desprecio más a mamá, y porque papá es el único que todavía hace que conserve mis últimos sentimientos de familia. Papá no entiende que a veces necesito desahogarme sobre mamá. Pero él no quiere hablar, y elude todo lo que pueda hacer referencia a los errores de mamá.
Y sin embargo es ella, con todos sus defectos, la carga más pe­sada. No sé qué actitud adoptar; no puedo refregarle debajo de las narices su dejadez, su sarcasmo y su dureza, pero tampoco veo por qué habría de buscar la culpa de todo en mí.
Soy exactamente opuesta a ella en todo, y eso, naturalmente, choca. No juzgo su carácter porque no sé juzgarlo, sólo la ob­servo como madre. Para mí, mamá no es mi madre. Yo misma tengo que ser mi madre. Me he separado de ellos, ahora navego sola y ya veré dónde voy a parar. Todo tiene que ver sobre todo con el hecho de que veo en mí misma un gran ejemplo de cómo ha de ser una madre y una mujer, y no encuentro en ella nada a lo que pueda dársele el nombre de madre.
Siempre me propongo no mirar los malos ejemplos que ella me da; tan sólo quiero ver su lado bueno, y lo que no encuentre en ella, buscarlo en mí misma. Pero no me sale, y lo peor es que ni papá ni mamá son conscientes de que están fallando en cuanto a mi educación, y de que yo se lo tomo a mal. ¿Habrá gente que pueda satisfacer plenamente a sus hijos?
A veces creo que Dios me quiere poner a prueba, tanto ahora como más tarde. Debo ser buena sola, sin ejemplos y sin hablar, sólo así me haré más fuerte.
¿Quién sino yo leerá luego todas estas cartas? ¿Quién sino yo misma me consolará? Porque a menudo necesito consuelo; mu­chas veces no soy lo suficientemente fuerte y fallo más de lo que acierto. Lo sé, y cada vez intento mejorar, todos los días.
Me tratan de forma poco coherente. Un día Ana es una chica seria, que sabe mucho, y al día siguiente es una borrica que no sabe nada y cree haber aprendido de todo en los libros. Ya no soy el bebé ni la niña mimada que causa gracia haciendo cualquier
cosa. Tengo mis propios ideales, mis ideas y planes, pero aún no sé expresarlos.
¡Ah!, me vienen tantas cosas a la cabeza cuando estoy sola por las noches, y también durante el día, cuando tengo que soportar a todos los que ya me tienen harta y siempre interpretan mal mis in­tenciones. Por eso, al final siempre vuelvo a mi diario: es mi punto de partida y mi destino, porque Kitty siempre tiene paciencia con­migo. Le prometeré que, a pesar de todo, perseveraré, que me abriré mi propio camino y me tragaré mis lágrimas. Sólo que me gustaría poder ver los resultados, o que alguien que me quisiera me animara a seguir.
No me juzgues, sino considérame como alguien que a veces siente que está rebosando.

Tu Ana


Lunes, 9 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Ayer fue el cumpleaños de Peter. Cumplió dieciséis años. A las ocho ya subí a saludarlo y a admirar sus regalos. Le han regalado, entre otras cosas, un juego de la Bolsa, una afeitadora y un encen­dedor. No es que fume mucho; al contrario, pero es por motivos de elegancia.
La mayor sorpresa nos la dio el señor Van Daan, cuando nos in­formó que los ingleses habían desembarcado en Túnez, Argel, Casablanca y Orán.
«Es el principio del fin», dijeron todos, pero Churchill, el pri­mer ministro inglés, que seguramente oyó la misma frase en In­glaterra, dijo: «Este desembarco es una proeza, pero no se debe pensar que sea el principio del fin. Yo más bien diría que significa el fin del principio.» ¿Te das cuenta de la diferencia? Sin embargo, hay motivos para mantener el optimismo. Stalingrado, la ciudad rusa que ya llevan tres meses defendiendo, aún no ha sido entre­gada a los alemanes.
Para darte una idea de otro aspecto de nuestra vida en la Casa de atrás, tendré que escribirte algo sobre nuestra provisión de ali­mentos. (Has de saber que los del piso de arriba son unos verda­deros golosos.)
El pan nos lo proporciona un panadero muy amable, un cono­cido de Kleiman. No conseguimos tanto pan como en casa, natu­ralmente, pero nos alcanza. Los cupones de racionamiento tam­bién los compramos de forma clandestina. El precio aumenta continuamente; de 27 florines ha subido ya a 33. ¡Y eso sólo por una hoja de papel impresa!
Para tener más víveres no perecederos, aparte de los cien botes de comida que tenemos, hemos comprado 13 S kilos de legum­bres. Esto no es para nosotros solos; una parte es para los de la oficina. Los sacos de legumbres estaban colgados con ganchos en el pasillo que hay detrás de la puerta-armario. Algunas costuras de los sacos se abrieron debido al gran peso. Decidimos que era me­jor llevar nuestras provisiones de invierno al desván, y encomen­damos la tarea a Peter. Cuando cinco de los seis sacos ya se en­contraban arriba sanos y salvos y Peter estaba subiendo el sexto, la costura de debajo se soltó y una lluvia, mejor dicho un granizo, de judías pintas voló por el aire y rodó por la escalera. En el saco ha­bía unos 25 kilos, de modo que fue un ruido infernal. Abajo pen­saron que se les venía el viejo edifico encima. Peter se asustó un momento, pero soltó una carcajada cuando me vio al pie de la es­calera como una especie de isla en medio de un mar de judías, que me llegaba hasta los tobillos. En seguida nos pusimos a recogerlas, pero las judías son tan pequeñas y resbaladizas que se meten en todos los rincones y grietas posibles e imposibles. Cada vez que ahora alguien sube la escalera, se agacha para recoger un puñado de judías, que seguidamente entrega a la señora Van Daan.
Casi me olvidaba de decirte que a papá ya se le ha pasado total­mente la enfermedad que tenía.
Tu Ana

P. D. Acabamos de oír por radio la noticia de que ha caído Ar­gel. Marruecos, Casablanca y Orán ya hace algunos días que están en manos de los ingleses. Ahora sólo falta Túnez.


Martes, 1o de noviembre de 1942

Querida Kitty:
¡Gran noticia! ¡Vamos a acoger a otro escondido!
Sí, es cierto. Siempre habíamos dicho que en la casa en realidad aún había lugar y comida para una persona más, pero no quería­mos que Kugler y Kleiman cargaran con más responsabilidad. Pero como nos llegan noticias cada vez más atroces respecto de lo que está pasando con los judíos, papá consultó a los dos principa­les implicados y a ellos les pareció un plan excelente. «El peligro es tan grande para ocho como lo es para siete», dijeron muy acer­tadamente. Cuando nos habíamos puesto de acuerdo, pasamos re­vista mentalmente a todos nuestros amigos y conocidos en busca de una persona soltera o sola que encajara bien en nuestra familia de escondidos. No fue difícil dar con alguien así: después de que papá había descartado a todos los parientes de los Van Daan, la elección recayó en un dentista llamado Alfred Dussel. Vive con una mujer cristiana muy agradable y mucho más joven que él, con la que seguramente no está casado, pero ése es un detalle sin im­portancia. Tiene fama de ser una persona tranquila y educada, y a juzgar por la presentación, aunque superficial, tanto a Van Daan como a nosotros nos pareció simpático. También Miep lo conoce, de modo que ella podrá organizar el plan de su venida al escon­dite. Cuando venga Dussel, tendrá que dormir en mi habitación en la cama de Margot, que deberá conformarse con el catre[4] ­bién le pediremos que traiga algo para engañar el estómago.

Tu Ana



Jueves, 12 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Vino Miep a informarnos que había estado con el doctor Dussel, quien al verla entrar en su consulta le había preguntado en se­guida si no sabía de un escondite. Se había alegrado muchísimo cuando Miep le contó que sabía de uno y que tendría que ir allí lo antes posible, mejor ya el mismo sábado. Pero eso le hizo entrar en la duda, ya que todavía tenía que ordenar su fichero, atender a dos pacientes y hacer la caja. Esta fue la noticia que nos trajo Miep esta mañana. No nos pareció bien esperar tanto tiempo. Todos esos preparativos significan dar explicaciones a un montón de gente que preferiríamos no implicar en el asunto. Miep le iba a preguntar si no podía organizar las cosas de tal manera que pu­diera venir el sábado, pero Dussel dijo que no, y ahora llega el lunes.
Me parece muy curioso que no haya aceptado inmediatamente nuestra propuesta. Si lo detienen en la calle tampoco podrá orde­nar el fichero ni atender a sus pacientes. ¿Por qué retrasar el asunto entonces? Creo que papá ha hecho mal en ceder.
Ninguna otra novedad.
Tu Ana


Martes, 17 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Ha llegado Dussel. Todo ha salido bien. Miep le había dicho que a las once de la mañana estuviera en un determinado lugar frente a la oficina de correos, y que allí un señor lo pasaría a bus­car. A las once en punto, Dussel se encontraba en el lugar conve­nido. Se le acercó el señor Kleiman, informándole que la persona en cuestión todavía no podía venir y que si no podía pasar un mo­mento por la oficina de Miep. Kleiman volvió a la oficina en tran­vía y Dussel hizo lo propio andando.
A las once y veinte Dussel tocó a la puerta de la oficina. Miep le ayudó a quitarse el abrigo procurando que no se le viera la estrella, y lo condujo al antiguo despacho de papá, donde Kleiman lo en­tretuvo hasta que se fuera la asistenta. Esgrimiendo la excusa de que ya el despacho estaba ocupado, Miep acompañó a Dussel arriba, abrió la estantería giratoria y, para gran sorpresa de éste, entró en nuestra Casa de atrás.
Los siete estábamos sentados alrededor de la mesa con coñac y café, esperando a nuestro futuro compañero de escondite. Miep primero le enseñó el cuarto de estar; Dussel en seguida reconoció nuestros muebles, pero no pensó ni remotamente en que noso­tros pudiéramos encontrarnos encima de su cabeza. Cuando Miep se lo dijo, casi se desmaya del asombro. Pero por suerte, Miep no le dejó tiempo de seguir asombrándose y lo condujo hacia arriba. Dussel se dejó caer en un sillón y se nos quedó mirando sin decir
palabra, como si primero quisiera enterarse de lo ocurrido a través de nuestras caras. Luego tartamudeó:
-Perro... ¿entonces ustedes no son en la Bélgica? ¿El militar no es aparrecido? ¿El coche? ¿El huida no es logrrado?[5]
Le explicamos cómo había sido todo, cómo habíamos difun­dido la historia del militar y el coche a propósito, para despistar a la gente y a los alemanes que pudieran venir a buscarnos. Dussel no tenía palabras para referirse a tanta ingeniosidad, y no pudo más que dar un primer recorrido por nuestra querida casita de atrás, asombrándose de lo superpráctico que era todo. Comimos todos juntos, Dussel se echó a dormir un momento y luego tomó el té con nosotros, ordenó sus poquitas cosas que Miep había traído de antemano y muy pronto se sintió como en su casa. So­bre todo cuando se le entregaron las siguientes normas de la Casa­escondite de atrás (obra de Van Daan):

PROSPECTO Y GUÍA DE LA CASA DE ATRÁS
Establecimiento especial para la permanencia temporal de ju­díos y similares.

Abierto todo el año.
Convenientemente situado, en zona tranquila y boscosa en el corazón de Amsterdam. Sin vecinos particulares (sólo empresas). Se puede llegar en las líneas 13 y 17 del tranvía municipal, en auto­móvil y en bicicleta. En los casos en que las autoridades alemanas no permiten el uso de estos últimos medios de transporte, tam­bién andando. Disponibilidad permanente de pisos y habitacio­nes, con pensión incluida o sin ella.
Alquiler: gratuito.
Dieta: sin grasas.
Agua corriente: en el cuarto de baño (sin bañera, lamentable­mente) y en varias paredes y muros. Estufas y hogares de calor agradable.
Amplios almacenes: para el depósito de mercancías de todo tipo. Dos grandes y modernas cajas de seguridad.
Central de radio propia: con enlace directo desde Londres, Nueva York, Tel Aviv y muchas otras capitales. Este aparato está a disposición de todos los inquilinos a partir de las seis de la tarde, no existiendo emisoras prohibidas, con la salvedad de que las emi­soras alemanas sólo podrán escucharse a modo de excepción, por ejemplo audiciones de música clásica y similares. Queda termi­nantemente prohibido escuchar y difundir noticias alemanas (in­distintamente de donde provengan).
Horario de descanso: desde las so de la noche hasta las 7.3o de la mañana, los domingos hasta las 10.15. Debido a las circunstancias reinantes, el horario de descanso también regirá durante el día, se­gún indicaciones de la dirección. ¡Se ruega encarecidamente res­petar estos horarios por razones de seguridad!
Tiempo libre: suspendido hasta nueva orden por lo que respecta a actividades fuera de casa.
Uso del idioma: es imperativo hablar en voz baja a todas horas; admitidas todas las lenguas civilizadas; o sea, el alemán no.
Lectura y entretenimiento: no se podrán leer libros en alemán, excepto los científicos y de autores clásicos; todos los demás, a discreción.
Ejercicios de gimnasia: a diario.
Canto: en voz baja exclusivamente, y sólo después de las 18 horas.
Cine: funciones a convenir.
Clases: de taquigrafía, una clase semanal por correspondencia; de inglés, francés, matemáticas e historia, a todas horas; retribu­ción en forma de otras clases, de idioma neerlandés, por ejemplo.
Sección especial: para animales domésticos pequeños, con aten­ción esmerada (excepto bichos y alimañas, que requieren un per­miso especial).
Reglamento de comidas:
Desayuno: todos los días, excepto domingos y festivos, a las 9 de la mañana; domingos y festivos, a las 11.30 horas, aproximada­mente.
Almuerzo: parcialmente completo. De 13.15 a 13.45 horas.
Cena: fría y/o caliente; sin horario fijo, debido a los partes in­formativos.
Obligaciones con respecto a la brigada de aprovisionamiento: es­
tar siempre dispuestos a asistir en las tareas de oficina.
Aseo personal: los domingos a partir de las 9 de la mañana, los inquilinos pueden disponer de la tina; posibilidad de usarla en el lavabo, la cocina, el despacho o la oficina principal, según preferencias de cada uno.
Bebidas fuertes: sólo por prescripción médica. Fin.

Tu Ana


Jueves, 19 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Como todos suponíamos, Dussel es una persona muy agrada­ble. Por supuesto, le pareció bien compartir la habitación con­migo; yo sinceramente no estoy muy contenta de que un ex­traño vaya a usar mis cosas, pero hay que hacer algo por la causa común, de modo que es un pequeño sacrificio que hago de buena gana. «Con tal que podamos salvar a alguno de nuestros conocidos, todo lo demás es secundario», ha dicho papá, y tiene toda la razón.
El primer día de su estancia aquí, Dussel empezó a pregun­tarme en seguida toda clase de cosas, por ejemplo cuándo viene la asistenta, cuáles son las horas de uso del cuarto de baño, cuándo se puede ir al lavabo, etc. Te reirás, pero todo esto no es tan fácil en un escondite. Durante el día no podemos hacer ruido, para que no nos oigan desde abajo, y cuando hay otra persona, como por ejemplo la asistenta, tenemos que prestar más atención aún para no hacer ruido. Se lo expliqué prolijamente a Dussel, pero hubo una cosa que me sorprendió; que es un poco duro de entendede­ras, porque pregunta todo dos veces y aun así no lo retiene.
Quizá se le pase, y sólo es que está aturdido por la sorpresa. Por lo demás todo va bien.
Dussel nos ha contado mucho de lo que está pasando fuera, en ese mundo exterior que tanto echamos de menos. Todo lo que nos cuenta es triste. A muchísimos de nuestros amigos y conoci­dos se los han llevado a un horrible destino. Noche tras noche pa­san los coches militares verdes y grises. Llaman a todas las puer­tas, preguntando si allí viven judíos. En caso afirmativo, se llevan en el acto a toda la familia. En caso negativo continúan su reco­rrido. Nadie escapa a esta suerte, a no ser que se esconda. A me­nudo pagan un precio por persona que se llevan: tantos florines por cabeza. ¡Como una cacería de esclavos de las que se hacían an­tes! Pero no es broma, la cosa es demasiado dramática para eso.
Por las noches veo a menudo a esa pobre gente inocente desfi­lando en la oscuridad, con niños que lloran, siempre en marcha, cumpliendo las órdenes de esos individuos, golpeados y maltrata­dos hasta casi no poder más. No respetan a nadie: ancianos, niños, bebés, mujeres embarazadas, enfermos, todos sin excepción mar­chan camino de la muerte.
Qué bien estamos aquí, qué bien y qué tranquilos. No necesita­ríamos tomarnos tan a pecho toda esta miseria, si no fuera que te­memos por lo que les está pasando a todos los que tanto quere­mos y a quienes ya no podemos ayudar. Me siento mal, porque mientras yo duermo en una cama bien abrigada, mis amigas más queridas quién sabe dónde estarán tiradas.
Me da mucho miedo pensar en todas las personas con quienes me he sentido siempre tan íntimamente ligada y que ahora están en manos de los más crueles verdugos que hayan existido jamás.
Y todo por ser judíos.
Tu Ana


Viernes, 2o de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Ninguno de nosotros sabe muy bien qué actitud adoptar. Hasta ahora nunca nos habían llegado tantas noticias sobre la suerte de los judíos y nos pareció mejor conservar en lo posible el buen hu­mor. Las pocas veces que Miep ha soltado algo sobre las cosas te­rribles que le sucedieron a alguna conocida o amiga, mamá y la se­ñora Van Daan se han puesto cada vez a llorar, de modo que Miep decidió no contarles nada más. Pero a Dussel en seguida lo acribi­llaron a preguntas, y las historias que contó eran tan terribles y bárbaras que no eran como para entrar por un oído y salir por el otro. Sin embargo, cuando ya no tengamos las noticias tan frescas en nuestras memorias, seguramente volveremos a contar chistes y a gastarnos bromas. De nada sirve seguir tan apesadumbrados como ahora. A los que están fuera de todos modos no podemos ayudarlos. ¿Y qué sentido tiene hacer de la Casa de atrás una «casa melancolía»?
En todo lo que hago me acuerdo de todos los que están ausen­tes. Y cuando alguna cosa me da risa, me asusto y dejo de reír, pensando en que es una vergüenza que esté tan alegre. ¿Pero es que tengo que pasarme el día llorando? No, no puedo hacer eso, y esta pesadumbre ya se me pasará.
A todos estos pesares se les ha sumado ahora otro más, pero de tipo personal, y que no es nada comparado con la desgracia que acabo de relatar. Sin embargo, no puedo dejar de contarte que úl­timamente me estoy sintiendo muy abandonada, que hay un gran vacío demasiado grande a mi alrededor. Antes nunca pensaba real­mente en estas cosas; mis alegrías y mis amigas ocupaban todos mis pensamientos. Ahora sólo pienso en cosas tristes o acerca de mí misma. Y finalmente he llegado a la conclusión de que papá, por más bueno que sea, no puede suplantar él solo a mi antiguo mundo. Mamá y Margot ya no cuentan para nada en cuanto a mis sentimientos.
¿Pero por qué molestarte con estas tonterías, Kitty? Soy muy ingrata, ya lo sé, ¡pero la cabeza me da vueltas cuando no hacen más que reñirme, y además, sólo me vienen a la mente todas estas cosas tristes!

Tu Ana


Sábado, 28 de noviembre de 1942

Querida Kitty:
Hemos estado usando mucha luz, excediéndonos de la cuota de electricidad que nos corresponde. La consecuencia ha sido una economía exagerada en el consumo de luz y la perspectiva de un corte en el suministro. ¡Quince días sin luz! ¿Qué te parece? Pero quizá no lleguemos a tanto. A las cuatro o cuatro y media de la tarde ya está demasiado oscuro para leer, y entonces matamos el tiempo haciendo todo tipo de tonterías. Adivinar acertijos, hacer gimnasia a oscuras, hablar inglés o francés, reseñar libros, pero a la larga todo te aburre. Ayer descubrí algo nuevo: espiar con un ca­talejo las habitaciones bien iluminadas de los vecinos de atrás. Du­rante el día no podemos correr las cortinas ni un centímetro, pero cuando todo está tan oscuro no hay peligro.
Nunca antes me había dado cuenta de lo interesante que podían resultar los vecinos, al menos los nuestros. A unos los encontré sentados a la mesa comiendo, una familia estaba haciendo una proyección y el dentista de aquí enfrente estaba atendiendo a una señora mayor muy miedica.
El señor Dussel, el hombre del que siempre decían que se en­tendía tan bien con los niños y que los quería mucho a todos, ha resultado ser un educador de lo más chapado a la antigua, a quien le gusta soltar sermones interminables sobre buenos modales y buen comportamiento. Dado que tengo la extraordinaria dicha (!) de compartir mi lamentablemente muy estrecha habitación con este archidistinguido y educado señor, y dado que por lo general se me considera la peor educada de los tres jóvenes de la casa, tengo que hacer lo imposible para eludir sus reiteradas regañinas y recomendaciones de viejo y hacerme la sueca. Todo esto no sería tan terrible si el estimado señor no fuera tan soplón y, para colmo de males, no hubiera elegido justo a mamá para irle con el cuento. Cada vez que me suelta un sermón, al poco tiempo aparece mamá y la historia se repite. Y cuando estoy realmente de suerte, a los cinco minutos me llama la señora Van Daan para pedirme cuentas, y ¡vuelta a empezar!
De veras, no creas que es tan fácil ser el foco maleducado de la atención de una familia de escondidos entrometidos.
Por las noches, cuando me pongo a repensar los múltiples peca­dos y defectos que se me atribuyen, la gran masa de cosas que debo considerar me confunde de tal manera que o bien me echo a reír, o bien a llorar, según cómo esté de humor. Y entonces me duermo con la extraña sensación de querer otra cosa de la que soy, o de ser otra cosa de la que quiero, o quizá también de hacer otra cosa de la que quiero o soy.
¡Santo cielo!, ahora también te voy a confundir a ti, perdóname, pero no me gusta hacer tachones, y tirar papel en épocas de gran escasez está prohibido. De modo que sólo puedo recomendarte que no releas la frase de arriba y sobre todo que no te pongas a analizarla, porque de cualquier modo no llegarás a comprenderla.

Tu Ana


Lunes, 7 de diciembre de 1942

Querida Kitty:
Este año Januká[6] y San Nicolás[7] coinciden; hay un solo día de diferencia. Januká no lo festejamos con tanto bombo, sólo unos pequeños regalitos y luego las velas. Como hay escasez de velas, no las tenemos encendidas más que diez minutos, pero si va acompañado del cántico, con eso basta. El señor Van Daan ha fa­bricado un candelabro de madera, así que eso también lo tenemos.
La noche de San Nicolás, el sábado, fue mucho más divertida. Bep y Miep habían despertado nuestra curiosidad cuchicheando todo el tiempo con papá entre las comidas, de modo que ya intuía­mos que algo estaban tramando. Y así fue: a las ocho de la noche todos bajamos por la escalera de madera, pasando por el pasillo superoscuro (yo estaba aterrada y hubiese querido estar nueva­mente arriba, sana y salva), hasta llegar al pequeño cuarto del me­dio. Allí pudimos encender la luz, ya que este cuartito no tiene ventanas. Entonces papá abrió la puerta del armario grande.
-¡Oh, qué bonito! -exclamamos todos.
En el rincón había una enorme cesta adornada con papel espe­cial de San Nicolás y con una careta de su criado Pedro el negro.
Rápidamente nos llevamos la cesta arriba. Había un regalo para cada uno, acompañado de un poema alusivo. Ya sabrás cómo son los poemas de San Nicolás, de modo que no te los voy a copiar.
A mí me regalaron un muñeco, a papá unos sujetalibros, etc. Lo principal es que todo era muy ingenioso y divertido, y como nin­guno de los ocho escondidos habíamos festejado jamás San Nico­lás, este estreno estuvo muy acertado.

Tu Ana

P. D. Para los de abajo por supuesto también había regalos, to­dos procedentes de otras épocas mejores, y además algún dinero, que a Miep y Bep siempre les viene bien.
Hoy supimos que el cenicero que le regalaron al señor Van Daan, el portarretratos de Dussel y los sujetalibros de papá, los hizo todos el señor Voskuijl en persona. ¡Es asombroso lo que ese hombre sabe fabricar con las manos!


Jueves, 10 de diciembre de 1942


Querida Kitty:
El señor Van Daan ha trabajado toda su vida en el ramo de los embutidos, las carnes y las especias. En el negocio de papá se le contrató por sus cualidades de especiero, pero ahora está mos­trando su lado de charcutero, lo que no nos viene nada mal.
Habíamos encargado mucha carne (clandestinamente, claro) para conservar en frascos para cuando tuviéramos que pasar tiem­pos difíciles. Van Daan quería hacer salchicha, longaniza y salchi­chón. Era gracioso ver cómo iba pasando primero por la picadora los trozos de carne, dos o tres veces, y cómo iba introduciendo en la masa de carne todos los aditivos y llenando las tripas a través de un embudo. Las salchichas nos las comimos en seguida al medio­día con el chucrut, pero las longanizas, que eran para conservar, primero debían secarse bien, y para ello las colgamos de un palo que pendía del techo con dos cuerdas. Todo el que entraba en el cuarto y veía la exposición de embutidos, se echaba a reír. Es que era todo un espectáculo.
En el cuarto reinaba un gran ajetreo. Van Daan tenía puesto un delantal de su mujer y estaba, todo lo gordo que era (parecía más gordo de lo que es en realidad) atareadísimo preparando la carne. Las manos ensangrentadas, la cara colorada y las manchas en el de­lantal le daban el aspecto de un carnicero de verdad. La señora ha­cía de todo a la vez: aprender holandés de un librito, remover la sopa, mirar la carne, suspirar y lamentarse por su costilla pectoral superior rota. ¡Eso es lo que pasa cuando las señoras mayores (!) se ponen a hacer esos ejercicios de gimnasia tan ridículos para re­bajar el gran trasero que tienen!
Dussel tenía un ojo inflamado y se aplicaba compresas de man­zanilla junto a la estufa. Pim estaba sentado en una silla justo donde le daba un rayo de sol que entraba por la ventana; le pedían que se hiciera a un lado continuamente. Seguro que de nuevo le molestaba el reúma, porque torcía bastante el cuerpo y miraba lo que hacía Van Daan con un gesto de fastidio en la cara. Parecía clavado uno de esos viejecitos inválidos de un asilo de ancianos.
Peter se revolcaba por el suelo con el gato Mouschi, y mamá, Margot y yo estábamos pelando patatas. Pero finalmente nadie hacía bien su trabajo, porque todos estábamos pendientes de lo que ha­cía Van Daan.

Dussel ha abierto su consulta de dentista. Para que te diviertas, te contaré cómo ha sido el primer tratamiento.
Mamá estaba planchando la ropa y la señora Van Daan, la pri­mera víctima, se sentó en un sillón en el medio de la habitación. Dussel empezó a sacar sus cosas de una cajita con mucha parsi­monia, pidió agua de colonia para usar como desinfectante, y va­selina para usar como cera. Le miró la boca a la señora y le tocó un diente y una muela, lo que hizo que se encogiera del dolor como si se estuviera muriendo, emitiendo al mismo tiempo sonidos ininteligibles. Tras un largo reconocimiento (según le pareció a ella, porque en realidad no duró más que dos minutos), Dussel empezó a escarbar una caries. Pero ella no se lo iba a permitir. Se puso a agitar frenéticamente brazos y piernas, de modo que en de­terminado momento Dussel soltó el escarbador... ¡que a la señora se le quedó clavado en un diente! ¡Ahí sí que se armó la gorda! La señora empezó a hacer aspavientos, lloraba (en la medida en que eso es posible con un instrumento así en la boca), intentaba sa­carse el escarbador de la boca, pero en vez de salirse, se le iba me­tiendo más. Dussel observaba el espectáculo con toda la calma del mundo, con las manos en la cintura. Los demás espectadores nos moríamos de risa, lo que estaba muy mal, porque estoy segura de que yo misma hubiera gritado más fuerte aún. Después de mucho dar vueltas, patear, chillar y gritar, la señora logró quitarse el es­carbador y Dussel, sin inmutarse, continuó su trabajo. Lo hizo tan rápido que a la señora ni le dio tiempo de volver a la carga. Es que Dussel contaba con más ayuda de la que había tenido jamás: el señor Van Daan y yo éramos sus dos asistentes, lo cual no era poco. La escena parecía una estampa de la Edad Media, titulada «curandero en acción». Entretanto, la señora no se mostraba muy paciente, ya que tenía que hacerse cargo de su tarea de vigilar la sopa y la comida. Lo que es seguro, es que la señora dejará pasar algún tiempo antes de pedir que le hagan otro tratamiento.

Tu Ana


Domingo, 13 de diciembre de 1942

Querida Kitty:
Estoy cómodamente instalada en la oficina principal, mirando por la ventana a través de la rendija del cortinaje. Estoy en la pe­numbra, pero aún hay suficiente luz para escribirte.
Es curioso ver pasar a la gente, parece que todos llevaran mu­chísima prisa y anduvieran pegando tropezones. Y las bicicletas, bueno, ¡ésas sí que pasan a ritmo vertiginoso! Ni siquiera puedo ver qué clase de individuo va montado en ellas. La gente del barrio no tiene muy buen aspecto, y sobre todo los niños están tan su­cios que da asco tocarlos. Son verdaderos barriobajeros, con los mocos colgándoles de la nariz. Cuando hablan, casi no entiendo lo que dicen.
Ayer por la tarde, Margot y yo estábamos aquí bañándonos y le dije:
- ¿Qué pasaría si con una caña de pescar pescáramos a los niños que pasan por aquí y los metiéramos en la tina, uno por uno, les laváramos y arregláramos la ropa y volviéramos a soltarlos?
A lo que Margot respondió:
-Mañana estarían igual de mugrientos y con la ropa igual de rota que antes.
Pero basta ya de tonterías, que también se ven otras cosas: co­ches, barcos y la lluvia. Oigo pasar el tranvía y a los niños, y me divierto.
Nuestros pensamientos varían tan poco como nosotros mis­mos. Pasan de los judíos a la comida y de la comida a la política, como en un tiovivo. Entre paréntesis, hablando de judíos: ayer, mirando por entre las cortinas, y como si se tratara de una de las maravillas del mundo, vi pasar a dos judíos. Fue una sensación tan extraña... como si los hubiera traicionado y estuviera espiando su desgracia.
Justo enfrente de aquí hay un barco vivienda en el que viven el patrón con su mujer y sus hijos. Tienen uno de esos perritos ladra­dores, que aquí todos conocemos por sus ladridos y por el rabo en alto, que es lo único que sobresale cuando recorre el barco.
¡Uf!, ha empezado a llover-y la mayoría de la gente se ha escon­dido bajo sus paraguas. Ya no veo más que gabardinas y a veces la parte de atrás de alguna cabeza con gorro. En realidad no hace falta ver más. A las mujeres ya casi me las conozco de memoria:
hinchadas de tanto comer patatas, con un abrigo rojo o verde, con zapatos de tacones desgastados, un bolso colgándoles del brazo, con un aire furioso o bonachón, según cómo estén de humor sus maridos.

Tu Ana




Martes, 22 de diciembre de 1942

Querida Kitty:
La Casa de atrás ha recibido la buena nueva de que para Navi­dad entregarán a cada uno un cuarto de kilo de mantequilla extra. En el periódico dice un cuarto de kilo, pero eso es sólo para los mortales dichosos que reciben sus cupones de racionamiento del Estado, y no para judíos escondidos, que a causa de lo elevado del precio compran cuatro cupones en lugar de ocho, y clandestina­mente. Con la mantequilla todos pensamos hacer alguna cosa de repostería. Yo esta mañana he hecho galletas y dos tartas. En el piso de arriba todos andan trajinando como locos, y mamá me ha prohibido que vaya a estudiar o a leer hasta que no hayan termi­nado de hacer todas las tareas domésticas.
La señora Van Daan guarda cama a causa de su costilla contu­sionada, se queja todo el día, pide que le cambien los vendajes a cada rato y no se conforma con nada. Daré gracias cuando vuelva a valerse por sí misma, porque hay que reconocer una cosa: es ex­traordinariamente hacendosa y ordenada y también alegre, siem­pre y cuando esté en forma, tanto física como anímicamente.
Como si durante el día no me estuvieran insistiendo bastante con el «ichis, chis!» para que no haga ruido, a mi compañero de habitación ahora se le ha ocurrido chistarme también por las no­ches a cada rato. O sea que, según él, ni siquiera puedo volverme en la cama. Me niego a hacerle caso, y la próxima vez le contestaré con otro «ichis!».
Cada día que pasa está más fastidioso y egoísta. De las galletas que tan generosamente me prometió, después de la primera se­mana no volví a ver ni una. Sobre todo los domingos me pone fu­riosa que encienda la luz tempranísimo y se ponga a hacer gimna­sia durante diez minutos.
A mí, pobre víctima, me parece que fueran horas, porque las si­lías que hacen de prolongación de mi cama se mueven continua­mente bajo mi cabeza, medio dormida aún. Cuando acaba con sus ejercicios, haciendo unos enérgicos movimientos de brazos, el ca­ballero comienza con su rito indumentario. Los calzoncillos cuel­gan de un gancho, de modo que primero va hasta allí a recogerlos, y luego vuelve adonde estaba. La corbata está sobre la mesa, y para ir hasta allí tiene que pasar junto a las sillas, a empujones y trope­zones.
Pero mejor no te molesto con mis lamentaciones sobre viejos latosos, ya que de todos modos no cambian nada, y mis pequeñas venganzas, como desenroscarle la lámpara, cerrar la puerta con el pestillo o esconderle la ropa, debo suprimirlas, lamentablemente, para mantener la paz.
¡Qué sensata me estoy volviendo! Aquí todo debe hacerse con sensatez: estudiar, obedecer, cerrar el pico, ayudar, ser buena, ce­der y no sé cuántas cosas más. Temo que mi sensatez, que no es muy grande, se esté agotando demasiado rápido y que no me quede nada para después de la guerra.

Tu Ana





Miércoles, 13 de enero de 1943


Querida Kitty:
Esta mañana me volvieron a interrumpir en todo lo que hacía, por lo que no he podido acabar nada bien.
Tenemos una nueva actividad: llenar paquetes con. salsa de carne (en polvo), un producto de Gies & Cía.
El señor Kugler no encuentra gente que se lo haga, y hacién­dolo nosotros también resulta mucho más barato. Es un trabajo como el que hacen en las cárceles, muy aburrido, y que a la larga te marea y hace que te entre la risa tonta.
Afuera es terrible. Día y noche se están llevando a esa pobre gente, que no lleva consigo más que una mochila y algo de dinero. Y aun estas pertenencias se las quitan en el camino. A las familias las separan sin clemencia: hombres, mujeres y niños van a parar a sitios diferentes. Al volver de la escuela, los niños ya no encuen­tran a sus padres. Las mujeres que salen a hacer la compra, al vol­ver a sus casas se encuentran con la puerta sellada y con que sus familias han desaparecido. Los holandeses cristianos también em­piezan a tener miedo, pues se están llevando a sus hijos varones a Alemania a trabajar. Todo el mundo tiene miedo. Y todas las no­ches cientos de aviones sobrevuelan Holanda, en dirección a Ale­mania, donde las bombas que tiran arrasan con las ciudades, y en Rusia y África caen cientos o miles de soldados cada hora. Nadie puede mantenerse al margen. Todo el planeta está en guerra, y aunque a los aliados les va mejor, todavía no se logra divisar el final.
¿Y nosotros? A nosotros nos va bien, mejor que a millones de otras personas. Estamos en un sitio seguro y tranquilo y todavía nos queda dinero para mantenernos. Somos tan egoístas que ha­blamos de lo que haremos «después de la guerra», de que nos compraremos ropa nueva y zapatos, mientras que deberíamos ahorrar hasta el último céntimo para poder ayudar a esa gente cuando acabe la guerra, e intentar salvar lo que se pueda.
Los niños del barrio andan por la calle vestidos con una camisa finita, los pies metidos en zuecos, sin abrigos, sin gorros, sin me­dias, y no hay nadie que haga algo por ellos. Tienen la panza vacía, pero van mordiendo una zanahoria, dejan sus frías casas, van an­dando por las calles aún más frías y llegan a las aulas igualmente frías. Holanda ya ha llegado al extremo de que por las calles mu­chísimos niños paran a los transeúntes para pedirles un pedazo de pan.
Podría estar horas contándote sobre las desgracias que trae la guerra, pero eso haría que me desanimara aún más. No nos queda más remedio que esperar con la mayor tranquilidad posible el final de toda esta desgracia. Tanto los judíos como los cristianos están esperando, todo el planeta está esperando, y muchos están espe­rando la muerte.

Tu Ana





Sábado, 3o de enero de 1943


Querida Kitty:
Me hierve la sangre y tengo que ocultarlo. Quisiera patalear, gritar, sacudir con fuerza a mamá, llorar y no sé qué más, por to­das las palabras desagradables, las miradas burlonas, las recrimina­ciones que como flechas me lanzan todos los días con sus arcos tensados y que se clavan en mi cuerpo sin que pueda sacármelas. A mamá, Margot, Van Daan, Dussel y también a papá me gustaría gritarles: «iDejadme en paz, dejadme dormir por fin una noche sin que moje de lágrimas la almohada, me ardan los ojos y me la­tan las sienes! ¡Dejadme que me vaya lejos, muy lejos, lejos del mundo si fuera posible!». Pero no puedo. No puedo mostrarles mi desesperación, no puedo hacerles ver las heridas que han abierto en mí. No soportaría su compasión ni sus burlas bienin­tencionadas. En ambos casos me daría por gritar.
Todos dicen que hablo de manera afectada, que soy ridícula cuando callo, descarada cuando contesto, taimada cuando tengo una buena idea, holgazana cuando estoy cansada, egoísta cuando como un bocado de más, tonta, cobarde, calculadora, etc. Todo el santo día me están diciendo que soy una tipa insoportable, y aun­que me río de ello y hago como que no me importa, en verdad me afecta, y me gustaría pedirle a Dios que me diera otro carácter, uno que no haga que la gente siempre descargue su furia sobre mí.
Pero no es posible, mi carácter me ha sido dado tal cual es, y siento en mí que no puedo ser mala. Me esfuerzo en satisfacer los deseos de todos, más de lo que se imaginan aun remotamente. Arriba trato de reír, pues no quiero mostrarles mis penas.
Más de una vez, después de recibir una sarta de recriminaciones injustas, le he dicho a mamá: «No me importa lo que digas. No te preocupes más por mí, que soy un caso perdido.» Naturalmente, en seguida me contestaba que era una descarada, me ignoraba más o menos durante dos días y luego, de repente, se olvidaba de todo y me trataba como a cualquier otro.
Me es imposible ser toda melosa un día, y al otro día dejar que me echen a la cara todo su odio. Prefiero el justo medio, que de justo no tiene nada, y no digo nada de lo que pienso, y alguna vez trato de ser tan despreciativa con ellos como ellos lo son con­migo. ¡Ay, si sólo pudiera!
Tu Ana


Viernes, 5 de febrero de 1943


Querida Kitty:
Hace mucho que no te escribo nada sobre las riñas, pero de to­dos modos, nada ha cambiado al respecto. El señor Dussel al prin­cipio se tomaba nuestras desavenencias, rápidamente olvidadas, muy en serio, pero está empezando a acostumbrarse a ellas y ya no intenta hacer de mediador.
Margot y Peter no son para nada lo que se dice «jóvenes»; los dos son tan aburridos y tan callados... Yo desentono muchísimo con ellos, y siempre me andan diciendo «Margot y Peter tampoco hacen eso, fíjate en cómo se porta tu hermana.» ¡Estoy harta!
Te confesaré que yo no quiero ser para nada como Margot. La encuentro demasiado blandengue e indiferente, se deja convencer por todo el mundo y cede en todo. ¡Yo quiero ser más firme de espíritu! Pero estas teorías me las guardo para mí, se reirían mu­cho de mí si usara estos argumentos para defenderme.
En la mesa reina por lo general un clima tenso. Menos mal que los «soperos» cada tanto evitan que se llegue a un estallido. Los soperos son todos los que suben de la oficina a tomar un plato de sopa.
Esta tarde el señor Van Daan volvió a hablar de lo poco que come Margot: «Seguro que lo hace para guardar la línea», prosi­guió en tono de burla.
Mamá, que siempre sale a defenderla, dijo en voz bien alta: -Ya estoy cansada de oír las sandeces que dice.
La señora se puso colorada como un tomate; el señor miró al frente y no dijo nada.
Pero muchas veces también nos reímos de algo que dice alguno de nosotros. Hace poco la señora soltó un disparate muy cómico cuando estaba hablando del pasado, de lo bien que se entendía con su padre y de sus múltiples coqueteos:
-Y saben ustedes que cuando a un caballero se le va un poco la mano -prosiguió-, según mi padre, había que decirle: «Señor, que soy una dama», y él sabría a qué atenerse.
Soltamos la carcajada como si se tratara de un buen chiste.
Aun Peter, pese a que normalmente es muy callado, de tanto en tanto nos hace reír. Tiene la desgracia de que le encantan las pala­bras extranjeras, pero que no siempre conoce su significado. Una tarde en la que no podíamos ir al retrete porque había visitas en la
oficina, Peter tuvo gran necesidad de ir, pero no pudo tirar de la cadena. Para prevenirnos del olor, sujetó un cartel en la puerta del lavabo, que ponía «svp[8] gas». Naturalmente, había querido poner «Cuidado, gas», pero «svp» le pareció más fino. No tenía la más mínima idea de que eso significa «por favor».
Tu Ana


Sábado, 27 de febrero de 1943


Querida Kitty:
Según Pim, la invasión se producirá en cualquier momento. Churchill ha tenido una pulmonía, pero se está restableciendo. Gandhi, el independentista indio, hace su enésima huelga de hambre.
La señora asegura que es fatalista. ¿Pero a quién le da más miedo cuando disparan? Nada menos que a Petronella van Daan.
Jan Gies nos ha traído una copia de la carta pastoral de los obis­pos dirigida a la grey católica. Es muy bonita y está escrita en un estilo muy exhortativo. «¡Holandeses, no permanezcáis pasivos! ¡Que cada uno luche con sus propias armas por la libertad del país, por su pueblo y por su religión! ¡Ayudad, dad, no dudéis!» Esto lo exclaman sin más ni más desde el púlpito. ¿Servirá de algo? Decididamente no servirá para salvar a nuestros correligio­narios.
No te imaginas lo que nos acaba de pasar: el propietario del edi­ficio ha vendido su propiedad sin consultar a Kugler ni a Kleiman. Una mañana se presentó el nuevo dueño con un arquitecto para ver la casa. Menos mal que estaba Kleiman, que les enseñó todo el edificio, salvo nuestra casita de atrás. Supuestamente había olvi­dado la llave de la puerta de paso en su casa. El nuevo casero no insistió. Esperemos que no vuelva para ver la Casa de atrás, por­que entonces sí que nos veremos en apuros.
Papá ha vaciado un fichero para que lo usemos Margot y yo, y lo ha llenado de fichas con una cara todavía sin escribir. Será nues­tro fichero de libros, en el que las dos apuntaremos qué libros he­mos leído, el nombre de los autores y la fecha. He aprendido dos palabras nuevas: «burdel» y «cocotte». He comprado una libreta especial para apuntarlas.
Tenemos un nuevo sistema para la distribución de la mantequi­lla y la margarina. A cada uno se le da su ración en el plato, pero la distribución es bastante injusta. Los Van Daan, que son los que se encargan de hacer el desayuno, se dan a sí mismos casi el doble de lo que nos ponen a nosotros. Mis viejos no dicen nada porque no quieren pelea. Lástima, porque pienso que a esa gente hay que pa­garle con la misma moneda.
Tu Ana


Jueves, 4 marzo de 1943


Querida Kitty:
La señora tiene un nuevo nombre; la llamamos la Sra. Beaverbrook. Claro, no comprenderás el porqué. Te explico: en la radio inglesa habla a menudo un tal míster Beaverbrook, sobre que se bombardea demasiado poco a Alemania. La señora Van Daan siempre contradice a todo el mundo, hasta a Churchill y al servi­cio informativo, pero con míster Beaverbrook está completa­mente de acuerdo. Por eso, a nosotros nos pareció lo mejor que se casara con este Beaverbrook, y como se sintió halagada, en lo su­cesivo la llamaremos Sra. Beaverbrook.
Vendrá a trabajar un nuevo mozo de almacén. Al viejo lo man­dan a trabajar a Alemania. Lo lamentamos por él, pero a nosotros nos conviene porque el nuevo no conoce el edificio. Los mozos del almacén todavía nos tienen bastante preocupados.
Gandhi ha vuelto a comer.
El mercado negro funciona a las mil maravillas. Podríamos co­mer todo lo que quisiéramos si tuviéramos el dinero para pagar los precios prohibitivos que piden. El verdulero le compra las pa­tatas a la «Wehrmacht» y las trae en sacos al antiguo despacho de papá. Sabe que estamos escondidos, y por eso siempre se las arre­gla para venir al mediodía, cuando los del almacén se van a sus ca­sas a comer.
Cada vez que respiramos, nos vienen estornudos o nos da la tos, de tanta pimienta que estamos moliendo. Todos los que su­ben a visitarnos, nos saludan con un «iachís!». La señora afirma que no baja porque se enfermeraría si sigue aspirando tanta pi­mienta.
No me gusta mucho el negocio de papá; no vende más que gelatinizantes y pimienta. ¡Un comerciante en productos alimenticios debería vender por lo menos alguna golosina!
Esta mañana ha vuelto a caer sobre mí una tormenta de pala­bras. Hubo rayos y centellas de tal calibre que todavía me zumban los oídos. Que esto y que aquello, que «Ana mal» y que «Van Daan bien», que patatín y que patatán.
Tu Ana


Miércoles, 1o de marzo de 1943

Querida Kitty:
Anoche se produjo un cortocircuito. Además, hubo tiros a gra­nel. Todavía no le he perdido el miedo a todo lo que sea metrallas o aviones y casi todas las noches me refugio en la cama de papá para que me consuele. Te parecerá muy infantil, pero ¡si supieras lo horrible que es! No puedes oír ni tus propias palabras, de tanto que truenan los cañones. La Sra. Beaverbrook, la fatalista, casi se echó a llorar y dijo con un hilito de voz:
-iAy, por Dios, qué desagradable! ¡Ay, qué disparos tan fuertes!
Lo que viene a significar: ¡Estoy muerta de miedo!
A la luz de una vela no parecía tan terrible como cuando todo estaba oscuro. Yo temblaba como una hoja y le pedí a papá que volviera a encender la vela. Pero él fue implacable y no la encen­dió. De repente empezaron a disparar las ametralladoras, que son diez veces peor que los cañones. Mamá se levantó de la cama de un salto y, con gran disgusto de Pim, encendió la vela. Cuando Pim protestó, mamá 1e contestó resueltamente:
-¡Ana no es soldado viejo!
Y sanseacabó.
¿Te he contado sobre los demás miedos de la señora? Creo que no. Para que estés al tanto de todas las aventuras y desventuras de la Casa de atrás, debo contarte lo siguiente. Una noche, la señora creyó que había ladrones en el desván. De verdad oyó pasos fuer­tes, según ella, y sintió tanto miedo que despertó a su marido.
Justo en ese momento, los ladrones desaparecieron y el único ruido que oyó el señor fue el latido del corazón temeroso de la fa­talista.
-¡Ay, Putti (el apodo cariñoso del señor), seguro que se han llevado las longanizas y todas nuestras legumbres! ¡Y Peter! ¡Oh!, ¿estará todavía en su cama?
-A Peter difícilmente se lo habrán llevado, no temas. Y ahora, déjame dormir.
Pero fue imposible. La señora tenía tanto miedo que ya no se pudo dormir.
Algunas noches más tarde, toda la familia del piso de arriba se despertó a causa de un ruido fantasmal. Peter subió al desván con una linterana y itrrrr!, vio cómo un ejército de ratas se daba a la fuga.
Cuando nos enteramos de quiénes eran los ladrones, dejamos que Mouschi durmiera en el desván, y los huéspedes inoportunos ya no regresaron. Al menos, no por las noches.
Hace algunos días, Peter subió a la buhardilla a buscar unos periódicos viejos. Eran las siete y media de la tarde y aún había luz. Para poder bajar por la escalera, tenía que agarrarse de la trampilla. Apoyó la mano sin mirar y... ¡casi se cae del susto! Sin saberlo había apoyado la mano en una enorme rata, que le dio un gran mordisco en el brazo. La sangre se le pasaba por la tela del pijama cuando llegó tambaleándose y más blanco que el papel donde estábamos nosotros. No era para menos: acariciar una rata no debe ser nada agradable, y recibir una mordedura encima, menos aún.
Tu Ana





Viernes, 12 de marzo de 1943

Querida Kitty:
Permíteme que te presente: Mamá Frank, defensora de los niños. Más mantequilla para los jóvenes, los problemas de la juventud moderna: en todo sale a la defensa de los jóvenes y, tras una buena dosis de disputas, casi siempre se sale con la suya.
Una ¡ata de lenguado en conserva se ha echado a perder. Co­mida de gala para Mouschi y Mofe[9]
Mofe aún es un desconocido para ti. Sin embargo, ya pertene­cía al edificio antes de que nos instaláramos aquí. Es el gato del al­macén y de la oficina, que ahuyenta a las ratas en los depósitos de mercancías. Su nombre político es fácil de explicar. Durante una época, la firma Gies & Cía. tenía dos gatos, uno para el almacén y otro para el desván. A veces sucedía que los dos se encontraban, lo que acababa en grandes peleas. El que atacaba era generalmente el almacenero, aunque luego fuera el desvanero el que ganara. Igual que en la política. Por eso, el gato del almacén pasó a ser el alemán o Mofe, y el del desván, el inglés o Tommie[10]. Tommie ya no está, pero Mofe hace las delicias de todos nosotros cuando bajamos al piso de abajo.
Hemos comido tantas habas y judías pintas que ya no las puedo ni ver. Con sólo pensar en ellas se me revuelve el estómago.
Hemos tenido que suprimir el suministro de pan por las noches.
Papá acaba de anunciar que está de mal humor. Otra vez tiene los ojos tan tristes, pobre ángel.
Estoy completamente enganchada con el libro El golpe en la puerta, de Ina Boudier-Bakker. La parte que describe la historia de la familia está muy bien, pero las partes sobre la guerra, los escri­tores y la emancipación de la mujer son menos buenas, y en reali­dad tampoco me interesan demasiado.
Bombardeos terribles en Alemania. El señor Van Daan está de mal humor. El motivo: la escasez de tabaco.
La discusión sobre si debemos abrir o no las latas de conservas para comerlas la hemos ganado nosotros.
Ya no me entra ningún zapato, salvo los de esquiar, que son poco prácticos para andar dentro de la casa. Un par de sandalias de es­parto de 6,5o florines sólo pude usarlas durante una semana, luego ya no me sirvieron. Quizá Miep consiga algo en el mercado negro.
Todavía tengo que cortarle el pelo a papá. Pim dice que lo hago tan bien que cuando termine la guerra nunca más irá a un pelu­quero. ¡Ojalá no le cortara tantas veces en la oreja!
Tu Ana





Jueves, 18 de marzo de 1943


Querida Kitty:
Turquía ha entrado en guerra. Gran agitación. Esperamos con gran ansiedad las noticias de la radio.


Viernes, 19 de marzo de 1943


Querida Kitty:
La alegría dio paso a la decepción en menos de una hora. Turquía aún no ha entrado en guerra; el ministro de allí sólo mencionó la supresión inminente de la neutralidad. Un vende­dor de periódicos de la plaza del Dam exclamaba: «¿Turquía del lado de Inglaterra!» La gente le arrebataba los ejemplares de las manos. Así fue cómo la grata noticia llegó también a nuestra casa.
Los billetes de mil florines serán declarados sin valor, lo que su­pondrá un gran chasco para los estraperlistas y similares, pero aún más para los que tienen dinero negro y para los escondidos. Los que quieran cambiar un billete de mil florines, tendrán que expli­car y demostrar cómo lo consiguieron exactamente. Para pagar los impuestos todavía se pueden utilizar, pero la semana que viene eso habrá acabado. Y para esa misma fecha, también los billetes de quinientos florines habrán perdido su validez. Gies & Cía. aún te­nía algunos billetes de mil en dinero negro, pero los han usado para pagar un montón de impuestos por adelantado, con lo que ha pasado a ser dinero limpio.
A Dussel le han traído un pequeño taladro a pedal. Supon­go que en poco tiempo más me tocará hacerme una revisión a fondo.
Hablando de Dussel, no acata para nada las reglas del escondite. No sólo le escribe cartas a la mujer, sino que también mantiene una asidua correspondencia con varias otras personas. Las cartas se las da a Margot, la profe de holandés de la Casa de atrás, para que se las corrida. Papá le ha prohibido terminantemente a Dussel que siga con sus cartas. La tarea de corregir de Margot ha termi­nado, pero supongo que Dussel no estará mucho tiempo sin es­cribir.
El «Führer de todos los alemanes» ha hablado con los soldados heridos. Daba pena oírlo. El juego de preguntas y respuestas era más o menos el siguiente:
-Me llamo Heinrich Scheppel.
-¿Lugar donde fue herido?
-Cerca de Stalingrado.
-¿Tipo de heridas?
-Pérdida de los dos pies por congelamiento y rotura de la arti­culación del brazo izquierdo.
Exactamente así nos transmitía la radio este horrible teatro de marionetas. Los heridos parecían estar orgullosos de sus heridas. Cuantas más tenían, mejor. Uno estaba tan emocionado de poder estrecharle la mano al Führer (si es que aún la tenía), que casi no podía pronunciar palabra.
Se me ha caído la pastilla de jabón de Dussel, y como luego la pisé, se le ha quedado en la mitad. Ya le he pedido a papá una in­demnización por adelantado, sobre todo porque a Dussel no le dan más que una pastilla de jabón al mes.
Tu Ana


Jueves, 25 de marzo de 1943


Querida Kitty:
Mamá, papá, Margot y yo estábamos sentados placenteramente en la habitación, cuando de repente entró Peter y le dijo algo al oído a papá. Oí algo así como «un barril volcado en el almacén» y «alguien forcejeando la puerta».
También Margot había entendido eso, pero trató de tranquili­zarme un poco, porque ya me había puesto más blanca que el pa­pel y estaba muy nerviosa, naturalmente. Las tres nos quedamos esperando a ver qué pasaba, mientras papá bajó con Peter. No ha­bían pasado dos minutos cuando la señora Van Daan, que había estado escuchando la radio abajo, subió para decir que Pim le ha­bía pedido que apagara la radio y que se fuera para arriba sin hacer ruido. Pero como suele pasar cuando uno no quiere hacer ruido: los escalones de una vieja escalera crujen más que nunca. A los cinco minutos volvieron Peter y Pim blancos hasta la punta de las narices, y nos contaron sus vicisitudes.
Se habían apostado a esperar al pie de la escalera, pero sin resul­tado. Pero de repente escucharon dos fuertes golpes, como si dentro de la casa se hubieran cerrado con violencia dos puertas. Pim había subido de un salto, pero Peter había ido antes a avisar a Dussel, que haciendo muchos aspavientos y estruendo llegó tam­bién por fin arriba. Luego todos subimos en calcetines al piso de los Van Daan. El señor estaba muy acatarrado y ya se había acos­tado, de modo que nos reunimos alrededor de su lecho y le susu­rramos nuestras sospechas. Cada vez que se ponía a toser fuerte, a su mujer y a mí nos daba un susto tremendo. Esto sucedió unas cuantas veces, hasta que a alguien se le ocurrió darle codeína. La tos se le pasó en seguida.
Esperamos y esperamos, pero no se oyó nada más. Entonces en realidad todos supusimos que los ladrones, al oír pasos en la casa que por lo demás estaba tan silenciosa, se habrían largado. Pero el problema era que la radio de abajo aún estaba sintonizada en la emisora inglesa, con las sillas en hilera a su alrededor. Si alguien forzaba la puerta y los de la defensa antiaérea se enteraban y avisa­ban a la Policía, las consecuencias podrían ser muy desagradables para nosotros. El señor Van Daan se levantó, se puso los pantalo­nes y la chaqueta, se caló el sombrero y siguió a papá escaleras abajo, cautelosamente, con Peter detrás, que para mayor seguri­dad iba armado con un gran martillo. Las mujeres (incluidas Margot y yo) nos quedamos arriba esperando con gran ansiedad, hasta que a los cinco minutos los hombres volvieron diciendo que en toda la casa reinaba la calma. Convinimos en que no dejaríamos correr el agua ni tiraríamos de la cadena, pero como el revuelo nos había trastocado el estómago, te podrás imaginar el aroma que ha­bía en el retrete cuando fuimos uno tras otro a depositar nuestras necesidades.
Cuando pasa algo así, siempre hay varias cosas que coinciden. Lo mismo que ahora: en primer lugar, las campanas de la iglesia no tocaban, lo que normalmente siempre me tranquiliza. En se­gundo lugar, el señor Voskuijl se había retirado la tarde anterior un rato antes de lo habitual, sin que nosotros supiéramos a ciencia cierta si Bep se había hecho con la llave a tiempo o si había olvi­dado cerrar con llave.
Pero no importaban los detalles. Lo cierto es que aún era de no­che y no sabíamos a qué atenernos, aunque por otro lado ya está­bamos algo más tranquilos, ya que desde las ocho menos cuarto, aproximadamente, hora en que el ladrón había entrado en la casa, hasta las diez y media no oímos más ruidos. Pensándolo bien, nos pareció bastante poco probable que un ladrón hubiera forzado una puerta a una hora tan temprana, cuando todavía podía haber gente andando por la calle. Además, a uno de no­sotros se le ocurrió que era posible que el jefe de almacén de nuestros vecinos, la compañía Keg, aún estuviera trabajando, porque con tanta agitación y dadas nuestras paredes tan finitas, uno puede equivocarse fácilmente en los ruidos, y en momen­tos tan angustiantes también la imaginación suele jugar un pa­pel importante.
Por lo tanto nos acostamos, pero ninguno podía conciliar el sueño. Tanto papá como mamá, y también el señor Dussel es­tuvieron mucho rato despiertos, y exagerando un poco puedo asegurarte que tampoco yo pude pegar ojo. Esta mañana los hombres bajaron hasta la puerta de entrada, controlaron si aún estaba cerrada y vieron que no había ningún peligro.
Los acontecimientos por demás desagradables les fueron rela­tados, naturalmente, con pelos y señales a todos los de la ofi­cina, ya que pasado el trance es fácil reírse de esas cosas, y sólo Bep se tomó el relato en serio.
Tu Ana

P. D. El retrete estaba esta mañana atascado, y papá ha te­nido que sacar de la taza con un palo todas las recetas de fresas (nuestro actual papel higiénico) junto con unos cuantos kilos de caca. El palo luego lo quemamos.


Sábado, 27 de marzo de 1943

Querida Kitty:
El curso de taquigrafía ha terminado. Ahora empezamos a practicar la velocidad. ¡Seremos unas hachas! Te voy a contar algo más sobre nuestras «asignaturas matarratos», que llamamos así porque las estudiamos para que los días transcurran lo más rápido posible, y de ese modo hacer que el fin de nuestra vida de escondidos llegue pronto. Me encanta la mitología, sobre todo los dioses griegos y romanos. Aquí piensan que son afi-
ciones pasajeras, ya que nunca han sabido de ninguna jovencita con inclinaciones deístas. ¡Pues bien, entonces seré yo la primera!
El señor Van Daan está acatarrado, o mejor dicho: le pica un poco la garganta. A causa de eso se hace el interesante: hace gárga­ras con manzanilla, se unta el paladar con tintura de mirra, se pone bálsamo mentolado en el pecho, la nariz, los dientes y la lengua y aun así está de mal humor.
Rauter, un pez gordo alemán, ha dicho en un discurso que para el i de julio todos los judíos deberán haber abandonado los países germanos. Del i de abril al i de mayo se hará una purga en la pro­vincia de Utrecht (como si de cucarachas se tratara), y del i de mayo al i de junio en las provincias de Holanda Septentrional y Holanda Meridional. Como si fueran ganado enfermo y abando­nado, se llevan a esa pobre gente a sus inmundos mataderos. Pero será mejor no hablar de ello, que de sólo pensarlo me entran pesa­dillas.
Una buena nueva es que ha habido un incendio en la sección alemana de la Bolsa de trabajo, por sabotaje. Unos días más tarde le tocó el turno al Registro civil. Unos hombres en uniformes de la Policía alemana amordazaron a los guardias e hicieron desapare­cer un montón de papeles importantes.
Tu Ana


Jueves, r de abril de 1943


Querida Kitty:
No te creas que estoy para bromas (fíjate en la fecha[11]) con­trario, hoy más bien podría citar aquel refrán que dice: «Las des­gracias nunca vienen solas.»
En primer lugar, el señor Kleiman, que siempre nos alegra la vida, sufrió ayer una gran hemorragia estomacal y tendrá que guardar cama por lo menos durante tres semanas. Has de saber que estas hemorragias le vienen a menudo, y que al parecer no tie­nen remedio. En segundo lugar, Bep está con gripe. En tercer lu­gar, al señor Voskuijl lo internan en el hospital la semana que viene. Según parece, tiene una úlcera y lo tienen que operar. Y en cuarto lugar iban a venir los directores de la fábrica Pomosin, de Francfort, para negociar las nuevas entregas de mercancías de Opekta. Todos los puntos de las negociaciones los había conver­sado papá con Kleiman, y no había suficiente tiempo para infor­mar bien de todo a Kugler.
Vendrían los señores de Francfort y papá temblaba pensando en los resultados de la reunión.
-¡Ojalá pudiera estar yo presente, ojalá pudiera estar yo allí abajo! -decía.
-Pues échate en el suelo con el oído pegado al linóleo. Los se­ñores se reunirán en tu antiguo despacho, de modo que podrás oírlo todo.
A papá se le iluminó la cara, y ayer a las diez y media de la ma­ñana, Margot y Pim (dos oyen más que uno) tomaron sus posi­ciones en el suelo. A mediodía la reunión no había terminado, pero papá no estaba en condiciones de continuar con su campaña de escuchas por la tarde. Estaba molido por la posición poco acos­tumbrada e incómoda. A las dos y media de la tarde, cuando oímos voces en el pasillo, yo ocupé su lugar. Margot me hizo compañía. La conversación era en-parte tan aburrida y tediosa que de repente me quedé dormida en el suelo frío y duro de linóleo. Margot no se atrevía a tocarme por miedo a que nos oyeran abajo, y menos aún podía llamarme. Dormí una buena media hora, me desperté medio asustada y había olvidado todo lo referente a la importante conversación. Menos mal que Margot había prestado más atención.
Tu Ana


Viernes, z de abril de 1943

Querida Kitty:
Nuevamente se ha ampliado mi extensa lista de pecados. Anoche estaba acostada en la cama esperando que viniera papá a rezar conmigo y darme las buenas noches, cuando entró mamá y, sentándose humildemente en el borde de la cama, me pre­guntó:
-Ana, papá todavía no viene, ¿quieres que rece yo contigo?
-No, Mansa[12] -contesté.
Mamá se levantó, se quedó de pie junto a la cama y luego se di­rigió lentamente a la puerta. De repente se volvió, y con un gesto de amargura en la cara me dijo:
-No quiero enfadarme contigo. El amor 4o se puede forzar.
Salió de la habitación con lágrimas en las mejillas.
Me quedé quieta en la cama y en seguida me pareció mal de mi parte haberla rechazado de esa manera tan pida, pero al mismo tiempo sabía que no habría podido contestarlo de otro modo. No puedo fingir y rezar con ella en contra de mi voluntad. Sencilla­mente no puedo. Sentí compasión por ella, una gran compasión, porque por primera vez en mi vida me di cuenta de que mi actitud fría no le es indiferente. Pude leer tristeza en su cara, cuando decía que el amor no se puede forzar. Es duro decirla verdad, y sin em­bargo es verdad cuando digo que es ella la que me ha rechazado, ella la que me ha hecho insensible a cualquier amor de su parte, con sus comentarios tan faltos de tacto y sus bromas burdas sobre cosas que yo difícilmente podía encontrar graciosas. De la misma manera que siento que me enojo cuando me suelta sus duras pala­bras, se encogió su corazón cuando-le dio cuenta de que nuestro amor realmente había desaparecido.
Lloró casi toda la noche y toda la noche durmió mal. Papá ni me mira, y cuando lo hace sólo un momento, leo en sus ojos las si­guientes palabras: «¡Cómo puedes ser así, cómo te atreves a cau­sarle tanta pena a tu madre!»
Todos se esperan que le pida perdón, pero se trata de un asunto en el que no puedo pedir perdón, sencillamente porque lo que he dicho es cierto y es algo que mamá tarde o temprano tenía que sa­ber. Parezco indiferente a las lágrimas de mamá y a las miradas de papá, y lo soy, porque es la primera vez que sienten algo de lo que yo me doy cuenta continuamente. Mamá sólo me inspira compa­sión. Ella misma tendrá que buscar cómo recomponerse. Yo, por mi parte, seguiré con mi actitud fría y silenciosa, y tampoco en el futuro le tendré miedo a la verdad, puesto que cuanto más se la pospone, tanto más difícil es enfrentarla.

Tu Ana



Martes, 27 de abril de 1943


Querida Kitty:
La casa entera retumba por las disputas. Mamá y yo, Van Daan y papá, mamá y la señora, todos están enojados con todos. Bonito panorama, ¿verdad? Como de costumbre, sacaron a relucir toda la lista de pecados de Ana.
El sábado pasado volvieron a pasar los señores extranjeros. Se quedaron hasta las seis de la tarde. Estábamos todos arriba inmó­viles, sin apenas respirar. Cuando no hay nadie trabajando en todo el edificio ni en los aledaños, en el despacho se oye cualquier ruidito. De nuevo me ha dado la fiebre sedentaria: no es nada fácil te­ner que estar sentada tanto tiempo sin moverme y en el más abso­luto silencio.
El señor Voskuijl ya está en el hospital, y el señor Kleiman ha vuelto a la oficina, ya que la hemorragia estomacal se le ha pasado antes que otras veces. Nos ha contado que el Registro civil ha sido dañado de forma adicional por los bomberos, que en vez de limi­tarse a apagar el incendio, inundaron todo de agua. ¡Me gusta!
El Hotel Cariton ha quedado destruido. Dos aviones ingleses que llevaban un gran cargamento de bombas incendiarias cayeron justo sobre el Centro de oficiales alemán. Toda la esquina del Singel y la calle Vijzelstraat se ha quemado. Los ataques aéreos a las ciudades alemanas son cada día más intensos. Por las noches ya no dormimos; tengo unas ojeras terribles por falta de sueño.
La comida que comemos es una calamidad. Para el desayuno, pan seco con sucedáneo de café. El almuerzo ya hace quince días que consiste en espinacas o lechuga. Patatas de veinte centímetros de largo, dulces y con sabor a podrido. ¡Quien quiera adelgazar, que pase una temporada en la Casa de atrás! Los del piso de arriba viven quejándose, pero a nosotros no nos parece tan trágico.
Todos los hombres que pelearon contra los alemanes o que es­tuvieron movilizados en 1940, se han tenido que presentar en los campos de prisioneros de guerra para trabajar para el Führer. ¡Se­guro que es una medida preventiva para cuando sea la invasión!

Tu Ana


Sábado, 1ºde mayo de 1943


Querida Kitty:
Fue el cumpleaños de Dussel. Antes de que llegara el día se hizo el desinteresado, pero cuando vino Miep con una gran bolsa de la compra llena de regalos, se puso como un niño de contento. Su mujer Lotje le ha enviado huevos, mantequilla, galletas, limo­nada, pan, coñac, pastel de especias, flores, naranjas, chocolate, li­bros y papel de cartas. Instaló una mesa de regalos de cumpleaños, que estuvieron expuestos nada menos que tres días. ¡Viejo loco!
No vayas a pensar que pasa hambre; en su armario hemos en­contrado pan, queso, mermelada y huevos. Es un verdadero es­cándalo que tras acogerlo con tanto cariño para salvarlo de una desgracia segura, se llene el estómago a escondidas sin darnos nada a nosotros. ¿Acaso nosotros no hemos compartido todo con él? Pero peor aún nos pareció lo miserable que es con Kleiman, Voskuijl y Bep, a quienes tampoco ha dado nada. Las naranjas que tanta falta le hacen a Kleiman para su estómago enfermo, Dussel las considera más sanas para su propio estómago.
Anoche recogí cuatro veces todas mis pertenencias, a causa de los fuertes disparos. Hoy he hecho una pequeña maleta, en la que he puesto mis cosas de primera necesidad en caso de huida. Pero mamá, con toda la razón, me ha preguntado: «¿Adónde piensas
huir?»
Toda Holanda ha sido castigada por la huelga de tantos trabaja­dores. Han declarado el estado de sitio y a todos les van a dar un cupón de mantequilla menos. ¡Eso les pasa por portarse mal!
Al final de la tarde le lavé la cabeza a mamá, lo que en estos tiempos no resulta nada fácil. Como no tenemos champú, debemos arreglarnos con un jabón verde todo pegajoso, y en segundo lugar Mansa no puede peinarse bien, porque al peine de la familia sólo le quedan diez dientes.
Tu Ana


Domingo, 2 de mayo de 1943


Querida Kitty:
A veces me pongo a reflexionar sobre la vida que llevamos aquí, y entonces por lo general llego a la conclusión de que, en compa­ración con otros judíos que no están escondidos, vivimos como en un paraíso. De todos modos, algún día, cuando todo haya vuelto a la normalidad, me extrañaré de cómo nosotros, que en casa éramos tan pulcros y ordenados, hayamos venido tan a me­nos, por así decirlo. Venido a menos por lo que se refiere a nues­tro modo de vida. Desde que llegamos aquí, por ejemplo, tenemos la mesa cubierta con un hule que, como lo usamos tanto, por lo general no está demasiado limpio. A veces trato de adecentarlo un poco, pero con un trapo que es puro agujero y que ya es de mu­cho antes de que nos instaláramos aquí; por mucho que frote, no consigo quitarle toda la suciedad. Los Van Daan llevan todo el in­vierno durmiendo sobre una franela que aquí no podemos lavar por el racionamiento del jabón en polvo, que además es de pésima calidad. Papá lleva unos pantalones deshilachados y tiene la cor­bata toda desgastada. El corsé de mamá hoy se ha roto de puro viejo, y ya no se puede arreglar, mientras que Margot anda con un sostén que es dos tallas más pequeño del que necesitaría. Mamá y Margot han compartido tres camisetas durante todo el invierno, y las mías son tan pequeñas que ya no me llegan ni al ombligo. Ya sé que son todas cosas de poca importancia, pero a veces me asusta pensar: si ahora usamos cosas gastadas, desde mis bragas hasta la brocha de afeitar de papá, ¿cómo tendremos que hacer para volver a pertenecer a nuestra clase social de antes de la guerra?
Tu Ana


Domingo, 2 de mayo de 1943

Apreciaciones sobre la guerra de los moradores de la Casa de atrás.
El señor Van Daan: En opinión de todos, este honorable caba­llero entiende mucho de política. Sin embargo, nos predice que tendremos que permanecer aquí hasta finales del 43. Aunque me parece mucho tiempo, creo que aguantaremos. ¿Pero quién nos garantiza que esta guerra, que no nos ha traído más que penas y dolores, habrá acabado para esa fecha? ¿Y quién nos puede asegu­rar que a nosotros y a nuestros cómplices del escondite no nos habrá pasado nada? ¡Absolutamente nadie! Y por eso vivimos tan angustiados día a día. Angustiados tanto por la espera y la esperanza, como por el miedo cuando se oyen ruidos dentro o fuera de la casa, cuando suenan los terribles disparos o cuando publican en los periódicos nuevos «comunicados», porque también es posi­ble que en cualquier momento algunos de nuestros cómplices tengan que esconderse aquí ellos mismos. La palabra escondite se ha convertido en un término muy corriente. ¡Cuánta gente no ha­brá refugiada en un escondite! En proporción no serán tantos, na­turalmente, pero seguro que cuando termine la guerra nos asom­braremos cuando sepamos cuánta gente buena en Holanda ha  á dado cobijo en su casa a judíos y también a cristianos que debían huir, con o sin dinero. Y también es increíble la cantidad de gente de la que dicen que tiene un carnet de identidad falsificado.
La señora Van Daan: Cuando esta bella dama (en palabras de ella misma) se enteró de que ya no era tan difícil como antes con­seguir un carnet de identidad falsificado, inmediatamente propuso que nos mandáramos hacer uno cada uno. Como si fueran gratis,
o como si a papá y al señor Van Daan el dinero les lloviera del
cielo. Cuando la señora Van Daan profiere las tonterías más in­creíbles, Putti a menudo pega un salto de exasperación. Pero es ló­gico, porque un día Kerli[1], dice: «Cuando todo esto acabe, haré
que me bauticen», y al otro día afirma: ¡Siempre he querido ir a Je­rusalén, porque sólo me siento en mi casa cuando estoy rodeada
de judíos!»
Pim es un gran optimista, pero es que siempre encuentra mo­tivo para serlo.
El señor Dussel no hace más que inventar todo lo que dice, y cuando alguien osa contradecir a su excelencia, luego las tiene que pagar. En casa del señor Alfred Dussel supongo que la norma es que él siempre tiene la última palabra, pero a Ana Frank eso no le va para nada.
Lo que piensan sobre la guerra los demás integrantes de la Casa de atrás no tiene ningún interés. Sólo las cuatro personas mencio­nadas pintan algo en materia de política; en verdad tan sólo dos, pero doña Van Daan y Dussel consideran que sus opiniones tam­
bién cuentan.
Tu Ana


Martes, r8 de mayo de 1943

Querida Kitty:
He sido testigo de un feroz combate aéreo entre aviadores in­gleses y alemanes. Algunos aliados han tenido que saltar de sus aviones en llamas, lamentablemente. El lechero, que vive en Halfweg, ha visto a cuatro canadienses sentados a la vera del camino, uno de los cuales hablaba holandés fluido. Este le pidió fuego al lechero para encender un cigarrillo y le contó que la tripulación del avión estaba compuesta por seis personas. El piloto se había quemado y el quinto hombre estaba escondido en alguna parte. A los otros cuatro, que estaban vivitos y coleando, se los llevó la «policía verde[2] alemana». ¡Qué increilAe que después de un salto tan impresionante en paracaídas todavía tuvieran tanta presencia de ánimo!
Aunque ya va haciendo calor, tenemos que encender la lumbre un día sí y otro no para quemar los desechos y la basura. No po­demos usar los cubos, porque eso despertaría las sospechas del mozo de almacén. La menor imprudencia nos delataría.
Todos los estudiantes tienen que firmar una lista del Gobierno, declarando que «simpatizan con. todos los alemanes y con el nuevo orden político». El ochenta por ciento se ha negado a trai­cionar su conciencia y a renegar de sus convicciones, pero las con­secuencias no tardaron en hacerse sentir. A los estudiantes que no firmaron los envían a campos de trabajo en Alemania. ¿Qué que­dará de la juventud holandesa si todos tienen que trabajar tan du­ramente en Alemania?
Anoche mamá cerró la ventana a causa de los fuertes estallidos. Yo estaba en la cama de Pim. De repente, oímos cómo en el piso de arriba la señora saltó de la cama, como mordida por Mouschi, a lo que inmediatamente siguió otro golpe. Sonó como si hubiera caído una bomba incendiaria junto a mi cama. Grité:
-¡La luz, la luz!
Pim encendió la luz. No me esperaba otra cosa sino que en po­cos minutos estuviera la habitación en llamas. No pasó nada. To­dos nos precipitamos por la escalera al piso de arriba para ver lo que pasaba. Los Van Daan habían visto por la ventana abierta un resplandor de color rosa. El señor creía que había fuego por aquí cerca, y la señora pensaba que la que se había prendido fuego era nuestra casa. Cuando se oyó el golpe, la señora estaba temblando de pie. Dussel se quedó arriba fumando un cigarrillo, mientras nosotros volvíamos a nuestras camas. Cuando aún no habían pa­sado quince minutos, volvimos a oír tiros. La señora se levantó en seguida y bajó la escalera a la habitación de Dussel, para buscar junto a él la tranquilidad que no le era dada junto a su cónyuge. Dussel la recibió pronunciando las palabras «Acuéstate aquí con­migo, hija mía», lo que hizo que nos desternilláramos de risa. El tronar de los cañones ya no nos preocupaba: nuestro temor había desaparecido.
Tu Ana


Domingo, 13 de junio de 1943


Querida Kitty:
El poema de cumpleaños que me ha hecho papá es tan bonito que no quisiera dejar de enseñártelo.
Como papá escribe en alemán, Margot ha tenido que ponerse a traducir. Juzga por ti misma lo bien que ha cumplido su tarea de voluntaria. Tras el habitual resumen de los acontecimientos del año, pone lo siguiente:
Siendo la más pequeña, aunque ya no una niña, no lo tienes fácil; todos quieren ser un poco tu maestro, y no te causa placer. «¡Tenemos experiencia!» «¡Sé lo que te digo!» «Para nosotros no es la primera vez, sabemos muy bien lo que hay que hacer.» Sí, sí, es siempre la misma historia y todos tienen muy mala memoria. Nadie se fija en sus propios defectos, sólo miran los errores ajenos; a todos les resulta muy fácil regañar y lo hacen a menudo sin pestañear. A tus padres nos resulta difícil ser justos, tratando de que no haya mayores disgustos; regañar a tus mayores es algo que está mal por mucho que te moleste la gente de edad, como una píldora has de tragar sus regañinas para que haya paz. Los meses aquí no pasan en vano aprovéchalos bien con tu estudio sano, que estudiando y leyendo libros por cientos se ahuyenta el tedio y el aburrimiento. La pregunta más difícil es sin duda: «¿Qué me pongo? No tengo ni una muda, todo me va chico, pantalones no tengo, mi camisa es un taparrabo, pero es lo de menos. Luego están los zapatos: no puedo ya decir los dolores inmensos que me hacen sufrir.» Cuando creces 10 cm no hay nada que hacer: ya no tienes ni un trapo que te puedas poner.

Margot no logró traducir con rima la parte referida al tema de la comida, así que esa parte no la he copiado. Pero el resto es muy bonito, ¿verdad?
Por lo demás me han malcriado mucho con los hermosos rega­los que me han dado; entre otras cosas, un libro muy gordo sobre mitología griega y romana, mi tema favorito. Tampoco puedo quejarme de las golosinas, ya que todos me han dado algo de sus respectivas últimas provisiones. Como benjamina de la familia de escondidos me han mimado verdaderamente mucho más de lo que merezco.
Tu Ana


Martes, 15 de junio de 1943


Querida Kitty:
Han pasado cantidad de cosas, pero muchas veces pienso que todas mis charlas poco interesantes te resultarán muy aburridas y que te alegrarás de no recibir tantas cartas. Por eso, será mejor que te resuma brevemente las noticias.
Al señor Voskuijl no lo han operado del estómago. Cuando lo tenían tumbado en la mesa de operaciones con el estómago abierto, los médicos vieron que tenía un cáncer mortal en un es­tado tan avanzado, que ya no había nada que operar. Entonces le cerraron nuevamente el estómago, le hicieron guardar cama du­rante tres semanas y comer bien, y luego lo mandaron a su casa. Pero cometieron la estupidez imperdonable de decirle exacta­mente en qué estado se encuentra. Ya no está en condiciones de trabajar, está en casa rodeado de sus ocho hijos y cavila sobre la muerte que se avecina. Me da muchísima lástima, y también me da mucha rabia no poder salir a la calle, porque si no iría muchas ve­ces a visitarlo para distraerlo. Para nosotros es una calamidad que el bueno de Voskuijl ya no esté en el almacén para informarnos sobre todo lo que pasa allí o todo lo que oye. Era nuestra mayor ayuda y apoyo en materia de seguridad, y lo echamos mucho de menos.
El mes que viene nos toca a nosotros entregar la radio. Kleiman tiene en su casa una radio miniatura clandestina, que nos dará para reemplazar nuestra Philips grande. Es una verdadera lástima que haya que entregar ese mueble tan bonito, pero una casa en la que hay escondidos no debe, bajo ningún concepto, despertar las sos­pechas de las autoridades. La radio pequeñita nos la llevaremos arriba, naturalmente. Entre judíos clandestinos y dinero negro, qué mas da una radio clandestina.
Todo el mundo trata de conseguir una radio vieja para entregar en lugar de su «fuente de ánimo». De veras es cierto que a medida que las noticias de fuera van siendo peores, la radio con su voz maravillosa nos ayuda a que no perdamos las esperanzas y diga­mos cada vez. «¡Adelante, ánimo, ya vendrán tiempos mejores!»

Tu Ana


Domingo, 11 de julio de 1943


Querida Kitty:
Volviendo por enésima vez al tema de la educación, te diré que hago unos esfuerzos tremendos para ser cooperativa, simpática y buena y para hacer todo de tal manera que el torrente de comenta­rios se reduzca a una leve llovizna. Es endiabladamente difícil te­ner un comportamiento tan ejemplar ante personas que no sopor­tas, sobre todo al ser tan fingido. Pero veo que realmente se llega más lejos con un poco de hipocresía que manteniendo mi vieja costumbre de decirle a cada uno sin vueltas lo que pienso (aunque nunca nadie me pida mi opinión ni le dé importancia). Por su­puesto que a menudo me salgo de mi papel y no puedo contener la ira ante una injusticia, y durante cuatro semanas no hacen más que hablar de la chica más insolente del mundo. ¿No te parece que a veces deberías compadecerme? Menos mal que no soy tan re­funfuñona, porque terminaría agriándome y perdería mi buen sentido del humor. Por lo general me tomo las regañinas con hu­mor, pero me sale mejor cuando es otra persona a la que ponen como un trapo, y no cuando esa persona soy yo misma.
Por lo demás, he decidido abandonar un poco la taquigrafía, aunque me lo he tenido que pensar bastante. En primer lugar qui­siera dedicar más tiempo a mis otras asignaturas, y en segundo lu­gar a causa de la vista, que es lo que más me tiene preocupada. Me he vuelto bastante miope y hace tiempo que necesito gafas. (¡Huy, qué cara de lechuza tendré!) Pero ya sabes que a los es­condidos no les está permitido (etc.).
Ayer en toda la casa no se habló más que de la vista de Ana, porque mamá sugirió que la señora Kleiman me llevara al oculista. La noticia me hizo estremecer, porque no era ninguna tontería. ¡Salir a la calle! ¡A la calle, figúrate! Cuesta imaginárselo. Al prin­cipio me dio muchísimo miedo, pero luego me puse contenta. Sin embargo, la cosa no era tan fácil, porque no todos los que tienen que tomar la decisión se ponían de acuerdo tan fácilmente. Todos los riesgos y dificultades debían ponerse en el platillo de la ba­lanza, aunque Miep quería llevarme inmediatamente. Lo primero que hice fue sacar del ropero mi abrigo gris, que me quedaba tan pequeño que parecía el abrigo de mi hermana menor. Se le salía el dobladillo y, además, ya no podía abotonármelo. Realmente tengo gran curiosidad por saber lo que pasará, pero no creo que el plan se lleve a cabo, porque mientras tanto los ingleses han desembar­cado en Sicilia y papá tiene la mira puesta en un «desenlace inmi­nente».
Bep nos da mucho trabajo de oficina a Margot y a mí. A las dos nos da la sensación de estar haciendo algo muy importante, y para Bep es una gran ayuda. Archivar la correspondencia y hacer los asientos en el libro de ventas es algo que puede hacer todo el mundo, pero nosotras lo hacemos con gran minuciosidad.
Miep parece un verdadero burro de carga, siempre llevando y trayendo cosas. Casi todos los días encuentra verdura en alguna parte y la trae en su bicicleta, en grandes bolsas colgadas del mani­llar. También nos trae todos los sábados cinco libros de la biblio­teca. Siempre esperamos con gran ansiedad que llegue el sábado, porque entonces nos traen los libros. Como cuando les traen regalitos a los niños. Es que la gente corriente no sabe lo que signi­fica un libro para un escondido. La lectura, el estudio y las audi­ciones de radio son nuestra única distracción.

Tu Ana


Martes, 13 de julio de 1943

El mejor escritorio.
Ayer por la tarde le pregunté a Dussel, con permiso de papá (y de forma bastante educada, me parece), si por favor estaría de acuerdo en que dos veces por semana, de cuatro a cinco y media de la tarde, yo hiciera uso del pequeño escritorio de nuestra habi­tación. Ya escribo ahí todos los días de dos y media a cuatro mien­tras Dussel duerme la siesta; a otras horas la habitación y el escri­torio son zona prohibida para mí. En el cuarto de estar común hay demasiado alboroto por las tardes; ahí uno no se puede concen­trar, y además también a papá le gusta sentarse a escribir en el es­critorio grande por las tardes.
Por lo tanto, el motivo era bastante razonable y mi ruego una mera cuestión de cortesía. Pero, ¿a que no sabes lo que contestó el distinguido señor Dussel?
-No.
¡Dijo lisa y llanamente que no!
Yo estaba indignada y no lo dejé ahí. Le pregunté cuáles eran sus motivos para decirme que no y me llevé un chasco. Fíjate cómo arremetió contra mí:
-Yo también necesito el escritorio. Si no puedo disponer de él por la tarde no me queda nada de tiempo. Tengo que poder escri­bir mi cuota diaria, si no todo mi trabajo habrá sido en balde. De todos modos, tus tareas no son serias. La mitología, qué clase de tarea es ésa, y hacer punto y leer tampoco son tareas serias. De modo que el escritorio lo seguiré usando yo.
Mi respuesta fue:
-Señor Dussel, mis tareas sí que son serias. En el cuarto de es­tar, por las tardes no me puedo concentrar, así que le ruego enca­recidamente que vuelva a considerar mi petición.
Tras pronunciar estas palabras, Ana se volvió ofendida e hizo como si el distinguido doctor no existiera. Estaba fuera de mí de rabia. Dussel me pareció un gran maleducado (lo que en verdad era) y me pareció que yo misma había estado muy cortés Por la noche, cuando logré hablar un momento con Pim, le conté cómo había terminado todo y le pregunté qué debía hacer ahora, porque no quería darme por vencida y prefería arreglar la cuestión yo sola. Pim me explicó más o menos cómo debía enca­rar el asunto, pero me recomendó que esperara hasta el otro día, dado mi estado de exaltación. Desoí este último consejo, y des­pués de fregar los platos me senté a esperar a Dussel. Pim estaba en la habitación contigua, lo que me daba una gran tranquilidad.
Empecé diciendo:
-Señor Dussel, creo que a usted no le ha parecido que valiera la pena hablar con más detenimiento sobre el asunto; sin embargo, le ruego que lo haga.
Entonces, con su mejor sonrisa, Dussel comentó:
-Siempre y en todo momento estaré dispuesto a hablar sobre este asunto ya zanjado.
Seguí con la conversación, interrumpida continuamente por Dussel:
-Al principio, cuando usted vino aquí, convinimos en que esta habitación sería de los dos. Si el reparto fuera equitativo, a usted le corresponderían las mañanas y a mí todas las tardes. Pero yo ni siquiera le pido eso, y por lo tanto me parece que dos tardes a la semana es de lo más razonable.
En ese momento Dussel saltó como pinchado por un alfiler:
-¿De qué reparto equitativo me estás hablando? ¿Adónde he de irme entonces? Tendré que pedirle al señor Van Daan que me construya una caseta en el desván, para que pueda sentarme allí. ¡Será posible que no pueda trabajar tranquilo en ninguna parte, y que uno tenga que estar siempre peleándose contigo! Si la que me lo pidiera fuera tu hermana Margot, que tendría más motivos que tú para hacerlo, ni se me ocurriría negárselo, pero tú...
Y luego siguió la misma historia sobre la mitología y el hacer punto, y Ana volvió a ofenderse. Sin embargo, hice que no se me notara y dejé que Dussel acabara:
-Pero ya está visto que contigo no se puede hablar. Eres una tremenda egoísta. Con tal de salirte con la tuya, los demás que re­vienten. Nunca he visto una niña igual. Pero al final me veré obli­gado a darte el gusto; si no, en algún momento me dirán que a Ana Frank la suspendieron porque el señor Dussel no le quería ceder el escritorio.
El hombre hablaba y hablaba. Era tal la avalancha de palabras que al final me perdí. Había momentos en que pensaba: «¡Le voy a j dar un sopapo que va a ir a parar con todas sus mentiras contra la pared!», y otros en que me decía a mí misma: «Tranquilízate. Ese tipo no se merece que te sulfures tanto por su culpa.»
Por fin Dussel terminó de desahogarse y, con una cara en la que se leía el enojo y el triunfo al mismo tiempo, salió de la habitación con su abrigo lleno de alimentos.
Corrí a ver a papá y a contarle toda la historia, en la medida en que no la había oído ya. Pim decidió hablar con Dussel esa misma noche, y así fue. Estuvieron más de media hora hablando. Primero hablaron sobre si Ana debía disponer del escritorio o no. Papá le dijo que ya habían hablado sobre el tema, pero que en aquella oca­sión le había dado supuestamente la razón a Dussel para no dár­sela a una niña frente a un adulto, pero que tampoco en ese mo­mento a papá le había parecido razonable. Dussel respondió que yo no debía hablar como si él fuera un intruso que tratara de apo­derarse de todo, pero aquí papá le contradijo con firmeza, porque en ningún momento me había oído a mí decir eso. Así estuvieron un tiempo discutiendo: papá defendiendo mi egoísmo y mis «tareítas», y Dussel refunfuñando todo el tiempo.
Finalmente Dussel tuvo que ceder, y se me concedieron dos tardes por semana para dedicarme a mis tareas sin ser molestada. Dussel puso cara de mártir, no habló durante dos días y, como un 1 niño, fue a ocupar el escritorio de cinco a cinco y media, antes de la hora de cenar.
A una persona de 14 años que todavía tiene hábitos tan pedan- 1 tes y mezquinos, la naturaleza la ha hecho así, y ya nunca se le quitarán.


Viernes, 16 de julio de 1943

Querida Kitty:
Nuevamente han entrado ladrones, pero esta vez ladrones de verdad. Esta mañana a las siete, como de costumbre, Peer bajó al almacén y en seguida vio que tanto la puerta del almacén como la de la calle estaban abiertas. Se lo comunicó en seguida a Pim, que en su antiguo despacho sintonizó la radio alemana y cerró la puerta con llave. Entonces subieron los dos. La consigna habitual para estos casos, «no lavarse, guardar silencio, estar listos a las ocho y no usar el retrete», fue acatada rigurosamente como de costumbre. Todos nos alegrábamos de haber dormido muy bien y de no haber oído nada durante la noche. Pero también estábamos un poco indignados de que en toda la mañana no se le viera el pelo a ninguno de los de la oficina, y de que el señor Kleiman nos de­jara hasta las once y media en ascuas. Nos contó que los ladrones habían abierto la puerta de la calle con una palanca de hierro y luego habían forzado la del almacén. Pero como en el almacén no encontraron mucho para llevarse, habían probado suerte un piso más arriba. Robaron dos cajas con cuarenta florines, talonarios en blanco de la caja postal y del banco, y lo peor: todos nuestros cu­pones de racionamiento del azúcar, por un total de 150 kilos. No será fácil conseguir nuevos cupones.
El señor Kugler cree que el ladrón pertenece a la misma banda que el que estuvo aquí hace seis semanas y que intentó entrar por las tres puertas (la del almacén y las dos puertas de la calle), pero que en aquel momento no tuvo éxito.
El asunto nos ha estremecido a todos, y casi se diría que la Casa de atrás no puede pasarse sin estos sobresaltos. Naturalmente nos alegramos de que las máquinas de escribir y la caja fuerte estuvie­ran a buen recaudo en nuestro ropero.
Tu Ana

P. D. Desembarco en Sicilia. Otro paso más que nos acerca a...


Lunes, 19 de julio de 1943

Querida Kitty:
El domingo hubo un terrible bombardeo en el sector norte de Amsterdam. Los destrozos parece que son enormes. Calles ente­ras han sido devastadas, y tardarán mucho en rescatar a toda la gente sepultada bajo los escombros. Hasta ahora se han contado 200 muertos y un sinnúmero de heridos. Los hospitales están lle­nos hasta los topes. Se dice que hay niños que, perdidos entre las ruinas incandescentes, van buscando a sus padres muertos. Cuando pienso en los estruendos que se oían en la lejanía, que para nosotros eran una señal de la destrucción que se avecina, me da escalofríos.

Tu Ana


Viernes, 23 de julio de 1943

Querida Kitty:
De momento, Bep ha vuelto a conseguir cuadernos, sobre todo diarios y libros mayores, que son los que necesita mi hermana la contable. Otros cuadernos también se consiguen, pero no me preguntes de qué tipo y por cuánto tiempo. Los cuadernos llevan actualmente el siguiente rótulo: «Venta sin cupones». Como todo lo que se puede comprar sin cupones, son un verdadero desastre. Un cuaderno de éstos consiste en doce páginas de papel grisáceo de líneas torcidas y estrechas. Margot tiene pensado seguir un curso de caligrafía. Yo se lo he recomendado encarecidamente. Mamá me prohíbe que yo también participe, por no arruinarme la vista, pero me parece una tontería. Lo mismo da que haga eso u otra cosa.
Como tú nunca has vivido una guerra, Kitty, y como a pesar de mis cartas tampoco te haces una idea clara de lo que es vivir escondido, pasaré a escribirte cuál es el deseo más ferviente de cada uno de nosotros para cuando volvamos a salir de aquí:
Lo que más anhelan Margot y el señor Van Daan es un baño de agua caliente hasta el cogote, durante por lo menos media hora. La señora Van Daan quisiera irse en seguida a comer pasteles, Dussel en lo único que piensa es en su Charlotte, y mamá en ir a
algún sitio a tomar café. Papá iría a visitar al señor Voskuijl, Peter iría al centro y al cine, y yo de tanta gloria no sabría por dónde empezar.
Lo que más anhelo yo es una casa propia, poder moverme li­bremente y que alguien me ayude en las tareas, o sea, ¡volver al colegio!
Bep nos ha ofrecido fruta, pero cuesta lo suyo, ¡y cómo! Uvas a f florines el kilo, grosellas a 70 céntimos el medio kilo, un me­locotón a So céntimos, melón a 1,5o, el kilo. Y luego ponen en el periódico en letras enormes: «¡El alza de los precios es usura!»


Lunes, 26 de julio de 1943

Querida Kitty:
Ayer fue un día de mucho alboroto, y todavía estamos exalta­dos. No me extrañaría que te preguntaras si es que pasa algún día sin sobresaltos.
Por la mañana, cuando estábamos desayunando, sonó la pri­mera prealarma, pero no le hacemos mucho caso, porque sólo significa que hay aviones sobrevolando la costa. Después de de­sayunar fui a tumbarme un rato en la cama porque me dolía mu­cho la cabeza. Luego bajé a la oficina. Era alrededor de las dos de la tarde. A las dos y media, Margot había acabado con su trabajo de oficina. No había terminado aún de recoger sus bártulos cuando empezaron a sonar las sirenas, de modo que la seguí al piso de arriba. Justo a tiempo, porque menos de cinco minutos después de llegar arriba comenzaron los disparos y tuvimos que refugiarnos en el pasillo. Yo tenía mi bolsa para la huida bien apretada entre los brazos, más para tener algo a qué aferrarme que para huir realmente, porque de cualquier modo no nos po­demos ir, o en caso extremo la calle implica el mismo riesgo de muerte que un bombardeo. Después de media hora se oyeron menos aviones, pero dentro de casa la actividad aumentó. Peter volvió de su atalaya en el desván de la casa de delante. Dussel es­taba en la oficina principal, la señora se sentía más segura en el antiguo despacho de papá, el señor Van Daan había observado la acción por la ventana de la buardilla, y también los que habíamos esperado en el descansillo nos dispersamos para ver las columnas de humo que se elevaban en la zona del puerto. Al poco tiempo todo olía a incendio y afuera parecía que hubiera una tupida bruma.
A pesar de que un incendio de esa magnitud no es un espec­táculo agradable, para nosotros el peligro felizmente había pasado y todos volvimos a nuestras respectivas ocupaciones. Al final de la tarde, a la hora de la comida: alarma aérea. La comida era deliciosa, pero al oír la primera sirena se me quitó el apetito. Sin embargo, no pasó nada y a los cuarenta y cinco minutos ya no había peligro. Cuando habíamos fregado los platos: alarma aérea, tiros, muchísi­mos aviones. «Dos veces en un mismo día es mucho», pensamos todos, pero fue inútil, porque nuevamente cayeron bombas a rau­dales, esta vez al otro lado de la ciudad, en la zona del aeropuerto. Los aviones caían en picado, volvían a subir, había zumbidos en el aire y era terrorífico. A cada momento yo pensaba: «¡Ahora cae, ha llegado tu hora!»
Puedo asegurarte que cuando me fui a la cama a las nueve de la noche, todavía no podía tenerme en pie sin que me temblaran las piernas. A medianoche me desperté: ¡más aviones! Dussel se es­taba desvistiendo, pero no me importó: al primer tiro salté de la cama totalmente despabilada. Hasta la una estuve metida en la cama de papá, a la una y media vuelta a mi propia cama, a las dos otra vez en la de papá, y los aviones volaban y seguían volando. Por fin terminaron los tiros y me pude volver «a casa». A las dos y media me dormí.
Las siete. Me desperté de un sobresalto y me quedé sentada en la cama. Van Daan estaba con papá. «Otra vez ladrones», fue lo primero que pensé. Oí que Van Daan pronunciaba la palabra «todo» y pensé que se lo habían llevado todo. Pero no, era una no­ticia gratísima, quizá la más grata que hayamos tenido desde que comenzó la guerra. Ha renunciado Mussolini. El rey-emperador de Italia se ha hecho cargo del gobierno.
Pegamos un grito de alegría. Tras los horrores de ayer, por fin algo bueno y... ¡nuevas esperanzas! Esperanzas de que todo ter­mine, esperanzas de que haya paz.
Kugler ha pasado un momento y nos ha contado que en los bombardeos del aeropuerto han causado grandes daños a la fá­brica de aviones Fokker. Mientras tanto, esta mañana tuvimos una nueva alarma aérea con aviones sobrevolándonos y otra vez prealarma. Estoy de alarmas hasta las narices, he dormido mal y no me puedo concentrar, pero la tensión de lo que pasa en Italia ahora
nos mantiene despiertos y la esperanza por lo que pueda ocurrir de aquí a fin de año...

Tu Ana


Jueves, 29 de julio de 1943

Querida Kitty:
La señora Van Daan, Dussel y yo estábamos fregando los platos y yo estaba muy callada, cosa poco común en mí y que segura­mente les debería llamar la atención. A fin de evitar preguntas molestas busqué un tema neutral de conversación, y pensé que el libro Enrique, el de la acera de enfrente cumplía con esa exigencia.
Pero me equivoqué de medio a medio. Cuando no me regaña la señora Van Daan, me regaña el señor Dussel. El asunto era el si­guiente: Dussel nos había recomendado este libro muy especial­mente por ser una obra excelente. Pero a Margot y a mí no nos pareció excelente para nada. El niño estaba bien caracterizado, pero el resto... mejor no decir nada. Al fregar los platos hice un comentario de este tenor, y eso me sirvió para que toda la artillería se volviera contra mí.
-i¿Cómo quieres tú comprender la psiquis de un hombre?! La de un niño, aún podría ser. Eres demasiado pequeña para un libro así. Aun para un hombre de veinte años sería demasiado difícil.
Me pregunto por qué nos habrá recomendado entonces el libro tan especialmente a Margot y a mí. Ahora Dussel y la señora arre­metieron los dos juntos:
-Sabes demasiado de cosas que no son adecuadas para ti. Te han educado de manera totalmente equivocada. Más tarde, cuando seas mayor, ya no sabrás disfrutar de nada. Dirás que lo has leído todo en los libros hace veinte años. Será mejor que te apresures en conseguir marido o en enamorarte, porque seguro que nada te sa­tisfará. En teoría ya lo sabes todo, sólo te falta la práctica.
No resulta nada difícil imaginarse cómo me sentí en aquel mo­mento. Yo misma me sorprendí de que pudiera guardar la calma para responder: «Quizá ustedes opinen que he tenido una educa­ción equivocada, pero no todo el mundo opina como ustedes.»
¿Acaso es de buena educación sembrar cizaña todo el tiempo entre mis padres y yo (porque eso es lo que hacen muchas veces) y hablarle de esas cosas a una chica de mi edad? Los resultados de una educación semejante están a la vista.
En ese momento hubiera querido darles un bofetón a los dos, por ponerme en ridículo. Estaba fuera de mí de la rabia y real­mente me hubiera gustado contar los días que faltaban para li­brarme de esa gente, de haber sabido dónde terminar.
¡La señora Van Daan es un caso serio! Es un modelo de con­ducta... ¡pero de qué conducta! A la señora Van Daan se la conoce por su falta de modestia, su egoísmo, su astucia, su actitud calcu­ladora y porque nunca nada le satisface. A esto se suman su vani­dad y su coquetería. No hay más vueltas que darle, es una persona desagradable como ninguna. Podría escribir libros enteros de ella, y puede que alguna vez lo haga. Cualquiera puede aplicarse un bo­nito barniz exterior. La señora es muy amable con los extraños, sobre todo si son hombres, y eso hace que uno se equivoque cuando la conoce poco.
Mamá la considera demasiado tonta para gastar saliva en ella, Margot la considera demasiado insignificante y Pim, demasiado fea (tanto por dentro como por fuera) y yo, tras un largo viaje -porque nunca me dejo llevar por los prejuicios- he llegado a la conclusión de que es las tres cosas a la vez, y muchísimo más. Tiene tantas malas cualidades, que no sabría con cuál quedarme.

Tu Ana

P. D. No olvide el lector que cuando fue escrito este relato, la ira de la autora todavía no se había disipado.


Martes, 3 de agosto de 1943

Querida Kitty:
La política marcha viento en popa. En Italia, el partido fascista ha sido prohibido. En muchos sitios el pueblo lucha contra los fascistas, y algunos militares participan en la lucha. ¿Cómo un país así puede seguir haciéndole la guerra a Inglaterra?
La semana pasada entregamos nuestra hermosa radio. Dussel estaba muy enfadado con Kugler porque la entregó en la fecha es­tipulada. Mi respeto por Dussel se reduce cada día más; ya debe de andar por debajo de cero. Son tales las sandeces que dice en mate­ria de política, historia, geografía o cualquier otro tema, que .casi no me atrevo a citarlas. «Hitler desaparece en la historia. El puerto de Rotterdam es más grande que el de Hamburgo. Los in­gleses son idiotas porque no bombardean Italia de arriba abajo, etc., etc.»
Ha habido un tercer bombardeo. He apretado los dientes, tra­tando de armarme de valor.
La señora Van Daan, que siempre ha dicho «dejadlos que ven­gan» y «más vale un final con susto que ningún final», es ahora la más cobarde de todos. Esta mañana se puso a temblar como una hoja y hasta se echó a llorar. Su marido, con quien acaba de hacer las paces después de estar reñidos durante una semana, la conso­laba. De sólo verlo casi me emociono.
Mouschi ha demostrado de forma patente que el tener gatos en la casa no sólo trae ventajas: todo el edificio está infestado de pul­gas, y la plaga se extiende día a día. El señor Kugler ha echado polvo amarillo en todos los rincones, pero a las pulgas no les hace nada. A todos nos pone muy nerviosos; todo el tiempo creemos que hay algo arañándonos un brazo, una pierna u otra parte del cuerpo. De ahí que muchos integrantes de la familia estén siempre haciendo ejercicios gimnásticos para mirarse la parte trasera de la pierna o la nuca. Ahora pagamos la falta de ejercicio: tenemos el cuerpo demasiado entumecido como para poder torcer bien el cuello. La gimnasia propiamente dicha hace mucho que no la practicamos.
Tu Ana


Miércoles, 4 de agosto de 1943

Querida Kitty:
Ahora que llevamos más de un año de reclusión en la Casa de atrás, ya estás bastante al tanto de cómo es nuestra vida, pero nunca puedo informarte de todo realmente. ¡Es todo tan extrema­damente distinto de los tiempos normales y de la gente normal! Pero para que te hagas una idea de la vida que llevamos aquí, a par­tir de ahora describiré de tanto en tanto una parte de un día cual­quiera. Hoy empiezo por la noche.
A las nueve de la noche comienza en la Casa de atrás el ajetreo de la hora de acostarse, y te aseguro que siempre es un verda­dero alboroto. Se apartan las sillas, se arman las camas, se extien­den las mantas, y nada queda en el mismo estado que durante el día. Yo duermo en el pequeño diván, que no llega a medir un metro y medio de largo, por lo que hay que colocarle un añadido en forma de sillas. De la cama de Dussel, donde están guardados durante el día, hay que sacar plumón, sábanas, almohadas y mantas.
En la habitación de al lado se oye un chirrido: es el catre tipo armónica de Margot. Nuevamente hay que extraer mantas y al­mohadas del sofá: todo sea por hacer un poco más confortables las tablitas de madera del catre. Arriba parece que se hubiera de­satado una tormenta, pero no es más que la cama de la señora. Es que hay que arrimarla junto a la ventana, para que el aire pueda estimular los pequeños orificios nasales de Su Alteza con la mañanita rosa.
Las nueve de la noche: Cuando sale Peter entro en el cuarto de baño y me someto a un tratamiento de limpieza a fondo. No po­cas veces -sólo en los meses, semanas o días de gran calor­ocurre que en el agua del baño se queda flotando alguna pequeña pulga. Luego toca lavarme los dientes, rizarme el pelo, tratarme las uñas, preparar los algodones con agua oxigenada -que son para teñir los pelillos negros del bigote- y todo esto en media hora.
Las nueve y media: Me pongo el albornoz. Con el jabón en una mano y el orinal, las horquillas, las bragas, los rulos y el al­godón en la otra, me apresuro en dejar libre el cuarto de baño, pero por lo general después me llaman para que vuelva y quite la colección de pelos elegantemente depositados en el lavabo, pero que no son del agrado del usuario siguiente.
Las diez de la noche: Colgamos los paneles de oscurecimiento y... ¡buenas noches! En la casa aún se oyen durante un cuarto de hora los crujidos de las camas y el rechinar de los muelles rotos, pero luego reina el silencio; al menos, cuando los de arriba no tienen una disputa de lecho conyugal.
Las once y media: Se oye el chirrido de la puerta del cuarto de baño. En la habitación entra un diminuto haz de luz. Unos zapa­tos que crujen, un gran abrigo, más grande que la persona que lo lleva puesto... Dussel vuelve de su trabajo nocturno en el despa­cho de Kugler. Durante diez minutos se le oye arrastrar los pies, hacer ruido de papeles -son los alimentos que guarda- y hacer la cama. Luego, la figura vuelve a desaparecer y sólo se oye venir a cada rato un ruidito sospechoso del lavabo.
A eso de las tres de la madrugada: Debo levantarme para hacer aguas menores en la lata que guardo debajo de la cama y que para mayor seguridad está colocada encima de una esterilla de goma contra las posibles pérdidas. Cuando me encuentro en este, trance, siempre contengo la respiración, porque en la latita se oye como el gorgoteo de un arroyuelo en la montaña. Luego devuelvo la lata a su sitio y la figura del camisón blanco, que a Margot le arranca cada noche la exclamación: «¡Ay, qué camisón tan indecente!», se mete de nuevo en la cama. Entonces, alguien que yo sé permanece unos quince minutos atenta a los ruidos de la noche. En primer lugar, a los que puedan venir de algún ladrón en los pisos de abajo; luego, a los procedentes de las distintas camas de la habitación de arriba, la de al lado y la propia, de los que por lo general se puede deducir cómo está durmiendo cada uno de los convecinos, o si es­tán pasando la noche medio desvelados. Esto último no es nada agradable, sobre todo cuando se trata de un miembro de la familia que responde al nombre de doctor Dussel. Primero oigo un ruidito como de un pescado que se ahoga. El ruido se repite unas diez veces, y luego, con mucho aparato, pasa a humedecerse los labios, alternando con otros ruiditos como si estuviera masti­cando, a lo que siguen innumerables vueltas en la cama y reacomodamientos de las almohadas. Luego hay cinco minutos de tranquilidad absoluta, y toda la secuencia se repite tres veces como mínimo, tras lo cual el doctor seguramente se habrá ador­milado por un rato.
También puede ocurrir que de noche, variando entre la una y las cuatro, se oigan disparos. Nunca soy realmente consciente hasta el momento en que, por costumbre, me veo de pie junto a la cama. A veces estoy tan metida en algún sueño, que pienso en los verbos franceses irregulares o en las riñas de arriba. Cuando ter­mino de pensar, me doy cuenta de que ha habido tiros y de que me he quedado en silencio en mi habitación. Pero la mayoría de las veces pasa como te he descrito arriba. Cojo rápidamente un pañuelo y una almohada, me pongo el albornoz, me calzo las za­patillas y voy corriendo donde papá, tal como lo describió Margot en el siguiente poema con motivo de mi cumpleaños:
Por las noches, al primerísimo disparo, se oye una puerta crujir y aparecen un pañuelo, un cojín y una chiquilla...

Una vez instalada en la cama grande, el mayor susto ya ha pa­sado, salvo cuando los tiros son muy fuertes.
Las siete menos cuarto: ¡Trrrrr..! Suena el despertador, que puede elevar su vocecita a cada hora del día, bien por encargo, bien sin él. ¡Crac...! ¡Paf...! La señora lo ha hecho callar. ¡Cric...! Se ha levantado el señor. Pone agua a hervir y se traslada rápida­mente al cuarto de baño.
Las siete y cuarto: La puerta cruje nuevamente. Ahora Dussel puede ir al cuarto de baño. Una vez que estoy sola, quito los pa­neles de oscurecimiento, y comienza un nuevo día en la Casa de atrás.

Tu Ana


Jueves, f de agosto de 1943

Querida Kitty:
Tomemos hoy la hora de la comida, a mediodía.
Son las doce y media. Toda la compañía respira aliviada. Por fin Van Maaren, el hombre del oscuro pasado, y De Kok se han ido a sus casas. Arriba se oye el traqueteo de la aspiradora que la señora le pasa a su hermosa y única alfombra. Margot coge unos libros y se los lleva bajo el brazo a la clase «para alumnos que no avanzan», porque así se podría llamar a Dussel. Pim se instala en un rincón con su inseparable Dickens, buscando un poco de tranquilidad. Mamá se precipita hacia el piso de arriba para ayudar a la hacen­dosa ama de casa y yo me encierro en el cuarto de baño para ade­centarlo un poco, haciendo lo propio conmigo misma.
La una menos cuarto: Gota a gota se va llenando el cubo. Pri­mero llega el señor Gies; luego Kleiman o Kugier, Bep y a veces también un rato Miep.
La una: Todos escuchan atentos las noticias de la BBC, for­mando corro en torno a la radio miniatura. Éstos son los únicos momentos del día en que los miembros de la Casa de atrás no se interrumpen todo el tiempo mutuamente, porque está hablando alguien al que ni siquiera el señor Van Daan puede llevar la con­traria.
La una y cuarto: Comienza el gran reparto. A todos los de abajo se les da un tazón de sopa, y cuando hay algún postre, también se les da. El señor Gies se sienta satisfecho en el diván o se reclina en el escritorio. Junto a él, el periódico, el tazón y, la mayoría de veces, el gato. Si le falta alguno de estos tres, no de­jará de protestar. Kleiman cuenta las últimas novedades de la ciudad; para eso es realmente una fuente de información estu­penda. Kugler sube la escalera con gran estrépito, da un golpe seco y firme en la puerta y entra frotándose las manos, de buen humor y haciendo aspavientos, o de mal humor y callado, según los ánimos.
Las dos menos cuarto: Los comensales se levantan y cada uno retoma sus actividades. Margot y mamá se ponen a fregar los platos, el señor y la señora Van Daan vuelven al diván, Peter al desván, papá al otro diván, Dussel también, y Ana a sus tareas.
Ahora comienza el horario más tranquilo. Cuando todos duermen, no se molesta a nadie. Dussel sueña con una buena co­mida, se le nota en la cara, pero no me detengo a observarlo por­que el tiempo corre y a las cuatro ya lo tengo al doctor pedante a mi lado, con el reloj en la mano, instándome a desocupar el es­critorio que he ocupado un minuto de más.

Tu Ana


Sábado, 7 de agosto de 1943

Querida Kitty:
Unas semanas atrás me puse a escribir un relato, algo que fuera pura fantasía, y me ha dado tanto gusto hacerlo que mi producción literaria ya va formando una verdadera pila de papel.

Tu Ana


Lunes, 9 de agosto de 1943


Querida Kitty:
Sigo con la descripción del horario que tenemos en la Casa de atrás. Tras la comida del mediodía, ahora le toca a la de la tarde.
El señor Van Daan. Comencemos por él. Es el primero en ser atendido a la mesa, y se sirve bastante de todo cuando la comida es de su gusto. Por lo general participa en la conversación, dando siempre su opinión, y cuando así sucede, no hay quien le haga cambiar de parecer, porque cuando alguien osa contrade­cirle, se pone bastante violento. Es capaz de soltarte un bufido como un gato, y la verdad es que es preferible evitarlo. Si te pasa una vez, haces lo posible para que no se repita. Tiene la mejor opinión, es el que más sabe de todo. De acuerdo, sabe mucho, pero también su presunción ha alcanzado altos niveles.
Madame: En verdad sería mejor no decir nada. Ciertos días, especialmente cuando se avecina alguna tormenta, más vale no mirarla a la cara. Bien visto, es ella la culpable de todas las discu­siones, ¡pero no el tema! Todos prefieren no hablar de él; pero tal vez pudiera decirse que ella es la iniciadora. Azuzar, eso es lo que le gusta. Azuzar a la señora Frank y a Ana. Azuzar a Margot y al señor Frank no es tan fácil.
Pero ahora volvamos a la mesa. La señora siempre recibe lo que le corresponde, aunque ella a veces piensa que no es así. Es­coger para ella las patatas más pequeñas, el bocado más sabroso, lo más tierno de todo, ésa es su consigna. «A los demás ya les tocará lo suyo, primero estoy yo.» (Exactamente así piensa ella que piensa Ana.) Lo segundo es hablar, siempre que haya al­guien escuchando, le interese o no, eso al parecer le da igual. La señora Van Daan seguramente piensa que a todo cl mundo le in­teresa lo que ella dice.
Las sonrisas coquetas, el hacer como si entendiera de cual­quier tema, el aconsejar a todos o el dárselas de madraza, se su­pone que dejan una buena impresión. Pero si uno mira más allá, lo bueno se acaba en seguida. En primer lugar hacendosa, luego alegre, luego coqueta y a veces una cara bonita. Esa es Petronella van Daan.
El tercer comensal: No dice gran cosa. Por lo general, el joven Van Daan es muy callado y no se hace notar. Por lo que respecta a su apetito: un pozo sin fondo, que no se llena nunca. Aun des­pués de la comida más sustanciosa, afirma sin inmutarse que po­dría comerse el doble.
En cuarto lugar está Margot. Come como un pajarito, no dice ni una palabra. Lo único que toma son frutas y verduras. <,Consentida», en opinión de Van Daan. «Falta de aire y deporte», en opi­nión nuestra.
Luego está mamá: un buen apetito, una buena lengua. No da la impresión de ser el ama de casa, como es el caso de la señora Van Daan. ¿La diferencia? La señora cocina y mamá friega.
En sexto y séptimo lugar: De papá y yo será mejor que no diga mucho. El primero es el más modesto de toda la mesa. Siempre se fija en primer lugar si todos los demás ya tienen. No necesita nada, lo mejor es para los jóvenes. Es la bondad personificada, y a su lado se sienta el terremoto de la Casa de atrás.
Dussel: Se sirve, no mira, come, no habla. Y cuando hay que ha­blar, que sea sobre la comida, así no hay disputa, sólo presunción. Deglute raciones enormes y nunca dice que no: tanto en las bue­nas como también bastante poco en las malas.
Pantalones que le llegan hasta el pecho, chaqueta roja, zapatillas negras de charol y gafas de concha: así se lo puede ver sentado frente al pequeño escritorio, eternamente atareado, no avanzando nunca, interrumpiendo su labor sólo para dormirse su siestecita, comer y... acudir a su lugar preferido: el retrete. Tres, cuatro, cinco veces al día hay alguien montando guardia delante de la puerta, conteniéndose, impaciente, balanceándose de una pierna a otra, casi sin aguantar más. ¿Se da por enterado? En absoluto. De las siete y cuarto a las siete y media, de las doce y media a la una, de las dos a las dos y cuarto, de las cuatro a las cuatro y cuarto, de las seis a las seis y cuarto y de las once y media a las doce. Es como para apuntárselo, porque son sus «horas fijas de sesión», de las que no se aparta. Tampoco hace caso de la voz implorante al otro lado de la puerta, que presagia una catástrofe inminente.
La novena no forma parte de la familia de la Casa de atrás, pero sí es una convecina y comensal. Bep tiene un buen apetito. No deja nada, no es quisquillosa. Todo lo come con gusto, y eso jus­tamente nos da gusto a nosotros. Siempre alegre y de buen hu­mor, bien dispuesta y bonachona: ésos son sus rasgos caracterís­
ticos.


Martes, 10 de agosto de 1943


Querida Kitty.
Una nueva idea: en la mesa hablo más conmigo misma que con los demás, lo cual resulta ventajoso en dos aspectos. En primer lu­gar, a todos les agrada que no esté charlando continuamente, y en segundo lugar no necesito estar irritándome a causa de las opinio­nes de los demás. Mi propia opinión a mí no me parece estúpida, y a otros sí, de modo que mejor me la guardo para mí. Lo mismo hago con la comida que no me gusta: pongo el plato delante de mí, me imagino que es una comida deliciosa, la miro lo menos po­sible y me la como sin darme cuenta. Por las mañanas, al levan­tarme -otra de esas cosas nada agradables-, salgo de la cama de un salto, pienso «en seguida puedes volver a meterte en tu ca­mita», voy hasta la ventana, quito los paneles de oscurecimiento, me quedo aspirando el aire que entra por la rendija y me des­pierto. Deshago la cama lo más rápido posible, para no poder caer en la tentación. ¿Sabes cómo lo llama mamá? «El arte de vivir.» ¿No te parece graciosa la expresión?
Desde hace una semana todos estamos un poco desorientados en cuanto a la hora, ya que por lo visto se han llevado nuestra que­rida y entrañable campana de la iglesia para fundirla, por lo que ya no sabemos exactamente qué hora es, ni de día, ni de noche. To­davía tengo la esperanza de que inventen algo que a los del barrio nos haga recordar un poco nuestra campana, como por ejemplo un artefacto de estaño, de cobre o de lo que sea.
Vaya a donde vaya, ya sea al piso de arriba o al de abajo, todo el mundo me mira extrañado los pies, que llevan un par de zapatos verdaderamente hermosos para los tiempos que corren. Miep los ha encontrado en una tienda por 27,50 florines. Color vino, de piel de ante y cuero y con un tacón bastante alto. Me siento como si anduviera con zancos y parezco mucho más alta de lo que soy.
Ayer fue un día de mala suerte. Me pinché el pulgar derecho con la punta gruesa de una aguja. En consecuencia, Margot tuvo que pelar las patatas por mí (su lado bueno debía tener) y yo casi no podía escribir. Luego, con la cabeza me llevé por delante la puerta del armario y por poco me caigo, pero me cayó una rega­ñina por hacer tanto ruido y no podía hacer correr el agua para mojarme la frente, por lo que ahora tengo un chichón gigantesco
encima del ojo derecho. Para colmo de males, me enganché el dedo pequeño del pie derecho en el extremo de la aspiradora. Me salía sangre y me dolía, pero no tenía n¡ punto de compara­ción con mis otros males. Ahora lamento que haya sido así, por­que el dedo del pie se me ha infectado, y tengo que ponerme basilicón y gasas y esparadrapo, y no puedo ponerme mis precio­sos zapatos.
Dussel nos ha puesto en peligro de muerte por enésima vez. Créase o no, Miep le trajo un libro prohibido, lleno de injurias di­rigidas a Mussolini. En el camino la rozó una moto de la SS. Per­dió los estribos, les gritó «¡miserables!» y siguió pedaleando. No quiero ni pensar en lo que hubiera pasado si se la llevaban a la co­misaría.
Tu Ana


La tarea del día en la comunidad: ¡pelar patatas!

Uno trae las hojas de periódico, otro los pelapatatas (y se queda con el mejor, naturalmente), el tercero las patatas y el cuarto el agua.
El que empieza es el señor Dussel. No siempre pela bien, pero lo hace sin parar, mirando a diestro y siniestro para ver s¡ todos lo hacen como él. ¡Pues no!
-Ana, mírrame, ¡o cojo el cuchillo en mi mano de este manerra, y pelo de arriba abajo. ¡Nein! Así no... ¡así!
-Pues a mí me parece más fácil así, señor Dussel -le digo tími­damente.
-Perro el mejor manerra es éste. Haz lo que te digo. En fin, tú sabrrás lo que haces, a mí no me imporrta.
Seguimos pelando. Como quien no quiere la cosa, miro lo que está haciendo mi vecino. Sumido en sus pensamientos, menea la cabeza (por mi culpa, seguramente), pero ya no dice nada.
Sigo pelando. Ahora miro hacia el otro lado, donde está sentado papá. Para papá, pelar patatas no es una tarea cualquiera, sino un trabajo minucioso. Cuando lee, frunce el ceño con gesto de grave­dad, pero cuando ayuda a preparar patatas, judías u otras verduras, no parece enterarse de nada. Pone cara de pelar patatas y nunca entregará una patata que no esté bien pelada. Eso es sencillamente imposible.
Sigo con la tarea y levanto un momento la mirada. Con eso me basta: la señora trata de atraer la atención de Dussel. Primer lo mira un momento, Dussel se hace el desentendido. Luego le guiña el ojo, pero Dussel sigue trabajando. Después sonríe, pero Dussel no levanta la mirada. Entonces también mamá ríe, pero Dussel no hace caso. La señora no ha conseguido nada, de modo que tendrá que utilizar otros métodos. Se produce un silencio, y luego:
-Pero, Putti, ¿por qué no te has puesto un delantal? Ya veo que mañana tendré que quitarte las manchas del traje.
-No me estoy ensuciando.
De nuevo un silencio, y luego:
-Putti, ¿por qué no te sientas?
-Estoy bien así, prefiero estar de pie. Pausa.
-iPutti, fíjate cómo estás salpicando!
-Sí, mamita, tendré cuidado.
La señora saca otro tema de conversación:
-Dime, Putti, ¿por qué los ingleses no tiran bombas ahora? -Porque hace muy mal tiempo, Kerli. -Pero ayer hacía buen tiempo y tampoco salieron a volar. -No hablemos más de ello.
-¿Por qué no? ¿Acaso no es un tema del que se puede hablar y dar una opinión?
-No.
-¿Por qué no?
-Cállate, Mammichew[3].
-¿Acaso el señor Frank no responde siempre a lo que le pre­gunta la señora?
El señor lucha, éste es su talón de Aquiles, no lo soporta, y la señora arremete una y otra vez:
-¡Pues esa invasión no llegará nunca!
El señor se pone blanco; la señora, al notarlo, se pone colorada, pero igual sigue con lo suyo:
-¡Esos ingleses no hacen nada!
Estalla la bomba.
-¡Cierra el pico, maldita sea!
Mamá casi no puede contener la risa, yo trato de no mirar.
La escena se repite casi a diario, salvo cuando los señores aca­ban de tener alguna disputa, porque entonces tanto él como ella no dicen palabra.
Me mandan a buscar más patatas. Subo al desván, donde está Peter quitándole las pulgas al gato. Levanta la mirada, el gato se da cuenta y izas!, se escapa por la ventana, desapareciendo en el ca­nalón.
Peter suelta un taco, yo me río y también desaparezco.

La libertad en la Casa de atrás

Las cinco y media: Sube Bep a concedernos la libertad vesper­tina. En seguida comienza el trajín. Primero suelo subir con Bep al piso de arriba, donde por lo general le dan por adelantado el postre que nosotros comeremos más tarde. En cuanto Bep se ins­tala, la señora empieza a enumerar todos sus deseos, diciendo por ejemplo:
-Ay, Bep, quisiera pedirte una cosita...
Bep me guiña el ojo; la señora no desaprovecha ninguna opor­tunidad para transmitir sus deseos y ruegos a cualquier persona que suba a verla. Debe ser uno de los motivos por los que a nadie le gusta demasiado subir al piso de arriba.
Las seis menos cuarto: Se va Bep. Bajo dos pisos para ir a echar un vistazo. Primero la cocina, luego el despacho de papá, y de ahí a la carbonera para abrirle la portezuela a Mouschi.
Tras un largo recorrido de inspección, voy a parar al territorio de Kugler. Van Daan está revisando todos los cajones y archiva­dores, buscando la correspondencia del día. Peter va a buscar la llave del almacén y a Moffie. Pim carga con máquinas de escribir para llevarlas arriba. Margot se busca un rinconcito tranquilo para hacer sus tareas de oficina. La señora pone a calentar agua. Mamá baja las escaleras con una cacerola llena de patatas. Cada uno sabe lo que tiene que hacer.
Al poco tiempo vuelve Peter del almacén. Lo primero que le preguntan es dónde está el pan: lo ha olvidado. Delante de la puerta de la oficina principal se encoge lo más que puede y se arrastra a gatas hasta llegar al armario de acero, coge el pan y se va; al menos, eso es lo que quiere hacer, pero antes de percatarse de lo que ocurre, Mouschi le salta por encima y se mete debajo del escri­torio.
Peter busca por todas partes y por fin descubre al gato. Entra otra vez a gatas en la oficina y le tira de la cola. Mouschi suelta un bufido, Peter suspira. ¿Qué es lo que ha conseguido? Ahora Mouschi se ha instalado junto a la ventana y se lame, contento de
haber escapado de las manos de Peter. Y ahora Peter, como úl­timo recurso para atraer al animal, le tiende un trozo de pan y... ¡sí!, Mouschi acude a la puerta y ésta se cierra.
He podido observarlo todo por la rendija de la puerta.
El señor Van Daan está furioso, da un portazo. Margot y yo nos miramos, pensamos lo mismo: seguro que se ha sulfurado a causa de alguna estupidez cometida por Kugler, y no piensa en Keg.
Se oyen pasos en el pasillo. Entra Dussel. Se dirige a la ventana con aire de propietario, husmea... tose, estornuda y vuelve a toser. Es pimienta, no ha tenido suerte. Prosigue su camino hacia la ofi­cina principal. Las cortinas están abiertas, lo que implica que no habrá papel de cartas. Desaparece con cara de enfado.
Margot y yo volvemos a mirarnos. Oigo que me dice:
-Tendrá que escribirle una hoja menos a su novia mañana.
Asiento con la cabeza.
De la escalera nos llega el ruido de un paso de elefante; es Dussel, que va a buscar consuelo en su lugar más entrañable. Seguimos trabajando. ¡Tic, tic, tic...! Tres golpes: ¡a comer!


Lunes, 23 de agosto de 1943

Cuando el reloj da las ocho y media...
Margot y mamá están nerviosas. «¡Chis, papá! ¡Silencio, Otto! ¡Chis, Pim! ¡Que ya son las ocho y media! ¡Vente ya, que no pue­des dejar correr el agua! ¡No hagas ruido al andar!» Así son las distintas exclamaciones dirigidas a papá en el cuarto de bañó. A las ocho y media en punto tiene que estar de vuelta en la habitación. Ni una gota de agua, no usar el retrete, no andar, silencio abso­luto. Mientras no está el personal de oficina, en el almacén los rui­dos se oyen mucho más.
A las ocho y veinte abren la puerta los del piso de arriba, y al poco tiempo se oyen tres golpecitos en el suelo: la papilla de avena para Ana. Subo trepando por las escaleras y recojo mi plati­llo para perros.
De vuelta abajo, termino de hacer mis cosas corriendo: cepi­llarme el pelo, guardar el orinal, volver a colocar la cama en su si­tio. ¡Silencio! El reloj da la hora. La señora cambia de calzado: co­mienza a desplazarse por la habitación en pantuflas; también el
señor Charlie Chaplin se calza sus zapatillas; tranquilidad ab­soluta.
La imagen de familia ideal llega a su apogeo: yo me pongo a leer o a estudiar, Margot también, al igual que papá y mamá. Papá -con Dickens y el diccionario en el regazo, naturalmente- está sentado en el borde de la cama hundida y crujiente, que ni siquiera cuenta con colchones como Dios manda. Dos colchonetas super­puestas también sirven. «No me hacen falta, me arreglo perfecta­mente sin ellas.»
Una vez sumido en la lectura se olvida de todo, sonríe de tanto en tanto, trata por todos los medios de hacerle leer algún cuento a mamá, que le contesta;
-¡Ahora no tengo tiempo!
Por un momento pone cara de desencanto, pero luego sigue leyendo. Poco después, cuando otra vez encuentra algo divertido, vuelve a intentarlo:
-¡Ma, no puedes dejar de leer esto!
Mamá está sentada en la cama plegable, leyendo, cosiendo, ha­ciendo punto o estudiando, según lo que toque en ese momento. De repente se le ocurre algo, y no tarda en decir:
-Ana, ¿te acuerdas...? Margot, apunta esto...
Al rato vuelve la tranquilidad. Margot cierra su libro de un golpe, papá frunce el ceño y se le forma un arco muy gracioso, reaparece la «arruga de la lectura» y ya está otra vez sumido en el libro, mamá empieza a charlar con Margot, la curiosidad me hace escucharlas. Envolvemos a Pim en el asunto y... ¡Las nueve! ¡A desayunar!


Viernes, 1o de setiembre de 1943

Querida Kitty:
Cada vez que te escribo ha pasado algo especial, pero la mayoría de las veces se trata de cosas más bien desagradables. Ahora, sin embargo, ha pasado algo bonito.
El miércoles 8 de setiembre a las siete de la tarde estábamos es­cuchando la radio, y lo primero que oímos fue lo siguiente: Here follows the best news from whole the war: Italy has capitulated! ¡Ita­ lia ha capitulado incondicionalmente! A las ocho y cuarto empezó a transmitir Radio Orange: «Estimados oyentes: hace una hora y quince minutos, cuando acababa de redactar la crónica del día, llegó a la redacción la muy grata noticia de la capitulación de Ita­lia. ¡Puedo asegurarles que nunca antes me ha dado tanto gusto ti­
rar mis papeles a la papelera!»
Se tocaron los himnos nacionales de Inglaterra y de Estados Unidos y la Internacional rusa. Como de costumbre, Radio Orange levantaba los ánimos, aun sin ser demasiado optimista.
Los ingleses han desembarcado en Nápoles. El norte de Italia ha sido ocupado por los alemanes. El viernes 3 de setiembre ya se había firmado el armisticio, justo el día en que se produjo el de­sembarco de los ingleses en Italia. Los alemanes maldicen a Badoglio y al emperador italiano en todos los periódicos, por traidores.
Sin embargo, también tenemos nuestras desventuras. Se trata del señor Kleiman. Como sabes, todos' le queremos mucho, y aunque siempre está enfermo, tiene muchos dolores y no puede comer ni andar mucho, anda siempre de buen humor y tiene una valentía admirable. «Cuando viene el señor Kleiman, sale el sol», ha dicho mamá hace poco, y tiene razón.
Resulta que deben internarlo en el hospital para una operación muy delicada de estómago, y que tendrá que quedarse allí por lo menos cuatro semanas. Tendrías que haber visto cómo se despi­dió de nosotros: como si fuera a hacer un recado, así sin más.
Tu Ana

Jueves, 16 de setiembre de 1943

Querida Kitty:
Las relaciones entre los habitantes de la Casa de atrás empeoran día a día. En la mesa nadie se atreve a abrir la boca -salvo para deslizar en ella un bocado-, por miedo a que lo que diga resulte hiriente o se malinterprete. El señor Voskuijl nos visita de vez en cuando. Es una pena que esté tan malo. A su familia tampoco se lo pone fácil, ya que anda siempre con la idea de que se va a morir pronto, y entonces todo le es indiferente. No resulta difícil ha­cerse una idea de la atmósfera que debe reinar en la casa de los Voskuijl, basta pensar en lo susceptibles que ya son todos aquí.
Todos los días tomo valeriana contra el miedo y la depresión, pero esto no logra evitar que al día siguiente esté todavía peor de ánimo. Poder reír alguna vez con gusto y sin inhibiciones: eso me ayudaría más que diez valerianas, pero ya casi nos hemos olvidado de lo que es reír. A veces temo que de tanta seriedad se me estirará la cara y la boca se me arqueará hacia abajo. Los otros no lo tienen mejor; todos miran con malos presentimientos la mole que se nos viene encima y que se llama invierno.
Otro hecho nada alentador es que Van Maaren, el mozo de al­macén, tiene sospechas relacionadas con el edificio de atrás. A una persona con un mínimo de inteligencia le tiene que llamar la aten­ción la cantidad de veces que Miep dice que va al laboratorio, Bep al archivo y Kleiman al almacén de Opekta, y que Kugler sostenga que la Casa de atrás no pertenece a esta parcela, sino que forma parte del edificio de al lado.
No nos importaría lo que Van Maaren pudiera pensar del asunto, si no fuera porque tiene fama de ser poco fiable y porque es tremendamente curioso, y que no se contenta con vagas expli­caciones.
Un día, Kugler quería ser en extremo cauteloso: a las doce y veinte del mediodía se puso el abrigo y se fue a la droguería de la esquina. Volvió antes de que hubieran pasado cinco minutos, su­bió las escaleras de puntillas y entró en nuestra casa. A la una y cuarto quiso marcharse, pero en el descansillo se encontró con Bep, que le previno que Van Maaren estaba en la oficina. Kugler dio media vuelta y se quedó con nosotros hasta la una y media. Entonces se quitó los zapatos y así, a pesar de su catarro, fue hasta la puerta del desván de la casa de delante, bajó la escalera lenta y sigilosamente, y después de haberse balanceado en los escalones durante quince minutos para evitar cualquier crujido, llegó a la oficina como si viniera de la calle.
Bep, que mientras tanto se había librado un momento de Van Maaren, vino a buscar a Kugler a casa, pero Kugler ya se había marchado hacía rato, y todavía andaba descalzo por las escaleras. ¿Qué habrá pensado la gente en la calle al ver al señor director po­niéndose los zapatos fuera?
Tu Ana


Miércoles, z9 de setiembre de 1943

Querida Kitty:
Hoy cumple años la señora Van Daan. Aparte de un cupón de racionamiento para comprar queso, carne y pan, tan sólo le hemos regalado un frasco de mermelada. También el marido, Dussel y el personal de la oficina le han regalado flores y alimentos exclusiva­mente. ¡Los tiempos no dan para más!
El otro día a Bep casi le da un ataque de nervios, de tantos reca­dos que le mandaban hacer. Diez veces al día le encargaban cosas, insistiendo en que lo hiciera rápido, en que volviera a salir o en que había traído alguna cosa equivocada. Si te pones a pensar en que abajo tiene que terminar el trabajo de oficina, que Kleiman está enfermo, que Miep está en su casa con catarro, que ella misma se ha torcido el tobillo, que tiene mal de amores y en casa un padre que se lamenta continuamente, te puedes imaginar cuál es su estado. La hemos consolado y le hemos dicho que si nos di­jera unas cuantas veces que no tiene tiempo, las listas de los reca­dos se acortarían automáticamente.
El sábado tuvimos un drama, cuya intensidad superó todo lo vi­vido aquí hasta el momento. Todo empezó con Van Maaren y ter­minó en una disputa general con llanto. Dussel se quejó ante mamá de que lo tratamos como a un paria, de que ninguno de no­sotros es amable con él, de que él no nos ha hecho nada, y le largó toda una sarta de halagos y lisonjas de los que mamá felizmente no hizo caso. Le contestó que él nos había decepcionado mucho a todos y que más de una vez nos había causado disgustos. Dussel le prometió el oro y el moro, pero como siempre, hasta ahora nada ha cambiado.
Con los Van Daan el asunto va a acabar mal, ya me lo veo venir. Papá está furioso, porque nos engañan. Esconden carne y otras cosas. ¡Ay, qué desgracia nos espera! ¡Cuánto daría por no verme metida en todas estas trifulcas! ¡Ojalá pudiera escapar! ¡Nos van a volver locos!
Tu Ana


Sábado, 17 de setiembre de 1943

Querida Kitty:
Ha vuelto Kleiman. ¡Menos mal! Todavía se le ve pálido, pero sale a la calle de buen humor a vender ropa para Van Daan.
Es un hecho desagradable el que a Van Daan se le haya acabado completamente el dinero. Los últimos cien florines los ha perdido en el almacén, lo que nos ha traído problemas. ¿Cómo es posible que un lunes por la mañana vayan a parar cien florines al almacén? Todos motivos de sospecha. Entretanto, los cien florines han vo­lado. ¿Quién es el ladrón?
Pero te estaba hablando de la escasez de dinero. La señora no quiere desprenderse de ninguno de sus abrigos, vestidos ni zapa­tos; el traje del señor es difícil de vender, y la bicicleta de Peter ha vuelto de la subasta, ya que nadie la quiso comprar. No se sabe cómo acabará todo esto. Quiera o no, la señora tendrá que renun­ciar a su abrigo de piel. Según ella, la empresa debería mantener­nos a todos, pero no logrará imponer su punto de vista. En el piso de arriba han armado una tremenda bronca al respecto, aunque ahora ya han entrado en la fase de reconciliación, con los respecti­vos «¡Ay, querido Putti!» y «¡Kerli preciosa!».
Las palabrotas que han volado por esta honorable casa durante el último mes dan vértigo. Papá anda por la casa con los labios apretados. Cuando alguien lo llama se espanta un poco, por miedo a que nuevamente lo necesiten para resolver algún asunto deli­cado. Mamá tiene las mejillas rojas de lo exaltada que está, Margot se queja del dolor de cabeza, Dussel no puede dormir, la señora se pasa el día lamentándose y yo misma no sé dónde tengo la cabeza. Honestamente, a veces ya ni sé con quién estamos reñidos o con quién ya hemos vuelto a hacer las paces.
Lo único que me distrae es estudiar, así que estudio mucho.
Tu Ana


Viernes, z9 de octubre de 1943


Querida Kitty:
El señor Kleiman se ha tenido que retirar del trabajo nueva­mente. Su estómago no lo deja tranquilo. Ni él mismo sabe si la hemorragia ha parado. Nos vino a decir que se sentía mal y que se marchaba para su casa. Es la primera vez que lo vi tan de capa caída.
Aquí ha vuelto a haber ruidosas disputas entre el señor y la se­ñora. Fue así: se les ha acabado el dinero. Quisieron vender un abrigo de invierno y un traje del señor, pero nadie quería com­prarlos. El precio que pedían era demasiado alto.
Un día, hace ya algún tiempo, Kleiman comentó algo sobre un peletero amigo. De ahí surgió la idea del señor de vender el abrigo de piel de su mujer. Es un abrigo de pieles de conejo que ya tiene diecisiete años. Le dieron 325 florines por él, una suma enorme. La señora quería quedarse con el dinero para poder comprarse ropa nueva después de la guerra, y no fue nada fácil convencerla de que ese dinero era más que necesario para los gastos de la casa.
No puedes ni imaginarte los gritos, los chillidos, los golpes y las palabrotas. Fue algo espeluznante. Los de mi familia estába­mos aguardando al pie de la escalera conteniendo la respiración, listos para separar a los contrincantes en caso de necesidad. Todas esas peleas, llantos y nerviosísimos provocan tantas tensiones y es­fuerzos, que por las noches caigo en la cama llorando, dando gra­cias al cielo de que por fin tengo media hora para mí sola.
A mí me va bien, salvo que no tengo ningún apetito. Viven re­pitiéndome: «¡Qué mal aspecto tienes!» Debo admitir que se es- . fuerzan mucho por mantenerme más o menos a nivel, recurriendo a la dextrosa, el aceite de hígado de bacalao, a las tabletas de leva­dura y de calcio. Mis nervios no siempre consigo dominarlos, so­bre todo los domingos me siento muy desgraciada. Los domingos reina aquí en casa una atmósfera deprimente, aletargada y pesada; fuera no se oye cantara ningún pájaro; un silencio sofocante y de muerte lo envuelve todo, y esa pesadez se aferra a mí como si qui­siera arrastrarme hasta los infiernos. Papá, mamá y Margot me son indiferentes de tanto en tanto, y yo deambulo por las habitacio­nes, bajando y subiendo las escaleras, y me da la sensación de ser un pájaro enjaulado al que le han arrancado las alas violentamente, j y que en la más absoluta penumbra choca contra los barrotes de su estrecha jaula al querer volar. Oigo una voz dentro de mí que me grita: «¡Sal fuera, al aire, a reír!» Ya ni le contesto;. me tumbo , en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo atroz, ya que es imposible matarlos.

Tu Ana


Miércoles, 3 de noviembre de 1943

Querida Kitty:
Para proporcionarnos un poco de distracción y conocimien­tos, papá ha pedido un folleto de los cursos por correspondencia de Leiden. Margot estuvo hojeando el voluminoso librito como tres veces, sin encontrar nada que le interesara y a la medida de su presupuesto. Papá fue más rápido en decidirse, y quiso recibir a la institución para solicitar una clase de prueba de «Latín ele­mental». Dicho y hecho. La clase llegó, Margot se puso a estu­diar con buenos ánimos y el cursillo, aunque caro, se encargó. Para mí es demasiado difícil, aunque me encantaría aprender latín.
Para que yo también empezara con algo nuevo, papá le pidió a Kleiman una biblia para jóvenes, para que por fin me entere de al­gunas cosas del Nuevo Testamento.
- ¿Le vas a regalar a Ana una biblia para Januká? -preguntó Margot algo desconcertada.
-Pues... en fin, crea que será mejor que se la regale para San Nicolás -contestó papá. Y es que Jesús y Januká no tienen nada que ver.
Como se ha roto la aspiradora, todas las noches me toca cepillar la alfombra con un viejo cepillo. Cierro la ventana, enciendo la luz, también la estufa, y paso el escobón. «Esto no puede acabar bien -pensé ya la primera vez-. Seguro que habrá quejas.» Y así fue: a mamá las espesas nubes de polvo que quedaban flotando en la habitación le dieron dolor de cabeza, el nuevo diccionario de la­tín de Margot se cubrió de suciedad, y Pim hasta se quejó de que el suelo no había cambiado en absoluto de aspecto. «A buen servi­cio mal galardón», como dice el refrán.
La última consigna de la Casa de atrás es que los domingos la estufa se encienda a las siete y media, y no a las cinco y media de la mañana, como antes. Me parece una cosa peligrosa. ¿Qué van a pensar los vecinos del humo que eche nuestra chimenea?
Lo mismo pasa con las cortinas. Desde que nos instalamos aquí, siempre han estado herméticamente cerradas. Pero a veces, a al­guno de los señores o a alguna de las señoras le viene el antojo de mirar hacia fuera un momento. El efecto: una lluvia de reproches.
La respuesta: «¡Pero si no lo ve nadie!» Por ahí empiezan todos los descuidos. Que esto no lo ve nadie, que aquello no lo oye na­die, que a lo de más allá nadie le presta atención. Es muy fácil de­cirlo, ¿pero se corresponderá con la verdad? De momento las i disputas tempestuosas han amainado, sólo Dussel está reñido con J Van Daan. Cuando habla de la señora, no hace más que repetir las palabras «vaca idiota», «morsa» y «yegua»; viceversa, la señora ca- l lifica al estudioso infalible de «vieja solterona», «damisela suscep­tible», etcétera. Dijo la sartén al cazo: ¡Apártate, que me tiznas!

Tu Ana


Noche del lunes 8 de noviembre de 1943


Querida Kitty:
Si pudieras leer mi pila de cartas una detrás de otra, segura­mente te llamarían la atención los distintos estados de ánimo en que fueron escritas. Yo misma lamento que aquí, en la Casa de atrás, dependa tanto de los estados de ánimo. En verdad, no sólo a ! mí me pasa; nos pasa a todos. Cuando leo un libro que me causa una impresión profunda, tengo que volver a ordenar bien toda mi cabeza antes de mezclarme con los demás, si no podrían llegar a pensar que me ocurre algo extraño. De momento, como podrás apreciar, estoy en una fase depresiva. De verdad no sabría expli­carte a qué se debe, pero creo que es mi cobardía, con la que tro­piezo una y otra vez.
Hace un rato, cuándo aún estaba con nosotros Bep, se oyó un timbre fuerte, largo y penetrante. En ese momento me puse blanca, me vino dolor de estómago y taquicardia, y todo por la mieditis.
Por las noches, en sueños, me veo en un calabozo, sin papá y mamá. A veces deambulo por la carretera, o se quema nuestra Casa de atrás, o nos vienen a buscar de noche y me escondo de­bajo de la cama, desesperada. Veo todo como si lo estuviera vi­viendo en mi propia carne. ¡Y encima tengo la sensación de que todo esto me puede suceder en cualquier momento!
Miep dice a menudo que nos envidia tal como estamos aquí, por la tranquilidad que tenemos. Puede ser, pero se olvida de nuestro enorme miedo.
No puede imaginarse que para nosotros el mundo vuelva a ser alguna vez como era antes. Es cierto que a veces hablo de «des­pués de la guerra», pero es como si hablara de un castillo en el aire, algo que nunca podrá ser realidad.
Nos veo a los ocho y a la Casa de atrás, como si fuéramos un trozo de cielo azul, rodeado de nubes de lluvia negras, muy ne­gras. La isla redonda en la que nos encontramos aún es segura, pero las nubes se van acercando, y el anillo que nos separa del peligro inminente se cierra cada vez más. Ya estamos tan rodea­dos de peligros y de oscuridad, que la desesperación por buscar una escapatoria nos hace tropezar unos con otros. Miramos to­dos hacia abajo, donde la gente está peleándose entre sí, miramos todos hacia arriba, donde todo está en calma y es hermoso, y en­tretanto estamos aislados por esa masa oscura, que nos impide ir hacia abajo o hacia arriba, pero que se halla frente a nosotros como un muro infranqueable, que quiere aplastarnos, pero que aún no lo logra. No puedo hacer otra cosa que gritar e implorar: «¡Oh, anillo, anillo, ensánchate y ábrete, para que podamos pasar!»
Tu Ana




Jueves, 11 de noviembre de 1943

Querida Kitty:
Se me acaba de ocurrir un buen título para este capítulo:
Oda a la estilográfica «In memoriam»
La estilográfica había sido siempre para mí un preciado tesoro; la apreciaba mucho, sobre todo por la punta gruesa que tenía, porque sólo con la punta gruesa de una estilográfica sé hacer una letra realmente bonita. Mi estilográfica ha tenido una larga e in­teresante vida de estilográfica, que pasaré a relatar brevemente.
Cuando tenía nueve años, mi estilográfica me llegó en un pa­quete, envuelta en algodón, catalogada como «muestra sin va­lor», procedente de Aquisgrán, la ciudad donde reside mi abuela, la generosa remitente. Yo estaba en cama con gripe, mientras el viento frío de febrero bramaba alrededor de la casa. La maravi­llosa estilográfica venía en un estuche de cuero rojo y fue mostrada a todas mis amigas el mismísimo día del obsequio. ¡Yo, Ana Frank, orgullosa poseedora de una estilográfica!
Cuando tenía diez años, me permitieron llevar la estilográfica al colegio, y la señorita consintió que la usara para escribir. A los once años, sin embargo, tuve que guardarla, ya que la seño­rita del sexto curso sólo permitía que se usaran plumas y tinte­ros del colegio como útiles de escritura. Cuando cumplí los doce y pasé al liceo judío, mi estilográfica, para mayor gloria, fue a dar a un nuevo estuche, en el que también cabía un lápiz y que, además, parecía mucho más auténtico, ya que cerraba con cremallera. A los trece la traje conmigo a la Casa de atrás, donde me acompañó a través de un sinnúmero de diarios y otros escritos. El año en que cumplí los catorce, fue el último año que mi estilográfica y yo pasamos juntas, y ahora...

Fue un viernes por la tarde después de las cinco; salí de mi ha­bitación y quise sentarme a la mesa a escribir, pero Margot y papá me obligaron bruscamente a cederles el lugar para poder dedicarse a su clase de latín. La estilográfica quedó sobre la mesa, sin utilizar; suspirando, su propietaria tuvo que conten­tarse con un pequeñísimo rincón de la mesa y se puso a pulir judías. «Pulir judías» significa aquí dentro adecentar las judías pintas enmohecidas. A las seis menos cuarto me puse a barrer el suelo, y la basura, junto con las judías malas, la tiré en la es­tufa, envuelta en un periódico. Se produjo una tremenda llama­rada, y me puse contenta, porque el fuego estaba aletargado y se restableció.
Había vuelto la tranquilidad, los latinistas habían desapare­cido y yo me senté a la mesa para volver a la escritura, pero por más que buscara en todas partes, la estilográfica no aparecía. Busqué otra vez, Margot también buscó, y mamá, y también papá, y Dussel, pero la pluma había desaparecido sin dejar rastro.
-Quizá se haya caído en la estufa, junto con las judías -su­girió Margot.
-¡Cómo se te ocurre! -le contesté.
Sin embargo, cuando por la noche mi estilográfica aún no ha­bía aparecido, todos supusimos que se había quemado, sobre todo porque el celuloide arde que es una maravilla. Mi triste presentimiento se confirmó a la mañana siguiente cuando papá, al vaciar la estufa, encontró el clip con el que se sujeta una estilo­gráfica en medio de las cenizas. De la plumilla de oro no encontra­mos el menor rastro.
-Debe de haberse adherido a alguna piedra al arder -opinó papá.
Al menos me queda un consuelo, aunque sea pequeño: mi esti­lográfica ha sido incinerada, tal como quiero que hagan conmigo llegado el momento.
Tu Ana


Miércoles, 17 de noviembre de 1943


Querida Kitty:
Están ocurriendo hechos estremecedores. En casa de Bep hay difteria, y por eso tiene que evitar el contacto con nosotros du­rante seis semanas. Resulta muy molesto, tanto para la comida como para los recados, sin mencionar la falta que nos hace su compañía. Kleiman sigue postrado y lleva tres semanas ingiriendo leche y finas papillas únicamente. Kugler está atareadísimo.
Las clases de Latín enviadas por Margot vuelven corregidas por un profesor. Margot las envía usando el nombre de Bep. El profe­sor es muy amable y muy gracioso además. Debe de estar contento de que le haya caído una alumna tan inteligente.
Dussel está totalmente confuso, y nadie sabe por qué. Todo co­menzó con que cuando estábamos arriba no abría la boca y no in­tercambiaba ni una sola palabra con el señor Van Daan .ni con la señora. Esto llamó la atención a todos. Como la situación se pro­longaba, mamá aprovechó la ocasión para prevenirle que de esta manera la señora ciertamente podía llegar a causarle muchos dis­gustos. Dussel dijo que el que había empezado a no decir nada era Van Daan, y que por lo tanto no tenía intención de romper su si­lencio. Debes saber que ayer fue 16 de noviembre, día en que se cumplió un año de su venida a la Casa de atrás. Con ocasión de ello, le regaló a mamá un jarrón de flores, pero a la señora Van Daan, que durante semanas había estado haciendo alusión a la fe­cha en varias oportunidades, sin ocultar en lo más mínimo su opi­nión de que Dussel tendría que convidarnos a algo, no le regaló nada. En vez de expresar de una buena vez su agradecimiento por la desinteresada acogida, no dijo ni una palabra. Y cuando el dieci­séis por la mañana le pregunté si debía darle la enhorabuena o el pésame, contestó que podía decirle cualquier cosa. Mamá, que quería hacer el noble papel de paloma de la paz, no avanzó ni un milímetro y al final la situación se mantuvo igual.
No exagero si te digo que en la mente de Dussel hay algo que no funciona. A menudo nos mofamos en silencio de su falta de memo­ria, opinión y juicio, y más de una vez nos reímos cuando transmite, de forma totalmente tergiversada y mezclándolo todo, los mensajes que acaba de recibir. Por otra parte, ante cada reproche o acusación esgrime una bella promesa, que en realidad nunca cumple.


.. Der Mann hat einen grossen Geist
und ist so klein von Taten![1].

Tu Ana


Sábado, 27 de noviembre de 1943


Querida Kitty:
Anoche, antes de dormirme, se me apareció de repente Hanneli. La vi delante de mí, vestida con harapos, con el rostro dema­crado. Tenía los ojos muy grandes y me miraba de manera tan triste y con tanto reproche, que en sus ojos pude leer: «Oh, Ana, ¿por qué me has abandonado? ¡Ayúdame, oh, ayúdame a salir de este infierno!»
Y yo no puedo ayudarla, sólo puedo mirar cómo otras personas sufren y mueren, y estar de brazos cruzados, y sólo puedo pedirle a Dios que nos la devuelva. Es nada menos que a Hanneli a quien vi, nadie sino Hanneli... y comprendí. La juzgué mal, era yo dema­siado niña para comprender sus problemas. Ella estaba muy enca­riñada con su amiga y era como si yo quisiera quitársela. ¡Cómo se habrá sentido la pobre! Lo sé, yo también conozco muy bien ese sentimiento. A veces, como un relámpago, veía cosas de su vida, para luego, de manera muy egoísta, volver a dedicarme a mis propios placeres y problemas.
No hice muy bien en tratarla así, y ahora me miraba con su cara pálida y su mirada suplicante, tan desamparada. ¡Ojalá pudiera ayudarla! ¡Dios mío, cómo es posible que yo tenga aquí todo lo que se me antoja, y que el cruel destino a ella la trate tan mal! Era tan piadosa como yo, o más, y quería hacer el bien, igual que yo; entonces, ¿por qué fui yo elegida para vivir y ella tal vez haya te­nido que morir? ¿Qué diferencia había entre nosotras? ¿Por qué estamos tan lejos una de otra?
A decir verdad, hacía meses, o casi un año, que la había olvi­dado. No del todo, pero tampoco la tenía presente con todas sus desgracias.
Ay, Hanneli, espero que si llegas a ver el final de la guerra y a reunirte con nosotros, pueda acogerte para compensarte en parte el mal que te he hecho.
Pero cuando vuelva a estar en condiciones de ayudarla, no pre­cisará mi ayuda tanto como ahora. ¿Pensará alguna vez en mí? ¿Qué sentirá?
Dios bendito, apóyala, para que al menos no esté sola. ¡Si pu­dieras decirle que pienso en ella con amor y compasión, quizá eso le dé fuerzas para seguir aguantando!
No debo seguir pensando, porque no encuentro ninguna salida. Siempre vuelvo a ver sus grandes ojos, que no me sueltan. Me pre­gunto si la fe de Hanneli es suya propia, o si es una cosa que le han inculcado desde fuera. Ni siquiera lo sé, nunca me he tomado la molestia de preguntárselo.
Hanneli, Hanneli, ojalá pudiera sacarte de donde estás, ojalá pudiera compartir contigo todas las cosas que disfruto. Es dema­siado tarde. No puedo ayudar ni remediar todo lo que he hecho mal. ¡Pero nunca la olvidaré y siempre rezaré por ella!
Tu Ana


Lunes, 6 de diciembre de 1943


Querida Kitty:
Cuando se acerca el día de San Nicolás, sin quererlo todos pen­samos en la cesta del año pasado, tan hermosamente decorada, y sobre todo a mí me pareció horrible tener que saltárnoslo todo este año. Estuve mucho tiempo pensando hasta que encontré
algo, algo que nos hiciera reír. Lo consulté con Pim, y la semana pasada pusimos manos a la obra para escribir un poema para cada uno.
El domingo por la noche a las ocho y cuarto aparecimos en el piso de arriba llevando el canasto de la colada entre los dos, ador­nado con pequeñas figuras y lazos de papel cebolla de color ce­leste y rosa. El canasto estaba cubierto de un gran papel de envol­ver color marrón, que llevaba una nota adherida. Arriba todos estaban un tanto asombrados por el gran volumen del paquete sorpresa. Cogí la nota y me puse a leer:

PRÓLOGO:
Como todos los años, San Nicolás ha venido y a la Casa dé atrás regalos ha traído. Lamentablemente la celebración de este año no puede ser tan divertida como antaño, cuando teníamos tantas esperanzas y creíamos que conservando el optimismo' triunfaríamos, que la guerra acabaría y que sería posible festejar San Nicolás estando ya libres. De todas maneras, hoy lo queremos celebrar y aunque ya no queda nada para regalar podemos echar mano de un último recurso que se encuentra en el zapato de cada uno...

Cuando todos sacaron sus zapatos del canasto, hubo carcajada ge­neral. En cada uno de ellos había un paquetito envuelto en papel de envolver, con la dirección de su respectivo dueño.
Tu Ana


Miércoles, 22 de diciembre de 1943


Querida Kitty:
Una fuerte gripe ha impedido que te escribiera antes. Es un su­plicio caer enfermo aquí; cuando me venía latos, me metía debajo de las sábanas y mantas lo más rápido posible y trataba de acallar mi garganta lo más que podía, lo que por lo general tenía como consecuencia que la picazón no se me iba en absoluto y que había que recurrir a la leche con miel, al azúcar o a las pastillas. Me da vértigo pensar en todas las curas por las que me hicieron pasar: sudación, compresas, paños húmedos y secos en el pecho, bebidas calientes, gargarismos, pinceladas de yodo, reposo, almohada tér­mica, bolsas de agua caliente, limón exprimido y el termómetro cada dos horas. ¿Puede uno curarse realmente de esa manera? Lo peor de todo me pareció cuando el señor Dussel se puso a hacer de médico y apoyó su cabeza engominada en mi pecho desnudo para auscultar los sonidos que había dentro. No sólo me hacía muchísimas cosquillas su pelo, sino que me daba vergüenza, a pe­sar de que en algún momento, hace treinta años, estudió para mé­dico y tiene el título. ¿Por qué tiene que estar ese hombre po­sando su cabeza en mi pecho desnudo? ¿Acaso se cree mi amante? Además, lo que pueda haber de bueno o de malo allí dentro, él no lo oye, y debería lavarse las orejas, porque es bastante duro de oído. Pero basta ya de hablar de enfermedades. Ahora me siento como nueva, he crecido un centímetro, he aumentado un kilo de peso, estoy pálida y deseosa de ponerme a estudiar.
Ausnahmsweise[2] -no cabe emplear otra palabra-, reina en la casa un buen entendimiento, nadie está reñido con nadie, pero no creo que dure mucho, porque hace como seis meses que no dis­frutábamos de esta paz hogareña.
Bep sigue separada de nosotros, pero esta hermana nuestra no tardará en librarse de todos sus bacilos.
Para Navidad nos darán una ración extra de aceite, de dulces y de melaza. Para Januká, Dussel les ha regalado a la señora Van Daan y a mamá un hermoso pastel, hecho por Miep a petición suya. Con todo el trabajo que tiene, encima ha tenido que hacer eso. A Margot y a mí nos ha regalado un broche, fabricado con una moneda de un céntimo lustrada y brillante. En fin, no te lo puedo describir, es sencillamente muy bonito.
Para Miep y Bep también tengo unos regalitos de Navidad, y es que durante un mes he estado ahorrando azúcar que era para echar en la papilla de avena. Kleiman la ha usado para mandar ha­cer unos dulces para la Navidad.
Hace un tiempo feo y lluvioso, la estufa despide mal olor y la comida nos cae muy pesada a todos, lo que produce unos «true­nos» tremendos por todos los rincones. Tregua en la guerra, humor de perros.
Tu Ana


Viernes, 24 de diciembre de 1943


Querida Kitty:
Ya te he escrito en otras oportunidades sobre lo mucho que to­dos aquí dependemos de los estados de ánimo, y creo que este mal está aumentando mucho últimamente, sobre todo en mí. Aquello de Himmelhoch jauchzend, zu Tode betrübt[3], ciertamente es aplica­ble en mi caso. En la más alta euforia me encuentro cuando pienso en lo bien que estamos aquí, comparado con la suerte que corren otros chicos judíos, y «la más profunda aflicción» me viene, por ejemplo, cuando ha venido de visita la señora Kleiman y nos ha hablado del club de hockey de Jopie, de sus paseos en piragua, de sus representaciones teatrales y los tés con sus amigas.
No creo que la envidie a Jopie, pero lo que sí me da es un ansia enorme de poder salir a divertirme como una loca y reírme hasta que me duela la tripa. Sobre todo ahora, en invierno, con las fies­tas de Navidad y Año Nuevo, estamos aquí encerrados como pa­rias, aunque ya sé que en realidad no debo escribir estas palabras, porque parecería que soy una desagradecida, pero no puedo guar­dármelo todo, y prefiero citar mis palabras del principio: «El papel es paciente.»
Cuando alguien acaba de venir de fuera, con el viento entre la ropa y el frío en el rostro, querría esconder la cabeza debajo de las sábanas para no pensar en el momento en que nos sea dado volver '' a oler el aire puro. Pero como no me está permitido esconder la cabeza debajo de las sábanas, sino que, al contrario, debo mante­nerla firme y erguida, mis pensamientos me vuelven a la cabeza una y otra vez, innumerables veces.
Créeme, cuando llevas un año y medio encerrada, hay días en que ya no puedes más. Entonces ya no cuentan la justicia ni la in­gratitud; los sentimientos no se dejan ahuyentar. Montar en bici­cleta, bailar, silbar, mirar el mundo, sentirme joven, saber que soy libre, eso es lo que anhelo, y sin embargo no puedo dejar que se me note, porque imagínate que todos empezáramos a lamentar­nos o pusiéramos caras largas... ¿Adónde iríamos a parar? A veces me pongo a pensar: ¿no habrá nadie que pueda entenderme, que pueda ver más allá de esa ingratitud, más allá del ser o no ser judío, y ver en mí tan sólo a esa chica de catorce años, que tiene una in­mensa necesidad de divertirse un rato despreocupadamente? No lo sé, y es algo de lo que no podría hablar con nadie, porque sé que me pondría a llorar. El llanto es capaz de proporcionar alivio, pero tiene que haber alguien con quien llorar. A pesar de todo, a pesar de las teorías y los esfuerzos, todos los días echo de menos a esa madre que me comprenda. Por eso, en todo lo que hago y escribo, pienso que cuando tenga hijos querría ser para ellos la mamá que me imagino. La mamá que no se toma tan en serio las cosas que se dicen por ahí, pero que sí se toma en serio las cosas que digo yo. Me doy cuenta de que... (me cuesta describirlo) pero la palabra «mamá» ya lo dice todo. ¿Sabes lo que se me ha ocurrido para lla­mar a mi madre usando una palabra parecida a «mamá»? A me­nudo la llamo Mansa, y de ahí se derivan Mans o Man. Es como si dijésemos una mamá imperfecta, a la que me gustaría honrar cam­biándole un poco las letras al nombre que le he puesto. Por suerte, Mans no sabe nada de esto, porque no le haría ninguna gra­cia si lo supiera.
Ahora ya basta. Al escribirte se me ha pasado un poco mi «más profunda aflicción».
Tu Ana

En estos días, ahora que hace sólo un día que pasó la Navidad, es­toy todo el tiempo pensando en Pim y en lo que me dijo el año pa­sado. El año pasado, cuando no comprendí el significado de sus palabras tal como las comprendo ahora. ¡Ojalá hablara otra vez, para que yo pudiera hacerle ver que lo comprendo!
Creo que Pim me ha hablado de ello porque él, que conoce tan­tos secretos íntimos de otros, también tenía que desahogarse al­guna vez; porque Pim normalmente no dice nada de sí mismo, y no creo que Margot sospeche las cosas por las que ha pasado. Po­bre Pim, yo no me creo que la haya olvidado. Nunca olvidará lo ocurrido. Se ha vuelto indulgente, porque también él ve los defectos de mamá. ¡Espero llegar a parecerme un poco a él, sin tener que pasar por lo que ha pasado!
Ana


Lunes, 27 de diciembre de 1943


El viernes por la noche, por primera vez en mi vida, me regalaron algo por Navidad. Las chicas, Kleiman y Kugler prepararon otra vez una hermosa sorpresa. Miep hizo un delicioso pastel de Navidad, que lle­vaba la inscripción de «Paz 1944». Bep nos trajo medio kilo de galle­tas de una calidad que ya no se ve desde que empezó la guerra.
Para Peter, para Margot y para mí hubo un tarro de yogur, y a los mayores les dieron una botellita de cerveza a cada uno. Todo venía envuelto en un papel muy bonito, con estampas pegadas en los distintos paquetes. Por lo demás, los días de Navidad han pa­sado rápido.
Ana
Miércoles, 29 de diciembre de 1943


Querida Kitty:


Anoche me sentí nuevamente muy triste. Volvieron a mi mente la abuela y Hanneli. Abuela, mi querida abuela, ¡qué poco nos di­mos cuenta de lo que sufrió, qué buena fue siempre con nosotros, cuánto interés ponía en todo lo que tuviera que ver con nosotros! Y pensar que siempre guardó cuidadosamente el terrible secreto del que era portadora[4]
¡Qué buena y leal fue siempre la abuela! Jamás hubiera dejado en la estacada a alguno de nosotros. Hiciera lo que hiciera, me portara como me portara, la abuela siempre me perdonaba. Abuela, ¿me quisiste o acaso tampoco me comprendiste? No lo sé. ¡Qué sola se debe haber sentido la abuela, pese a que nos tenía a nosotros! El ser humano puede sentirse solo a pesar del amor de muchos, porque para nadie es realmente el «más querido».
¿Y Hanneli? ¿Vivirá aún? ¿Qué estará haciendo? ¡Dios que­rido, protégela y haz que vuelva a estar con nosotros! Hanneli, en ti veo siempre cómo podría haber sido mi suerte, siempre me veo a mí misma en tu lugar. ¿Por qué entonces estoy tan triste a me­nudo por lo que pasa aquí? ¿No debería estar siempre alegre, feliz y contenta, salvo cuando pienso en ella y en los que han corrido su misma suerte? ¡Qué egoísta y cobarde soy! ¿Por qué sueño y pienso siempre en las peores cosas y quisiera ponerme a gritar de tanto miedo que tengo? Porque a pesar de todo no confío lo sufi­cientemente en Dios. Él me ha dado tantas cosas que yo todavía no merecía, y pese a ello, sigo haciendo tantas cosas mal...
Cuando uno se pone a pensar en sus semejantes, podría echarse a llorar; en realidad podría pasarse el día llorando. Sólo le queda a uno rezar para que Dios quiera que ocurra un milagro y salve a al­gunos de ellos. ¡Espero estar rezando lo suficiente!
Ana


Jueves, 3o de diciembre de 1943


Querida Kitty:
Después de las últimas grandes peleas, todo ha seguido bien, tanto entre nosotros, Dussel y los del piso de arriba, como entre el señor y la señora. Pero ahora se acercan nuevos nubarrones, que tienen que ver con... ¡la comida! A la señora se le ocurrió la desafortunada idea de freír menos patatas por la mañana y mejor guardarlas. Mamá y Dussel y hasta nosotros no estuvimos de acuerdo, y ahora también hemos dividido las patatas. Pero ahora se está repartiendo de manera injusta la manteca, y mamá ha te­nido que intervenir. Si el desenlace resulta ser más o menos inte­resante, te lo relataré. En el transcurso de los últimos tiempos he­mos estado separando: la carne (ellos con grasa, nosotros sin grasa); ellos sopa, nosotros no; las patatas (ellos para mondar, no­sotros para pelar). Ello supone tener que comprar dos clases de patatas, a lo que ahora se añaden las patatas para freír.
¡Ojalá estuviéramos otra vez separados del todo!
Tu Ana

P. D. Bep ha mandado hacer por encargo mío una postal de toda la familia real, en la que Juliana aparece muy joven, al igual que la reina. Las tres niñas son preciosas. Creo que Bep ha sido muy buena conmigo, ¿no te parece?


Domingo, z de enero de 1944

Querida Kitty:
Esta mañana, como no tenía nada que hacer, me pu-e a hojear en mi diario y me topé varias veces con cartas que tratan el tema de la madre con tanta vehemencia, que me asusté y me pregunté: «Ana, ¿eres tú la que hablabas de odio? Oh, Ana, ¿cómo has po­dido escribir una cosa así?»
Me quedé con el diario abierto en la mano, y me puse a pensar en cómo había podido ser que estuviera tan furiosa y tan verdade­ramente llena de odio, que tenía que confiártelo todo. He inten­tado comprender a la Ana de hace un año y de perdonarla, porque no tendré la conciencia tranquila mientras deje que sigas cargando con estas acusaciones, y sin que te haya explicado cómo fue que me puse así. He padecido y padezco estados de ánimo que me mantenían con la cabeza bajo el agua -en sentido figurado, se en­tiende- y que sólo me dejaban ver las cosas de manera subjetiva, sin que intentara detenerme a analizar tranquilamente las palabras de los demás, para luego poder actuar conforme al espíritu de aquellas personas a las que, por mi temperamento efervescente, haya podido ofender o causado algún dolor.
Me he recluido en mí misma, me he mirado sólo a mí misma, y he escrito en mi diario de modo imperturbable todas mis alegrías, mofas y llantos. Para mí este diario tiene valor, ya que a menudo se ha convertido en el libro de mis memorias, pero en muchas pá­ginas ahora podría poner: «Pertenece al ayer.»
Estaba furiosa con mamá, y a menudo lo sigo estando. Ella no me comprendía, es cierto, pero yo tampoco la comprendía a ella. Como me quería, era cariñosa conmigo, pero como también se vio envuelta en muchas situaciones desagradables por mi culpa, y a raíz de ello y de muchas otras circunstancias tristes estaba ner­viosa o irascible, es de entender que me tratara como me trató.
Yo me lo tomaba demasiado en serio, me ofendía, me insolen­taba y la trataba mal, lo que a su vez la hacía sufrir. Era entonces, en realidad, un ir y venir de cosas desagradables y tristes. De nin­gún modo fue placentero, para ninguna de las dos, pero todo pasa. El que yo no quisiera verlo y me tuviera mucha compasión, tam­bién es comprensible.
Las frases tan violentas sólo son manifestaciones de enfado, que en la vida normal hubiera podido ventilar dando cuatro pata­das en el suelo, encerrada en una habitación o maldiciendo a mamá a sus espaldas.
El período en que condeno a mamá bañada en lágrimas ha que­dado atrás; ahora soy más sensata, y los nervios de mamá se han calmado. Por lo general me callo la boca cuando algo me irrita, y ella hace lo mismo, por lo que todo parece marchar mejor. Pero sentir un verdadero amor filial por mamá, es algo que no me sale.
Tranquilizo mi conciencia pensando en que los insultos más vale confiárselos al papel, y no que mamá tenga que llevarlos con­sigo en el corazón.
Tu Ana


Jueves, 6 de enero de 1944


Querida Kitty:
Hoy tengo que confesarte dos cosas que llevarán mucho tiempo, pero que debo contarle a alguien, y entonces lo mejor será que te lo cuente a ti, porque sé a ciencia cierta que callarás siempre y bajo cualquier concepto.
Lo primero tiene que ver con mamá. Bien sabes que muchas ve­ces me he quejado de ella, pero que luego siempre me he esforzado por ser amable con ella. De golpe me he dado cuenta por fin de cuál es el defecto que tiene. Ella misma nos ha contado que nos ve más como amigas que como hijas. Eso es muy bonito, naturalmente, pero sin embargo una amiga no puede ocupar el lugar de una ma­dre. Siento la necesidad de tomar a mi madre como ejemplo, y de respetarla; es cierto que en la mayoría de los casos mi madre es un ejemplo para mí, pero más bien un ejemplo a no seguir. Me da la impresión de que Margot piensa muy distinto a mí en todas estas cosas, y que nunca entendería esto que te acabo de escribir. Y papá evita toda conversación que pueda tratar sobre mamá.
A una madre me la imagino como una mujer que en primer lugar posee mucho tacto, sobre todo con hijos de nuestra edad, y no como Mansa, que cuando lloro -no a causa de algún dolor, sino por otras cosas- se burla de mí.
Hay una cosa que podrá parecerte insignificante, pero que nunca le he perdonado. Fue un día en que tenía que ir al den­tista. Mamá y Margot me iban a acompañar y les pareció bien que llevara la bicicleta. Cuando habíamos acabado en el dentista y salimos a la calle, Margot y mamá me dijeron sin más ni más que se iban de tiendas a mirar o a comprar algo, ya no recuerdo exactamente qué. Yo, naturalmente, quería ir con ellas, pero no me dejaron porque llevaba conmigo la bicicleta. Me dio tanta ra­bia, que los ojos se me llenaron de lágrimas, y Margot y mamá se echaron a reír. Me enfurecí, y en plena calle les saqué la lengua. Una viejecita que pasaba casualmente nos miró asustada. Me monté en la bicicleta y me fui a casa, donde estuve llorando un rato largo. Es curioso que de mis innumerables heridas, justo ésta vuelva a enardecerme cuando pienso en lo enfadada que es­taba en ese momento.
Lo segundo es algo que me cuesta muchísimo contártelo, por­que se trata de mí misma. No soy pudorosa, Kitty, pero cuando aquí en casa a menudo se ponen a hablar con todo detalle sobre lo que hacen en el retrete, siento una especie de repulsión en todo mi cuerpo.
Resulta que ayer leí un artículo de Sis Heyster sobre por qué nos sonrojamos. En ese artículo habla como si se estuviera diri­giendo sólo a mí. Aunque yo no me sonrojo tan fácilmente, las otras cosas que menciona sí son aplicables a mí. Escribe más o menos que una chica, cuando entra en la pubertad, se vuelve muy callada y empieza a reflexionar acerca de las cosas milagrosas que se producen en su cuerpo. También a mí me está ocurriendo eso, y por eso últimamente me da la impresión de que siento ver­güenza frente a Margot, mamá y papá. Sin embargo Margot, que es mucho más tímida que yo, no siente ninguna vergüenza.
Me parece muy milagroso lo que me está pasando, y no sólo lo que se puede ver del lado exterior de mi cuerpo, sino también lo que se desarrolla en su interior. Justamente al no tener a nadie con quien hablar de mí misma y sobre todas estas cosas, las con­verso conmigo misma. Cada vez que me viene la regla -lo que hasta ahora sólo ha ocurrido tres veces- me da la sensación de que, a pesar de todo el dolor, el malestar y la suciedad, guardo un dulce secreto y por eso, aunque sólo me trae molestias y fastidio, en cierto modo me alegro cada vez que llega el mo­mento en que vuelvo a sentir en mí ese secreto.
Otra cosa que escribe Sis Heyster es que a esa edad las ado­lescentes son muy inseguras y empiezan a descubrir que son personas con ideas, pensamientos y costumbres propias. Como yo vine aquí cuando acababa de cumplir los trece años, empecé a reflexionar sobre mí misma y a descubrir que era una .per­sona por mí misma» mucho antes. A veces, por las noches, siento una terrible necesidad de palparme los pechos y de oír el latido tranquilo y seguro de mi corazón.
Inconscientemente, antes de venir aquí ya había tenido sensa­ciones similares, porque recuerdo una vez en que me quedé a dormir en casa de Jacque y que no podía contener la curiosidad de conocer su cuerpo, que siempre me había ocultado, y que nunca había llegado a ver. Le pedí que, en señal de nuestra amistad, nos tocáramos mutuamente los pechos. Jacque se negó. También ocurrió que sentí una terrible necesidad de be­sarla, y lo hice. Cada vez que veo una figura de una mujer des­nuda, como por ejemplo la Venus en el manual de historia de arte de Springer, me quedo extasiada contemplándola. A veces me parece de una belleza tan maravillosa, que tengo que conte­nerme para que no se me salten las lágrimas. ¡Ojalá tuviera una amiga!


Jueves, 6 de enero de 1944

Querida Kitty:


Mis deseos de hablar con alguien se han vuelto tan grandes que de alguna manera muy extraña se me ha ocurrido escoger a Peter para ello. Antes, cuando de tanto en tanto entraba de día en la pequeña habitación de Peter, me parecía siempre un sitio muy acogedor, pero como Peter es tan modesto y nunca echa­ría a una persona que se pusiera latosa de su habitación, nunca me atreví a quedarme mucho tiempo, temiendo que mi visita le resultara aburrida. Buscaba la ocasión de quedarme en su habi­tación sin que se diera cuenta, charlando, y esa ocasión se pre­sentó ayer. Y es que a Peter le ha entrado de repente la manía de resolver crucigramas, y ya no hace otra cosa. Me puse a ayudarle, y al poco tiempo estábamos sentados uno a cada lado de su escritorio, uno frente al otro, él en la silla y yo en el diván.
Me dio una sensación muy extraña mirarlo a los ojos, de color azul oscuro, y ver lo cohibido que estaba por la inusual visita. Todo me transmitía su mundo interior; en su rostro vi aún ese desamparo y esa actitud de inseguridad, y al mismo tiempo un asomo de con­ciencia de su masculinidad. Al ver esa actitud tan tímida, sentí que me derretía por dentro. Hubiera querido pedirle que me contara algo sobre sí mismo; que viera más allá de ese eterno afán mío de charlar. Sin embargo, me di cuenta de que ese tipo de peticiones son más fáciles de pensar que de llevar a la práctica.
El tiempo transcurría y no pasaba nada, salvo que le conté aque­llo de que se ruborizaba. Por supuesto que no le dije lo mismo que he escrito aquí, pero sí que con los años ganaría más segu­ridad.
Por la noche, en la cama, lloré. Lloré, y sin embargo nadie debía oírme. La idea de que debía suplicar los favores de Peter me repe­lía. Una hace cualquier cosa para satisfacer sus deseos, como po­drás apreciar, porque me propuse ir a sentarme más a menudo con él para hacer que, de una u otra manera, se decidiera a hablar.
No vayas a creer que estoy enamorada de Peter, ¡nada de eso! Si los Van Daan hubieran tenido una niña en vez de un hijo varón, también habría intentado trabar amistad con ella.
Esta mañana me desperté a eso de las siete menos cinco y en seguida recordé con gran seguridad lo que había soñado. Estaba sen­tada en una silla, y frente a mí estaba sentado Peter... Schiff. Está­bamos hojeando un libro ilustrado por Mary Bos. Mi sueño era tan nítido que aún recuerdo en parte las ilustraciones. Pero aque­llo no era todo, el sueño seguía. De repente, los ojos de Peter se cruzaron con los míos, y durante algún tiempo me detuve a mirar esos hermosos ojos de color pardo aterciopelado. Entonces, Peter me dijo susurrando:
-De haberlo sabido, habría ido a tu encuentro mucho antes.
Me volví bruscamente, porque sentía una emoción demasiado grande. Después sentí una mejilla suave y deliciosa rozando la mía, y todo estuvo tan bien, tan bien...
En ese momento me desperté, mientras seguía sintiendo su me - ¡¡¡la contra la mía y sus ojos mirándome en lo más profundo de mi corazón, tan profundamente que él había podido leer allí dentro cuánto lo había amado y cuánto seguía amándolo. Los ojos se me
volvieron a llenar de lágrimas, y me sentí muy triste por haberlo perdido, pero al mismo tiempo también contenta, porque sabía con seguridad que Peter seguía siendo mi elegido. Es curioso que a veces tenga estos sueños tan nítidos. La primera vez fue cuando, una noche, vi a mi abuela Omi[5] de forma tan clara, que pude dis­tinguir perfectamente su piel gruesa y suave, como de terciopelo. Luego se me apareció Oma como si fuera mi ángel de la guarda, y luego Hanneli, que me sigue pareciendo el símbolo de la miseria que pasan todos mis amigos y todos los judíos; cuando rezo por ella, rezo por todos los judíos y por toda esa pobre gente.
Y ahora Peter, mi querido Peter, que nunca antes se me ha apa­recido tan claramente; no necesito una foto suya: así lo veo bien, muy bien.
Tu Ana


Viernes, 7 de enero de 1944


Querida Kitty:
¡Idiota de mí, que no me di cuenta en absoluto de que nunca te había contado la historia de mi gran amor!
Cuando era aún muy pequeña, pero ya iba al jardín de infancia, mi simpatía recayó en Sally Kimmel. Su padre había muerto y vivía con su madre en casa de una tía. Un primo de Sally, Appy, era un chico guapo, esbelto y moreno que más tarde tuvo todo el aspecto de un perfecto actor de cine y que cada vez despertaba más admi­ración que el gracioso, bajito y rechoncho de Sally. Durante algún tiempo anduvimos mucho juntos, aunque mi amor nunca fue co­rrespondido, hasta que se cruzó Peter en mi camino y me entró un amor infantil el triple de fuerte. Yo también le gustaba, y du­rante todo un verano fuimos inseparables. En mis pensamientos aún nos veo cogidos de la mano, caminando por la Zuider Amstelaan, él con su traje de algodón blanco y yo con un vestido corto de verano. Cuando acabaron las vacaciones de verano, él pasó a primero de la secundaria y yo a sexto de primaria. Me pasaba a re­coger al colegio o yo a él. Peter era un muchacho hermoso, alto, guapo, esbelto, de aspecto serio, sereno e inteligente. Tenía el pelo oscuro y hermosos ojos castaños, mejillas marrón-rojizas y la nariz respingona. Me encantaba sobre todo su sonrisa, que le daba un aire pícaro y travieso.
En las vacaciones me fui afuera y al volver no encontré a Peter en su antigua dirección; se había mudado de casa y vivía con un muchacho mucho mayor que él. Éste le hizo ver seguramente que yo no era más que una chiquilla tonta, y Peter me dejó. Yo lo amaba tanto que no quería ver la realidad y me seguía aferrando a él, hasta que llegó el día en que me di cuenta de que si seguía de­trás de él, me tratarían de «perseguidora de chicos».
Pasaron los años. Peter salía con chicas de su edad y ya ni me saludaba. Empecé a ir al liceo judío, muchos chicos de mi curso se enamoraron de mí, a mí eso me gustó, me sentí honrada, pero por lo demás no me hizo nada. Más adelante, Hello estuvo loco por mí, pero como ya te he dicho, nunca más me enamoré.
Hay un refrán que dice: «El tiempo lo cura todo.» Así también me pasó a mí. Me imaginaba que había olvidado a Peter y que ya no me gustaba nada. Pero su recuerdo seguía tan latente en mí, que a veces me confesaba a mí misma que estaba celosa de las otras chicas, y que por eso él ya no me gustaba. Esta mañana com­prendí que nada en mí ha cambiado; al contrario, mientras iba cre­ciendo y madurando, también mi amor crecía en mí. Ahora puedo entender muy bien que yo le pareciera a Peter una chiquilla, pero de cualquier manera siempre me hirió el que se olvidara de mí de ese modo. Su rostro se me aparece de manera tan nítida, que ahora sé que nunca llevaré grabada en mi mente la imagen de otro chico como la de él.
Por eso, hoy estoy totalmente confusa. Esta mañana, cuando papá me besó, casi exclamé: «¡Ojalá fueras Peter!» Todo me re­cuerda a él, y todo el día no hago más que repetir la frase: «¡Oh, Petel[6], mi querido Petel!»
No hay nada que pueda ayudarme. Tengo que seguir viviendo y pedirle a Dios que si llego a salir de aquí, ponga a Peter en mi ca­mino y que, mirándome a los ojos y leyendo mas sentimientos, me diga: «¡Ana, de haberlo sabido, me habría ido a tu lado hace tiempo!»
Una vez, cuando hablábamos de la sexualidad, papá me dijo que en ese momento yo no podía entender lo que era el deseo, pero yo siempre supe que lo entendía, y ahora lo entiendo del todo. ¡Nada me es tan querido como él, mi Petel!


He visto mi cara en el espejo, y ha cambiado tanto... Tengo una mirada bien despierta y profunda; mis mejillas están teñidas de color de rosa, algo que hacía semanas que no sucedía; tengo la boca mucho menos tirante, tengo aspecto de ser feliz, y sin em­bargo tengo una expresión triste, y la sonrisa se me desliza de los labios. No soy feliz, porque aun sabiendo que no estoy en los pensamientos de Petel, siento una y otra vez sus hermosos ojos clavados en mí, y su mejilla suave y fresca contra la mía. ¡Oh, Petel, Petel! ¿Cómo haré para desprenderme de tu imagen? A tu lado, ¿no son todos los demás un mísero sucedáneo? Te amo, te quiero con un amor tan grande, que era ya imposible que siguiera creciendo en mi corazón, y en cambio debía saltar a la superficie y revelarse repentinamente en toda su magnitud.
Hace una semana, hace un día, si me hubieras preguntado a cuál de mis amigos elegiría para casarme, te habría contestado que a SaIly, porque a su lado todo es paz, seguridad y armonía. Pero ahora te diría que a Petel, porque a él lo amo con toda mi alma y a él me entrego con todo mi corazón. Pero sólo hay una cosa: no quiero que me toque más que la cara.
Esta mañana, en mis pensamientos estaba sentada con Petel en el desván de delante, encima de unos maderos frente a la ventana, y después de conversar un rato, los dos nos echamos a llorar. Y luego sentí su boca y su deliciosa mejilla. ¡Oh, Petel, ven conmigo, piensa en mí, mi propio y querido Petel!


Miércoles, 12 de enero de 1944


Querida Kitty:
Bep ya ha vuelto a la oficina hace quince días, aunque a su her­mana no la dejan ir al colegio hasta dentro de una semana. Ahora Bep ha estado dos días en cama con un fuerte catarro. Tampoco Miep y Jan han podido acudir a sus puestos de trabajo; los dos te­nían el estómago mal.
De momento me ha dado por el baile y la danza y todas las no­ches practico pasos de baile con mucho empeño. Con una enagua de color violeta claro de Mansa me he fabricado un traje de baile supermoderno. Arriba tiene un lazo que cierra a la altura del pe­cho. Una cinta rosa ondulada completa el conjunto. En vano he intentado transformar mis zapatos de deporte en verdaderas zapa­tillas de baile. Mis endurecidos miembros van camino de recupe­rar su antigua flexibilidad. Un ejercicio que me encanta hacer es sentarme en el suelo y levantar las piernas en el aire cogiéndolas con las manos por los talones. Sólo que debo usar un cojín para sentarme encima, para no maltratar demasiado la rabadilla.
En casa están leyendo un libro titulado Madrugada sin nubes. A mamá le pareció un libro estupendo porque describe muchos pro­blemas de los jóvenes. Con cierta ironía pensé que sería bueno que primero se ocupara de sus propias jóvenes...
Creo que mamá piensa que la relación que tenemos Margot y yo con nuestros padres es de lo mejor, y que nadie se ocupa más de la vida de 'sus hijos que ellos. Con seguridad entonces que sólo se fija en Margot, porque creo que ella nunca tiene los mismos problemas o pensamientos que yo. De ningún modo quiero que mamá piense que para uno' de sus retoños las cosas son total­mente distintas de lo que ella se imagina, porque se quedaría estu­pefacta y de todas formas no sabría de qué otra manera encarar el asunto; quisiera evitarle el dolor que ello le supondría, sobre todo porque sé que para mí nada cambiaría. Mamá se da perfecta cuenta de que Margot la quiere mucho más que yo, pero cree que son rachas.
Margot se ha vuelto más buena; me parece muy distinta a como era antes. Ya no es tan arisca y se está convirtiendo en una verda­dera amiga. Ya no me considera para nada una pequeñaja a la que no es necesario tener en cuenta.
Es muy raro eso de que a veces yo misma me vea como a través de los ojos de otra persona. Observo lo que le pasa a una tal Ana Frank con toda parsimonia y me pongo a hojear en el libro de mi vida como si fuera ajeno.
Antes, en mi casa, cuando aún no pensaba tanto, de vez en cuando me daba la sensación de no pertenecer a la misma familia que Mansa, Pim y Margot, y que siempre sería una extraña. En­tonces, a veces me hacía la huérfana como medio año, hasta que me castigaba a mí misma, reprochándome que sólo era culpa mía el que me hiciera la víctima, pese a encontrarme tan bien en reali­dad. A eso seguía un período en el que me obligaba a ser amable.
Todas las mañanas, cuando oía pasos en la escalera, esperaba que fuera mamá que venía a darme los buenos días, y yo la sa­ludaba con buenas maneras, ya que de verdad me alegraba de que me mirara con buenos ojos. Después, a raíz de algún co­mentario, me soltaba un bufido y yo me iba al colegio con los ánimos por el suelo. En el camino de vuelta a casa la perdo­naba, pensaba que tal vez tuviera problemas, llegaba a casa ale­gre, hablando hasta por los codos, hasta que se repetía lo ocu­rrido por la mañana y yo salía de casa con la cartera del colegio, apesadumbrada. A veces me proponía seguir enfadada, pero al volver del colegio tenía tantas cosas que contar, que se me olvi­daba lo que me había propuesto y mamá no tenía más remedio que prestar atención a los relatos de mis andanzas. Hasta que volvían los tiempos en que por la mañana no me ponía a escu­char los pasos en la escalera, me sentía sola y por las noches bañaba de lágrimas la almohada.
Aquí las cosas son aún peores; en fin, ya lo sabes. Pero ahora Dios me ha enviado una ayuda para soportarlas: Peter. Cojo mi colgante, lo palpo, le estampo un beso y pienso en que nada han de importarme las cosas, porque Petel está conmigo y sólo yo lo sé. Así podré hacer frente a cualquier bufido. ¿Sabrá al­guien en esta casa todo lo que le puede pasar por la mente a una adolescente?


Sábado, 15 de enero de 1944


Mi querida Kitty:
No tiene sentido que te describa una y otra vez con- todo de­talle nuestras peleas y disputas. Me parece suficiente contarte que hay muchas cosas que ya no compartimos, como la man­teca y la carne, y que comemos nuestras propias patatas fritas. Hace algún tiempo que comemos un poco de pan de centeno extra, porque a eso de las cuatro ya estábamos todos esperando ansiosamente que llegara la hora de la comida y casi no podía­mos controlar nuestros estómagos.
El cumpleaños de mamá se acerca a pasos agigantados. Kugler le ha regalado algo de azúcar adicional, lo que ha suscitado la envidia de los Van Daan, ya que para el cumpleaños de la se­ñora nos hemos saltado los regalos. Pero de qué serviría real-
mente aburrirte con palabras duras, llantos y conversaciones acres; basta con que sepas que P nosotros nos aburren aún más.
Mamá ha manifestado el deseo, por ahora irrealizable, de no te­ner que verle la cara a Van Daan durante quince días. Me pregunto si uno siempre acaba reñido con toda la gente con la que convive durante tanto tiempo. ¿O es que hemos tenido mala suerte? Cuándo Dussel, mientras estamos a la mesa, se sirve la cuarta parte de la salsa que hay en la salsera, dejándonos a todos los de­más sin salsa, así como así, a mí se me quita el apetito, y me levan­taría de la mesa para abalanzarme sobre él y echarlo de la habita­ción a empujones.
¿Acaso el género humano es tan tremendamente egoísta y avaro en su mayoría? Me parece muy bien haber adquirido aquí algo de mundología, pero me parece que ya basta. Peter dice lo mismo.
Sea como sea, a la guerra no le importan nuestras rencillas o nuestros deseos de aire y libertad, y por lo tanto tenemos que tra­tar de que nuestra estancia aquí sea lo más placentera posible.
Estoy sermoneando, pero es que creo que si sigo mucho más tiempo aquí encerrada, me convertiré en una vieja avinagrada. ¡Cuánto me gustaría poder -seguir comportándome como una chica de mi edad!

Tu Ana


Noche del miércoles, 19 de enero de 1944

Querida Kitty:
No sé de qué se trata, pero cada vez que me despierto después de haber soñado, me doy cuenta de que estoy cambiada. Entre pa­réntesis, anoche soñé nuevamente con Peter y volví a ver su mi­rada penetrante clavada en la mía, pero este sueño no era tan her­moso ni tan claro como los anteriores.
Tú sabes que yo siempre le he tenido envidia a Margot en lo que respecta a papá. Pues bien, de eso ya no queda ni rastro. Eso sí, me sigue doliendo cuando papá, cuando se pone nervioso, me trata mal y de manera poco razonable, pero igualmente pienso que no les puedo tomar nada a mal. Hablan mucho de lo que piensan los niños y los jóvenes, pero no entienden un rábano del asunto.
Mis deseos van más allá de los besos de papá o de sus caricias. ¡Qué terrible soy, siempre ocupándome de mí misma! Yo que as­piro a ser buena y bondadosa, ¿no debería perdonarlos en primer lugar? Pero si es que mamá la perdono... Sólo que casi no puedo contenerme cuando se pone tan sarcástica y se ríe de mí una y otra vez.
Ya lo sé, aún me falta mucho para ser como debería ser. ¿Acaso llegaré a serlo?
Ana Frank

P. D. Papá preguntó si te había contado lo de la tarta. Es que los de la oficina le han regalado a mamá para su cumpleaños una ver­dadera tarta como las de antes de la guerra, de moka. Era real­mente deliciosa. Pero de momento tengo tan poco sitio en la mente para este tipo de cosas...


Sábado, 22 de enero de 1944

Querida Kitty:
¿Serías capaz de decirme por qué todo el mundo esconde con tanto recelo lo que tiene dentro? ¿Por qué será que cuando estoy en compañía me comporto de manera tan distinta de como debe­ría hacerlo? ¿Por qué las personas se tienen tan poca confianza? Sí, ya sé, algún motivo habrá, pero a veces me parece muy feo que en ninguna parte, aun entre los seres más queridos, una encuentre tan poca confianza.
'Es como si desde aquella noche del sueño me sintiera mayor, como si fuera mucho más-una-persona por mí misma. Te sorpren­derá mucho que te diga que hasta los Van Daan han pasado a ocu­par un lugar distinto para mí. De repente, todas esas discusiones, disputas y demás, ya no las miro con la misma predisposición que antes. ¿Por qué será que estoy tan cambiada? Verás, de repente pensé que si mamá fuera distinta, una verdadera madre, nuestra relación también habría sido muy, pero muy distinta. Natural­mente, es cierto que la señora Van Daan no es una mujer dema­siado agradable, pero sin embargo pienso que si mamá no fuera una persona tan difícil de tratar cada vez que sale algún tema espi­noso, la mitad de las peleas podrían haberse evitado. Y es que la señora Van Daan tiene un lado bueno: con ella siempre se puede hablar. Pese a todo su egoísmo, su avaricia y su hipocresía, es fácil convencerla de que ceda, siempre que no se la irrite ni se le lleve la contraria. Esto no dura hasta la siguiente vez, pero si se es pa­ciente, se puede volver a intentar y ver hasta dónde se llega.
Todo lo relacionado con nuestra educación, con los mimos que recibimos de nuestros padres, con la comida: todo, absolutamente todo habría tomado otro cauce si se hubieran encarado las cosas de manera abierta y amistosa, en vez de ver siempre sólo el lado malo de las cosas.
Sé- perfectamente lo que dirás, Kitty: «Pero Ana, ¿son estas pa­labras realmente tuyas? ¡Tú que has tenido que tragarte tantos : reproches provenientes del piso de arriba, y que has sido testigo de tantas injusticias!»
En efecto, son palabras mías. Quiero volver a examinarlo todo a fondo, sin dejarme guiar por lo que opinen mis padres. Quiero analizar a los Van Daan por mí misma y ver qué hay de cierto y qué de exagerado. Si yo también acabo decepcionada, podré se­guirle los pasos a papá y mamá; de lo contrario, tendré que tratar de quitarles de la cabeza en primer lugar la idea equivocada que tienen, y si no resulta, mantendré de todos modos mi propia opi­nión y mi propio parecer. Aprovecharé cualquier ocasión para ha­blar abiertamente con la señora sobre muchos puntos controver­tidos, y a pesar de mi fama de sabihonda, no tendré miedo de decir mi opinión neutral. Tendré que callarme lo que vaya en contra de los míos, pero a partir de ahora, el cotilleo por mi parte pertenece al pasado, aunque eso no significa que en algún momento dejaré de defenderlos contra quien sea.
Hasta ahora estaba plenamente convencida de que toda la culpa de las peleas la tenían ellos, pero es cierto que gran parte de la culpa también la teníamos nosotros. Nosotros teníamos razón en lo que respecta a los temas, pero de las personas razonables (¡y creemos que lo somos!) se podía esperar un mejor criterio en cuanto a cómo tratar a los demás.
Espero haber adquirido una pizca de ese criterio y encontrar la oportunidad de ponerlo en práctica.
Tu Ana

Lunes, 24 de enero de 1944

Querida Kitty:
Me ha ocurrido una cosa -aunque en realidad no debería de hablar de «ocurrir»- que me parece muy curiosa.
Antes, en el colegio y en casa, se hablaba de los asuntos se­xuales de manera misteriosa o repulsiva. Las palabras que hacían referencia al sexo se decían en voz baja, y si alguien no estaba enterado de algún asunto, a menudo se reían de él. Esto siempre me ha parecido extraño, y muchas veces me he preguntado por qué estas cosas se comentan susurrando o de modo desagrada­ble. Pero como de todas formas no se podía cambiar nada, yo trataba de hablar lo menos posible al respecto o le pedía infor­mación a mis amigas.
Cuando ya estaba enterada de bastantes cosas, mamá una vez me dijo:
-Ana, te voy a dar un consejo. Nunca hables del tema con los chicos y no contestes cuando ellos te hablen de él.
Recuerdo perfectamente cuál fue mi respuesta:
-¡No, claro que no, faltaba más!
Y ahí quedó todo.
Al principio de nuestra estancia en el escondite, papá a me­nudo me contaba cosas que hubiera preferido oír de boca de mamá, y el resto lo supe por los libros o por las conversaciones que oía.
Peter Van Daan nunca fue tan fastidioso en cuanto a estos asuntos como mis compañeros de colegio; al principio quizás al­guna vez, pero nunca para hacerme hablar. La señora nos contó una vez que ella nunca había hablado con Peter sobre esas cosas, y según sabía, su marido tampoco. Al parecer no sabía de qué manera se había informado Peter, ni sobre qué.
Ayer, cuando Margot, Peter y yo estábamos pelando patatas, la conversación derivó sola hacia Mofe.
-Seguimos sin saber de qué sexo es Moffie, ¿no? -pregunté.
-Sí que lo sabemos -contestó Peter-. Es macho.
Me eché a reír.
-Si va a tener cría, ¿cómo puede ser macho?
Peter y Margot también se rieron. Hacía unos dos meses que Peter había comprobado que Moffie no tardaría en tener cría, porque se le estaba hinchando notablemente la panza. Pero la hinchazón resultó ser fruto del gran número de huesecillos que robaba, y las crías no siguieron creciendo, y nacer, menos to­davía.
Peter se vio obligado a defenderse de mis acusaciones:
-Tú misma podrás verlo si vienes conmigo. Una vez, cuando estaba jugando con él, vi muy bien que era macho.
No pude contener mi curiosidad y fui con él al almacén. Pero no era la hora de recibir visitas de Moffie, y no se le veía por nin­guna parte. Esperamos un rato, nos entró frío y volvimos a subir todas las escaleras.
Un poco más avanzada la tarde, oí que Peter bajaba por se­gunda vez las escaleras. Me envalentoné para recorrer sola el si­lencioso edificio y fui a parar al almacén. En la mesa de embalaje estaba Moffie jugando con Peter, que justo lo estaba poniendo en la balanza para controlar su peso.
-¿Hola! ¿Quieres verlo?
Sin mayores preparativos, levantó con destreza al animal, co­giéndolo por las patas y por la cabeza, y manteniéndolo boca arriba comenzó la lección:
-Éste es el genital masculino, éstos son unos pelitos sueltos y ése es el culito.
El gato volvió a darse la vuelta y se quedó apoyado en sus cua­tro patas blancas.
A cualquier otro chico que me hubiera indicado el «genital masculino», no le habría vuelto a dirigir la palabra. Pero Peter si­guió hablando como si nada sobre este tema siempre tan deli­cado, sin ninguna mala intención, y al final me tranquilizó, en el sentido de que a mí también me terminó pareciendo un tema normal. Jugamos con Moffie, nos divertimos, charlamos y final­mente nos encaminamos hacia la puerta del amplio almacén.
-¿Tú viste cómo castraron a Mouschi?
-Sí. Fue muy rápido. Claro que primero lo anestesiaron.
- ¿Le quitaron algo?
-No, el veterinario sólo corta el conducto deferente. Por fuera no se ve nada.
Me armé de valor, porque finalmente la conversación no me resultaba tan «normal».
-Peter, lo que llamamos «genitales», también tiene un nom­bre más específico para el macho y para la hembra.
-Sí, ya lo sé.
-El de las hembras se llama vagina, según tengo entendido, y el de los machos ya no me acuerdo.
-Sí.
-En fin -añadí-. Cómo puede uno saber todos estos nom­bres. Por lo general uno los descubre por casualidad.
-No hace falta. Se lo preguntaré a mis padres. Ellos saben más que yo y tienen más experiencia.
Ya habíamos llegado a la escalera y me callé.
Te aseguro que con una chica jamás hubiera hablado del tema de un modo tan normal. Estoy segura de que mamá nunca se refe­ría a esto cuando me prevenía de los chicos.
Pese a todo, anduve todo el día un tanto desorientada; cada vez que recordaba nuestra conversación, me parecía algo curiosa. Pero hay un aspecto en el que al menos he aprendido algo: tam­bién hay jóvenes, y nada menos que del otro sexo, que son capa­ces de conversar de forma natural y sin hacer bromas pesadas res­pecto al tema.
¿Le preguntará Peter realmente muchas cosas a sus padres? ¿Será en verdad tal como se mostró ayer?
En fin, ¡yo qué sé!
Tu Ana


Viernes, 28 de enero de 1944


Querida Kitty:
Últimamente he desarrollado una fuerte afición por los árboles genealógicos y las genealogías de las casas reales y he llegado a la conclusión de que, una vez comenzada la investigación, hay que hurgar cada vez más en el pasado y así descubrir las cosas más in­teresantes.
Aunque pongo muchísimo esmero en el estudio de mis asigna­turas del colegio y ya puedo seguir bastante bien las audiciones de la radio inglesa, todavía me paso muchos domingos seleccionando y ordenando mi gran colección de estrellas de cine, que ya está ad­quiriendo proporciones más que respetables. El señor Kugler me da una gran alegría todos los lunes, cuando me trae la revista Ci­nema & Theater. Aunque los menos mundanos de entre mis con­vecinos opinan que estos obsequios son un despilfarro y que con ellos se me malcría, se quedan cada vez más sorprendidos por la exactitud con que, después de un año, recuerdo todos y cada uno de los nombres de las figuras que actúan en una determinada pelí­cula. Los sábados, Bep, que a menudo pasa sus días libres en el cine en compañía de su novio, me dice el título de la película que piensa ir a ver, y yo le nombro de un tirón tanto la lista completa de los actores principales, como las críticas publicadas. No hace mucho, mamá dijo que más tarde no necesitaré -ir al cine, ya que ya j me sé de memoria los argumentos, los actores y las críticas.
Cuando un día aparezco con un nuevo peinado, todos me mi­ran con cara de desaprobación, y puedo estar segura de que al­guien me preguntará qué estrella de cine se luce con semejante «coiffure». Si contesto que se trata de una creación personal, sólo me creen a medias. En cuanto al peinado, sólo se mantiene du­rante media hora, porque después me canso tanto de oír los jui- cios de rechazo, que corro al cuarto de baño a restaurar mi pei­nado de rizos habitual.
Tu Ana


Viernes, 28 de enero de 1944


Querida Kitty:
Esta mañana me preguntaba si no te sientes como una vaca que tiene que estar rumiando cada vez las mismas viejas noticias y que, harta de tan poca variedad de alimento, al final se pone a bostezar y desea en silencio que Ana le presente algo nuevo.
Sé lo aburrida que debes estar de mis repeticiones, pero imagí­nate lo harta que estoy yo de tantas viejas historias que vuelven una y otra vez. Si el tema de conversación durante la comida no llega a ser la política o algún delicioso banquete, mamá o la señora no tar­dan en sacar a relucir sus eternas historias de cuando eran jóvenes, o Dussel se pone a disertar sobre el amplio vestuario de su mujer, o sobre hermosos caballos de carrera, botes de remo que hacen agua, niños que saben nadar a los cuatro años, dolores musculares o pa­cientes miedicas. Cuando alguno de los ocho abre la boca para con­tar algo, los otros siete ya saben cómo seguir contando la historia. Sabemos cómo terminan todos los chistes, y el único que se ríe de ellos es quien los cuenta. Los comentarios de las antiguas amas de casa sobre los distintos lecheros, tenderos y carniceros ya nos pa­recen del año de la pera; en la-mesa han sido alabados o criticados millones de veces. Es imposible que una cosa conserve su frescura o lozanía cuando se convierte en tema de conversación de la Casa de, atrás.
Todo esto sería soportable, de no ser que los adultos tienen la manía de repetir diez veces las historias contadas por Kleiman, Jan y Miep, adornándolas cada vez con sus propias fantasías, de modo que a menudo debo darme un pellizco a mí misma bajo la mesa, para reprimirme y no indicarle al entusiasmado narrador el buen camino. Los niños pequeños, como por ejemplo Ana, bajo ningún concepto están autorizados a corregir a los mayores, sin importar las meteduras de pata o la medida en que estén faltando a la verdad o añadiendo cosas inventadas por ellos mismos.
Un tema al que a menudo hacen honor Kleiman y Jan es el de la clandestinidad. Saben muy bien que todo lo relativo a otra gente escondida o refugiada nos interesa sobremanera, y que nos solida­rizamos sinceramente con los escondidos cuando son encontra­dos y deportados por los alemanes, de la misma manera que cele­bramos la liberación de los que han estado detenidos.
,Hablar de ocultos y escondidos se ha convertido en algo tan co­mún como lo era antes poner las zapatillas de papá delante de la .estufa. En Holanda hay muchas organizaciones clandestinas, tales como «Holanda libre», que falsifican documentos de identidad, dan dinero a personas escondidas, preparan lugares para usar como escondite o dan trabajo a los jóvenes cristianos, y es admira­ble la labor noble y abnegada que realizan estas personas que, a riesgo de sus propias vidas, ayudan y salvan a otros.
El mejor ejemplo de ello creo que son nuestros propios protec­tores, que nos han ayudado hasta ahora a sobrellevar nuestra si­tuación y, según espero, nos conducirán a buen puerto; de lo con­trario, correrán la misma suerte que todos los perseguidos. Jamás les hemos oído hacer alusión a la molestia que seguramente les ocasionamos. Ninguno de ellos se ha quejado jamás de la carga que representamos. Todos suben diariamente a visitarnos y ha­blan de negocios y política con los hombres, de comida y de los pesares de la guerra con las mujeres, y de libros y periódicos con los niños. En lo posible ponen buena cara, nos traen flores y rega­los en los días de fiesta o cuando celebramos algún cumpleaños, y están siempre a nuestra disposición. Esto es algo que nunca debemos olvidar: mientras otros muestran su heroísmo en la guerra o frente a los alemanes, nuestros protectores lo hacen con su buen ánimo y el cariño que nos demuestran.


Circulan los rumores más disparatados, y sin embargo se refieren a hechos reales. Así, por ejemplo, el otro día Kleiman nos informó que en la provincia de Güeldres se ha jugado un partido de fútbol entre un equipo formado exclusivamente por escondidos y otro por once policías nacionales. El ayuntamiento de Hilversum va a entregar a la población nuevas tarjetas de identificación para el ra­cionamiento de alimentos. Para que al gran número de escondidos también les toque su parte (las cartillas con los cupones sólo po­drán adquirirse mostrando la tarjeta de identificación o al precio de 60 florines cada una), las autoridades han citado a la misma hora a todos los escondidos de los alrededores, para que puedan retirar sus tarjetas en una mesa aparte.
Hay que andarse con muchísimo cuidado para que los alema­nes no se enteren de semejantes osadías.

Tu Ana






Domingo, 30 de enero de. 1944


Mi querida Kit:
Otra vez estamos en domingo. Reconozco que ya no me pa­rece un día tan horrible como antes, pero me sigue pareciendo bastante aburrido.
Todavía no he ido al almacén; quizá aún pueda ir más tarde. Anoche bajé yo, sola en plena oscuridad después de haber estado allí con papá hace algunas noches. Estaba en el umbral de la es­calera, con un montón de aviones alemanes sobrevolando la casa; sabía que era una persona por mí misma, y que no debía contar con la ayuda de los demás. Mi miedo desapareció, levanté la vista al cielo y confié en Dios.
Tengo una terrible necesidad de estar sola. Papá se da cuenta de que no soy la de siempre, pero no puedo contarle nada. «¡Dejadme tranquila, dejadme sola!»: eso es lo que quisiera gritar todo el tiempo.
Quién sabe si algún día no me dejarán más sola de lo que yo
quiero...
Tu Ana


Jueves, .3 de febrero de 1944

Querida Kitty:
En todo el país aumenta día a día el clima de invasión, y si estuvieras aquí, seguro que por un lado te impresionarían los preparativos igual que a mí, pero por el otro te reirías de noso­tros por hacer tanto aspaviento, quién sabe si para nada.
Los diarios no hacen más que escribir sobre la invasión y vuelven loca a la gente, publicando: «Si los ingleses llegan a de­sembarcar en Holanda, las autoridades alemanas deberán hacer todo lo posible para defender el país, llegando al extremo de inundarlo si fuera necesario.» Junto a esta noticia aparecen ma­pas en los que vienen indicadas las zonas inundables de Ho­landa. Como entre ellas figura gran parte de Amsterdam, lo primero que nos preguntamos fue qué hacer si las calles de la ciudad se llenan con un metro de agua. Las respuestas a esta di­fícil pregunta fueron de lo más variadas:
-Como será imposible ir andando o montar en bicicleta, tendremos que ir vadeando por el agua estancada.
-Que no, que hay que tratar de nadar. Nos ponemos todos un gorro de baño y un bañador, y nadamos en lo posible bajo el agua, para que nadie se dé cuenta de que somos judíos.
-iPamplinas! Ya quisiera yo ver nadando a las mujeres, con las ratas mordiéndoles los pies. (Esto, naturalmente, lo dijo un hombre. ¡Ya veremos quién grita más cuando lo muerdan!)
-Ya no podremos abandonar la casa. El almacén se tambalea tanto que con una inundación así, sin duda se desplomará.
-Bueno, bueno, basta ya de bromas. Tendremos que hacer­nos con un barquito.
-¿Para qué? Tengo una idea mucho mejor. Cada uno coge del desván de delante una caja de las de lactosa y un cucharón para remar.
-Pues yo iré en zancos. En mis años mozos era un campeón.

-A Jan Gies no le hacen falta. Se sube a su mujer al hombro, y así Miep tendrá zancos propios.
Supongo que te habrás hecho una idea, ¿verdad Kit? Toda esta conversación es muy divertida, pero la realidad será muy distinta. Y no podía faltar la segunda pregunta con respecto a la invasión: ¿Qué hacer si los alemanes deciden evacuar Amsterdam?
-Irnos con ellos, disfrazándonos lo mejor que podamos.
-iDe ninguna manera podremos salir a la calle! Lo único que nos queda es quedarnos aquí. Los alemanes son capaces de lle­varse a toda la población a Alemania, y una vez allí, dejar que se mueran.
-Claro, por supuesto, nos quedaremos aquí. Esto es lo más se­guro. Trataremos de convencer a Kleiman para que se instale aquí con su familia. Conseguiremos una bolsa de virutas de madera y así podremos dormir en el suelo. Que Miep y Kleiman vayan trayendo mantas. Encargaremos más cereal, aparte de los 30 kilos que tenemos. Que Jan trate de conseguir más legumbres; nos quedan unos 30 kilos de judías y y kilos de guisantes. Sin contar las So latas de verdura.
-Mamá, ¿podrías contar los demás alimentos que aún nos quedan?
-10 latas de pescado, 40 de leche, 10 kilos de leche en polvo, 3 botellas de aceite, 4 tarros (de los de conserva) con mantequilla, 4 tarros de carne, 2 damajuanas de fresas, 2 de frambuesas y grose­llas, 20 de tomates, 5 kilos de avena en copos y 4 kilos de arroz. Eso es todo.
Las existencias parecen suficientes, pero si tienes en cuenta que con ellas también tenemos que alimentar a las visitas y que cada semana consumimos parte dé ellas, no son tan enormes como pa­recen. Carbón y leña quedar, bastante, y velas también.
-Cosámonos todos unos bolsillos en la ropa, para que poda­mos llevarnos el dinero en caso de necesidad.
-Haremos listas de lo que haya que llevar primero si debemos huir, y por lo pronto... ¡a llenar las mochilas!
-Cuando llegue el momento pondremos dos vigías para que hagan guardia, uno en la buhardilla de delante y otro en la de atrás.
-¿Y qué hacemos con tantos alimentos, si luego no nos dan agua, gas ni electricidad?
-En ese caso tendemos que usar la estufa para guisar. Habrá
que filtrar y hervir el agua. Limpiaremos unas damajuanas grandes para conservar agua en ellas. Además, nos quedan tres peroles para hacer conservas y una pileta para usar como depósito de agua.
-También tenemos unas diez arrobas de patatas de invierno en el cuarto de las especias.
Éstos son los comentarios que oigo todos los días, que si habrá invasión, que si no habrá invasión. Discusiones sobre pasar ham­bre, morir, bombas, mangueras de incendio, sacos de dormir, car­nets de judíos, gases tóxicos, etcétera, etcétera. Nada de esto re­sulta demasiado alentador.
Un buen ejemplo de las claras advertencias de los señores de la casa es la siguiente conversación con Jan:
Casa de atrás: Tenemos miedo de que los alemanes, cuando em­prendan la retirada, se lleven consigo a toda la población.
Jan: Imposible. No tienen suficientes trenes a su disposición.
Casa de atrás: ¿Trenes? ¿Se piensa usted que van a meter a los civiles en un coche? ¡De ninguna manera! El coche de San Fer­nando es lo único que les quedará. (El «pedes apostolorum», como suele decir Dussel.)
Jan: Yo no me creo nada de eso. Lo ve usted todo demasiado negro. ¿Qué interés podrían tener los alemanes en llevarse a todos los civiles?
Casa de atrás: ¿Acaso no sabe lo que ha dicho Goebbels? «Si te­nemos que dimitir, a nuestras espaldas cerraremos las puertas de todos los territorios ocupados.»
Jan: Se han dicho tantas cosas...
Casa de atrás: ¿Se piensa usted que los alemanes son demasiado nobles o humanitarios como para hacer una cosa así? Lo que pien­san los alemanes es: «Si hemos de sucumbir, sucumbirán todos los que estén al alcance de nuestro poder.»
Jan: Usted dirá lo que quiera, yo eso no me lo creo.
Casa de atrás: Siempre la misma historia. Nadie quiere ver el peligro hasta que no lo siente en su propio pellejo.
Jan: No sabe usted nada a ciencia cierta. Todo son meras supo­siciones.
Casa de atrás: Pero si ya lo hemos vivido todo en nuestra propia carne, primero en Alemania y ahora aquí. ¿Y entonces en Rusia qué está pasando?
Jan: Si dejamos fuera de consideración a los judíos, no creo que nadie sepa lo que está pasando en Rusia. Al igual que los alemanes, tanto los ingleses como los rusos exagerarán por hacer pura propaganda.
Casa de atrás: Nada de eso. La radio inglesa siempre ha dicho la verdad. Y suponiendo que las noticias sean exageradas en un diez por ciento, los hechos siguen siendo horribles, porque no me va usted a negar que es un hecho que en Polonia y en Rusia están asesinando a millones de personas pacíficas o enviándolas a la cá­mara de gas, sin más ni más.
El resto de nuestras conversaciones me las reservaré. Me man­tengo serena y no hago caso de estas cuestiones. He llegado al punto en que ya me da lo mismo morir que seguir viviendo. La i Tierra seguirá dando vueltas aunque yo no esté, y de cualquier forma no puedo oponer ninguna resistencia a los acontecimien­tos. Que sea lo que haya de ser, y por lo demás seguiré estudiando y esperando que todo acabe bien.

Tu Ana


Martes, 8 de febrero de x944


Querida Kitty:
No sabría decirte cómo me siento. Hay momentos en que an­helo la tranquilidad, y otros en que quisiera algo de alegría. Nos hemos desacostumbrado a reírnos, quiero decir a reírnos de ver­dad. Lo que sí me dio esta mañana fue la risa tonta, ya sabes, como la que a veces te da en el colegio. Margot y yo nos estuvimos riendo como dos verdaderas bobas.
Anoche nos volvió a pasar algo con mamá. Margot se había enro­llado en su manta de lana, y de repente se levantó de la cama de un salto y se puso a mirar la manta minuciosamente; ¡en la manta había un alfiler! La había remendado mamá. Papá meneó la cabeza de ma­nera elocuente y dijo algo sobre lo descuidada que era. Al poco tiempo volvió mamá del cuarto de baño y yo le dije medio en broma:
-¡Mira que eres una madre desnaturalizada!
Naturalmente, me preguntó por qué y le contamos lo del alfi­ler. Puso una cara de lo más altiva y me dijo:
-¡Mira quién habla de descuidada! ¡Cuando coses tú, dejas en el suelo un reguero de alfileres! ¡O dejas el estuche de la manicura tirado por ahí, como ahora!
Le dije que yo no había usado el estuche de la manicura, y en­tonces intervino Margot, que era la culpable.
Mamá siguió hablándome de descuidos y desórdenes, hasta que me harté y le dije, de manera bastante brusca:
-¡Si ni siquiera he sido yo la que ha dicho que eras descuidada! ¡Siempre me echáis la culpa a mí de lo que hacen los demás!
Mamá no dijo nada, y menos de un minuto después me vi obli­gada a darle el beso de las buenas noches. El hecho quizá no tenga importancia, pero a mí todo me irrita.
Ana Mary Frank[1].

Sábado, 12 de febrero de 1944


Querida Kitty:
Hace sol, el cielo está de un azul profundo, hace una brisa her­mosa y yo tengo unos enormes deseos de... ¡de todo! Deseos de hablar, de ser libre, de ver a mis amigos, de estar sola. Tengo tan­tos deseos de... ¡de llorar! Siento en mí una sensación como si fuera a estallar, y sé que llorar me aliviaría. Pero no puedo. Estoy intranquila, voy de una habitación a la otra, respiro por la rendija de una ventana cerrada, siento que mi corazón palpita como si me dijera: «¡Cuándo cumplirás mis deseos!»
Creo que siento en mí la primavera, siento el despertar de la primavera, lo siento en el cuerpo y en el alma. Tengo que conte­nerme para comportarme de manera normal, estoy totalmente confusa, no sé qué leer, qué escribir, qué hacer, sólo sé que ardo en deseos...
Tu Ana


Lunes, 14 de febrero de 1944


Querida Kitty:
Mucho ha cambiado para mí desde el sábado. Lo que pasa es que sentía en mí un gran deseo (y lo sigo sintiendo), pero... en parte, en una pequeñísima parte, he encontrado un remedio.
El domingo por la mañana me di cuenta (y confieso que para mi gran alegría) de que Peter me miraba de una manera un tanto pe­culiar, muy distinta de la habitual, no sé, no puedo explicártelo, pero de repente me dio la sensación de que no estaba tan enamo­rado de Margot como yo pensaba. Durante todo el día me esforcé en no mirarlo mucho, porque si lo hacía él también me miraba siempre, y entonces... bueno, entonces eso me producía una sen­sación muy agradable dentro de mí, que era preferible no sentir demasiado a menudo.
Por la noche estaban todos sentados alrededor de la radio, me­nos Pim y yo, escuchando «Música inmortal de compositores ale­manes». Dussel no dejaba de tocar los botones del aparato, lo que exasperaba a Peter y también a los demás. Después de media hora de nervios contenidos, Peter, un tanto irritado, le rogó a Dussel que dejara en paz los botones. Dussel le contestó de lo más airado:
-Yo hago lo que me place.
Peter se enfadó, se insolentó, el señor Van Daan le dio la razón y Dussel tuvo que ceder. Eso fue todo.
El asunto en sí no tuvo demasiada trascendencia, pero parece que Peter se lo tomó muy a pecho; lo cierto es que esta mañana, cuando estaba yo en el desván, buscando algo en el baúl de los li­bros, se me acercó y me empezó a contar toda la historia. Yo no sabía nada; Peter se dio cuenta de que había encontrado a una in­terlocutora interesada y atenta, y pareció animarse.
-Bueno, ya sabes -me dijo-, yo nunca digo gran cosa, porque sé de antemano que se me va a trabar la lengua. Tartamudeo, me pongo colorado y lo que quiero decir me sale al revés, hasta que en un momento dado tengo que callarme porque ya no encuentro las palabras. Ayer me pasó igual; quería decir algo completamente distinto, pero cuando me puse a hablar, me hice un lío y la verdad es que es algo horrible. Antes tenía una mala costumbre, que aun ahora me gustaría seguir poniendo en práctica: cuando me enfa­daba con alguien, prefería darle unos buenos tortazos antes que ponerme a discutir con él. Ya sé que este método no lleva a nin­guna parte, y por eso te admiro. Tú al menos no te lías al hablar, le dices a la gente lo que le tienes que decir y no eres nada tímida.
-Te equivocas de medio a medio -le contesté-. En la mayoría de los casos digo las cosas de un modo muy distinto del que me había propuesto, y entonces digo demasiadas cosas y hablo dema­siado tiempo, y eso es un mal no menos terrible.
-Es posible, pero sin embargo tienes la gran ventaja de que a ti nunca se te nota que eres tímida. No cambias de color ni te inmutas.
Esta última frase me hizo reír para mis adentros, pero quería que siguiera hablando sobre sí mismo con tranquilidad; no hice notar la gracia que me causaba, me senté en el suelo sobre un co­jín, abrazando mis rodillas levantadas, y miré a Peter con atención.
Estoy muy contenta de que en casa todavía haya alguien al que le den los mismos ataques de furia que a mí. Se notaba que a Peter le hacía bien poder criticar a Dussel duramente, sin temor a que me chivara. Y a mí también me hacía sentirme muy bien, porque notaba una fuerte sensación de solidaridad, algo que antes sólo había tenido con mis amigas.
Tu Ana


Martes, 15f de febrero de 1944


El nimio asunto con Dussel trajo cola, y todo por culpa suya. El lu­nes por la mañana, Dussel se acercó a mamá con aire triunfal y le contó que, esa misma mañana, Peter le había preguntado si había dormido bien esa noche, y había agregado que lamentaba lo ocurrido el domingo por la noche y que lo del exabrupto no había ido tan en se­rio. Entonces Dussel había tranquilizado a Peter, asegurándole que él tampoco se lo había tomado tan a mal. Todo parecía acabar ahí. Mamá me vino a mí con el cuento y yo, en secreto, me quedé muy sorprendida de que Peter, que estaba tan enfadado con Dussel, se hubiera rebajado de esa manera a pesar de todas sus afirmaciones.
No pude dejar de tantear a Peter al respecto, y por él me enteré en seguida de que Dussel había mentido. ¡Tendrías que haber visto la cara de Peter, era digna de fotografiar! En su cara se alter­naban claramente la indignación por la mentira, la rabia, las veces que me había consultado sobre lo que debía hacer, la intranquili­dad y muchas cosas más.
Por la noche, el señor Van Daan y Peter echaron una repri­menda a Dussel, pero no debe haber sido tan terrible, porque hoy Peter se sometió a tratamiento «dentístico».
En realidad, hubieran preferido no dirigirse la palabra.
Tu Ana


Miércoles, 16 de febrero de 1944


Peter y yo no nos hablamos en todo el día, salvo algunas pala­bras sin importancia. Hacía demasiado frío para subir al desván, y además era el cumpleaños de Margot. A las doce y media bajó a mirar los regalos y se quedó charlando mucho más tiempo de lo estrictamente necesario, lo que en otras circunstancias nunca hu­biera hecho. Pero por la tarde llegó la oportunidad. Como yo que­ría agasajarla, aunque sólo fuera una vez al año, fui a buscar el café y luego las patatas. Tuve que entrar en la habitación de Peter, él en seguida quitó sus papeles de la escalera y yo le pregunté si debía cerrar la trampilla.
-Sí, ciérrala -me dijo-. Cuando vuelvas, da unos golpecitos para que te abra.
Le di las gracias, subí al desván y estuve como diez minutos es­cogiendo las patatas más pequeñas del tonel. Entonces me em­pezó a doler la espalda y me entró frío. Por supuesto que no llamé, sino que abrí yo misma la trampilla, pero Peter se acercó muy servicial, me tendió la mano y me cogió la olla.
-He buscado un buen rato, pero no las he encontrado más pe­queñas que éstas.
-¿Has mirado en el tonel?
-Sí, lo he revuelto todo de arriba abajo.
Entretanto, yo ya había llegado al pie de la escalera y él estaba examinando detenidamente el contenido de la olla que aún tenía en sus manos.
-¡Pero si están muy bien! -dijo.
Y cuando cogí nuevamente la olla, añadió: -¡Enhorabuena!
Al decirlo, me miró de una manera tan cálida y tierna, que tam­bién a mí me dio una sensación muy cálida y tierna por dentro. Se notaba que me quería hacer un cumplido, y como no era capaz de hacer grandes alabanzas, lo hizo con la mirada. Lo entendí muy bien y le estuve muy agradecida. ¡Aún ahora me pongo contenta cuando me acuerdo de esas palabras y de esa mirada!
Cuando llegué abajo, mamá dijo que había que subir a buscar más patatas, esta vez para la cena. Me ofrecí gustosamente a subir
otra vez al desván. Cuando entré en la habitación de Peter, le pedí disculpas por tener que volver a molestarle. Se levantó, se puso entre la escalera y la pared, me cogió del brazo cuando yo ya es­taba subiendo la escalera, e insistió en que no siguiera.
-Iré yo, tengo que subir de todos modos -dijo.
Pero le respondí que de veras no hacía falta y que esta vez no tenía que buscar patatas pequeñas. Se convenció y me soltó el brazo. En el camino de regreso, me abrió la trampilla y me volvió a coger la olla. Junto a la puerta le pregunté:
-¿Qué estás haciendo?
-Estudiando francés -fue su respuesta.
Le pregunté si podía echar un vistazo a lo que estaba estu­diando, me lavé las manos y me senté frente a él en el diván.
Después de explicarle una cosa de francés, pronto nos pusimos a charlar. Me contó que más adelante le gustaría irse a las Indias neerlandesas a vivir en las plantaciones. Me habló de su vida en casa de sus padres, del mercado negro y de que se sentía un inútil. Le dije que me parecía que tenía un complejo de inferioridad bas­tante grande. Me habló de la guerra, de que los ingleses y los rusos seguro que volverían a entrar en guerra, y me habló de los judíos. Dijo que todo le habría resultado mucho más fácil de haber sido cristiano, y de poder serlo una vez terminada la guerra. Le pre­gunté si quería que lo bautizaran, pero tampoco ése era el caso. De todos modos, no podía sentir como un cristiano, dijo, pero después de la guerra nadie sabría si él era cristiano o judío. Sentí como si me clavaran un puñal en el corazón. Lamento tanto que conserve dentro de sí un resto de insinceridad...
Otra cosa que dijo:
-Los judíos siempre han sido el pueblo elegido y nunca dejarán de serlo.
Le respondí:
-¡Espero que alguna vez lo sean para bien!
Pero por lo demás estuvimos conversando muy amenamente sobre papá y sobre tener mundología y sobre un montón de cosas, ya no recuerdo bien cuáles.
No me fui hasta las cinco y cuarto, cuando llegó Bep.
Por la noche todavía me dijo una cosa que me gustó. Estábamos comentando algo sobre una estrella de cine que yo le había rega­lado y que lleva como año y medio colgada en su habitación. Dijo que le gustaba mucho, y le ofrecí darle otras estrellas.
-No -me contestó-. Prefiero dejarlo así. Estas que tengo aquí, las miro todos los días y nos hemos hecho amigos.
Ahora también entiendo mucho mejor por qué Peter siempre abraza tan fuerte a Mouschi. Es que también él tiene necesidad de cariño y de ternura. Hay otra cosa que mencionó y que he olvi­dado contarte. Dijo que no sabía lo que era el miedo, pero que sí le tenía miedo a sus propios defectos, aunque ya lo estaba supe­rando.
Ese sentimiento de inferioridad que tiene Peter es una cosa te­rrible. Así, por ejemplo, siempre se cree que él no sabe nada y que nosotras somos las más listas. Cuando le ayudo en francés, me da las gracias mil veces. Algún día tendré que decirle que se deje de tonterías, que él sabe mucho más inglés y geografía, por ejemplo.

Ana Frank


Jueves, 17 de febrero de 1944

Querida Kitty:
Esta mañana fui arriba. Le había prometido a la señora pasar a leerle algunos de mis cuentos. Empecé por «El sueño de Eva», que le gustó mucho, y después les leí algunas cosas del diario, que les hizo partirse de risa. Peter también escuchó una parte -me re­fiero a que sólo escuchó lo último- y me preguntó si no me po­día pasar otra vez por su habitación a leerle otro poco. Pensé que podría aprovechar esta oportunidad, fui a buscar mis apuntes y le dejé leer la parte en la que Cady y Hans hablan de Dios. No sabría decirte qué impresión le causó; dijo algo que ya no recuerdo, no si estaba bien o no, sino algo sobre la idea en sí misma. Le dije que solamente quería demostrarle que no sólo escribía cosas diverti­das. Asintió con la cabeza y salí de la habitación. ¡Veremos si me hace algún otro comentario!

Tu Ana Frank


Viernes, 18 de febrero de 1944

Mi querida Kitty:
En cualquier momento en que subo arriba, es siempre con in­tención de verlo a «él». Mi vida aquí realmente ha mejorado mu­cho, porque ha vuelto a tener sentido y tengo algo de qué ale­grarme.
El objeto de mi amistad al menos está siempre en casa y, salvo Margot, no hay rivales que temer. No te creas que estoy enamo­rada, nada de eso, pero todo el tiempo tengo la sensación de que en­tre Peter y yo algún día nacerá algo hermoso, algo llamado amistad y que dé confianza. Todas las veces que puedo, paso por su habita­ción y ya no es como antes, que él no sabía muy bien qué hacer con­migo. Al contrario, sigue hablándome cuando ya estoy saliendo. Mamá no ve con buenos ojos que suba a ver a Peter. Siempre me dice que lo molesto y que tengo que dejarlo tranquilo. ¿Acaso se cree que no tengo intuición? Siempre que entro en la pequeña habi­tación de Peter, mamá me mira con cara rara. Cuando bajo del piso de arriba, me pregunta dónde he estado. ¡No me gusta nada decirlo, pero poco a poco estoy empezando a odiarla!

Tu Ana M. Frank


Sábado, 19 de febrero de 1944


Querida Kitty:
Estamos otra vez en sábado y eso en sí mismo ya dice bastante. La mañana fue tranquila. Estuve casi una hora arriba, pero a «él» no le hablé más que de pasada.
A las dos y media, cuando estaban todos arriba, bien para leer, bien para dormir, cogí una manta y bajé a instalarme frente al es­critorio para leer o escribir un rato. Al poco tiempo no pude más: dejé caer la cabeza sobre un brazo y me puse a sollozar como una loca. Me corrían las lágrimas y me sentí profundamente desdi­chada. ¡Ay, si sólo hubiera venido a consolarme «él»!
Ya eran las cuatro cuando volví arriba. A las cinco fui a buscar patatas, con nuevas esperanzas de encontrarme con él, pero cuando todavía estaba en el cuarto de baño arreglándome el pelo, oí que bajaba a ver a Moffie.
Quise ir a ayudar a la señora y me instalé arriba con libro y todo, pero de repente sentí que me venían las lágrimas y corrí abajo al retrete, cogiendo al pasar el espejo de mano. Ahí estaba yo sentada en el retrete, toda vestida, cuando ya había terminado hacía rato, profundamente apenada y con mis lagrimones hacién­dome manchas oscuras en el rojo del delantal.
Lo que pensé fue más o menos que así nunca llegaría al corazón     1 de Peter. Que quizá yo no le gustaba para nada y que quizás él lo que menos estaba necesitando era confianza. Quizá nunca piense en mí más que de manera superficial. Tendré que seguir adelante sola, sin Peter y sin su confianza. Y quién sabe, dentro de poco también sin fe, sin consuelo y sin esperanzas. ¡Ojalá pudiera apoyar mi cabeza en su hombro y no sentirme tan desesperada­mente sola y abandonada! Quién sabe si no le importo en lo más mínimo, y si mira a todos con la misma mirada tierna. Quizá sea pura imaginación mía pensar que esa mirada va dirigida sólo a mí.
¡Ay, Peter, ojalá pudieras verme u oírme! Aunque yo tampoco podría oír la quizá tan desconsoladora verdad.
Más tarde volví a confiar y me sentí otra vez más esperanzada, aunque las lágrimas seguían fluyendo dentro de mí.

Tu Ana M. Frank


Domingo, 20 de febrero de 1944.

Querida Kitty:
Lo que otra gente hace durante la semana, en la Casa de atrás se hace los domingos. Cuando los demás se ponen sus mejores ropas y salen a pasear al sol, nosotros estamos aquí fregando, barriendo y haciendo la colada.
Las ocho de la mañana: Sin importarle los que aún quieren dor­mir, Dussel se levanta. Va al cuarto de baño, luego baja un piso, vuelve a subir y a ello sigue un encierro en el cuarto de baño para una sesión de aseo personal de una hora de duración.
Las nueve y media: Se encienden las estufas, se quitan los pane­les de oscurecimiento y Van Daan va al cuarto de baño. Uno de los suplicios de los domingos por la mañana es que desde la cama justo me toca mirarle la espalda a Dussel mientras reza. A todos les asombrará que diga que Dussel rezando es un espectáculo ho­rrible. No es que se ponga a llorar o a hacerse el sentimental, nada de eso, pero tiene la costumbre de balancearse sobre los talones y las puntas de los pies durante nada menos que un cuarto de hora. De los talones a las puntas y de las puntas a los talones, sin parar, y si no cierro los ojos, por poco me entra mareo.
Las diez y cuarto: Se oye silbar a Van Daan: el cuarto de baño está libre. En nuestra familia, las primeras caras somnolientas se yerguen de las almohadas. Luego todo adquiere un ritmo acele­rado. Margot y yo nos turnamos para ayudar abajo en la colada. Como allí hace bastante frío, no vienen nada mal los pantalones largos y un pañuelo para la cabeza. Entretanto, papá usa el cuarto de baño. A las once va Margot (o yo), y después está todo el mundo limpito.
Las once y media: Desayuno. Mejor no extenderme sobre el particular, porque la comida ya es tema de conversación continua, sin necesidad de que ponga yo mi granito de arena.
Las doce y cuarto: Todo el mundo se dispersa. Papá, con su mono puesto, se hinca de rodillas en el suelo y se pone a cepillar la alfombra con tanta fuerza que la habitación se transforma en una gran nube de polvo. El señor Dussel hace las camas (mal, por su­puesto), silbando siempre el mismo concierto para violín de Bee­thoven. En el desván se oyen los pasos de mamá, que cuelga la ropa. El señor Van Daan se pone el sombrero y desaparece hacia las regiones inferiores, por lo general seguido por Peter y Mous­chi; la señora se pone un largo delantal, una chaqueta negra de punto y unos chanclos, se ata una gruesa bufanda de lana roja a la cabeza, coge un fardo de ropa sucia bajo el brazo y, tras hacer una inclinación muy estudiada de lavandera con la cabeza, se. va a hacer la colada. Margot y yo fregamos los platos y ordenamos un poco la habitación.


Miércoles, 23 de febrero de 1944


Mi querida Kitty:
Desde ayer hace un tiempo maravilloso fuera y me siento como nueva. Mis escritos, que son lo más preciado que poseo, van viento en popa. Casi todas las mañanas subo al desván para purifi­car el aire viciado de la habitación que llevo en los pulmones. Cuando subí al desván esta mañana, estaba Peter allí, ordenando cosas. Acabó rápido y vino adonde yo estaba, sentada en el suelo, en mi rincón favorito. Los dos miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las ga­viotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata, y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar. Peter estaba de pie, con la cabeza apoyada contra un grueso travesaño, y yo seguía sentada. Respira­mos el aire, miramos hacia fuera y sentimos que era algo que no había que interrumpir con palabras. Nos quedamos mirando hacia fuera un buen rato, y cuando se puso a cortar leña, tuve la certeza de que era un buen tipo. Subió la escalera de la buhardilla, yo lo seguí, y durante el cuarto de hora que estuvo cortando leña no di- y jimos palabra. Desde el lugar donde me había instalado me puse a observarlo, viendo cómo se esmeraba visiblemente para cortar bien la leña y mostrarme su fuerza. Pero también me asomé a la ventana abierta, y pude ver gran parte de Amsterdam, y por en­cima de los tejados hasta el horizonte, que era de un color celeste tan claro que no se distinguía bien su línea.
-Mientras exista este sol y este cielo tan despejado, y pueda yo verlo -pensé-, no podré estar triste.
Para todo el que tiene miedo, está solo o se siente desdichado, el mejor remedio es salir al aire libre, a algún sitio en donde poder y estar totalmente solo, solo con el cielo, con la Naturaleza y con Dios. Porque sólo entonces, sólo así se siente que todo es como debe ser y que Dios quiere que los hombres sean felices en la hu­milde pero hermosa Naturaleza.
Mientras todo esto exista, y creo que existirá siempre, sé que toda pena tiene consuelo, en cualquier circunstancia que sea. Y estoy convencida de que la naturaleza es capaz de paliar muchas cosas terribles, pese a todo el horror.
¡Ay!, quizá ya no falte tanto para poder compartir este sentímiento de felicidad avasallante con alguien que se tome las cosas de la misma manera que yo.

Tu Ana

P. D. Pensamientos: A Peter.
Echamos de menos muchas, muchísimas cosas aquí, desde hace mucho tiempo, y yo las echo de menos igual que tú. No pienses que estoy hablando de cosas exteriores, porque en ese sentido aquí realmente no nos falta nada. No, me refiero a las cosas inte­riores. Yo, como tú, ansío tener un poco de aire y de libertad, pero creo que nos han dado compensación de sobra por estas ca­rencias. Quiero decir, compensación por dentro. Esta mañana, cuando estaba asomada a la ventana mirando hacia afuera, mi­rando en realidad fija y profundamente a Dios y a la Naturaleza, me sentí dichosa, únicamente dichosa. Y, Peter, mientras uno siga teniendo esa dicha interior, esa dicha por la Naturaleza, por la sa­lud y por tantas otras cosas; mientras uno lleve eso dentro, siem­pre volverá a ser feliz.
La riqueza, la fama, todo se puede perder, pero la dicha en el corazón a lo sumo puede velarse, y siempre, mientras vivas, vol­verá a hacerte feliz.
Inténtalo tú también, alguna vez que te sientas solo y desdi­chado o triste y estés en la buhardilla cuando haga un tiempo tan hermoso. No mires las casas y los tejados, sino al cielo. Mientras puedas mirar al cielo sin temor, sabrás que eres puro por dentro y que, pase lo que pase, volverás a ser feliz.



Domingo, 27 de febrero de 1944


Mi querida Kitty:
Desde la primera hora de la mañana hasta la última hora de la noche no hago más que pensar en Peter. Me duermo viendo su imagen, sueño con él y me despierto con su cara aún mirándome.
Se me hace que Peter y yo en realidad no somos tan distintos como parece por fuera, y te explicaré por qué: a los dos nos hace falta una madre. La suya es demasiado superficial, le gusta coque­tear y no se interesa mucho por los pensamientos de Peter. La mía sí se ocupa mucho de mí, pero no tiene tacto, ni sensibilidad, ni comprensión de madre.
Peter y yo luchamos ambos con nuestro interior, los dos aún somos algo inseguros, y en realidad demasiado tiernos y frágiles por dentro como para que nos traten con mano tan dura. Por eso a veces quisiera escaparme, o esconder lo que llevo dentro. Me pongo a hacer ruido, con las cacerolas y con el agua por ejemplo, para que todos me quieran perder de vista. Peter, sin embargo, se encierra en su habitación y casi no habla, no hace nada de ruido y se pone a soñar, ocultándose en su timidez.
Pero, ¿cómo y cuándo llegaremos a encontrarnos?
No sé hasta cuándo mi mente podrá controlar este deseo.

Tu Ana M. Frank


Lunes, 28 de febrero de 1944

Mi querida Kitty:
Esto se está convirtiendo en una pesadilla, tanto de noche como de día. Le veo casi a todas horas y no puedo acercarme a él, tengo que disimular mis sentimientos y mostrarme alegre, mientras que dentro de mí todo es desesperación.
Peter Schiff y Peter Van Daan se han fundido en un único Peter, que es bueno y bondadoso y a quien quiero con toda mi alma. Mamá está imposible conmigo; papá me trata bien, lo que resulta difícil, y Margot resulta aún más difícil, ya que pretende que ponga cara de agrado mientras que lo que yo quiero es que me de­jen en paz.
Peter no subió a estar conmigo en el desván; se fue directa­mente a la buhardilla y se puso a martillear. Cada golpe que pe­gaba hacía que mis ánimos se desmoronaran poco a poco, y me sentí aún más triste. Y a los lejos se oía un carillón que tocaba «¿Arriba corazones!»
Soy una sentimental, ya lo sé. Soy una desesperanzada y una in­sensata, también lo sé.
¡Ay de mí!
Tu Ana M. Frank


Miércoles, 1º de marzo de 1944

Querida Kitty:
Mis propias tribulaciones han pasado a un segundo plano por­que... ¡han entrado ladrones! Ya estarás aburrida de mis historias de ladrones, pero ¿qué culpa tengo yo de que a los señores ladro­nes les dé tanto gusto honrar a Gies & Cía. con su visita? Esta vez, el asunto fue más complicado que la vez anterior, en julio del año pasado.
Anoche, cuando el señor Van Daan dejó a las siete y media el despacho de Kugler como de costumbre, vio que la puerta de vi­drio y la del despacho estaban abiertas, lo que le sorprendió. Si­guió andando y se fue sorprendiendo cada vez más, al ver que también estaban abiertas las puertas del cuartito intermedio y que en la oficina principal había un tremendo desorden.
-Por aquí ha pasado un ladrón -se le pasó por la cabeza.
Para estar seguro al respecto, bajó las escaleras, fue hasta la puerta de entrada y palpó la cerradura: todo estaba cerrado.
-Entonces, los desordenados deben de haber sido Bep y Peter -supuso. Se quedó un rato en el despacho de Kugler, apagó la luz, subió al piso de arriba y no se preocupó demasiado por las puertas abiertas y el desorden que había en la oficina principal.
Pero esta mañana temprano, Peter llamó a la puerta de nuestra habitación y nos contó la no tan agradable noticia de que la puerta de entrada estaba abierta de par en par y de que del armario empo­trado habían desaparecido el proyector y el maletín nuevo de Kugler. Le ordenaron a Peter que cerrara la puerta; Van Daan relató sus experiencias de la velada anterior y a nosotros nos entró una gran intranquilidad.
La única explicación posible para toda esta historia es que el la­drón debe tener una copia de la llave de la puerta, porque la cerra­dura no había sido forzada en lo más mínimo. Debe de haber en­trado al edificio al final de la tarde. Cerró la puerta tras de sí, Van Daan lo interrumpió, el ladrón se escondió hasta que Van Daan se fue, y luego se escapó llevándose el botín y dejando la puerta abierta, con las prisas.
¿Quién puede tener la llave de la puerta? ¿Por qué el ladrón no fue al almacén? ¿Acaso el ladrón será uno de nuestros propios mozos del almacén, y no nos delatará, ahora que seguramente ha oído y quizás hasta visto a Van Daan? Estamos todos muy asusta­dos, porque no sabemos si al susodicho se le ocurrirá abrir otra vez la puerta. ¿O acaso se habrá asustado él de que hubiera un hombre dando vueltas por aquí?

Tu Ana

P. D. Si acaso pudieras recomendarnos un buen detective, te lo agradeceríamos mucho. Naturalmente, se requiere discreción ab­soluta en materia de escondites.


Jueves, 2 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Margot y yo hemos estado hoy juntas en el desván, pero con ella no puedo disfrutar tanto como me había imaginado que dis­frutaría con Peter (u otro chico). Sé que siente lo mismo que yo con respecto a la mayoría de las cosas.
Cuando estábamos fregando los platos, Bep empezó a hablar con mamá y con la señora Van Daan sobre su melancolía. ¿En qué la pueden ayudar aquellas dos? Particularmente mamá, siempre tan diplomática, hace que una salga de Guatemala y entre en Guatepeor. ¿Sabes qué le aconsejó? ¡Que pensara en toda la gente que sufre en este mundo! ¿De qué te puede servir pensar en la miseria de los demás cuanto tú misma te sientes miserable? Eso mismo fue lo que les dije. La respuesta, como te podrás imaginar, fue que yo no podía opinar sobre estas cosas.
¡Qué idiotas y estúpidos son los mayores! Como si Peter, Margot, Bep y yo no sintiéramos todos lo mismo... El único remedio es el amor materno, o el amor de los buenos amigos, de los amigos de verdad. ¡Pero las dos madres de la casa no entienden ni pizca de nosotros! La señora Van Daan quizás aún entienda un poco más que mamá. ¡Ay, cómo me habría gustado decirle algo a la pobre Bep, algo que por experiencia sé que ayuda! Pero papá se inter­puso y me empujó a un lado de manera bastante ruda. ¡Son todos unos cretinos!
Con Margot también he estado hablando sobre mamá y papá. ¡Qué bien lo podríamos pasar aquí, si no fuera porque siempre andan fastidiando! Podríamos organizar veladas en las que todos nos turnaríamos para hablar de algún tema interesante. ¡Pero hasta aquí hemos llegado, porque a mí justamente lo que menos me dejan es hablar!
El señor Van Daan ataca, mamá se pone desagradable y no puede hablar de nada de manera normal, a papá no le gustan estas cosas, al igual que al señor Dussel, y a la señora siempre la atacan de tal modo que se pone toda colorada y casi no es capaz de de­fenderse. ¿Y nosotros? A nosotros no nos dejan opinar. Sí, son muy modernos: ¡No nos dejan opinar! Nos pueden decir que nos callemos la boca, pero no que no opinemos: eso es imposible. Na­die puede prohibir a otra persona que opine, por muy joven que ésta sea. A Bep, a Margot, a Peter y a mí sólo nos sirven mucho amor y comprensión, que aquí no se nos da a ninguno. Y nadie, sobre todo estos cretinos sabelotodos, nos comprende, porque somos mucho más sensibles y estamos mucho más adelantados en nuestra manera de pensar de lo que ellos remotamente puedan imaginarse.
El amor. ¿Qué es el amor? Creo que el amor es algo que en reali­dad no puede expresarse con palabras. El amor es comprender a una persona, quererla, compartir con ella la dicha y la desdicha. Y con el tiempo también forma parte de él el amor físico, cuando se ha com­partido, se ha dado y recibido, y no importa si se está casado o no, o si es para tener un hijo o no. Si se pierde el honor o no, todo eso no tiene importancia; ¡lo que importa es tener a alguien a tu lado por el resto de tu vida, alguien que te comprende y que no tienes que com­partir con nadie!

Tu Ana M. Frank


Mamá está nuevamente quejándose. Está claro que está celosa porque hablo más con la señora Van Daan que con ella. ¡Pues me da igual!
Esta tarde por fin he podido estar con Peter. Hemos estado ha­blando por lo menos tres cuartos de hora. Le costaba mucho con­tarme algo sobre sí mismo, pero poco a poco se fue animando. Te aseguro que no sabía si era mejor irme o quedarme. ¡Pero es que tenía tantas ganas de ayudarle! Le conté lo de Bep y lo de la falta de tacto de nuestras madres. Me dijo que sus padres siempre an­dan peleándose, por la política, por los cigarrillos o por cualquier otra cosa. Como ya te he dicho, Peter es muy tímido, pero no tanto como para no confesarme que le gustaría dejar de ver a sus padres al menos dos años.
-Mi padre no es tan buena persona como parece -dijo-, pero en el asunto de los cigarrillos, la que lleva toda la razón es mi madre.
Yo también le hablé de mamá. Pero a papá, Peter lo defendía. Dijo que le parecía un «tipo fenomenal».
Esta noche, cuando estaba colgando el delantal después de fre­gar los platos, me llamó y me pidió que no les contara a los míos que sus padres habían estado nuevamente riñendo y que no se ha­blaban. Se lo prometí, aunque ya se lo había contado a Margot. Pero estoy segura de que Margot no hablará.
-No te preocupes, Peter -le dije-. Puedes confiar en mí. Me he impuesto la costumbre de no contarles tantas cosas a los de­más. De lo que tú me cuentas, no le digo nada a nadie.
Eso le gustó. Entonces también le conté lo de los tremendos cotilleos en casa, y le dije:
-Debo reconocer que tiene razón Margot cuando dice que miento, porque si bien digo que no quiero ser cotilla, cuando se trata de Dussel me encanta cotillear.
-Eso está muy bien -dijo. Se había ruborizado, y su cumplido tan sincero casi me hace subir los colores a mí también.
Luego también hablamos de los de arriba y los de abajo. Peter realmente estaba un poco sorprendido de que sigamos sin querer demasiado a sus padres.
-Peter -le dije-, sabes que soy sincera contigo. ¿Por qué no habría de decírtelo? ¿Acaso no conocemos sus defectos también nosotros?
Y también le dije:
-Peter, me gustaría tanto ayudarte. ¿No puedo hacerlo? Tú es­tás entre la espada y la pared y yo sé que, aunque no lo dices, te tomas todo muy a pecho.
-Siempre aceptaré tu ayuda.
-Quizá sea mejor que consultes con papá. Él tampoco dice nada a nadie, le puedes contar tus cosas tranquilamente. -Sí, es un compañero de verdad.
-Le quieres mucho, ¿verdad?
Peter asintió con la cabeza y yo seguí hablando:
-¡Pues él también te quiere a ti!
Levantó la mirada fugazmente. Se había puesto colorado. De verdad era conmovedor ver lo contento que le habían puesto esas palabras.
-¿Tú crees? -me preguntó.
-Sí -dije yo-. Se nota por lo que deja caer de vez en cuando. Entonces llegó el señor Van Daan para hacernos un dictado. Peter también es un «tipo fenomenal», igual que papá.

Tu Ana M. Frank


Viernes, 3 de marzo de 1944

Mi querida Kitty:
Esta noche, mirando la velita, me puse contenta otra vez y me tranquilicé. En realidad, en esa vela está la abuela, y es ella la que me protege y me cobija, y la que hace que me ponga otra vez con­tenta. Pero... hay otra persona que domina mis estados de ánimo y es... Peter. Hoy, cuando fui a buscar las patatas y todavía estaba bajando la escalera con la cacerola llena en las manos, me pre­guntó:
-¿Qué has hecho a mediodía?
Me senté en la escalera y empezamos a hablar. Las patatas no llegaron a destino hasta las cinco y cuarto: una hora después de haber subido a buscarlas. Peter ya no dijo palabra sobre sus pa­dres, sólo hablamos de libros y del pasado. ¡Ay, qué mirada tan cá­lida tiene ese chico! Creo que ya casi me estoy enamorando de él.
De eso mismo hemos hablado. Después de pelar las patatas, en­tré en su habitación y le dije que tenía mucho calor.
-A Margot y a mí se nos nota en seguida la temperatura que hace: cuando hace frío, nos ponemos blancas, y cuando hace ca­lor, coloradas -le dije.
-¿Enamorada? -me preguntó.
-¿Por qué habría de estarlo?
Mi respuesta, o mejor dicho mi pregunta, era bastante tonta.
-¿Porqué no? -dijo, y en ese momento nos llamaron a comer.
-¿Habrá querido decir algo en especial con esa pregunta? Hoy por fin le he preguntado si no le molestan mis charlas. Lo único que me dijo fue:
-Pues no, no me molestan.
No sé hasta qué punto esta respuesta tiene que ver con su ti­midez.
Kitty, soy como una enamorada que no habla más que de su amor. Es que Peter es realmente un cielo. ¿Cuándo podré decír­selo? Claro que sólo podré hacerlo cuando sepa que él también me considera un cielo a mí. Pero sé muy bien que soy una gatita a la que hay que tratar con guantes de seda. Y a él le gusta su tran­quilidad, de modo que no tengo ni idea de hasta qué punto le gusto. De todas formas nos estamos conociendo un poco más.
¡Ojalá tuviéramos el valor de confesarnos muchas cosas más!
Unas cuantas veces al día me dirige una mirada cómplice, yo le guiño el ojo y los dos nos ponemos contentos. Parece una osadía decirlo así, pero tengo la irresistible sensación de que él piensa s igual que yo.
Tu Ana M. Frank



Sábado, 4 de marzo de 1944


Querida Kitty:
Hacía meses y meses que no teníamos un sábado que al menos no fuera tan fastidioso, triste y aburrido como los demás. Y la culpa la tiene nada menos que Peter. Esta mañana subí al desván a tender el delantal, y papá me preguntó si no quería quedarme para hablar francés. Me pareció bien. Primero hablamos francés, yo le expliqué una cosa, y luego hicimos inglés. Papá nos leyó unas lí­neas del libro de Dickens y yo estaba en la gloria porque estaba sentada en el sillón de papá, bien cerca de Peter.
A las once menos cuarto bajé al otro piso. Cuando volví, a las once y media, ya estaba él esperándome en la escalera. Hablamos hasta la una menos cuarto. Cuando se presenta la más mínima oportunidad, por ejemplo cuando salgo de la habitación después de comer y nadie nos oye, me dice:
-¡Hasta luego, Ana!
¡Ay, estoy tan contenta! ¿Estará empezando a quererme enton­ces? En cualquier caso es un tipo muy simpático y quién sabe lo bien que podremos hablar.
A la señora le parece bien que yo hable con él, pero hoy igual me preguntó en tono burlón:
-¿Puedo fiarme de lo que hacéis vosotros dos ahí arriba? -¡Pues claro! -protesté-. ¡Cuidado que me voy a ofender! De la mañana a la noche me alegra saber que veré a Peter.
Tu Ana M. Frank

P. D. Se me olvidaba decirte que anoche cayó una cantidad enorme de nieve. Pero ya ni se nota casi, se ha fundido toda.
Lunes, 6 de marzo de 1944

Querida Kitty:
¿No te parece curioso que después de que Peter me contara aquello de sus padres, ahora me sienta un poco responsable por él? Es como si esas peleas me incumbieran lo mismo que a él, y sin em­bargo ya no me atrevo a hablarle de ello, porque temo que no le agrade. Por nada del mundo quisiera cometer un desatino ahora.
A Peter se le nota en la cara que piensa tanto como yo, y por eso anoche me dio rabia cuando la señora dijo en tono burlón:
-¡El pensador!
El tímido de Peter se puso colorado y a mí me empezó a hervir la sangre.
¡Cuándo dejará la gente de decir tonterías! No te imaginas lo feo que es ver lo solo que se siente Peter, y no poder hacer nada. Yo puedo imaginarme, como si lo hubiera vivido en mi propia carne, lo desesperado que debe estar a veces cuando hay peleas. ¡Pobre Peter, qué necesitado de cariño está!
Me parecieron muy duras sus palabras cuando dijo que no ne­cesitaba amigos. ¡Ay, cómo se equivoca! No creo que lo diga en serio. Se aferra a su masculinidad, a su soledad y a su falsa indife­rencia para no salirse de su papel, y para no tener que mostrar nunca cómo se siente. ¡Pobre Peter! ¿Hasta cuándo podrá seguir haciendo este papel? ¿Cuánto faltará para que, después de tanto esfuerzo sobrehumano, explote?
¡Ay, Peter, ojalá pudiera ayudarte y tú permitieras que lo hi­ciera! ¡Los dos juntos podríamos ahuyentar nuestras respectivas soledades!

Pienso mucho, pero digo poco. Me pongo contenta cuando le veo y si al mismo tiempo brilla el sol. Ayer, cuando me estaba la­vando la cabeza, me puse bastante eufórica, a sabiendas de que en la habitación de al lado estaba él. No pude remediarlo: cuanto más ca­llada y seria estoy por dentro, tanto más bulliciosa me pongo por fuera. ¿Quién será el primero en descubrir mi coraza y perforarla?
¡Qué suerte que los Van Daan no tienen una niña! Mi con­quista no sería tan difícil, tan hermosa y tan placentera si no fuera justamente por la atracción del sexo opuesto.

Tu Ana M. Frank
P. D. Sabes que soy sincera contigo al escribirte, y por eso es
que debo confesarte que en realidad vivo de encuentro en encuentro. Estoy continuamente al acecho para ver si descubro que también él vive esperándome a mí, y salto de alegría dentro de mí cuando noto sus pequeños y tímidos esfuerzos al res­pecto. Creo que Peter quisiera tener la misma facilidad de ex­presión que yo; no sabe que justamente su torpeza me en­ternece.


Martes, 7 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Cuando me pongo a pensar en la vida que llevaba en 1942, todo me parece tan irreal. Esa vida de gloria la vivía una Ana Frank muy distinta de la Ana que aquí se ha vuelto tan juiciosa. Una vida de gloria, eso es lo que era. Un admirador en cada es­quina, una veintena de amigas y conocidas, la favorita de la mayoría de los profesores, consentida por papá y mamá, mu­chas golosinas, dinero suficiente..., ¿qué más se podía pedir?
Seguro que te preguntarás cómo hice para ganarme la simpa­tía de toda esa gente. Dice Peter que por mi «encanto perso­nal», pero eso no es del todo cierto. A todos los profesores les gustaban y les divertían mis respuestas ingeniosas, mis ocurren­cias, mi cara sonriente y mi ojo crítico. No había más. Era te­rriblemente coquetona y divertida. Además, tenía algunas ven­tajas por las que me ganaba el favor de los que me rodeaban: mi esmero, mi sinceridad y mi generosidad. Nunca le habría ne­gado a nadie, fuera quien fuera, que en clase copiara de mí; re­partía golosinas a manos llenas y nunca se me subían los humos.
¿No me habré vuelto temeraria después de tanta admiración? Es una suerte que en medio de todo aquello, en el punto cul­minante de la fiesta, volviera de repente a la realidad, y ha te­nido que pasar más de un año para que me diera cuenta de que ya nadie me demuestra su admiración.
¿Cómo me veían en el colegio? Como la que dirigía las bro­mas y los chistes, siempre haciendo la gallito y nunca de mal humor o lloriqueando. No era de sorprender que a todos les gus­tara acompañarme al colegio en bici o cubrirme de atenciones.
Veo a esa Ana Frank como a una niña graciosa, divertida, pero superficial, que no tiene nada que ver conmigo. ¿Qué es lo que ha dicho Peter de mí? «Siempre que te veía, estabas rodeada de dos o más chicos y un grupo de chicas. Siempre te reías y eras el centro de la atención.» Tenía razón.
¿Qué es lo que ha quedado de aquella Ana Frank? Ya sé que he conservado mi sonrisa y mi manera de responder, y que aún no he olvidado cómo criticar a la gente, e incluso lo hago mejor que an­tes, y que sigo coqueteando y siendo divertida cuando quiero...
Ahí está el quid de la cuestión: una noche, un par de días, una semana me gustaría volver a vivir así, aparentemente despreocu­pada y alegre. Pero al final de esa semana estaría muerta de can­sancio y al primero que se le ocurriera hablarme de algo intere­sante le estaría enormemente agradecida. No quiero admiradores, sino amigos, no quiero que se maravillen por mi sonrisa lisonjera, sino por mi manera de actuar y mi carácter. Sé muy bien que en ese caso el círculo de personas en torno a mí se reduciría bastante, pero ¿qué importaría que no me quedaran sino unas pocas perso­nas? Pocas, pero sinceras.
Pese a todo, en 1942 tampoco era enteramente feliz. A menudo me sentía abandonada, pero como estaba ocupada de la mañana a la noche, no me ponía a pensar y me divertía todo lo que podía, intentado, consciente o inconscientemente, ahuyentar con bro­mas el vacío.
Ahora examino mi propia vida y me doy cuenta de que al me­nos una fase ha concluido irreversiblemente: la edad escolar, tan libre de preocupaciones y problemas, que nunca volverá. Ya ni si­quiera la echo en falta: la he superado. Ya no puedo hacer sola­mente tonterías; una pequeña parte en mí siempre conserva su se­riedad.
Veo mi vida de niña hasta el año nuevo de 1944 como bajo una lupa muy potente. En casa, la vida con mucho sol; luego aquí, en 1942, el cambio tan repentino, las peleas, las recriminaciones; no lograba entenderlo, me había cogido por sorpresa, y la única pos­tura que supe adoptar fue la de ser insolente.
Luego los primeros meses de 1943, los accesos de llanto, la so­ledad, el ir dándome cuenta paulatinamente de todos mis fallos y defectos, que son tan grandes y que parecían ser dos veces más grandes. De día hablaba y hablaba, intentaba atraer a Pim hacia mí, pero sin resultado, me veía ante la difícil tarea de hacerme a mí misma de tal forma que ya no me hicieran esos reproches que tanto me oprimían y desalentaban.
Después del verano de ese año las cosas mejoraron. Dejé de ser tan niña, me empezaron a tratar más como a una adulta. Comencé a pensar, a escribir cuentos, y llegué a la conclusión de que los de­más ya no tenían nada que ver conmigo, que no tenían derecho a empujarme de un lado para otro como si fuera el péndulo de un reloj; quería reformarme a mí misma según mi propia voluntad. Comprendí que me podía pasar sin mamá, de manera total y abso­luta, lo que me dolió, pero algo que me afectó mucho más fue darme cuenta de que papá nunca Negaría a ser mi confidente. No confiaba en nadie más que en mí misma.
Después de Año Nuevo el segundo gran cambio: mi sueño... con el que descubrí mis deseos de tener... un amigo o novio; no quería una amiga mujer, sino un amigo varón. También descubrí dentro de mí la felicidad y mi coraza de superficialidad y alegría. Pero de tanto en tanto me volvía silenciosa. Ahora no vivo más que para Peter, porque de él dependerá en gran medida lo que me ocurra de ahora en adelante.
Y por las noches, cuando acabo mis rezos pronunciando las pa­labras «Te doy las gracias por todas las cosas buenas, queridas y hermosas», oigo gritos de júbilo dentro de mí, porque pienso en esas «cosas buenas», como nuestro escondite, mi buena salud y todo mi ser, en las cosas queridas, como Peter y esa cosa diminuta y sensible que ninguno de los dos se atreve a nombrar aún, el amor, el futuro, la dicha, y en las cosas hermosas, como el mundo, la Naturaleza y la gran belleza de todas las cosas hermosas juntas.
En esos momentos no pienso en la desgracia, sino en todas las cosas bellas que aún quedan. Ahí está gran parte de la diferencia entre mamá y yo. El consejo que ella da para combatir la melanco­lía es: «Piensa en toda la desgracia que hay en el mundo y alégrate de que no te pase a ti.» Mi consejo es: «Sal fuera, a los prados, a la naturaleza y al sol. Sal fuera y trata de reencontrar la felicidad en ti misma; piensa en todas las cosas bellas que hay dentro de ti y a tu alrededor, y sé feliz.»
En mi opinión, la frase de mamá no tiene validez, porque ¿qué se supone que tienes que hacer cuando esa desgracia sí te pasa? Entonces, estás perdida. Por otra parte, creo que toda desgracia va
acompañada de alguna cosa bella, y si te fijas en ella, descubres cada vez más alegría y encuentras un mayor equilibrio. Y el que es feliz hace feliz a los demás; el que tiene valor y fe, nunca estará su­mido en la desgracia.

Tu Ana M. Frank

Miércoles, 8 de marzo de 1944


Margot y yo nos hemos estado escribiendo notitas, sólo por di­vertirnos, naturalmente.
Ana: Cosa curiosa, a mí las cosas que pasan por la noche sólo me vuelven a la memoria mucho más tarde. Ahora, por ejemplo, recuerdo de repente que anoche el señor Dussel estuvo roncando como un loco (ahora son las tres menos cuarto del miércoles por la tarde y el señor Dussel está otra vez roncando, por eso me acordé, claro). Cuando tuve que hacer pipí en el orinal, hice más ruido de lo normal, para hacer que cesaran los ronquidos.
Margot: ¿Qué es mejor: los resuellos o los ronquidos?
Ana: Los ronquidos, porque si yo hago ruido, cesan sin que la persona en cuestión se despierte.
Lo que no le he escrito a Margot, pero que sí te confieso a ti, querida Kitty, es que sueño mucho con Peter. Anteanoche, en nuestro cuarto de estar de aquí, soñé que estaba patinando en la pista de hielo de la Apollolaan con un chico bajito, ése que tenía una hermana que siempre llevaba una falda azul y tenía patas de alambre. Le dije que me llamaba Ana y le pregunté su nombre. Se llamaba Peter. En mi sueño me pregunté a cuántos Peter conocía ya.
Luego también soñé que estábamos en la habitación de Peter, uno frente a otro al lado de la escalera. Le dije algo, me dio un beso, pero me contestó que no me quería tanto como yo pensaba y que dejara de coquetear. Con voz desesperada y suplicante, le dije:
-¡Pero si yo no coqueteo, Peter!
Cuando me desperté, me alegré de que Peter no hubiera dicho eso.
Anoche también nos estábamos besando, pero las mejillas de Peter me decepcionaron, porque no eran tan suaves como parecen, sino que eran como las mejillas de papá, o sea, como las de un hombre que ya se afeita.




Viernes, 10 de marzo de 1944

Mi querida Kitty.
Hoy es aplicable el refrán que dice que las desgracias nunca vie­nen solas. Lo acaba de decir Peter. Te contaré todas las cosas desa­gradables que nos pasan y las que quizá aún nos aguardan.
En primer lugar, Miep está enferma, a raíz de la boda de Henk y Aagje, celebrada ayer en la iglesia del Oeste, donde se resfrió. En segundo lugar, el señor Kleiman aún no ha vuelto desde que tuvo la hemorragia estomacal, con lo que Bep sigue sola en la oficina. En tercer lugar, la Policía ha arrestado a un señor, cuyo nombre no mencionaré. No sólo es horrible para el susodicho señor, sino también para nosotros, ya que andamos muy escasos de patatas, mantequilla y mermelada. El señor M., por llamarlo de alguna ma­nera, tiene cinco hijos menores de trece años y uno más en camino.
Anoche tuvimos otro pequeño sobresalto, ya que de repente se pusieron a golpear en la pared de al lado. Estábamos cenando. El resto de la noche transcurrió en un clima de tensión y nervio­sismo.
Últimamente no tengo ningunas ganas de escribirte sobre lo que acontece en casa. Me preocupan mucho más mis propias co­sas. Pero no me entiendas mal, porque lo que le ha ocurrido al po­bre y bueno del señor M. me parece horrible, pero en mi diario de cualquier forma no hay demasiado sitio para él.
El martes, miércoles y jueves estuve con Peter desde las cuatro y media hasta las cinco y cuarto. Estudiamos francés y charlamos sobre miles de cosas. Realmente me hace mucha ilusión esa horita que pasamos juntos por la tarde, y lo mejor de todo es que creo que también a Peter le gusta que yo vaya.
Tu Ana M. Frank


Sábado, 11 de marzo de 1944


Querida Kitty:
Últimamente estoy hecha un culo de mal asiento. Voy de abajo al piso de arriba y vuelta abajo. Me gusta mucho hablar con Peter, pero siempre tengo miedo de molestarlo. Me ha contado algunas cosas sobre su vida de antes, sobre sus padres y sobre sí mismo. Yo con eso no tengo suficiente, pero a cada cinco minutos me pregunto cómo se me ocurre pedir más. A él yo antes le parecía insoportable, lo que era una cosa recíproca; ahora yo he cambiado de opinión, entonces ¿también él habrá cambiado de opinión? Su­pongo que sí, pero eso no implica que tengamos que ser grandes amigos, aunque para mí eso haría mucho más soportable toda esta historia de estar escondida. Pero no me engaño; me ocupo bas­tante de él y no tengo por qué aburrirte a la vez que a mí, porque la verdad es que ando bastante desanimada.





Domingo, 12 de marzo de 1944


Querida Kitty:
Todo está cada vez más patas arriba. Desde ayer, Peter ya no me dirige la mirada. Es como si estuviera enfadado conmigo, y por eso me esfuerzo para no ir detrás de él y para hablarle lo menos posible, ¡pero es tan difícil! ¿Qué será lo que a menudo lo aparta de mí y a menudo lo empuja hacia mí? Quizá sólo yo me imagine que las cosas son peores de lo que son en realidad, quizás él tam­bién tenga sus estados de ánimo, quizá mañana :todo haya pasado...
Lo más difícil de todo es mantenerme igual por fuera, cuando por dentro estoy triste y me siento mal. Tengo que hablar, ayudar, estar sentados juntos y sobre todo estar alegre. Lo que más echo de menos es la Naturaleza y algún lugar en el que pueda estar sola todo el tiempo que quiera. Creo que estoy mezclando muchas co­sas, Kitty, pero es que estoy muy confusa: por un lado me vuelve loca el deseo de tenerlo a mi lado, y casi no puedo estar en la habi­tación sin mirarlo, y por el otro me pregunto por qué me importa tanto en realidad, y por qué no puedo recuperar la tranquilidad.
Día y noche, siempre que estoy despierta, no hago más que pre­guntarme: «¿Le has dejado suficientemente en paz? ¿No subes a verle demasiado? ¿No hablas demasiado a menudo de temas serios de los que él todavía no sabe hablar? ¿Es posible que él no te en­cuentre nada simpática? ¿Habrá sido todo el asunto pura imagina­ción? Pero entonces, ¿por qué te ha contado tantas cosas sobre sí mismo? ¿Se habrá arrepentido de haberlo hecho?» Y muchas otras cosas más.
Ayer por la tarde, después de escuchar una ristra de noticias tristes de fuera, estaba tan hecha polvo que me eché en el diván para dormir un rato. Sólo quería dormir, para no pensar. Dormí hasta las cuatro de la tarde, y entonces tuve que ir a la habitación. Me resultó muy difícil responder a todas las preguntas de mamá y encontrar una excusa para explicarle a papá por qué había dor­mido. Como pretexto dije que tenía dolor de cabeza, con lo que no mentí, puesto que de verdad lo tenía..., ¡por dentro!
La gente normal, las niñas normales, las chicas como yo, dirán que ya basta de tanta autocompasión, pero ahí está el quid de la cuestión: yo te cuento todo lo que me pesa en el corazón, y el resto del día me muestro de lo más atrevida, alegre y segura de mí misma, con tal de evitar cualquier pregunta y de no enfadarme conmigo misma.
Margot es muy buena conmigo y quisiera ser mi confidente, pero sin embargo yo no puedo contarle todas mis cosas. Me toma en serio, demasiado en serio, y reflexiona mucho sobre su herma­nita loca, me mira con ojos inquisitivos cuando le cuento algo y siempre se pregunta: «¿Me lo dice en serio o me lo dice por decir?»
Todo tiene que ver con que estamos siempre juntas y con que yo no soportaría tener a mi confidente siempre a mi lado.
¿Cuándo saldré de esta maraña de pensamientos? ¿Cuándo vol­verá a haber paz y tranquilidad dentro de mí?

Tu Ana



Martes, 14 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Te parecerá divertido -para mí no lo es en absoluto- saber lo que cenaremos hoy. En estos momentos, dado que abajo está trabajando la mujer de la limpieza, estoy sentada junto a la mesa con el hule de los Van Daan, tapándome la nariz y la boca con un pañuelo impregnado de un exquisito perfume de antes de escon­dernos. Supongo que no entenderás nada, de modo que empezaré por el principio. Como a nuestros proveedores de cupones se los han llevado los alemanes, ya no tenemos cupones ni manteca; sólo nos quedan nuestras cinco cartillas de racionamiento. Como Miep y Kleiman están otra vez enfermos, Bep no puede salir a ha­cer los recados, y como hay un ambiente muy triste, la comida también lo es. A partir de mañana ya no habrá nada de manteca, mantequilla ni margarina. Ya no desayunamos con patatas fritas (por ahorrar pan), sino con papilla de avena, y como la señora teme que nos muramos de hambre, hemos comprado una canti­dad extra de leche entera. El almuerzo de hoy consiste en un guiso de patatas y col rizada de conserva. De ahí las medidas de precaución con el pañuelo. ¡Es increíble el olor que despide la col rizada, que seguramente ya lleva varios años en conserva! La habi­tación huele a una mezcla de ciruelas en descomposición, conser­vante amargo y huevos podridos. ¡Qué asco! La sola idea de que tendré que comerme esa porquería me da náuseas. A ello hay que sumarle que nuestras patatas han sufrido unas enfermedades tan extrañas que de cada dos cubos de patatas, uno va a parar a la es­tufa. Nos divertimos tratando de determinar con exactitud las dis­tintas enfermedades que tienen, y hemos llegado a la conclusión de que se van turnando el cáncer, la viruela y el sarampión. Entre paréntesis, no es ninguna bicoca tener que estar escondidos en este cuarto año que transcurre desde la invasión. ¡Ojalá que toda esta porquería de guerra se acabe pronto!
A decir verdad, lo de la comida me importaría poco, si al menos otras cosas aquí fueran más placenteras. Ahí está el meollo de la cuestión: esta vida tan aburrida nos tiene fastidiados a todos. Te enumero la opinión de cinco escondidos mayores sobre la situa­ción actual (los menores no pueden tener una opinión, algo a lo que por una vez me he atenido):
La señora Van Daan:
«La tarea de reina de la cocina hace rato que no tiene ningún ali­ciente para mí. Pero como me aburre estar sentada sin hacer nada, me pongo otra vez a cocinar. Y sin embargo me quejo: cocinar sin manteca es imposible, me marean los malos olores. Y luego me pagan con ingratitud y con gritos todos mis esfuerzos, siempre soy la oveja negra, de todo me echan la culpa. Por otra parte, opino que la guerra no adelanta mucho, los alemanes al final se harán con la victoria. Tengo mucho miedo de que nos muramos de hambre y despotrico contra todo el mundo cuando estoy de mal humor.»
El señor Van Daan:
«Necesito fumar, fumar y fumar, y así la comida, la política, el mal humor de Kerli y todo lo demás no es tan grave. Kerli es una buena mujer. Si no me dan nada que fumar, me pongo malo, y además quiero comer carne, y además vivimos muy mal, nada está bien y seguro que acabaremos tirándonos los trastos a la cabeza. ¡Vaya una estúpida que está hecha esta Kerli mía!»
La señora Frank:
«La comida no es tan importante, pero ahora mismo me gusta­ría comer una rebanada de pan de centeno, porque tengo mucha hambre. Yo en el lugar de la señora Van Daan, le hubiera puesto coto hace rato a esa eterna manía de fumar del señor. Pero ahora me urge fumar un cigarrillo, porque tengo la cabeza que está a punto de estallar. Los Van Daan son una gente horrible. Los in­gleses cometen muchos errores, pero la guerra va adelantando; necesito hablar, y alegrarme de no estar en Polonia.
El señor Frank:
«Todo está bien, no me hace falta nada. Sin prisas, que tenemos tiempo. Dadme mis patatas y me conformo. Hay que apartar parte de mi ración para Bep. La política sigue un curso estupendo, soy muy optimista.»
El señor Dussel:
«Tengo que escribir mi cuota diaria, acabar todo a tiempo. La política va viento en poo-pa, es im-po-sii-ble que nos descubran. ¡Yo, Yo y Yo...!»

Tu Ana


Jueves, 16 de marzo de 1944

Querida Kitty:
¡Pfff...! ¡Al fin! He venido a descansar después de oír tantas historias tristes sobre los de la oficina. Lo único que andan di­ciendo es: «Si pasa esto o aquello, nos veremos en dificultades, y si también se enferma aquella, estaremos solos en el mundo, que si esto, que si aquello...»
En fin, el resto ya puedes imaginártelo; al menos supongo que conoces a los de la Casa de atrás lo bastante como para adivinar sus conversaciones.
El motivo de tanto «que si esto, que si aquello» es que al se­ñor Kugler le ha llegado una citación para ir seis días a cavar, que Bep está más que acatarrada y probablemente se tendrá que que­dar en su casa mañana, que a Miep todavía no se le ha pasado la gripe y que Kleiman ha tenido una hemorragia estomacal con pérdida del conocimiento. ¡Una verdadera lista de tragedias para nosotros!
Lo primero que tiene que hacer Kugler según nosotros es consultar a un médico de confianza, pedir que le dé un certifi­cado y presentarlo en el ayuntamiento de Hilversum. A la gente del almacén le han dado un día de asueto mañana, así que Bep estará sola en la oficina. Si (¡otro «si»!) Bep se llegara a quedar en su casa, la puerta de entrada al edificio permanecerá cerrada, y nosotros deberemos guardar absoluto silencio, para que no nos oiga Keg. Jan vendrá al mediodía a visitar a los pobres desampa­rados durante media hora, haciendo las veces de cuidador de par­que zoológico, como si dijéramos.
Hoy, por primera vez después de mucho tiempo, Jan nos ha estado contando algunas cosas del gran mundo exterior. Ten­drías que habernos visto a los ocho sentados en corro a su alre­dedor, parecía «Los cuentos de la abuelita».
Jan habló y habló ante un público ávido, en primer lugar sobre la comida, por supuesto. La señora de Pf., una conocida de Miep, cocina para él. Anteayer le hizo zanahorias con guisantes, ayer se tuvo que comer los restos de anteayer, hoy le, hace alu­bias pintas, y mañana un guiso con las zanahorias que hayan so­brado.
Le preguntamos por el médico de Miep.
-¿Médico? -preguntó Jan-. ¿Qué queréis con él? Esta ma­ñana le llamé por teléfono, me atendió una de esas asistentas de la consulta, le pedí una receta para la gripe y me contestó que para las recetas hay que pasarse de ocho a nueve de la mañana. Si tienes una gripe muy fuerte, puedes pedir que se ponga al telé­fono el propio médico, y te dice: «Saque la lengua, diga "aaa". Ya veo, tiene la garganta irritada. Le daré una receta, para que se pase por la farmacia. ¡Buenos días!» Y sanseacabó. Atendiendo sólo por teléfono, ¡así cualquiera tiene una consulta! Pero no le hagamos reproches a los médicos, que al fin y al cabo también ellos sólo tienen dos manos, y en los tiempos que corren los pacientes abundan y los médicos escasean.
De todos modos, a todos nos hizo mucha gracia cuando Jan reprodujo la conversación telefónica. Me imagino cómo será la consulta de un médico hoy día. Ya no desprecian a los enfer­mos del seguro, sino a los que no padecen nada, y piensan: «¿Y usted qué es lo que viene a hacer aquí? ¡A la cola, que primero se atiende a los enfermos de verdad!»

Tu Ana


Jueves, 16 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Hace un tiempo maravilloso, indescriptiblemente hermoso. Pronto podré ir al desván.
Ahora ya sé por qué estoy siempre mucho más intranquila que Peter. El tiene una habitación propia donde trabajar, soñar, pensar y dormir. A mí me empujan de un rincón a otro de la casa. No estoy nunca sola en mi habitación compartida, lo que sin embargo desearía tanto. Ese es precisamente el motivo por el que huyo al desván. Sólo allí y contigo puedo ser yo misma, aunque sólo sea un momento. Pero no quisiera darte la lata ha­blándote de mis deseos; al contrario, ¡quiero ser valiente!
Abajo por suerte no se dan cuenta de lo _que siento por den­tro, salvo que cada día estoy más fría y despreciativa con res­pecto a mamá, le hago menos mimos a papá y tampoco le suelto nada a Margot: estoy herméticamente cerrada. Ante todo debo seguir mostrándome segura de mí misma por fuera, nadie debe saber que dentro de mí se sigue librando una batalla: una batalla entre mis deseos y la razón. Hasta ahora ha triunfado siempre esta última, pero a la larga ¿no resultarán más fuertes los primeros? A veces me temo que sí, y a menudo lo deseo.
¡Ay!, es tan terriblemente difícil no soltar nunca nada delante de Peter, pero sé que es él quien tiene que tomar la iniciativa. ¡Es tan difícil deshacer de día todas las conversaciones y todos los actos que me han ocurrido de noche en sueños! Sí, Kitty, Ana es una chica muy loca, pero es que los tiempos que me han tocado vivir también lo son, y las circunstancias lo son más aún.
Me parece que lo mejor de todo es que lo que pienso y siento, al menos lo puedo apuntar; si no, me asfixiaría completamente. ¿Qué pensará Peter de todas estas cosas? Una y otra vez pienso que algún día podré hablar con él al respecto. Algo tiene que ha­ber adivinado en mí, porque la Ana de fuera que ha conocido hasta ahora, no le puede gustar. ¿Cómo puede ser que él, que ama tanto la paz y la tranquilidad, tenga simpatía por mi bullicio y al­boroto? ¿Será el primero y único en el mundo que ha mirado de­trás de mi máscara de hormigón? ¿Irá él a parar allí detrás dentro de poco? ¿No hay un viejo refrán que dice que el amor a menudo viene después de la compasión, y que los dos van de la mano? ¿No es ése también mi caso? Porque siento la misma compasión por él que la que a menudo siento por mí misma.
No sé, realmente no sé de dónde sacar las primeras palabras, ni de dónde habría de sacarlas él, que le cuesta mucho más hablar. ¡Ojalá pudiera escribirle, así al menos sabría que él sabe lo que yo le quisiera decir, porque es tan difícil decirlo con palabras!

Tu Ana M. Frank


Viernes, 17 de marzo de 1944

Queridísima Kitty:
Finalmente todo ha terminado bien, porque el catarro de Bep no se ha convertido en gripe, sino tan sólo en afonía, y el señor Kugler se ha librado de los trabajos forzados gracias al certificado médico. La Casa de atrás respira aliviada. Aquí todo sigue bien, salvo que Margot y yo nos estamos cansando un poco de nuestros padres.
No me interpretes mal, sigo queriendo a papá y Margot sigue queriendo a papá y a mamá, pero cuando tienes la edad que tene­mos nosotras, te apetece decidir un poco por ti misma, quieres soltarte un poco de la mano de tus padres. Cuando voy arriba, me preguntan adónde voy; sal no me dejan comer; a las ocho y cuarto de la noche, mamá me pregunta indefectiblemente si no es hora de cambiarme; todos los libros que leo tienen que pasar por la cen­sura. A decir verdad, la censura no es nada estricta y me dejan leer
casi todo, pero nos molestan los comentarios y observaciones, más todas las preguntas que nos hacen todo el día.
Hay otra cosa que no les agrada, sobre todo en mí: que ya no quiera estar todo el tiempo dando besitos aquí y allá. Los múlti­ples sobrenombres melosos que inventan me parecen tontos, y la predilección de papá por las conversaciones sobre ventosidades y retretes, asquerosa. En resumidas cuentas, me gustaría perderlos de vista un tiempo, pero no lo entienden. No es que se lo haya­mos propuesto; nada de eso, de nada serviría, no lo entenderían en absoluto.
Aun anoche Margot me decía: «¡Estoy tan aburrida de que al más mínimo suspiro ya te pregunten si te duele la cabeza o si te sientes mal!»
Para las dos es un duro golpe el que de repente veamos lo poco que queda de todo ese ambiente familiar y esa armonía que había en casa. Pero esto deriva en gran medida de la desquiciada situa­ción en que nos encontramos. Me refiero al hecho de que nos tra­tan como a dos chiquillas por lo que respecta a las cosas externas, mientras que somos mucho más maduras que las chicas de nuestra edad en cuanto a las cosas internas. Aunque sólo tengo catorce años, sé muy bien lo que quiero, sé quién tiene razón y quién no, tengo mi opinión, mi modo de ver y mis principios, y por más ex­traño que suene en boca de una adolescente, me siento más bien una persona y no tanto una niña, y me siento totalmente indepen­diente de cualquier otra persona. Sé que sé debatir y discutir me­jor que mamá, sé que tengo una visión más objetiva de las cosas, sé que no exagero tanto como ella, que soy más ordenada y diestra y por eso -ríete si quieres- me siento superior a ella en muchas cosas. Si quiero a una persona, en primer lugar debo sentir admi­ración por ella, admiración y respeto, y estos dos requisitos en mamá no veo que se cumplan en absoluto.
Todo estaría bien si al menos tuviera a Peter, porque a él lo ad­miro en muchas cosas. ¡Ay, qué chico tan bueno y tan guapo!

Tu Ana M. Frank


Sábado, 18 de marzo de 1944

Querida Kitty:
A nadie en el mundo le he contado tantas cosas sobre mí misma y sobre mis sentimientos como a ti. Entonces, ¿por qué no habría de contarte algo sobre cosas sexuales?
Los padres y las personas en general se comportan de manera muy curiosa al respecto. En vez de contarles tanto a sus hijas mu­jeres como a sus hijos varones a los doce años todo lo que hay para contar, cuando surgen conversaciones sobre el tema obligan a sus hijos a abandonar la habitación, y que se busquen por su cuenta la información que necesitan. Cuando luego los padres se dan cuenta de que sus hijos están enterados de algunas cosas, creen que los críos saben más o menos de lo que saben en reali­dad. ¿Por qué no intentan en ese momento recuperar el tiempo perdido y preguntarles hasta dónde llegan sus conocimientos?
Existe un obstáculo considerable para los adultos -aunque me parece que no es más que un pequeño obstáculo-, y es que temen que los hijos supuestamente ya no vean al matrimonio como algo sagrado e inviolable, si se enteran de que aquello de la inviolabili­dad son cuentos chinos en la mayoría de los casos. A mi modo de ver, no está nada mal que un hombre llegue al matrimonio con al­guna experiencia previa, porque ¿acaso tiene eso algo que ver con el propio matrimonio?
Cuando acababa de cumplir los doce años, me contaron lo de la menstruación, pero aún no tenía la más mínima noción de dónde venía ni qué significaba. A los doce años y medio ya me contaron algo más, ya que Jacque no era tan estúpida como yo. Yo misma me imaginé cómo era la cohabitación del hombre y la mujer, pero cuando Jacque me lo confirmó, me sentí bastante orgullosa por haber tenido tan buena intuición.
Aquello de que los niños no salen directamente de la panza, tam­bién lo supe por Jacque, que me dijo sin más vueltas: «El producto acabado sale por el mismo lugar por donde entra la materia prima.»
El himen y algunas otras cosas específicas las conocíamos Jacque y yo por un libro sobre educación sexual. También sabía que se podía evitar el tener hijos, pero seguía siendo un secreto para mí cómo era todo aquello por dentro. Cuando llegamos aquí, papá me habló de prostitutas, etc., pero con todo quedan algunas preguntas sin responder.
Si una madre no le cuenta todo a sus hijos, éstos se van ente­rando poquito a poco, y eso no está bien.
Aunque hoy es sábado, no estoy de malas. Es que he estado en el desván con Peter, soñando con los ojos cerrados. ¡Ha sido ma­ravilloso!

Tu Ana M. Frank




Domingo, 19 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Ayer fue un día muy importante para mí. Después de la comida del mediodía, todo se desarrolló de manera normal. A las cinco puse a hervir las patatas y mamá me dio un trozo de morcilla para que se la llevara a Peter. Al principio yo no quería hacerlo, pero luego fui de todas formas. Él no la quiso y tuve la horrible sensa­ción de que todavía era por lo de la discusión sobre la descon­fianza. Llegado un momento no pude más, me vinieron las lágri­mas a los ojos y sin insistir volví a llevar el platito a mamá y me fui a llorar al retrete. Entonces decidí hablar del asunto con Peter de una vez para siempre. Antes de cenar éramos cuatro en su habita­ción ayudándole a resolver un crucigrama, y entonces no pude de­cirle nada, pero justo antes de ir a sentarnos a la mesa, le susurré:
-¿Vas a hacer taquigrafía esta noche, Peter?
-No -contestó.
-Es que luego quería hablarte.
Le pareció bien.
Después de fregar los platos fui a su habitación y le pregunté si había rechazado la morcilla por la discusión que habíamos tenido. Pero por suerte no era ése el motivo, sólo que no le pareció co­rrecto ceder tan pronto. Había hecho mucho calor en la habita­ción y estaba colorada como un cangrejo; por eso, después de lle­varle el agua a Margot abajo, volví un momento arriba a tomar algo de aire. Para salvar las apariencias, primero me paré junto a la ventana de los Van Daan, pero al poco tiempo subí a ver a Peter. Estaba en el lado izquierdo de la ventana abierta, y yo me puse en el lado derecho. Era mucho más fácil hablar junto a la ventana abierta, en la relativa oscuridad, que con mucha luz, y creo que también a Peter le pareció así. Nos contamos tantas, pero tantas cosas, que simplemente no podría repetirlo todo aquí, pero fue muy bonito, la noche más hermosa que he vivido hasta ahora en la Casa de atrás. Sin embargo, te resumiré en pocas palabras de qué temas hablamos:
Primero hablamos de las peleas, de que ahora mi actitud con respecto a ellas es muy distinta, luego sobre nuestra separación con respecto a nuestros padres. Le hablé de mamá y papá, de Margot y de mí misma. En un momento dado me dijo:
-Vosotros seguro que os dais las buenas noches con un beso.
-¿Uno? ¡Un montón! Tú no, ¿verdad?
-No, yo casi nunca le he dado un beso a nadie.
-¿Para tu cumpleaños tampoco?
-Sí, para mi cumpleaños sí.
Hablamos de la confianza, de que ninguno de los dos la hemos tenido con nuestros padres. De que sus padres se quieren mucho y que también quisieran tener la confianza de Peter, pero que él no quiere. De que cuando yo estoy triste me desahogo llorando en la cama, y que él sube al desván a decir palabrotas. De que Margot y yo sólo hace poco que hemos intimado, y que tampoco nos contamos tanto, porque estamos siempre juntas. En fin, de todo un poco, de la confianza, de los sentimientos y de nosotros mis­mos. Y resultó que Peter era tal como yo sabía que era.
Luego nos pusimos a hablar sobre el período de 1942, sobre lo distintos que éramos entonces. Ninguno de los dos se reconoce en como era en aquel período. Lo insoportables que nos parecía­mos al principio. Para él yo era una parlanchina y muy molesta, y a mí él muy pronto me pareció muy aburrido. Entonces no enten­día por qué no me cortejaba, pero ahora me alegro. Otra cosa de la que habló fue de lo mucho que se aislaba de los demás, y yo le dije que entre mi bullicio y temeridad y su silencio no había tanta dife­rencia, que a mí también me gusta la tranquilidad, y que no tengo nada para mí sola, salvo mi diario, que todos se alegran cuando los dejo tranquilos, en primer lugar el señor Dussel, y que tampoco quiero estar siempre en la habitación. Que él está muy contento de que mis padres tengan hijos, y que yo me alegro de que él esté aquí. Que ahora sí comprendo su recogimiento y la relación con sus padres, y que me gustaría ayudarle con las peleas.
-¡Pero si tú ya me ayudas!
-¿Cómo? -le pregunté muy sorprendida.
-¡Con tu alegría!
Es lo más bonito que me ha dicho hasta ahora. También me dijo que no le parecía para nada molesto que fuera a verle como antes, sino que le agradaba. Yo también le dije que todos esos nombres cariñosos de papá y mamá no tienen ningún contenido, que la confianza no se crea dando un besito acá y otro allá. Otra cosa de la que hablamos fue de nuestra propia voluntad, del diario y la so­ledad, de la diferencia que hay entre la persona interior y exterior que todos tenemos, de mi máscara, etc.
Fue hermoso, debe de haber empezado a quererme como a una compañera, y eso por ahora me basta. Me faltan las palabras, de lo agradecida y contenta que estoy, y debo pedirte disculpas, Kitty, por el estilo infame de mis escritos de hoy. He escrito todo tal y como se me ha ido ocurriendo...
Tengo la sensación de que Peter y yo compartimos un secreto. Cuando me mira con esos ojos, esa sonrisa y me guiña el ojo, den­tro de mí se enciende una lucecita. Espero que todo pueda seguir siendo así, y que juntos podamos pasar muchas, muchas horas agradables.

Tu Ana, agradecida y contenta


Lunes, 20 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Esta mañana, Peter me preguntó si me apetecía pasar más a me­nudo por la noche, que de ningún modo le molestaría y que en su habitación tanto cabían dos como uno. Le dije que no podía pasar todas las noches, ya que abajo no lo consentirían, pero me dijo que no les hiciera caso. Le dije que me gustaría pasar el sábado por la noche, y le pedí que sobre todo me avisara cuando se pudiera ver la luna.
-Entonces iremos a mirarla abajo -dijo.
Me pareció bien, porque mi miedo a los ladrones tampoco es para tanto.
Entretanto algo ha eclipsado mi felicidad. Hacía rato que me parecía que a Margot Peter le caía más que simpático. No se hasta que punto le quiere, pero es que me resulta un tanto embarazoso. Ahora, cada vez que me encuentro con Peter, tengo que hacerle daño adrede a Margot, y lo mejor del caso es que ella lo disimula muy bien. Se que en su lugar yo estaría muerta de celos, pero Margot sólo dice que no tengo que tener compasión con ella.
-Me sabe mal que tú te quedes así, al margen -añadí.
-Estoy acostumbrada -contestó en tono acre.
Esto todavía no me atrevo a contárselo a Peter, quizá más ade­lante; aún nos quedan tantas otras cosas que aclarar primero...
Anoche mamá me dio un cachete, que a decir verdad me lo ha­bía ganado. Debo contenerme un poco en cuanto a mis demostra­ciones de indiferencia y desprecio hacia ella. Así que tendré que volver a tratar de ser amable y guardarme mis comentarios pese a todo.
Tampoco Pim es tan cariñoso como antes. Intenta ser menos infantil en su comportamiento con nosotras, pero ahora se ha vuelto demasiado frío. Ya veremos lo que pasa. Me ha amenazado con que si no estudio álgebra, que no me crea que luego me pa­gará clases particulares. Aunque aún puede esperar, quisiera vol­ver a empezar, a condición de que me den otro libro.
Por ahora basta. No hago más que mirar a Peter y estoy a punto de rebosar.

Tu Ana M. Frank


Una prueba del espíritu bondadoso de Margot. Esto lo he reci­bido hoy, 20 de marzo de 1944:

Ana, cuando ayer te dije que no tenía celos de ti, sólo fui sincera contigo a medias. La verdad es que no tengo celos de ti ni :de Peter, sólo que lamento un poco no haber encontrado aún a nadie -y se­guro que por el momento tampoco lo encontraré- con quien hablar de lo que pienso y de lo que siento. Pero eso no quita que os desee de todo corazón que podáis teneros confianza mutuamente. Aquí ya echamos de menos bastantes cosas que a otros les resultan muy natu­rales.
Por otro lado, estoy segura de que con Peter nunca habría llegado muy lejos, porque tengo la sensación de que mi relación con la per­sona a la que quisiera contarle todas mis cosas tendría que ser bas­tante íntima. Tendría que tener la impresión de que me compren­diera totalmente, aun sin que yo le contara tanto. Pero entonces tendría que ser una persona a quien considerara superior a mí, y eso
con Peter nunca podría ser. En tu caso sí que me podría imaginar una cosa así.
De modo que no necesitas hacerte ningún reproche de que me pueda faltar algo o porque estés haciendo algo que me correspondía a mí. Nada de eso. Tú y Peter sólo saldréis ganando con el trato mutuo.

Ésta fue mi respuesta:

Querida Margot:
Tu carta me pareció enormemente cariñosa, pero no ha terminado de tranquilizarme y creo que tampoco lo hará.
Entre Peter y yo aún no existe tal confianza en la medida que tú dices, y frente a una ventana abierta y oscura uno se dice más cosas que a plena luz del sol. También resulta más fácil contarse lo que uno siente susurrando, que no gritando a los cuatro vientos. Tengo la im­presión de que has ido desarrollando una especie de cariño fraternal por Peter y de que quisieras ayudarle, al menos igual que yo. Quizá algún día puedas llegar a hacerlo, aunque ésa no sea la confianza como la entendemos tú y yo. Opino que la confianza es una cosa mu­tua, y creo que es ése el motivo por el cual entre papá y yo nunca he­mos llegado a ese punto. No nos ocupemos más del asunto y ya no hablemos de él. Si quieres alguna otra cosa de mí, te pido que me lo hagas saber por escrito, porque así podré expresar mucho mejor que oralmente lo que te quiera decir. No sabes lo mucho que te admiro y sólo espero que algún día yo también pueda tener algo de la bondad de papá y de la tuya, porque entre las dos ya no veo mucha dife­rencia.
Tu Ana


Miércoles, 22 de marzo de 1944

Querida Kitty:

Esta es la respuesta de Margot, que recibí anoche:

Querida Ana:
Tu carta de ayer me ha dado la desagradable impresión de que cada vez que vas a estudiar o a charlar con Peter te da cargo de con­ciencia, pero de verdad me parece que no hay motivo para ello. Muy dentro de mí algo me dice que una persona tiene derecho a la con­fianza mutua, pero yo aún no estoy preparada para que esa persona sea Peter.
Sin embargo, tal como me has escrito, me da la impresión de que Peter es como un hermano, aunque, eso sí, un hermano menor, y de que nuestros sentimientos extienden unas antenas buscándose mu­tuamente, para que quizás algún día, o tal vez nunca, puedan encon­trarse en un cariño como de hermano a hermana; pero aún no hemos llegado a tanto, ni mucho menos. De modo que de verdad no hace falta que te compadezcas de mí. Disfruta lo más que puedas de la compañía que has encontrado.

Ahora aquí todo es cada día más hermoso. Creo, Kitty, que en la Casa de atrás quizá tengamos un verdadero gran amor. Todas esas bromas sobre que Peter y yo terminaremos casándonos si se­guimos aquí mucho más tiempo, ahora resulta que no estaban tan fuera de lugar. No es que esté pensando en casarme con él; no sé cómo será cuando sea mayor, ni si llegaremos a querernos tanto como para que deseemos casarnos.
Entretanto estoy convencida de que Peter también me quiere; de qué manera exactamente, no lo sé. No alcanzo a descubrir si lo que busca es una buena amiga, o si le atraigo como chica, o como hermana. Cuando me dijo que siempre le ayudo cuando sus pa­dres se pelean, me puse muy contenta y me pareció que era el pri­mer paso para creer en su amistad. Ayer le pregunté lo que haría si hubiera aquí una docena de Anas que lo visitaran continuamente. Su respuesta fue:
-Si fueran todas como tú, no sería tan grave.
Es muy hospitalario conmigo y de verdad creo que le gusta que vaya a verle. Ahora estudia francés con mucho empeño, incluso por la noche en la cama, hasta las diez y cuarto.
¡Ay, cuando pienso en el sábado por la noche, en nuestras pala­bras, en nuestras voces, me siento satisfecha por primera vez en mi vida! Me refiero a que ahora volvería a decir lo mismo y que no lo cambiaría todo, como otras veces. Es muy guapo, tanto cuando se ríe como cuando está callado, con la mirada perdida. Es muy ca­riñoso y bueno y guapo. Creo que lo que más le ha sorprendido de mí es darse cuenta de que no soy en absoluto la Ana superficial y frívola, sino otra soñadora como él, con los mismos problemas.
Anoche, después de fregar los platos, contaba absolutamente con que me invitaría a quedarme arriba; pero nada de eso ocurrió: me marché, él bajó a llamar a Dussel para oír la radio, se quedó bastante tiempo en el cuarto de baño, pero como Dussel tardaba demasiado en venir, subió de nuevo a su habitación. Allí le oí pa­searse de un lado a otro, y luego se acostó.
Estuve toda la noche muy intranquila, y a cada rato me iba al cuarto de baño a lavarme la cara con agua fría, leía un poco, volvía a soñar, miraba la hora y esperaba, esperaba, esperaba y le escu­chaba. Cuando me acosté, temprano, estaba muerta de cansancio.
Esta noche me toca bañarme, ¿y mañana? ¡Falta tanto para mañana!
Tu Ana M. Frank

Mi respuesta:

Querida Margot:
Me parece que lo mejor será que esperemos a verlo que pasa. Peter y yo no tardaremos en tomar una decisión: seguir como antes, o cam­biar. Cómo será, no lo sé; en ese sentido, prefiero no pensar «más allá de mis narices».
Pero hay una cosa que seguro haré: si Peter y yo entablamos amis­tad, le contaré que tú también le quieres mucho y que estás a su dis­posición para lo que pueda necesitar. Esto último seguro que no lo querrás, pero eso ahora no me importa. No sé qué piensa Peter de ti, pero se lo preguntaré cuando llegue el momento. Seguro que no piensa mal, más bien todo lo contrario. Pásate por el desván si quie­res, o donde quiera que estemos, de verdad que no nos molestas, ya que creo que tácitamente hemos convenido que cuando queramos ha­blar, lo haremos por la noche, en la oscuridad.
¡Ánimo! Yo intento tenerlo, aunque no siempre es fácil. A ti tam­bién te tocará, tal vez antes de lo que te imaginas.»
Tu Ana


Jueves, 23 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Aquí todo marcha nuevamente sobre ruedas. A nuestros pro­veedores de cupones los han soltado de la cárcel, ¡por suerte!
Ayer volvió Miep. Hoy le ha tocado a su marido meterse en el catre: tiene escalofríos y fiebre, los consabidos síntomas de la gripe. Bep está mejor, aunque la tos aún no se le ha quitado; Kleiman tendrá que quedarse en casa bastante tiempo.
Ayer se estrelló un avión cerca de aquí. Los ocupantes se salva­ron saltando a tiempo en paracaídas. El aparato fue a parar a un colegio donde no había niños. Un pequeño incendio y algunos muertos fueron las consecuencias del episodio. Los alemanes dis­pararon a los aviadores mientras bajaban, los amsterdameses que lo vieron soltaron bufidos de rabia por un acto tan cobarde. No­sotras, las mujeres de la casa, nos asustamos de lo lindo. ¡Puaj, cómo odio los tiros!
Ahora te cuento de mí.
Ayer, cuando fui a ver a Peter, no sé cómo fue que tocamos el tema de la sexualidad. Hacía mucho que me había propuesto ha­cerle algunas preguntas al respecto, Lo sabe todo. Cuando le conté que ni Margot ni yo estábamos demasiado informadas, se sorprendió mucho. Le conté muchas cosas de Margot, y de papá y mamá, y de que últimamente no me atrevo a preguntarles nada. Se ofreció para informarme sobre el tema y yo aproveché gustosa su ofrecimiento. Me contó cómo funcionan los anticonceptivos y le pregunté muy osada cómo hacen los chicos para darse cuenta de que ya son adultos. Dijo que necesitaba tiempo para pensarlo, y que me lo diría por la noche. Entre otras cosas, le conté aquella historia de Jacque y de que las chicas, ante la fuerza de los varo­nes, están indefensas.
-¡Pues de mí no tienes nada que temer! -dijo.
Cuando volví por la noche, me contó lo de los chicos. Me dio un poco de vergüenza, pero me gustó poder hablar de estas cosas con él. Ni él ni yo nos podíamos imaginar que algún día pudiésemos hablar tan abiertamente sobre las cosas más íntimas con otra chica u otro chico, respectivamente. Creo que ahora lo sé todo. Me contó mu­chas cosas sobre los «preventivos», o sea, los preservativos.
Por la noche, en el cuarto de baño, Margot y yo estuvimos ha­blando de Bram y Trees.
Esta mañana me esperaba algo muy desagradable: después del desayuno, Peter me hizo señas para que lo acompañara arriba.
-Me has tomado el pelo, ¿verdad? -dijo-. Oí lo que decíais tú y Margot anoche en el cuarto de baño. Creo que sólo querías ver lo que Peter sabía del asunto y luego divertirte con ello.
¡Ay, me dejó tan desconcertada! Intenté por todos los medios quitarle de la cabeza esas mentiras infames. ¡Me imagino lo mal que se debe haber sentido, y sin embargo nada de ello es cierto!
-Que no, Peter -le dije-. Nunca podría ser tan ruin. Te he dicho que no diría nada, y así será. Hacer teatro de esa manera y ser tan ruin adrede, no Peter, eso ya no sería divertido, eso sería desleal. No he dicho nada, de verdad. ¿Me crees?
Me aseguró que me creía, pero aún tendré que hablar con él al respecto. No hago más que pensar en ello todo el día. Menos mal que en seguida dijo lo que pensaba; imagínate que hubiera llevado dentro de sí semejante ruindad por mi parte. ¡El bueno de Peter!
¡Ahora sí que deberé y tendré que contarle todo!
Ta Ana


Viernes, 24 de marzo de 1944


Querida Kitty:
Últimamente subo mucho a la habitación de Peter por las no­ches a respirar algo del aire fresco nocturno. En una habitación a oscuras se puede conversar como Dios manda, mucho más que cuando el sol te hace cosquillas en la cara. Es un gusto estar sen­tada arriba a su lado delante de la ventana y mirar hacia fuera. Van Daan y Dussel me gastan bromas pesadas cuando desaparezco en la habitación de Peter. «La segunda patria de Ana», dicen, o «¿es conveniente que un caballero reciba la visita de una dama tan tarde por la noche, en la oscuridad?». Peter tiene una presencia de ánimo sorprendente cuando nos hacen esos comentarios supuestamente graciosos. Por otra parte, Mamá es bastante curiosa y le encantaría preguntarme de qué temas hablamos, si no fuera porque secreta­mente tiene miedo a un rechazo por mi parte. Peter dice que lo que pasa es que los mayores nos tienen envidia porque somos jóvenes y no hacemos caso de sus comentarios ponzoñosos.
A veces viene abajo a buscarme, pero eso también es muy penoso, porque pese a todas las medidas preventivas se pone colo­rado como un tomate y se le traba la lengua. ¡Qué suerte que yo nunca me pongo colorada! Debe ser una sensación muy desagra­dable.
Por lo demás, me sabe muy mal que mientras yo estoy arriba gozando de buena compañía, Margot esté abajo sola. ¿Pero qué ganamos con cambiarlo? A mí no me importa que venga arriba con nosotros, pero es que sobraría y no se sentiría cómoda.
Todo el día me hacen comentarios sobre nuestra repentina amistad, y te prometo que durante la comida ya se ha dicho no sé cuántas veces que tendremos que casarnos en la Casa de atrás, si la guerra llega a durar cinco años más. ¿Y a nosotros qué nos impor­tan esas habladurías de los viejos? De cualquier manera no mu­cho, porque son una bobada. ¿Acaso también mis padres se han olvidado de que han sido jóvenes? Al parecer sí; al menos, siem­pre nos toman en serio cuando les gastamos una broma, y se ríen de nosotros cuando hablamos en serio.
De verdad no sé cómo ha de seguir todo esto, ni si siempre ten­dremos algo de qué hablar. Pero si lo nuestro sigue en pie, tam­bién podremos estar juntos sin necesidad de hablar. ¡Ojalá los vie­jos del piso de arriba no fueran tan estúpidos! Seguro que es porque prefieren no verme. De todas formas, Peter y yo nunca les diremos de qué hablamos. ¡Imagínate si supieran que tratamos aquellos temas tan íntimos!
Quisiera preguntarle a Peter si sabe cómo es el cuerpo de una chica. Creo que en los varones la parte de abajo no es tan compli­cada como la de las mujeres. En las fotos o dibujos de un hombre desnudo puede apreciarse perfectamente cómo son, pero en las mujeres no. Los órganos sexuales (o como se llamen) de las muje­res están más escondidos entre las piernas. Es de suponer que Pe­ter nunca ha visto a una chica de tan cerca, y a decir verdad, yo tampoco. Realmente lo de los varones es mucho más sencillo.
¿Cómo diablos tendría que explicarle a Peter el funcionamiento del aparato femenino? Porque, por lo que me dijo una vez, ya me he dado cuenta de que no lo sabe exactamente. Dijo algo de la abertura del útero, pero ésta está por dentro, y no se la puede ver.
Es notable lo bien organizada que está esa parte del cuerpo en no­ sotras. Antes de cumplir los once o doce años, no sabía que tam­bién estaban los labios de dentro de la vulva, porque no se veían. Y lo más curioso del caso es que yo pensaba que la orina salía del clí-
toris. Una vez, cuando le pregunté a mamá lo que significaba esa cosa sin salida, me dijo que no sabía. ¡Qué rabia me da que siem­pre se esté haciendo la tonta!
Pero volvamos al tema. ¿Cómo diablos hay que hacer para des­cribir la cosa sin un ejemplo a mano? ¿Hacemos la prueba aquí? ¡Pues vamos!
De frente, cuando estás de pie, no ves más que pelos. Entre las piernas hay una especie de almohadillas, unos elementos blandos, también con pelo, que cuando estás de pie están cerradas, y no se puede ver lo que hay dentro. Cuando te sientas, se separan, y por dentro tienen un aspecto muy rojo y carnoso, nada bonito. En la parte superior, entre los labios mayores, arriba, hay como un plie­gue de la piel, que mirado más detenidamente resulta ser una es­pecie de tubo, y que es el clítoris. Luego vienen los labios meno­res, que también están pegados uno a otro como si fueran un pliegue. Cuando se abren, dentro hay un bultito carnoso, no más grande que la punta de un dedo. La parte superior es porosa: allí hay unos cuantos orificios por donde sale la orina. La parte inferior pa­rece estar compuesta sólo por piel, pero sin embargo allí está la va­gina. Está casi toda cubierta de pliegues de la piel, y es muy difícil descubrirla. Es tan tremendamente pequeño el orificio que está de­bajo, que casi no logro imaginarme cómo un hombre puede entrar ahí, y menos cómo puede salir un niño entero. Es un orificio al que ni siquiera con el dedo puedes entrar fácilmente. Eso es todo, y pensar que todo esto juega un papel tan importante.
Tu Ana M. Frank

Sábado, 25 de marzo de 1944


Querida Kitty:
Cuando una va cambiando, sólo lo nota cuando ya está cam­biada. Yo he cambiado, y mucho: completa y totalmente. Mis opi­niones, mis pareceres, mi visión crítica, mi aspecto, mi carácter: todo ha cambiado. Y puedo decirlo tranquilamente, porque es cierto, que todo ha cambiado para bien. Ya alguna vez te he con­tado lo difícil que ha sido para mí dejar atrás esa vida de muñeca adorada y venir aquí, en medio de la cruda realidad de regañinas y de mayores. Pero papá y mamá son culpables en gran parte de mu­chas de las cosas por las que he tenido que pasar. En casa veían con gusto que fuera una chica alegre, y eso estaba bien, pero aquí no debieron haberme instigado ni mostrado sólo el lado de las pe­leas y discusiones. Pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que aquí, en cuestión de peleas, van más o menos empatados. Pero ahora sé cuántos errores se han cometido aquí, por parte de los mayores y por parte de los jóvenes. El error más grande de papá y mamá con respecto a los Van Daan es que nunca hablan de ma­nera franca y amistosa (aunque lo amistoso sólo sea fingido). Yo lo que quisiera es, ante todo, preservar la paz y no pelearme ni co­tillear. En el caso de papá y de Margot no es tan difícil; en el de mamá sí lo es, y por eso está muy bien que ella misma a veces me llame la atención. Al señor Van Daan una puede ganárselo dándole la razón, escuchándole muda y sin replicar, y sobre todo... contes­tando a sus múltiples chistes y bromas pesadas con otra broma. A la señora hay que ganársela hablando abiertamente y cediendo en todo. Ella misma también reconoce sus fallos, que son muchos, sin regatear. Me consta que ya no piensa tan mal de mí como al princi­pio, y sólo es porque soy sincera y no ando lisonjeando a la gente así como así. Quiero ser sincera, y creo que siéndolo se llega mu­cho más lejos. Además, la hace sentir a una mucho mejor.
Ayer la señora me habló del arroz que le hemos dado a Kleiman.
-Le hemos dado, y dado, y vuelto a dar -dijo-. Pero llega un momento en que hay que decir: basta, ya es suficiente. El propio señor Kleiman, si se toma la molestia, puede conseguir arroz por su cuenta. ¿Por qué hemos de dárselo todo de nuestras provisio­nes? Nosotros aquí lo necesitamos igual que él.
-No, señora -le contesté-. No estoy de acuerdo con usted. Tal vez sea cierto que el señor Kleiman puede conseguir arroz, pero le fastidia tener que ocuparse de ello. No es asunto nuestro criticar a quienes nos protegen. Debemos darles todo lo que no nos haga absolutamente falta a nosotros y que ellos necesiten. Un platito de arroz a la semana no nos sirve de mucho, también pode­mos comer legumbres.
A la señora no le pareció que fuera así, pero también dijo que aunque no estaba de acuerdo, no le importaba ceder, que eso ya era otra cosa.
Bueno, dejémoslo ahí; a veces sé muy bien cuál es mi lugar, y otras aún estoy en la duda, pero ya me abriré camino. ¡Ah!, y sobre todo ahora, que tengo ayuda, porque Peter me ayuda a roer bastantes huesos duros y a tragar mucha saliva.
De verdad no sé hasta qué punto me quiere o si alguna vez nos llegaremos a dar un beso. De cualquier manera, no quisiera for­zarlo. A papá le he dicho que voy mucho a ver a Peter y le pre­gunté si le parecía bien. ¡Naturalmente que le pareció bien!
A Peter le cuento cosas con gran facilidad, que a otros nunca
les cuento. Así, por ejemplo, le he dicho que más tarde me gusta­ría mucho escribir, e incluso ser escritora, o al menos no dejar de escribir aunque ejerza una profesión o desempeñe alguna otra tarea.
No soy rica en dinero ni en bienes terrenales; no soy hermosa, ni inteligente, ni lista; ¡pero soy feliz y lo seguiré siendo! Soy feliz por naturaleza, quiero a las personas, no soy desconfiada y quiero verlas felices conmigo.
Tuya, afectísima, Ana M. Frank


De nuevo el día no ha traído nada, ha sido como la noche cerrada.
(Esto es de hace unas semanas y ahora ya no cuenta. Pero como mis versos son tan contados, he querido escribírtelos.)


Lunes, 27 de marzo de 1944

Querida Kitty:
En nuestra historia escrita de escondidos, no debería faltar un extenso capítulo sobre política, pero como el tema no me interesa tanto, no le he prestado demasiada atención. Por eso, hoy dedi­caré una carta entera a la política.
Es natural que haya muchas opiniones distintas al respecto, y es aún más lógico que en estos tiempos difíciles de guerra se hable mucho del asunto, pero... ¡es francamente estúpido que todos se peleen tanto por ella! Que apuesten, que se rían, que digan pala­brotas, que se quejen, que hagan lo que les venga en gana y que se pudran si quieren, pero que no se peleen, porque eso por lo gene­ral acaba mal. La gente que viene de fuera nos trae muchas noti­cias que no son ciertas; sin embargo, nuestra radio hasta ahora nunca ha mentido. En el plano político, los ánimos de todos (Jan, Miep, Kleiman, Bep y Kugler) van para arriba y para abajo, los de Jan algo menos que los de los demás.
Aquí, en la Casa de atrás, el ambiente en lo que a política se re­fiere es siempre el mismo. Los múltiples debates sobre la inva­sión, los bombardeos aéreos, los discursos, etc., etc., van acompa­ñados de un sinnúmero de exclamaciones, tales como «¡Im-po­sii-ble! ¡Por el amor de Dios, si todavía no han empezado, adónde irremos a parrar! ¡Todo va viento en poo-pa, es-tu-penn-do, ex­ce-lenn-te! »
Optimistas y pesimistas, sin olvidar sobre todo a los realistas, manifiestan su opinión con inagotable energía, y como suele suce­der en todos estos casos, cada cual cree que sólo él tiene razón. A cierta señora le irrita la confianza sin igual que les tiene a los in­gleses su señor marido, y cierto señor ataca a su señora esposa a raíz de los comentarios burlones y despreciativos de ésta respecto de su querida nación.
Y así sucesivamente, de la mañana a la noche, y lo más curioso es que nunca se aburren. He descubierto algo que funciona a las mil maravillas: es como si pincharas a alguien con alfileres, hacién­dole pegar un bote. Exactamente así funciona mi descubrimiento. Ponte a hablar sobre política, y a la primera pregunta, la primera palabra, la primera frase... ¡ya ha metido baza toda la familia!

Como si las Werhmachtsberichte[1] alemanas y la BBC inglesa no fueran suficientes, hace algunos días han empezado a transmitir un Luftlagemeldung[2]. Estupendo, en una palabra; pero la otra cara de la moneda muchas veces decepciona. Los ingleses han hecho de su arma aérea una empresa de régimen continuo, que sólo se puede comparar con las mentiras alemanas, que son ídem de ídem.
O sea, que la radio se enciende ya a las ocho de la mañana (si no más temprano) y se la escucha cada hora, hasta las nueve, las diez o, a veces, hasta las once de la noche. Ésta es la prueba más clara de que los adultos tienen paciencia y un cerebro de difícil acceso (algunos de ellos, naturalmente; no quisiera ofender a nadie). Con una sola emisión, o dos a lo sumo, nosotros ya tendríamos bas­tante para todo el día, pero esos viejos gansos... en fin, que ya lo he dicho. El programa para los trabajadores, Radio Orange, Frank Philips o Su Majestad la Reina Guillermina, a todos les llega su turno y a todos se les sigue con atención; si no están comiendo o durmiendo, es que están sentados alrededor de la radio y hablan de comida, de dormir o de política. ¡Uf!, es una lata, y si no nos cuidamos nos convertiremos todos en unos viejos aburridos. Bueno, esto ya no vale para los mayores...
Para dar ejemplos edificantes, los discursos de nuestro muy querido Winston Churchill resultan ideales.
Nueve de la noche del domingo. La tetera está en la mesa, de­bajo del cubreteteras. Entran los invitados. Dussel se sienta junto a la radio, el señor delante, y Peter a su lado; Mamá junto al señor, la señora detrás, Margot y yo detrás del todo y Pim junto a la mesa. Me parece que no te he descrito muy claramente dónde se ha sentado cada uno, pero nuestro sitio tampoco importa tanto. Los señores fuman, los ojos de Peter se cierran, por el esfuerzo que hace al escuchar, mamá lleva una bata larga, negra, y la señora no hace más que temblar de miedo a causa de los aviones, que no hacen caso del discurso y enfilan alegremente hacia Essen. Papá bebe un sorbo de té, Margot y yo estamos fraternalmente unidas por Mouschi, que ha acaparado una rodilla de cada una para dor­mir. Margot se ha puesto rulos, yo llevo un camisón demasiado pequeño, corto y ceñido. La escena parece íntima, armoniosa, pa­cífica, y por esta vez lo es, pero yo espero con el corazón en un puño las consecuencias que traerá el discurso. Casi no pueden es­perar hasta el final, se mueren de impaciencia por ver si habrá pe­lea o no. ¡Chis, chis! como un gato que está al acecho de un ratón, todos se azuzan mutuamente hasta acabar en riñas y disputas.
Tu Ana


Martes, 18 de marzo de 1944

Mi querida Kitty:
Podría escribirte mucho más sobre política, pero hoy tengo an­tes muchas otras cosas que contarte. En primer lugar, mamá me ha prohibido que vaya arriba, porque según ella la señora Van Daan está celosa. En segundo lugar, Peter ha invitado a Margot para que también vaya arriba, no sé si por cortesía o si va en serio.
En tercer lugar, le he preguntado a papá si le parecía que debía hacer caso de esos celos y me ha dicho que no.
¿Qué hacer? Mamá está enfadada, no me deja ir arriba, quiere que vuelva a estudiar en la habitación con Dussel, quizá tam­bién sienta celos. Papá está de acuerdo con que Peter y yo pa­semos esas horas juntos y se alegra de que nos llevemos tan bien. Margot también quiere a Peter, pero según ella no es lo mismo hablar sobre determinados temas de a tres que de a dos.
Por otra parte, mamá cree que Peter está enamorado de mí; te confieso que me gustaría que lo estuviera, así estaríamos a la par y podríamos comunicarnos mucho mejor. Mamá también dice que Peter me mira mucho; es cierto que más de una vez nos hemos guiñado el ojo estando en la habitación, y que él me mira los hoyuelos de las mejillas. ¿Acaso debería yo hacer algo para evitarlo?
Estoy en una posición muy difícil. Mamá está en mi contra, y yo en la suya. Papá cierra los ojos ante la lucha silenciosa en­tre mamá y yo. Mamá está triste, ya que aún me quiere; yo no estoy triste para nada, ya que ella y yo hemos terminado.
¿Y Peter...? A Peter no lo quiero dejar. ¡Es tan bueno y lo admiro tanto! Entre nosotros puede que ocurra algo muy bo­nito, pero ¿por qué tienen que estar metiendo los viejos sus na­rices? Por suerte estoy acostumbrada a ocultar lo que llevo dentro, por lo que no me resulta nada difícil no demostrar lo mucho que le quiero. ¿Dirá él algo alguna vez? ¿Sentiré alguna vez su mejilla, tal como sentí la de Petel en sueños? ¡Ay, Peter y Petel, sois el mismo! Ellos no nos comprenden, nunca com­prenderán que nos conformamos con estar sentados Juntos sin hablar. No comprenden lo que nos atrae tanto mutuamente. ¿Cuándo superaremos todas estas dificultades? Y sin embargo está bien superarlas, así es más bonito el final. Cuando él está recostado con la cabeza en mis brazos y los ojos cerrados, es aún un niño. Cuando juega con Mouschi o habla de él, está lleno de amor. Cuando carga patatas o alguna otra cosa pesada, está lleno de fuerza. Cuando se pone a mirar los disparos o los ladrones en la oscuridad, está lleno de valor, y cuando hace las cosas con torpeza y falto de habilidad, está lleno de ternura. Me gusta mucho más que él me explique alguna cosa, y que no le tenga que enseñar algo yo. ¡Cuánto me gustaría que fuera superior a mí en casi todo!
¡Qué me importan a mí todas las madres! ¡Ay, cuándo me dirá lo que me tiene que decir!
Papá siempre dice que soy vanidosa, pero no es cierto: sólo soy coqueta. No me han dicho muchas veces que soy guapa; sólo C. N. me dijo que le gustaba mi manera de reírme. Ayer Peter me hizo un cumplido sincero y, por gusto, te citaré más o menos nuestra conversación.
Peter me decía a menudo «¡Sonríe!», lo que me llamaba la aten­ción. Entonces, ayer le pregunté:
-¿Por qué siempre quieres que sonría?
-Porque me gusta. Es que se te forman hoyuelos en las meji­llas. ¿De qué te saldrán?
-Son de nacimiento. También tengo uno en la barbilla. Son los únicos elementos de belleza que poseo.
-¡Qué va, eso no es verdad!
-Sí que lo es. Ya sé que no soy una chica guapa; nunca lo he sido y no lo seré nunca.
-Pues a mí no me parece que sea así. Yo creo que eres guapa. -No es verdad.
-Créetelo, te lo digo yo.
Yo, naturalmente, le dije lo mismo de él.

Tu Ana M. Frank

Miércoles, 29 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Anoche, por Radio Orange, el ministro Bolkestein dijo que después de la guerra se hará una recolección de diarios y cartas re­lativos a la guerra. Por supuesto que todos se abalanzaron sobre mi diario. ¡Imagínate lo interesante que sería editar una novela so­bre «la Casa de atrás»! El título daría a pensar que se trata de una novela de detectives.
Pero hablemos en serio. Seguro que diez años después de que haya acabado la guerra, resultará cómico leer cómo hemos vivido, comido y hablado ocho judíos escondidos. Pero si bien es cierto que te cuento bastantes cosas sobre nosotros, sólo conoces una pequeña parte de nuestras vidas. El miedo que tenemos las muje­res cuando hay bombardeos, por ejemplo el domingo, cuando So aviones ingleses tiraron más de media tonelada de bombas so­bre IJmuiden, haciendo temblar las casas como la hierba al viento; la cantidad de epidemias que se han desatado.
De todas esas cosas tú no sabes nada, y yo tendría que pasarme el día escribiendo si quisiera contártelo todo y con todo detalle. La gente hace cola para comprar verdura y miles de artículos más; los médicos no pueden ir a asistir a los enfermos porque cada dos por tres les roban el vehículo; son tantos los robos y asaltos que hay, que te preguntas cómo es que a los holandeses les ha dado ahora por robar tanto. Niños de ocho a once años rompen las ventanas de las casas y entran a desvalijarlas. Nadie se atreve a de­jar su casa más de cinco minutos, porque si te vas, desaparecen to­das tus cosas. Todos los días salen avisos en los periódicos ofre­ciendo recompensas por la devolución de máquinas de escribir robadas, alfombras persas, relojes eléctricos, telas, etc. Los relojes eléctricos callejeros los desarman todos, y a los teléfonos de las cabinas no les dejan ni los cables.
El ambiente entre la población no puede ser bueno; todo el mundo tiene hambre, la ración semanal no alcanza ni para dos días, salvo en el caso del sucedáneo del café. La invasión se hace esperar, a los hombres se los llevan a Alemania a trabajar, los ni­ños caen enfermos o están desnutridos, todo el mundo tiene la ropa y los zapatos en mal estado. Una suela cuesta 7,50 florines en el mercado negro. Además, los zapateros no aceptan clientes nue­vos, o hay que esperar cuatro meses para que te arreglen los zapa­tos, que entretanto muchas veces han desaparecido.
Hay una cosa buena en todo esto, y es que el sabotaje contra el Gobierno aumenta a medida que la calidad de los alimentos em­peora y las medidas contra la población se hacen más severas. El servicio de distribución, la policía, los funcionarios, todos coope­ran para ayudar a sus conciudadanos, o bien los delatan para que vayan a parar a la cárcel. Por suerte, sólo un pequeño porcentaje de la población holandesa colabora con el bando contrario.

Tu Ana



Viernes, 31 de marzo de 1944

Querida Kitty:
Imagínate que con el frío que aún hace, la mayoría de la gente ya lleva casi un mes sin carbón. ¿No te parece horrendo? Los áni­mos en general han vuelto a ser optimistas con respecto al frente ruso, que es formidable. Es cierto que no te escribo tanto sobre política, pero ahora sí que tengo que comunicarte su posición: es­tán cerca de la Gobernación General y a orillas del Prut, en Ruma­nia. Han llegado casi hasta Odesa y han sitiado Ternopol, desde donde todas las noches esperan un comunicado extra de Stalin.
En Moscú tiran tantas salvas de cañón, que la ciudad se estre­mece a diario. No sé si será que les gusta hacer como si la guerra estuviera cerca, o si es la única manera que conocen para expresar su alegría.
Hungría ha sido ocupada por tropas alemanas. Allí todavía vi­ven un millón de judíos. Ahora seguro que les ha llegado la hora.
Aquí no pasa nada en especial. Hoy es el cumpleaños del señor Van Daan. Le han regalado dos paquetes de tabaco, café como para una taza, que le había guardado su mujer, Kugler le ha rega­lado ponche de limón, Miep sardinas, y nosotros agua de colonia; luego dos ramos de lilas, tulipanes, sin olvidar una tarta rellena de frambuesas y grosellas, un tanto gomosa por la mala calidad de la harina y la ausencia de mantequilla, pero aun así deliciosa.
Las habladurías sobre Peter y yo han remitido un poco. Esta noche pasará a buscarme; muy amable de su parte, ¿no te parece?, sobre todo porque odia hacerlo. Somos muy amigos, estamos mu­cho juntos y hablamos de los temas más variados. Estoy tan con­tenta de que nunca necesite contenerme al tocar temas delicados, como sería el caso con otros chicos. Así, por ejemplo, hemos es­tado hablando sobre la sangre, y eso también abarca la menstrua­ción, etc. Dice que las mujeres somos muy tenaces, por la manera en que resistimos la pérdida de la sangre así como así. Dijo que también yo era muy tenaz. Adivina por qué.
Mi vida aquí ha mejorado mucho, muchísimo. Dios no me ha dejado sola, ni me dejará.

Tu Ana M. Frank


Sábado, 7 de abril de 1944

Mi querida Kitty:
Y sin embargo todo sigue siendo tan difícil, ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Deseo fervorosamente que me dé un beso, ese beso que está tardando tanto. ¿Seguirá considerándome sólo una amiga? ¿Acaso no soy ya algo más que eso?
Tú sabes y yo sé que soy fuerte, que la mayoría de las cargas las soporto yo sola. Nunca he acostumbrado compartir mis car­gas con nadie, nunca me he aferrado a una madre, pero ¡cómo me gustaría ahora reposar mi cabeza contra su hombro y tan sólo poder estar tranquila!
No puedo, nunca puedo olvidar el sueño de la mejilla de Peter, cuando todo estaba tan bien. ¿Acaso él no desea lo mismo? ¿O es que sólo es demasiado tímido para confesarme su amor? ¿Por qué quiere tenerme consigo tan a menudo entonces? ¡Ay, ojalá me lo dijera!
Será mejor que acabe, que recupere la tranquilidad. Seré fuerte, y con un poco de paciencia también aquello llegará, pero lo peor es que parece que siempre fuera yo la que lo persigue. Siempre soy yo la que va arriba, y no él quien viene hacia mí. Pero eso es por la distribución de las habitaciones, y él entiende muy bien el inconveniente. Como también entiende tantas otras cosas.

Tu Ana M. Frank


Lunes, 3 de abril de 1944

Mi querida Kitty:
Contrariamente a lo que tengo por costumbre, pasaré a escri­birte con todo detalle sobre la comida, ya que se ha convertido en un factor primordial y difícil, no sólo en la Casa de atrás, sino también en Holanda, en toda Europa y aun más allá.
En los z i meses que llevamos aquí, hemos tenido unos cuan­tos «ciclos de comidas». Te explicaré de qué se trata. Un «ciclo de comidas» es un período en el que todos los días comemos el mismo plato o la misma verdura. Durante una época no hubo otra cosa que comer que escarola: con arena, sin arena, con puré de patatas, sola o en guiso; luego vinieron las espinacas, los colinabos, los salsifíes, los pepinos, los tomates, el chucrut, etc.
Te aseguro que no es nada agradable comer todos los días chucrut, por ejemplo, y menos aún dos veces al día; pero cuando se tiene hambre, se come cualquier cosa; ahora, sin embargo, esta­mos en el mejor período: no se consigue nada de verdura.
El menú de la semana para la comida del mediodía es el si­guiente: judías pintas, sopa de guisantes, patatas con albóndigas de harina, cholent[3] de patatas; luego, cual regalo del cielo, nabizas o zanahorias podridas, y de nuevo judías. De primero siempre co­memos patatas; en primer lugar a la hora del desayuno, ya que no hay pan, pero entonces al menos las fríen un poco. Hacemos sopa de judías pintas o blancas, sopa de patatas, sopa juliana de sobre, sopa de pollo de sobre, o sopa de judías pintas de sobre. Todo lleva judías pintas, hasta el pan. Por las noches siempre comemos patatas con sucedáneo de salsa de carne y ensalada de remolachas, que por suerte todavía nos quedan. De las albóndigas de harina faltaba mencionar que las hacemos con harina del Gobierno, agua y levadura. Son tan gomosas y duras que es como si te cayera una piedra en el estómago, pero en fin...
El mayor aliciente culinario que tenemos es el trozo de morcilla de hígado de cada semana y el pan seco con mermelada. ¡Pero aún estamos con vida, y a veces todas estas cosas hasta saben bien!

Tu Ana M. Frank Miércoles, f de abril de 1944

Mi querida Kitty:
Durante mucho tiempo me he preguntado para qué sigo estu­diando; el final de la guerra es tan remoto y tan irreal, tan bello y maravilloso. Si a finales de septiembre aún estamos en guerra, ya no volveré a ir al colegio, porque no quiero estar retrasada dos años.
Los días estaban compuestos de Peter, nada más que de Peter, sueños y pensamientos, hasta que el sábado por la noche sentí que me entraba una tremenda flojera, un horror... En compañía de Pe­ter estuve conteniendo las lágrimas, más tarde, mientras tomába­mos el ponche de limón con los Van Daan, no paré de reírme, de lo animada y excitada que estaba, pero apenas estuve sola, supe que tenía que llorar para desahogarme. Con el camisón puesto me dejé deslizar de la cama al suelo y recé primero muy intensamente mi largo rezo; luego lloré con la cabeza apoyada en los brazos y las rodillas levantadas, a ras del suelo, toda encorvada. Un fuerte sollozo me hizo volver a la-habitación y contuve mis lágrimas, ya que al lado no debían oírme. Entonces empecé a balbucear unas palabras para alentarme a mí misma: «¡Debo hacerlo, debo ha­cerlo, debo hacerlo...!» Entumecida por la inusual postura, fui a dar contra el borde de la cama y seguí luchando, hasta que poco antes de las diez y media me metí de nuevo en la cama. ¡Se me ha­bía pasado!
Y ahora ya se me ha pasado del todo. Debo seguir estudiando, para no ser ignorante, para progresar, para ser periodista, porque eso es lo que quiero ser. Me consta que sé escribir. Algunos cuen­tos son buenos; mis descripciones de la Casa de atrás, humorísti­cas; muchas partes del diario son expresivas, pero... aún está por ver si de verdad tengo talento.
«El sueño de Eva» es mi mejor cuento de hadas, y lo curioso es que de verdad no sé de dónde lo he sacado. Mucho de «La vida de Cady» también está bien, pero en su conjunto no vale nada. Yo misma soy mi mejor crítico, y el más duro. Yo misma sé lo que está bien escrito, y lo que no. Quienes no escriben no saben lo bonito que es escribir. Antes siempre me lamentaba por no saber dibujar, pero ahora estoy más que contenta de que al menos sé es­cribir. Y si llego a no tener talento para escribir en los periódicos o para escribir libros, pues bien, siempre me queda la opción de escribir para mí misma. Pero quiero progresar; no puedo imagi­narme que tuviera que vivir como mamá, la señora Van Daan y to­das esas mujeres que hacen sus tareas y que más tarde todo el mundo olvidará. Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme. No quiero haber vivido para nada, como la mayoría de las personas. Quiero ser de utilidad y alegría para los que viven a mi alrededor, aun sin conocerme. ¡Quiero seguir vi­viendo, aun después de muerta! Y por eso le agradezco tanto a Dios que me haya dado desde que nací la oportunidad de ins­truirme y de escribir, o sea, de expresar todo lo que llevo dentro de mí.
Cuando escribo se me pasa todo, mis penas desaparecen, mi va­lentía revive. Pero entonces surge la gran pregunta: ¿podré escri­bir algo grande algún día? ¿Llegaré algún día a ser periodista y es­critora?
¡Espero que sí, ay, pero tanto que sí! Porque al escribir puedo plasmarlo todo: mis ideas, mis ideales y mis fantasías.
Hace mucho que he abandonado «La vida de Cady»; en mi mente sé perfectamente cómo la historia ha de continuar, pero me cuesta escribirlo. Tal vez nunca la acabe; tal vez vaya a parar a la papelera o a la estufa. No es una idea muy alentadora, pero si lo pienso, reconozco que a los catorce años, y con tan poca expe­riencia, tampoco se puede escribir filosofía.
Así que adelante, con nuevos ánimos, ya saldrá, ¡porque he de escribir, sea como sea!
Tu Ana M. Frank

Jueves, 6 de abril de 1944

Querida Kitty:
Me has preguntado cuáles son mis pasatiempos e intereses, y quisiera responderte, pero te aviso: no te asustes, que son unos cuantos.
En primer lugar: escribir, pero eso en realidad no lo considero un pasatiempo.
En segundo lugar: hacer árboles genealógicos. En todos los pe­riódicos, libros y demás papeles busco genealogías de las familias reales de Francia, Alemania, España, Inglaterra, Austria, Rusia, Noruega y Holanda. En muchos casos ya voy bastante adelantada, sobre todo ya que hace mucho que llevo haciendo apuntes cuando leo alguna biografía o algún libro de historia. Muchos párrafos de historia hasta me los copio enteros.
Y es que mi tercer pasatiempo es la historia, y para ello papá ya me ha comprado muchos libros. ¡No veo la hora de poder ir a la biblioteca pública para documentarme!
Mi cuarto pasatiempo es la mitología griega y romana. También sobre este tema tengo unos cuantos libros. Puedo nombrarte de memoria las nueve musas y las siete amantes de Zeus, me conozco al dedillo las esposas de Hércules, etc., etc.
Otras aficiones que tengo son las estrellas de cine y los retratos de familia. Me encantan la lectura y los libros. Me interesa mucho la historia del arte, sobre todo los escritores, poetas y pintores. Los músicos quizá vengan más tarde. Auténtica antipatía le tengo al álgebra, a la geometría y a la aritmética. Las demás asignaturas me gustan todas, especialmente historia.

Tu Ana M. Frank


Martes, 11 de abril de 1944

Mi querida Kitty:
La cabeza me da vueltas, de verdad no sé por dónde empezar. El jueves (la última vez que te escribí) fue un día normal. El viernes fue Viernes Santo; por la tarde jugamos al juego de la Bolsa, al igual que el sábado por la tarde. Esos días pasaron todos muy rá­pido. El sábado, alrededor de las dos de la tarde, empezaron a ca­ñonear; eran cañones de tiro rápido, según los señores. Por lo de­más, todo tranquilo.
El domingo a las cuatro y media de la tarde vino a verme Peter, por invitación mía; a las cinco y cuarto subimos al desván de de­lante, donde nos quedamos hasta las seis. De seis a siete y cuarto pasaron por la radio un concierto muy bonito de Mozart; sobre todo me gustó mucho la Pequeña serenata nocturna. En la habita­ción casi no puedo oír música, porque cuando es música bonita, dentro de mí todo se pone en movimiento.
El domingo por la noche Peter no pudo bañarse, porque habían usado la tina para poner cera. A las ocho subimos juntos al desván de delante, y para tener algo blando en que sentarnos me llevé el único cojín que encontré en nuestra habitación. Nos sentamos en un baúl. Tanto el baúl como el cojín eran muy estrechos; estába­mos sentados uno pegado al otro, apoyados en otros baúles. Mouschi nos hacía compañía, de modo que teníamos un espía. De repente, a las nueve menos cuarto, el señor Van Daan nos silbó y nos preguntó si nos habíamos llevado un cojín del señor Dussel.
Los dos nos levantamos de un salto y bajamos con el cojín, el gato y Van Daan.
El cojín de marras nos trajo un buen disgusto. Dussel estaba enfadado porque me había llevado el cojín que usaba de almohada, y tenía miedo de que tuviera pulgas. Por ese bendito cojín movilizó a medio mundo. Para vengarnos de él y de su repelencia, Pe­ter y yo le metimos dos cepillos bien duros en la cama, que luego volvimos a sacar, ya que Dussel quiso volver a entrar en la habita­ción. Nos reímos mucho con este interludio.
Pero nuestra diversión no duraría mucho. A las nueve y media, Peter llamó suavemente a la puerta y le pidió a papá si podía subir para ayudarle con una frase difícil de inglés.
-Aquí hay gato encerrado -le dije a Margot-. Está clarísimo que ha sido una excusa. Están hablando en un tono como si hu­bieran entrado ladrones.
Mi suposición era correcta: en el almacén estaban robando. Papá, Van Daan y Peter bajaron en un santiamén. Margot, mamá, la señora y yo nos quedamos esperando. Cuatro mujeres muertas de miedo necesitan hablar, de modo que hablamos, hasta que abajo oímos un golpe, y luego todo volvió a estar en silencio. El reloj dio las diez menos cuarto. Se nos había ido el color de las ca­ras, pero aún estábamos tranquilas, aunque teníamos miedo. ¿Dónde estarían las hombres? ¿Qué habría sido ese golpe? ¿Esta­rían luchando con los ladrones? Nadie pensó en otra posibilidad, y seguimos a la espera de lo que viniera.
Las diez. Se oyen pasos en la escalera. Papá, pálido y nervioso, entra seguido del señor Van Daan.
-Apagad las luces y subid sin hacer ruido. Es probable que venga la policía.
No hubo tiempo para tener miedo. Apagamos las luces, cogí rá­pido una chaqueta y ya estábamos arriba. -¿Qué ha pasado? ¡Anda, cuenta!
Pero no había nadie que pudiera contar nada. Los hombres ha­bían vuelto a bajar, y no fue sino hasta las diez y diez que volvie­ron a subir los cuatro; dos se quedaron montando guardia junto a la ventana abierta de Peter, la puerta que daba al descansillo tenía el cerrojo echado, y la puerta giratoria estaba cerrada. Alrededor de la lamparilla de noche colgamos un jersey, y luego nos con­taron:
Peter había oído dos fuertes golpes en el descansillo, corrió ha­cia abajo y vio que del lado. izquierdo de la puerta del almacén fal­taba una gran tabla. Corrió hacia arriba, avisó al sector comba­tiente de la familia y los cuatro partieron hacia abajo. Cuando en­traron en el almacén, los ladrones todavía estaban robando. Sin pensarlo, Van Daan gritó: "¡Policía!» Se oyeron pasos apresura­dos fuera, los ladrones habían huido. Para evitar que la Policía no­tara el hueco, volvieron a poner la tabla, pero una fuerte patada desde fuera la hizo volar de nuevo por el aire. Semejante descaro dejó perplejos a nuestros hombres; Van Daan y Peter sintieron ganas de matarlos. Van Daan cogió una hacha y dio un fuerte golpe en el suelo. Ya no se oyó nada más. Volvieron a poner la madera en el hueco, y nuevamente fueron interrumpidos. Un ma­trimonio iluminó con una linterna muy potente todo el almacén. «¡Rediez!», murmuró uno de nuestros hombres, y... ahora su pa­pel había cambiado del de policía al de ladrones. Los cuatro co­rrieron hacia arriba, Dussel y Van Daan cogieron los libros del primero, Peter abrió puertas y ventanas de la cocina y del despa­cho de papá, tiró el teléfono al suelo y por fin todos desaparecie­ron detrás de las paredes del escondite. (Fin de la primera parte.)

Muy probablemente, el matrimonio de la linterna avisó a la Po­licía. Era domingo por la noche, la noche del domingo de Pascua, y el lunes de Pascua no habría nadie en la oficina[4], o sea, que antes del martes por la mañana no nos podríamos mover. ¡Figúrate, dos noches y un día aguantando con ese miedo! No nos imaginába­mos nada, estábamos en la más plena oscuridad, porque la señora, por miedo, había desenroscado completamente la bombilla; las voces susurraban, y cuando algo crujía se oía «ichis, chis!».
Se hicieron las diez y media, las once, ningún ruido; por turnos, papá y Van Daan venían a estar con nosotros. Entonces, a las once y cuarto, un ruido abajo. Entre nosotros se oía la respiración de toda la familia, pero por lo demás no nos movíamos. Pasos en la casa, en el despacho de papá, en la cocina, y luego... ¡en nuestra escalera! Ya no se oía la respiración de nadie, sólo los latidos de ocho corazones. Pasos en nuestra escalera, luego un traqueteo en la puerta giratoria. Ese momento no te lo puedo describir.
-¡Estamos perdidos! -dije, y ya veía que esa misma noche la Gestapo nos llevaría consigo a los quince.
Traqueteo en la puerta giratoria, dos veces, luego se cae una lata, los pasos se alejan. ¡Hasta ahí nos habíamos salvado! Todos sentimos un estremecimiento, oí castañetear varios dientes de ori­gen desconocido, nadie decía aún una sola palabra, y así estuvimos hasta las once y media.
No se oía nada más en el edificio, pero en el descansillo estaba la luz encendida, justo delante del armario. ¿Sería porque nuestro armario resultaba misterioso? ¿Acaso la Policía había olvidado apagar la luz? ¿Vendría aún alguien a apagarla? Se desataron las lenguas, ya no había nadie en la casa, tal vez un guardia delante de la puerta. A partir de ese momento hicimos tres cosas: enunciar suposiciones, temblar de miedo y tener que ir al retrete. Los cu­bos estaban en el desván; sólo nos podría servir la papelera de lata de Peter. Van Daan empezó, luego vino papá, a mamá le daba de­masiada vergüenza. Papá trajo la papelera a la habitación, donde Margot, la señora y yo hicimos buen uso de ella, y por fin también mamá se decidió. Cada vez se repetía la pregunta de si había papel. Por suerte yo tenía algo de papel en el bolsillo.
La papelera olía, todos susurrábamos y estábamos cansados, eran las doce de la noche.
«¡Tumbaos en el suelo y dormid!» A Margot y a mí nos dieron una almohada y una manta a cada una. Margot estaba acostada a cierta distancia de la despensa, y yo entre las patas de la mesa. A ras del suelo no olía tan mal, pero aun así, la señora fue a buscar si­gilosamente polvos de blanqueo; tapamos el orinal con un paño de cocina a modo de doble protección.
Conversaciones en voz alta, conversaciones en voz baja, mieditis, mal olor, ventosidades y un orinal continuamente ocupado; ¡a ver cómo vas a dormir! A las dos y media, sin embargo, ya estaba dema­siado cansada y hasta las tres y media no oí nada. Me desperté cuando la señora estaba acostada con la cabeza encima de mis pies.
-¡Por favor, déme algo que ponerme! -le pedí.
Algo me dio, pero no me preguntes qué: unos pantalones de lana para ponerme encima del pijama, el jersey rojo y la falda ne­gra, medias blancas y unos calcetines rotos.
Entonces, la señora fue a instalarse en el sillón y el señor vino a acostarse sobre mis pies. A partir de las tres y media me puse a pensar, y como todavía temblaba, Van Daan no podía dormir. Me estaba preparando para cuando volviera la Policía. Tendríamos que decir que éramos un grupo de escondidos. Si eran holandeses
del lado bueno, no pasaría nada, pero si eran del NSB[5], tendríamos que sobornarlos.
-¡Hay que esconder la radio! -suspiró la señora.
-¡Sí, en el horno...! -le contestó el señor-. Si nos encuentran a nosotros, ¡que también encuentren la radio!
--¡Entonces también encontrarán el diario de Ana! -se inmis­cuyó papá.
-¡Pues quemadlo! -sugirió la más miedosa de todos.
En ese momento la Policía se puso a traquetear en la puerta-ar­mario; fueron los momentos en que me dio más miedo; ¡mi diario no, a mi diario sólo lo quemarán conmigo! Pero papá ya no con­testó, por suerte.
No tiene ningún sentido que te cite todas las conversaciones que recuerdo. Dijimos un montón de cosas, y yo estuve tranquili­zando a la señora, que estaba muerta de miedo. Hablamos de huir y de interrogatorios de la Gestapo, de llamar por teléfono y de te­ner valor.
-Ahora tendremos que comportarnos como soldados, señora. Si perdemos la vida, que sea por la Reina y por la Patria, por la li­bertad, la verdad y la justicia, como suele decir Radio Orange. Lo único terrible es que junto con nosotros sumimos en la desgracia a todos los otros.
Después de una hora, el señor Van Daan se volvió a cambiar con su mujer, y papá vino a estar conmigo. Los hombres fumaban sin parar; de vez en cuando un profundo suspiro, luego alguien que hacía pis, ¡y otra vez vuelta a empezar!
Las cuatro, las cinco, las cinco y media. Ahora me senté a escu­char junto a Peter, uno pegado al otro, tan pegados, que cada uno sentía los escalofríos en el cuerpo del otro; nos dijimos alguna que otra palabra y aguzamos los oídos. Dentro quitaban los paneles de oscurecimiento y apuntaban los puntos que querían contarle a Kleiman por teléfono.
Y es que a las siete querían llamar por teléfono a Kleiman y ha­cer venir a alguien. Existía el riesgo de que el guardia que estaba delante de la puerta o en el almacén oyera el teléfono, pero era mayor el riesgo de que volviera la Policía.
Aunque inserto aquí la hoja con la memoria de lo ocurrido, lo pasaré a limpio para mayor claridad.
Han entrado ladrones: inspección de la Policía, llegan hasta puerta giratoria, pero no pasan. Ladrones, al parecer interrumpi­dos, forzaron puerta del almacén y huyeron por jardín. Entrada principal con cerrojo, Kugler forzosamente tiene que haber salido por segunda puerta.
Máquinas de escribir y de calcular seguras en caja negra de des­pacho ppal.
También colada de Miep o Bep en tina en la cocina.
Sólo Bep o Kugler tienen llave de segunda puerta; cerradura quizá estropeada.
Intentar avisar a Jan para buscar llave y echar vistazo a oficina; también dar comida al gato.

Por lo demás, todo salió a pedir de boca. Llamaron a Kleiman, se quitaron los palos, pusieron la máquina de escribir en la caja fuerte. Luego nos sentamos alrededor de la mesa a esperar ajan o a la Policía.
Peter se había dormido, el señor Van Daan y yo estábamos tumbados en el suelo, cuando abajo oímos pasos firmes. Me le­vanté sin hacer ruido.
-¡Ése debe ser Jan!
-¡No, no, es la Policía! -dijeron todos los demás.
Llamaron a nuestra puerta-armario, Miep silbó. Para la señora Van Daan fue demasiado: blanca como el papel, se quedó medio traspuesta en su sillón, y si la tensión hubiera durado un minuto más, se habría desmayado.
Cuando entraron Jan y Miep, la habitación ofrecía un espec­táculo maravilloso; la sola mesa merecía que le sacaran una foto: un ejemplar de Cinema & Theater lleno de mermelada y pectina contra la diarrea estaba abierta en una página con fotos de bailarinas, dos potes de mermelada, medio bollo por un lado y un cuarto de bollo por otro, pectina, espejo, peine, cerillas, ceniza, cigarri­llos, tabaco, cenicero, libros, unas bragas, linterna, peineta de la señora, papel higiénico, etc.
Recibimos ajan y Miep con gritos de júbilo y lágrimas, natural­mente. Jan tapó con madera blanca el hueco de la puerta y al poco tiempo salió de nuevo con Miep para dar cuenta del robo a la Poli­cía. Debajo de la puerta del almacén, Miep había encontrado una nota de Sleegers, el sereno, que había descubierto el hueco y avi­sado a la Policía. También a él pasarían a verlo.
Teníamos entonces media hora para arreglarnos. Nunca antes vi producirse tantos cambios en media hora. Abajo, Margot y yo sacamos las camas, fuimos al cuarto de baño, nos lavamos los dientes y las manos y nos arreglamos el pelo. Luego recogí un poco la habitación y volví arriba. Allí ya habían ordenado la mesa, cogimos agua del grifo, hicimos té y café, hervimos leche y pusi­mos la mesa para la hora del café. Papá y Peter vaciaron y limpia­ron los recipientes de orina y excrementos con agua caliente y polvos de blanqueo; el más grande estaba lleno a rebosar y era tan pesado que era muy difícil levantarlo, y además perdía, de modo que hubo que llevarlo dentro de un cubo.
A las once estábamos sentados alrededor de la mesa con Jan, que ya había vuelto, y poco a poco se fue creando ambiente. Jan nos contó la siguiente versión:
En casa de Sleegers, su mujer -Sleegers dormía- le contó que su marido descubrió el hueco de la puerta de casa al hacer su ronda nocturna por los canales, y que junto con un agente de Po­licía al que avisó, recorrieron la planta baja del edificio. El señor Sleegers es sereno particular y todas las noches hace su recorrido por los canales en bicicleta, con sus dos perros. Tenía pensado ve­nir a ver a Kugler el martes para notificarle lo ocurrido. En la co­misaría todavía no sabían nada del robo, pero tomaron nota en se­guida para venir a ver también el martes.
En el camino de vuelta, Jan pasó de casualidad por la tienda de Van Hoeven, nuestro proveedor de patatas, y le contó lo del robo.
-Ya estoy enterado -contestó Van Hoeven, como quien no quiere la cosa-. Anoche pasábamos con mi mujer por su edificio y vimos un hueco en la puerta. Mi mujer quiso que siguiéramos andando, pero yo miré con la linterna, y seguro que entonces los ladrones se largaron. Por las dudas, no llamé a la Policía; en el caso de ustedes, preferí no hacerlo. Yo no sé nada, claro, pero tengo mis sospechas.
Jan le agradeció y se marchó. Seguro que Van Hoeven sospecha que estamos aquí escondidos, porque siempre trae las patatas des­pués de las doce y media y nunca después de la una y media. ¡Buen tipo!
Cuando Jan se fue y nosotras acabamos de fregar los platos, se había hecho la una. Los ocho nos fuimos a dormir. A las tres me­nos cuarto me desperté y vi que el señor Dussel ya había desapa­recido. Por pura casualidad, en el cuarto de baño me encontré, semidormida, con Peter, que acababa de bajar. Quedamos en vernos abajo. Me arreglé un poco y bajé.
-¿Aún te atreves a ir al desván de delante? -me preguntó. Dije que sí, cogí mi almohada envuelta en una tela y nos fuimos al des­ván de delante. Hacía un tiempo maravilloso, y al poco rato sona­ron las sirenas, pero nos quedamos donde estábamos. Peter me puso un brazo al hombro, yo hice lo mismo y así nos quedamos, abrazados, esperando tranquilamente hasta que a las cuatro nos vino a buscar Margot para merendar.
Comimos un bocadillo, tomamos limonada y estuvimos bro­meando, lo que por suerte era posible otra vez, y por lo demás todo normal. Por la noche agradecí a Peter por ser el más valiente de todos.

Ninguno de nosotros ha pasado jamás por un peligro tan grande como el que pasamos esa noche. Dios nos protegió una enormidad, figúrate: la Policía delante de la puerta del escondite, la luz del descansillo encendida, ¡y nosotros aun así pasamos inad­vertidos! «¡Estamos perdidos!», dije entonces en voz baja, pero otra vez nos hemos salvado. Si llega la invasión y las bombas, cada uno podrá defenderse a sí mismo, pero esta vez el miedo era por los buenos e inocentes cristianos.
«iEstamos salvados, sigue salvándonos!» Es lo único que pode­mos decir.

Esta historia ha traído consigo bastantes cambios. En lo suce­sivo, Dussel por las noches se instala en el cuarto de baño, Peter baja a controlar la casa a las ocho y media y a las nueve y media. Ya no podemos abrir la ventana de Peter, puesto que el hombre de j Keg vio que estaba abierta. Después de las nueve y media ya no podemos tirar de la cadena. El señor Sleegers ha sido contratado como vigilante nocturno. Esta noche vendrá un carpintero clan­destino, que usará la madera de nuestras camas de Francfort para fabricar unas trancas para las puertas. En la Casa de atrás se so­mete ahora todo a debate. Kugler nos ha reprochado nuestra im- prudencia; nunca debemos bajar, ha dicho también Jan. Ahora es cuestión de averiguar si Sleegers es de fiar, saber si sus perros se echan a ladrar si oyen a alguien detrás de la puerta, cómo fabricar las trancas, etc.
Hemos vuelto a tomar conciencia del hecho de que somos ju­díos encadenados, encadenados a un único lugar, sin derechos, con miles de obligaciones. Los judíos no podemos hacer valer nuestros sentimientos, tenemos que tener valor y ser fuertes, te­nemos que cargar con todas las molestias y no quejarnos, tenemos que hacer lo que está a nuestro alcance y confiar en Dios. Algún día esta horrible guerra habrá terminado, algún día volveremos a ser personas y no solamente judíos.
¿Quién nos ha impuesto esto? ¿Quién ha hecho de nosotros la excepción entre los pueblos? ¿Quién nos ha hecho sufrir tanto hasta ahora? Ha sido Dios quien nos ha hecho así, pero será tam­bién Dios quien nos elimine. Si cargamos con todo este dolor y aun así siguen quedando judíos, algún día los judíos dejarán de ser los eternos condenados y pasarán a ser un ejemplo. Quién sabe si algún día no será nuestra religión la que pueda enseñar al mundo y a todos los pueblos lo bueno y por eso, sólo por eso nosotros te­nemos que sufrir. Nunca podemos ser sólo holandeses o sólo in­gleses o pertenecer a cualquier otra nación: aparte de nuestra na­cionalidad, siempre seguiremos siendo judíos, estaremos obliga­dos a serlo, pero también queremos seguir siéndolo.
¡Valor! Sigamos siendo conscientes de nuestra tarea y no nos quejemos, que ya habrá una salida. Dios nunca ha abandonado a nuestro pueblo. A lo largo de los siglos ha habido judíos que han sobrevivido, a lo largo de los siglos ha habido judíos que han te­nido que sufrir, pero a lo largo de los siglos también se han hecho fuertes. Los débiles caerán, ¡pero los fuertes sobrevivirán y nunca sucumbirán!

Esa noche supe realmente que iba a morir; esperé a que llegara la Policía, estaba preparada, preparada como los soldados en el campo de batalla. Quería sacrificarme gustosa por la patria, pero ahora, ahora que me he salvado, mi primer deseo después de la guerra es: ¡hacedme holandesa!
Amo a los holandeses, amo a nuestro país, amo la lengua y quiero trabajar aquí. Y aunque tenga que escribirle a la reina en persona: ¡no desistiré hasta que haya alcanzado mi objetivo!

Cada vez me independizo más de mis padres, a pesar de mis po­cos años, tengo más valor vital, y un sentido de la justicia más pre­ciso e intacto que mamá. Sé lo que quiero, tengo una meta, una opinión formada, una religión y un amor. Que me dejen ser yo
misma, y me daré por satisfecha. Sé que soy una mujer, una mujer con fuerza interior y con mucho valor.
Si Dios me da la vida, llegaré más lejos de lo que mamá ha lle­gado jamás, no seré insignificante, trabajaré en el mundo y para la gente.
¡Y ahora sé que lo primero que hace falta es valor y alegría!

Tu Ana M. Frank

Viernes, 14 de abril de 1944

Querida Kitty:
Hay todavía un ambiente muy tenso. Pim está que arde, la se­ñora está en cama con catarro y despotricando, el señor sin sus pi­tillos está pálido; Dussel, que ha sacrificado mucha comodidad, se pasa el día haciendo comentarios y objeciones, etc., etc. De mo­mento no estamos de suerte. El retrete pierde y el grifo se ha pa­sado de rosca. Gracias a nuestros múltiples conocidos, tanto una cosa como la otra podrán arreglarse pronto.

A veces me pongo sentimental, ya lo sabes... pero es que aquí a veces hay lugar para el sentimentalismo. Cuando Peter y yo esta­mos sentados en algún duro baúl de madera, entre un montón de trastos y polvo, con los brazos al cuello y pegados uno al otro, él con un rizo mío en la mano; cuando afuera los pájaros cantan tri­nando; cuando ves que los árboles se ponen verdes; cuando el sol invita a salir fuera; cuando el cielo está tan azul, entonces... ¡ay, entonces quisiera tantas cosas!
Aquí no se ven más que caras descontentas y gruñonas, más que suspiros y quejas contenidas, es como si de repente nuestra situación hubiera empeorado muchísimo. De verdad, las cosas van tan mal como uno las hace ir. Aquí, en la Casa de atrás, nadie mar­cha al frente dando el buen ejemplo, aquí cada uno tiene que apa­ñárselas para dominar sus ánimos.
Ojalá todo acabe pronto, es lo que se oye todos los días.

Mi trabajo, mi esperanza, mi amor, mi valor, todo ello me mantiene en pie y me hace buena.
Te aseguro, Kitty, que hoy estoy un poco loca, aunque no sé por qué. Todo aquí está patas arriba, las cosas no guardan ninguna relación, y a veces me entran serias dudas sobre si más tarde le in­teresará a alguien leer mis bobadas. «Las confidencias de un patito feo»: ése será el título de todas estas tonterías. De verdad no creo que a los señores Bolkestein y Gerbrandy[6] les sea de mucha utili­dad mi diario.

Tu Ana M. Frank


Sábado, 15 de abril de 1944


Querida Kitty:
«Un susto trae otro. ¿Cuándo acabará todo esto?» Son frases que ahora realmente podemos emplear... ¿A que no sabes lo que acaba de pasar? Peter olvidó quitar el cerrojo de la puerta, por lo que Kugler no pudo entrar en el edificio con los hombres del al­macén. Tuvo que ir al edificio de Keg y romper la ventana de la cocina. Teníamos las ventanas abiertas, y esto también Keg lo vio. ¿Qué pensarán los de Keg? ¿Y Van Maaren? Kugler está que trina. Le reprochamos que no hace nada para cambiar las puertas, ¡y nosotros cometemos semejante estupidez! Peter no sabe dónde meterse. Cuando en la mesa mamá dijo que por quien más compasión sentía era por Peter, él casi se echó a llorar. La culpa es de todos nosotros, porque tanto el señor Van Daan como noso­tros casi siempre le preguntamos si ya ha quitado el cerrojo. Tal vez luego pueda ir a consolarlo un poco. ¡Me gustaría tanto poder ayudarle!
A continuación, te escribo algunas confidencias de la Casa de atrás de las últimas semanas:
El sábado de la semana pasada, Moffie se puso malo de repente. Estaba muy silencioso y babeaba. Miep en seguida lo cogió, lo en­volvió en un trapo, lo puso en la bolsa de la compra y se lo llevó a la clínica para perros y gatos. El veterinario le dio un jarabe, ya que Moffie padecía del vientre. Peter le dio un poco del brebaje va­rias veces, pero al poco tiempo Moffie desapareció y se quedó fuera día y noche, seguro que con su novia. Pero ahora tiene la na- riz toda hinchada y cuando lo tocas, se queja. Probablemente le j han dado un golpe en algún sitio donde ha querido robar. Mouschi  estuvo unos días con la voz trastornada. Justo cuando nos había­mos propuesto llevarlo al veterinario también a él, estaba ya prác­ticamente curado.
Nuestra ventana del desván ahora también la dejamos entrea­bierta por las noches. Peter y yo a menudo vamos allí a sentarnos después del anochecer.
Gracias a un pegamento y pintura al óleo, pronto se podrá arre­glar la taza del lavabo. El grifo que estaba pasado de rosca también se ha cambiado por otro.
El señor Kleiman anda ya mejor de salud, por suerte. Pronto irá a ver a un especialista. Esperemos que no haga falta operarlo del estómago.
Este mes hemos recibido ocho cupones de racionamiento. De­safortunadamente, para los primeros quince días sólo dan derecho a legumbres, en lugar de a copos de avena o de cebada. Nuestro mejor manjar es el piccalilly[7]. Si no tienes suerte, en un tarro sólo te vienen pepinos y algo de salsa de mostaza. Verdura no hay en absoluto. Sólo lechuga, lechuga y otra vez lechuga. Nuestras co­midas tan sólo traen patatas y sucedáneo de salsa de carne.
Los rusos tienen en su poder más de la mitad de Crimea. En Cassino los ingleses no avanzan. Lo mejor será confiar en el frente occidental. Bombardeos hay muchos y de gran enverga­dura. En La Haya un bombardero ha atacado el edificio del Regis­tro Civil Nacional. A todos los holandeses les darán nuevas tarje­tas de identificación.
Basta por hoy.

Tu Ana M. Frank



Domingo, 16 de abril de 1944

Mi querida Kitty:
Grábate en la memoria el día de ayer, que es muy importante en mi vida. ¿No es importante para cualquier chica cuando la besan por primera vez? Para mí al menos lo es. El beso que me dio Bram en la mejilla derecha no cuenta, y el que me dio Woudstra en la mano derecha tampoco. ¿Que cómo ha sido lo del beso? Pues bien, te lo contaré.
Anoche, a las ocho, estaba yo sentada con Peter en su diván, y al poco tiempo me puso el brazo al cuello. (Como era sábado, no llevaba puesto el mono.)
-Corrámonos un poco, así no me doy con la cabeza contra el armarito.
Se corrió casi hasta la esquina del diván, yo puse mi brazo de­bajo del suyo, alrededor del cuello, y por poco sucumbo bajo el peso de su brazo sobre mis hombros. Es cierto que hemos estado sentados así en otras ocasiones, pero nunca tan pegados como anoche. Me estrechó bien fuerte contra su pecho, sentí cómo me palpitaba el corazón, pero todavía no habíamos terminado. No descansó hasta que no tuvo mi cabeza reposada en su hombro, con su cabeza encima de la mía. Cuando a los cinco minutos quise sentarme un poco más derecha, en seguida cogió mi cabeza en sus manos y la llevó de nuevo hacia sí. ¡Ay, fue tan maravilloso! No pude decir gran cosa, la dicha era demasiado grande. Me acarició con su mano algo torpe la mejilla y el brazo, jugó con mis rizos y la mayor parte del tiempo nuestras cabezas estuvieron pegadas una contra la otra.
No puedo describirte la sensación que me recorrió todo el cuerpo, Kitty; me sentía demasiado dichosa, y creo que él también.
A las ocho y media nos levantamos. Peter se puso sus zapatos de deporte para hacer menos ruido al hacer su segunda ronda por la casa, y yo estaba de pie a su lado. No me preguntes cómo hice para encontrar el movimiento adecuado, porque no lo sé; lo cierto es que antes de bajar me dio un beso en el pelo, medio sobre la mejilla izquierda y medio en la oreja. Corrí hacia abajo sin vol­verme, y ahora estoy muy deseosa de ver lo que va a pasar hoy.
Domingo por la mañana, i i horas.

Tu Ana M. Frank
Lunes, 17 de abril de 1944

Querida Kitty:
¿Crees tú que papá y mamá estarían de acuerdo en que yo, una chica que aún no ha cumplido los quince años, estuviera sentada en un diván, besando a un chico de diecisiete años y medio? En realidad creo que no, pero lo mejor será confiar en mí misma al respecto. Me siento tan tranquila y segura al estar en sus brazos, soñando, y es tan emocionante sentir su mejilla contra la mía, tan maravilloso saber que alguien me está esperando... Pero, y es que hay un pero, ¿se contentará Peter con esto? No es que haya olvi­dado su promesa, pero al fin y al cabo él es hombre.
Yo misma también sé que soy bastante precoz; a algunos les re­sulta un tanto difícil entender cómo puedo ser tan independiente, cuando aún no he cumplido los quince años. Estoy casi segura de que Margot nunca besaría a un chico si no hubiera perspectiva concreta de compromiso o boda. Ni Peter ni yo tenemos planes en ese sentido. Seguro que tampoco mamá ha tocado a un hombre antes que papá. ¿Qué dirían mis amigas y Jacque si me vieran en brazos de Peter, con mi corazón contra su pecho, mi cabeza sobre su hombro, su cabeza y su cara sobre mi cabeza?
¡Ay, Ana, qué vergüenza! Pero la verdad es que a mí no me pa­rece ninguna vergüenza. Estamos aquí encerrados, aislados del mundo, presas del miedo y la preocupación, sobre todo últimamente. Entonces, ¿por qué los que nos queremos habríamos de permanecer separados? ¿Por qué no habríamos de besarnos, con los tiempos que corren? ¿Por qué habríamos de esperar hasta te- ner la edad adecuada? ¿Por qué habríamos de pedir permiso para todo?
Yo misma me encargaré de cuidarme, y él nunca haría nada que me diera pena o me hiciera daño; entonces, ¿por qué no habría de dejarme guiar por lo que me dicta el corazón y dejar que seamos felices los dos?
Sin embargo, Kitty, creo que notarás un poco mis dudas; su­pongo que es mi sinceridad, que se rebela contra la hipocresía. ¿Te parece que debería contarle a papá lo que hago? ¿Te parece que nuestro secreto debería llegar a oídos de un tercero? Perdería mu­cho de su encanto, pero ¿me haría sentir más tranquila por den­tro? Tendré que consultarlo con él.
Ay, aún hay tantas cosas de las que quisiera hablar con él, por­
que a sólo acariciarle no le veo el sentido. Para poder contarnos lo que sentimos necesitamos mucha confianza, pero saber que dis­ponemos de ella nos hará más fuertes a los dos.

Tu Ana M. Frank

P. D. Ayer por la mañana, toda la familia ya estaba levantada a las seis, ya que habíamos oído ruido de ladrones. Esta vez la víctima quizá haya sido uno de nuestros vecinos. Cuando a las siete con­trolamos las puertas del edificio, estaban herméticamente cerra­das. ¡Menos mal!





Martes, 18 de abril de 1944


Querida Kitty:
Por aquí todo bien. Ayer por la tarde vino de nuevo el carpin­tero, que empezó con la colocación de las planchas de hierro de­lante de los paneles de las puertas. Papá acaba de decir que está se­guro de que antes del 20 de mayo habrá operaciones a gran escala, tanto en Rusia y en Italia como en el frente occidental. Cada vez resulta más difícil imaginarme que nos vayan a liberar de esta si­tuación.
Ayer Peter y yo por fin tuvimos ocasión de tener la conversa­ción que llevábamos postergando por lo menos diez días. Le ex­pliqué todo lo relativo a las chicas, sin escatimar los detalles más íntimos. Me pareció bastante cómico que creyera que normal­mente omitían dibujar el orificio de las mujeres en las ilustracio­nes. De verdad, Peter no se podía imaginar que se encontrara tan metido entre las piernas. La velada acabó con un beso mutuo, más o menos al lado de la boca. ¡Es una sensación maravillosa!
Tal vez un día me lleve conmigo el libro de las frases bonitas cuando vaya arriba, para que por fin podamos ahondar un poco más en las cosas. No me satisface pasarnos todos los días abraza­dos sin más, y quisiera imaginarme que a él le pasa igual.
Después de un invierno de medias tintas, ahora nos está to­cando una primavera hermosa. Abril es realmente maravilloso; no hace ni mucho calor ni mucho frío, y de vez en cuando cae algún chubasco. El castaño del jardín está ya bastante verde, aquí y allá asoman los primeros tirsos.
El sábado Bep nos mimó trayéndonos cuatro ramos de flores: tres de narcisos y un ramillete de jacintos enanos, este último para mí. El aprovisionamiento de periódicos del señor Kugler es cada vez mejor. !
Tengo que estudiar álgebra, Kitty, ¡hasta luego!

Tu Ana M. Frank

Miércoles, 19 de abril de 1944

Amor mío:
(Así se titula una película en la que actúan Dorit Kreysler, Ida Wüst y Harald Paulsen.)
¿Existe en el mundo algo más hermoso que estar sentada de­lante de una ventana abierta en los brazos de un chico al que quie­res, mirando la Naturaleza, oyendo a los pájaros cantar y sin­tiendo cómo el sol te acaricia las mejillas? ¡Me hace sentir tan tranquila y segura con su brazo rodeándome, y saber que está cerca y sin embargo callar! No puede ser nada malo, porque esa tranquilidad me hace bien. ¡Ay, ojalá nunca nos interrumpieran, ni siquiera Mouschi!
Tu Ana M. Frank

Viernes, 21 de abril de 1944

Mi querida Kitty:
Ayer por la tarde estuve en cama con dolor de garganta, pero como ya esa misma tarde me aburrí y no tenía fiebre, hoy me he levantado. Y el dolor de garganta prácticamente ha «des-a-pa-rre­cii-do».
Ayer, como probablemente ya hayas descubierto tú misma, cumplió cincuenta y cinco años nuestro querido Führer. Hoy es el ', 18.° cumpleaños de Su Alteza Real, la princesa heredera Isabel de York. Por la BBC han dicho que, contrariamente a lo que se acos- tumbra a hacer con las princesas, todavía no la han declarado mayor de edad. Ya hemos estado conjeturando con qué príncipe desposarán a esta beldad, pero no hemos podido encontrar al can­didato adecuado. Quizá su hermana, la princesa Margarita Rosa, quiera quedarse con el príncipe Balduino, heredero de la corona de Bélgica...
Aquí caemos de una desgracia en la otra. No acabábamos de po­nerle unos buenos cerrojos a las puertas, cuando aparece en es­cena Van Maaren. Es casi seguro que ha robado fécula de patata, y ahora le quiere echar la culpa a Bep. La Casa de atrás, como te po­drás imaginar, está convulsionada. Bep está que trina. Quizá Ku­gler ahora haga vigilar a ese libertino.
Esta mañana vino el tasador de la Beethovenstraat. Nos ofrece 400 florines por el cofre; también las otras ofertas nos parecen de­masiado bajas.
Voy a pedir a la redacción de De Prins que publiquen unos de mis cuentos de hadas; bajo seudónimo, naturalmente. Pero como los cuentos que he escrito hasta ahora son demasiado largos, no creo que vaya a tener suerte.
Hasta la próxima, darling.
Tu Ana M. Frank


Martes, 25 de abril de 1944


Querida Kitty:
Hace como diez días que Dussel y Van Daan otra vez no se ha­blan, y eso sólo porque hemos tomado un montón de medidas de seguridad después de que entraron los ladrones. Una de ellas es que a Dussel ya no le permiten bajar por las noches. Peter y el se­ñor Van Daan hacen la última ronda todas las noches a las nueve y media, y luego nadie más puede bajar. Después de las ocho de la noche ya no se puede tirar de la cadena, y tampoco después de las ocho de la mañana. Las ventanas no se abren por la mañana hasta que no esté encendida la luz en el despacho de Kugler, y por las noches ya no se les puede poner las tablitas. Esto último ha sido motivo para que Dussel se molestara. Asegura que Van Daan le ha soltado un gruñido, pero ha sido culpa suya. Dice que antes po­dría vivir sin comer que sin respirar aire puro, y que habrá que buscar un método para que puedan abrirse las ventanas.
-Hablaré de ello con el señor Kluger -me ha dicho, y le he contestado que estas cosas no se discuten con el señor Kugler, sino que las resuelve el grupo en su conjunto.
-¡Aquí todo se hace a mis espaldas! -refunfuñó Tendré que hablar con tu padre al respecto.
Tampoco le dejan instalarse en el despacho de Kugler los sá­bados por la tarde ni los domingos, porque podría oírle el jefe de la oficina de Keg cuando viene. Pero Dussel no hizo caso y se volvió a instalar en el despacho. Van Daan estaba furioso y papá bajó a prevenirle. Por supuesto que se salió con algún pretexto pero esta vez ni papá lo aceptó. Ahora también papá habla lo menos posible con él, porque Dussel lo ha ofendido, no sé de qué manera, ni lo sabe ninguno de nosotros, pero debe de haber sido fuerte.
¡Y pensar que la semana que viene el desgraciado festeja su cumpleaños! Cumplir años, no decir ni mu, estar con cara larga y recibir regalos: ¿cómo casa una cosa con otra?

El estado del señor Voskuijl va empeorando mucho. Lleva más de diez días con casi cuarenta grados de fiebre. El médico dice que no hay esperanzas, creen que el cáncer ha llegado hasta el pulmón. Pobre hombre, ¡cómo nos gustaría ayudarle! Pero sólo Dios puede hacerlo.
He escrito un cuento muy divertido. Se llama «Blurry, el ex­plorador», y ha gustado mucho a mis tres oyentes.
Aún sigo muy acatarrada, y ya he contagiado a Margot y a mamá y a papá. Espero que no se le pegue también a Peter, quiso que le diera un beso y me llamó su El Dorado. ¡Pero si eso ni siquiera es posible, tonto! De cualquier manera, es un cielo.

Tu Ana M. Frank


Jueves, 27 de abril de 1944

Querida Kitty:
Esta mañana la señora estaba de mal humor. No hacía más que quejarse, primero por su resfriado, y porque no le daban carame­los, y porque no aguanta tener que sonarse tantas veces la nariz. Luego porque no había salido el sol, por la invasión que no llega, porque no podemos asomarnos por la ventana, etc., etc.
Nos hizo reír mucho con sus quejas, y por lo visto no era todo tan grave, porque le contagiamos la risa.
Receta del cholent de patatas, modificada por escasez de ce­bollas:
Se cogen patatas peladas, se pasan por el pasapurés, se añade un poco de harina del Gobierno y sal. Se untan con parafina o estearina las bandejas de horno o de barro refractario y se cuece la masa en el horno durante 2 1/2 horas. Cómase con compota de fresas podridas. (No se dispone de cebollas ni de manteca para la fuente y la masa.)
En estos momentos yo estoy leyendo El emperador Carlos V, escrito por un catedrático de la universidad de Gotinga, que es­tuvo cuarenta años trabajando en este libro. En cinco días me leí cincuenta páginas, más es imposible. El libro consta de S98 pági­nas, así que ya puedes ir calculando cuánto tiempo tardaré en leér­melo todo, ¡y luego viene el segundo tomo! Pero es muy intere­sante.
¿A que no sabes la cantidad de cosas a las que pasa revista un es­tudiante de secundaria como yo a lo largo de una jornada? Pri­mero traduje del holandés al inglés un párrafo sobre la última ba­talla de Nelson. Después repasé la continuación de la Guerra Nórdica (1700-1721), con Pedro el Grande, Carlos XII, Augusto el Fuerte, Estanislao Leszczynsky, Mazepa, Von Görz, Brande­burgo, Pomerania anterior y citerior y Dinamarca, más las fechas de costumbre. A continuación, fui a parar al Brasil, y leí acerca del tabaco de Bahía, la abundancia de café, el millón y medio de habi­tantes de Río de Janeiro, de Pernambuco y Sáo Paulo, sin olvidar el río Amazonas; de negros, mulatos, mestizos, blancos, más del so % de analfabetos y de la malaria. Como aún me quedaba algo de tiempo, le di un repaso rápido a una genealogía: Juan el Viejo, Guillermo Luis, Ernesto Casimiro I, Enrique Casimiro I, hasta la pequeña Margarita Francisca[1], nacida en Ottawa en 1943.
Las doce del mediodía: continué mis estudios en el desván, re­pasando diáconos, curas, pastores, papas... ¡uf!, hasta la una.
Después de las dos, la pobre criatura (¡ejem!) volvió nueva­mente a sus estudios; tocaban los monos catarrinos y platirrinos. Kitty, ¡a que no sabes cúantos dedos tiene un hipopótamo!
Luego vino la Biblia, el Arca de Noé, Sem, Cam y Jafet. Luego Carlos V. En la habitación de Peter leí El coronel de Thackeray, en inglés. Repasamos el léxico francés y luego comparamos el Misi­sipí con el Misuri.
Basta por hoy. ¡Adiós!

Tu Ana M. Frank

Viernes, 28 de abril de 1944

Querida Kitty:
Nunca he olvidado aquella vez en que soñé con Peter Schiff (veáse principios de enero). Cuando me vuelve a la memoria, aún hoy siento su mejilla contra la mía, y esa sensación maravillosa que lo arreglaba todo. Aquí también he tenido alguna vez esa sensación con Peter, pero nunca en tal medida, hasta... anoche, cuando está­bamos sentados juntos en el diván, abrazados, como de costumbre. En ese momento la Ana habitual se esfumó de repente, y en su lu­gar apareció la segunda Ana, esa segunda Ana que no es temeraria y divertida, sino que tan sólo quiere amar y ser tierna.
Estaba sentada pegada a él y sentí cómo crecía mi emoción, se me llenaban los ojos de lágrimas, la de la izquierda le cayó en el mono a Peter, la de la derecha me resbaló por la nariz, voló por el aire y también fue a parar al mono. ¿Se habrá dado cuenta? Nin­gún movimiento lo reveló. ¿Sentirá igual que yo? Tampoco dijo casi palabra. ¿Sabrá que tiene frente a sí a dos Anas? Son todas preguntas sin responder.
A las ocho y media me levanté y me acerqué a la ventana, donde siempre nos despedimos. Todavía temblaba, aún era la segunda Ana, él se me acercó, yo lo abracé a la altura del cuello y le di un beso en la mejilla izquierda. Justo cuando quería hacer lo mismo en la derecha, mi boca se topó con la suya y nos dimos el beso allí. Embriagados nos apretamos el uno contra el otro, una y otra vez, hasta nunca acabar, ¡ay!

A Peter le hace falta algo de cariño, por primera vez en su vida ha descubierto a una chica, ha visto por primera vez que las chicas que más bromean tienen también su lado interior y un corazón, y
que cambian a partir del momento en que están a solas contigo. Por primera vez en su vida ha dado su amistad y se ha dado a sí mismo; nunca antes ha tenido un amigo o una amiga. Ahora nos hemos encontrado los dos, yo tampoco le conocía, ni había te­nido nunca un confidente, y esto es lo que ha resultado de ello...
Otra vez la pregunta no deja de perseguirme: ¿Está bien? ¿Está bien que ceda tan pronto, que sea impetuosa, tan impe­tuosa y tan ansiosa como el propio Peter? ¿Puedo dejarme llevar de esa manera, siendo una chica?
Sólo existe una respuesta: estaba deseándolo tanto y desde hace tanto tiempo... Estaba tan sola, ¡y ahora he encontrado un consuelo!

Por la mañana estamos normales, por la tarde también bas­tante, salvo algún caso aislado, pero por la noche vuelve a surgir el deseo contenido durante todo el día, la dicha y la gloria de to­das las veces anteriores, y cada cual sólo piensa en el otro. Cada noche, después del último beso, querría salir corriendo, no vol­ver a mirarle a los ojos, irme lejos, para estar sola en la oscu­ridad.
¿Y qué me espera después de bajar los catorce escalones? La plena luz, preguntas por aquí y risitas por allá, debo actuar y di­simular.
Tengo aún el corazón demasiado sensible como para quitarme de encima un golpe como el de anoche. La Ana blanda aparece muy pocas veces y no se deja mandar a paseo tan pronto. Peter me ha herido como jamás me han herido en mi vida, salvo en sueños. Me ha zarandeado, ha sacado hacia fuera mi parte inte­rior, y entonces ¿no es lógico que una quiera estar tranquila para restablecerse por dentro? ¡Ay, Peter! ¿Qué me has hecho? ¿Qué quieres de mí?
¿Adónde iremos a parar? ¡Ay, ahora entiendo a Bep! Ahora que estoy pasando por esto, entiendo sus dudas. Si Peter fuera mayor y quisiera casarse conmigo, ¿qué le contestaría? ¡Ana, di la verdad! No podrías casarte con él, pero también es difícil de­jarle ir. Peter tiene aún poco carácter, poca voluntad, poco valor y poca fuerza. Es un niño aún, no mayor que yo por dentro; sólo quiere encontrar la tranquilidad y la dicha.
¿De verdad sólo tengo catorce años? ¿De verdad no soy más que una colegiala tonta? ¿De verdad soy aún tan inexperta en todo? Tengo más experiencia que los demás, he vivido algo que s casi nadie conoce a mi edad.
Me tengo miedo a mí misma, tengo miedo de que, impulsada y por el deseo, me entregue demasiado pronto. ¿Qué debo hacer para que no me pase nada malo con otros chicos en el futuro? ¡Ay, qué difícil es! Siempre está esa lucha entre el corazón y la razón, hay que escuchar la voz de ambos a su debido tiempo, pero ¿cómo saber a ciencia cierta si he escogido el buen mo­mento?

Tu Ana M. Frank

Martes, 2 de mayo de 1944

Querida Kitty:
El sábado por la noche le pregunté a Peter si le parecía que debía contarle a papá lo nuestro, y tras algunas idas y venidas le pareció que sí. Me alegré, porque es una señal de su buen sentir. En seguida después de bajar, acompañé a papá a buscar agua, y ya en la escalera le dije:
-Papá, como te imaginarás, cuando Peter y yo estamos jun­tos, hay menos de un metro de distancia entre los dos. ¿Te pa­rece mal?
Papá no contestó en seguida, pero luego dijo:
-No, mal no me parece, Ana; pero aquí, en este espacio tan á reducido, debes tener cuidado.
Dijo algo más por el estilo, y luego nos fuimos arriba.
El domingo por la mañana me llamó y me dijo:
-Ana, lo he estado pensando (¡ya me lo temía!); en realidad creo que aquí, en la Casa de atrás, lo vuestro no es conveniente; pensé que sólo erais compañeros. ¿Peter está enamorado?
-¡Nada de eso! -contesté.
-Mira, Ana, tú sabes que os comprendo muy bien, pero tie­nes que ser prudente; no subas tanto a su habitación, no le ani­mes más de lo necesario. En estas cosas el hombre siempre es el activo, la mujer puede frenar. Fuera, al aire libre, es otra cosa to­talmente distinta; ves a otros chicos y chicas, puedes marcharte cuando quieres, hacer deporte y demás; aquí, en cambio, cuando estás mucho tiempo juntos y quieres marcharte, no puedes, te
ves a todas horas, por no decir siempre. Ten cuidado, Ana, y no te lo tomes demasiado en serio.
-No, papá. Pero Peter es decente, y es un buen chico.
-Sí, pero no es fuerte de carácter; se deja influenciar fácilmente hacia el lado bueno, pero también hacia el lado malo. Espero por él que siga siendo bueno, porque lo es por naturaleza.
Seguimos hablando un poco y quedamos en que también le, ha­blaría a Peter.
El domingo por la tarde, en el desván de delante, Peter me pre­guntó:
-¿Y qué, Ana, has hablado con tu padre?
-Sí -le contesté-. Te diré lo que me ha dicho. No le parece mal, pero dice que aquí, al estar unos tan encima de otros, es fácil que tengamos algún encontronazo.
-Pero si hemos quedado en que no habría peleas entre noso­tros, y yo estoy dispuesto a respetar nuestro acuerdo.
-También yo, Peter, pero papá no sabía lo que había entre no­sotros, creía que sólo éramos compañeros. ¿Crees que eso ya no es posible?
-Yo sí, ¿y tú?
-Yo también. Y también le he dicho a papá que confiaba en ti. Confío en ti, Peter, tanto como en papá, y creo que te mereces mi confianza, ¿no es así?
-Espero que sí. (Lo dijo muy tímidamente y poniéndose me­dio colorado.)
-Creo en ti, Peter -continué diciendo-. Creo que tienes un buen carácter y que te abrirás camino en el mundo.
Luego hablamos sobre otras cosas, y más tarde le dije:
-Si algún día salimos de aquí, sé que no te interesarás más por mí.
Se le subió la sangre a la cabeza:
-¡Eso sí que no es cierto, Ana! ¿Cómo puedes pensar eso de mí?
En ese momento nos llamaron.

Papá habló con él, me lo dijo el lunes.
-Tu padre cree que en algún momento nuestro compañerismo podría desembocar en amor -dijo-. Pero le contesté que sabre­mos contenernos.
Papá ahora quiere que por las noches suba menos a ver a Peter, pero yo no quiero. No es sólo que me gusta estar con él, sino que también le he dicho que confío en él. Y es que confío en él, y quiero demostrárselo, pero nunca lo lograría quedándome abajo por falta de confianza.
¡No señor, subiré!

Entretanto se ha arreglado el drama de Dussel. El sábado por la noche, a la mesa, presentó sus disculpas en correcto holandés. Van Daan en seguida se dio por satisfecho. Seguro que Dussel se pasó el día estudiando su discurso.
El domingo, día de su cumpleaños, pasó sin sobresaltos. Noso­tros le regalamos una botella de vino de 1919, los Van Daan -que ahora podían darle su regalo - un tarro de piccalilly y un paquete de hojas de afeitar, Kugler una botella de limonada, Miep un libro, El pequeño Martín, y Bep una planta. Él nos convidó a un huevo para cada uno.
Tu Ana M. Frank

Miércoles, 3 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Primero las noticias de la semana. La política está de vacacio­nes; no hay nada, lo que se dice nada que contar. Poco a poco también yo estoy empezando a creer que se acerca la invasión. No pueden dejar que los rusos hagan solos todo el trabajo, que por cierto tampoco están haciendo nada de momento.
El señor Kleiman viene de nuevo todas las mañanas a la oficina a trabajar. Ha conseguido un nuevo muelle para el diván de Peter, de modo que Peter tendrá que ponerse a tapizar; como compren­derás, no le apetece nada tener que hacerlo. Kleiman también nos ha traído pulguicida para el gato.
¿Ya te he contado que ha desaparecido Mofe? Desde el jueves pasado, sin dejar ni rastro. Seguramente ya estará en el cielo ga­tuno, mientras que algún amante de los animales lo habrá usado para hacerse un guiso. Tal vez vendan su piel a una niña adinerada para que se haga un gorro. Peter está muy desconsolado a raíz del hecho.
Desde hace dos semanas, los sábados almorzamos a las once y media, por lo que debíamos aguantarnos con una taza de papilla por la mañana. A partir de mañana tendremos lo mismo todos los días, con el propósito de ahorrar una comida. Todavía es muy difí­cil conseguir verdura; hoy por la tarde cominos lechuga podrida cocida. Lechuga en ensalada, espinacas y lechuga cocida: otra cosa no hay. A eso se le añaden patatas podridas. ¡Una combinación deliciosa!
Hacía más de dos meses que no me venía la regla, pero por fin el domingo me volvió. A pesar de las molestias y la aparatosidad, me alegro mucho de que no me haya dejado en la estacada durante más tiempo.

Como te podrás imaginar, aquí vivimos diciendo y repitiendo con desesperación «para qué, ¡ay!, para qué diablos sirve la guerra, por qué los hombres no pueden vivir pacíficamente, por qué tie­nen que destruirlo todo...».
La pregunta es comprensible, pero hasta el momento nadie ha sabido formular una respuesta satisfactoria. De verdad, ¿por qué en Inglaterra construyen aviones cada vez más grandes, bombas cada vez más potentes y, por otro lado, casas normalizadas para la reconstrucción del país? ¿Por qué se destinan a diario miles de millones a la guerra y no se reserva ni un céntimo para la medi­cina, los artistas y los pobres? ¿Por qué la gente tiene que pasar hambre, cuando en otras partes del mundo hay comida en abun­dancia, pudriéndose? ¡Dios mío!, ¿por qué el hombre es tan es­túpido?
Yo no creo que la guerra sólo sea cosa de grandes hombres, go­bernantes y capitalistas. ¡Nada de eso! Al hombre pequeño tam­bién le gusta; si no, los pueblos ya se habrían levantado contra ella. Es que hay en el hombre un afán de destruir, un afán de ma­tar, de asesinar y ser una fiera, mientras toda la Humanidad, sin excepción, no haya sufrido una metamorfosis, la guerra seguirá haciendo estragos, y todo lo que se ha construido, cultivado y de­ sarrollado hasta ahora quedará truncado y destruido, para luego
volver a empezar.

Muchas veces he estado decaída, pero nunca he desesperado; este período de estar escondidos me parece una aventura, peli­grosa, romántica e interesante. En mi diario considero cada una de nuestras privaciones como una diversión. ¿Acaso no me había pro­puesto llevar una vida distinta de las otras chicas, y más tarde tam­bién distinta de las amas de casa corrientes? Éste es un buen co­mienzo de esa vida interesante y por eso, sólo por eso me da la risa en los momentos más peligrosos, por lo cómico de la situación.
Soy joven y aún poseo muchas cualidades ocultas; soy joven y fuerte y vivo esa gran aventura, estoy aún en medio de ella y no puedo pasarme el día quejándome de que no tengo con qué diver­tirme. Muchas cosas me han sido dadas al nacer: un carácter feliz, mucha alegría y fuerza. Cada día me siento crecer por dentro, siento cómo se acerca la liberación, lo bella que es la naturaleza, lo buenos que son quienes me rodean, lo interesante y divertida que es esta aventura. ¿Por qué habría de desesperar?

Tu Ana M. Frank

Viernes, 5 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Papá no está contento conmigo; se pensó que después de nues­tra conversación del domingo, automáticamente dejaría de ir to­das las noches arriba. Quiere que acabemos con el «besuqueo». No me gustó nada esa palabra; bastante difícil ya es tener que ha­blar de ese tema. ¿Por qué me quiere hacer sentir tan mal? Hoy hablaré con él. Margot me ha dado algunos buenos consejos. Lo que le voy a decir es más o menos lo siguiente:
«Papá, creo que esperas que te dé una explicación, y te la daré. Te he desilusionado, esperabas que fuera más recatada. Seguramente quieres que me comporte como ha de comportarse una chica de 14 años, ¡pero te equivocas!
»Desde que estamos aquí, desde julio de 1942 hasta hace algu­nas semanas, las cosas no han sido fáciles para mí. Si supieras lo mucho que he llorado por las noches, lo desesperanzada y desdi­chada que he sido, lo sola que me he sentido, comprenderías por qué quiero ir arriba. No ha sido de un día para otro que me las he apañado para llegar hasta donde he llegado, y para saber vivir sin una madre y sin la ayuda de nadie en absoluto. Me ha costado mu­cho, muchísimo sudor y lágrimas llegar a ser tan independiente. Ríete si quieres y no me creas, que no me importa. Sé que soy una persona que está sola y no me siento responsable en lo más mí­nimo ante vosotros. Te he contado todo esto porque no quisiera que pensaras que estoy ocultándote algo, pero sólo a mí misma tengo que rendir cuentas de mis actos.
»Cuando me vi en dificultades, vosotros, y también tú, cerras­teis los ojos e hicisteis oídos sordos, y no me ayudasteis; al con­trario, no hicisteis más que amonestarme, para que no fuera tan escandalosa. Pero yo sólo era escandalosa por no estar siempre triste, era temeraria por no oír continuamente esa voz dentro de mí. He sido una comedianta durante año y medio, día tras día; no me he quejado, no me he salido de mi papel, nada de eso, y ahora he dejado de luchar. ¡He triunfado! Soy independiente, en cuerpo y alma, ya no necesito una madre, la lucha me ha hecho fuerte.
»Y ahora, ahora que he superado todo esto, y que sé que ya no tendré que seguir luchando, quisiera seguir mi camino, el camino que me plazca. No puedes ni debes considerarme una chica de ca­torce años; las penas vividas me han hecho mayor. No me arre­pentiré de mis actos, y haré lo que crea que puedo hacer.
»No puedes impedirme que vaya arriba, de no ser con mano dura: o me lo prohibes del todo, o bien confías en mí en las bue­nas y en las malas, de modo que déjame en paz.»

Tu Ana M. Frank

Sábado, 6 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Ayer, antes de comer, le metí a papá la carta en el bolsillo. Des­pués de leerla estuvo toda la noche muy confuso, según Margot. (Yo estaba arriba fregando los platos.) Pobre Pim, podría ha­berme imaginado las consecuencias que traería mi esquela. ¡Es tan sensible! En seguida le dije a Peter que no preguntara ni dijera nada. Pim no ha vuelto a mencionar el asunto. ¿Lo hará aún?
Aquí todo ha vuelto más o menos a la normalidad. Las cosas que nos cuentan Jan, Kugler y Kleiman sobre los precios y la gente de fuera son verdaderamente increíbles; un cuarto de kilo de té cuesta 3 so florines; un cuarto de café, 8o florines; la mante­quilla está a 3 s florines el medio kilo, y un huevo vale 1,45 flori­nes. ¡El tabaco búlgaro se cotiza a 14 florines los cien gramos!
Todo el mundo compra y vende en el mercado negro, cualquiera te ofrece algo para comprar. El chico de la panadería nos ha con­seguido seda para zurcir, a 90 céntimos una madejuela, el lechero nos consigue cupones de racionamiento clandestinos, un empre­sario de pompas fúnebres nos suministra queso. Todos los días hay robos, asesinatos y asaltos, los policías y vigilantes nocturnos no se quedan atrás con respecto a los ladrones de oficio, todos quieren llenar el estómago y como está prohibido aumentar los salarios, la gente se ve obligada a estafar. La Policía de menores no cesa de buscar el paradero de chicas de quince, dieciséis, diecisiete años y más, que desaparecen a diario.
Intentaré terminar el cuento del hada Ellen[2]. Se lo podría rega­lar a papá para su cumpleaños, en broma, incluidos los derechos de autor. ¡Hasta la próxima!
Tu Ana M. Frank


Domingo, 7 de mayo de 1944, por la mañana


Querida Kitty:
Papá y yo estuvimos ayer conversando largo y tendido. Lloré mucho, y papá hizo otro tanto. ¿Sabes lo que me dijo, Kitty?
«He recibido muchas cartas en mi vida, pero ninguna tan horri­ble como ésta. ¡Tú, Ana, que siempre has recibido tanto amor de tus padres, que tienes unos padres siempre dispuestos a ayudarte, y que siempre te han defendido en lo que fuera, tú hablas de no sentirte responsable! Estás ofendida y te sientes abandonada. No, Ana, has sido muy injusta con nosotros. Tal vez no haya sido ésa tu intención, pero lo has escrito así, Ana, y de verdad, no nos merecemos tus reproches.»
¡Ay, qué error tan grande he cometido! Es el acto más vil que he cometido en mi vida. No he querido más que darme aires con mis llantos y mis lágrimas, y hacerme la importante para que él me tuviera respeto. Es cierto que he sufrido mucho, y lo que he dicho de mamá es verdad, pero inculpar así al pobre Pim, que siempre ha hecho todo por mí y que sigue haciéndolo, ha sido más que vil.
Está muy bien que haya descendido de las alturas inalcanzables en las que me encontraba, que se me haya quebrado un poco el or­gullo, porque se me habían subido demasiado los humos. Lo que hace la señorita Ana no siempre está bien, ¡ni mucho menos! Al­guien que hace sufrir tanto a una persona a la que dice querer, y aposta además, es un ser bajo, muy bajo.
Pero de lo que más me avergüenzo es de la manera en que papá me ha perdonado; ha dicho que echará la carta al fuego, en la es­tufa, y me trata ahora con tanta dulzura, que es como si fuera él quien ha hecho algo malo. Ana, Ana, aún te queda muchísimo por aprender. Empieza por ahí, en lugar de mirar a los demás por encima del hombro y echarles la culpa de todo.
Sí, he sufrido mucho, pero ¿acaso no sufren todos los de mi edad? He sido una comedianta muchas veces sin darme cuenta si­quiera; me sentía sola, pero casi nunca he desesperado. Nunca he llegado a los extremos de papá, que alguna vez salió a la calle ar­mado con un cuchillo para quitarse la vida.
He de avergonzarme y me avergüenzo profundamente. Lo he­cho, hecho está, pero es posible evitar que se repita. Quisiera vol­ver a empezar y eso no será tan difícil, ya que ahora tengo a Peter. Con su apoyo lo lograré. Ya no estoy sola, él me quiere, yo le quiero, tengo mis libros, mis cuadernos y mi diario, no soy tan fea, ni me falta inteligencia, tengo un carácter alegre y quiero ser una buena persona.
Sí, Ana, te has dado cuenta perfectamente de que tu carta era demasiado dura e injusta, y sin embargo te sentías orgullosa de haberla escrito. Debo volver a tomar ejemplo de papá, y me en­mendaré.
Tu Ana M. Frank.

Lunes 8 de mayo de 1944


Querida Kitty:
¿Te he contado alguna vez algo sobre nuestra familia? Creo que no, y por eso empezaré a hacerlo en seguida. Papá nació en Franc­fort del Meno, y sus padres eran gente de dinero. Michael Frank era dueño de un Banco, y con él se hizo millonario, y Alice Stern era de padres muy distinguidos y también de mucho dinero. Michael Frank no había sido rico en absoluto de joven, pero fue escalando posiciones. Papá tuvo una verdadera vida de niño bien, con fiestas todas las semanas, y bailes, niñas guapas, valses, ban­quetes, muchas habitaciones, etc. Todo ese dinero se perdió cuando murió el abuelo, y después de la guerra mundial y la infla­ción no quedó nada. Hasta antes de la guerra aún nos quedaban bastantes parientes ricos. O sea, que papá ha tenido una educa­ción de primera, y por eso ayer le dio muchísima risa cuando, por primera vez en sus S S años de vida, tuvo que rascar la comida del fondo de la sartén.
Mamá no era tan, tan rica, pero sí bastante, con lo que ahora nos deja boquiabiertos con sus historias de fiestas de compromiso de 250 invitados, bailes privados y grandes banquetes.
Ya no podemos llamarnos ricos, ni mucho menos, pero tengo mis esperanzas puestas en lo que vendrá cuando haya acabado la guerra. Te aseguro que no le tengo ningún apego a la vida estre­cha, como mamá y Margot. Me gustaría irme un año a París y un año a Londres, para aprender el idioma y estudiar historia del arte. Compáralo con Margot, que quiere irse a Palestina a trabajar de enfermera en una maternidad. A mí me siguen haciendo ilusión los vestidos bonitos y conocer gente interesante, quiero viajar y tener nuevas experiencias, no es la primera vez que te lo digo, y al­gún dinero no me vendrá mal para poder hacerlo...
Esta mañana, Miep nos contó algunas cosas sobre la fiesta de compromiso de su prima, a la que fue el sábado. Los padres de la prima son ricos, los del novio más ricos aún. Se nos hizo la boca agua cuando Miep nos contó lo que comieron: sopa juliana con bolitas de carne, queso, canapés de carne picada, entremeses varia­dos con huevo y rosbif, canapés de queso, bizcocho borracho, vino y cigarrillos, de todo a discreción.
Miep se bebió diez copas y se fumó tres cigarrillos. ¿Es ésta la mujer antialcohólica que dice ser? Si Miep estuvo bebiendo tanto, ¿cuánto habrá bebido su señor esposo? En esa fiesta todos deben haberse achispado un poco, naturalmente. También había dos agentes de la brigada de homicidios, que sacaron fotos a la pareja. Como verás, Miep no se olvida ni un instante de sus escondidos, porque en seguida memorizó los nombres y las señas de estos dos señores, por si llega a pasar algo y hacen falta holandeses de con­fianza.
¡Cómo no se nos iba a hacer la boca agua, cuando sólo había­mos desayunado dos cucharadas de papilla de avena y teníamos un hambre que nos moríamos; cuando día a día no comemos otra cosa que no sean espinacas a medio cocer (por aquello de las vita­minas) con patatas podridas; cuando en nuestros estómagos va­cíos no metemos más que lechuga en ensalada y lechuga cocida, y espinacas, espinacas y otra vez espinacas! Quién sabe si algún día no seremos tan fuertes como Popeye, aunque de momento no se nos note...
Si Miep nos hubiera invitado a que la acompañáramos a la fiesta, no habría quedado un solo bocadillo para los demás invitados. Si hubiéramos estado nosotros en esa fiesta, habríamos organizado un gran pillaje y no habríamos dejado ningún mueble en su sitio. Te puedo asegurar que le íbamos sacando a Miep las palabras de la boca, que nos pusimos a su alrededor como si en la vida hubiéra­mos oído hablar de una buena comida o de gente distinguida. ¡Y ésas son las nietas del famoso millonario! ¡Cómo pueden cambiar las cosas en este mundo!
Tu Ana M. Frank

Martes, 9 de mayo de 1944

Querida Kitty:
He terminado el cuento del hada Ellen. Lo he pasado a limpio en un bonito papel de cartas, adornado con tinta roja, y lo he co­sido. En su conjunto tiene buena pinta, pero no sé si no será poca cosa. Margot y mamá han hecho un poema de cumpleaños cada una.
A mediodía subió el señor Kugler a darnos la noticia de que la señora Broks tiene la intención de venir aquí todos los días du­rante dos horas a tomar el café, a partir del lunes. ¡Imagínate! Ya nadie podrá subir a vernos, no podrán traernos las patatas, Bep no podrá venir a comer, no podremos usar el retrete, no podremos hacer ningún ruido, y demás molestias por el estilo. Pensamos en toda clase de posibilidades que pudieran disuadirla. Van Daan su­girió que bastaría con darle un buen laxante en el café.
-No, por favor -contestó Kleiman-. ¡Que entonces ya no saldría más del excusado!
Todos soltamos la carcajada.
-¿Del excusado? -preguntó la señora-. ¿Y eso qué significa? Se lo explicamos.
-¿Y esta expresión se puede usar siempre? -preguntó muy in­genua.
-¡Vaya ocurrencia!. -dijo Bep entre risitas.
Imaginaos que uno entrara en unos grandes almacenes y pre­guntara por el excusado... ¡Ni lo entenderían!
Por lo tanto, Dussel ahora se encierra a las doce y media en el «excusado», por seguir usando la expresión. Hoy cogí resuelta­mente un trozo de papel rosa y escribí:
Horario de uso del retrete para el señor Dussel
Mañana: de 7.15 a 7.30
Mediodía: después de las 13
Por lo demás, a discreción.
Sujeté el cartel en la puerta verde del retrete estando Dussel to­davía dentro. Podría haber añadido fácilmente: «En caso de viola­ción de esta ley se aplicará la pena de encierro.» Porque el retrete se puede cerrar tanto por dentro como por fuera.

El último chiste de Van Daan:
A raíz de la clase de religión y de la historia de Adán y Eva, un
niño de trece años le pregunta a su padre:
-Papá, ¿me podrías decir cómo nací?
-Pues... -le contesta el padre-. La cigüeña te cogió de un
charco grande, te dejó en la cama de mamá y le dio un picotazo en
la pierna que la hizo sangrar, y tuvo que guardar cama una semana. Para enterarse de más detalles, el niño fue a preguntarle lo
mismo a su madre:
-Mamá, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nací yo?
La madre le contó exactamente la misma historia, tras lo cual el niño, para saberlo todo con pelos y señales, acudió igualmente al abuelo:
-Abuelo, ¿me podrías decir cómo naciste tú y cómo nació tu hija?
Y por tercera vez consecutiva, oyó la misma historia.
Por la noche escribió en su diario: «Después de haber recabado
informes muy precisos, cabe concluir que en nuestra familia no ha
habido relaciones sexuales durante tres generaciones.» ¡Ya son las tres!, y todavía tengo que estudiar.
Tu Ana M. Frank

P. D. Como ya te he contado que tenemos una nueva mujer de la limpieza, quisiera añadir que esta señora está casada, tiene se­senta años y es dura de oído. Esto último viene bien, teniendo en cuenta los posibles ruidos procedentes de ocho escondidos.
¡Ay, Kit, hace un tiempo tan bonito! ¡Cómo me gustaría, salir a la calle!


Miércoles, 10 de mayo de 1944

Querida Kitty:


Ayer por la tarde estábamos estudiando francés en el desván, cuando de repente oí detrás de mí un murmullo como de agua. Le pregunté a Peter qué pasaba, pero él, sin responderme siquiera, subió corriendo a la buhardilla -el lugar del desastre-, y co­giendo bruscamente a Mouschi, que en lugar de usar su cubeta, ya toda mojada, se había puesto a hacer pis al lado, lo metió en la cu­beta para que siguiera haciendo pis allí. Se produjo un gran estré­pito y Mouschi, que entretanto .había acabado, bajó como un re­lámpago. Resulta que el gato, buscando un poco de comodidad cubetística para hacer sus necesidades, se había sentado encima de un montoncito de serrín que tapaba una raja en el suelo de la bu­hardilla, que es bastante poroso; el charco que produjo no tardó en atravesar el techo del desván y, por desgracia, fue a parar justo dentro y al lado del tonel de las patatas. El techo chorreaba, y como el suelo del desván tiene a su vez unos cuantos agujeros, al­gunas gotas amarillas lo atravesaron y cayeron en la habitación, en medio de una pila de medias y libros que había sobre la mesa.
El espectáculo era tan cómico que me entró la risa: Mouschi acurrucado debajo de un sillón, Peter dándole al agua, a los polvos de blanqueo y a la bayeta, y Van Daan tratando de calmar los áni­mos. El desastre se reparó pronto, pero como bien es sabido, el pis de gato tiene un olor horrible, lo que quedó demostrado ayer de forma patente por las patatas y también por el serrín, al que papá llevó abajo en un cubo para quemarlo.
¡Pobre Mouschi! ¡¿Cómo iba él a saber que el polvo de turba[3] es tan difícil de conseguir?!

Ana


Jueves, 11 de mayo de 1944

Querida Kitty:


Otro episodio que nos hizo reír:
Había que cortarle el pelo a Peter y su madre, como de costum­bre, haría de peluquera. A las siete y veinticinco desapareció Peter en su habitación, y a las siete y media en punto volvió a salir, todo desnudo, aparte de un pequeño bañador azul y zapatos de de­porte.
-¿Vamos ya? -le preguntó a su madre.
-Sí, pero espera que encuentre las tijeras.
Peter le ayudó a buscar y se puso a hurgar bruscamente en el cajón donde la señora guarda sus artículos de tocador.
-¡No me revuelvas las cosas, Peter! -se quejó.
No entendí qué le contestó Peter, pero debió haber sido alguna impertinencia, porque la señora le dio un golpe en el brazo. El se lo devolvió, ella volvió a golpearle con todas sus fuerzas y Peter retiró el brazo haciendo una mueca muy cómica. -¡Vente ya, vieja!
La señora se quedó donde estaba, Peter la cogió de las muñecas y la arrastró por toda la habitación. La señora lloraba, se reía, pro­fería maldiciones y pataleaba, pero todo era en vano. Peter con­dujo a su prisionera hasta la escalera del desván, donde tuvo que soltarla por la fuerza. La señora volvió a la habitación y se dejó caer en una silla con un fuerte suspiro.
-El rapto de la madre -bromeé.
-Sí, pero me ha hecho daño.
Me acerqué a mirar y le llevé agua fría para aplacar el dolor de sus muñecas, que estaban todas rojas por la fricción. Peter, que se había quedado esperando junto a la escalera, perdió de nuevo la paciencia y entró en la habitación como un domador, con un cin­turón en la mano. Pero la señora no le acompañó; se quedó sen­tada frente al escritorio, buscando un pañuelo.
-Primero tienes que disculparte.
-Está bien, te pido disculpas, que ya se está haciendo tarde.
A la señora le dio risa a pesar suyo, se levantó y se acercó a la puerta. Una vez allí, se sintió obligada a darnos una explicación antes de salir. (Estábamos papá, mamá y yo, fregando los platos.)
-En casa no era así -dijo-. Le habría dado un golpe que le hu­biera hecho rodar escaleras abajo (!). Nunca ha sido tan insolente, y ya ha recibido unos cuantos golpes, pero es la educación mo­derna, los hijos modernos, yo nunca hubiera tratado así a mi ma­dre, ¿ha tratado usted así a la suya, señor Frank?
Estaba exaltada, iba y venía, preguntaba y decía de todo, y mientras tanto seguía sin subir. Hasta que por fin, ¡por fin!, se marchó.
No estuvo arriba más que cinco minutos. Entonces bajó como un huracán, resoplando, tiró el delantal, y a mi pregunta de si ya había terminado, contestó que bajaba un momento, lanzándose como un remolino escaleras abajo, seguramente en brazos de su querido Putti.
No subió hasta después de las ocho, acompañada de su marido. Hicieron bajar a Peter del desván, le echaron una tremenda regañina, le soltaron unos insultos, que si insolente, que si maledu­cado, que si irrespetuoso, que si mal ejemplo, que si Ana es así, que si Margot hace asá: no pude pescar más que eso.
Lo más probable es que hoy todo haya vuelto a la normalidad.

Tu Ana M. Frank

P. D. El martes y el miércoles por la noche habló por la radio nuestra querida reina. Dijo que se tomaba unas vacaciones para poder regresar a Holanda refortalecida. Dijo que «cuando vuelva... pronta liberación... coraje y valor... y cargas pesadas».
A ello le siguió un discurso del ministro Gerbrandy. Este hom­bre tiene una vocecita tan infantil y quejumbrosa, que mamá, sin quererlo, soltó un ¡ay! de compasión. Un pastor protestante, con una voz robada a Don Fatuo, concluyó la velada con un rezo, pi­diéndole a Dios que cuidara de los judíos y de los detenidos en los campos de concentración, en las cárceles y en Alemania.


Jueves, 11 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Como me he dejado la «caja de chucherías» arriba, y por lo tanto también la pluma, y como no puedo molestar a los que duermen su siestecita (hasta las dos y media), tendrás que confor­marte con una carta escrita a lápiz.
De momento tengo muchísimo que hacer, y por extraño que parezca, me falta el tiempo para liquidar la montaña de cosas que me esperan. ¿Quieres que te cuente en dos palabras todo lo que tengo que hacer? Pues bien, para mañana tengo que leer la pri­mera parte de la biografía de Galileo Galilei, ya que hay que devol­verla a la biblioteca. Empecé a leer ayer, y voy por la página 220. Como son 320 páginas en total, lo acabaré. La semana que viene tengo que leer Palestina en la encrucijada y la segunda parte de Galileo. Ayer también terminé de leer la primera parte de la bio­grafía del emperador Carlos V y tengo que pasar a limpio urgente­mente la cantidad de apuntes y genealogías que he extraído de ella. A continuación tengo tres páginas de vocablos extranjeros que tengo que leer en voz alta, apuntar y aprenderme de memoria, to­dos extraídos de los distintos libros. En cuarto lugar está mi co­lección de estrellas de cine, que están todas desordenadas y nece­sitan urgentemente que las ordene; pero puesto que tal ordena­miento tomaría varios días y que la profesora Ana, como ya se ha dicho, está de momento agobiada de trabajo, el caos por de pronto seguirá siendo un caos. Luego también Teseo, Edipo, Peleo, Orfeo, Jasón y Hércules están a la espera de un ordenamiento, ya que varias de sus proezas forman como una maraña de hilos de colores en mi cabeza; también Mirón y Fidias necesitan un trata­miento urgente, para evitar que se conviertan en una masa in­forme. Lo mismo es aplicable, por ejemplo, a las guerras de los Siete y de los Nueve Años: llega un momento en que empiezo a mezclarlo todo. ¿Qué voy a hacer con una memoria así? ¡Imagí­nate lo olvidadiza que me volveré cuando tenga ochenta años!
¡Ah, otra cosa! La Biblia. ¿Cuánto faltará para que me encuen­tre con la historia del baño de Susana? ¿Y qué querrán decir con aquello de la culpa de Sodoma y Gomorra? ¡Ay, todavía quedan tantas preguntas y tanto por aprender! Y mientras tanto, a Liselotte von der Pfalz la tengo totalmente abandonada.
Kitty, ¿ves que la cabeza me da vueltas?
Ahora otro tema: hace mucho que sabes que mi mayor deseo es llegar a ser periodista y más tarde una escritora famosa. Habrá que ver si algún día podré llevar a cabo este delirio (?!) de grandeza, pero temas hasta ahora no me faltan. De todos modos, cuando acabe la guerra quisiera publicar un libro titulado La casa de atrás; aún está por ver si resulta, pero mi diario podrá servir de base.
También tengo que terminar La vida de Cady. He pensado que en la continuación del relato, Cady vuelve a casa tras la cura en el sanatorio y empieza a cartearse con Hans. Eso es en 1941. Al poco tiempo se da cuenta de que Hans tiene simpatías nacionalso­cialistas, y como Cady está muy preocupada por la suerte de los judíos y la de su amiga Marianne, se produce entre ellos un aleja­miento. Rompen después de un encuentro en el que primero se reconcilian, pero después del cual Hans conoce a otra chica. Cady está hecha polvo y, para dedicarse a algo bueno, decide hacerse enfermera. Cuando acaba sus estudios de enfermera, se marcha a Suiza por recomendación de unos amigos de su padre, para acep­tar un puesto en un sanatorio para enfermos de pulmón. Sus pri­meras vacaciones allí las pasa a orillas del lago de Como, donde se topa con Hans por casualidad. Este le cuenta que dos años antes se casó con la sucesora de Cady, pero que su mujer se ha quitado la vida a raíz de un ataque de depresión. A su lado, Hans se ha dado cuenta de lo mucho que ama a la pequeña Cady, y ahora vuelve a pedir su mano. Cady se niega, aunque sigue amándolo igual que antes, a pesar suyo, pero su orgullo se interpone entre ellos. Después de esto, Hans se marcha, y años más tarde Cady se entera de que ha ido a parar a Inglaterra, donde cae bastante en­fermo.
La propia Cady se casa a los veintisiete años con Simón, un hombre acaudalado ajeno a todo lo ocurrido. Empieza a quererlo mucho, pero nunca tanto como a Hans. Tiene dos hijas mujeres, Lilian y Judith, y un varón, Naco. Simón y ella son felices, pero en los pensamientos ocultos de Cady siempre sigue estando Hans. Hasta que una noche sueña con él y se despide de él.

No son tonterías sentimentales, porque el relato incluye en parte la historia de papá.

Tu Ana M. Frank

Sábado, 13 de mayo de 1944

Mi querida Kitty:
Ayer fue el cumpleaños de papá, papá y mamá cumplían 19 años de casados, no tocaba mujer de la limpieza y el sol brillaba como nunca. El castaño está en flor de arriba abajo, y lleno de ho­jas además, y está mucho más bonito que el año pasado.
Kleiman le regaló a papá una biografía sobre la vida de Linneo, Kugler un libro sobre la naturaleza, Dussel el libro Amsterdam desde el agua, los Van Daan una caja gigantesca, adornada por un decorador de primera, con tres huevos, una botella de cerveza, un yogur y una corbata verde dentro. Nuestro pote de melaza desen­tonaba un poco. Mis rosas despiden un aroma muy rico, a diferen­cia de los claveles rojos de Miep y Bep. Lo han mimado mucho. De la casa Siemons trajeron cincuenta pasteles (¡qué bien!), y ade­más papá nos convidó a tarta de miel, y a cerveza para los hombres y yogur para las mujeres. ¡Todo estuvo riquísimo!

Tu Ana M. Frank


Martes, 16 de mayo de 1944

Mi querida Kitty:
Para variar (como hace tanto que no ocurría) quisiera contarte una pequeña discusión que tuvieron ayer el señor y la señora:
La señora: «Los alemanes a estas alturas deben haber reforzado mucho su Muralla del Atlántico; seguramente harán todo lo que esté a su alcance para detener a los ingleses. ¡Es increíble la fuerza que tienen los alemanes!»
El señor: «¡Sí, sí, terrible!»
La señora: «¡Pues sí!»
El señor: «Seguro que los alemanes acabarán ganando la guerra, de lo fuertes que son.»
La señora: «Pues podría ser; a mí no me consta lo contrario.» El señor: «Será mejor que me calle.» La señora: «Aunque no quieras, siempre contestas.» El señor: «¡Qué va, si no contesto casi nunca!» La señora: «Sí que contestas, y siempre quieres tener la razón. Y
tus predicciones no siempre resultan acertadas, ni mucho menos.»
El señor: «Hasta ahora siempre he acertado en mis predic­ciones.»
La señora: «¡Eso no es cierto! La invasión iba a ser el año pa­sado, los finlandeses conseguirían la paz, Italia estaría liquidada en el invierno, los rusos ya tenían Lemberg... ¡Tus predicciones no valen un ochavo!»
El señor (levantándose): «¡Cállate de una buena vez! ¡Ya verás que tengo razón, en algún momento tendrás que reconocerlo, es­toy harto de tus críticas, ya me las pagarás!» (Fin del primer acto.)

No pude evitar que me entrara la risa, mamá tampoco, y tam­bién Peter tuvo que contenerse. ¡Ay, qué tontos son los mayores! ¿Por qué no aprenden ellos primero, en vez de estar criticando siempre a sus hijos?
Desde el viernes abrimos de nuevo las ventanas por las noches.

Tu Ana M. Frank


Intereses de la familia de escondidos en la Casa de atrás: (Relación sistemática de asignaturas de estudio y de lectura.) El señor Van Daan: no estudia nada; consulta mucho la enciclo­pedia Knaur; lee novelas de detectives, libros de medicina e histo­rias de suspense y de amor sin importancia.
La señora de Van Daan: estudia inglés por correspondencia; le gusta leer biografías noveladas y algunas novelas. El señor Frank: estudia inglés (¡Dickens!) y algo de latín; nunca lee novelas, pero sí le gustan las descripciones serias y áridas de personas y países.
La señora de Frank: estudia inglés por correspondencia; lee de todo, menos las historias de detectives.
El señor Dussel: estudia inglés, español y holandés sin resultado aparente; lee de todo; su opinión se ajusta a la de la mayoría. Peter Van Daan: estudia inglés, francés (por correspondencia), taquigrafía holandesa, inglesa y alemana, correspondencia comer­cial en inglés, talla en madera, economía política y, a veces, mate­máticas; lee poco, a veces libros sobre geografía.
Margot Frank: estudia inglés, francés, latín por corresponden­cia, taquigrafía inglesa, alemana y holandesa, mecánica, trigono­metría, geometría, geometría del espacio, física, química, álgebra, literatura inglesa, francesa, alemana y holandesa, contabilidad, geografía, historia contemporánea, biología, economía, lee de todo, preferentemente libros sobre religión y medicina.
Ana Frank: estudia taquigrafía francesa, inglesa, alemana y ho­landesa, geometría, álgebra, historia, geografía, historia del arte, mitología, biología, Historia bíblica, literatura holandesa; le en­canta leer biografías, áridas o entretenidas, libros de historia (a ve­ces novelas y libros de esparcimiento).


Viernes, 19 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Ayer estuve muy mal. Vomité (¡yo, figúrate!), me dolía la ca­beza, la tripa, todo lo que te puedas imaginar. Hoy ya estoy me­jor, tengo mucha hambre pero las judías pintas que nos dan hoy será mejor que no las toque.
A Peter y a mí nos va bien. El pobre tiene más necesidad de ca­riño que yo, sigue poniéndose colorado cada vez que le doy el beso de las buenas noches y siempre me pide que le dé otro. ¿Seré algo así como una sustituta de Moffle? A mí no me importa, él es feliz sabiendo que alguien le quiere.
Después de mi tortuosa conquista, estoy un tanto por encima de la situación, pero no te creas que mi amor se ha entibiado. Es un encanto, pero yo he vuelto a cerrarme por dentro; si Peter qui­siera romper otra vez el candado, esta vez deberá tener una pa­lanca más fuerte...
Tu Ana M. Frank

Sábado, 20 de mayo de 1944

Querida Kitty:
Anoche bajé del desván, y al entrar en la habitación vi en se­guida que el hermoso jarrón de los claveles había rodado por el suelo. Mamá estaba de rodillas fregando y Margot intentaba pes­car mis papeles mojados del suelo.
-¿Qué ha pasado? -pregunté, llena de malos presentimientos, y sin esperar una respuesta me puse a estimar los daños desde la distancia. Toda mi carpeta de genealogías, mis cuadernos, libros, todo empapado. Casi me pongo a llorar y estaba tan exaltada, que empecé a hablar en alemán. Ya no me acuerdo en absoluto de lo que dije, pero según Margot murmuré algo así como «daños incal­culables, espantosos, horribles, irreparables» y otras cosas más. Papá se reía a carcajadas, mamá y Margot se contagiaron, pero yo casi me echo a llorar al ver todo mi trabajo estropeado y mis apun­tes pasados a limpio todos emborronados.
Ya examinándolo mejor, los «daños incalculables» no lo eran tanto, por suerte. En el desván despegué y clasifiqué con sumo cuidado los papeles pegoteados y los colgué en hilera de las cuer­das de colgar la colada. Resultaba muy cómico verlo y me volvió a entrar risa: María de Médicis al lado de Carlos V, Guillermo de Orange al lado de María Antonieta.
-¡Eso es Rassenschande![1] -bromeó el señor Van Daan.
Tras confiar el cuidado de mis papeles a Peter, volví a bajar.
-¿Cuáles son los libros estropeados? -le pregunté a Margot,
que estaba haciendo una selección de mis tesoros librescos.
-El de álgebra -dijo.
Pero lamentablemente ni siquiera el libro de álgebra se había es­tropeado realmente. ¡Ojalá se hubiera caído en el jarrón! Nunca he odiado tanto un libro como el de álgebra. En la primera página hay como veinte nombres de chicas que lo tuvieron antes que yo; está viejo, amarillento y lleno de apuntes, tachaduras y borrones.
Cualquier día que me dé un ataque de locura, cojo y lo rompo en pedazos.
Tu Ana M. Frank

Lunes, 22 de mayo de 1944


Querida Kitty:
El 20 de mayo, papá perdió cinco tarros de yogur en una apuesta con la señora Van Daan. En efecto, la invasión no se ha producido aún, y creo poder decir que en todo Amsterdam, en toda Holanda y en toda la costa occidental europea hasta España, se habla, se discute y se hacen apuestas noche y día sobre la inva­sión, sin perder las esperanzas.
La tensión sigue aumentando. No todos los holandeses de los que pensamos que pertenecen al bando «bueno» siguen confiando en los ingleses. No todos consideran que el bluff inglés es una muestra de maestría, nada de eso, la gente por fin quiere ver actos, actos de grandeza y heroísmo.
Nadie ve más allá de sus narices, nadie piensa en que los ingle­ses luchan por sí mismos y por su país; todo el mundo opina que los ingleses tienen la obligación de salvar a Holanda lo antes posi­ble y de la mejor manera posible. ¿Por qué habrían de tener esa obligación? ¿Qué han hecho los holandeses para merecer la gene­rosa ayuda que tanto esperan que se les dé? No, los holandeses es­tán bastante equivocados; los ingleses, pese a todo su bluff, no han perdido más honor que todos los otros países, grandes y peque­ños, que ahora están ocupados. Los ingleses no van a presentar sus disculpas por haber dormido mientras Alemania se armaba, porque los demás países, los que limitan con Alemania, también dormían. Con la política del avestruz no se llega a ninguna parte, eso lo ha podido ver Inglaterra y lo ha visto el mundo entero, y ahora tienen que pagarlo caro, uno a uno, y la propia Inglaterra tampoco se salvará.
Ningún país va a sacrificar a sus hombres en vano, sobre todo si lo que está en juego son los intereses de otro país, y tampoco In­glaterra lo hará. La invasión, la liberación y la libertad llegarán al­gún día; pero la que puede elegir el momento es Inglaterra, y no algún territorio ocupado, ni todos ellos juntos.

Con gran pena e indignación por nuestra parte nos hemos ente­rado de que la actitud de mucha gente frente a los judíos ha dado un vuelco. Nos han dicho que hay brotes de antisemitismo en círculos en los que antes eso era impensable. Este hecho nos ha afectado muchísimo a todos. La causa del odio hacia los judíos es comprensible, a veces hasta humana, pero no es buena. Los cris­tianos les echan en cara a los judíos que se van de la lengua con los alemanes, que delatan a quienes los protegieron, que por culpa de los judíos muchos cristianos corren la misma suerte y sufren los mismos horribles castigos que tantos otros. Todo esto es cierto. Pero como pasa con todo, tienen que mirar también la otra cara de la moneda: ¿actuarían los cristianos de otro modo si estuvieran en nuestro lugar? ¿Puede una persona sin importar si es cristiano o judío, mantener su silencio ante los métodos alemanes? Todos sa­ben que es casi imposible. Entonces, ¿por qué les piden lo imposi­ble a los judíos?
En círculos de la resistencia se murmura que los judíos alema­nes emigrados en su momento a Holanda y que ahora se encuen­tran en Polonia, no podrán volver a Holanda; aquí tenían derecho de asilo, pero cuando ya no esté Hitler, deberán volver a Ale­mania.
Oyendo estas cosas, ¿no es lógico que uno se pregunte por qué se está librando esta guerra tan larga y difícil? ¿Acaso no oímos siempre que todos juntos luchamos por la libertad, la verdad y la justicia? Y si en plena lucha ya empieza a haber discordia, ¿otra vez el judío vale menos que otro? ¡Ay, es triste, muy triste, que por enésima vez se confirme la vieja sentencia de que lo que hace un cristiano, es responsabilidad suya, pero lo que hace un judío, es responsabilidad de todos los judíos!
Sinceramente no me cabe en la cabeza que los holandeses, un pueblo tan bondadoso, honrado y recto, opinen así sobre noso­tros, opinen así sobre el pueblo más oprimido, desdichado y lasti­mero de todos los pueblos, tal vez del mundo entero.
Sólo espero una cosa: que ese odio a los judíos sea pasajero, que los holandeses en algún momento demuestren ser lo que son en realidad, que no vacilen en su sentimiento de justicia, ni ahora ni nunca, ¡porque esto de ahora es injusto!
Y si estas cosas horribles de verdad se hicieran realidad, el po­bre resto de judíos que queda deberá abandonar Holanda. Tam­bién nosotros deberemos liar nuestros bártulos y seguir nuestro camino, dejar atrás este hermoso país que nos ofreció cobijo tan cordialmente y que ahora nos vuelve la espalda.
¡Amo a Holanda, en algún momento he tenido la esperanza de que a mí, desterrada, pudiera servirme de patria, y aún conservo esa esperanza!
Tu Ana M. Frank


Jueves, 25 de mayo de 1944


Querida Kitty:
¡Bep se ha comprometido! El hecho en sí no es tan sorpren­dente, aunque a ninguno de nosotros nos alegra demasiado. Puede que Bertus sea un muchacho serio, simpático y deportivo, pero Bep no lo ama y eso para mí es motivo suficiente para desa­consejarle que se case.
Bep ha puesto todos sus empeños en abrirse camino en la vida, y Bertus la detiene. Es un obrero, un hombre sin inquietudes y sin interés en salir adelante, y no creo que Bep se sienta feliz con esa situación. Es comprensible que Bep quiera poner fin a esta cues­tión de medias tintas; hace apenas cuatro semanas había roto con él, pero luego se sintió más desdichada, y por eso volvió a escri­birle, y ahora ha acabado por comprometerse.
En este compromiso entran en juego muchos factores. En pri­mer lugar, el padre enfermo, que quiere mucho a Bertus; en se­gundo lugar, el hecho de que es la mayor de las hijas mujeres de " Voskuijl y que su madre le gasta bromas por su soltería; en tercer lugar, el hecho de que Bep tiene tan sólo veinticuatro años, algo que para ella cuenta bastante.
Mamá dijo que hubiera preferido que empezaran teniendo una relación. Yo no sé qué decir, compadezco a Bep y comprendo que se sintiera sola. La boda no podrá ser antes de que acabe la guerra, ya que Bertus es un clandestino, o sea, un «hombre negro» y ade­más ninguno de ellos tiene un céntimo y tampoco tienen ajuar. ¡Qué perspectivas tan miserables para Bep, a la que todos noso­tros deseamos lo mejor! Esperemos que Bertus cambie bajo el in­flujo de Bep, o bien que Bep encuentre a un hombre bueno que sepa valorarla.
Tu Ana M. Frank


El mismo día
Todos los días pasa algo nuevo. Esta mañana han detenido a Van Hoeven. En su casa había dos judíos escondidos. Es un duro golpe para nosotros, no sólo porque esos pobres judíos están ahora al borde del abismo, sino que también es horrible para Van Hoeven.
El mundo está patas arriba. A los más honestos se los llevan a los campos de concentración, a las cárceles y a las celdas solitarias, y la escoria gobierna a grandes y pequeños, pobres y ricos. A unos los pillan por vender en el mercado negro, a otros por ayudar a los judíos o a otros escondidos, y nadie que no pertenezca al movi­miento nacionalsocialista sabe lo que puede pasar mañana.

También para nosotros es una enorme pérdida lo de Van Hoeven. Bep no puede ni debe cargar con el peso de las patatas; lo único que nos queda es comer menos. Ya te contaré cómo lo arre­glamos, pero seguro que no será nada agradable. Mamá dice que no habrá más desayuno: papilla de avena y pan al mediodía, y por las noches patatas fritas, y tal vez verdura o lechuga una o dos ve­ces a la semana, más no. Pasaremos hambre, pero cualquier cosa es mejor que ser descubiertos.
Tu Ana M. Frank


Viernes, 26 de mayo de 1944

Mi querida Kitty:
Por fin, por fin ha llegado el momento de sentarme a escribir tranquila junto a la rendija de la ventana para contártelo todo, ab­solutamente todo.
Me siento más miserable de lo que me he sentido en meses, ni siquiera después de que entraron los ladrones me sentí tan destro­zada. Por un lado Van Hoeven, la cuestión judía, que es objeto de amplios debates en toda la casa, la invasión que no llega, la mala comida, la tensión, el ambiente deprimente, la desilusión por lo de Peter y, por el otro lado, el compromiso de Bep, la recepción por motivo de Pentecostés, las flores, el cumpleaños de Kugler, las tartas y las historias de teatros de revista, cines y salas de con­cierto. Esas diferencias, esas grandes diferencias, siempre se hacen patentes: un día nos reímos de nuestra situación tan cómica de es­tar escondidos, y al otro día y en tantos otros días tenemos miedo, y se nos notan en la cara el temor, la angustia y la desesperación.
Miep y Kugler son los que más sienten la carga que les ocasio­namos, tanto nosotros como los demás escondidos; Miep en su trabajo, y Kugler que a veces sucumbe bajo el peso que supone la gigantesca responsabilidad por nosotros ocho, y que ya casi no puede hablar de los nervios y la exaltación contenida. Kleiman y Bep también cuidan muy bien de nosotros, de verdad muy bien, pero hay momentos en que también ellos se olvidan de la Casa de atrás, aunque tan sólo sea por unas horas, un día, acaso dos. Tie­nen sus propias preocupaciones que atender, Kleiman su salud, Bep su compromiso que dista mucho de ser color de rosa, y aparte de esas preocupaciones también tienen sus salidas, sus visi­tas, toda su vida de gente normal, para ellos la tensión a veces de­saparece, aunque sólo sea por poco tiempo, pero para nosotros no, nunca, desde hace dos años. ¿Hasta cuándo esa tensión se­guirá aplastándonos y asfixiándonos cada vez más?
Otra vez se han atascado las tuberías del desagüe, no podemos dejar correr el agua, salvo a cuentagotas, no podemos usar el re­trete, salvo si llevamos un cepillo, y el agua sucia la guardamos en una gran tinaja. Por hoy nos arreglamos, pero ¿qué pasará si el fontanero no puede solucionarnos el problema él solo? Los del ayuntamiento no trabajan hasta el martes[2]...
Miep nos mandó un pastel de uvas pasas con una inscripción que decía «Feliz Pentecostés». Es casi como si se estuviera bur­lando, nuestros ánimos y nuestro miedo no están Para fiestas.
Nos hemos vuelto más miedosos desde el asunto de Van Hoeven. A cada momento se oye algún «¡chis!», y todos tratan de ha­cer menos ruido. Los que forzaron la puerta en casa de Van Hoeven eran de la Policía, de modo que tampoco estarnos a buen recaudo de ellos. Si nos llegan a... no, no debo escribirlo, pero hoy la pregunta es ineludible, al contrario, todo el miedo y la angustia se me vuelven a aparecer en todo su horror.
A las ocho he tenido que ir sola al lavabo de abajo, no había na­die, todos estaban escuchando la radio, yo quería ser valiente, pero no fue fácil. Sigo sintiéndome más segura aquí arriba que sola en el edificio tan grande y silencioso; los ruidos sordos y enigmáticos que se oyen arriba y los bocinazos de los coches en la calle sólo me hacen temblar cuando no soy lo bastante rápida para reflexionar sobre la situación.
Miep se ha vuelto mucho más amable y cordial con nosotros desde la conversación que ha tenido con papá. Pero eso todavía no te lo he contado. Una tarde, Miep vino a ver a papá con la cara toda colorada y le preguntó a quemarropa si creíamos que tam­bién a ella se le había contagiado el antisemitismo. Papá se pegó un gran susto y habló con ella para quitárselo de la cabeza, pero a Miep le siguió quedando en parte su sospecha. Ahora nos traen más cosas, se interesan más por nuestros pesares, aunque no de­bemos molestarles contándoselos. ¡Son todos tan, tan buenos!
Una y otra vez me pregunto si no habría sido mejor para todos que en lugar de escondernos ya estuviéramos muertos y no tuviéra­mos que pasar por esta pesadilla, y sobre todo que no comprome­tiéramos a los demás. Pero también esa idea nos estremece, todavía amamos la vida, aún no hemos olvidado la voz de la Naturaleza, aún tenemos esperanzas, esperanzas de que todo salga bien.
Y ahora, que pase algo pronto, aunque sean tiros, eso ya no nos podrá destrozar más que esta intranquilidad, que venga ya el final, aunque sea duro, así al menos sabremos si al final hemos de triun­far o si sucumbiremos.
Tu Ana M. Frank





Miércoles, 31 de mayo de 1944


Querida Kitty:
El sábado, domingo, lunes y martes hizo tanto calor, que no podía tener la pluma en la mano, por lo que me fue imposible es­cribirte. El viernes se rompió el desagüe, el sábado lo arreglaron. La señora Kleiman vino por la tarde a visitarnos y nos contó mu­chas cosas sobre Jopie, por ejemplo que se ha hecho socia de un club de hockey junto con Jacque van Maarsen. El domingo vino Bep a ver si no habían entrado ladrones y se quedó a desayunar con nosotros. El lunes de Pentecostés, el señor Gies hizo de vigi­lante del escondite y el martes por fin nos dejaron abrir otra vez las ventanas. Rara vez hemos tenido un fin de semana de Pente­costés tan hermoso y cálido, hasta podría decirse que caluroso. Cuando en la Casa de atrás hace mucho calor es algo terrible; para darte una idea de la gran cantidad de quejas, te describiré los días de calor en pocas palabras:
El sábado: «¡Qué bueno hace!» dijimos todos por la mañana. -¡Ojalá hiciera menos calor!», dijimos por la tarde, cuando hubo que cerrar las ventanas.
El domingo: «¡No se aguanta el calor, la mantequilla se derrite, no hay ningún rincón fresco en la casa, el pan se seca, la leche se echa a perder, no se puede abrir ninguna ventana. Somos unos pa­rias que nos estamos sofocando, mientras los demás tienen vaca­ciones de Pentecostés!» (Palabras de la señora.)
El lunes: «¡Me duelen los pies, no tengo ropa fresca, no puedo fregar los platos con este calor!» Quejidos desde la mañana tem­prano hasta las últimas horas de la noche. Fue muy desagradable.
Sigo sin soportar bien el calor, y me alegro de que hoy sople una buena brisa y que igual haya sol.
Tu Ana M. Frank


Viernes, 2 de junio de 1944

Querida Kitty:
«Quienes suban al desván, que se lleven un paraguas bien grande, de hombre si es posible...» Esto para guarecerse de las llu­vias que vienen de arriba. Hay un refrán que dice: «En lo alto, seco, santo y seguro», pero esto no es aplicable a los tiempos de guerra (por los tiros) y a los escondidos (por el pis de gato). Re­sulta que Mouschi ha tomado más o menos por costumbre deposi­tar sus menesteres encima de unos periódicos o en una rendija en el suelo, de modo que no sólo el miedo a las goteras está más que fundado, sino también el temor al mal olor. Sépase además que también el nuevo Moortje del almacén padece los mismos males, y todo aquel que haya tenido un gato pequeño que hiciera sus nece­sidades por todas partes, sabrá hacerse una idea de los aromas que flotan por la casa aparte del de la pimienta y del tomillo.
Por otra parte, tengo que comunicarte una receta totalmente nueva contra los tiros: al oír los disparos, dirigirse rápidamente a la escalera de madera más cercana, bajar y volver a subir por la misma, intentando rodar por ella suavemente hacia abajo al menos una vez en caso de repetición. Los rasguños y el estruendo produ­cidos por las bajadas y subidas y por las caídas, te mantienen lo su­ficientemente ocupada como para no oír los disparos ni pensar en , ellos. Quien escribe estas líneas ya ha probado esta receta ideal, ¡y con éxito!
Tu Ana M. Frank ;


Lunes, 5 de junio de 1944

Querida Kitty:
Nuevos disgustos en la Casa de atrás. Pelea entre Dussel y la fa­milia Frank a raíz del reparto de la mantequilla. Capitulación de Dussel. Gran amistad entre la señora de Van Daan y el último, co­queteos, besitos y sonrisitas simpáticas. Dussel empieza a sentir deseos de estar con una mujer.
Los Van Daan no quieren que hagamos un pastel para el cum­pleaños de Kugler, porque aquí tampoco se comen. ¡Qué mise­rables!
Arriba un humor de perros. La señora con catarro. Pillamos a Dussel tomando tabletas de levadura de cerveza, mientras que a nosotros no nos da nada.
Entrada en Roma del S° Ejército, la ciudad no ha sido destruida ni bombardeada. Enorme propaganda para Hitler.
Hay poca verdura y patatas, una bolsa de pan se ha echado a perder.
El Esqueleto (así se llama el nuevo gato del almacén) no soporta bien la pimienta. Utiliza la cubeta-retrete para dormir, y para ha­cer sus necesidades coge virutas de madera de las de empacar. ¡Vaya un gato imposible!
El tiempo, malo. Bombardeos continuos sobre el paso de Calais y la costa occidental francesa.
Imposible vender dólares, oro menos aún, empieza a verse el fondo de nuestra caja negra. ¿De qué viviremos el mes que viene?

Tu Ana M. Frank

Martes, 6 de junio de 1944

Mi querida Kitty:
This is D-day[3] ha dicho a las doce del mediodía la radio inglesa, y con razón. This is «the» day[4]: ¡La invasión ha comenzado!
Esta mañana, a las ocho, los ingleses anunciaron: intensos bom­bardeos en Calais, Boulogne-sur-mer, El Havre y Cherburgo, así como en el paso de Calais (como ya es habitual). También una medida de seguridad para los territorios ocupados: toda la gente que vive en la zona de 35 kilómetros desde la costa tienen que pre­pararse para los bombardeos. Los ingleses tirarán volantes una hora antes, en lo posible.
Según han informado los alemanes, en la costa francesa han ate­rrizado paracaidistas ingleses. «Lanchas inglesas de desembarco luchan contra la infantería de marina alemana», según la BBC.
Conclusión de la Casa de atrás a las nueve de la mañana, hora del desayuno: es un desembarco piloto, igual que hace dos años en Dieppe.
La radio inglesa en su emisión de las diez, en alemán, holandés, francés y otros idiomas: The invasion has begun[5], o sea, la verda­dera invasión.
La radio inglesa en su emisión de las once, en alemán: discurso del general Dwight Eisenhower, comandante de las tropas.
La radio inglesa en su emisión en inglés: «Ha llegado el día D.» El general Eisenhower le ha dicho al pueblo francés: «Nos espera un duro combate, pero luego vendrá la victoria. 1944 será el año de la victoria total. ¡Buena suerte!»
La radio inglesa en su emisión de la una, en inglés: 11.000 avio­nes están preparados y vuelan incesantemente para transportar tropas y realizar bombardeos detrás de las líneas de combate. 4.000 naves de desembarco y otras embarcaciones más pequeñas tocan tierra sin cesar entre Cherburgo y El Havre. Tropas inglesas y estadounidenses se encuentran en pleno combate. Discursos del ministro holandés Gerbrandy, del primer ministro belga, del rey Haakon de Noruega, de De Gaulle por Francia y del rey de Ingla­terra, sin olvidar a Churchill.

¡Conmoción en la Casa de atrás! ¿Habrá llegado por fin la libe­ración tan ansiada, la liberación de la que tanto se ha hablado, pero que es demasiado hermosa y fantástica como para hacerse realidad algún día? ¿Acaso este año de 1944 nos traerá la victoria? Ahora mismo no lo sabemos, pero la esperanza, que también es vida, nos devuelve el valor y la fuerza. Porque con valor hemos de superar los múltiples miedos, privaciones y sufrimientos. Ahora se trata de guardar la calma y de perseverar, y de hincarnos las uñas en la carne antes de gritar. Gritar y chillar por las desgracias padecidas: eso lo pueden hacer en Francia, Rusia, Italia y Alemania, pero no­sotros todavía no tenemos derecho a ello...
¡Ay, Kitty, lo más hermoso de la invasión es que me da la sensa­ción de que quienes se acercan son amigos! Los malditos alema­nes, nos han oprimido y nos han puesto el puñal contra el pecho durante tanto tiempo, que los amigos y la salvación lo son todo para nosotros. Ahora ya no se trata de los judíos, se trata de toda Holanda, Holanda y toda la Europa ocupada. Tal vez, dice Margot, en septiembre u octubre pueda volver al colegio.

Tu Ana M. Frank

P. D. Te mantendré al tanto de las últimas noticias. Esta mañana, y también por la noche, desde los aviones soltaron muñecos de paja y maniquíes que fueron a parar detrás de las posiciones ale­manas; estos muñecos explotaron al tocar tierra. También aterri­zaron muchos paracaidistas, que estaban pintados de negro para pasar inadvertidos en la noche. A las seis de la mañana llegaron las primeras lanchas, después de que se había bombardeado la costa por la noche, con cinco mil toneladas de bombas. Hoy entraron en acción veinte mil aviones. Las baterías costeras de los alemanes ya estaban destruidas a la hora del desembarco. Ya se ha formado una pequeña cabeza de puente, todo marcha a pedir de boca, por más que haga mal tiempo. El ejército y también el pueblo tienen la misma voluntad y la misma esperanza.



Viernes, 9 de junio de 1944

Querida Kitty:
¡La invasión marcha viento en popa! Los aliados han tomado Bayeux, un pequeño pueblo de la costa francesa, y luchan ahora para entrar en Caen. Está claro que la intención es cortar las co­municaciones de la península en la que está situada Cherburgo. Los corresponsales de guerra informan todas las noches de las di­ficultades, el valor y el entusiasmo del ejército, se cometen las proezas más increíbles, también los heridos que ya han vuelto a Inglaterra han hablado por el micrófono. A pesar de que hace un tiempo malísimo, los aviones van y vienen. Nos hemos enterado a través de la BBC que Churchill quería acompañar a las tropas cuando la invasión, pero que este plan no se llevó a cabo por reco­mendación de Eisenhower y de otros generales. ¡Figúrate el valor de este hombre tan mayor, que ya tiene por lo menos setenta años!
La conmoción del otro día ya ha amainado; sin embargo, espe­ramos que la guerra acabe por fin a finales de año. ¡Ya sería hora! Las lamentaciones de la señora Van Daan no se aguantan, ahora ' que ya no nos puede dar la lata con la invasión, se queja todo el día del mal tiempo. ¡Te vienen ganas de meterla en un cubo de agua fría y subirla a la buhardilla!
La Casa de atrás en su conjunto, salvo Van Daan y Peter, ha leído la trilogía Rapsodia húngara. El libro relata la historia de la vida del compositor, pianista y niño prodigio Franz Liszt. Es un libro muy interesante, pero para mi gusto contiene demasiadas historias de mujeres; Liszt no fue tan sólo el más grande y famoso pianista de su época, sino también el mayor de los donjuanes aun hasta los setenta años. Tuvo relaciones amorosas con la condesa Marie d'Agoult, la princesa Carolina de Sayn-Wittgenstein, la bai­larina Lola Montes, las pianistas Agnes Kingworth y Sophie Menter, la princesa circasiana Olga Janina, la baronesa Olga Meyendroff, la actriz de teatro Lilla no sé cuántos, etc., etc.: son una infinidad. Las partes del libro que tratan de música y otras artes son mucho más interesantes. En el libro aparecen: Schumann y Clara Wieck, Héctor Berlioz, Johannes Brahms, Beethoven, Joachin, Richard Wagner, Hans von Bülow, Anton Rubinstein, Frederic Chopin, Víctor Hugo, Honoré de Balzac, Hiller, Hummel, Czerny, Rossini, Cherubini, Paganini, Mendelssohn, etc., etc. El propio Liszt era un tipo estupendo, muy generoso, nada egoísta, aunque extremadamente vanidoso; ayudaba a todo el mundo, no conocía nada más elevado que el arte, amaba el coñac y a las muje­res, no soportaba las lágrimas, era un caballero, no denegaba favo­res a nadie, no le importaba el dinero, era partidario de la libertad de culto y amaba al mundo.

Tu Ana M. Frank


Martes, 13 de junio de 1944

Querida Kit.
Ha sido otra vez mi cumpleaños, de modo que ahora ya tengo quince años. Me han regalado un montón de cosas: papá y mamá, los cinco tomos de la Historia del arte de Springer, un juego de ropa interior, dos cinturones, un pañuelo, dos yogures, un tarro de mermelada, dos pasteles de miel (de los pequeños) y un libro de botánica; Margot un brazalete sobredorado, Van Daan un libro de la colección Patria, Dussel un tarro de malta «Biomalt» y un ra­millete de almorta, Miep caramelos, Bep caramelos y unos cuader­nos, y Kugler lo más hermoso: el libro María Teresa y tres lonchas de queso con toda su crema. Peter me regaló un bonito ramo de peonías. El pobre hizo un gran esfuerzo por encontrar algo ade­cuado, pero no tuvo éxito.

La invasión sigue yendo viento en popa, pese al tiempo malí­simo, las innumerables tormentas, los chaparrones y la marejada.
Churchill, Smuts, Eisenhower y Arnold visitaron ayer los pue­blos franceses tomados y liberados por los ingleses. Churchill se su­bió a un torpedero que disparaba contra la costa; ese hombre, como tantos otros, parece no saber lo que es el miedo. ¡Qué envidia!
Desde nuestra «fortaleza de atrás» nos es imposible sondear el ambiente que impera en Holanda. La gente sin duda está contenta de que la ociosa (!) Inglaterra por fin haya puesto manos a la obra. No saben lo injusto que es su razonamiento cuando dicen una y otra vez que aquí no quieren una ocupación inglesa. Con todo, el razonamiento viene a ser más o menos el siguiente: Inglaterra tiene que luchar, combatir y sacrificar a sus hijos por Holanda y los demás territorios ocupados. Los ingleses no pueden quedarse en Holanda, tienen que presentar sus disculpas a todos los esta­dos ocupados, tienen que devolver las Indias[6] a sus antiguos due­ños, y luego podrán volverse a Inglaterra, empobrecidos y maltre­chos. Pobres diablos los que piensan así, y sin embargo, como ya he dicho, muchos holandeses parecen pertenecer a esta categoría. Y ahora me pregunto yo: ¿qué habría sido de Holanda y de los países vecinos, si Inglaterra hubiera firmado la paz con Alemania, la paz posible en tantas ocasiones? Holanda habría pasado a for­mar parte de Alemania y asunto concluido.
A todos los holandeses que aún miran a los ingleses por encima del hombro, que tachan a Inglaterra y a su gobierno de viejos seni­les, que califican a los ingleses de cobardes, pero que sin embargo odian a los alemanes, habría que sacudirlos como se sacude una al­mohada, así tal vez sus sesos enmarañados se plegarían de forma más sensata...

En mi cabeza rondan muchos deseos, muchos pensamientos, muchas acusaciones y muchos reproches. De verdad que no soy tan presumida como mucha gente cree, conozco mis innumera­bles fallos y defectos mejor que nadie, con la diferencia de que sé que quiero enmendarme, que me enmendaré y que ya me he en­mendado un montón.
¿Cómo puede ser entonces, me pregunto muchas veces, que todo el mundo me siga considerando tan tremendamente pedante y poco modesta? ¿De verdad soy tan testaruda? ¿Soy realmente yo sola, o quizá también los demás? Suena raro, ya me doy cuenta, pero no tacharé la última frase, porque tampoco es tan rara como parece. La señora Van Daan y Dussel, mis principales acusadores, tienen fama ambos de carecer absolutamente de inteligencia y de ser, sí, digámoslo tranquilamente, «ignorantes». La gente igno­rante no soporta por lo general que otros hagan una cosa mejor que ellos; el mejor ejemplo de ello son, en efecto, estos dos igno­rantes, la señora Van Daan y el señor Dussel. La señora me consi­dera ignorante porque yo no padezco esa enfermedad de manera tan aguda como ella; me considera poco modesta, porque ella lo es menos aún; mis faldas le parecen muy cortas, porque las suyas lo son más aún; me considera una sabidilla, porque ella misma habla el doble que yo sobre temas de los que no entiende absolutamente nada. Lo mismo vale para Dussel. Pero uno de mis refranes favori­tos es «En todos los reproches hay algo de cierto», y por eso soy la primera en reconocer que algo de sabidilla tengo.
Sin embargo, lo más molesto de mi carácter es que nadie me re­gaña y me increpa tanto como yo misma; y si a eso mamá añade su cuota de consejos, la montaña de sermones se hace tan inconmen­surable que yo, en mi desesperación por salir del paso, me vuelvo insolente y me pongo a contradecir, y automáticamente salen a re­lucir las viejas palabras de Ana: «¿Nadie me comprende!»
Estas palabras las llevo dentro de mí, y aunque suenen a men­tira, tienen también su parte de verdad. Mis autoinculpaciones ad­quieren a menudo proporciones tales que desearía encontrar una voz consoladora que lograra reducirlas a un nivel razonable y a la que también le importara mi fuero interno, pero ¡ay!, por más que busco, no he podido encontrarla.
Ya sé que estarás pensando en Peter, ¿verdad Kit? Es cierto, Peter me quiere, no como un enamorado, sino como amigo, su afecto crece día a día, pero sigue habiendo algo misterioso que nos detiene a los dos, y que ni yo misma sé lo que es.
A veces pienso que esos enormes deseos míos de estar con él eran exagerados, pero en verdad no es así, porque cuando pasan dos días sin que haya ido arriba, me vuelven los mismos fuertes deseos de verle que he tenido siempre. Peter es bueno y bonda­doso, pero no puedo negar que muchas cosas en él me decepcio­nan. Sobre todo su rechazo a la religión, las conversaciones sobre la comida y muchas otras cosas de toda índole no me gustan en absoluto. Sin embargo, estoy plenamente convencida de que nunca reñiremos, tal como lo hemos convenido sinceramente. Peter es amante de la paz, tolerante y capaz de ceder. Acepta que yo le diga muchas más cosas de las que le tolera a su madre. Intenta con gran empeño borrar las manchas de tinta en sus libros y de poner cierto orden en sus cosas. Y sin embargo, ¿por qué sigue ocultando lo que tiene dentro y no me permite tocarlo? Tiene un carácter mucho más cerrado que el mío, es cierto; pero yo ahora realmente sé por la práctica (recuerda la «Ana en teoría» que sale a relucir una y otra vez) que llega un momento en que hasta los ca­racteres más cerrados ansían, en la misma medida que otros, o más, tener un confidente.
En la Casa de atrás, Peter y yo ya hemos tenido nuestros años para pensar, a menudo hablamos sobre el futuro, el pasado y el presente, pero como ya te he dicho: echo en falta lo auténtico y sin embargo estoy segura de que está ahí.

¿Será que el no haber podido salir al aire libre ha hecho que cre­ciera mi afición por todo lo que tiene que ver con la Naturaleza? Recuerdo perfectamente que un límpido cielo azul, el canto de los pájaros, el brillo de la luna o el florecimiento de las flores, antes no lograban captar por mucho tiempo mi atención. Aquí todo eso ha cambiado: para Pentecostés por ejemplo, cuando hizo tanto ca­lor, hice el mayor de los esfuerzos para no dormirme por la no­che, y a las once y media quise observar bien la luna por una vez a solas, a través de la ventana abierta. Lamentablemente mi sacrifi­cio fue en vano, ya que la luna daba mucha luz y no podía arries­garme a abrir la ventana. En otra ocasión, hace unos cuantos me­ses, fui una noche arriba por casualidad, estando la ventana abierta. No bajé hasta que no terminó la hora de airear. La noche oscura y lluviosa, la tormenta, las nubes que pasaban apresuradas, me cautivaron; después de año y medio, era la primera vez que veía a la noche cara a cara. Después de ese momento, mis deseos de volver a ver la noche superaron mi miedo a los ladrones, a la casa a oscuras y llena de ratas y a los robos. Bajé completamente sola a mirar hacia fuera por la ventana del despacho de papá y la de la cocina. A mucha gente le gusta la Naturaleza, muchos duermen alguna que otra vez a la intemperie, muchos de los que están en cárceles y hospitales no ven el día en que puedan volver a disfrutar libremente de la naturaleza, pero son pocos los que, como noso­tros, están tan separados y aislados de la cosa que desean, y que es igual para ricos que para pobres.
No es ninguna fantasía cuando digo que ver el cielo, las nubes, la luna y las estrellas me da paciencia y me tranquiliza. Es mucho mejor que la valeriana o el bromo: la Naturaleza me empequeñece y me prepara para recibir cualquier golpe con valentía.
En alguna parte estará escrito que sólo pueda ver la Naturaleza, de vez en cuando y a modo de excepción, a través de unas venta­nas llenas de polvo y con cortinas sucias delante, y hacerlo así no resulta nada agradable. ¡La Naturaleza es lo único que realmente no admite sucedáneos!

Más de una vez, una de las preguntas que no me deja en paz por dentro es por qué en el pasado, y a menudo aún ahora, los pueblos conceden a la mujer un lugar tan inferior al que ocupa el hombre. Todos dicen que es injusto, pero con eso no me doy por contenta: lo que quisiera conocer es la causa de semejante injusticia.
Es de suponer que el hombre, dada su mayor fuerza física, ha dominado a la mujer desde el principio; el hombre, que tiene in­gresos, el hombre, que procrea, el hombre, al que todo le está per­mitido... Ha sido una gran equivocación por parte de tantas muje­res tolerar, hasta hace poco tiempo, que todo siguiera así sin más, porque cuantos más siglos perdura esta norma, tanto más se arraiga. Por suerte la enseñanza, el trabajo y el desarrollo le han abierto un poco los ojos a la mujer. En muchos países las mujeres han obtenido la igualdad de derechos; mucha gente, sobre todo mujeres, pero también hombres, ven ahora lo mal que ha estado dividido el mundo durante tanto tiempo, y las mujeres modernas exigen su derecho a la independencia total.
Pero no se trata sólo de eso: ¡también hay que conseguir la va­loración de la mujer! En todos los continentes el hombre goza de una alta estima generalizada. ¿Por qué la mujer no habría de com­partir esa estima antes que nada? A los soldados y héroes de gue­rra se los honra y rinde homenaje, a los descubridores se les con­cede fama eterna, se venera a los mártires, pero ¿qué parte de la Humanidad en su conjunto también considera soldados a las mu­jeres?
En el libro Combatientes para toda la vida pone algo que me ha conmovido bastante, y es algo así como que por lo general las mu­jeres, tan sólo por el hecho de tener hijos, padecen más dolores, enfermedades y desgracias que cualquier héroe de guerra. ¿Y cuál es la recompensa por aguantar tantos dolores? La echan en un rin­cón si ha quedado mutilada por el parto, sus hijos al poco tiempo ya no son suyos, y su belleza se ha perdido. Las mujeres son sol­dados mucho más valientes y heroicos, que combaten y padecen dolores para preservar a la Humanidad, mucho más que tantos li­bertadores con todas sus bonitas historias...
Con esto no quiero decir en absoluto que las mujeres tendrían que negarse a tener hijos, al contrario, así lo quiere la Naturaleza y así ha de ser. A los únicos que condeno es a los hombres y a todo el orden mundial, que nunca quieren darse cuenta del importante, difícil y a veces también bello papel desempeñado por la mujer en la sociedad.
Paul de Kruif, el autor del libro mencionado, cuenta con toda mi aprobación cuando dice que los hombres tienen que aprender que en las partes del mundo llamadas civilizadas, un parto ha de­jado de ser algo natural y corriente. Los hombres lo tienen fácil, nunca han tenido que soportar los pesares de una mujer, ni ten­drán que soportarlos nunca.
Creo que todo el concepto de que el tener hijos constituye un deber de la mujer, cambiará a lo largo del próximo siglo, dando lugar a la estima y a la admiración por quien se lleva esa carga al hombro, sin rezongar y sin pronunciar grandes palabras.
Tu Ana M. Frank


Viernes, 16 de junio de 1944


Querida Kitty:
Nuevos problemas: la señora está desesperada, habla de pegarse un tiro, de la cárcel, de ahorcarse y suicidarse. Tiene celos de que Peter deposite en mí su confianza y no en ella, está ofendida por- Á que Dussel no hace suficiente caso de sus coqueterías, teme que l su marido gaste en tabaco todo el dinero del abrigo de piel, riñe, insulta, llora, se lamenta, ríe y vuelve a empezar con las riñas.
¿Qué hacer con una individua tan plañidera y tonta? Nadie la toma en serio, carácter no tiene, se queja con todos y anda por la casa con un aire de «liceo de frente, museo por detrás». Y lo peor de todo es que Peter es insolente con ella, el señor Van Daan sus­ceptible, y mamá cínica. ¡Menudo panorama! Sólo hay una regla a tener siempre presente: ríete de todo y no hagas caso de los de­más. Parece egoísta, pero en realidad es la única medicina para los autocompasivos.
A Kugler lo mandan cuatro semanas a Alkmaar a hacer trabajos forzados; intentará salvarse presentando un certificado médico y una carta de Opekta. Kleiman tiene que someterse a una opera­ción del estómago lo antes posible. Anoche, a las once de la no­che, cortaron el teléfono a todos los particulares.
Tu Ana M. Frank


Viernes, 23 de junio de 1944


Querida Kitty:
No ha pasado nada en especial. Los ingleses han iniciado la gran ofensiva hacia Cherburgo; según Pim y Van Daan, el 10 de octu­bre seguro que nos habrán liberado. Los rusos participan en la operación, ayer empezó su ofensiva cerca de Vítebsk. Son tres años clavados desde la invasión alemana.
Bep sigue teniendo un humor por debajo de cero. Casi no nos quedan patatas. En lo sucesivo vamos a darle a cada uno su ración de patatas por separado, y que cada cual haga con ellas lo que le plazca. Miep se toma una semana de vacaciones anticipadas a par­tir del lunes. Los médicos de Kleiman no han encontrado nada en la radiografía. Duda mucho si operarse o dejar que venga lo que venga.

Tu Ana M. Frank

Martes, 27 de junio de 1944

Mi querida Kitty:
El ambiente ha dado un vuelco total: las cosas marchan de ma­ravilla. Hoy han caído Cherburgo, Vítebsk y Slobin. Un gran bo­tín y muchos prisioneros, seguramente. En Cherburgo han muerto cinco generales alemanes, y otros dos han sido hechos prisioneros. Ahora los ingleses podrán desembarcar todo lo que quieran, porque tienen un puerto: ¡toda la península de Cotentin en manos de los ingleses, tres semanas después de la invasión! ¡Se han portado!
En las tres semanas que han pasado desde el «Día D» no ha pa­rado de llover ni de hacer tormenta ni un solo día, tanto aquí como en Francia, pero esta mala suerte no impide que los ingleses y los norteamericanos demuestren toda su fuerza, ¡y cómo! La que sí ha entrado en plena acción es la Wuwa[7], pero ¿qué puede llegar a significar semejante nimiedad, más que unos pocos daños en Inglaterra y grandes titulares en la prensa teutona? Además, si en Teutonia se dan cuenta de que ahora de verdad se acerca el peli­gro bolchevique, se pondrán a temblar como nunca.
Las mujeres y los niños alemanes que no trabajan para el ejér­cito alemán, serán evacuados de las zonas costeras y llevados a las provincias de Groninga, Frisia y Güeldres. Mussert ha declarado que si la invasión llega a Holanda, él se pondrá un uniforme mili­tar. ¿Acaso ese gordinflón tiene pensado pelear? Para eso podría haberse marchado a Rusia hace tiempo... Finlandia rechazó la pro­puesta de paz en su momento, y también ahora se han vuelto a romper las negociaciones al respecto. ¡Ya se arrepentirán los muy estúpidos!
¿Cuánto crees que habremos adelantado el 27 de julio?

Tu Ana M. Frank


Viernes, 30 de junio de 1944


Querida Kitty:
Mal tiempo, o bad weather from one at a stretch to the thirty June[8]. ¿Qué te parece? Ya ves cómo domino el inglés, y para de­mostrarlo estoy leyendo Un marido ideal en inglés (¡con diccio­nario!).
La guerra marcha a pedir de boca: han caído Bobruisk, Moguiliov y Orsha; muchos prisioneros.
Aquí todo all right[9]. Los ánimos mejoran, nuestros optimistas a toda prueba festejan sus triunfos, los Van Daan hacen malabaris­mos con el azúcar, Bep se ha cambiado de peinado y Miep está de vacaciones por una semana. Hasta aquí las noticias.
Me están haciendo un tratamiento muy desagradable del ner­vio, nada menos que en uno de los dientes incisivos, ya me ha do­lido una enormidad, tanto que Dussel se pensó que me desmaya­ría. Pues faltó poco. Al rato le empezó a doler la muela a la señora...
Tu Ana M. Frank

P. D. De Basilea nos ha llegado la noticia de que Bernd[10] ha he­cho el papel de mesonero en Minna von Barnhelm[11]. Mamá dice que tiene madera de artista.



Jueves, 6 de julio de 1944

Querida Kitty:
Me entra un miedo terrible cuando Peter dice que más tarde quizá se haga criminal o especulador. Aunque ya sé que lo dice en broma, me da la sensación de que él mismo tiene miedo de su dé­bil carácter. Una y otra vez, tanto Margot como Peter me dicen: «Claro, si yo tuviera tu fuerza y tu valor, si yo pudiera imponer mi voluntad como haces tú, si tuviera tu energía y tu perseverancia...»
¿De verdad es una buena cualidad el no dejarme influenciar? ¿Está bien que siga casi exclusivamente el camino que me indica la conciencia?
A decir verdad, no puedo imaginarme que alguien diga «soy dé­bil» y siga siéndolo. Si uno lo sabe, ¿por qué no combatirlo, por qué no adiestrar su propio carácter? La respuesta fue: «¡Es que es mucho más fácil así!» La respuesta me desanimó un poco. ¿Más fácil? ¿Acaso una vida comodona y engañosa equivale a una vida fácil? No, no puede ser cierto, no es posible que la facilidad y el dinero sean tan seductores. He estado pensando bastante tiempo lo que debía responder, cómo tengo que hacer para que Peter crea en sí mismo y sobre todo para que se abra camino en este mundo. No sé si habré acertado.
Tantas veces me he imaginado lo bonito que sería que alguien depositara en mí su confianza, pero ahora que ha llegado el mo­mento, me doy cuenta de lo difícil que es identificarse con los pensamientos de la otra persona y luego encontrar la mejor solu­ción. Sobre todo dado que «fácil» y «dinero» son conceptos total­mente ajenos y nuevos para mí.
Peter está empezando a apoyarse en mí, y eso no ha de suceder bajo ningún concepto. Es difícil valerse por sí mismo en la vida, pero más difícil aún es estar solo, teniendo carácter y espíritu, sin perder la moral.
Estoy flotando un poco a la deriva, buscando desde hace mu­chos días un remedio eficaz contra la palabra «fácil», que no me gusta nada. ¿Cómo puedo hacerle ver que lo que parece fácil y bo­nito, hará que caiga en un abismo, en el que ya no habrá amigos, ni ayuda, ni ninguna cosa bonita, un abismo del que es práctica­mente imposible salir?
Todos vivimos sin saber por qué ni para qué, todos vivimos con la mira puesta en la felicidad, todos vivimos vidas diferentes y sin embargo iguales. A los tres nos han educado en un buen am­biente, podemos estudiar, tenemos la posibilidad de llegar a ser algo en la vida, tenemos motivos suficientes para pensar que llega­remos a ser felices, pero... nos lo tendremos que ganar a pulso. Y eso es algo que no se consigue con facilidad. Ganarse la felicidad implica trabajar para conseguirla, y hacer el bien y no especular ni ser un holgazán. La holgazanería podrá parecer atractiva, pero la satisfacción sólo la da el trabajo.
No comprendo a la gente a la que no le gusta el trabajo, pero lo mismo me pasa con Peter, que no tiene ninguna meta fija y se cree demasiado ignorante e inferior como para conseguir cualquier cosa que se pueda proponer. Pobre chico, no sabe lo que significa poder hacer felices a los otros, y yo tampoco puedo enseñárselo. No tiene religión, se mofa de Jesucristo, usa el nombre de Dios irrespetuosamente; aunque yo tampoco soy ortodoxa, me duele cada vez que noto lo abandonado, lo despreciativo y lo pobre de espíritu que es.
Las personas que tienen una religión deberían estar contentas, porque no a todos les es dado creer en cosas sobrenaturales. Ni si­quiera hace falta tenerle miedo a los castigos que pueda haber des­pués de la muerte; el purgatorio, el infierno y el cielo son cosas que a muchos les cuesta imaginarse, pero sin embargo el tener una religión, no importa de qué tipo, hace que el hombre siga por el buen camino. No se trata del miedo a Dios, sino de mantener alto el propio honor y la conciencia. ¡Qué hermoso y bueno sería que todas las personas, antes de cerrar los ojos para dormir,: pasaran revista a todos los acontecimientos del día y analizaran las cosas buenas y malas que han cometido! Sin darte casi cuenta, cada día intentas mejorar y superarte desde el principio, y lo más probable es que al cabo de algún tiempo consigas bastante. Este método lo puede utilizar cualquiera, no cuesta nada y es de gran utilidad. Porque para quien aún no lo sepa, que tome nota y lo viva en su propia carne: luna conciencia tranquila te hace sentir fuerte!

Tu Ana M. Frank


Sábado, 8 de julio de 1944

Querida Kitty:
Broks estuvo en Beverwijk y consiguió fresas directamente de la subasta. Llegaron aquí todas cubiertas de polvo, llenas de arena, pero en grandes cantidades. Nada menos que veinticuatro cajas, a repartir entre los de la oficina y nosotros. Cuando la oficina cerró, hicimos en seguida los primeros seis tarros grandes de conserva y ocho de mermelada. A la mañana siguiente Miep iba a hacer mer­melada para la oficina.
A las doce y media echamos el cerrojo a la puerta de la calle, ba­jamos las cajas, Peter, papá y Van Daan haciendo estrépito por las escaleras, Ana sacando agua caliente del calentador, Margot que viene a buscar el cubo, ¡todos manos a la obra! Con una sensación muy extraña en el estómago, entré en la cocina de la oficina, que estaba llena de gente: Miep, Bep, Kleiman, Jan, papá, Peter, los es­condidos y su brigada de aprovisionamiento, todos mezclados, y eso a plena luz del día. Las cortinas y las ventanas entreabiertas, todos hablando alto, portazos... La excitación me hizo temblar.
«¿Es que estamos aún realmente escondidos? -pensé-. Esto debe ser lo que se siente cuando uno puede mostrarse al mundo otra vez.»
La olla estaba llena, ¡rápido, arriba! En nuestra cocina estaba el resto de la familia de pie alrededor de la mesa, quitándoles las ho­jas y los rabitos a las fresas, al menos, eso era lo que supuesta­mente estaban haciendo, porque la mayor parte iba desapare­ciendo en las bocas en lugar de ir a parar al cubo. Pronto hizo falta otro cubo, y Peter fue a la cocina de abajo, sonó el timbre, el cubo se quedó abajo, Peter subió corriendo, se cerraron las puertas del armario. Nos moríamos de impaciencia, no se podía abrir el grifo y las fresas a medio lavar estaban esperando su último baño, pero hubo que atenerse a la regla del escondite de que cuando hay al­guien en el edificio, no se abre ningún grifo por el ruido que ha­cen las tuberías.
A la una sube Jan: era el cartero. Peter baja rápidamente las es­caleras. ¡Rííín!, otra vez el timbre, vuelta para arriba. Voy a escu­char si hay alguien, primero detrás de la puerta del armario, luego arriba, en el rellano de la escalera. Por fin, Peter y yo estamos aso­mados al hueco de la escalera cual ladrones, escuchando los ruidos que vienen de abajo. Ninguna voz desconocida. Peter baja la esca¡era sigilosamente, separa a medio camino y llama: «¡Bep!», y otra vez: «¡Bep!» El bullicio en la cocina tapa la voz de Peter. Corre es­caleras abajo y entra en la cocina. Yo me quedo tensa mirando para abajo.
-¿Qué haces aquí, Peter? ¡Fuera, rápido, que está el contable, vete ya!
Es la voz de Kleiman. Peter llega arriba dando un suspiro, la puerta del armario se cierra.
Por fin, a la una y media, sube Kugier:
-Dios mío, no veo más que fresas, para el desayuno fresas, Jan comiendo fresas, Kleiman comiendo fresas, Miep cociendo fresas, Bep limpiando fresas, en todas partes huele a fresas, vengo aquí para escapar de ese maremágnum rojo, ¡y aquí veo gente lavando fresas!
Con lo que ha quedado de ellas hacemos conserva. Por la noche se abren dos tarros, papá en seguida los convierte en mermelada. A la mañana siguiente resulta que se han abierto otros dos, y por la tarde otros cuatro. Van Daan no los había esterilizado a tempe­ratura suficiente. Ahora papá hace mermelada todas las noches. Comemos papilla con fresas, suero de leche con fresas, pan con fresas, fresas de postre, fresas con azúcar, fresas con arena. Du­rante dos días enteros hubo fresas, fresas y más fresas dando vuel­tas por todas panes, hasta que se acabaron las existencias o queda­ron guardadas bajo siete llaves, en los tarros.

-¿A que no sabes, Ana? -me dice Margot-. La señora Van Hoeven nos ha enviado guisantes, nueve kilos en total.
-¡Qué bien! -respondo. Es cierto, qué bien, pero ¡cuánto trabajo!
-El sábado tendréis que ayudar todos a desenvainarlos -anun­cia mamá sentada a la mesa.
Y así fue. Esta mañana, después de desayunar, pusieron en la mesa la olla más grande de esmalte, que rebosaba de guisantes. Desenvainar guisantes ya es una lata, pero no sabes lo que es pelar las vainas. Creo que la mayoría de la gente no sabe lo ricas en vita­minas, lo deliciosas y blandas que son las cáscaras de los guisantes, una vez que les has quitado la piel de dentro. Sin embargo, las tres ventajas que acabo de mencionar no son nada comparadas con el hecho de que la parte comestible es casi tres veces mayor que los guisantes únicamente.
Quitarle la piel a las vainas es una tarea muy minuciosa y meti­culosa, indicada quizá para dentistas pedantes y especieros quis­quillosos, pero para una chica de poca paciencia como yo es algo terrible.
Empezamos a las nueve y media, a las diez y media me siento, a las once me pongo de pie, a las once y media me vuelvo a sentar. Oigo como una voz interior que me va diciendo: quebrar la punta, tirar de la piel, sacar la hebra, desgranarla, etc., etc. Todo me di vueltas: verde, verde, gusanillo, hebra, vaina podrida, verde, verde, verde. Para ahuyentar la desgana me paso toda la mañana ha­blando, digo todas las tonterías posibles, hago reír a todos y me siento deshecha por tanta estupidez. Con cada hebra que des­grano me convenzo más que nunca de que jamás seré sólo ama de casa. ¡Jamás!
A las doce por fin desayunamos, pero de las doce y media a la tina y cuarto toca quitar pieles otra vez. Cuando acabamos me siento medio mareada, los otros también un poco. Me acuesto a dormir hasta las cuatro, pero al levantarme siento aún el mareo a causa de los malditos guisantes.

Tu Ana M. Frank

Sábado, 15 de julio de 1944


Querida Kitty:
De la biblioteca nos han traído un libro con un título muy pro­vocativo: ¿Qué opina usted de la adolescente moderna? Sobre este tema quisiera hablar hoy contigo.
La autora critica de arriba abajo a los «jóvenes de hoy en día»; sin embargo, no los rechaza totalmente a todos como si no fueran capaces de hacer nada bueno. Al contrario, más bien opina que si los jóvenes quisieran, podrían construir un gran mundo mejor y más bonito, pero que al ocuparse de cosas superficiales, no repa­ran en lo esencialmente bello. En algunos momentos de la lectura me dio la sensación de que la autora se refería a mí con sus censu­ras, y por eso ahora por fin quisiera mostrarte cómo soy real­mente por dentro y defenderme de este ataque.
Tengo una cualidad que sobresale mucho y que a todo aquel que me conoce desde algún tiempo tiene que llamarle la atención, y es el conocimiento de mí misma. Sin ningún prejuicio y con una bolsa llena de disculpas me planto frente a la Ana de todos los días y observo lo que hace bien y lo que hace mal. Esa conciencia de mí misma nunca me abandona y en seguida después de pronunciar cualquier palabra sé: esto lo tendrías que haber dicho de otra forma, o: esto está bien dicho. Me condeno a mí misma en miles de cosas y me doy cuenta cada vez más de lo acertadas que son las palabras de papá, cuando dice que cada niño debe educarse a sí mismo. Los padres tan sólo pueden dar consejos o recomendacio­nes, pero en definitiva la formación del carácter de uno está en sus propias manos. A esto hay que añadir que poseo una enorme va­lentía de vivir, me siento siempre tan fuerte y capaz de aguantar, tan libre y tan joven... La primera vez que me di cuenta de ello me puse contenta, porque no pienso doblegarme tan pronto a los gol­pes que a todos nos toca recibir.
Pero de estas cosas ya te he hablado tantas veces, prefiero tocar el tema de «papá y mamá no me comprenden». Mis padres siem­pre me han mimado mucho, han sido siempre muy buenos conmigo, me han defendido ante los ataques de los de arriba y han he­cho todo lo que estaba a su alcance. Sin embargo, durante mucho tiempo me he sentido terriblemente sola, excluida, abandonada, incomprendida. Papá intentó hacer de todo para moderar mi re­beldía, pero sin resultado. Yo misma me he curado, haciéndome ver a mí misma lo errado de mis actos.
¿Cómo es posible que papá nunca me haya apoyado en mi lu­cha, que se haya equivocado de medio a medio cuando quiso tenderme una mano? Papá ha empleado métodos desacertados, siempre me ha hablado como a una niña que tiene que pasar por una infancia difícil. Suena extraño, porque nadie ha confiado siempre en mí más que papá y nadie me ha dado la sensación de ser una chica sensata más que papá. Pero hay una cosa que ha descuidado, y es que no ha pensado en que mi lucha por supe­rarme era para mí mucho más importante que todo lo demás. No quería que me hablaran de «diferencia de edad», «otras chi­cas» y «ya se te pasará», no quería que me trataran como a una chica como todas, sino como a Ana en sí misma, y Pim no lo en­tendía. Además, yo no puedo confiar ciegamente en una persona si no me cuenta un montón de cosas sobre sí misma, y como yo de Pim no sé nada, no podré recorrer el camino de la intimidad entre nosotros. Pim siempre se mantiene en la posición del pa­dre mayor que en su momento también ha tenido inclinaciones pasajeras parecidas, pero que ya no puede participar de mis cosas como amigo de los jóvenes, por mucho que se esfuerce. Todas es­tas cosas han hecho que, salvo a mi diario y alguna que otra vez a Margot, nunca le contara a nadie mis filosofías y mis teorías bien meditadas. A papá siempre le he ocultado todas mis emociones, nunca he dejado que compartiera mis ideales, y a sabiendas h e creado una distancia entre nosotros.
No podía hacer otra cosa, he obrado totalmente de acuerdo con lo que sentía, de manera egoísta quizá, pero de un modo que favo­reciera mi tranquilidad. Porque la tranquilidad y la confianza en mí misma que he alcanzado de forma tan vacilante, las perdería completamente si ahora tuviera que soportar que me criticaran mi labor a medio terminar. Y eso no lo puedo hacer ni por Pim, por más crudo que suene, porque no sólo no he compartido con Pim mi vida interior, sino que a menudo mi susceptibilidad le provoca un rechazo cada vez mayor.
Es un tema que me da mucho que pensar: ¿por qué será que a veces Pim me irrita tanto? Que casi no puedo estudiar con él, que sus múltiples mimos me parecen fingidos, que quiero estar tran­quila y preferiría que me dejara en paz, hasta que me sintiera un poco más segura frente a él. Porque me sigue carcomiendo el re­proche por la carta tan mezquina que tuve la osadía de escribirle aquella vez que estaba tan exaltada. ¡Ay, qué difícil es ser real­mente fuerte y valerosa por los cuatro costados!

Sin embargo, no ha sido ésa la causa de mi mayor decepción, no, mucho más que por papá me devano los sesos por Peter. Sé muy bien que he sido yo quien le he conquistado a él, y no a la in­versa, me he forjado de él una imagen de ensueño, le veía como a un chico callado, sensible, bueno, muy necesitado de cariño y amistad. Yo necesitaba expresarme alguna vez con una persona viva. Quería tener un amigo que me pusiera otra vez en camino, acabé la difícil tarea y poco a poco hice que él se volviera hacia mí. Cuando por fin había logrado que tuviera sentimientos de amistad para conmigo, sin querer llegamos a las intimidades que ahora, pensándolo bien, me parecen fuera de lugar. Hablamos de las co­sas más ocultas, pero hasta ahora hemos callado las que me pesa­ban y aún me pesan en el corazón. Todavía no sé cómo tomar a Peter. ¿Es superficialidad o timidez lo que lo detiene, incluso frente a mí? Pero dejando eso de lado, he cometido un gran error al excluir cualquier otra posibilidad de tener una amistad con él, y al acercarme a él a través de las intimidades. Está ansioso de amor y me quiere cada día más, lo noto muy bien. Nuestros encuentros le satisfacen, a mí sólo me producen el deseo de volver a inten­tarlo una y otra vez con él y de no tocar nunca los temas que tanto me gustaría sacar a la luz. He atraído a Peter hacia mí a la fuerza, mucho más de lo que él se imagina, y ahora él se aferra a mí y de momento no veo ningún medio eficaz para separarlo de mí y ha­cer que vuelva a valerse por sí mismo. Es que desde que me di cuenta, muy al principio, de que él no podía ser el amigo que yo me imaginaba, me he empeñado para que al menos superara su mediocridad y se hiciera más grande aun siendo joven.

«Porque en su base más profunda, la juventud es más solitaria que la vejez.» Esta frase se me ha quedado grabada de algún libro y me ha parecido una gran verdad.
¿De verdad es cierto que los mayores aquí lo tienen más difícil que los jóvenes? No, de ninguna manera. Las personas mayores tienen su opinión formada sobre todas las cosas y ya no vacilan ante sus actos en la vida. A los jóvenes nos resulta doblemente di­fícil conservar nuestras opiniones en unos tiempos en los que se destruye y se aplasta cualquier idealismo, en los que la gente deja ver su lado más desdeñable, en los que se duda de la verdad y de la justicia y de Dios.
Quien así y todo sostiene que aquí, en la Casa de atrás, los mayores lo tienen mucho más difícil, seguramente no se da cuenta de que a nosotros los problemas se nos vienen encima en mucha mayor proporción. Problemas para los que tal vez seamos dema­siado jóvenes, pero que igual acaban por imponérsenos, hasta que al cabo de mucho tiempo creemos haber encontrado una solu­ción, que luego resulta ser incompatible con los hechos, que la ha­cen rodar por el suelo. Ahí está lo difícil de estos tiempos: la terri­ble realidad ataca y aniquila totalmente los ideales, los sueños y las esperanzas en cuanto se presentan. Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas, porque parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, sigo aferrándome a ellas, pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad interna de los hombres.
Me es absolutamente imposible construir cualquier cosa sobre la base de la muerte, la desgracia y la confusión. Veo cómo el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se avecina y que nos matará, com­parto el dolor de millones de personas, y sin embargo, cuando me pongo a mirar el cielo, pienso que todo cambiará para bien, que esta crueldad también acabará, que la paz y la tranquilidad volve­rán a reinar en el orden mundial. Mientras tanto tendré que man­tener bien altos mis ideales, tal vez en los tiempos venideros aún se puedan llevar a la práctica...

Tu Ana M. Frank


Viernes, 21 de julio de 1944

Querida Kitty:
¡Me han vuelto las esperanzas, por fin las cosas resultan! Sí, de verdad, todo marcha viento en popa! ¡Noticias bomba! Ha habido un atentado contra Hitler y esta vez no han sido los comunistas judíos o los capitalistas ingleses, sino un germanísimo general ale­mán, que es conde y joven además. La «divina providencia» le ha salvado la vida al Führer, y por desgracia sólo ha sufrido unos ras­guños y quemaduras. Algunos de sus oficiales y generales más allegados han resultado muertos o heridos. El autor principal del atentado ha sido fusilado.
Sin duda es la mejor prueba de que muchos oficiales y generales están hartos de la guerra y querrían que Hitler se fuera al otro ba­rrio, para luego fundar una dictadura militar, firmar la paz con los aliados, armarse de nuevo y empezar una nueva guerra después de una veintena de años. Tal vez la providencia se haya demorado un poco aposta en quitarlo de en medio, porque para los aliados es mucho más sencillo y económico que los inmaculados germanos se maten entre ellos, así a los rusos y los ingleses les queda menos trabajo por hacer y pueden empezar antes a reconstruir las ciuda­des de sus propios países. Pero todavía falta para eso, y no quisiera adelantarme a esos gloriosos acontecimientos. Sin embargo, te da­rás cuenta de que lo que digo es la pura verdad y nada más que la verdad. A modo de excepción, por una vez dejo de darte la ¡ata con mis charlas sobre nobles ideales.
Además, Hitler ha sido tan amable de comunicarle a su leal y querido pueblo que, a partir de hoy, todos los militares tienen que obedecer las órdenes de la Gestapo y que todo soldado que sepa que su comandante ha tenido participación en el cobarde y mise­rable atentado, tiene permiso de meterle un balazo.
¡Menudo cirio se va a armar! Imagínate que a Pepito de los Pa­lotes le duelan los pies de tanto caminar, y su jefe el oficial le grita. Pepito coge su escopeta y exclama: «Tú querías matar al Führer, ¡aquí tienes tu merecido!» Le pega un tiro y el jefe mandón que ha osado regañar a Pepito, pasa a mejor vida (¿o a mejor muerte?). Al final, el asunto va a ser que los señores oficiales van a hacérselo encima de miedo cuando se topen con un soldado o cuando ten­gan que impartir órdenes en alguna parte, porque los soldados tendrán más autoridad y poder que ellos.
¿Me sigues, o me he ido por las ramas? No lo puedo remediar, estoy demasiado contenta como para ser coherente, si pienso en que tal vez en octubre ya podré ocupar nuevamente mi lugar en las aulas! ¡Ayayay!, ¿acaso no acabo de decir que no me quiero precipitar? Perdóname, no por nada tengo fama de ser un manojo de contradicciones...

Tu Ana M. Frank


Martes, 1 de agosto de 1944

Querida Kitty:
«Un manojo de contradicciones» es la última frase de mi última carta y la primera de ésta. «Un manojo de contradicciones», ¿se­rías capaz de explicarme lo que significa? ¿Qué significa contra­dicción? Como tantas otras palabras, tiene dos significados, con­tradicción por fuera y contradicción por dentro. Lo primero es sencillamente no conformarse con la opinión de los demás, pre­tender saber más que los demás, tener la última palabra, en fin, to­das las cualidades desagradables por las que se me conoce, y lo se­gundo, que no es por lo que se me conoce, es mi propio secreto.
Ya te he contado alguna vez que mi alma está dividida en dos, como si dijéramos. En una de esas dos partes reside mi alegría ex­trovertida, mis bromas y risas, mi alegría de vivir y sobre todo el no tomarme las cosas a la tremenda. Eso también incluye el no ver nada malo en las coqueterías, en un beso, un abrazo, una broma indecente. Ese lado está generalmente al acecho y desplaza al otro, mucho más bonito, más puro y más profundo. ¿Verdad que nadie conoce el lado bonito de Ana, y que por eso a muchos no les caigo bien? Es cierto que soy un payaso divertido por una tarde, y luego durante un mes todos están de mí hasta las narices. En realidad soy lo mismo que una película de amor para los intelectuales: sim­plemente una distracción, una diversión por una vez, algo para ol­vidar rápidamente, algo que no está mal pero que menos aún está bien. Es muy desagradable para mí tener que contártelo, pero ¿por qué no habría de hacerlo, si sé que es la pura verdad? Mi lado más ligero y superficial siempre le ganará al más profundo, y por eso siempre vencerá. No te puedes hacer una idea de cuántas ve­ces he intentado empujar a esta Ana, que sólo es la mitad de todo lo que lleva ese nombre, de golpearla, de esconderla, pero no lo logro y yo misma sé por qué no puede ser.
Tengo mucho miedo de que todos los que me conocen tal y como siempre soy, descubran que tengo otro lado, un lado mejor y más bonito. Tengo miedo de que se burlen de mí, de que me en­cuentren ridícula, sentimental, y de que no me tomen en serio. Estoy acostumbrada a que no me tomen en serio, pero sólo la Ana «ligera» está acostumbrada a ello y lo puede soportar, la Ana de mayor «peso» es demasiado débil. Cuando de verdad logro alguna vez con gran esfuerzo que suba a escena la auténtica Ana durante quince minutos, se encoge como una mimosa sensitiva[12] en cuanto le toca decir algo, cediéndole la palabra a la primera Ana y desapa­reciendo antes de que me pueda dar cuenta.
O sea, que la Ana buena no se ha mostrado nunca, ni una sola vez, en sociedad, pero cuando estoy sola casi siempre lleva la voz cantante. Sé perfectamente cómo me gustaría ser y cómo soy... por dentro, pero lamentablemente sólo yo pienso que soy así. Y ésa quizá sea, no, seguramente es, la causa de que yo misma me considere una persona feliz por dentro, y de que la gente me con­sidere una persona feliz por fuera. Por dentro, la auténtica Ana me indica el camino, pero por fuera no soy más que una cabrita exaltada que trata de soltarse de las ataduras.
Como ya te he dicho, siento las cosas de modo distinto a cuando las digo, y por eso tengo fama de correr detrás de los chi­cos, de coquetear, de ser una sabihonda y de leer novelitas de poca monta. La Ana alegre lo toma a risa, replica con insolencia, se en­coge de hombros, hace como si no le importara, pero no es cierto: la reacción de la Ana callada es totalmente opuesta. Si soy sincera de verdad, te confieso que me afecta, y que hago un esfuerzo enorme para ser de otra manera, pero que una y otra vez sucumbo a ejércitos más fuertes.
Dentro de mí oigo un sollozo: «Ya ves lo que has conseguido: malas opiniones, caras burlonas y molestas, gente que te consi­dera antipática, y todo ello sólo por no querer hacer caso de los buenos consejos de tu propio lado mejor.» ¡Ay, cómo me gustaría hacerle caso, pero no puedo! Cuando estoy callada y seria, todos piensan que es una nueva comedia, y entonces tengo que salir del paso con una broma, y para qué hablar de mi propia familia, que en seguida se piensa que estoy enferma, y me hacen tragar píldo­ras para el dolor de cabeza y calmantes, me palpan el cuello y la sien para ver si tengo fiebre, me preguntan si estoy estreñida y me critican cuando estoy de mal humor, y yo no lo aguanto; cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y al fi­nal termino volviendo mi corazón, con el lado malo hacia fuera y el bueno hacia dentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser... si no hubiera otra gente en este mundo.

Tu Ana M. Frank

Aquí termina el diario de Ana.






EPÍLOGO


El 4 de agosto de 1944, entre las diez y las diez y media de la ma­ñana, un automóvil se detuvo frente a la casa de Prinsengracht z63. De él se bajó Karl Josef Silberbauer, un sargento de las «SS» alemanas, de uniforme, junto con tres asistentes holandeses, miembros de la Grüne Polizei (policía verde), vestidos de paisano, pero armados. Sin duda, alguien había delatado a los escondidos.
La Grüne Polizei detuvo a los ocho escondidos, así como a sus dos protectores Viktor Kugler y Johannes Kleiman -pero no a Miep Gies ni a Elisabeth «Bep» Voskuijl- y se llevó todos los ob­jetos de valor y el dinero que quedaba.
Tras su detención, Kugler y Kleiman fueron conducidos ese mismo día al centro de prisión preventiva de la calle Amstelveenseweg, de Amsterdam, y trasladados un mes más tarde a- la cárcel de la calle Weteringschans, de la misma ciudad. El t i de setiembre de 1944 fueron llevados, sin formación de causa alguna, al campo de concentración transitoria de la Policía alemana en Amersfoort, Holanda. Kleiman fue liberado el 18 de setiembre de 1944 por motivos de salud. Murió en 1959 en Amsterdam. Kugler logró es­capar en 1945, poco antes de que lo enviaran a Alemania a realizar trabajos forzados. En 1955 emigró al Canadá y murió en 1989 en Toronto. Elisabeth «Bep» Wijk-Voskuijl murió en Amsterdam en 1984. Miep Gies-Santrouchitz aún vive en Amsterdam. Su marido Jan murió en esta ciudad en 1993.
Los escondidos permanecieron detenidos durante cuatro días en el centro penitenciario de la Weteringschans, de Amsterdam,
tras lo cual fueron enviados a Westerbork, un campo de concen­tración transitorio holandés para judíos. De allí fueron deporta­dos el 3 de setiembre de 1944 en los últimos trenes que partieron hacia los campos de concentración del Este, y tres días más tarde llegaron a Auschwitz, Polonia.
Edith Frank murió allí de inanición el 6 de enero de 1945.
Hermann van Pels («Van Daan») fue enviado a las cámaras de gas el 6 de setiembre de 1944, día de su llegada a Auschwitz, según datos de la Cruz Roja holandesa. Según declaraciones de Otto Frank, sin embargo, murió unas semanas más tarde, o sea, en oc­tubre o noviembre de 1944, poco antes de que las cámaras de gas dejaran de funcionar.
Auguste van Pels (la «señora Van Daan») fue a parar al campo de concentración de Theresienstadt, Checoslovaquia, el 9 de abril de 1945, tras haber pasado por los campos de Auschwitz, Bergen­Belsen y Buchenwald. Luego, por lo visto, fue nuevamente depor­tada. Se sabe que murió, pero se desconoce la fecha.
Margot y Ana fueron deportadas mediante una operación de evacuación de Auschwitz a Bergen-Belsen, al norte de Alemania, a finales de octubre. Como consecuencia de las desastrosas condi­ciones higiénicas hubo una epidemia de tifus que costó la vida a miles de internados, entre ellos Margot y, unos días más tarde, también Ana. La fecha de sus muertes ha de situarse entre finales de febrero y principios de marzo de 194 S. Los restos de las niñas yacen, seguramente, en las fosas comunes de Bergen-Belsen. El campo de concentración fue liberado por las tropas inglesas el 12 de abril de ese mismo año.
Peter van Pels («Peter van Daan») fue trasladado el 16 de enero de 1945 de Auschwitz a Mauthausen, Austria, en una de las llama­das marchas de evacuación. Allí murió el 5 de mayo de 1945, sólo tres días antes de la liberación.
Fritz Pfeffer («Albert Dussel») murió el 20 de diciembre de 1944 en el campo de concentración de Neuengamme, al que había ido a parar tras pasar por el campo de Buchenwald o el de Sachsenhausen.
Otto Frank fue el único del grupo de ocho escondidos que so­brevivió a los campos de concentración. Tras la liberación de Auschwitz por las tropas rusas, viajó en barco a Marsella desde el puerto de Odesa. El 3 de junio de 1945 llegó a Amsterdam, donde residió hasta 1953. En ese año se mudó a Basilea, Suiza, donde vi­
vían su hermano y hermana con su familia. Se casó con Elfriede Geiringer, nacida Markowitz, una vienesa que, como él, había so­brevivido al campo de Auschwitz y cuyo marido e hijo habían muerto en Mauthausen. Hasta el día de su muerte, el 19 de agosto de i 980, Otto Frank vivió en Birsfelden, cerca de Basilea, y se de­dicó a la publicación del diario de su hija y a difundir el mensaje contenido en él.